FIN DE PARTIDA, 1956 CLOV: ¿Significar? ¿significar nosotros

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ENCUENTROS EN VERINES 1990
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
FIN DE PARTIDA, 1956
Miguel Morey
CLOV: ¿Significar?
¿significar nosotros?
¡Esta sí que es buena!
SAMUEL BECKETT:
Pongamos que nuestro trabajo consiste en llevar a cabo cierto tipo de acciones –
y de acciones que fundamentalmente son discursos, que buscan producir efectos
determinados de sentido. Es decir, que somos en definitiva una suerte de activistas
operando por medio del discurso en el seño del circuito comunicacional, en el Mercado.
Parece que tal es nuestro trabajo. Y en esta medida, nos es obligado mantener un cierto
modelo ideal o imaginario de este circuito y de los elementos que lo componen- un
modelo que operará a modo de idea reguladora tutelando nuestro quehacer. Aunque las
más de las veces se dé, de modo implícito o no, lo suficientemente reflexionado, una
cierta imagen del tipo interlocutor al que nuestro discurso se dirige; de las
características y reglas del medio a través del que circula: de cuáles son los requisitos
que convierten un discurso en mensaje idóneo para tal medio; y finalmente, de qué
modalidad de emisor encarnamos, sobre determinan nuestro quehacer y enmarcan los
posibles modos de enunciación entre los que optamos – cuando no acaban por constituir
redundantemente el mensaje mismo. Una parte tal vez sorda pero terminante de nuestro
trabajo parece jugarse ahí- o cuantos menos, y en virtud de la conocida omnipresencia
del Mercado también en nuestro quehacer, parece que hoy no podemos desatender este
aspecto por su sentido.
Este modelo ideal opera frecuentemente de modo implícito o no lo
suficientemente reflexionado –y ello puede implicar problemas graves, que pesen
definitivamente sobre nuestro trabajo y desde su mismo punto de partida, al nivel de las
opciones previas, anteriores. Fijémonos, a título de ejemplo, en una de las tendencias
más en boga actualmente en filosofía: aquélla que engloba por igual a pragmatismo,
hermenéuticas pragmáticas y éticas comunicacionales –en una palabra, a lo que
podríamos llamar discursos del consenso. Ante ellos, ¿qué decir sino que en su opción
básica no hacen más que elevar a los cielos de los trascendental el funcionamiento de
hecho del circuito comunicacional –y tratar entonces de fundar a partir de ahí las
condiciones que lo legitimarían de derecho? Bien reivindicando abiertamente alguna de
las figuras del consenso, como hacen Habermas o Apel, o contraponiendo su doble
hueco, el disenso, como hace Lyotard, o incluso intentando una tibia vía intermedia al
modo de Rorty, en todos los casos, el presupuesto de partida que convierte el circuito
comunicacional en el espacio filosófico actual por antonomasia parece igualmente
imperioso. ¿Quiere ello decir que el espacio de la filosofía se confunde hoy con el
espacio de la retórica, sin fisuras? Tal vez. En todo caso, si tomáramos esta importante
tendencia como síntoma general de un desplazamiento en la comprensión de lo
filosófico, advertiríamos que una de las condiciones que una de las condiciones que
posibilitan esta devaluación actual de lo filosófico en beneficio de lo retórico reside
preceisamente en una reflexión insuficiente acerca del estatuto del emisor del discurso
filosófico. Si se quiere decir así, reside en la equiparación, en ningún modo obvia ni
obligada, del filósofo con el intelectual. No es de extrañar entonces esta generalizada
devaluación de lo filosófico en lo retórico (que excede con mucho a esta tendencia,
considerada, aquí meramente como síntoma, de igual modo que la identificación del
filósofo con el intelectual es compartida hoy por muchas de las restantes tendencias de
pensamiento), y no es de extrañar si pensamos que la mayor parte de reflexiones que
existen sobre la figura del intelectual establecen su origen mítico en la sofistica griega.
Así las cosas, no es mi intención aquí re-actualizar el viejo y tal vez inútil debate
acerca de la función de los intelectuales, sino que por el contrario quisiera plantear un
interrogante, que creo grave, acerca del lastre que posiblemente implica reconocernos,
en el marco de este modelo comunicacional que nos tutela como ideal regulador, bajo la
figura del intelectual. O plantear, si se quiere decir así, las dificultades con las que sobre
determinar nuestro quehacer, sus limitaciones, la sospecha acaso de que el intelectual no
fuera hoy una figura tramposa de reconocimiento que se nos propone con vistas a
neutralizar las posibles asperezas de nuestro trabajo.
Si tuviéramos que precisar alo más esta sospecha, veríamos que la primera de las
dificultades está ya prácticamente enunciada. Y es que entendemos como intelectuales
demasiado a menudo lleva a hacernos creer que nuestro trabajo es, ante todo,
argumentar y no reflexionar –que los efectos de sentido que nuestro discurso pretende
tienen por objeto antes persuadir que dar que pensar. Y ello es a todas luces
particularmente peligroso. Dicho de modo rápido y por ello mismo inadecuado, pienso
que en el momento en que Heidegger asume una posición de intelectual es cuando
convierte la doctrina platónica de los tres estamentos en el Discurso del Rectorado. Y
entiéndaseme, al contraponer argumentar con pensar, o filosofía con retórica, no estoy
proponiendo al pensador como figura modélica de reconocimiento, revestido con la
magnificencia de alguna función sacerdotal. Al contrario, pienso que es precisamente el
intelectual en tanto que tal quien reclama dicha función de sacerdote de la opinión
públic o de funcionario de la humanidad. Escuchemos, por ejemplo a Habermas, en un
fragmento escogido casi al azar: Cuanto más se apropia el actuar comunicacional de la
tarea de integración social de la religión, más el ideal de una comunidad de
comunicación ilimitada y sin fisuras debe ganar en eficacia empírica en el seno de la
comunidad de comunicación real. ¿Qué pensar entonces sino que, al sustituir a la
religión por el actual comunicacional, el árbitro de dicho actuar, el intelectual, se está
proponiendo automáticamente como sacerdote de la democracia? No, al contraponer el
trabajo reflexivo con el argumentativo estoy pensando en una tarea más modesta, pero
imprescindible: el compromiso que empuja a la reflexión a una justa sostenida con la
propia estupidez, íntima o epocal –su demonio interior específico, siempre por domeñar.
Si pensar es algo, si es importante, su especificidad debería buscarse del lado que antaño
opuso el logos a la doxa, y le encomendó una tarea bien definida: romper con los
atavismos de las ideas recibidas, con las inercias de la opinión pública, con todo aquello
que se piensa porque es lo que hay que pensar, con lo que se dice porque es lo que hay
que decir. G. Deleuze nombra estos prejuicios contra los que nos emplaza el pensar
presupuestos subjetivos o implícitos, y les da la forma de aquello que todo el mundo
sabe, lo que nadie puede negar oponiéndoles una tarea muy precisa: No se trata de
decir que pocos piensan y saben lo qu significa pensar. Sino al contrario, que hay
alguien, aunque sólo fuera uno, con la modestia necesaria, que no alcanza a saber lo
que todo el mundo sabe, y que niega modestamente lo que todo el mundo parece
reconocer...Así entendido, pensar nada tiene que ver con ninguna actividad oracular ni
altisonante, sino con el trabajo, si se quiere menor pero indispensable, consistente en
problematizar lo obvio, lo natural, lo normal, lo razonable... Y comenzando
naturalmente por problematizar la propia experiencia del pensar: asumiendo, el que no
se piensa cuando se quiere, sino cuando ocurre eso llamado pensar; y que es la suya una
existencia intermitente, que llega, nos roza y nos abandona (de ahí, la endeblez de una
figura como la del pensador); y que atraviesa en trasversal nuestra existencia, y por ello
tañabas veces somos incapaces de vivir a la altura de lo que sin embargo somos capaces
de pensar. Con todo, si hoy somos cada uno de nosotros más sabios que hace veinte
años, no es en la medida que más resabiados, sino precisamente gracias a todo eso que
sobre nosotros y sobre nuestro tiempo hemos sido capaces de pensar – más allá de la
ideas recibidas, escapando lenta y trabajosamente de todas las solicitudes de la
estupidez.
En la introducción a sus últimos textos, en la que no puede dejar de leerse una
cierta declaración testamentaria, M. Foucault caracteriza esta diferencia que aquí se
intenta sentar con estas bellas palabras: Pero, ¿qué es la filosofía hoy –quiero decir la
actividad filosófica- si no es el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo? ¿Si no
consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en tratar de saber cómo y hasta dónde
sería posible pensar de otro modo? Y más adelante, añade: El ensayo –que hay que
entender como prueba modificadora de uno mismo en el juego de la verdad y no como
apropiación simplificadora del otro con fines de comunicación- es el cuerpo vivo de la
filosofía, en la medida en que ésta es todavía hoy lo que fue, es decir, una ascesis, un
ejercicio de sí en el pensamiento.
Las palabras de Foucault parecen bien rotundas al respectos. Y con ellas, de
rechazo, queda caracterizada la segunda gran dificultad que entraña la figura del
intelectual como modelo de reconocimiento o idea reguladora. Y es que hoy es el del
intelectual, ante todo y obligadamente, un discurso legitimador y auto legitimador, en el
que buena parte de los trabajos que constituyen su nervadura tienen únicamente por
objetivo sentar su propio estatuto de intelectual. Frente a ello, la filosofía busca
prioritariamente, y en la misma etimología de su nombre queda claramente indicado, su
carácter tentativo y tentador, no la 8auto) legitimación, sino la transformación y la
autotransformación. La diferencia pienso que no es insignificante, sino por el contrario
enormemente significativa.
Las servidumbres que implican asumir la figura del intelectual como modelo de
reconocimiento o ideal regulador del tipo emisor que encarnamos, pienso que se
extienden, a partir de ahí, a todo el circuito comunicacional por el que transita el
discurso filosófico, viciándolo en algún modo. El desplazamiento del pensar en
beneficio del argumentar, el acentuar los efectos de sentido que el discurso busca de la
(auto) legitimación antes que del de la (auto) transformación, sobre determinan a cada
uno de los elementos en juego, inclinándolos peligrosamente en dirección a un quehacer
redundante que sólo enuncia las verdades del mercado –y en su seno, el intlectual
ocuparía una casilla vacía preestablecida en tanto que tutor de la opinión pública: es el
encargado de recordar lo que nadie puede negar. Pero, detengámonos un momento a
considerar sumariamente algunos de los riesgos que tal figura de reconocimiento
conlleva.
1. En primer lugar, las comodidades de una figura de reconocimiento como la
del intelectual, antes que encarar las tensiones que acompañan a la relación entre medio
y mensaje, tienden a plegar uno sobre otro, haciendo finalmente del medio mismo el
único mensaje. Y no hace falta recordar aquí los Apocalipsis anunciados por McLuhan.
Mucho antes, el joven Nietzsche había percibido claramente el problema, denunciando
el futuro de la filosofía ante su inminente conversión en filosofía de los profesores o
filosofía de los periodistas. En su seno, ya no quedaría nada por pensar, sino a lo sumo
enunciar las verdades del medio –acompañadas, si se quiere, con algo así como un
menaje en sordina, una cierta filosofía de la historia que, reflexionada, bien pudiera
acabar resultando el obstáculo específico que nos impide hoy pensar el presente en
cuanto tal. Y es que se trata de una filosofía de la historia que,
a) primeramente, su función básica es ante todo legitimar al intlectual mismo,
en tanto que es en la medida en que el intlectual la detenta que tiene derecho
a la palabra, enunciando lo que nadie puede negar;
b) opera sobre el pasado según un mecanismo que Nietzsche calificó
agudamente de racionalidad retrospectiva, y que en el primer aforismo de
Aurora caracterizaba así: todas las cosas duran largo tiempo se embeben
progresivamente y hasta tal punto de razón que parece increíble que hayan
tenido su origen en la sinrazón. ¿La historia precisa de una génesis no es
casi siempre experimentada como paradójica y sacrílega? ¿El buen
historiador qué hace en definitiva sino contradecir? Si la tarea del
historiador es precisamente contradecir las racionalidades retrospectivas
mediante las que los horrores del paseo quedan disfrazados como errores, y
nuestro presente se ve así legitimado como el lugar de la verdad y la
transparencia, la filosofía de la historia que arropa el quehacer del intelectual
difícilmente se puede dar sino como apología de ese largo viaje hacia la
transparencia actual que es la historia;
c) y finalmente, hacia el futuro, actúa imponiendo alguna suerte de
teleologismo, abierto o encubierto, del que el modo como categorías como
las de Progreso o Revolución han alimentado profusamente el discurso de
los intlectuales da ejemplo eminente. En una interesante entrevista reciente
entre G. Deleuze y T. Negri (Futur anterieur, 1;printemps 1990), G. Deleuze,
oponiéndose a ese resto de filosofía de la historia (revolucionaria) que T.
Negri aún quiere salvar, viene a contraponer tajadamente el devenir (que
para nosotros sería lo propiamente histórico) con la historia ( lo que hemos
nombrado filosofía de la historia), y afirma: Mayo del 68 fue la
manifestación, la irrupción de un devenir en estado puro. Hoy la moda es
denunciar los horrores de la revolución. No es ni siquiera nuevo. Todo el
romanticismo inglés está lleno de una reflexión sobre Cromwell muy
análoga a la que hoy se lleva sobre Stalin. Se dice que las revoluciones
tienen un mal futuro. Pero no se dejan de mezclar dos cosas, el porvenir de
las revoluciones y el devenir revolucionarios de las gentes. No son las
mismas gentes en los dos casos. La única oportunidad de los hombres está
en el devenir revolucionario, pues sólo él puede conjurar la vergüenza, o
responder a lo intolerable. Asumiendo el vocabulario deleuziano diríamos
entonces que el intelectual no puede sino adoptar el punto de vista del
porvenir de las revoluciones o cualquier otro igualmente globalizante –y
cuyo efecto es velar los movimientos reales de un devenir revolucionario que
no es sino la vía que las gentes se dan para buscar su libertad.
Por otra parte, y desde este punto de vista, declaraciones como las de fin de la
historia o el advenimiento de la postmodernidad, no serían sino intentos de parchear el
declive de categorías como las nombradas, con el fin de poder continuar manteniendo
una cierta filosofía de la historia, que aunque decididamente débil, pudiera sin embargo,
seguir concediendo al intelectual los beneficios que precisa su autoridad de tal.
Llegados a este punto, ¿es necesario insistir sobre el fenómeno, no por lateral
menos importante, de la tendencia a la concentración de los pretendidos intelectuales en
determinados medios creando así la poco estimulante figura de los medios autorizados
de opinión –en lucha por el monopolio comunicacional y ahondando de modo
incansable la lamentable escisión entre Metrópolis y Periferia? El fenómeno, con sus
obvias posibilidades de multiplicarse en abismo, es lo suficientemente conocido y
sufrido como para que no merezca la pena ahora en él.
2. Pero, también desde el punto de vista de interlocutor de su discurso, la figura
del intelectual pesa gravemente – exigiendo una determinada posición subjetiva en el
lector para que se produzca el efecto de sentido pretendido. No son las mismas gentes
en los dos casos... – decía Deleuze hace un momento, y la precisión pienso que es de
mucha importancia. El problema de cuál es (o debe ser) el interlocutor del discurso
filosófico no ha
dejado de plantearse de un tiempo a esta parte cada vez mayor
urgencia. Desde la llamada estética de la recepción a la eclosión de los mil y un
pragmatismo, los ejemplos son múltiples y claros. La misma y tan cacareada crisis del
marxismo ( en la que se confunden de manera interesada el pensamiento de Marx, con
la vulgata emancipatoria comunista, cuando no con el declive de los países de
socialismo real) da prueba de lo fundamental que es la consideración de quién es el
interlocutor, posible o necesario, de un discurso reflexivo. Y es que si algo se ha
quebrado radicalmente en nuestra recepción del discurso marxista pienso que ha sido en
especial nuestro reconocimiento en el interlocutor exigido por dicho discurso: el
trabajador. Si se puede hablar de crisis del marxismo, no es en absoluto por el
descubrimiento reciente de la inviabilidad de sus análisis económicos, históricos o
políticos, sino por la quiebra del presupuesto de que la emancipación del trabajador
respecto de la extorsión de la plusvalía equivaldría a la emancipación del hombre
entero. Si se quiere decir así, la crisis del marxismo es, ante todo, una crisis de
reconocimiento, de pérdida de auditorio –crisis que vendría principalmente del lado del
descubrimiento de que el prometido Paraíso de los Trabajadores no es el paraíso, tout
court. Basta recordar los análisis de E, Junger sobre el arquetipo del trabajador, y sus
avisos sobre los peligros que entrañan reconocerse enteramente en tanto que trabajador,
para apreciar lo temprana que es esta crisis, por más lenta que haya sido su eclosión
final. También en la tradición nietzscheneana encontraríamos argumentos sólidos a
favor de esta crítica a la posición subjetiva que el marxismo exige de sus interlocutores:
considerarse a sí mismo únicamente en tanto que trabajadores. Y ello desde la misma
denuncia nietzscheana del gregarismo socialista a la crítica de Bataille a toda
compresión reductiva de (la cuestión de) la existencia en términos de empleo del tiempo,
para desembocar en Foucault y su conocida y polémica afirmación: Es falso decir con
cierto posthegeliano célebre que la existencia concreta del hombre es el trabajo. Ya
que la vida y el tiempo del hombre no son por naturaleza trabajo, son: placer,
discontinuidad, fiesta, reposo, necesidades, apetitos, violencias, depredaciones, etc. El
capital debe transformar toda esta energía explosiva en una fuerza de trabajo continúa
y continuamente ofrecida en el mercado. El capital debe sintetizar la vida en fuerza de
trabajo, lo que implica una coerción: la de un sistema de secuestro.
Se dirá, y con razón, que hoy el intelectual ya ha abandonado el marxismo, y no
exige de su interlocutor la sunción de su condición de trabajador como condición
necesaria para producir sus efectos de sentido. Y es cierto. Sin embargo, pienso que no
debe verse aquí signo de emancipación ninguna, ni prueba alguna de lucidez. Tal vez
antes al contrario. Y es que en la actualidad, las poblaciones de Occidente ya no son
prioritariamente normalizadas en tanto que sujetos de reproducción, sino en tanto que
sujetos de consumo. Las razones de ello son múltiples y variadas, y no es el momento
de entrar en ellas, basta aquí con constatar el hecho, y hay indicios de ello en
abundancia. ¿Quién es el actual héroe económico, el homo oeconomicus por excelencia
sino el yuppie –alguien que no se sabe lo que produce pero que se distingue a la
perfección precisamente por lo que consume? Por otra parte, las colas interminables de
ciudadanos del Este antes los alemanes Aldi de Berlín, ¿deben entenderse como signo
de alguna emancipación, o son más bien de una voluntad de pasar de ser sujetados por
la producción a ser sujetados por el consumo? Si se quiere, será el suyo sin duda un
acrecentamiento de Libertad, pero está lejos de ser la epifanía de la libertad, como
demasiado a menudo se pretende. Un último ejemplo, de la tan candente cuestión de las
drogas. ¿qué pensar ante el hecho de que todas las culturas han conocido drogas de muy
diverso tipo, pero que la nuestra haya sido la única capaz de inventar la patética figura
del adicto? ¿Qué pensar sino que la lógica de la adicción, en tanto que mecanismo
actual de normalización de las poblaciones, es el auténtico problema .problema que
cruzado con lo que de específico hay en la droga (cara, adultera, prohibida...) produce
efectos dramáticos tan conocidos? M. Foucault, al denunciar el poder antes
normalizador que emancipador de la sexualidad, parece no estar indicado otra cosa sino
señalar este desplazamiento en los dispositivos a través de los cuales hoy somos (y
estamos) sujetos.
Por todo ello, el que el intelectual hoy deje de exigir en su interlocutor el
reconocimiento en tanto que trabajador creo que no debe entusiasmarnos en exceso.
Porque mediante el mismo movimiento pone en su lugar la necesidad de que el lector se
entienda a sí mismo y sin fisuras como sujeto de consumo, en los económico, y como
ciudadano-democrático-con derecho-a-voto, en lo político. Es decir, que el suyo no
puede ser sino el discurso apologético de la integración, con los matices que se quiera y
se permitan como normalmente integrables –un discurso que para producir sus efectos
de sentido y ser comprendido en tanto que sucesión de argumentos que nadie puede
negar implica la posición subjetiva del interlocutor como ese tipo determinado de sujeto
que el sistema económico-político necesita para su pervivencia y reproducción. Esto
pienso que es el problema.
Y un problema que, si se me permite una digresión, afecta de modo contundente
el sentido y el valor del quehacer filosófico o reflexivo en la actualidad. Tomemos un
ejemplo bien notorio, el de la reflexión ética. Si espigáramos en las diferentes ofertas
que bajo ofertas que bajo el rótulo de propuestas éticas se nos presentan hoy, no
veríamos por doquier sino la ratificación de esta exigencia normalizadora del
interlocutor por parte de los intelectuales portavoces de la verdad de lo ético. ¿Qué decir
de las de las éticas comunicacionales y afines, sino que tratan de extraer algún asiento
ético a partir de la existencia misma de la comunidad dialogal, entiendo que ésta implica
ya alguna suerte de abnegación de sí (por ejemplo, K.O. Apel), que confiere al
individuo su estatuto de sujeto ético gracias a la mera aceptación formal del juego
democrático? Y ello valdría incluso para alguien que ha sido acusado tan a menudo de
monológico como J. Rawls –para quien sin embargo la fundación de lo ético depende de
una hipotética situación original en la que todos los interlocutores, en una situación
ideal de igualdad, aceptaría...etc. Del mismo modo, yendo en otra dirección, ya no la
que exige el reconocimiento en tanto que ciudadano democrático, sino la que remite a
éste en tanto que sujeto de consumo, ¿qué decir de todos los varios intentos por reducir
la especificidad de lo ético a la cuestión de la calidad de vida? Ante esta tentativa de
reducción debería decirse, cuanto menos, que la equiparación de lo ético con la cuestión
de la calidad de vida impone: a) un muy estrecho marco actual para dilucidar las
cuestiones morales que nos atañen; b) una mirada retrospectiva falseada según la cual la
historia de la ética, de Aristóteles en adelante, se reduce a la historia de la lucha por
mejorar la calidad de vida de cada momento histórico, siendo el resto no reductible, del
todo incomprensible o meramente idiosincrático; c) una complejidad actual con el
sistema explotador y coactivo que exige este tipo de sujeción mediante el consumo, por
lo menos en la medida en que, hoy y aquí, la cuestión de la calidad de vida es muy
difícilmente separable de la del nivel de vida. Fijémonos, por último, en una pretendida
tercera vía, aquella que se reclama de la moral provisional cartesiana. ¿Qué decir sino
que, defendida aquí y ahora, y habida cuenta de las diferencias político-geonómicas
entre su cuna originaria y nuestro presente, dicha propuesta no puede ser más que la
reivindicación del más pacato conservadurismo? El mantenimiento actual de la validez
de la moral provisional cartesiana no puede ser sino la exigencia de asumir las normas
establecidas (por otra parte, las únicas que tenemos –se dirá) sin más, a lo sumo
doblándolas con la conciencia irónica o cínica propia al aceptar convenciones en las que
no se acaba de creer del todo. Y aún siendo grave esta dimisión de la reflexión ética, lo
peor aún es la sanción que implica del modo espúreo como hoy se asientan las normas
establecida: simplemente elevando lo normal a normativo. A este respecto, ni siquiera
la metáfora con la que Descartes trataba de legitimar poéticamente su elección parece
adecuada en la actualidad: ese viajero que perdido en el bosque optaba por andar
siempre en línea recta, a falta de criterio mejor, hasta lograr salir de él. Ante la sensatez
plana de ese curioso viajero, hoy nos cabe la pregunta de si andar en línea recta es la
mejor manera de moverse en un bosque –así como la sospecha de que muy bien pueden
existir ciertos bosques que no tengan fin...
3. Finalmente, si consideráramos el punto de vista del emisor en su
reconocimiento como intelectual, veríamos que su posición en el circuito
comunicacional es, también aquí, profundamente sospechosa. Y ello, cuanto menos,
por cuatro razones fundamentales.
En primer lugar, porque su aparición en la escena pública en tanto que emisor
competente (y dotado de una competencia bien singular: aquella que le legitima para
opinar acerca de todo los divino y lo humano, sin restricciones) es inseparable de la
atribución que se otorga de representante o portavoz autorizado (de lo que nuestro
tiempo exige, de lo que quiere el pueblo, de lo que necesita nuestro país...) su estrategia
es así tomar la palabra en lugar de aquellos a los que representa que, de existir
realmente por ello quedan clausurados en su mudez.
A lo anterior debe añadirse, en segundo lugar, el modo como asume el punto de
vista del estadista: el intelectual es aquel, que, como ya quería Platón, está
comprometido en salvar la polis. Sin embargo, esta noble consigna demasiado a
menudo no implica sino la complicidad más orgánica con los poderes establecidos, a los
que simplemente legitima. Y es muy posible que la polis deba ser salvada –pero en un
momento como el presente en el que el concepto de orden público amenaza con saturar
el todo de la razón social, no estaría de más preguntarse si existe otro modo de salvar
esa forma de vida espiritual que es la ciudadanía de la polis que creando libertad –es
decir, desorden.
En tercer lugar, el intelectual en tanto que representante o portavoz autorizado, y
a la medida de su vocación de estadista, no puede evitar el ponerse en algún modo como
profeta –y ésta es una figura que entiendo cada vez más problemática. Intelectual es
aquel que anuncia lo que va ocurrir de seguir las cosas como están y propone
obligadamente alternativas al desorden de nuestro presente- y alternativas que
rápidamente son enjugadas bajo la forma de etiquetas, -ismos o modas por la opinión
pública y la necesidad de una oferta cultural continuada propia a los media. Así, el
intelectual debe dar respuestas a los problemas de nuestro presente, siempre y sin
demora, olvidando las más de las veces que dichas respuestas apresuradas no hacen sino
velar toda la profundidad problemática que se esconde bajo la superficie manifiesta de
nuestros problemas actuales.
Y finalmente, no estaría de más destacar una diferencia desagradable e
importante entre la forma intelectual y algunas de las figuras genealógicas que la
precedieron en nuestra cultura (esto es: el sabio griego, el profeta judío, el legislador
romano o el santo cristiano). Y es que en ellas, se da siempre, además de una faceta
notoriamente pública, una búsqueda sostenida de la excelencia
interior (que es
precisamente lo que legitima sus actuaciones públicas). Por el contrario, el intlectual, en
tanto que mistagogo de la cultura es como si careciera de interioridad o de (aspiración
a alguna suerte de) virtud ninguna, y todo en él se resolviera en la mera exterioridad del
opinar y el argumentar- No hay pues en él invitación ninguna a cualquier tipo de
aventura espiritual sino, y tan sólo, la consideración estratégica de los modos idóneos
de intervención en el foro.
Podríamos terminar diciendo lo que es de sobra sabido: que el intlectual es un
invento reciente, inseparable del optimismo propio de la herencia ilustrada y de la
aparición de fenómenos culturales nuevos y específicos como el periodismo. Y de
hacerlo así, encontraríamos entonces en ese alegato anti-ilustrado que es El nacimiento
de la tragedia de Nietzsche una aceradísima crítica a lo que hay reconocemos como
intelectual, que de algún modo serviría de colofón adecuado a lo dicho.
Se recordará que dicho texto Nietzsche, trastocando la cronología espiritual de
Grecia, sitúa su momento álgido en la época trágica –la tragedia es, se nos dirá, aquel
dispositivo simbólico que consiguió la más alta cohesión posible entre verdad
(Dionisio) y belleza (Apolo), proponiendo a la vez las verdades más profundas y los
fines o ideales más elevados. De esa cohesión nacerá la polis griega. Sintetizado de
modo rudimentario, este dispositivo consiste en un doble mecanismo simbólico. Uno,
tiene lugar en la escena: aquello que se expresa fuera de la escena (lo obsceno: Dionisio
o el espíritu de la música, la verdad radical) es reconocido por el coro, trasunto del
séquito dionisiaco, que lo traduce a otro plano simbólico (representativo: Apolo o el
instituto artístico plástico, los ideales más elevados). Del ensamblaje entre ambas series
surge una nueva expresión (la expresión teatral propiamente dicha) que al ser
reconocida por los espectadores induce el efecto específico trágico: la catharsis.
Con Eurípdes (con Sócrates), esta dialéctica en bucle simbólico desaparece en
beneficio de una relación plana, en una dirección que puede hermanarse con el
surgimiento de la figura del intlectual. ¿De qué muere la tragedia? –se preguntará
Nietzsche. Y son dos las respuestas que da: cuando muere el espíritu de la música;
cuando sube el espectador a la escena y ambas remiten a una misma operación. Porque
Euríspides ya no se trata de reconocer lo que fuera de escena se expresa (el espíritu de la
música o la verdad radical) y dar dramática a este reconocimiento, sino que, al
contrario, al racionalizar tanto la estructura de la obra como el trenzado de los diálogos
para su mejor compresión (el espectador sube a la escena), muere todo contenido
expresivo profundo. En adelante, lo que la tragedia expresará será simplemente su
voluntad de acuerdo con el público, su deseo y sólo su deseo de ser reconocida, Así, la
tragedia ya no será aquel lugar en el que se dan expresión a los límites de lo humano,
fieras y dioses, para fijar el sentimiento justo que ser hombre debe implicar, la justa
distancia, sino que en su lugar nos hallaremos con el despliegue convencional de lo
consensuado.
De un modo análogo, la invitación contemporánea que nos solicita a
reconocernos como intelectuales parece apuntar a una epifanía semejante de lo
convencional: la de hacernos creer que todo está por disutir, pero que nada está `por
pensar. Y en este caso, la proximidad contemporánea entre las figuras del Agora y el
Mercado, entre lo convencional y lo comercial, no haría sino agravar los recelos que
esta propuesta de reconocimiento justamente levanta. Y si aún a pesar de lo dicho
parecieran exageradas las suspicacias que aquí se han apuntando sobre el intelectual y
los peligros de reconocernos en una figura tal, pienso que para mostrar finalmente todas
las insidiosas solicitudes con las que nos amenaza, bastaría con recordar que, en una
muy buena medida, nada de lo que se ha dicho aquí hubiera podido decirse sin dejarse
solicitar, de un modo u otro, por dicha figura de reconocimiento.
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