¿Adónde van los paramilitares?

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Prólogo
¿Adónde van los paramilitares?
ALFREDO RANGEL
L
os actuales grupos paramilitares en Colombia tienen cinco características distintivas: son
contrainsurgentes, civiles, autónomos del Estado, están fuertemente penetrados por el narcotráfico y
tienen estructuras muy complejas. Estas características los hacen muy diferentes de otros casos de
grupos paramilitares que han surgido en conflictos armados de distintos países.
En efecto, el reciente auge de los grupos paramilitares está muy ligado a la expansión y
fortalecimiento de los grupos guerrilleros ocurrido a mediados de los años noventa del siglo pasado.
Fueron las prácticas depredadoras de los grupos guerrilleros y la impotencia del Estado para
contenerlas las que impulsaron la conformación de organizaciones paramilitares en muchas zonas
del país. Su dinámica está fuertemente imbuida de actitudes y propósitos contrainsurgentes. Aun
cuando han realizado intentos retóricos de dotarse de una plataforma política, estos grupos no tienen
un proyecto político colectivo, positivo y propio, pero se unifican en el objetivo común e integrador
de tratar de impedir que la guerrilla tenga éxito en el desarrollo de su proyecto político-militar
insurgente.
Los grupos paramilitares son organizados y patrocinados por civiles y sus combatientes son
igualmente civiles, aun cuando sus nexos con miembros de los organismos coercitivos del Estado
han sido comprobados en muchos casos. Estos grupos cuentan con el respaldo activo y pasivo de
amplios sectores de la población en muchas regiones del país y se han configurado como actores
civiles del conflicto armado interno en Colombia. Su dinámica ha corrido independiente de los
planes contrainsurgentes del Estado, pues poseen y desarrollan sus propios planes y proyectos tanto
a nivel local como regional y nacional. Son autónomos del Estado y, por el contrario, tienen como
política infiltrar instituciones del Estado, sobornar a funcionarios, subordinarlos a sus intereses y
ponerlos al servicio de sus propios planes.
La otra característica peculiar del paramilitarismo en Colombia es su estrecha vinculación con el
narcotráfico. Incluso muchos de sus principales impulsores fueron primero narcotraficantes y
posteriormente, sin abandonar esa actividad, se convirtieron en paramilitares. Estos vínculos con la
producción y venta de drogas ilícitas le han otorgado a los grupos paramilitares una inmensa
disponibilidad de recursos económicos, pero al mismo tiempo lo han contagiado de cierta lógica
mafiosa en la que prevalece el interés individual de los jefes, la desconfianza entre grupos, las
disputas por territorios, mercados y zonas de influencia, los ajustes de cuentas violentos y la
imposibilidad de tener un proyecto político colectivo.
Pero a las anteriores características distintivas de los grupos paramilitares colombianos habría que
agregar la de su compleja organización. En efecto, además del núcleo fuerte en el terreno militar
que cuenta con la organización jerárquica de un ejército irregular, los grupos paramilitares en
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Colombia cuentan con otros tipos de estructuras de apoyo, cubriendo casi todo el espectro posible
de las tipologías consideradas por Stathis Kalyvas y Ana Arjona en su ensayo: «vigilantes», con un
radio de acción puramente local, predominantemente urbano, encargados de controlar el crimen y
de hacer justicia por su propia mano; escuadrones de la muerte, más profesionales que los
anteriores, con una cobertura supralocal y dedicados al asesinato selectivo; autodefensas rurales,
con gente de la zona y uno de cuyos propósitos fundamentales es controlar la población.
Todos estos grupos paramilitares que cuentan con las características anteriores empezaron a
integrarse nacionalmente, a multiplicarse y a fortalecerse de manera muy acelerada a partir de la
segunda mitad de los años noventa del siglo anterior. Su ritmo de crecimiento superó el de los
grupos guerrilleros y muy rápidamente llegaron a ser el segundo grupo irregular en el país, con un
tamaño equivalente al 80% de las farc, principal grupo insurgente, y tres veces más grande que el
segundo grupo guerrillero, el eln. Esto lo lograron en la cuarta parte del tiempo de existencia de las
guerrillas en Colombia. Estos grupos han adquirido una importante capacidad de confrontación
militar, a pesar de no tener ni la larga experiencia ni, en algunos casos, el poder de fuego de la
guerrilla.
Estas limitaciones, sin embargo, las han atenuado con la incorporación a sus filas de ex miembros
de las Fuerzas Militares, así como de desertores de los grupos guerrilleros.
El punto de partida de este auge fue sin duda la crisis política y militar ocurrida durante el gobierno
del presidente Ernesto Samper (1994-1998). De hecho, la fecha de constitución de las Autodefensas
Unidas de Colombia es el año 1996. No es ninguna casualidad que este hecho hubiera ocurrido
pocos meses después de que la guerrilla de las farc realizara el más devastador ataque que haya
hecho jamás contra un puesto militar, en Las Delicias, Caquetá. Allí murieron decenas de soldados
y fueron capturados por los guerrilleros casi un centenar. Después de este asalto, ese grupo
guerrillero llevaría a cabo otros de similar resultado, lo cual fue configurando un germen de crisis
militar en el Estado colombiano, que se sumaba a la crisis política generada por las acusaciones de
infiltración de dineros del narcotráfico en la organización de la campaña electoral del presidente
Samper. Podría decirse que la crisis política fue aprovechada por las guerrillas para provocar la
crisis militar y que ésta, a su vez, provocó el surgimiento de la primera organización nacional de los
grupos paramilitares.
En síntesis, el actual fenómeno del paramilitarismo en Colombia es resultado de una crisis política y
militar del Estado colombiano, del auge de la guerrilla y de la persistencia del narcotráfico, a pesar
de los vanos intentos de distintos gobiernos por neutralizarlo. De ahí en adelante su crecimiento fue
exponencial, tanto en número de hombres como en cubrimiento territorial. Sin contar con la
capacidad de confrontación militar directa que tiene la guerrilla, sin embargo a través de acciones
de amedrentamiento, asesinatos selectivos y desplazamiento forzoso de población le arrebataron a
las farc el control de zonas de tanta importancia como Urabá en el noroccidente del país, y al eln
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muchas zonas clave para este grupo guerrillero como el Catatumbo, en la frontera con Venezuela, y
las llanuras costeras del norte del país.
Su estrategia contrainsurgente, basada en el principio de aislar a la guerrilla, de «quitarle el agua al
pez» por medio de una guerra sucia inmisericorde, ha sido muy exitosa en ciertas zonas del país. De
esta manera, sin enfrentarse directamente contra la guerrilla en el plano militar, donde los
paramilitares tienen desventaja, ha logrado debilitarla expulsándola de territorios, restándole el
acceso a fuentes de rentas económicas, debilitando sus bases sociales y destruyendo sus estructuras
de apoyo. Todo esto, en el caso del eln más que en el de las farc, ha ocasionado el debilitamiento
político, económico y militar de muchos frentes guerrilleros en muchas zonas del país.
El costo de este desbordamiento ha sido un número creciente de víctimas de la guerra sucia entre
paramilitares y guerrilleros, así como un cuestionamiento más, adicional al que ya estaban
realizando las guerrillas, a la soberanía del Estado sobre el territorio, así como a su monopolio
legítimo de las armas, la administración de justicia y la recolección de tributos.
Aun cuando no puede decirse que en la base del enfrentamiento entre las guerrillas y los grupos
paramilitares existan proyectos, visiones o modelos distintos de desarrollo rural —el de las
guerrillas basado en la pequeña propiedad campesina y el de los paramilitares sustentado en la gran
propiedad terrateniente—, sí se puede afirmar que existe una lucha por la propiedad de la tierra y el
control de territorios que tiene móviles y propósitos diferentes. Para la guerrilla el control territorial
es funcional y coadyuva a su proyecto de expansión político-militar, mientras que la propiedad de la
tierra es un tema de su plataforma política que debe ser resuelto por medio de una reforma agraria.
Para los paramilitares el control de territorios va muy ligado a su voracidad para hacerse lo más
pronto posible a la propiedad de la tierra: el primero cumple propósitos contrainsurgentes y de
seguridad personal, la segunda es una vía de acumulación y blanqueo de capitales particulares
adquiridos por medios ilícitos y violentos.
El fortalecimiento incontrolado de los grupos paramilitares durante los últimos diez años ha
cambiado el panorama y la dinámica de la guerra interna en Colombia, haciéndola aún más
compleja y difícil de resolver, tal como lo demuestra Juan Carlos Garzón en su trabajo aquí
incluido. Esos grupos se han constituido como el segundo actor irregular en tamaño y tal vez el
primero en presencia territorial y en apoyo social y político.
Su crecimiento con la financiación del narcotráfico ha puesto simultáneamente a disposición de esta
actividad ilícita a ejércitos completos que defienden territorios donde se realiza la siembra de la
coca y donde se localizan laboratorios para su transformación. Su dinámica de expansión territorial
ha tenido como uno de sus elementos guías la actividad del narcotráfico y este a su vez se ha
expandido bajo el ala protectora de los grupos paramilitares, fenómeno examinado con rigor por
Fernando Cubides en su ensayo. Buena parte de su accionar armado se ha volcado hacia el control
de los poderes locales, como lo analiza a profundidad William Ramírez en su trabajo. El nuevo
escenario de la descentralización política, fiscal y administrativa, que ha ayudado a ampliar la
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democracia local y a acercar el Estado al ciudadano, ha sido utilizado tanto por guerrilleros como
por paramilitares para copar los poderes locales y reforzar su control territorial. La precariedad de
los niveles locales del Estado en lo relacionado con la administración de justicia y el uso de la
fuerza legítima ha contribuido mucho a esta situación.
Estas dos dinámicas, relacionadas una con el narcotráfico y otra con el poder local, son muy
similares a las que impulsan el accionar de los grupos guerrilleros. Su involucramiento en toda
suerte de acciones ilegales para conseguir recursos —robo de gasolina, extorsión, secuestro, etc.—
los ha dotado de una infraestructura criminal muy poderosa. Su penetración en toda suerte de
instituciones del Estado y el condicionamiento de los procesos electorales para elegir candidatos
afectos y rechazar adversarios, les ha provisto de una gran influencia política en todos los niveles de
las decisiones públicas.
En el pináculo de su poder militar, económico, social y político, los paramilitares han decidido
iniciar conversaciones con el gobierno del presidente Álvaro Uribe, con el fin de acordar las
condiciones para su inmediata desmovilización. Varias razones parecen haber confluido para que
los paramilitares hubieran tomado esta decisión sin haber sido derrotados previamente por el Estado
sino, por el contrario, en el preciso momento en que son más fuertes y cuando sus posibilidades de
fortalecimiento y expansión son poco menos que ilimitadas.
En primer lugar, existe una evidente fatiga de guerra entre muchos dirigentes de los grupos
paramilitares. Muchos de ellos son personas de vida urbana poco acostumbrados a los avatares, el
aislamiento y las incomodidades de la vida en la selva. Tienen un deseo sincero de regresar al seno
de sus familias y a su entorno social local. En segundo lugar, entre la dirigencia paramilitar
prosperó la expectativa de que el gobierno de Álvaro Uribe iba a debilitar y a doblegar a las
guerrillas en muy corto tiempo, razón por la cual su política de seguridad democrática podría volver
la seguridad a todas las regiones del país. En tercer lugar, pensaron que las condiciones jurídicas y
políticas para su desmovilización y reinserción iban a ser similares a las que el Estado les otorgó a
los grupos guerrilleros que se desmovilizaron a comienzos de la década de los años noventa del
siglo anterior. En cuarto lugar, la decisión del presidente Uribe de adelantar con esas organizaciones
diálogos de paz tenía como sustento el inmenso respaldo que la opinión nacional e internacional le
otorgaba al presidente y eso les generaba suficiente confianza para decidirse por la desmovilización.
No obstante, por el camino tuvieron que irse desengañando. De las razones que motivaban su
desmovilización solamente quedaba la fatiga de guerra, incrementada por unos diálogos
accidentados y llenos de incertidumbre. El debilitamiento de la guerrilla no ha ocurrido ni en la
dimensión ni en el tiempo esperado y más bien empieza a ser claro que su repliegue estratégico
pudo haberle preservado la fuerza, por lo que conservaría posibilidades de iniciar una
contraofensiva cuyos efectos podrían alterar negativamente el escenario de la seguridad en
Colombia.
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El asunto es más preocupante si se tiene en cuenta que, ante una ofensiva guerrillera, las Fuerzas
Militares van a ver disminuidas sus posibilidades de mantener resguardadas las regiones donde los
paramilitares se desmovilicen, razón por la cual podrían quedar expuestas a las intenciones de la
guerrilla de recuperar su control. En definitiva, la desmovilización de los paramilitares podría
ocurrir en un momento crítico para la seguridad nacional. Si los paramilitares calcularon que el
éxito fulminante del Estado contra las guerrillas iba a quitarles su razón de ser, luego de su
desmovilización podrían tener que contemplar el mismo escenario crítico de seguridad que
precisamente les dio origen.
De otra parte, los paramilitares tuvieron que encontrarse frente a la sorpresa de que se habían
reducido de manera radical los umbrales de tolerancia social y penal que hicieron posible las
desmovilizaciones de los grupos guerrilleros en medio de amnistías e indultos casi universales
quince años antes. Las circunstancias habían cambiado tanto dentro del país como en la comunidad
internacional. Las exigencias de verdad, justicia y reparación que llovieron desde todos los sectores
debieron caer como baldes de agua fría en las cálidas expectativas de perdón y olvido que
inspiraron el inicio del proceso de diálogos con el Gobierno colombiano. La desmovilización no
sería entonces un camino de rosas hacia la reconciliación nacional, sino un tortuoso camino de
juicios, cárceles, delaciones, expropiaciones y una permanente incertidumbre frente a las solicitudes
de extradición por parte del gobierno de Estados Unidos.
Como consecuencia de las nuevas circunstancias políticas que fueron cambiando en el camino, el
Gobierno Nacional tuvo que ir acomodando sus posiciones sacrificando y rebajando las
expectativas que él mismo había ayudado a generar entre los dirigentes de los grupos paramilitares.
Así, de un momento a otro para los paramilitares, el Gobierno ya no era la contraparte de absoluta
confianza, sino un interlocutor ambiguo, ambivalente y poco claro que daba bandazos al vaivén de
las presiones y cercado por sus propios compromisos tanto con los grupos ilegales, como con la
comunidad nacional e internacional. La carencia de un control absoluto de la negociación por parte
del Gobierno ha colocado a los paramilitares en una situación de incertidumbre muy grande, que es
analizada por Fidel Cuéllar con mucha agudeza en su ensayo echando mano para ello de la teoría de
juegos.
Simultáneamente, desde el inicio de las conversaciones, los paramilitares han incumplido el
compromiso de realizar un cese de hostilidades total, unilateral e incondicional, que fue la
condición indispensable impuesta por el Gobierno Nacional para iniciar y mantener conversaciones
de paz. Era de esperar. En primer lugar, porque es usual que ante la expectativa de una pronta
desmovilización, todo grupo irregular trata de aprovechar los últimos momentos de su condición de
ilegales para hacerse por la fuerza a la mayor cantidad de recursos económicos y fortalecer su poder
político. De esta manera esperan ingresar a la etapa de posconflicto en las mejores condiciones, una
vez perdidas las ventajas de la ilegalidad. En segundo lugar, porque en este caso el Gobierno no
estableció ningún tipo de sanción específica para los grupos o personas que incumplieran el
compromiso de la tregua. De esta forma esas violaciones no han tenido ningún costo y, por el
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contrario, han resultado de alto beneficio para sus ejecutores. Una opción habría sido castigar tales
incumplimientos con una salida del proceso y una exclusión de sus beneficios a quienes rompieran
el cese de hostilidades, pero esta posibilidad nunca se contempló. El punto es que las dificultades de
la última fase de la guerra pueden generar problemas abrumadores en la primera fase del
posconflicto, pues atentan contra la confianza necesaria para que los pactos sean cumplidos por
ambas partes, sobre todo si ponen en riesgo un punto neurálgico para todos los implicados como es
el tema de la seguridad.
Como resultado de estas conversaciones, los paramilitares han realizado desmovilizaciones de
varios de sus frentes conformados por más de cinco mil hombres en armas. Estas
desmovilizaciones, realizadas aun antes de haber firmado un acuerdo de paz con el Gobierno,
aparecen como gestos de buena voluntad con los cuales los paramilitares han querido demostrar a la
opinión nacional e internacional su decisión de abandonar las armas y desmovilizarse. En varias
zonas donde han ocurrido esas desmovilizaciones los indicadores de seguridad han mejorado
ostensiblemente. No ha ocurrido lo mismo en todas las localidades donde esos desmovilizados han
sido ubicados. En algunas zonas los frentes desmovilizados han sido relevados en las actividades de
control territorial y poblacional por otros frentes que no se han desmovilizado todavía, sin que la
situación haya variado sustancialmente. En otras se han desmovilizado solamente las estructuras
militares, pero no las otras de carácter más miliciano. En muy pocas ha habido una desmovilización
total.
Esta situación ha acarreado serias preocupaciones entre algunos sectores que consideran que las
conversaciones entre el Gobierno y los paramilitares no están conduciendo a la desarticulación del
paramilitarismo, sino que se ha quedado solamente en la desmovilización de sus estructuras
militares, dejando intactas sus estructuras criminales y mafiosas. En alguna medida esto ha sucedido
hasta ahora, lo cual es explicable pues las estructuras militares son las más visibles y más fáciles de
desmovilizar. No ocurre lo mismo con las otras estructuras, como las redes de vigilantes civiles, los
escuadrones de la muerte y las estructuras mafiosas encargadas de mantener el negocio del
narcotráfico así como las responsables de sustraer rentas de manera violenta a la economía formal.
A mi modo de ver, habría dos caminos para desarticular estas estructuras clandestinas: uno, forzar
la delación; otro, expropiar las fortunas mafiosas. La delación no parece ser una opción viable pues
a ella se oponen vigorosamente los jefes paramilitares, al punto de haber amenazado en forma
creíble con romper el proceso si se les obliga a hacer confesiones plenas e integrales de sus delitos.
En cambio la expropiación de sus fortunas les privaría del capital necesario para mantener activas y
actuantes estructuras mercenarias para desarrollar actividades criminales a gran escala. Esa
constricción de capital tal vez no produzca inmediatamente la desarticulación de esas estructuras,
pero su persistencia las haría languidecer muy prontamente en el tiempo. De todas formas, el peor
escenario es no hacer lo suficiente para que todas las diversas y complejas estructuras paramilitares
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sean desarticuladas. De quedar activas algunas, el proceso perdería toda legitimidad y se podrían
crear circunstancias propicias para que resurgiera la violencia en muchas zonas aparentemente
pacificadas.
La Ley de Justicia y Paz que establece las condiciones jurídicas para la desmovilización de los
paramilitares es, obviamente, un elemento clave de esta negociación. Para establecer las
condiciones de verdad, justicia y reparación que reclaman tanto la comunidad nacional como la
internacional hay que tener presente, en todo caso, que esta negociación se realiza porque el Estado
no ha podido ganar la guerra y los grupos irregulares no la han perdido. Estas circunstancias
políticas y militares obligan a hacer un acuerdo magnánimo y generoso en aras de la paz. No es una
muestra de debilidad, sino de pragmatismo y sensatez. Las condiciones de entrada al proceso, la
magnitud de las penas, las exigencias de confesión, la proporción de las expropiaciones y otros
asuntos jurídicos deberían tener en cuenta estas realidades políticas.
El Gobierno hace bien en procurar que el Congreso señale a los paramilitares como delincuentes
políticos. Para ello hay dos tipos de razones: unas de conveniencia y otras de esencia. Las de
conveniencia tienen que ver con el proceso de paz y la posibilidad de que los paras se desmovilicen
incluso antes del fin del conflicto armado. Las de esencia están relacionadas con las causas
eficientes del surgimiento de los paramilitares, su dinámica y su naturaleza.
Con respecto a las razones de conveniencia, otorgarle el estatus político a los paramilitares es una
condición necesaria, mas no suficiente, para que las conversaciones en Ralito tengan alguna
probabilidad de éxito. Es decir, concederles ese estatus no garantiza el éxito de los diálogos, pero
negárselo sí asegura su fracaso. Ser condenados como delincuentes políticos no protege a los
paramilitares de la extradición por delitos de narcotráfico, como quedó probado después de las
extradiciones de Simón Trinidad y Sonia, guerrilleros de las farc. Pero sí les permitiría a los
dirigentes de los grupos paramilitares aspirar a cargos de elección popular y mantener influencia en
sus regiones. Además, si llegaran a ser miembros del Congreso, quedarían protegidos al menos
temporalmente de la extradición.
Pero una razón adicional de conveniencia tiene que ver con la legitimidad misma del proceso y de
un eventual acuerdo. El tratamiento jurídico, penal y político que le ha dado y le dará el Estado
colombiano a los paramilitares sería absurdo e inaceptable para unos simples delincuentes comunes.
El establecimiento de una zona de ubicación en Ralito, la suspensión de las órdenes de captura, los
diálogos formales con el Gobierno y sus ministros, la intervención de los paras en el Congreso de la
República, la rebaja de penas, la verificación de la oea y la búsqueda de cooperación internacional
no se hacen para desarticular unas bandas de delincuentes comunes. Quienes han estado de acuerdo
con muchas de las anteriores medidas, pero ahora se niegan a reconocerle el estatus político a los
paras, son como aquellos que quieren matar al tigre pero después se asustan con el cuero.
Vamos ahora a las razones esenciales. Los paramilitares son políticos porque luchan contra el
proyecto político de la guerrilla. Son una fuerza contrainsurgente civil, autónoma del Estado. Es
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incomprensible entonces que haya quienes le reconocen carácter político a la guerrilla pero no a
quienes luchan contra ella. Independientemente del origen de los paramilitares, quienes entraron en
una dinámica contrainsurgente deben ser reconocidos como delincuentes políticos, como la
«contra» en Nicaragua, por ejemplo. Además, su accionar armado ha cuestionado el monopolio
legítimo de las armas por parte del Estado y ha interferido violentamente el orden constitucional.
Razones de más.
Pero tan absurda es la posición de los detractores del Gobierno que le reconocen estatus político a la
guerrilla pero se lo niegan a los paras, como la posición del Gobierno que pretende reconocer como
delincuentes políticos a los paras, pero no a la guerrilla. En nuestro caso, guerrilla y paras son causa
y efecto del mismo fenómeno de violencia política.
Y este hecho nos conduce a discutir tanto la naturaleza de nuestra violencia como la vigencia del
delito político en Colombia. A mi manera de ver, la violencia política que ya lleva más de cuarenta
años en nuestro país no es otra cosa que el resultado de unos procesos traumáticos y dolorosos de
ocupación del territorio, de construcción de Estado y de integración nacional. Este es el fondo real y
oculto de nuestra violencia política. Como esos procesos están aún inacabados, el delito político
todavía tiene plena vigencia en nuestro país.
Tenemos mucho más territorio que Estado y este es precario para administrar justicia, recabar
tributos y ejercer el monopolio de la fuerza. Hay una enorme brecha entre regiones, y entre el país
rural y el país urbano. Por entre estos intersticios y aprovechando estas falencias han crecido los
grupos irregulares que cuestionan al Estado, tienen apoyo en sectores de la población y ejercen
funciones paraestatales en muchas regiones.
Pero algunos no quieren reconocer siquiera la existencia de un conflicto armado interno y reducen
el problema a una simple amenaza terrorista. Muy mala cosa porque semejante ceguera impide ver
en la salida política negociada del conflicto armado la gran oportunidad histórica para la ocupación
institucional y democrática del territorio, el fortalecimiento de la legitimidad del Estado y la
reconciliación nacional. Cuando hayamos logrado todo esto podremos pensar en abolir el delito
político de nuestra Constitución y nuestras leyes. Como en Europa. Antes no.
De otra parte, en el proceso con los paramilitares el Gobierno está frente a un difícil dilema
estratégico. En efecto, a pesar del incremento del pie de fuerza, de la presencia territorial y de las
operaciones de la Fuerza Pública, el Estado está muy lejos de haber debilitado de manera
significativa a la guerrilla, en particular a las farc. Lo más significativo se ha logrado en
Cundinamarca y aún no se ha consolidado. Peor aún, en las pocas zonas abandonadas por la
guerrilla en su repliegue o porque han sido corridas por la Fuerza Pública, hay una creciente
presencia paramilitar. En muchas zonas la guerrilla está al acecho esperando que los paramilitares
se desmovilicen.
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Y aun cuando su barbarie es aberrante, el problema es que muchos sectores de la población ven a
los paramilitares como un mal menor, comparado con la guerrilla. Al menos, piensan, no atentan
contra la infraestructura económica, vial, energética y de comunicaciones. Esa gente teme que la
desmovilización de los paramilitares signifique un retorno de la guerrilla. Pues bien, en su fuero
interior el Gobierno parece temer lo mismo. Sabe que aún no está en condiciones de impedir el
retorno de la guerrilla a muchos lugares donde eventualmente se desmovilicen los grupos
paramilitares.
Por ello ha esquivado permanentemente las propuestas de los paramilitares que en reiteradas
ocasiones han sugerido crear varias zonas de concentración para sus tropas en distintas zonas del
país. Así, el Gobierno está colocado ante los cuernos de un dilema: tiene que escoger entre la
inseguridad que producen los paramilitares y la que produce la guerrilla. Es entonces comprensible
que opte por quedarse con la que producen los paramilitares, pues esta afecta menos la percepción
de éxito de la política de seguridad democrática, ya que los paramilitares no vuelan puentes, no
hacen retenes ni secuestros masivos en las carreteras, ni derriban torres de energía y de
comunicaciones.
Peor aún: si, dado el caso, el Gobierno tuviera que aceptar las zonas de concentración de los
paramilitares, entonces tendría que movilizar nuevas tropas hacia esas zonas. ¿De dónde las va a
sacar? Pues retirándolas del Plan Patriota del sur del país, ya que el Gobierno no tiene suficiente
fuerza militar para desmovilizar a los paramilitares e intentar derrotar a la guerrilla al mismo
tiempo. Tiene que escoger solo uno entre estos dos objetivos y muy tarde podría haberse dado
cuenta de este dilema estratégico.
Por esta razón ha intentado persistentemente ganar tiempo. Ha dilatado la presentación del proyecto
de ley para la desmovilización de los paramilitares; elude la creación de las zonas de concentración;
ha tolerado impasible las persistentes violaciones al cese de hostilidades de casi todos los frentes
paramilitares.
El error de cálculo de los paramilitares tiene una historia similar: no esperaban que su
desmovilización tuviera que realizarse bajo los principios de verdad, justicia y reparación. Mucho
menos que la extradición se mantuviera como una espada de Damocles. No obstante, en un
conflicto tan atravesado por el narcotráfico no tiene ningún sentido exigir credenciales de limpieza
previa o actual sobre el tema a quienes están dispuestos a firmar la paz. Pocos las podrían presentar.
Y, puesto que el tema interesa a Estados Unidos, un socio cuya cooperación es indispensable para
Colombia, habría que dejar establecido que la extradición no operará para quienes firmen acuerdos
de paz y colaboren eficazmente con la justicia para desmantelar ese negocio ilícito. La valoración
de esa colaboración la harían los gobiernos de Estados Unidos y Colombia, y los paramilitares y los
guerrilleros tendrían que confiar en ellos y hacer un acto de fe.
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Finalmente, a quienes reincidan en el delito les debería caer todo el peso de la ley y se les deberían
suspender todos los beneficios anteriores, sin segundas oportunidades. La eficacia de la Ley de
Justicia y Paz se debe medir por su capacidad para desmontar estructuras armadas e impedir que
vuelvan a surgir. Pero esto tiene un costo en términos de justicia, de verdad, de perdón, de
reparación y de olvido... y hay que pagarlo. Como dijera Walter Benjamín, «[...] la justicia no
necesariamente entraña lo justo, también es lo necesario cuando lo justo no es posible».
Bogotá, julio de 2005
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