Adolescentes y riesgo

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Adolescentes y riesgo
En el pasado, la adolescencia y la juventud eran consideradas meras etapas de tránsito entre la
edad infantil y la edad adulta, por lo que pasaban normalmente desapercibidas en la planificación
de programas preventivos de salud. Ahora la balanza se ha inclinado y hemos saltado a
considerarlos prioritarios en muchas de nuestras políticas y actuaciones. Aún así, la atención a
los adolescentes y jóvenes se centra, con demasiada frecuencia, en comportamientos
problemáticos muy específicos, altamente perturbadores para los adultos, renunciando a la
visión holística necesaria para dar respuesta a las necesidades que se plantean en este periodo
de la vida. Sin esa visión integradora, aceptamos a considerar la relación que se establece entre
ellos y sus conductas “altamente arriesgadas” como algo lineal, cuando en realidad no lo es.
El incremento en la esperanza de vida y los nuevos referentes y metas sociales hacen cada vez
más difícil distinguir entre adolescencia y juventud. Las etapas evolutivas tienden a dejar de
tener límites claros, alargándose o acortándose en el tiempo, definiendo el entorno y la sociedad
donde vivimos el periodo en el que se encuentra un sujeto. Los ambientes rurales o urbanos, el
hecho de pertenecer culturalmente a un lugar o ser inmigrante y, por supuesto mucho más
determinante, habitar en países desarrollados o en aquellos que no pertenecen a esta categoría,
influyen de manera diferente y determinante en nuestras actuaciones individuales y, por lo tanto,
en el momento evolutivo al que nos adherimos.
Hay, en cambio, un amplio consenso científico en considerar el periodo de la adolescencia como
una etapa fundamental en el devenir del hombre como individuo, ya que se producen procesos
claves en el desarrollo que nos permiten, por primera vez, tener la capacidad suficiente para
conducir nuestro proyecto vital hacia donde nosotros queramos. Sin embargo, el contexto donde
se desenvuelven actualmente y la rapidez con el que éste se modifica, inducen a una
disminución de la influencia directa que la familia o el sistema escolar tienen sobre el entorno
que rodea a este colectivo, contextos en los que la sociedad ha confiado tradicionalmente para la
correcta transmisión de pautas culturales y sociales, donde las normas permanecían claras y la
construcción moral del individuo se realizaba tal y como era esperable.
Entre los procesos claves que se producen en estos ciclos caben destacar (Krauskopf, 1993): la
exploración, la necesidad de diferenciarse de su contexto más cercano (familia,
fundamentalmente), y la búsqueda de pertenencia y de proyección vital. La búsqueda de
respuestas a estas carencias les lleva, al mismo tiempo, a ser protagonistas actualmente de
cambios sociales y pautas culturales que se incorporan a la sociedad donde viven y que
transmitirán a las generaciones futuras, pasando a formar parte de lo que definirá a estas etapas
en un futuro.
Asimismo, demandan al adulto una reorganización de sus propios roles, teniendo que establecer
nuevos modelos de autoridad y de pautas educativas y de socialización. En este periodo es
donde se produce la mayor intensidad en la interacción entre los deseos individuales, los nuevos
aprendizajes, las pautas socialmente admitidas y las posibilidades o carencias que nos ofrece el
entorno.
La adolescencia implica empezar a dar respuesta o iniciar la búsqueda de quién es uno
realmente o de quién espera llegar a ser. Para responder a esta pregunta se necesitan, por un
lado, entornos estables donde los referentes sociales, las normas, las metas, etc. estén
altamente definidas. Pero también es necesario que el adolescente se implique y participe en un
proceso continuo de toma de decisiones, de búsqueda de información y de nuevas experiencias
donde realizar nuevos aprendizajes o puedan poner en práctica lo ya aprendido. Sin embargo,
toda esta gran maquinaria de interrelaciones está siendo, actualmente, dañada por numerosos
elementos que dificultan la construcción final de lo que uno quiere o aspira a ser.
La rapidez con la que se producen los cambios en la sociedad están obligando al adolescente y
joven, y en última instancia a todos, a replantearse continuamente su identidad. Los referentes
ya no son la familia o los profesores, pero no sólo porque haya una necesidad de diferenciación
frente a los otros, también por un cambio en las estructuras sociales que obligan a buscar
nuevos referentes y contextos de socialización, y los únicos a los que el joven encuentra en ese
camino es a su grupo de iguales.
Estos cambios obligan a la familia y los entornos educativos formales a que se replanteen su
papel actual, aceptando su limitaciones y ofrezcan nuevas respuestas acordes con las
demandas y condiciones actuales. Las desigualdades sociales, la inestabilidad escolar y laboral,
la necesidad permanente de capacitación requerida para conseguir su posicionamiento en la
sociedad y la consecución de logros exitosos mediante otras vías más inmediatas, les conduce a
los jóvenes a explorar y encontrar gratificación a sus necesidades en otros entornos donde sí
encuentran referentes útiles y estables, y donde ellos se sienten protagonistas: los contextos de
ocio, que han pasado a constituirse en el epicentro actual de la socialización.
El análisis, sin embargo, no está completo si no introducimos un componente más en este juego
de interacciones: el concepto de riesgo. Este término y su concreción va a depender del actor
que valore el riesgo y del momento histórico y cultural en el que se sitúe. Aunque una forma de
expresarlo, sin pretensión de constituirse en definición, incluye elementos como incertidumbre,
dilema, desconcierto. En resumen, podría enunciarse el riesgo como la probabilidad de que
ocurra un suceso no deseado en una situación ante las que nos exponemos intencionadamente.
Atendiendo a esta formulación es obvio que todos afrontamos numerosas situaciones de riesgo a
lo largo de nuestra vida, pero tradicionalmente se ha considerado que riesgo y adolescencia van
íntimamente unidos, y así es. La búsqueda de identidad personal, la incertidumbre ante el
futuro y la falta de planificación real del mismo, entre otros factores, le pueden llevar a explorar
gratificaciones más inmediatas, sin tener en cuenta otras consecuencias, favoreciendo el
incremento de conductas de riesgo (Gadner, 1993). A esta premisa se unen las líneas de
investigación que apuntan, además, al hecho de que la elección de esas situaciones proporciona
al adolescente animación o entusiasmo por lo que encuentra y no elementos de ansiedad que le
indiquen que debe protegerse más en dichas situaciones, debido a su falta de experiencia vital y
a la carencia de estrategias adecuadas para afrontarlas, entre otras causas (Apter, 1992). Estos
elementos impiden un buen estudio y resolución de muchas de las situaciones a las que se
exponen.
Sin embargo, este análisis de la relación entre el adolescente o joven y las diferentes situaciones
de riesgo con las que se tropieza, puede realizarse desde Una doble vertiente, tal y como han
indicado muy acertadamente diferentes autores. Desde el punto de vista desadaptativo nos
encontramos al adolescente inmerso en una maraña de comportamientos que le irán alejando
cada vez más de sus objetivos personales y valores sociales deseables en todo ciudadano
(consumo de drogas, violencia, relaciones sexuales inadecuadas, trasgresión de normas
sociales, etc), debido fundamentalmente a: la búsqueda de sensaciones y experiencias
novedosas, la falta de sistemas de protección a los que antes hacíamos referencia y la búsqueda
de gratificaciones inmediatas, todas ellas características propias de este periodo.
La aceptación de riesgos, desde una vertiente positiva, puede favorecer su interacción con el
medio, proporcionándoles entornos menos endogámicos que los familiares necesarios para la
construcción de su identidad y autonomía personal. La postura excesivamente conservadora y
de evitación de riesgos puede acarrear un desarrollo deficitario en estas áreas, además de
reducir su tolerancia al estrés o la integración, en su repertorio personal, de estrategias
adecuadas para hacer frente a estas situaciones (Oliva, 2004). La adopción de esta postura
permite analizar el riesgo como una realidad que no podemos negar y permitirnos establecer las
mejores condiciones para que los jóvenes la afronten integrándolas como parte necesaria de su
crecimiento.
En la elección y resolución de situaciones de riesgo por parte de los sujetos están implicados
cinco elementos esenciales: una exposición consciente de las consecuencias que conlleva dicha
exposición; una eventualidad del suceso que provoca el riesgo; la posibilidad de realizar
previamente una toma de decisiones que nos posibilite aventurarnos o no ante la situación; el
conocimiento y adopción de un comportamiento alternativo en caso de que no queramos
exponernos y un entorno facilitador de dicho comportamiento alternativo. Estos elementos
nunca deben perderse, de vista ya que serán los que nos permitan abordar esta compleja
relación y diseñar el trabajo a seguir, permitiendo que la exposición a estas situaciones sea lo
más ventajosa posible para el individuo.
Pero, ¿dónde está el perfil de lo que puede considerarse un comportamiento de riesgo o no?,
¿hasta dónde deben llegar los controles sociales para regular dichos comportamientos?, ¿qué
estrategias deben manejar para salir lo más airosos posible y quién debe proporcionárselas?,
¿cómo favorecer entornos positivos?, etc. Como vemos existen aún numerosos interrogantes por
resolver.
Es interesante reflexionar, por un momento, sobre los límites que deben marcar las sociedades
en los comportamientos de riesgo o los controles que deben establecerse para impedir su
consecución. En ocasiones la categorización de la adolescencia y juventud como periodos muy
problemáticos donde se les estigmatiza, criminalizándoles o victimizándoles según las
ocasiones o el foro desde donde partan los discursos, da pie para adoptar medidas en la
sociedad que pueden sobrepasar el principio ético de la autonomía personal al que tenemos
derecho todos los ciudadanos o, por el contrario, evadirnos de nuestras responsabilidades no
propiciando los canales adecuados para su correcta socialización y desarrollo individual. La
comunidad debe implicarse en esta tarea asumiendo sus propias contradicciones.
Tanto los profesionales como las instituciones que intervienen con esta población debemos
clarificar previamente nuestros objetivos, priorizar y delimitar nuestras acciones, aplicando
medidas integradoras que asuman las numerosas aristas de las que consta la relación entre los
adolescentes o jóvenes y el resto de la sociedad.
Al mismo tiempo, la familia y la escuela deben reivindicar su papel educativo y su función
socializadora de nuevo, analizando e incorporando nuevas estructuras, aceptando otras
concepciones pedagógicas y diseñando canales de participación para los jóvenes que
favorezcan su implicación en estos ámbitos.
Si tenemos en cuenta los contextos tan frágiles en los que vivimos actualmente los ciudadanos,
la rapidez con la que cambian, la exaltación de principios como la búsqueda de nuevos retos
personales o la asunción de riesgos para prosperar socialmente, podemos llegar a la conclusión
de que el mensaje que recibe el joven es visiblemente contradictorio, no proporcionándoles ejes
de referencia sobre los que actuar, ni referentes en los que guiarse. El no reconocimiento de las
nuevas necesidades del adolescentes, de los nuevos contextos de socialización y de la falta de
oportunidades para buscar su propia identidad o el lugar que quieren ocupar en un futuro,
pueden abrir aún más la brecha generacional en este momento.
En definitiva, la interacción entre entornos (educativos, sociales, culturales, económicos) poco
favorecedores de comportamientos saludables y la carencia de herramientas personales
eficaces para solucionar los problemas a los que se van encontrando los jóvenes actuales,
incrementan la probabilidad de que aparezcan un mayor número de comportamientos
desadaptativos, desde el punto de vista del correcto desarrollo personal y la consecución de
roles satisfactorios.
La modernización actual genera nuevos objetivos y ritmos en el desarrollo del ser humano,
siendo éstos más claramente influenciables durante la adolescencia y juventud. Sin embargo,
estas influencias y los comportamientos que generan, aunque son duraderos en el proceso de
identidad personal, no son irreversibles. Cuanto más les obliguemos a posicionarse como
adolescentes o jóvenes más alejados estarán de la realidad en la que deben integrarse.
Es necesario, pues, ahondar en la relación y conocimiento que estos colectivos manifiestan de
su entorno, la actitud con la que afrontan sus necesidades o los intereses que le estimulan hacia
la participación en la sociedad. De todo ello podemos obtener luz que nos permita diseñar
respuestas más pertinentes y programas y actuaciones más ajustadas a su realidad y a la
sociedad en la que se desarrollan.
Llegar al adolescente por parte de los profesionales de la salud y requiere de estrategias más
educativas y de motivación que de intervención, sobre todo si no ha iniciado ningún proceso
adictivo. Por tanto debemos primero, analizar nuestra percepción del fenómeno de las
drogodependencias; para, a continuación, detectar, informar, motivar y orientar no sólo al
adolescente, también a la familia que se encuentra en el mismo proceso de desorientación que
ellos.
Es importante también asumir nuestras limitaciones como profesionales, y valorar hasta qué
punto tenemos los conocimientos y recursos necesarios para actuar, derivando, en esos casos,
al adolescente y su familia a los servicios adecuados.
Ana Palmerín García
Psicóloga Clínica. Magíster en Drogodependencia
Bibliografía
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Apter, M.J. 1992. The dangerous edge : the psychology of excitement.Nueva York: The Free
Press.
M.R.Burt. 1996. ¿Por qué debemos invertir en el adolescente? Conferencia de Salud Integral
de los Adolescentes y Jóvenes de América Latina y el Caribe.9-12 julio, OPS.
Garner, W (1993). A life-span rational-choice theory of risk-taking. En N.Bell & R.W.Bell
(eds.), Adolescent risk taking (pp66-83). Newbury Park: Sage
A. Oliva (2004). Adolescencia como riesgo y oportunidad. Rev. Infancia y Aprendizaje, 27
(1), pp. 115-122. En http://personal.us.es/oliva/p115
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