GONZÁLEZ REQUENA

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GONZÁLEZ
REQUENA
Lo Radical que habita la Máquina Fotográfica
El surgimiento histórico de la fotografía
Es posible pensar el surgimiento histórico de la fotografía –y, tras ella, las
imágenes fílmicas y electrónicas– como un eslabón decisivo en el largo
camino que se inauguró con la construcción del dispositivo –que es
también un código de representación del espacio– perspectivo y que
apuntaba a la consecución de representaciones que permitieran una
apropiación objetiva de la realidad visual. Por eso su emergencia, en la
primera mitad del siglo XIX, fue saludada como una más de las victorias
de un siglo que, volcado al dominio de la naturaleza, había hecho del
progreso científico su bandera.
“La burguesía fue la clase social ascendente que encontró en el daguerrotipo el más
idóneo de los medios para perpetuar su satisfecha apariencia, pues el daguerrotipo
colmaba la aspiración de realismo y de autenticidad que eran también las metas de
la ciencia positiva y de las nuevas corrientes artísticas que se abrían camino
especialmente en la cultura francesa de la primera mitad del siglo”.1
1
Gubern, Román: 1974: Mensajes icónicos
en la cultura de masas, Lumen, Barcelona,
1974, p. 33-34.
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La tecnología fotográfica podría atrapar, fijar y re-presentar la realidad visual
con procedimientos mecánicos, y en esa misma medida totalmente
objetivados. Pero se yerra cuando se piensa que lo que con la fotografía
había llegado había sido sin más aquello que enunciaban los discursos de
los científicos y técnicos que hicieron posible la invención de la tecnología
fotográfica. Pues no es menos cierto que la emergencia de la fotografía,
tanto la que se quiere artística como la de los medios de comunicación de
masas, se sitúa abiertamente en el ámbito de las pasiones del ojo2. Pasiones
que, por lo demás, sin duda anidaban ya en los discursos científicos y
paracientíficos que precedieron y acompañaron al invento, pero como su
cara oculta, como, por decirlo así, su latencia pulsional pues, como hiciera
ver Freud3, la pasión de saber procede de la pasión de ver4.
Naturalismo
Sería ingenuo, por ello, plantear la cuestión como si lo que así se
desencadenara fuera sin más el efecto de la aparición de una nueva
tecnología. Pues, de hecho, aún antes de que la primera cámara fotográfica
hubiera sido construida, el mundo de la representación plástica y literaria de
Occidente se había introducido ya en el proceso de exacerbación realista
que condujo al Naturalismo. Un proceso que, paradójicamente, alcanzó
mayor intensidad en la literatura que en la pintura y para el que la palabra
escogida para nombrarlo resulta en extremo apropiada: pues
manifestándose con una intensidad propiamente pulsional, conducía a
quebrar un resorte esencial interior a la literatura narrativa.
2
Lo sabe bien cualquiera que ha oído
hablar del deseo del fotógrafo, de las asperezas de su goce.
3
Cfr.: Freud, Sigmund: 1910: Un recuerdo
infantil de Leonardo da Vinci, en Obras
Completas, tomo V, Biblioteca Nueva,
Madrid, 1974.
4
Pero, en cierto modo, la estructura del
discurso científico occidental posee su
matiz paranoide: niega, proyectándolo, todo
lo que tiene que ver con sus focos de goce.
Pues la novela realista era, antes que cualquier otra cosa, un discurso
generador de universos narrativos, de espacios-tiempos habitables y
legibles, previsibles –bien sabemos que el arte de la novela realista, antes
de su exacerbación naturalista, estribaba en buena medida en hacer ver
venir lo inevitable. En suma: coherentes, bien tejidos por el lenguaje. Pues
la lógica de esos universos –esa lógica sobre la que descansaba su
verosimilitud– no podía ser otra que la de los propios discursos narrativos
que los sustentaban.
Y bien, esa es la lógica que deviene rota en ese movimiento exacerbado
hacia el verismo que cristaliza con el Naturalismo. Lo que, por lo demás,
se manifiesta bien en como los textos naturalistas acusan la irrupción, en
el ámbito de la literatura, de géneros discursivos nuevos y extraños a las
tradiciones de la narrativa novelística. Nos referimos a los dos grandes
modelos discursivos que cristalizan su dominio en esa época: el discurso
periodístico –la crónica, la información de actualidad objetivista– y el
discurso científico –las descripciones biológicas, médicas...–.
Dos discursos que, más allá de sus indudables diferencias, compartían
un común interés por los hechos y una no menos común desconfianza
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hacia la filosofía y hacia las necesidades internas –que son simbólicas–
de la narratividad. Los hechos, pero ya no los ligados causalmente por
el relato en tanto sucesos narrativos –funciones, al decir de los
estructuralistas–, sino los hechos objetivados, tanto más cuando –de
acuerdo con el principio de objetividad científico/periodístico–
anotados en independencia del sujeto –de sus creencias, de su
ideología, de su deseo–.
Pintura, realismo, naturalismo
Una demanda radical de realismo, la del naturalismo, que,
paradójicamente, habría de conducir en breve plazo a la pintura, desde
el impresionismo, por el camino, cada vez más acentuado, de la
abstracción. No es difícil por eso explicar el sólo aparentemente
sorprendente hecho de que la literatura avanzara más lejos y más
profundamente por la senda naturalista. Después de todo, el monólogo
interior se hacía con palabras, y la literatura podía tratar de registrarlas:
no sólo a ellas mismas, sino también a las quiebras, a las incoherencias
desgarradas que hienden ese monólogo: tal fue lo que alcanzó su
máxima expresión en el Ulises de Joyce, acentuando la senda que había
sido abierta por Dostoiewski, James y Proust.
5
Cfr.: Gubern, Roman; 1974: Mensajes
icónicos en la cultura de masas, Lumen,
Barcelona, 1974, p. 35-40. Gubern atribuye
ciertamente el hecho a factores de inercia
estética y búsqueda del prestigio cultural
del que disfrutaba la pintura. Sin embargo,
ello no excluye el hecho de que esta pictorialización –como sigue sucediendo hoy en
fotografía publicitaria, en la que tales factores han desaparecido totalmente– respondiera también a la búsqueda de una mayor
legibilidad y limpieza discursiva de una
fotografía que, en este campo –y no solo en
el del pedigri cultural– era vivida como
deficitaria frente a la pintura.
6
Arnheim, Rudolf: 1969: El pensamiento
visual, Eudeba, Buenos Aires, 1976, p. 46.
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Los pintores, en cambio, poco podían ofrecer en ese campo, o más bien
nada frente a ese realismo radical que la cámara fotográfica, de un sólo
plumazo, hacía posible. No, desde luego, porque no pudiera pintar de
la manera más convincente cualesquiera tipos de objetos; en ese había
alcanzado una indiscutida maestría, incluso superior, conviene señalarlo,
a la fotografía misma: así se demostraba en el retocado pictórico del que
tantas fotografías eran objeto y que hoy sigue presente, aun cuando por
otros procedimientos, en el campo de la fotografía publicitaria5. Y por lo
demás ¿no es un hecho evidente que cuando se exige de la imagen la
mayor exactitud y eficacia comunicativa, como sucede en los manuales
escolares, se sigue privilegiando el dibujo realista sobre la fotografía?
Pues, como Arnheim ha señalado:
“La invención de la fotografía, por ejemplo, no ha eliminado la necesidad del dibujo
en ilustraciones científicas, diseño arquitectónico y tecnológico, etcétera. No cabe
duda de que una fotografía ofrece en muchos aspectos una reproducción más fiel de
una preparación médica, un edificio o una máquina. Pero lo que se quiere que
muestre la ilustración no es el objeto «mismo», sino alguna de sus características
físicas, tales como forma, tamaño relativo de las partes, etcétera. Esta información
sólo puede brindarse por medio de líneas, matices de color e iluminación,
sombreados, etcétera, y cuanto más claramente aparezcan subrayados los factores
visuales esenciales, mejor”.6
Si es posible trazar una precisa línea diferenciadora entre el realismo y el
naturalismo, nada la dibuja de manera tan neta como la posición de la
pintura en ese proceso que surcó de manera decisiva el mundo de la
representación literaria en el siglo XIX. Pues el realismo dio paso al
naturalismo en el mismo punto en que la pintura cedió el lugar a la
fotografía. Y es que, por lo que se refiere al realismo en tanto proyecto
de construcción de mundos plenamente legibles, dotados de segura
significación, donde las figuras de los objetos alcanzaban su más
ejemplar visibilidad, su máxima reconocibilidad, en ese ámbito la pintura
en nada perdió su soberanía frente a esas imágenes siempre más sucias,
mas turbias, que realizaba la fotografía.
Pero el naturalismo, sin embargo, comenzó precisamente ahí: en esa
suciedad, en esa turbiedad áspera de la fotografía donde los objetos
devuelven los aspectos y los ángulos visuales más erráticos,
manifestándose por eso menos reconocibles. A la vez que, desde luego,
más inquietantes.
Si hablamos de exacerbación del realismo para nombrar esa
transformación que dio paso al naturalismo, debe entenderse que esta
palabra nombra no sólo un aumento de intensidad, sino sobre todo un
cambio de registro: se trata de una aceleración que introduce un
emergente desorden. Si el realismo atiende a la realidad para describirla
como un mundo inteligible, todo lo duro y dramático que pueda
imaginarse, pero siempre significativo, el naturalismo, en cambio,
responde al reclamo de lo real: de eso real que se descubre en los
pliegues y en las hendiduras de la realidad; es decir: allí donde emerge
la aspereza de los hechos y de las cosas brutales en su singularidad y,
por eso mismo, vacíos de sentido, focos de incoherencia, de entropía que
amenaza al orden de la significación.
En el campo visual, por eso, si la pintura realizaba el ideal realista al
representar los objetos en su plenitud significativa, resultaba a la vez
incapaz de encontrar lugar en ese movimiento naturalista que se
desocupaba de los objetos –de su significación– para atender a sus
hendiduras, a su erosión, a la singularidad de las cosas que siempre, de
una u otra manera se resisten al uso instrumental que, como objetos,
queremos darles.
Y es que la pintura, mientras se mantiene figurativa, es necesariamente
pintura de algo: de cosas, de objetos para los que hay signos, que
pueden, por eso, ser nombrados. El pintor figurativo, por ello, configura
el segmento del mundo que quiere representar con los códigos que rigen
su percepción. El naturalismo, en cambio, exige otra cosa y, en cierto
modo, todo lo contrario: no los objetos en su esplendor significante, sino
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la aspereza de lo real allí donde se disuelve o quiebra toda significación
y en ese misma medida, toda visibilidad.
Sería sin embargo falso afirmar que la pintura no se vio afectada a su
manera por el impacto del naturalismo, por el contrario, este fue tan
intenso que habría de saldarse, a medio plazo, con la entrada en crisis
de la figuración. Demasiadas veces se ha llamado equívocamente
abstracción a esa senda de la pintura que, tras la renuncia a la figuración
convencional, se volcaba al examen de los materiales reales de su trabajo
–la superficie, la tela, las manchas cromáticas–.
La fotografía
Rudolf Arnheim percibe con claridad la novedad que la fotografía, como
manifestación radical del realismo, introduce en la historia de la
representación. Tal es, precisamente, lo que rescata de Kracauer en la
critica que escribe de su Teoría del cine7:
7
Kracauer: 1960: Theory of Film, Nueva
York, Oxford University Press, 1960.
8
Arnheim, Rudolf: 1953: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre
el desorden y el orden), Alianza, Madrid,
1966, p. 175.
9
Ibídem, p. 172.
10
Arnheim, Rudolf: 1969: El pensamiento
visual, Eudeba, Buenos Aires, 1976, p. 137.
11
Ibídem, p. 138.
12
Arnheim, Rudolf: 1953: “La melancolía
sin forma”, en Hacia una psicología del arte.
Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y
el orden), Alianza, Madrid, 1966. P. 1953.
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“el núcleo de su tesis tiene una indudable validez e importancia: el medio fotográfico
ha hecho su aportación más significativa al representar el mundo, con una intensidad
nunca antes alcanzada, como un continuo ilimitado y débilmente hilvanado. Esta
interpretación la hizo posible la invención de la fotografía; pero el grado en que las
fotografías han llegado a ocupar el espacio y el tiempo de nuestra vida cotidiana no
puede explicarse por el mero hecho de su disponibilidad técnica. Se permitió que la
fotografía invadiera de manera tan completa la civilización occidental porque gracias
a ella era factible que se manifestase del modo más radical una tendencia que se
inició con la orientación hacia el realismo de las artes y las ciencias del Renacimiento
y culminó en la concepción impresionista del ‘flujo de la vida’ transitorio”.8
“(...) ¿qué es lo característico de la imagen fotográfica? Los objetos que en ella
aparecen, nos sentimos tentados de decir, suelen ser tan complejos en su forma, su
colorido y sus relaciones mutuas que al ojo le parecen irracionales, es decir, no
relacionables con formas visuales definidas. En realidad, el mundo visual se nos
presenta como un continuo sin interrupciones nítidas y que rebasa cualquier marco.
Es, además, un mundo de individualidad. Muestra el espécimen o el caso particular
en la unicidad de sus detalles: lo que le diferencia de otros seres de su especie. El
resultado es un muestrario de variedad desconcertante”.9
“Imágenes extremadamente realistas, las fotografías constituyen material en bruto,
réplicas de la realidad que por su individualidad no guían al entendimiento y
dificultan la identificación10. El detalle realista y accidental, de carácter parcialmente
amorfo no puede guiar a la percepción. Su parecido servil a la realidad no logra
procurar al observador los rasgos esenciales de los objetos representados11 y, así,
distrae a la mente invitándola a perderse en el laberinto de lo particular”.12
Arnheim percibe con toda claridad que la reproducción puramente
mecánica que emparenta a la fotografía con fenómenos del tipo de los
moldes de y eso devuelve una imagen cuya forma es caótica e
incomprensible13, del todo distante a la representación genuina del
modelo como esquema de forma bien definida.
Por eso, en su reflexión sobre la fotografía Arnheim toca el núcleo de la
contradicción: en sí misma, en tanto reproducción puramente mecánica, la
fotografía no constituye una representación, sino material bruto, real. Y ese
material bruto, accidental, individual, insignificante, amorfo, se resiste a la
percepción en la misma medida en que se manifiesta como caos y por eso,
salvo que artificios suplementarios intervengan sobre ella configurándola
–esos instrumentos que son los conceptos representacionales–, resultará
incomprensible:
13
Arnheim, Rudolf: 1947: “La abstracción
perceptual y el arte”, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre
el desorden y el orden), Alianza, Madrid,
1966, p. 41.
“El orden y la comprensibilidad que la forma organizada introduce en el entorno
visual no se ven necesariamente aumentados, sino por el contrario fácilmente puestos
en peligro, si los esquemas formales se complican mediante una aproximación mayor
al aspecto ‘fotográfico’ de las cosas”.14
14
“Puede forzarse a la mente humana para que produzca réplicas de las cosas, pero
no está naturalmente preparada con respecto a ellas. Dado que a la percepción le
concierne la captación de la forma significativa, a la mente le resulta difícil producir
imágenes desprovistas de esa virtud formal. De hecho, incluso algunos deseos
“materiales” se satisfacen de modo más adecuado por las propiedades estructurales
de líneas y colores. Por ejemplo, la fidelidad mecánica de fotografías o pinturas en
color vulgares no es el medio más seguro para despertar la estimulación sexual a
través del sentido de la vista. La suavidad de las curvas crecientes, la tensión que
anima la forma de los senos y muslos despierta con mayor eficacia el placer sensual.
Sin el dominio de estas fuerzas expresivas, la figura queda reducida a la
presentación de pura materia. Ofrecer materia desprovista de forma, que es la que
perceptualmente transporta la significación, es pornografía en el único sentido válido
de la palabra, a saber, el quebrantamiento del deber que tiene el hombre de percibir
el mundo inteligentemente”.15
15
El momento de la Fotografía
Tal es en suma la paradoja del trayecto naturalista: si arrancaba
–recordemos que reivindicaba como sus presupuestos filosóficos los del
positivismo– de la exigencia enciclopedista de la supresión de todo velo
–y por eso de todo tabú– y de la presuposición de que entonces el mundo
real habría de descubrirse transparente, se vio de inmediato abocado, al
mirar más intensamente, al querer verlo todo, a rasgar el velo mismo de
Ibídem, p. 48.
Arnheim, Rudolf: 1969: El pensamiento
visual, Eudeba, Buenos Aires, 1976, p. 138.
Especialmente notables son estas consideraciones arnheimianas sobre la fotografía, pues
entran en contradicción con los presupuestos
filosóficos y psicológicos que configuran el
conjunto de su teoría, según los cuales la
realidad, en su esencia misma, estaría ya
conformada, dispuesta para ser leída, de
manera que el acto perceptivo supondría la
convergencia natural entre sus formas puras
–las categorías perceptivas– y las formas
subyacentes en la realidad misma.
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De ahí la dificultad radical con la que
choca Arnheim cuanto intenta comprender
el arte contemporáneo –y, especialmente el
fenómeno fotográfico en el que, sin
embargo, reconoce su expresión más radical– y que le conduce a un rechazo global
de índole normativa.
Pues si a la mente humana le resulta difícil
producir imágenes desprovistas de la
tendencia, arraigada en su propia naturaleza,
a la captación de la forma significativa y si,
por otra parte, la realidad, cuando deja sus
huellas –con fidelidad mecánica– en la
imagen fotográfica o en el molde de yeso, se
manifiesta como pura materia que por darse
como mera presentación no llega a constituirse –a configurarse– como representación, entonces resulta obligado renunciar a
la hipótesis de un mundo configurado.
Y de hecho, sin darse cuenta, Arnheim llega
por un momento a dar ese paso cuando
percibe con toda claridad los efectos del
desgarro que la fotografía –lo radical fotográfico– introduce en el arte contemporáneo: la disgregación de la buena forma, el
“anhelo de lo informe, una vuelta a la materia prima de la realidad”. (...) una reproducción cada vez más fiel de la naturaleza, de
la naturaleza en lo que tiene de más amorfo
y distante del impacto formativo del
hombre, e igualmente distante de su propio
potencial formativo”. (Arnheim, Rudolf:
1953: “La melancolía sin forma”, en Hacia
una psicología del arte. Arte y entropía
(Ensayo sobre el desorden y el orden),
Alianza, Madrid, 1966, 178.)
16
Barthes, Roland: La cámara lúcida,
Gustavo Gili, Barcelona, 1982, p. 16.
17
Bazin, André: “Ontología y lenguaje”,
en ¿Qué es el cine?, Rialp, Madrid, 1966.
la significación. A atisbar, en suma, lo real. Y desde entonces, el discurso
literario es portador de rasgaduras bien semejantes a la raja que crece en
la fachada de La Mansión de los User.
Así pues, la nueva tecnología fotográfica llegaba puntual a una cita que
la historia de la tecnología no puede explicar, pues compete a la historia
misma de la representación visual.
En todo caso, esa llegada posee sus propios efectos, esa huella que en
la retina se traza y que, finalmente, por mor del proceso perceptivo, es
tapada por un signo y por una gestalt es capturada y hecha visible por la
fotografía. Pues éste es el insólito efecto de la fotografía –de lo radical
fotográfico–: suspender por unos instantes la percepción e incluso, como
Barthes supo percibir, agujerearla –el punctum–16.
Instantes de suspensión del procesamiento perceptivo, pero instantes que
retornan por la fijeza, por la congelación misma de la imagen fotográfica.
La fotografía es el espejo de las cosas porque sólo ella es capaz de devolver
su insondable estatismo, de congelar al infinito un instante del tiempo.
Frente al realismo de lo verosímil –que es el del realismo discursivo–, la
fotografía, y tras ella el cinematógrafo, realizan el proyecto naturalista de
un realismo radical: un realismo de lo real que da todo su sentido a la
intuición que latía en el pensamiento de Bazin cuando afirmaba que la
fotografía es ontológicamente realista17.
Ahora bien, este nuevo realismo, por situarse en los márgenes –mejor: en
las hendiduras y en los desgarros– del discurso –de ese dispositivo del
que depende toda inteligibilidad–, conduce necesariamente a la
ilegibilidad y a la asignificancia. Como en la experiencia del psicótico
–que es, en sentido fuerte, experiencia de lo real–, el encuentro con lo
real no mediado por el orden del lenguaje es un encuentro con lo informe,
es decir, con lo ininteligible.
Fotografía / dispositivo perspectivo: la huella
La fotografía, por las características especificas de su dispositivo
tecnológico de registro de huellas, se manifiesta independiente del
ordenamiento perspectivo. Pues, recordémoslo, la perspectiva es un
código de representación del espacio –un instrumento del que el hombre
se sirve para formalizar el mundo visual– y, en esa misma medida, no
forma parte de lo real: no puede, por ello, estar presente en la, muy real,
huella fotográfica. De hecho, ni siquiera, como ya señalara Panofsky,
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puede ser considerada presente en el procesamiento perceptivo, pues la
estructura del espacio psicofisiológico es totalmente opuesta a la del
espacio perspectivista, en tanto constante y homogéneo (es decir, un
espacio matemático puro)18.
Como estableciera Cassirer:
“La percepción desconoce el concepto de lo infinito; se encuentra unida, ya desde un
principio, a determinados límites de la facultad perceptiva, a la vez que a un campo
limitado y definido del espacio. Y, puesto que no se puede hablar de la infinitud del
espacio perceptivo, tampoco puede hablarse de su homogeneidad. La homogeneidad
del espacio geométrico encuentra su último fundamento en que todos sus elementos, los
“puntos” que en él se encierran, son simplemente señaladores de posición, los cuales,
fuera de esta relación de “posición”, en la que se encuentran referidos unos a otros, no
poseen contenido propio ni autónomo. Su ser se agota en la relación recíproca: es un
ser puramente funcional y no sustancial. Puesto que, en el fondo, estos puntos están
vacíos de todo contenido, por ser meras expresiones de relaciones ideales, no hay
necesidad de preguntarse por diferencia alguna en cuanto al contenido. Su
homogeneidad no es más que la identidad de su estructura, fundada en el conjunto de
sus funciones lógicas, de su determinación ideal y de su sentido. El espacio homogéneo
nunca es el espacio dado, sino el espacio construido, de modo que el concepto
geométrico de homogeneidad puede ser expresado mediante el siguiente postulado:
desde todos los puntos del espacio pueden crearse construcciones iguales en todas las
direcciones y en todas las situaciones. En el espacio de la percepción inmediata este
postulado no se realiza nunca. Aquí no existe identidad rigurosa de lugar y dirección,
sino que cada lugar posee su peculiaridad y valor propio”.19
18
Panofsky, Erwin: 1927: La perspectiva
como forma simbólica, Tusquets,
Barcelona, 1985, p. 10.
19
Cassirer, Ernst: 1925 Filosofía de las
formas simbólicas, II, FCE, México, p. 107.
Como todo código, la perspectiva genera discursos, en su caso
representativos. La fotografía, en cambio, produce huellas. La diferencia
es importante: pues todo código formaliza una cierta dimensión de lo real
y en tanto hay formalización –que es siempre un proceso de
generalización, abstracción y categorización– lo real resulta tapado por
la realidad, discursiva, que lo recubre.
La fotografía, en cambio, imprime huellas: quemaduras –pues la superficie
del celuloide queda quemada por el impacto de la luz–, zarpazos de lo
real sobre el celuloide que son, por ello mismo, reales. Y, en cuanto tales,
en nada formalizados: ni abstractos, ni genéricos, ni categóricos:
violenta, si no brutalmente, singulares. Y, por ello mismo, asignificantes.
La fotografía es propiamente, por eso, la impresión de una huella.
Conviene anotar la bella ambivalencia de la palabra impresión: a la vez
lo más fugaz –es sólo una impresión pasajera– y lo que más deja huella
–¡qué impresión!–, tiene que ver, también, con el trabajo de imprimir.
Nombra bien por ello la fugacidad y la densidad de lo real.
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Pero es necesario eliminar de la palabra huella las connotaciones que velan
su densidad real. La huella no es huella de alguien –pues sería entonces un
signo– sino huella de algo: yo dejo signos, es mi cuerpo el que deja huellas.
La mejor prueba de ello es que todo deja huellas: el más leve roce o contacto
de cualquier objeto con cualquier otro objeto. Otra cosa es que la mayor
parte de las veces no lo percibamos –pero, sin embargo, hemos inventado
dispositivos detectores, la fotografía entre ellos, pero también otros mucho
más sofisticados, y discursos científicos capaces de hacerlas visibles–.
20
Aquellos que, como Philippe Dubois
(1983, El acto fotográfico. De la
Representación a la Recepción, Paidós,
Barcelona, 1986.) o Jean-Marie Schaeffer
(1987: La imagen precaria. Del dispositivo
fotográfico, Cátedra, Madrid, 1990) han
tratado de explicar la fotografía a través de
la noción de signo fotográfico, inspirándose
para ello en el concepto peirciano de signo
indicial (Charles S. Peirce: Obra Lógico
Semiótica, Armando Sercovich editor,
Taurus, Madrid, 1987).
21
Schaeffer, Jean-Marie: 1987: La imagen
precaria. Del dispositivo fotográfico,
Cátedra, Madrid, 1990, p. 16. Y también, p.:
21: “cuando Becquerel descubre la relatividad del uranio gracias a la impregnación de
una superficie sensible en contacto con un
cuerpo físico, lo que descubre es del orden
de una manifestación visual primera, puesto
que la impresión no es la reproducción de
alguna imagen “inmediata” previa,
teniendo en cuenta que toda visibilidad
humana del resplandor radioactivo es imposible por definición”.
Ahora bien, esto es lo que escapa a los teóricos del índice fotográfico20:
lo que hace huella a una huella –por lo que toca a lo real– no es el ser
huella de algo –y, en tanto tal, funcionar como signo–, sino ser en sí
misma huella, huella real de algo real.
Fotografía, práctica científica, visión
La mejor prueba de ello podemos encontrarla en la práctica científica misma:
en ella, la fotografía ha participado decididamente, junto a otras tecnologías
de la visión –el telescopio, el microscopio, los rayos X, el radar…–, en la
asombrosa expansión del campo visual que el desarrollo de la ciencia
moderna ha hecho posible21. Y a la vez, esta ampliación del campo de lo
visible ha mostrado al desnudo la lógica –y más exactamente la semiótica–
que rige la visibilidad. Pues si el especialista logra ver algo –es decir:
percibirlo como visible– en unas imágenes que para los no especialistas no
contienen otra cosa que manchas amorfas e ininteligibles que se rebelan
contra todos los patrones de visibilidad que rigen la percepción cotidiana es
porque posee la teoría –es decir: el código– apropiado.
Pero, en muchas ocasiones, cuando logra obtener esas imágenes que,
hechas posibles por estos nuevos dispositivos, abren el campo de la visión
a ámbitos todavía desconocidos por la ciencia que las genera –donde, por
ejemplo, el microscopio completado con un dispositivo fotográfico permite
fijar esa imagen que se descubre con el valor inapreciable de constituir un
nuevo, hasta entonces inexistente, material para la exploración científica–,
incluso el propio científico debe reconocerlas incomprensibles: no más que
un áspero conjunto de manchas opacas en su espesa rugosidad, un material
absolutamente en bruto y por eso absolutamente real.
Si el científico logrará finalmente entender esas huellas –percibirlas como
visibles–, sólo será a costa de ese considerable trabajo en el que se cifra
el núcleo mismo del desafío científico: pues para hacerlas frente deberá
reducirlas, suprimir la brutalidad opaca de sus manchas y de sus
inesperadas texturas.
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Lo hará quizás, como en el caso del químico, empleando pigmentos en
sus muestras de laboratorio que le permitan introducir en ellas –más
exactamente, en las imágenes que de ellas devolverá el microscopio
electrónico y que a través de él serán fotografiadas– cierto orden de
legibilidad. Pero lo hará, sobre todo, nombrando: introduciendo signos
que identifiquen, ordenen y sometan a la lógica semiótica del discurso
científico esos rasgos inesperados. Y a veces, como sucede en los
llamados descubrimientos, inventando signos nuevos que obliguen a
reestructurar el discurso de la ciencia en cuestión.
Y es que esas nuevas imágenes reclaman, para alcanzar cierta
visibilidad, de la emergencia de una nueva teoría y con ella,
seguramente, de algunos nuevos signos que permitan nombrar y, así,
catalogar ciertos nuevos objetos. Ciertos nuevos objetos, decimos, y esto
debe ser leído al pie de la letra, pues si eso que estos nuevos signos tratan
de ceñir ha existido ahí seguramente desde hace varios miles de siglos,
solo ahora, desde que han quedado fijados y nombrados, comienzan a
existir como existen los objetos –es decir: para nosotros–.
De manera que, en su movimiento más esencial, la práctica científica se
sirve de la fotografía no para ver lo ya conocido, sino para hacer irrumpir
la visión de lo desconocido. Lo que le interesa, por eso, es lo que en ella
violenta las expectativas perceptivas del observador. La teoría, entonces,
debe llegar, pero su tarea no es otra que la de neutralizar, categorizando,
la violencia de lo que ahí ha irrumpido como visión22.
Es necesario, entonces, que el signo, en este caso el concepto científico,
haga algo visible, pero en ese mismo momento la visión ha
desaparecido. Así avanza la ciencia en su trayecto de dominio.
22
Pues lo propio de una visión es irrumpir
–recordemos a Pablo, que se cayó del caballo–, desordenando lo visible –es decir, lo que
los códigos perceptivos pueden reconocer.
La huella fotográfica / proceso perceptivo
Sin duda, el dispositivo fotográfico replica en su configuración cierta fase
del proceso perceptivo. Y por cierto que la más primitiva: la de la
impresión de huellas lumínicas en esa superficie viva que es la retina.
Pero, en esa misma medida, porque aísla esa fase, devuelve, al que la
contempla, huellas totalmente desprovistas de la elaboración de la que
serán objeto en las fases más complejas, propiamente cognitivas, del
proceso perceptivo: el reconocimiento de figuras y su identificación a
partir de ciertos códigos de reconocimiento icónico. Proceso en el que la
singularidad –y la asignificancia– de esas huellas queda finalmente
eclipsada por el trabajo de la percepción.
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Así, lo que percibimos no es ya lo real bruto que constituye la huella
retiniana, sino el resultado de su procesamiento –de su descodificación–
en perceptos por los códigos de reconocimiento que rigen el proceso y
que producen, a partir de esa huella, una imagen, es decir, una
configuración sintácticamente ordenada a modo de un conjunto de
perceptos que recubren nuestro campo visual y lo constituyen en espacio
de inteligibilidad.
Frente al espejo retiniano, la percepción se nos descubre entonces como
un proceso cognitivo que analiza y somete al orden del código el material
estimular.
Sin duda, es posible modelizar la huella fotográfica sobre los patrones del
buen orden perceptivo: la historia de la pintura ha construido los códigos
apropiados para ello y la fotografía puede recogerlos y potenciarlos con
las técnicas de iluminación exploradas por el teatro. Pero, en cualquier
caso, la huella fotográfica tiende a conservar su autonomía. Veamos
algunos ejemplos de ello.
Extrañeza fotográfica
Cuando alguien hace una fotografía del lugar que le es más próximo, que
mejor cree conocer y dominar, así por ejemplo su propia habitación, se
ve casi siempre sorprendido, cuando la observa, por algo que en ella no
esperaba. Aunque reconoce todos los objetos y todos los espacios,
experimenta ante ella la emergencia de algo en lo que no había
reparado: una determinada densidad de los objetos, de sus relaciones
espaciales, un aspecto –una angulación, un efecto de luz...– que le
desconcierta. Y, necesariamente, una cierta extrañeza le invade.
Extrañeza que nace en ese mismo punto en que la contemplación de la
fotografía se aparta de su percepción cotidiana y, seguramente, de toda
la lógica perceptiva en cuanto activa, abstractiva y conceptualizadora.
Pues, en la mayor parte de los casos, cuando alguien mira su entorno
sólo ve en él lo que espera ver, es decir, lo que busca. La mirada se
manifiesta así como un acto perceptivo siempre orientado. Orientado,
después de todo, por un cierto relato de su acontecer concreto, aquel en
el que piensa su cotidianeidad: levanta, por ejemplo, la cabeza de su
mesa de trabajo para buscar el libro que necesita; mientras se dirige
hacia él, si ninguna violencia externa se interpone en su trayecto, nada
ve excepto el libro que le espera y, quizás, los objetos que se interponen
en su llegada hasta él.
La fotografía, en cambio, lo acusa todo, de todo hace huella que reclama
ser mirada. Por eso es siempre excesiva y, en esa misma medida,
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desordenadora, inquietante –salvo que esté demasiado orientada,
conquistada por los aparatos retóricos de la representación–.
Por eso, incluso cuando en ella puede aislarse la presencia de signos, en
estos se hace visible lo que escapa a su ser signo, lo que, en su
materialidad, se rebela contra el orden de la significación.
Así, por ejemplo, cuando se observa la fotografía de ese tipo de signo
icónico que constituye el sistema de las señales de tráfico, aún cuando el
signo icónico es descodificado en toda lo que constituye su valor
significante, la mirada –salvo que en la foto se hayan realizado
operaciones de estilización que, como el retocado de la imagen, lo
neutralicen–, se verá abocada a constatar la radical singularidad de una
–esa– señal de tráfico, quizás algo oxidada en uno de sus extremos,
puede que desigual de color o ligeramente arañada: emerge así su
extrema singularidad y, con ella, la resistencia de la materia a su
ordenación significante, la aspereza, en suma, de lo real.
Se muestra en ello, no menos que en el ejemplo anterior, en qué medida
la imagen fotográfica llega más lejos, demuestra poseer poderes
diferentes de los de la retiniana. Pues esta última es, en lo que afecta a lo
real en ella presente, esencialmente no vista: los procesos perceptivos la
procesan activamente, seleccionan, abstraen, imponen el orden del
signo, exigen un mundo significante, impidiendo por ello, casi siempre,
ver lo real. De hecho, en nuestra vida cotidiana, podemos pasar múltiples
veces delante de una determinada señal de prohibido adelantar –delante,
por ejemplo, de la misma señal de la fotografía– sin percibir su
singularidad, sólo viendo en ella el signo que contiene, sólo anotando de
ella su significado denotativo –”se me prohíbe adelantar”– y quizás,
algunos más vagos –pero no menos codificados– significados
connotativos: urbanismo, modernidad, orden viario…
Y es que, por ello mismo, lo real no puede ser buscado –en la búsqueda,
la percepción estructura siempre nuestras operaciones en términos
narrativos; es decir: toda búsqueda posee su trama narrativa, responde,
por ello, a un plan semántico que la estructura. Lo real sólo puede ser
encontrado precisamente cuando no es buscado, es decir, cuando, contra
toda previsión, se choca con ello.
Este es el poder esencial de lo radical fotográfico: todo en la fotografía
–salvo, insistamos en ello, que excesivas operaciones retóricas lo
amordacen; así sucedía, por ejemplo, en los primeros tiempos de la
fotografía, en la que los códigos pictóricos la colonizaban casi
totalmente– se hace visible en su más rabiosa singularidad, vale decir,
también, en su más radical asignificancia y azarosidad.
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La fotografía y el espejo
Cuando alguien se mira en un espejo encuentra su propia imagen
absolutamente centrada sobre el eje de su mirada. Si quiere, en el espejo,
ver cualquier objeto que no sea él mismo, lo encontrará necesariamente
descentrado, perfilado lateralmente con respecto a su imagen –a ese eje
perpendicular y perspectivo que va de sus ojos que miran a sus ojos
reflejados. Deberá, además, focalizar su visión, buscar el objeto en la
profundidad necesaria.
La fotografía es en cierto modo también un espejo, pero uno que
desplaza al Yo del lugar desde el que mira. Refleja las cosas, marca sus
huellas especulares con la precisión de lo mecánico, sin que sea
necesario que medie en el proceso gesto de búsqueda alguno. Y así, al
poder actuar independientemente del proceso perceptivo, se manifiesta
como un espejo que despoja al yo que lo mira. Sería posible enunciarlo
así: la fotografía es el espejo de las cosas.
La densidad de los objetos que emergen en la fotografía –cuando ésta se
manifiesta en toda su pureza mecánica, en su ser rabiosamente
extrapictórico, extrarepresentacional, extrasimbólico– es la densidad de lo
real. Lo podemos leer en una de las experiencias de Henri Michaux con
la mezcalina –y que recuerdan, anotémoslo desde ahora, ese instante de
angustia de los primeros espectadores del cinematógrafo cuando una
tremenda locomotora amenazaba con aplastarles–:
“Cojo una revista ilustrada y observo la fotografía de un hombre. No tarda en
importunarme. Existe demasiado. Posee una existencia creciente. Existe con
repetición. Está existiendo de manera interminable. Ya ni siquiera hay filtro entre su
existencia y la mía. Está existiendo de forma totalmente desproporcionada para su
importancia real y para el interés que pueda inspirarme. Basta. No puedo más. ¡Qué
cese nuestra confrontación!”.23
23
Michaux, Henri: El infinito turbulento,
Experiencias con la mezcalina, Premia,
México, 1979, p. 15.
La densidad que cobra el hombre fotografiado es estrictamente inhumana,
es la densidad de la cosa absoluta, no mediada, la densidad vertiginosa
de lo real.
El fondo fotográfico y violencia
La fotografía se descubre así como el espejo de las cosas: un siempre
inquietante espejo porque el dispositivo que la genera ignora las
prioridades de nuestro aparato perceptivo para congelar un instante del
tiempo y devolver el insondable estatismo de las cosas. Por eso, en ella, no
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existe per se el privilegio de la figura: en ella, el fondo, con toda su
rugosidad, se hace visible, a la vez que confronta al espectador con la
visión de sus huellas. Tal es el insólito efecto del dispositivo fotográfico: aún
cuando el que mira una fotografía la procesa perceptivamente
reconociendo en ella figuras significativas, las huellas que han quedado ahí
impresas, congeladas, retornan una y otra vez a modo de un suplemento
que permanece siempre irreducible a ese procesamiento perceptivo.
Por eso, cuanto menos sometida al orden de las formas y los signos,
cuanto menos compuesta, ordenada por los códigos, más intensamente
violenta nuestra percepción. La huella fotográfica se impone así como una
materia bruta que nada privilegia: todos sus elementos se hacen visibles
en su singularidad. Y su contemplador, sin embargo, no retira por ello la
mirada, sino que permanece frente a ella, inquieto. Pues la fotografía se
descubre inquietante, perturbadora y, a la postre, inhumana en la misma
medida en que no se pliega a nuestros usos perceptivos. En suma: la
fotográfica es una máquina que genera una visión que no responde a la
lógica de la mirada humana.
Por eso cierta violencia acompaña siempre a la fotografía: esas huellas
crudas, brutas, de ciertos instantes y de ciertos cuerpos impermeables, en
su singularidad, se manifiestan refractarias a todo signo que pretenda
nombrarlas y, así, dotarlas de significación.
Y, en ese mismo sentido, a la vez que se manifiestan refractarias a la
lógica del procesamiento perceptivo, se descubren sorprendentemente
próximas, en cambio, a esas experiencias visuales límite que caracterizan
a los shocks traumáticos. En su novela Torquemada y San Pedro, Benito
Pérez Galdós intuye con toda precisión esa semejanza, hasta el extremo
de nombrar como fotografía en el cerebro, la última visión que su
protagonista, Don Francisco de Torquemada, tuvo de su esposa enferma
antes de su muerte y que le persigue como una imagen obsesionante:
“Volvió a pasearse, transido de pena y terror, atormentado por la imagen de su esposa
moribunda, fija en su mente con los rasgos y matices de la pura realidad. La veía, la
estaba viendo cual si delante la tuviera. ¡Cuánto mejor para él no haber entrado en
la alcoba, haberse quedado fuera…, evitando el mal rato de verla agonizante y el
tormento de quedarse con aquella imagen, con aquella fotografía en el cerebro, la
cual no se borraría en mil años que viviese!… Perdido el conocimiento, sin ver a nadie
ya, columbrando quizá las cosas del Cielo, la pobrecita Fidela se iba muriendo sin
sentirlo, los ojos hundidos, las pupilas sin brillo ni viveza, vueltas hacia arriba, como
si quisieran mirar al interior del cráneo; la boca anhelante, distendiendo y contrayendo
los labios… al modo de los pececillos de redoma…; en derredor de la boca, un cerco
violado, que le desfiguraba horrorosamente el rostro…; la piel húmeda, del sudor frío
que la cubría; el cabello pegado a las sienes, y también con aspecto de cosa muerta
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24
Benito Pérez Galdós: Torquemada y San
Pedro, en Las novelas de Torquemada,
Alianza, Madrid, 1993, pp. 536-537.
postiza, como peluca desencajada y fuera de su lugar…, y, por fin, el cuerpo inmóvil,
vencido ya por la inercia, sin contracciones. Sólo en los dedos la vida muscular se
manifestaba expírante en ligeras críspaduras… Tal era la imagen lastimosa que había
visto don Francisco y que en su mente quedó estampada con fuerza bastante para
transportarse de la mente a la realidad”.24
La figura cesa, se fragmenta en una serie de irreductibles rasgos y matices
que son ya todos ellos elementos del fondo, de esa pura realidad –la de
lo real– que golpea al sujeto con la violencia aterrorizante de lo siniestro.
No puede por ello sorprendernos que el contemporáneo espectáculo
cinematográfico del terror se alimente en lo esencial de esa violencia
escópica que anida en la huella fotográfica.
Lo radical fotográfico / la fotografía
Es necesario, por tanto, diferenciar lo fotográfico de la fotografía. O, si
se prefiere, la huella fotográfica de esos discursos fotográficos que
llamamos fotografías. En éstos mucho se ordena, es decir, se formaliza, se
somete a los códigos de la representación del espacio que constituyen el
bagaje de la pintura perspectiva. Se controla la luz, se escoge posición,
ángulo y encuadre para la cámara. Y, además, se compone, incluso se
somete a determinados patrones de orden a los objetos que han de ser
fotografiados. Todo conduce, así, a convertir a la fotografía en un espacio
descodificable, legible.
Pero tanto más discursivizadas, estas fotografías, aún cuando pueden
responder al deseo de ciertos fotógrafos, se alejan más de lo que
alimenta su goce. De eso mismo –el punctum barthesiano– que, al margen
de toda significación, constituye también el goce de sus espectadores.
Es necesario, por ello, prestar atención a esa emergencia radical que
habita la fotografía –y para la que proponemos la denominación de lo
radical fotográfico–: esa huella de lo real que, por mor del automatismo
de la máquina fotográfica, emerge independiente de cualquier voluntad
significante, y que por su absoluta singularidad, por su carácter siempre
gratuito, azaroso y asignificante, se manifiesta resistente a todo orden
discursivo y refractario a todo investimiento deseante.
Lo radical fotográfico es, entonces, la huella que constituye tales imágenes
en su manifestación más primaria y bruta, independiente de todos los
procedimientos retóricos o estilísticos que intenten someter la fotografía al
orden del signo –y del sentido: perspectiva, composición, angulación,
encuadre, iluminación, gradación de la definición en profundidad, etc.–;
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una huella que emerge como efecto de cierta maquinaria tecnológica
capaz de producir imágenes dotadas de una neta profundidad de campo
de manera aleatoria –la cámara puede haber sido dejada ahí, en
cualquier sitio, dotada de un mecanismo que la accione periódicamente–,
sin criterio de angulación, de composición ni de encuadre, sin control
alguno de la luz… Sin ninguno de aquellos procedimientos, en suma, que
tratan de ordenar discursivamente el espacio visual.
Pero no debe considerarse lo radical fotográfico como un concepto de
carácter especulativo, pues resulta fácil imaginar el diseño experimental
que permitiría aislarlo. Constaría de una cámara fotográfica equipada
con un objetivo de gran profundidad de campo y que sería lanzada al
aire por un dispositivo semejante a una catapulta, y gobernados ambos,
cámara y catapulta, por un ordenador que determine al azar –a través de
una función random– tanto el trayecto del lanzamiento como el instante en
que se dispare la fotografía. Quedaría así neutralizada toda presencia de
un sujeto en el desarrollo del experimento mismo. Nadie habría elegido
el espacio a fotografiar, el encuadre que lo delimita, ni el instante cuya
huella fotográfica habría de resultar congelada.
El resultado más notable de un experimento como ese estribaría en que,
en un porcentaje altísimo de los casos, la fotografía así obtenida resultaría
irreconocible –y por cierto que, en esa medida, nada del orden de la
perspectiva sería perceptible en ella–. De manera que nos resistiríamos a
identificarla como una imagen. Pero se trataría, en cualquier caso, de una
fotografía. Una, eso sí, que sería caracterizada como mala. ¿Quién
puede dudar, por lo demás, que un amplio espectro de los resultados de
nuestro experimento se aproximaría notablemente a esas malas fotografías
que tenemos la costumbre de desechar?
Es un hecho que el experimento que proponemos, dejadas al margen sus
virtudes heurísticas, resulta prácticamente innecesario. La industria misma
del revelado fotográfico ha aislado y conceptualizado económicamente
la magnitud de lo radical fotográfico: ese sector de fotografías
desechadas que deben ser descontadas de los beneficios en el mercado
del revelado. Fotografías, para decirlo en términos comunicativos, en
exceso ruidosas, pues ningún mensaje, ningún discurso visual resultaría en
ellas reconocible. Todo, en suma, en esas fotografías, se hallaría
dominado por la huella fotográfica en su matericidad más radical, y en
esa misma medida del todo refractaria tanto al orden del signo icónico
como al de la imagen deseable.
Y he aquí algo notable: muchas de esas fotografías erráticas serían muy
próximas a las que produjo el surrealismo fotográfico de la mano de Man
Ray en sus célebres fotografías sin objetivo y en las que, por ello mismo,
ninguna forma analógica podía ser reconocida.
25
Missika y Wolton se han aproximado a
ello: “Hay siempre (…) simultaneamente en
la imagen una reproducción de la realidad y
una significación intencional, introducida
por el autor. Pero (…) la reproducción
desborda siempre la significación intencional y ofrece una pluralidad de significaciones aleatorias que son la manifestación de la
presencia de lo real.” J.L. Missika y D.
Wolton: La folle du ligis. La télévision dans
las sociétés démocratiques, Gallimard,
Paris, 1983. Sin embargo, ciertos desenfoques teóricos velan la cuestión en lo esencial. Al diferenciar significación intencional
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–la significación y la intencionalidad son
dos conceptos que se llevan especialmente
mal– de significaciones aleatorias: lo real
tiene que ver, sin duda, con lo que en la
reproducción –especular– desborda toda
significación, independientemente de que en
algunas ocasiones ese exceso pueda ser
recuperado a través de descodificaciones
–aberrantes las ha llamado Eco– “¿El
público perjudica a la televisión?”, en M.
Moragas: Sociología de la comunicación de
masas, Gustavo Gili, Barcelona, 1979,
prefeririamos llamarlas transversales) que
no respeten el contrato comunicativo. En
todo caso, como veremos en el capítulo
diez, lo que alimenta el espectáculo televisivo es algo bien diferente a esas descodificaciones transversales y juguetonas: el
encuentro, fuera de toda economía descodificadora, con lo real.
Otra aproximación a esta problemática se
encuentra en Balestrini, Luca: L’Informazione
audiovisiva. Problemi di linguaggio, ERI,
Turín, 1984, p. 13-14. Este autor afirma que:
“El acontecimiento real es comprensible y
narrable sólo en cuanto es reconocible en el
interior de un orden semántico que define
cada unidad cultural (los significantes). Pero
el acontecimiento real escapa a una completa
semantización y es portador de desorden y
crisis semántica (…) su irreductibilidad a la
semiosis se representa como huella, como un
“exceso” (“di–piu”) depositado en la materialidad del significante (…) la puesta en escena
[de la información televisiva] es un conflicto
entre la voluntad de decir y la indecibilidad de
lo real (…)” Balestrini plantea correctamente
la cuestión de la información: sin duda, la
comprensión y la narración del acontecimiento depende de su sometimiento al orden
del signo. Acusa, además, la presencia, en la
imagen informativa televisiva, de algo que
“escapa al orden semántico”, “que se resiste a
la semiosis”. Sin embargo, al haber optado
–siguiendo a Eco– por pensar la imagen televisiva en términos de signo –de “texto
icónico”–, se encuentra atrapado por un
marco teórico que le impide formular con
precisión la cuestión. Así, Ballestrini, en la
medida en que atribuye ese “di–piu” al acontecimiento real mismo y no a la imagen televisiva entendida como texto icónico, no
puede explicar por qué constituye un
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90
Podríamos, igualmente, revisar desde este punto de vista la historia del
cinematógrafo primitivo. En las primeras cintas cinematográficas, y en el
contexto de la feria popular tal y como se manifestaba en las grandes
ciudades industriales, lo radical fotográfico, la radicalidad de la huella
fotográfica reinó durante cierto tiempo fuera de todo ordenamiento
representativo. Y esta vez amplificada en ese registro que le era
inalcanzable a la fotografía misma: el del devenir temporal. De manera
que, ahora, se trataba de la huella misma del tiempo. Las huellas, pues, de
los objetos y los cuerpos dotados de movimiento, visibles así en el proceso
de su erosión. Las condiciones idóneas, pues, para que el cinematógrafo
se convierta en un nuevo y poderoso espectáculo para el goce del ojo.
Pero no se trata de algo cuya relevancia social pueda ser ceñida tan sólo
al campo de las fotografías desechadas o del arte, ya sea en el campo
del cine primitivo o de la experimentación estética vanguardista. Pues es
un hecho que la aspereza real de la huella audiovisual constituye el
elemento nuclear del espectáculo informativo tal y como se manifiesta en
ese amplio abanico que va de la foto de la prensa del corazón al
informativo televisivo. Baste, para confirmarlo, con un solo ejemplo: las
imágenes más celebres de la historia de la televisión informativa han sido
aquellas que, como los atentados contra Kennedy y Juan Pablo II o el
directo del 23-F, son las menos visibles e inteligibles: sucias, azarosas, de
baja calidad informativa, y en esa misma medida manifestando toda la
potencia bruta de la huella del suceso real.
La terquedad de la fotografía
Lo radical fotográfico –y, en general, audiovisual– es pues, en suma, lo
que en las imágenes fotográficas –y audiovisuales– hay de huella
especular de lo real, de singularidad extrema y azarosa, opaca y
refractaria a todo significado25.
Pues la huella es terca, muy terca: rabiosamente singular, extremadamente
azarosa. Por eso acaba siempre imponiéndose incluso en aquellas
fotografías que, como las publicitarias, pretenden excluirla para configurar
un orden representativo plenamente comunicativo y deseable; es cuestión
de tiempo: en menos de una década, aún si su significación y su
deseabilidad perviven, ya nada invisibiliza las asperezas y rugosidades
de los cuerpos que en ella han dejado sus huellas.
Lo radical fotográfico es pues esa terquedad de la fotografía: eso que en
ella se resiste a ser entendido y a ser reconocido. Lo que se resiste a ser
entendido: eso que, por su singularidad y por su azarosidad, no puede
ser nombrado por signo alguno, en la medida en que todo signo es
siempre necesariamente genérico y categórico: nombra una clase de
objetos y, sólo en esa medida, construye un significado que puede ser
transmitido. Así, si en castellano, sólo existe un signo «casa», son
innumerables las fotografías posibles de casas –en el límite, tantas como
casas hay o pueden ser construidas. Buena parte de esas fotografías
–pues no hay garantía de que todas– pueden ser reconocidas como
casas –interpretadas, descodificadas, sometidas, en suma, a un código
de signos visuales–; pero en cada una de esas fotografías hay algo –su
singularidad en el espacio y en el tiempo, vale decir, su azarosidad, su
asignificancia– de la que ningún signo puede rendir cuentas.
Y lo que se resiste a ser reconocido: aquello que se sitúa al margen de
toda identificación y de todo afecto, aquello que no se somete a ningún
patrón de lo ya visto y de lo deseable. Lo que se sitúa, en suma, fuera de
toda economía deseante –innumerables, también, las fotos rotas: esas
ante las cuales quien las mira no logra reconocerse o no logra reconocer
a su ser amado–.
Formulémoslo en términos teóricos: lo radical fotográfico es lo que en la
fotografía escapa tanto al orden semiótico como al orden imaginario: lo
que hace de ella huella real de lo real. Lo radical fotográfico es, en suma,
lo Real en la fotografía26.
problema específico de la información televisiva, y no de todo discurso informativo. Sólo
en un momento, tras un salto en el vacío que
le separa del marco teórico escogido, se aproxima de manera titubeante al meollo de la
cuestión al hablar de una “huella” presente
“como un di–piu depositado en la materialidad del significante (…)” Algo hay pues, de lo
real, de lo que no pertenece al orden del
discurso, que se inscribe en la imagen televisiva. Pero no es apropiado hablar de algo
“depositado en la materialidad del significante”: el significante carece de materialidad
y ese “di–piu” está ahí antes y con total independencia del significante mismo; su misma
visibilidad es producto de la incapacidad del
significante para reducirlo. En todo caso, ese
“di–pui” ha estado siempre en lo real –lo real
es, en su totalidad, del orden del “di–piu”–: lo
interesante –de ello depende, como tendremos
ocasión de argumentar en el próximo capítulo,
la reconversión espectacular del discurso
informativo televisivo– es anotar cómo lo real
era excluido por la información escrita y
cómo, en cambio, se hace radicalmente
presente en en interior mismo de las imágenes
audiovisuales.
26
La teoría de la fotografía que aquí presentamos retoma y elabora argumentaciones
presentadas en una serie de publicaciones
anteriores: “Del lado de la fotografía. Una
historia del cine en los márgenes del sistema
de representación clásico”, en Julio Pérez
Perucha (Ed.): Los años que conmovieron el
cinema, Filmoteca Generalitat Valenciana,
1988; El espectáculo informativo. O la
amenaza de lo real, Akal, Madrid, 1989; “En el
eje de lo real: carnaval, fotografía, cinematógrafo”, en El siglo que viene, Revista de
cultura, n.º 24/25, diciembre, Sevilla: 1995;
“Occidente. Lo Transparente y lo Siniestro”,
en Trama&Fondo, n.º 4, Madrid, 1998. Por
otra parte, puede encontrarse una revisión
crítica sistemática de sus fundamentos teóricos
y epistemológicos, en el trabajo de Francisco
Baena Díaz: La huella de la luz (Una teoria
para el texto fotográfico), tesis doctoral,
Universidad Complutense, Madrid, 1996.
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