ESENCIAS DE LA INDIA Escogí la India a caballo entre el oriente místico y una superpotencia en desarrollo. Buscaba un reto profesional envuelto en una experiencia de crecimiento personal. Me parecía interesante contribuir a ese crecimiento del 4% anual, ser espectador de un Bollywood en vías de exportación o descubrir el ascetismo más allá de la occidentalización del yoga. El mito, del también llamado subcontinente, encajaba en las expectativas y me instalé finalmente en Nueva Delhi por siete meses. Para reforzar más una experiencia de contrastes, acabé trabajando para una multinacional de la investigación de mercados, sumergiéndome cada día durante horas en una factoría de necesidades, eso sí, adaptadas a una realidad única: 18 lenguas oficiales, 7 religiones, docenas de castas y 1.000 millones de personas. Ahí, en uno de los pocos edificios encristalados de la capital, se estudian las futuras necesidades de la nación. Y esa India planificada desde los despachos no parecía existir en el mismo tiempo en el que yo aterricé. Sin embargo, coexisten en una misma realidad y bajo el mismo cielo. La gente encorbatada de esos pasillos era el primer choque cotidiano con la vida de la calle en la que nos ubicábamos. De ahí en adelante, todo era contraste. Una ciudad de 14 millones de habitantes coexistiendo sin reglas aparentes, sin apenas semáforos y sin apenas accidentes. Coches de lujo atrapados en el trafico por culpa de un par de vacas; aunque sagradas. Gente descalza pero con móviles. Sin poder comer pero fumando bidis. Herreros, zapateros y otros oficios instalados en medio de las aceras, delante de aparadores de boutiques de ropa de lujo. Cybercafés con centenares de jóvenes conectados a juegos en red, en el mismo bloque en el que sus vecinos llevan cinco días sin agua. Gente tomando chai en cada esquina por 5 rúpias a la sombra de un McDonalds en el que soñar una hamburguesa por el precio de un día de sudor. Gente pidiéndote insistentemente y sonrisas que te saludan desinteresadamente desde la distancia. Y este no es sólo el colorido de las megaurbes sino el olor de la India entera. Es un país –a los ojos del occidental– de magnitudes provocadoras de estados perennes de incredulidad. Y eso precisamente preconizaba entonces el slogan del Turism Bureau: ‘Icredible India’. Pues para nosotros, los extranjeros, es inimaginable, inesperable y totalmente imprevisible. Y ahí radica parte de la magia de India para mi, en la incapacidad que se tiene como foráneo de prever a los acontecimientos. Cualquier cosa podía ocurrir. Se pierde el control sobre la inmediatez y la planificación pasa a ser una entelequia. Allí, vivir así, se convertía casi en un reto. Era el reto de aceptar la espontaneidad. Sólo entonces, pude comprender que cada día en la India iba a ser una aventura diferente y que ahí residía uno de sus mayores encantos. Fue así como conecté con la esencia del país: la autenticidad de su realidad y la intensidad de sus experiencias. Simbiosis que está en todas partes. En el bullicio de la vieja Delhi y en los ashrams del Himalaya. No se puede explicar, ni tan solo tratar de sentir. O se vive o no se comprende. Es la misma autenticidad e intensidad de la que están hechas las miradas en la India. Miradas puras, limpias, transparentes y directas, reflejo de una vida conectada al presente, a la realidad del ahora, sin promesas y sin preocupaciones. Quizá nazca de ahí, la espiritualidad de la nación. O quizá la espiritualidad fue primero, y así se fraguaron los cimientos de la India, mitificada o no, que hoy conocemos... En todo caso, les recomiendo que vayan ustedes mismos a comprobarlo. Roger Riera, especialista en “low cost Marketing”. Director de proyectos Innedit, Innovaciones Editoriales.