Tema 0

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TEMA 0
La sociedad corporativa.
La construcción de un concepto de poder: la iurisdictio.- Los reinos y el pacto de
sujeción
El derecho medieval.- El derecho común. La obra de los juristas.- El derecho
común y el derecho de los reinos.
Manuales
Clavero (15-20, 31-39); Peset (81-89; 131-145); Tomás y Valiente (194-204)
Lecturas
P. Grossi, En busca del orden jurídico medieval
M. Bellomo, La Europa del derecho común
J. Vallejo, Ruda equidad, ley consumada
Textos
1. Alfonso X, Las Siete Partidas, Partida 1, título 6; Partida 2, título 21
2. ¿Francesc Eiximenis?, Doctrina compendiosa
3. Jaime I, Fueros y ordinaciones hechas por los gloriosos reyes de [la Corona
de] Aragón a los regnícolas del reino de Valencia
Claves de comprensión
1. Este tema tiene como finalidad el plantear una serie de cuestiones que se irán
desarrollando en los siguientes y que constituyen el hilo conductor de la
narración histórica que, entre todos, habrá que ir construyendo, a partir de los
materiales que aquí se proporcionan. Partir de la Baja Edad Media no es un
prurito legitimador de nuestro presente volviendo la mirada hacia épocas que,
para algunos, pueden resultar bastante remotas. La realidad es que parte de los
fenómenos y acontecimientos histórico-jurídicos que estudiaremos, tienen su
origen y anuncian evoluciones ya desde el período bajomedieval. Explicarlo aquí
y tener referencias claras de todo ello servirá para la comprensión de los restantes
temas.
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En términos generales, los contenidos de esta materia, tal y como la hemos
concebido se han elaborado en torno a la idea de que el derecho, regulador de las
conductas de un determinado modelo de sociedad, está condicionado por todos
los elementos que en ella entran en juego. Habrá que ocuparse, pues, de esta
sociedad y de algunos de estos elementos.
Para ello, comenzamos introduciendo los materiales con este Tema 0, en el que
trataremos ciertas cuestiones que atañen al modelo jurídico. Es decir, primero se
habla de la sociedad, se continúa con la exposición del modelo político y,
finalmente, se hace referencia a las cuestiones relacionadas con el derecho.
2. Entrando ya a concretar la comprensión de este tema, es necesario dejar fijado,
para entender el modelo político-jurídico medieval, que los hombres, en este
período, no eran considerados como individuos iguales entre sí. Las diferencias
tenían su origen en cada una de las circunstancias que influían en su vida desde
que nacían: el lugar del que eran vecinos; el grupo social (orden o estamento) al
que pertenecían (nobleza, Iglesia, campesinado) por nacimiento o por otras
circunstancias; la profesión que practicaban (mercaderes, juristas…), que
agrupaba a los miembros de cada una de ellas en cuerpos “profesionales”
diferenciados; la religión que profesaban; el rey del que eran súbditos… Todo
esto daba lugar a diferentes situaciones personales que se reflejaban en la
pluralidad de estatutos jurídicos a los que estaban sometidos.
Tales diferencias sociales no eran consideradas como una anomalía sino, por el
contrario, como reflejo de un mundo ordenado (un mundo de ‘órdenes’), en el
que cada cual ocupaba el lugar que le correspondía, según una jerarquía que no
dependía de la voluntad humana sino que era fiel reflejo de la voluntad de Dios,
creador de todo cuanto existía. A causa de la concepción teocrática de todo
cuanto le rodeaba, el hombre no podía intervenir en ese orden querido por Dios
y, si lo hacía, era tan sólo para reponerlo en caso de que, a causa de la maldad
humana, se hubiera visto alterado. Esta visión daba lugar a una actitud
conservadora frente al mundo, puesto que la única misión de los poderosos era la
de conservar el orden divino en todas sus manifestaciones.
Finalmente, estos individuos no tenían derechos por el mero hecho de serlo sino
en cuanto miembros de los diferentes grupos a los que pertenecían (según su
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localidad, linaje, gremio, corporación, reino, profesión religiosa…), grupos
concebidos a la manera del cuerpo humano y por eso dotados de miembros
−quienes formaban parte de ellos−. De ahí que se hable también de sociedad
corporativa.
El discurso de la cultura superior de la época, elaborado por teólogos y juristas,
contribuyó a fijar y legitimar esta concepción, que permaneció a lo largo de los
siglos posteriores. Aunque avanzada la Edad Moderna se fueran configurando
otras formas de entender la sociedad y otros fundamentos jurídicos, el modelo
político no los asumió hasta que tuvieron lugar los cambios introducidos por el
liberalismo. Es por ello importante que retenga que, en términos generales, hasta
llegar a los temas sobre la Edad contemporánea, la autorrepresentación social
subyacente y que configuró el modelo jurídico-político de los siglos modernos es
la aquí esbozada.
2. El derecho, al que se hará referencia en último lugar, contribuyó a elaborar
doctrinalmente el concepto de poder, un concepto que, a partir de la Baja Edad
Media y durante toda la Edad Moderna, sirvió como modelo de referencia para
interpretar todas las actuaciones de sus titulares. El término con el que fue
designado el poder, iurisdictio (‘juris-dicción’ = decir derecho), era expresivo de
lo que constituía su función esencial: el titular del poder se relacionaba con sus
súbditos, básicamente, reponiendo el orden alterado gracias a su actuación como
juez, ‘diciendo derecho’ mediante sentencias; y a medida que transcurría el
tiempo‘diciendo derecho’, cada vez más activamente, mediante leyes. El
reconocimiento de esta segunda actividad como función constitutiva del poder, es
decir de la iurisdictio, pone de manifiesto una realidad subyacente: que el
proceso de fortalecimiento del poder al que se asiste a lo largo de la Baja Edad
Media, da paso a unos titulares del mismo capaces de tomar cada vez más
iniciativas en el ejercicio de sus tareas, pasando de la figura del rey-juez que
espera a que le pidan justicia a la del rey que, sin abandonar su legitimación
como tal, va siendo sustentado doctrinalmente con argumentos que hacen
hincapié en su actividad como legislador.
El concepto de iurisdictio coadyuvó a la explicación del poder en términos
jurídicos, así como a la construcción y al fortalecimiento de un nuevo modelo. En
tanto que la iurisdictio era concebida como una relación desigual de poder cuyo
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titular se situaba en una posición de superioridad, esta formulación, al menos en
teoría, permitía prescindir de las relaciones personales de vasallaje y someter a
todos los súbditos a la potestad de un único titular.
En este concepto, que la doctrina jurídica bajomedieval contribuyó a elaborar, se
apoyaron todos los titulares del poder de la época: tanto el emperador, como el
papa, como los príncipes no sometidos al Imperio. Ésta última es la situación en
la que se encontraban los reyes peninsulares.
3. El derecho medieval, atendiendo a las características de la sociedad, no podía
ser igual para todos; su carácter diversificado era consecuencia, por un lado, de
que la sociedad se concibiera y se organizara a través de órdenes o estamentos y
de cuerpos, y por otro, de la existencia de múltiples focos de poder. Sus
soluciones podían variar
- dependiendo de las características o situaciones personales de sus destinatarios
(condicionadas, como se acaba de decir, por su entronque familiar, por su
posición y función social, por la religión, por el lugar en el que estuvieran
avecindados, por el ejercicio de diferentes actividades);
- dependiendo del poder del que emanara (rey, señor laico o eclesiástico,
autoridades municipales, titulares de funciones jurisdiccionales en las
corporaciones, autoridades religiosas…).
De nuevo es necesario aludir a esa visión teocrática del mundo, porque en
función de ella se entendía que el derecho no era creado por los hombres: no
existía nada que no fuera creación divina, de modo que el derecho sólo podía ser
creado por Dios. Es por lo tanto incorrecto, para esta época, hablar de “creación”
del derecho al referirse a cualquiera de las distintas manifestaciones de la
actividad jurídica humana. El hombre se encontraba inmerso en un orden
indisponible por haber sido querido y creado por Dios y, en lo que al derecho se
refiere, como juez o como legislador, sólo podía trasladar a las disposiciones
humanas las leyes que Dios había querido para los hombres desde la eternidad.
4. Sobre estas concepciones surgió el llamado “derecho común” que, de
momento, no contribuyó a arrinconarlas. Su nacimiento fue fruto de los intereses
políticos en juego en la Alta Edad Media. El papa de Roma necesitaba un poder
laico fuerte que colaborara a consolidar el suyo como cabeza visible y titular de
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un poder supremo en la Iglesia occidental. El intento de hacer renacer el
desaparecido imperio romano de Occidente en el Sacro Imperio Romano, en el
siglo IX, tuvo esta finalidad. Una única comunidad religiosa bajo la potestad del
pontífice, amparada por un único poder político, el del emperador europeo, en
una colaboración recíproca que se manifestaba en la consagración del nuevo
emperador por parte del papa.
Y a una única respublica christiana, de la mano de un único imperio, le
correspondía tener un único derecho. Tras una costosa búsqueda se vio que para
el nuevo imperio de Occidente era perfecto el derecho del antiguo imperio
romano, precisamente el recogido en la compilación justinianea. Junto a él, el
derecho de la Iglesia, el derecho canónico y, en menor medida, el derecho feudal
−propio de un sistema de organización del poder aún no desaparecido−,
contribuyeron a conformar el ius commune (derecho común).
Este derecho común −gracias a los textos sobre los que se apoyaba, pero sobre
todo gracias a la doctrina que de ellos se derivó y que trabajó adaptando las
viejas soluciones jurídicas a las realidades bajomedievales− permitió elaborar un
sistema jurídico que dio respuesta a muchas de las necesidades de la sociedad
bajomedieval. Por lo que a nuestros contenidos interesa, contribuyó a facilitar la
construcción de un modelo de poder cuyo titular pretendía estar por encima de
sus súbditos, de todos sus súbditos, sin verse en la necesidad de recurrir a
contratos de vasallaje realizados hombre a hombre.
Contribuyó asimismo a articular en términos jurídicos las actividades que
formaban parte del ejercicio del poder, en este período una actividad legislativa
cada vez más frecuente por parte de quienes ostentaban la jurisdicción.
5. Por lo que a los reinos europeos se refiere, el fortalecimiento progresivo del
poder real conllevaba una mayor posibilidad de actuar en el ámbito jurídico y de
producir un derecho de vigencia general mediante leyes, que si ocasionalmente
pretendía alcanzar todo el territorio, ello no implicaba que afectara a todas las
personas que habitaban en él, ni tampoco que desapareciera el derecho anterior
de vigencia espacial más reducida, pudiendo ambos derechos coexistir durante
largo tiempo.
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Tampoco hay que suponer que la convivencia entre uno y otro fuera siempre
pacífica, pues es natural que las leyes regias, escritas y de alcance a veces más
general trataran de imponerse sobre ese otro derecho anterior, particular,
consuetudinario y no siempre emanado del rey pero que recogía los derechos y
los privilegios de los miembros de los diferentes estamentos que éstos no siempre
estaban dispuestos a ver desaparecer.
A la penetración del derecho común en los reinos, a su adaptación a la realidad
bajomedieval, a dar solución a los nuevos requerimientos de la misma, a la
adecuación entre sí de los diferentes ordenamientos jurídicos, a todo esto
contribuyó en gran medida la actividad de los juristas que, formados en los
estudios generales que surgieron en suelo europeo a partir de los textos jurídicos
del derecho común, elaboraron una abundante doctrina que iba llenando todos
aquellos espacios que ni las antiguas normas, ni toda la actividad de los titulares
de la jurisdicción −bien por la vía judicial, bien por la legislativa− podía llenar.
El comercio y las actividades derivadas de él (tráfico de mercancías, venta…)
fueron convertidas en objeto de tributación por parte de los titulares del poder. El
protagonismo económico así adquirido posibilitó que quienes contribuían con su
riqueza al sostenimiento del poder tuvieran la posibilidad de actuar controlando
la actividad de gobierno. Y esto se consiguió paulatinamente mediante una
institución que fue tomando entidad −las cortes, los parlamentos, las dietas…− en
los diferentes territorios europeos, como “representación” de los reinos. En ella
participaban los estamentos que tradicionalmente habían estado al lado de los
reyes medievales −clero y nobleza− junto a los sectores de las ciudades que, sin
pertenecer necesariamente a uno de ellos, podían por su poder económico,
participar con éstos en esa institución representativa.
Paralelamente, tanto para legitimar la representación del reino y su actuación
política, como para controlar la actividad de los titulares de la jurisdicción, cada
vez más volcados hacia la función legislativa, la doctrina del derecho común
elaboró la doctrina del pactum subjectionis (pacto de sujeción). Según ésta, entre
el rey y el reino existía un pacto, para el primero de respeto hacia los derechos y
libertades del reino, para el segundo de obediencia y fidelidad al rey. No era, de
ningún modo, un pacto entre iguales, sino entre el titular de la iurisdictio y sus
súbditos (representados corporativamente en el “reino”), de ahí que se tratara de
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un “pacto de sujeción” aun cuando existieran obligaciones recíprocas. Y
mediante él, el rey podía demandar determinadas prestaciones de su reino, a
cambio de las cuales éste podía suplicarle al rey no hacer nuevas leyes sino en su
presencia, es decir en las cortes.
7. La creciente actividad regia, la mayor complejidad de la misma y el aumento
de los territorios bajo su poder, propiciaron el nacimiento de nuevas instituciones
que realizaron funciones propias del poder allí donde el poder no llegaba. Fueron
concebidas como la prolongación de la propia figura del rey: las cancillerías
−custodiando el sello real−, los Consejos y las Audiencias fueron otros tantos
órganos que realizaban las tareas de gobierno como si fuera el propio rey
actuando, realizando por ello las mismas funciones que el titular de la
jurisdicción.
Lecturas
P. Grossi, “En busca del orden jurídico medieval”, en De la Ilustración al
liberalismo. Symposium en honor al profesor Paolo Grossi, Madrid 1995, pp. 4365
1. “Medievo”, media aetas (edad media), es un término despectivo para designar,
por parte de los hombres del Renacimiento, una época que ellos consideraron de
transición entre dos momentos básicos de la historia humana, el clásico y el, para
ellos, presente. Como tal momento de transición, se considera inútil y carente de
interés. Esta visión ha sido ya, desde hace tiempo, desechada por los
historiadores de la sociedad y de la cultura e incluso del derecho, que han sabido
ver en esa edad media una estructura y una sabiduría peculiares, y una
experiencia jurídica con una tipicidad vigorosa en la que se produce también un
modo peculiar de concebir, sentir y vivir el derecho.
2. Tres hechos cimientan el nuevo orden jurídico: la tierra, la sangre y el tiempo.
La tierra, como cosa productiva por excelencia, fuente de vida y garantía de
supervivencia; la sangre como realidad que establece un ligamen inseparable
entre sujetos, dispensadora entre ellos de un patrimonio de virtudes, facultades y
funciones intransmisibles hacia el exterior; el tiempo, como duración, como un
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martilleo continuo de hechos que, prescindiendo de cualquier contribución
volitiva humana, crea, extingue, modifica.
La tierra atrae a los individuos y los condiciona e instrumentaliza en virtud del
objetivo absorbente de su cultivo y de la producción, que no se confían al
individuo sino al grupo, familiar o suprafamiliar.
La sangre adquiere la función de signo y distinción vinculada al grupo, a la
familia, al agregado suprafamiliar y a la propia estirpe.
El tiempo convierte al individuo en un punto a una línea.
Tierra, sangre y duración ponen de manifiesto la irrelevancia social del
individuo, su imperfección frente a la perfección de la comunidad. La reflexión
tomística impone la primacía de la perfección del todo frente a la imperfección
de la individualidad (unus homo/communitas = imperfectum/perfectum).
3. Un término y una noción afloran: ordo, orden. Con ello nos hallamos en el
corazón de la antropología medieval. Los hechos, ahora protagonistas, no
constituyen un aluvión de fenómenos desordenados sino que, hallando su fuente
en la propia sabiduría divina, se integran en una armonía que todos comparten; el
orden reduce a unidad el conjunto de criaturas heterogéneas: ordo, ordinare,
ordinatio (orden, ordenar, ordenación) se repiten hasta la saciedad en las páginas
filosóficas, teológias, místicas.
En este mundo tan desordenado en lo superficial pero tan ordenado en lo más
profundo de sus hechos normativos, la dimensión jurídica es, sobre todo,
consuetudinaria. Lo fundamental es la repetición, casi siempre inconsciente, de
un determinado comportamiento durante mucho tiempo. No tiene que ver con el
individuo sino con el grupo; sólo en su seno el individuo es, inconscientemente,
la célula de la consolidación del uso.
4. El panorama jurídico de la Alta Edad Media tiene en su centro al príncipe,
cuyo deber esencial es gobernar con equidad y justicia, ya que es, esencialmente,
un juez investido de una virtud primordial, la justicia, con la finalidad de
conservar y de respetar el orden, orden del que no puede disponer.
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El protagonismo de las cosas y de los hechos queda impreso en el derecho. Por
ello cada territorio cuenta con un complejo normativo concreto, cuyo carácter
jurídico está estrechamente conectado con él (consuetudo regionis, costumbre de
la región; consuetudo loci, costumbre del lugar; consuetudo casae, costumbre de
la casa…).
El derecho se presenta más como ordenamiento que como autoridad; su auténtica
dimensión es ordenadora; no consiste en violencia arbitraria sobre las cosas sino
que, por el contrario, es la manifestación más elevada ante la exigencia de las
cosas de estructurarse ordenadamente.
5. No ha de creerse que, a partir del siglo XII, la nueva ciencia jurídica repudie
los hallazgos altomedievales. Para glosadores y comentaristas el derecho
justinianeo ofrecerá esquemas jurídicos técnicamente refinados y un lenguaje
técnicamente perfecto. Podemos distinguir, si ello nos facilita las cosas, entre
Alta y Baja Edad Media, pero dándonos cuenta de que son dos momentos que
evocan una misma realidad unitaria.
M. Bellomo, La Europa del derecho común, Roma 1996, pp. 81-84
La existencia de los dos derechos superiores, el canónico y el civil, en la base del
derecho común se expresa con la locución utrumque ius (uno y otro derecho).
Pero dado que ambos se proponen como derecho común para todo el orbe
cristiano, existe la necesidad de individuar los límites que han consentido a
ambos coexistir.
En las leyes de la Iglesia hay una imagen idéntica del poder a la del nuevo
Imperio. Lo que hay de diferente entre ambos es el fin: mientras que las normas
civiles están orientadas a fundamentar y garantizar el bien común y la vida
terrena de los ordenamientos y de los individuos, la disciplina canónica está
empeñada en crear las condiciones mejores para que, en la tierra, el hombre no
pierda su alma sino que la salve para la gloria del Paraíso.
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Sólo que, en la realidad y en la gestión de los poderes distintos, también el
pontífice tiende a ocuparse de las cosas terrenas, precisamente porque muchas de
éstas ofrecen ocasión o posibilidad de pecado. En el Liber Extra de Gregorio IX,
de 1234, se tiene un testimonio directo de ello: en el ámbito del derecho penal,
porque a él pertenecen actos ilícitos como el adulterio o el estupro...; en el ámbito
del derecho privado, porque aquí hay instituciones jurídicas especialmente
peligrosas para el alma por la facilidad con que inducen al pecado, como el
comodato, el depósito, la compraventa…; también en el ámbito del derecho
privado, porque la familia, que es una parte de él, es la comunidad elegida para la
educación moral y religiosa del individuo, y por tanto se deben disciplinar
algunas de sus estructuras, como la consanguinidad, el parentesco…, y se deben
regular algunas de sus actividades.
J. Vallejo, Ruda equidad, ley consumada. Concepción de la potestad normativa
(1250-1350), Madrid 1992, pp. 40-49, 302-314
En la literatura del derecho común (tanto civilista como canonista) se consolida
muy pronto, para la formación de un lenguaje de poder, una tradición que gira en
torno al término iurisdictio (jurisdicción), predicando de él unas notas específicas
que constituirán el núcleo del concepto durante prácticamente todo el período
arriba señalado [1250-1350], aunque irá modificándose en los siglos sucesivos.
La iurisdictio es la potestad legítima y pública que consiste en decir el derecho y
establecer la equidad.
Veamos los elementos de esta definición. El término, iurisdictio, remite
directamente a potestad (se utilizan muchas veces como sinónimos); es decir, nos
encontramos en el ámbito de las relaciones de poder, relaciones desiguales entre
personas, en virtud de las cuales una (o un conjunto) de ellas ostenta una posición
de supremacía frenta a otra/s obligada/s, por ello, a asumir, en principio, modelos
de conducta determinados por quien/es ocupa/n una posición superior.
Es una potestad legítima, una potestad definida por el derecho (ius, iuris potestas)
que excluye las situaciones de poder basadas en la voluntad arbitraria
(situaciones de hecho) de quien/es está/n en una posición de superioridad, de
modo que no todo acto de fuerza es un acto de poder, de potestad.
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Es una potestad pública. Este carácter es especialmente problemático pues se
vincula a la también problemática división del derecho en público y privado. Se
dice que es una potestad de derecho público porque se le concede al príncipe, no
a personas privadas, y es por esta razón por la que se excluyen las relaciones
privadas, es decir las que pertenecen al ámbito de la casa, de la familia, al ámbito
doméstico, las que relacionan al padre con los demás habitantes de la casa.
Los dos elementos restantes se refieren a las funciones que debe cumplir el titular
de la jurisdicción: “decir el derecho” y “establecer la equidad”. ¿Qué significa
cada una de ellas?
Decir el derecho (ius dicere) nos lleva al verbo “juzgar” (iudicare),
frecuentemente utilizado y del que puede claramente considerarse, en ocasiones,
como sinónimo. He aquí el razonamiento empleado por los juristas: el juez dice
el derecho (ius dicit), por lo tanto jurisdicción (iuris-dictio) es la potestad de dar
sentencias, y decir el derecho (ius dicere) es juzgar (iudicare); así pues,
jurisdicción (iurisdictio) es la potestad de decir el derecho (iurisdicendi)
mediante una actividad judicial, juzgando, y ésta es una función hegemónica que
responde a la visión judicialista del poder político propia del período.
Establecer la equidad. De los contenidos del término “jurisdicción” el judicial es,
sin duda, el más relevante. Pero también, y así lo afirma Bártolo a mediados del
siglo xiv, capacidad de dictar normas, capacidad ligada a las especies superiores
de jurisdicción. Ambas vertientes -judicial y normativa- no están drásticamente
separadas. Jurisdicción es declaración del derecho, afirma la doctrina. Con ello se
hace referencia a la respuesta del magistrado ante el titular del ius cuya
declaración se pide. Pero la doctrina afirma, igualmente, que al trasladar la
jurisdicción ordinaria en el príncipe, la colectividad también le trasladó su
potestad de hacer leyes.
La ubicación de la potestad de dictar normas en el mismo ámbito de la teoría
jurisdiccional facilita la equivalencia entre los rasgos que definen el aspecto
judicial de la iurisdictio y los que se le asignan a la capacidad normativa. Y la
jurisprudencia aceptará, en general, la imposibilidad de distinguir, en el seno de
la jurisdicción, la capacidad de juzgar y la de dictar normas.
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Para relacionar ambas potestades, judicial y normativa, la doctrina buscará las
vinculaciones entre sentencia y norma, consideradas ambas como resultados
visibles del ejercicio de tales potestades, contenidas ambas en la locución “decir
el derecho”. Los juristas admitían sin problemas que el magistrado titular de
jurisdicción establecía el derecho a través de dos vías: haciendo leyes (leges
condendo) o pronunciándose en una causa, es decir, sentenciando. Pero el que
existan estas dos vías es algo accidental, no afecta a la sustancia. Estas vías son
más bien simples diferencias de procedimiento; pero el de la génesis de una
norma, frente al dictado de una sentencia, no exige las ataduras formales
requeridas en un procedimiento estricto y preciso, bastando que de la
deliberación pertinente resulte la adecuación de la norma a los valores superiores
(iustitia, justicia) de los que depende su legitimidad y validez.
Los príncipes, dice la jurisprudencia, deben ocuparse de la justicia y del derecho,
para que los hombres malos se vuelvan buenos y para que éstos, los buenos, se
hagan mejores, tanto por el temor a las penas como por el acicate del premio.
Esta labor ilustra otra de las funciones propias del poder, enunciada
genéricamente como instituir o establecer la equidad (instituere aequitatem).
¿Qué significa esto?
Azo explica cómo actúa el príncipe sobre la “equidad ruda” (rudis aequitas) y
sobre el derecho establecido o derecho aprobado. Ambas realidades, dice, son
heterogéneas: mientras puede disponer del segundo, la primera es indisponible,
es la materia prima, indefinida, abstracta, en la que el ‘hacedor’ (conditor) de la
ley, el príncipe, ha de basarse para el establecimiento de la norma. Dicho jurista
describe bien el proceso: definición o declaración de dicha equidad; fijación por
escrito en un precepto; una vez redactado éste, obligar a los súbditos a observarlo
y, finalmente, ubicarlo sistemáticamente en el lugar más apropiado en el libro de
leyes. La realidad resultante de esta actividad del príncipe es la llamada equidad
constituíida (aequitas constituta), en una palabra, la norma, ésta sí, definida y
concreta, dispuesta para ser aplicada. En esto consiste el hacer la ley (condere
legem). Así pues, la ley, en tanto que equidad constituida, es fiel reflejo de la
equidad ruda que no puede, por ello, contradecir.
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Queda al abrigo de toda discusión la preexistencia de una aequitas sobre la que el
conditor legum despliega su actuación, y sus resultados, con independencia de su
posible variedad, quedan inevitablemente vinculados a su origen y
sustancialmente predeterminados por él. En otras palabras: reconociendo los
juristas a Dios como autor de la justicia (iustitia), la tarea humana consiste en su
concreción en el derecho (ius). El derecho se considera, por ello, en un plano de
subordinación respecto de una realidad superior, objetiva y previa, de la que
procede y en la que tiene su causa, independientemente de que se le llame iustitia
o aequitas, pues ambos conceptos son, a menudo intercambiables. Del mismo
modo que Dios es autor de la justicia, el hombre lo es, aunque de modo diverso,
del derecho. La justicia, igual que la equidad, es susceptible de definición, de
concreción, de declaración específica; el derecho es el resultado de esta
actividad, es la “equidad convertida en preceptos escritos”, equidad que no se
puede definir arbitrariamente.
La justicia, o la equidad, no se crea en el derecho; solamente se declara en él. Al
hacer la norma tampoco se crea derecho; simplemente se trasladan a ella
principios previos. Así pues, condere designa una función declaratoria,
declaración del derecho, un derecho positivo (ius positivum), del que Dios es
causa eficiente y autor mediato. De aequitas a ius, de aequitas rudis a aequitas
constituta, mediando el autor humano inmediado, el príncipe.
De modo que, respecto a la potestad normativa, en el período que nos ocupa no
existe, es impensable, una acción “creadora” de derecho.
Textos
Alfonso X [1221-1284], Las Siete Partidas (1263/1265), Partida 1, título 6
Nueve órdenes de Ángeles ordenó nuestro señor Dios en la Iglesia celestial, y
puso a cada uno de ellos en su grado. Y dio mayoría a los unos sobre los otros, y
puso los nombres según sus oficios, de donde, a semejanza de esto, ordenaron los
santos padres en la Iglesia terrenal nueve órdenes de clérigos. Y dieron a los unos
mayoría sobre los otros, y pusieron los nombres según aquello que han de hacer.
Y esto fue hecho por tres razones. La una, porque así como los Ángeles loan a
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Dios siempre en los cielos, que a semejanza de esto loasen éstos a Dios en la
tierra. Y la otra, porque hiciesen sus oficios más ordenadamente y mejor. La otra,
porque habiendo mayores y menores, conociesen los menores a los mayores
mejoría [= ser mejores], y les fuesen obedientes, y tuviesen su buen hacer; y los
mayores, [para] que amasen a sus menores, sirviéndose de ellos y amparándoles
en su derecho […].
Partida 2, título 21
Defensores son uno de los tres estados por [los] que dios quiso que se mantuviese
el mundo. Pues así como los que ruegan a dios por el pueblo son dichos oradores
y otrosí los que labran la tierra y hacen en ella aquellas cosas por [las] que los
hombres han de vivir y de mantenerse son dichos labradores, otrosí los que han
de defender a todos son dichos defensores […].
(Madrid, Boletín Oficial del Estado, 1985 [edición facsímil de Las Siete Partidas
del sabio rey don Alonso nono, nuevamente glosadas por el Licenciado Gregorio
López…, Salamanca, Andrea Portonaris, 1555])
¿Francesc Eiximenis? [1327/32-1409], Doctrina compendiosa (finales del siglo
XIV)
Segura cosa es que nuestro señor Dios, creador del cielo y de la tierra y de todo
cuanto fue, es y será hizo en los cielos diferencias y separación y grados, y
también en los infiernos y aquí, en la tierra. Porque en los cielos todas las
estrellas no son de uno o igual tamaño, resplandor ni influencia; antes bien, son
diferentes, como podemos verlo con los ojos de la cara y de la inteligencia. Los
ángeles no son todos de una o igual jerarquía; antes bien, los hay mayores, y
medianos y menores. Los santos del cielo no tiene todos el mismo grado de
gloria, pero todos y cada uno se tienen por satisfechos de su grado; los menores
obedecen y reverencian a los mayores, y todos a Dios. Asimismo, en los
infiernos, todos los condenados no tienen el mismo grado de penas.
Item, por todo el mundo hay diferencias, señaladamente en las provincias, pues
unas son más templadas, más vastas y más amenas que otras; los animales son
diferentes en la forma, y en la fuerza y en la ligereza. Los hombres no son iguales
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en estatura, en fuerza, en ligereza, en belleza, en aptitud ni en otras virtudes. Las
partes del cuerpo del hombre no tienen paridad: la mano no vale tanto como la
cabeza, ni el bazo tanto como el corazón, los dedos de las manos no son iguales.
Los grados y estamentos de los hombres no son iguales: uno es papa y algunos
son cardenales, otros son patriarcas, otros son arzobispos, otros obispos, y de ahí
hacia abajo en diversos estados, hasta simples clérigos. Sus conocimientos y sus
virtudes no son iguales; item, uno es emperador, algunos son reyes, otros duques,
otros marqueses, otros condes, otros barones, otros caballeros, otros ciudadanos,
otros menestrales, otros campesinos, cada uno según su grado de valor. ¿De
dónde proviene? Ciertamente […] [de] la voluntad de Dios o de la ordenación de
la naturaleza querida por Dios […].
(Traducción propia)
Jaime I [1208-1276], Fueros y ordinaciones hechas por los gloriosos reyes de [la
Corona de] Aragón a los regnícolas del reino de Valencia, Libro I del rey don
Jaime
[…] Nos don Jaime, por la gracia de dios rey de Aragón, de Mallorca, de
Valencia, conde de Barcelona y de Urgel, y señor de Montpellier […], teniendo a
dios ante nuestros ojos, hacemos y ordenamos costumbres en esta real ciudad de
Valencia y en todo el reino, y en todas las villas, castillos, alquerías, torres, y en
todos los demás lugares edificados o por edificar en este reino recién sometidos
por la voluntad divina a nuestro gobierno, con la voluntad y el consejo de [altas
jerarquías eclesiásticas, miembros de la nobleza y prohombres de las ciudades de
la Corona de Aragón] […].
(Traducción propia; edición Universidad de Valencia, 1977 [edición facsímil de
la de Valencia, Lambert Palmart, 1482])
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