documento - Asociación Argentina de Derecho del Trabajo y de la

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LOS DERECHOS FUNDAMENTALES Y LAS RELACIONES INDIVIDUALES DE
TRABAJO.
“A fin de cuentas, la posible irresponsabilidad del
constituyente que ha plantado un poema en el lugar en que iba una norma jurídica, sólo
puede ser superada por la irresponsabilidad del juez que deja de aplicar esa norma
jurídica pretextando que es un poema”. Óscar Ermida Uriarte.
I. LA TRADICIÓN NACIONAL SOBRE LAS CONDICIONES DE EFICACIA DE
LAS FUENTES SUPRALEGALES.
No es exagerado afirmar que, por décadas, la doctrina y la jurisprudencia argentinas han
mostrado una alta desconsideración por la eficacia jurídica de las fuentes de derecho de
rango supra-legal.
Al servicio de esa subestimación han influido una serie de prejuicios, especialmente
notables en materia de derechos “económico-sociales”, que quizás provengan –arriesgo- de
la hegemonía del pensamiento positivista en la formación de nuestros juristas.
Intentaré, en esta primera parte, esquematizar el orden de “pretextos” por los cuales se ha
justificado la postergación indefinida de la exigibilidad de los derechos fundamentales que
guardan especial relación con nuestra disciplina.
Los argumentos se encuentran íntimamente conectados y se sustentan recíprocamente, de
modo que su separación sólo responde a un propósito de claridad expositiva.
I.1 La concepción escéptica de la Constitución.
Paradójicamente, mientras aprendimos y enseñamos que la Carta Magna era la Ley
Fundamental, ubicada en la “cúspide” del imaginario geométrico, norma en la cual “se
reconocen” todas las inferiores para obtener su validez procedimental y sustancial, le
negamos que propio vigore tuviera aptitud para incidir sobre las relaciones privadas si no
contaba con la venia del legislador ordinario.
Paradoja congruente, por cierto, con aquélla según la cual se admitió que los jueces
pudieran-debieran aplicar oficiosamente la ley, pero se mantuvo incólume la idea de que la
Constitución sólo regía “a instancia de parte”.
Para que estas curiosas distorsiones devinieran posibles fue necesario escamotear su
naturaleza jurídica. El capítulo de derechos y garantías no vendría a ser, en esta lógica, sino
una suerte de programa político cuya función es definir los objetivos de largo plazo, las
metas a lograr, los consensos tendenciales mediante los cuales la sociedad contractualizó
unos fines compartidos. Poco más, en suma, que un conjunto de “promesas de campaña”
que se cumplirán “si se puede” (y, a veces, “si se quiere”).
No se trataría entonces de una norma que “moldea la realidad”, que la constituye, sino que
es constituida por esta. Se aceptó, sin demasiadas estridencias, que la vigencia de sus
postulados venía a depender de “las leyes que reglamenten su ejercicio”, asignando al
vocablo “reglamentar” un amplísimo alcance más próximo al de “restringir” o “acotar” que
al de poner sus potencialidades en acto.
Se pensó que el constituyente diseñaba una arquitectura de futuro, preñada a veces de
romanticismo -cuando no de hipocresía- sin apego a las realidades contingentes, y que el
legislador verdadero, el “histórico”, corría con la carga de “bajar a tierra” aquéllas
directrices más o menos ilusorias de acuerdo con el esquema de posibilidades y su propia
versión de las prioridades de la hora.
Este desvío parece haber tenido alcance general, al menos en lo que concierne al mundo
latino. Miguel Rodríguez-Piñero se ha quejado alguna vez de un S.T.C. de España que
“interpreta la Constitución según las leyes, y no estas a la luz de aquélla”. Y Umberto
Romagnoli ha dicho, en referencia a los derechos de segunda generación, que: “No serán
una generación perdida. Pero tampoco son la generación dorada. Provienen de
constituciones virtuosas que proclaman derechos virtuales”.
Tal prevención, en rigor, ya estaba en Alberdi. En sus Bases (art.20 y Capítulo XXXIII),
proyectando lo que luego sería el art.28 C.N. enfatizaba que “El Congreso no podrá dar ley
que con motivo de reglamentar u organizar el ejercicio de las garantías las disminuya,
restrinja o adultere su esencia”. E ironizaba sobre la Constitución de Bolivia en tanto, al
revés, subordinaba los derechos y garantías al absoluto arbitrio de las leyes: “Según esto en
Bolivia la Constitución ha de regir con permiso de las leyes. En otras partes la
Constitución hace vivir a las leyes; allí la ley, que es la regla, hace vivir a la Constitución,
que es la excepción.” De aquella triple conjugación la jurisprudencia tradicional de la
Corte – como luego veremos- sólo ha retenido la tercera, adulterar, soslayando la
concurrente prohibición de disminuir o restringir.
Reglamentar, en la acepción que defiendo, no significa más que introducir ciertas “reglas
de orden” imprescindibles para el goce igualitario de las garantías. Rawls ejemplifica este
punto con la libertad de expresión en las asambleas que, en tanto allí se habla para ser
escuchado, no puede ser ejercido simultáneamente por todos sus titulares. Ello conduce a
que deban distribuirse las oportunidades mediante “listas de oradores” u otros
procedimientos razonables, lo que es muy distinto a que puedan restringirse los contenidos
discursivos. (“Las libertades fundamentales y su prioridad”; en “Libertad, Igualdad y
derecho”; A.A.V.V.,Ariel, Barcelona, 1988, pág.16.)
I.2 La coartada de las “cláusulas programáticas”.
Íntimamente ligado con el anterior, este prejuicio consiste en clasificar las
cláusulas constitucionales en “operativas” y “programáticas”.
Según el discurso tradicional, hay previsiones que en virtud de su textura
extremadamente abstracta no son en realidad normas jurídicas sino mandatos de
optimización cursados al legislador común, indicándole una traza cardinal, no perentoria.
Desde luego no puede desconocerse que, efectivamente, no todas las
cláusulas constitucionales –o provenidas de fuente internacional- poseen idéntico grado de
precisión en orden al contenido de los derechos, y a veces siquiera en la identificación de su
acreedor y deudor. Esa elasticidad es, la más de las veces, consecuencia normal del
carácter forzosamente abstracto de normas que pretenden abarcar materialmente a todo el
género humano. Pero ello no les priva del carácter de normas ni reduce su significación al
de meros deseos o declaraciones de principio.
Lo que puede variar, en todo caso, como veremos adelante, es la función que
esas normas pueden venir a jugar en el contexto de la adjudicación, pero no parece
discutible que han de cumplir “alguna”.
También aquí el prejuicio positivista ha dejado su influencia. Difícil resulta
concebir al positivista que una “verdadera” norma omita consignar las consecuencias
precisas de su incumplimiento. Pero dicha omisión puede ser salvada mediante la tarea de
interpretación e integración del ordenamiento jurídico, sin que ello implique violar el
principio de “legalidad”. Todo lo contrario, significa afirmar el principio de
“constitucionalidad”.
Por lo demás, como ha destacado con acierto Ramírez Bosco en su
Introducción al Derecho del Trabajo, “no se puede sostener –por su insinceridad
intrínseca- que a partir de una premisa cualquiera con contenido jurídico, por indefinida que
esté, un profesional del Derecho como los que integran los tribunales no puedan sacar
alguna consecuencia adecuada. Ni aún cláusulas como las que disponen la obligación de un
salario justo o condiciones dignas de labor podrían en realidad considerarse, frente a un
caso concreto, como si estuviesen privadas de todo contenido práctico o como si tuvieran
tanto valor como la afirmación contraria.” (Universidad, Buenos Aires, 2000; pág.163,
parágrafo 300.)
I.3 La coartada de los recursos insuficientes.
Uno de los embates más consistentes contra la plena operatividad de los derechos
económico-sociales es el que radica en caracterizarlos como deberes de prestación activa,
opuestos a los que meramente requieren de los otros (incluido el Gran Otro estatal) una
pura abstención.
El reconocimiento de esta diferencia efectiva ha servido de base para el axioma de
que mientras los segundos sólo implican un mandato inhibitorio, un no hacer, los primeros
suponen un hacer que lógicamente presupone contar con los recursos necesarios. En la
filosofía política se ha distinguido, paralelamente, entre una libertad “negativa” que
resguarda la esfera de autodeterminación personal contra las interferencias de terceros, y
una libertad “positiva” que refiere a las condiciones básicas –jurídicas, pero también
materiales o de oportunidades- para que el resultado de aquélla determinación del agente
pueda llevarse a cabo. (Berlin, Isaiah: Dos conceptos de libertad; en Cuatro ensayos sobre
la libertad; Alianza, Madrid, 1993; pág.187.)
La consecuencia obvia de dicha disquisición es que las abstenciones resultan
exigibles bajo toda y cualquier circunstancia, en tanto que las prestaciones que suponen
asignación de recursos resultan condicionales. No se puede, en suma, proveer bienes que no
están disponibles.
En la medida en que se entienda que la efectividad de estos derechos habrá de
depender de la dinámica y de la coyuntura histórica, la secuela es que su imposición no
puede ser realizada por el constituyente de una vez y para siempre, viniendo a depender del
criterio contingente del legislador común.
Resta entonces, a favor de este, un amplísimo margen de discrecionalidad en
cuyo ejercicio le incumbe la fijación de prioridades. O, en clave económica, la asignación
de recursos escasos a demandas múltiples.
Este enfoque parece consistente con el sistema democrático, en la medida en
que está dado a las mayorías el poder de gobernar y, por ende, el de definir la política
preferida en cada momento. Sin embargo, se soslaya por esta vía de razonamiento que la
parte dogmática de la Constitución es, precisamente, un límite puesto a las mayorías a las
que su parte orgánica le reconoce aquél poder de decisión. Incluso desde una concepción
“liberal” no puede negarse que la Carta Magna representa un borde negativo de esta índole.
Que las mayorías en gobierno no puedan expropiar no es sino un límite puesto a favor de
los individuos.
Y no hay razón alguna para que cualquier cuestión relativa a la dialéctica
“mayorías-individuos” sea ajena a esta idiosincrasia constitucional. Incluso en lo referente a
las prioridades en la asignación de recursos hay límites. Más difusos, si se quiere, a los que
resultan de prohibiciones, pero no de diferente naturaleza. Un programa político
mayoritario no debe considerarse exento del respeto por los “derechos sociales” ni, por
tanto, está autorizado a prescindir de su efectividad aún cuando entienda que es preferible
la realización de otros objetivos.
I.4 La coartada de la “expresión mínima”.
Incluso entre autores y fallos que cuestionan la posición tradicional, es común
que se recurra al siguiente argumento: los derechos sociales deben ser realizados siquiera
en su expresión mínima.
Se razona que los textos constitucionales o internacionales concebidos con los
caracteres arriba reseñados (máxima abstracción, indefinición de consecuencias,
dependencia de recursos actuales, etc.) dejan al legislador ordinario un amplio margen de
discrecionalidad para decidir su contenido y extensión –según lo posible o conveniente- en
cada momento histórico concreto. El límite a dicha competencia republicana, y el
consecuente traspaso del borde constitucional, estaría dado por la necesidad de preservar el
derecho de que se trate en su “contenido mínimo significativo” o en su “núcleo duro
esencial”. Por tanto, la declaración judicial de inconstitucional sólo procedería cuando el
mismo aparezca “envilecido”, “pulverizado”, “suprimido” o “desnaturalizado” por la
norma que lo implementa, adjetivos deliberadamente extremos con los que se viene a
significar que la reglamentación ha de ser verdaderamente repugnante a la Constitución.
(Sobre el concepto de “contenido mínimo” puede leerse La interpretación constitucional de
los Derechos Fundamentales, de Pedro SERNA y Fernando TOLLER; La Ley, Bs.As.,
2000; pág. 54.)
Desde luego, deslizar la frontera de posibilidades hasta semejante confín,
“agranda” el espacio del legislador tanto como “achica” la significación práctica del
derecho constitucional concernido.
En fin, hay una diferencia nada sutil entre sustentar este tipo de argumentos
o entender que, por el contrario, la función del legislador es asignar la máxima amplitud
posible a las directrices constitucionales, con el único límite de la ponderación razonable de
los recursos socialmente disponibles, los posibles efectos colaterales indeseables de tal
amplitud que resulten de un análisis consecuencial y la eventual fricción con otros derechos
de rango constitucional.
La diferencia, que no se agota en giros del lenguaje, define una suerte de
carga de motivación. En la segunda concepción pesa sobre el legislador la de fundamentar
las razones por las que ha escogido, entre las variantes técnicas disponibles, la que acota o
restringe el derecho constitucional y no la que tiende a realizarlo en una expresión de más
vasto alcance. Lo que es claramente distinto al límite negativo de reconocerle competencia
para hacer cualquier cosa en tanto no lo “fulmine”.
Y dicha exigencia de motivación no es ociosa. Se requiere, precisamente, a
los fines de hacer posible el control judicial y político.
Esto no significa que los jueces puedan o deban expropiar la incumbencia
legislativa. Significa que deben ejercer la propia. El Poder Judicial, en definitiva, encuentra
su última ratio dentro el esquema de frenos y contrapesos en discernir las situaciones de
conflicto entre las potestades del legislador y los derechos individuales constitucionalmente
protegidos. Ese discernimiento conduce a un juicio de ponderación que no puede recaer
sino sobre las respectivas razones que se esgriman.
I.5 La coartada de la emergencia.
No son pocas las veces en que, para justificar el recorte de derechos sociales,
el legislador invoca prerrogativas “de emergencia”.
La literatura jurídica que cuestiona este exceso es verdaderamente
exuberante. En el contexto de esta ponencia me interesa comunicar solamente esta idea,
tomada de Dworkin. Si los derechos de jerarquía constitucional han de significar algo
trascendente para las personas, el momento en que corresponde asignarle un sentido es
precisamente aquél en que los mecanismos de auto-tutela devienen imposibles. Es decir, en
las crisis.
Los laboralistas estamos familiarizados con esta lógica. En tiempos “de
tranquilidad y sosiego”, como repiten tantos fallos de la Corte, los actores cuentan con
técnicas de resguardo que conducen a que la legislación imperativa resulte incluso inocua.
Los salarios mínimos legales o colectivos son desbordados por la realidad en contextos de
prosperidad. Por el contrario, cuando se ingresa en fases cíclicas de trastornos, es cuando
más necesaria resulta la intervención heterónoma. Allí se vuelven especialmente
significativos.
Por otra parte, la experiencia demuestra que bajo constricciones de una
aguda crisis social los recursos siempre aparecen. El estado de convulsión imperante a
comienzos de 2002 condujo a una asignación de recursos –implementada por medio del
programa de ingresos básicos para “jefas y jefes de hogar”- impensable hasta poco tiempo
antes bajo el argumento de su onerosidad y de la necesidad de no afectar las cuentas
fiscales. Incluso se le descubrieron propiedades macroeconómicas en orden a su capacidad
para re-activar la demanda agregada que vinieron a contradecir el discurso dominante.
I.6 Por fin: “no hay derechos absolutos” y la doctrina de la “auto-restricción” judicial.
La aseveración, afirmada como pocas en la doctrina de Fallos, no es
axiomáticamente incorrecta, pero pude ser re-significada. Este mismo trabajo, adelante, ha
de ocuparse de subrayar que la vocación expansiva de los derechos fundamentales ha de
encontrar algún “tope”, al menos, allí donde colisiona con la esfera de intereses de terceros.
Pero en este contexto, destinado a reseñar los pretextos para desconsiderar
los derechos que llaman “sociales” (y que en realidad son individuales, de contenido
prestacional, tendentes a facilitar la libertad positiva), corresponde señalar la diferencia
relevante que la afirmación del epígrafe puede poseer si, alejada de su mejor versión, se
utiliza como reconocimiento de una “patente” conferida al legislador para ampliar
indefinidamente su ámbito de discrecionalidad técnica.
Un ejemplo en tal sentido lo provee la doctrina de la Corte relativa a la
incompetencia del juez para revisar el importe del Salario Mínimo Vital cuando, por efecto
de la inflación agregada y la inacción del legislador, dejaba de representar un contenido
económico idóneo para cumplir las funciones que le eran propias (entre ellas, antes de la
ley 24.013, la de servir como tope a las indemnizaciones).
Serna y Toller, arriba citados, sostienen la interesante postura de que la
doctrina de los “derechos no absolutos” implica atenerse a una lógica individualista
hobbesiana según la cual en realidad, sí lo serían en estado de naturaleza, aunque las
necesidades de la convivencia vengan luego a imponerle límites institucionales externos.
En su opinión, fundada en una visión teleológica del derecho, la afirmación correcta sería
que el ejercicio ilimitado de las pretensiones basadas en normas constituye un “no
derecho”. Así, es incorrecto pretender que el “derecho al honor e intimidad” es un límite
externo a la “libertad de informar”, puesto que esta última no incluye, en su configuración
interna y antes de límite alguno, el derecho a mentir o difamar.
En ejemplo de nuestra disciplina, puede cuestionarse que la protección
contra el despido arbitrario –en la dimensión actual o en la que fuere- implique una
restricción a la libertad de contratar del empleador (o a las de industria y comercio) porque
no es inherente a dichas libertades la de incumplir los contratos que se pactan para durar
hasta que el trabajador esté en condiciones de jubilarse. Es decir, no hay un derecho a
despedir sin causa (que es un ilícito contractual) que amerite hablar de la indemnización
como límite externo impuesto en homenaje a la estabilidad en el empleo. Y donde no hay
derecho, lógicamente, no puede haber abuso.
II. EL PUNTO DE INFLEXIÓN.
No sin avisos, entre los que obviamente se destaca el fallo de la CSJN en la causa
“Ekmedjian”, la jurisprudencia constitucional ha introducido una verdadera bisagra en la
caracterización y eficacia de los derechos fundamentales provenidos de fuente supralegal.
Esta tendencia revisionista ha recibido por supuesto un decidido envión luego de la reforma
constitucional de 1994. Y, en lo concerniente a nuestra materia, encuentra su expresión más
alta en los fallos de septiembre y octubre de 2004.
Muchos trabajos doctrinarios, tanto provenidos del departamento de Derecho
constitucional como del internacional y del social, venían ya advirtiendo acerca del
“campo fértil” que la reforma suponía para una reinterpretación del sistema de fuentes y la
jerarquización de los Derechos humanos de contenido económico-social. Entre los que más
me influyeron, destaco el equilibrado aporte de Abramovich-Courtis en “Hacia la
exigibilidad de los derechos económicos, sociales y culturales” (Revista Contextos, N° 1,
pág.3, 1997).
En una clara adscripción a la lógica del uso alternativo del derecho, ignoro si
deliberada y militante, estos y otros autores descubrieron la oportunidad que,
independizándose en cierto sentido de la mens del constituyente (tan el mismo y tan distinto
al legislador regresivo de los 90) y sin descontar una eventual intención “gatopardista”,
venía de la mano de la constitucionalización de ciertos tratados. Se trataba entonces de
“tomarle la palabra” al discurso oficial para exigirle, luego, el cumplimiento de las
promesas institucionalizadas al más alto nivel.
De pronto, en un verdadero giro copernicano, principios del más alto grado de
abstracción como los relativos a la “dignidad de la persona que trabaja”, el principio de
protección y la discriminación inversa, la “justicia social” o el “principio de reserva”, (del
que se desprende en reflejo especular el neminem laedere), aparecen sustentando algunos
votos como fundamento bastante para tachar de inconstitucional la obra del legislador en
tanto no los haya consultado adecuadamente. Los tratados internacionales
constitucionalizados pasan a ocupar el centro del escenario de la adjudicación, habilitando
la impugnación de las leyes por vicio de regresividad.
Resumir conceptualmente las implicancias de estas directrices de
interpretación conduce a estas conclusiones insoslayables:
1) La Constitución es una norma jurídica.
2) No hay en ella disposiciones que puedan juzgarse enteramente
programáticas y de aplicación supeditada.
3) No sólo definen un límite al legislador ordinario sino que le imponen una
traza positiva que debe inexorablemente recorrer, lo antes posible.
4) La fuente internacional, una vez incorporada, constituye una dimensión
insoslayable del orden jurídico interno.
5) La interpretación internacional provenida de organismos competentes al
efecto es vinculante para la justicia nacional. (caso “Simón”)
6) Se redefinen las incumbencias republicanas. Ver Ekmedjian, donde se
considera que una sentencia puede ser un instrumento interno apropiado
del Estado signatario para dar operatividad a un derecho fundamental.
Bidart Campos y Sagües han sostenido también esta posibilidad cuando
el legislador incurre en inconstitucionalidad por omisión.
III. LAS CONSECUENCIAS.
III.1 El peligro de la euforia.
Adherir al más amplio criterio en materia de exigibilidad de los derechos fundamentales
impone a quienes la sustentamos una altísima dosis de prudencia y equilibrio.
Como destaca Valdéz dal Ré, toda buena herramienta malversada termina por perder su
eficacia. Así lo demuestra la experiencia reciente a propósito de la recepción expresa y
amplificada del “amparo constitucional” y su virtual mutación en un trámite ordinario más,
por falta de selectividad de los operadores jurídicos que comenzaron a utilizarlo
espasmódicamente. Situación resumida así por un prestigioso tribunal: “Al momento en
que se considere que todo es materia de amparo, se habrá decretado la inhabilidad del
amparo como vía eficiente”.
Instituir un orden de prevención o resguardo basado en la idea de la argumentación iusfundamental razonable debe partir de esta comprensión: el pasaje al enfoque correcto no
puede suponer –y no lo supone, desde ya, en los fallos de la CSJN- la correlativa supresión
de los argumentos tradicionales de signo inverso. Como intentaré analizar en los párrafos
que siguen, ellos “siguen estando” y constituyen un recordatorio, tal vez una
“incomodidad” que -quizás para bien- continuará interpelando a la nueva concepción de los
derechos fundamentales.
Si se me permite la metáfora –un tanto extravagante en este contexto- hay que evitar, como
en el psicoanálisis, el retorno de “lo reprimido” bajo formas patológicas. El curso pendular
excesivo sólo puede convocar como respuesta otro exceso de signo inverso.
III.2 Los problemas subsistentes.
Cualquier pleito individual presupone la afirmación y resistencia de una relación de créditodeuda entre dos sujetos de derecho, nacida de una norma objetiva o de actos voluntarios a
los que alguna norma objetiva les asigna efectos vinculantes.
La configuración de las normas supra-legales, en la versión tradicional, los constituye como
un puro “derecho objetivo” del que emergen unos compromisos más o menos difusos del
Estado frente a la comunidad internacional, devenida así en titular del crédito.
En algún momento se reconoció en doctrina, sin mayor correlato en la práctica, que cada
particular podía requerir a “su” Estado la reparación de los daños consecuentes a la omisión
de internalizar las normas internacionales.
En la nueva versión, con acierto, se entiende que una manifestación evidente de su
caracterización como normas jurídicas auto-operativas es su capacidad genética de
derechos subjetivos entre particulares. Rodríguez Mancini designa a este movimiento como
horizontalización de los Derechos Fundamentales. (En el mismo sentido Carlos Livellara:
Derechos y garantías de los trabajadores incorporados a la Constitución nacional;
Rubinzal, Santa Fe, 2003; pág.26 y siguientes.)
No obstante, es dable reconocer como una consecuencia de su “textura” necesariamente
abierta el que, muchas veces, las normas de más alto nivel de abstracción dejen en una
relativa indeterminación el contenido de la obligación y de las consecuencias de su
incumplimiento. Ello, como dije arriba, no es óbice para que por vía de interpretación o
integración se proceda a “completar” la significación jurídica del precepto.
El problema con las normas fundamentales, a diferencia de las provenidas de la legislación
común, es que carecen de otras de rango superior que las “informen”. Estos derechos
propio vigore que nacen de ellas se justifican y legitiman por sí mismos y no como
reglamentación de algún estamento superior. Lo que bien puede desencadenar la tentación
de asignarles los significados que mejor convengan al arbitrio del intérprete.
Cuando se utilizan aquellas técnicas (integración e interpretación)respecto de la legislación
corriente, siempre es posible recorrer los senderos horizontales o verticales de la
pertenencia hasta “reconocer” cada instituto en una genealogía legitimante o, al menos,
descubrirle un “parecido de familia”. Si nos permitimos hablar de una “naturaleza jurídica”
de los institutos –yuxtaposición semánticamente inconsistente- no es sino en el metafórico
sentido de indicar unas conexiones derivativas.
III.3 La precedencia formal.
Ahora bien, cuando se habla de Derechos Fundamentales no sólo se alude a una cuestión de
prelación jerárquica (como derechos de la mayor importancia) sino también a que
“fundamentan” otros. Y si hemos descartado antes el recurso de explicar lo “fundamental”
por lo “fundamentado” (entiéndase: la Constitución por los alcances que le asigna la ley),
parece evidente que no está lógicamente disponible una suerte de derivación descendente
conforme a la cual, circularmente, sea la norma inferior la que determine el contenido de la
superior.
Los dilemas y paradojas que encierra la cuestión no son menores: si el derecho fundamental
no es “auto-explicativo” ni dice lo suficiente acerca de sus alcances, si no podemos
resignarnos a que entonces deba entenderse que compete en exclusiva al legislador
ordinario delimitarlos (lo que implicaría una claudicación de tipo tradicional), ni queremos
habilitar la posibilidad de que cada intérprete singular se los asigne a su antojo o
conveniencia, pero a la vez de todo eso insistimos en que poseen una significación propia y
operativa, sólo nos queda optar por alguna de estas alternativas:
1) reconocer que esos derechos fundamentales preexisten al
orden jurídico positivo, que lo constituyen y no que son
constituidos por este (entiéndase: que no dependen de su
reconocimiento institucional), todo lo cual por supuesto
reconduce a los postulados de los ius-naturalismos y del
intuicionismo moral; o bien,
2) asignarles el más pleno alcance que se les pueda asignar
conforme a la interpretación gramatical, como punto de
partida, pero reconociendo que puede haber excepciones
limitativas fundamentadas y explicadas en la colisión de
su vocación expansiva con la que es propia de otros
derechos fundamentales concernidos por cada caso
singular.
La cuestión, en este último caso, pasa por discernir cuales excepciones limitativas han de
considerarse válidas.
Un primer requisito de la norma que imponga una “excepción al pleno alcance” es el que
deriva de la jerarquía de las fuentes. La excepción ha de poder considerarse una derivación
razonable de otro derecho fundamental con el que colisiona. No basta una ley ordinaria o
un D.N.U. como sustento de la restricción.
Ciertamente, si esa fuente subalterna conecta con algún derecho fundamental, cosa que
puede predicarse de muchas, quedará instalada una cuestión de prelación o precedencia
entre institutos de idéntica raigambre.
En tal caso la técnica correcta remite a preferir al que guarde un rango de proximidad más
íntima con la fuente constitucional. Tomemos por caso el viejo leading “Figueroa c/Loma
Negra”. La CSJN declaró inconstitucional la previsión del C.C.T. que consagraba la
estabilidad propia, considerando que afectaba las libertades “de contratar” y “de industria y
comercio” en cuanto implícitamente estos contienen a la facultad de regular la cantidad y
elegir la identidad de los trabajadores ocupados. Esta solución significó preterir la
significación de dos derechos fundamentales de mención expresa (a “la estabilidad”; a
“celebrar convenios colectivos”) a favor de una conexión –entre el despido y la libertad de
industria- que es mucho más difusa y remota, sino inexistente.
En suma, si bien es claro que en definitiva a todos los derechos legales puede
encontrárseles algún punto de conexión más o menos convincente con la fuente supra-legal,
lo cierto es que en no pocas ocasiones esa vinculación sólo se establece de modo trabajoso
mientras, en otras, la articulación es directa. Claramente, esta última debe ser preferida,
No puede considerarse que un derecho a texto expreso como el de “recibir formación
profesional” pueda considerarse inexigible por cuanto, si implica un costo, roza el derecho
de propiedad del empleador que debe financiarla.
III.4 La armonización de Derechos Fundamentales.
Otra técnica posible es la de intentar compatibilizar razonablemente los derechos de rango
ius-fundamental que colisionan en concreto. La jurisprudencia constitucional en materia de
“libertad de prensa” y “derecho a la intimidad” es prolífica al respecto. En nuestra
disciplina, para seguir con el ejemplo de la formación profesional, podría considerarse
expropiante que el empleador se vea obligado a sufragar una “formación de libre
iniciativa” del trabajador que no guarde relación de pertinencia alguna con su
profesionalidad actual y con la naturaleza del establecimiento. Cosa diferente, nos parece, a
la exigencia de “formación ocupacional” que haya de tener una implicancia utilitaria en
relación con el empleo actual -o con el de una categoría a la que se aspira- caso en que
implicará una expectativa cierta de retorno del costo en beneficio (que incluso podría
asegurarse mediante un pacto de permanencia).
Rodríguez Mancini entiende que la adjudicación basada en fuentes supra-legales, cuando
implican un deudor privado, no puede soslayar los límites de razonabilidad y
proporcionalidad que informan nuestra tradición constitucional. E indica, con cita de Casas
Baamonde, las reglas que en tal caso debieran seguirse en orden a la compatibilización de
derechos fundamentales: 1) la medida ha de ser idónea para garantizar alguno de los
derechos en disputa; 2) necesaria para resguardarlo, en tanto no sea posible alcanzar el
mismo objetivo por un medio más moderado; 3) proporcional o justa, en tanto su adopción
importe más beneficios al interés general que el sacrificio que impone al derecho en
colisión que en ese caso se posterga.
Tomando como modelo las posibles técnicas de “protección contra el despido arbitrario”
podemos decir que el frustrado proyecto diseñado en los 90, basado en la constitución de un
fondo de compensación por cese anticipado con aportes mensuales, semejante al de la
construcción, no supera el test de idoneidad en tanto, lejos de inhibir las decisiones
rescisorias incausadas las estimula al tratarse de un costo previamente amortizado. A su
vez, el modelo tradicional de indemnizaciones por antigüedad y falta de preaviso aparece,
además de idóneo, necesario, en tanto es difícil concebir un sistema menos cruento
respecto del patrimonio del empleador que uno en el que se tarifan los daños con
prescindencia del perjuicio real (que generalmente es muy superior). Y, por fin, no puede
discutirse que el sistema de “duplicación” temporaria de la indemnización es
proporcionado en consideración a los valores en disputa, siendo caso obvio que el resultado
conseguido permitió un proceso de reactivación que no ha sido incompatible con una
atenuación del nivel de desempleo (e incluso con una reversión de su tendencia). Sólo
podría argumentarse que la medida impuso sacrificios desmedidos si pudiera demostrarse
que el proceso de acumulación empresaria ha devenido imposible en virtud de unos costos
de personal insoportables o que minimizaran la renta del capital a tal punto que tornaran
irracional la decisión de invertir.
III.5 La cuestión de las precedencias sustantivas.
Si bien la ius-filosofía contemporánea se ha esmerado en encontrar vías idóneas para lograr
la compatibilidad o armonía entre derechos fundamentales en conflicto, lo cierto es que
muchas situaciones de la casuística (quizás la mayoría) no consienten el “empate”.Es decir,
no pueden dejarse ambos D.D.F.F.a salvo mediante una salomónica adjudicación de “su
expresión razonable”. La tensión o disputa asume en el caso concreto una dimensión
derogatoria. Aplicar un principio fundamental supone, a veces, descartar al otro por
completo.
Asumiendo esta realidad, Robert Alexy (Teoría de los Derechos Fundamentales; Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 1997) ha trabajado la idea de unas reglas de
precedencia conforme a las cuales:
1) Todo D.F. es un derecho prima facie o abstracto;
2) Las colisiones entre D.D.F.F. sólo pueden resolverse de acuerdo a
las implicancias que cada uno tenga en relación a un caso
concreto;
3) La precedencia de uno sobre otro, en tanto viene a depender de
las “condiciones particulares” que rodean al caso, no supone la
derogación del principio postergado ni la instalación de una
precedencia incondicional que sea vinculante para otros
supuestos en que las condiciones sean diferentes;
4) Todo lo cual es consecuencia de la imposibilidad de establecer
entre D.D.F.F. contradictorios un orden de jerarquía inmutable,
rígido y absoluto, no sólo porque provienen de fuentes de
idéntico rango formal, sino porque intrínsecamente considerados
ninguno de ellos posee un peso definitivamente superior al de
otros (la supremacía de la vida cede ante el deber de armarse en
defensa de la constitución y de la patria, que puede ceder ante la
libertad de conciencia o culto -que es preterida a su vez cuando el
ejercicio de sus ritos conlleva una afrenta a la dignidad humanapero que somete al valor vida como en el caso de la negativa a
recibir transfusiones, etc.)
5) Lo que obliga a un juicio de ponderación histórico, contingente,
casuístico, en el cual ha de ser decisivo el orden de
argumentación (el peso específico relativo)que pueda invocarse
en apoyo de una solución o la otra.
Todo esto viene a exigir a los abogados, jueces y juristas una muy especial
preparación retórica (como arte de persuadir) tanto a la hora de encontrar soluciones
creativas en tren de lograr la armonía de normas que así lo consientan, o de convencer de la
precedencia de una sobre otra cuando la tensión entre ambas conduzca a un juicio de tipo
“todo o nada”.
Por último, dos aclaraciones.
Hablar de soluciones “creativas” no supone apartarse del principio republicano,
avanzar sobre el legislador, instituir el “gobierno de los jueces” ni adscribir, sin más, al
llamado activismo judicial. Significa, ni más ni menos, que los jueces cumplan la función
que les es propia dentro del reparto de incumbencias constitucionales. Autores necesarios
de “la ley del caso”, ante la significación abierta de las normas que reciben D.D.F.F.
pueden continuar fingiendo que las mismas no existen, o que no los obligan, o que les
obligan menos que la ley común, o bien decidirse por “completar” su implicancia en el caso
concreto incluso si ello supusiera –obvio que con fundamentos bastantes- descartar la
aplicación de reglas de inferior jerarquía. En el primer caso se mantendrá el perfil judicial
que ha entendido, por años, que su única misión como juez de la Constitución es la de
actuar como “freno” in extremis del legislador. En el segundo, vendrá a sacar a la
Constitución del “rincón de penitencias” en que lo ha sumido la tradición para asignarle el
vigor que le corresponde.
Una solución creativa no es, desde luego, un producto de la imaginación, ni de la voluntad
o “criterio” o ideología personal de un juez. A más del necesario arraigo a las
“condiciones” de la decisión (los hechos y pruebas de la causa), es preciso que su
“motivación” incluya una demostración convincente (la célebre “derivación razonada”) de
haberse esforzado en encontrar la mejor versión posible acerca de lo que la Constitución
manda en el caso con la debida consideración y respeto por todos los intereses concernidos.
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