Las crisis del capitalismo son cada vez más destructivas pero

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Jesús Puerta en la II Conferencia de la Red Clacso-Venezuela
“Las crisis del capitalismo son cada vez más destructivas
pero avanzar hacia otra sociedad es menos previsible y fácil”
(Prensa Celarg 20/11/2014). “De nuestra reflexión acerca de la tradición socialista, hemos
llegado a la conclusión de que, sí, las crisis del capitalismo son sistémicas, cíclicas, cada
vez más destructivas, con más cosas que se llevan por delante. Pero el avance hacia otra
sociedad y otro mundo, es una cuestión mucho menos previsible y fácil. La experiencia de
las revoluciones del siglo XX nos muestra que los cambios políticos profundos se viabilizan
por la coincidencia excepcional de ciertas tendencias históricas y una voluntad que se
mueve con eficacia, justo en el ritmo adecuado, justo en el instante propicio, en el momento
feliz de la oportunidad”.
Así lo planteó Jesús Puerta, profesor del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad
de Carabobo (UC), en el acto de apertura de la II Conferencia de la Red Clacso-Venezuela,
“Retos y Perspectivas de la Investigación Social y Humanística en América Latina y en
Venezuela”. Este evento se inició este miércoles en la Sala de teatro 1 del Centro de
Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Fundación Celarg).
A continuación se presenta el texto completo de su ponencia.
EL ETHOS ACTUAL DE LA INVESTIGACION
DE LAS CIENCIAS SOCIALES EN VENEZUELA
Por Jesús Puerta
Voy a referirme al ethos de la investigación social en la actualidad en nuestro país. No tengo
datos suficientes como para juzgar el estado del arte de las ciencias sociales en Venezuela.
Precisamente, las ponencias que se presentan en este evento, dan cuenta del nivel, de los
principales problemas, de los conceptos que han tenido más éxito, de las teorías más
usadas,
que se abordan en la mayoría de los centros y grupos de investigación en
Venezuela. Cabría, entonces, en un futuro muy cercano, ocuparse de reflexionar sobre ello.
Por ahora, prefiero señalar algunas notas sobre el ethos de los investigadores. Para ello
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hice una revisión y reflexión sobre la agenda de este encuentro, así como de los títulos de
las ponencias presentadas, la información que pude recoger acerca de las actividades de
los centros y grupos de investigación afiliados a Clacso-Venezuela, y algunas observaciones
más o menos dispersas y contextuales, debidas a lecturas y mi propia experiencia personal.
Aristóteles distinguía tres aspectos en los discursos: el público al que se habla, lo que se
dice, o sea, el discurso mismo, y, finalmente, quién lo dice. Este último aspecto es el ethos.
¿Qué entiendo aquí por ethos? Pues, más o menos, lo que entendía Aristóteles: el carácter
del orador, la “forma de ser” que evidencia el orador en su discurso, asumiendo que las
ciencias sociales pueden verse de acuerdo al modelo de un ágora donde van los
ciudadanos a exponer sus discursos.
De ethos deriva la ética, pero creo que por la vía de Aristóteles mismo, más que por la vía
de Platón, que piensa en el Bien supremo, mucho menos de Kant, que centra su reflexión
moral en la obligación racional. La ética aristotélica se refiere a la phronesis, palabra que ha
sido traducida como “prudencia” o “discreción”. En todo caso, la habilidad de comportarse
adecuadamente, tomando las decisiones más apropiadas para lograr la felicidad,
cuidándose de los extremos, siendo equilibrado y centrado. De modo, que la ética
aristotélica, de acuerdo a esta interpretación, se refiere a una “manera de ser” equilibrado,
sensato, considerado, sereno. Volveré más adelante sobre esto.
Una versión lingüística, sociológica o filosófica de ese ethos sería la “posición del sujeto”.
Así lo llamaría Foucault, por ejemplo. O rol, en el lenguaje de la tradición sociológica. O
“Hablante básico”, “sujeto de la enunciación”, en la tradición lingüística. El término
“carácter”, perteneciente a la psicología, nos remitiría a las tensiones internas de ese sujeto
que se reflejan o resuelven, de alguna manera, en cómo conoce su entorno, cómo
reacciona, qué cosas valora o rechaza; sus relaciones con los demás, sus aspiraciones,
fantasías y sueños, como en sus actos fallidos. Tocaré, sin mucho sistema lo advierto, esos
aspectos.
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El ethos de las ciencias sociales, es, por supuesto, el ethos de nosotros, los investigadores;
es decir, de los intelectuales tradicionales, en el sentido gramsciano: los que damos clases,
escribimos textos, elaboramos o transmitimos conceptos y explicaciones, que ejercemos
nuestro rol social como tales. Umberto Eco distinguía varias figuras representativas de los
intelectuales, específicamente, de las posibles posiciones de sujeto de los intelectuales en
relación al Poder: Platón (el asesor), Aristóteles (el maestro o tutor), Ulises (el resuelveproblemas) y Sócrates (el tábano).
Así, los intelectuales, en ocasiones, podemos ser asesores o consejeros del Poder.
Proponemos planes. Sugerimos los conceptos de los discursos. Aconsejamos estrategias.
Todo lo que Platón en una ocasión quiso hacer con aquel tirano de nombre Dionisos quien,
al final, se pensó tan o más filósofo que Platón, y terminó echándolo de su reino. Otros, se
dedican a la docencia o a la formación de los individuos, de las nuevas generaciones, de los
ciudadanos, como se quiera ver. Un tercer grupo, a veces es consultado ante grandes
dificultades y aportan soluciones para el momento; conciben pequeños “caballos de Troya”
que pueden, de inmediato, resolver el problema “técnico” de terminar de tomar la ciudad
sitiada. Finalmente, la posición más incómoda, es la del tábano, la de ese animalito que
fastidia al Poder con su zumbido, con sus picadas, con sus ironías y críticas, por lo que cabe
esperar, en cualquier momento, un zarpazo asesino que lo aplaste. Esa fue la suerte de
Sócrates, el ejemplo de pensador crítico del Poder por antonomasia.
Podemos ver también estas figuras como funciones y darnos cuenta de que efectivamente,
las ciencias sociales han desempeñado, y desempeñan, funciones de asesoría, educación,
soluciones técnicas y crítica.
Gramsci distinguía dos grandes grupos de intelectuales: los “tradicionales” y los “orgánicos”.
Los primeros, tienen su espacio de vida en ciertas instituciones que guardan un poco de
autonomía respecto de las clases dominantes y sus gobiernos: universidades, la Iglesia,
centros de investigación. Dije “un poco de autonomía”, porque para Gramsci una
independencia absoluta no es posible. De una u otra manera, incluso esos intelectuales
tradicionales, estos que dan clase, escriben libros o artículos, desarrollan investigaciones,
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que tienen una autoestima tan cultivada y se creen independientes, autosuficientes, tienen
que adecuarse a las relaciones sociales en general que establece que unos dominan y otros
son dominados, unos explotan y otros son explotados, unos dirigen y otros son dirigidos.
Claro, los intelectuales tradicionales piensan que pueden hacer lo que les da la gana. Y eso
no es así. A final, por alguna vía, son condicionados, restringidos, dirigidos, gobernados, en
fin. Todos lo sabemos. Tal vez las figuras que más se adecúan a esa categoría de
intelectuales tradicionales sean los docentes, maestros y profesores, pero también los
investigadores como nosotros, en tanto publicamos y damos clases o charlas. Es notable, lo
digo de pasada, que Gramsci mete allí a los curas.
La cosa cambia un poco con los asesores y los técnicos “resuelve-problemas”. Estos se
parecen más al dibujo que traza Gramsci de los intelectuales orgánicos, aquellos que usan
el saber para administrar las empresas o los partidos, es igual; los que dan solución a
problemas concretos, desarrollan o aplican técnicas, organizan, planifican, evalúan. Los
“tábanos”, los fastidiosos, pudieran ser orgánicos, pero siempre de la acera de enfrente; es
decir, del grupo social enfrentado con el que servimos. Porque cabe decir que los
intelectuales desarrollamos nuestras actividades en una sociedad surcada por un conflicto
polimorfo y ubicuo. Volveremos sobre esto cuando hablemos de la erística.
Es ampliamente conocida la distinción de Umberto Eco acerca de los apocalípticos e
integrados. Los primeros, son los tábanos; los segundos, los técnicos y los asesores. El
conjunto de los docentes quizás se divida a su vez en apocalípticos e integrados, debido al
conflicto social y político en que vivimos. Es interesante escuchar el eco o por lo menos una
lejana analogía con una oposición más reciente, entre “trasnochados” y “pragmáticos”,
refiriéndonos a posiciones que se han evidenciado, tanto en el chavismo, como en la
oposición. Los primeros, tienen el ethos violento, desagradable, dogmático, intolerante,
iracundo: todo muy lejano de lo que Aristóteles recomendaba a los oradores para convencer
al ágora. Los otros, parecen más equilibrados, conciliadores, mucho menos dispuestos a
abordar asuntos de principio, porque éstos siempre son la razón de la división y el conflicto,
interesados más bien en escuchar o en decir “soluciones prácticas” a la situación del
momento.
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Así mismo, inspirados en una distinción de Ángel Rama, cabe clasificar los intelectuales en
importadores, adaptadores e innovadores. Los primeros, son como antenas que captan las
últimas ondas que se lanzan desde los centros de Estados Unidos y Europa. Su principal
preocupación es la actualización, que siempre significa importar teorías, conceptos, tonos y
estilos. Los adaptadores asimilan ese material, lo transforman, lo adaptan y finalmente, se
apropian de esos legados, aplicándolos a estas realidades. Los innovadores aparecen de
vez en cuando, como los acontecimientos que rompen la normalidad y la tranquilidad del
Ser. A veces ni siquiera son escuchados, porque su idioma es demasiado raro. A los años,
al fin, se les lee y demasiadas veces son malentendidos. Pero ya ese mal entendimiento, es
un avance.
Erística y dialéctica
Pero estamos en Venezuela y no podemos quedarnos allí, en esa visión tan general. Al
acercarnos debemos apreciar que hay una suerte de regulador de la producción de
discursos en este país desde hace, por lo menos, 21 años. Más específicamente, desde el 4
de febrero de 1992. Hablo de la polarización política. Digo bien: la polarización política es un
principio regulador binario de los discursos, una condición de posibilidad con forma de slash,
línea oblicua de frontera, de límite absoluto que organiza a cada uno de sus lados los
ejércitos discursivos, las artillerías conceptuales, los cañones teóricos.
Es importante partir de aquí, porque todo ese “equilibrio” del que nos hablaba Aristóteles
como ethos y ética, como la mejor forma de ser del orador, ha quedado muy atrás en
Venezuela. Dice el estagirita: “las causas de que los oradores sean dignos de crédito son
tres, pues son las mismas por las que damos crédito a alguien, fuera de los discursos de
exhibición: la discreción, la integridad y la buena voluntad” (p. 140). Foucault, en sus cursos
de los años 1975-1976 en el College de France, reunidos en el volumen “Hay que defender
la sociedad” (2003), llama la atención acerca de un discurso que, lejos de legitimar la
soberanía mediante una deducción filosófica, a partir de cierto acuerdo previo entre los
hombres naturales, parten de historiar una guerra que impuso una dominación pasando por
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una derrota. Pero esa guerra sigue en curso, por lo que los derrotados esperan el logro de
la revancha.
El discurso de la legitimidad de la soberanía, al contrario del de la guerra, pretende situarse
por encima de los bandos. Es más, pretende olvidar, disimular, borrar esa guerra, para
legitimar el Poder mediante un acuerdo que logre una paz civil e, incluso, los derechos de
todos. Ese discurso de guerra, que entiende a la política como la continuación de la misma
guerra, que desprecia las leyes pues son imposición del vencedor, que continúa la
conspiración para derribar un Poder que nunca será legítimo o aceptado, es el discurso de
los extremos. El discurso del medio, el del equilibrio aristotélico, el centrado, es el discurso
deductivo de la soberanía legítima.
Cualquier ciudadano a pie, esperaría del investigador precisamente un discurso legítimo. Se
esperaría que el científico fuera ecuánime, que estuviera en el medio, o más allá, o más
arriba, por encima de las disputas diarias, en un nivel más elevado: el del juez, el del
Estado, precisamente, de acuerdo al discurso de la legitimidad soberana. Que sea imparcial
y justo, a imagen y semejanza del discurso de la soberanía legítima, y no como simple
soldado de una guerra.
Es bueno decir que, en realidad, nunca fue así. Siempre ha habido una lucha encarnizada
de posiciones teóricas y epistemológicas. Especialmente las ciencias Sociales siempre han
sido un campo de batalla donde se disputaba todo: conceptos, objetos de estudio,
observaciones, explicaciones. Con el descrédito del positivismo, la irrupción de la teoría de
la dependencia y las impugnaciones desde el marxismo, hacia la década de los sesenta,
esta situación de las ciencias sociales se hizo más evidente en nuestro medio. Pero si
revisamos rápidamente la historia de las ciencias sociales, veremos ahí inscrito el conflicto
desde el principio.
Con la polarización a raíz del chavismo, en los últimos 21 años, esta polarización ha
convertido la dialéctica en erística, en arte de ganar la disputa de cualquier manera. A
veces, en algunos espacios, cuando se trata de simular alguna respetabilidad académica o
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científica, que distinga los recintos de los enfrentamientos de la calle, vuelve ese tono
aparentemente centrado, equilibrado, sereno; sobre todo si se trata de los “resuelveproblemas” técnicos. Pero creérselo a pie juntitas, implica una ingenuidad pecaminosa,
tratándose precisamente de investigadores, que debieran ser suspicaces siempre.
Una de las maneras de volver a la dialéctica, como discusión racional, desde la erística que
empobrece el debate a simple intercambio de insultos y el silencio final, es ser, además de
muy críticos, muy autocríticos. Esto podemos lograrlo poniéndonos en guardia acerca de
ciertas tácticas erísticas que a veces usamos nosotros mismos. Empecemos por la
negación: eso no pasó, no hablamos de eso, no, esto no es una crisis. La segunda táctica
es la culpabilización del otro: el imperialismo, los chavistas malandros, el presidente, la
Cuarta República. La tercera, es el etiquetaje; mejor dicho, el insulto o la expresión
despectiva. La cuarta es el cambio de tema. La quinta, los argumentos ad homini, insultar a
quién lo dice, invalidar la fuente, desconocer lo que se dice por quién lo dice. Así llegamos a
la sexta táctica: la trivialización, la banalización, el rebajamiento a chisme, a asunto
doméstico, a cosita sin importancia. Por último, la invalidación mediante el “nada nuevo bajo
el sol”, la equivalencia de todo, el mal de muchos.
¿Podremos crear las condiciones de comunicación para superar la erística? Ojalá. Un
motivo para ser optimistas es que nos interesa nuestro campo específico de pensamiento y
acción: las ciencias sociales. Y éstas se encuentran hoy frente a una cantidad de temas y
problemas nuevos que demandan nuestra atención. Y eso nos atrae y motiva. Esos nuevos
temas y problemas hay que comprenderlos en medio de una historia y un contexto más
amplio, que incluye a las instituciones donde desarrollamos nuestras actividades como
investigadores, el país donde vivimos y finalmente un mundo en transformación vertiginosa.
Veamos esto en el presente.
La situación disciplinaria
Para ubicarnos en este presente, hay que hacer una muy breve referencia a la historia de
las ciencias sociales en Venezuela. Además, esa mirada rápida, que no se remontará al
siglo XIX, ni siquiera a los positivistas de las primeras décadas del siglo XX, nos servirá para
identificar ciertos estratos o sedimentos que todavía hoy, en momentos sísmicos, salen a la
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superficie discursiva del debate. Dados los límites de tiempo, debo referir una muy gruesa
periodización.
Tenemos, entonces, desde los cuarenta, una tradición humanística, nutrida por relevantes
inmigrantes, resumida en el naciente Pedagógico de Caracas y la Facultad de Humanidades
de la UCV, considerando los ensayistas que siguen siendo el tronco de nuestro
pensamiento. Hacia finales de los cincuenta, con el fin de la dictadura, vino la Sociología
empírica y funcionalista norteamericana, que le dio bases teóricas a ese proyecto de
modernización, que pretendía dejar atrás la “sociedad tradicional”, mediante la
industrialización por sustitución de importaciones, y la inculcación de una “cultura cívica”. La
Renovación universitaria de los años 68 y 69 (tal vez habría que extender ese hito hasta el
1972), afirmó al marxismo como la corriente determinante, abriéndole la puerta al que es
considerado como el aporte latinoamericano más importante a las ciencias sociales: la
teoría de la dependencia. Durante los setenta, se comenzó a sentir la resaca de la derrota
de la lucha armada y la decepción con la rebelión estudiantil de mayo de 1968, pero en
medio de los brillos acerca de los fundamentos del marxismo y el conocimiento de varios
autores, como Foucault, que introducían novedosos análisis del Poder. Los ochenta y los
noventa, ya se sabe, son las décadas del “Fin de la historia”, la ola neoliberal, que situó
como puntos fundamentales de la agenda la democratización, un muy extraño marxismo
que practicaba el individualismo metodológico popperiano, la matematización absoluta de la
economía y la discusión postmoderna.
Como podemos ver, esas no son sólo etapas sucesivas, que se superan una a la otra. Son
más bien sedimentos, estratos, que están allí, moviéndose como magmas inquietos y
ardientes, listos para hacer erupción en cualquier volcán de última hora. Cada situación hala
para su lado. Son voces apagadas, sólo provisionalmente, que de pronto se vuelven griterío,
si las circunstancias lo permiten.
Pero sí podemos hacer un pequeño balance de esta historia, deteniéndonos en algunos
elementos que lucen como “nuevos”, característicos, por lo menos, de un parpadeante
presente. En primer lugar, ya no es posible pasar por alto la tensión entre la lógica de la
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especialización teórica o disciplinaria y el impacto del pensamiento complejo y
transdisciplinario.
En segundo lugar, es notorio el impacto del pensamiento postmoderno, con todos sus
anuncios funerarios: los finales de la historia, de la racionalidad, la deslegitimación de los
grandes paradigmas. En tercer lugar, entraron las temáticas de los estudios culturales y
poscoloniales, de la mano con el despertar de las ilusiones del discurso apologético de la
globalización y el “Nuevo paradigma tecnoproductivo” de las TIC.
Hicieron su entrada los estudios de la cotidianidad, las microsociologías. Se presentó como
revolución epistemológica una supuesta disputa entre lo cualitativo contra lo cuantitativo,
debate que, en realidad, lo que mostraba era que la hermenéutica, la vieja enemiga del
desfalleciente positivismo, venía por sus fueros, apoyándose por momentos en la atractiva
anciana fenomenología, pasando por delante de un marxismo agonizante tras los duros
golpes de los noventa. Las tesis de los postgrados se llenaron de citas, no muy bien
masticadas o digeridas, de Husserl, Heidegger, Gadamer y Ricoeur.
Nuevos temas
Todavía hoy, década y media después, los 90 siguen, en cierto modo, vivos. Recuérdese
que la última década del siglo XX abundó en apologías directas e indirectas de la
globalización, la convicción de que no se podía hacer nada frente a ella, que las naciones
estaban en vías de desaparecer en medio de un mercado internacional donde fluían
mercancías, capitales, personas y, sobre todo, información, gracias a las novedosas
Tecnologías de Información y Comunicación, que constituían una de esa “revoluciones que
nadie soñó”, es decir, revoluciones sin ideología ni programas anticipadores, entre las
cuales Fernando Mires ubicaba también el feminismo, la biotecnología, el reconocimiento de
la diversidad sexual. Por otro lado, era la década de la democratización, sobre todo la del
Cono Sur, pero también la nuestra, que debía conquistarse superando una crisis
multidimensional, cuyo desenlace, se temía, fuese violento. Las ciencias sociales, en esta
onda, apuesta por la “sociedad civil”, como opción a los desfallecientes partidos políticos y
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sindicatos, sumándose a los análisis promovidos por las empresas de televisión y medios
comunicación masiva, que se convirtieron abiertamente en actores políticos.
Pero más allá de la insistencia en los temas de los 90, hay otros problemas del siglo XXI
que desplazan a aquellos o, al menos, se les yuxtaponen: las relaciones complejas entre
cultura y poder, la cuestión de la identidad, ya no ontológica sino más bien narrada,
inventada o construida, cuando no peleada, en la época de la globalización que ya ha
venido siendo contestada por una multitud de movimientos sociales y políticos, que se
sacuden lo que algunos caracterizan como “Imperio”. Más allá, se plantea el asunto de la
diversidad cultural, el multiculturalismo ya inscrito en constituciones de Estado, como la
boliviana y la ecuatoriana. Los teóricos de la colonialidad del saber, replantean el llamado
“diálogo de saberes” y la narrativa del epistemicidio que acompañó el genocidio de la
conquista de estas tierras. De nuevo, la industria cultural y massmediación de la política,
temas ya abordados desde los noventa, adquieren nuevos matices en medio de una
realidad política que comprende “golpes mediáticos” y “guerras mundiales mediáticas”.
Por supuesto, la nueva realidad política, lo específicamente novedoso en relación a los
ochenta y los noventa, es la persistencia y avance de la Nueva Izquierda Latinoamericana
que, además de plantear el problema de su propia caracterización de acuerdo a no se sabe
ya cuál teoría, plantea temas específicos y suyos como la participación en la “democracia
participativa”, los posibles nuevos modelos productivos que superen al capitalismo, la
multipolaridad mundial que dejaría atrás la hegemonía única de los Estados Unidos a través
de una reconfiguración geopolítica donde entran los BRICS y el bloque latinoamericano
como nuevos actores. Otros temas, la ecología política, la impugnación incluso del
extractivismo, los movimientos sociales que ahora ya son vanguardia de lucha y hasta de
decisiones gubernamentales. Todo esto, por supuesto, replantea la formación del nuevo
bloque histórico del que habló Jameson: aquel conformado por las etnias, las clases
explotadas y las sexualidades diversas. No hay que dejar fuera de la lista los Derechos
Humanos, especialmente con la desaparición sistemática de estudiantes en México.
Agrego otros dos tópicos, sólo para resaltar la novedad de esta situación histórica en
relación a la de las décadas anteriores. Las actitudes del Papa Francisco ¿marcarán el
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retorno de alguna nueva modalidad de la teología de la liberación? Otro: la Educación de
masas y el problema de la calidad, en medio del combate contra la privatización de la
educación que se da en todo el mundo, y que obtuvo un rotundo éxito político en Chile,
mientras en los países del ALBA se continúa insistiendo en la educación pública y gratuita,
pero ya viendo el otro aspecto problemático: el asunto de la calidad de la educación.
Pero menciono el tema complejo y difícil de la educación, sólo como antesala para la
reflexión acerca de las instituciones donde desarrollamos la mayor porción de nuestra labor.
Las instituciones
En el plano de las teorías y corrientes de pensamiento, por supuesto, que lo más notorio fue
el impacto conjunto del neoliberalismo y el posmodernismo en las universidades, esto último
modulado hoy por la creciente influencia de la fenomenología y la hermenéutica. Hay
lugares donde se plantea elaborar un “pensamiento crítico” con actualizaciones del
marxismo y diálogos intensos entre el pensamiento complejo, el posmodernismo y la
hermenéutica. En todo caso, cabe estar en expectativa acerca de las corrientes que
chocarán aquí en este encuentro. Todo indica que estamos en un momento prometedor.
Lo interesante es que esta situación se produce en medio de una evidente, por lo menos
para mí, degeneración de las instituciones universitarias. Tal vez una imagen sirva para
ilustrar lo que quiero decir: hay un archipiélago científico, académico, en el mar picado de la
erística política, cuyos efectos desintegradores se potencian por un proceso ya avanzado de
decadencia que viene desde los ochenta. Un “pequeño” síntoma sirve igual para evidenciar
la enfermedad: las autoridades universitarias, o tienen ya los períodos vencidos, o están a
punto de vencérseles. Y no hay manera de que haya elecciones, es decir, de que se ejerza
uno de los mecanismos de la tan cacareada autonomía, porque los que dirigen las
universidades no quieren acatar las leyes. De modo que el problema de la legitimidad de
esas autoridades es álgido. De todos modos, ahí siguen, como los dinosaurios del
microcuento. El tema da como para un encuentro completo. Sólo daré unos trazos muy
gruesos para dibujar lo que refiero.
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Abordaré el tema de una forma un tanto oblicua, desmontando un conjunto de ideas tontas y
falsas sobre la universidad que todavía circulan por ahí. Son seis.
TONTERIA UNO: LA UNIVERSIDAD SIEMPRE ESTUVO CON LA IZQUIERDA. Falso,
Cuando mucho, podemos admitir que la izquierda se refugió en la Universidad, cuando
sufrió aquella severa derrota histórica de los sesenta, y luego subsistió en medio de aquel
lamentable proceso de autoliquidación de las décadas subsiguientes, sobre todo los 80,
cuando el neoliberalismo “convirtió” a mucho intelectual a punta de becas, mientras había
cierta agitación estudiantil detrás de aquel loco Edmundo Chirinos. La UC, por ejemplo,
siempre fue adeca o copeyana. Esos partidos decidían quiénes serían las autoridades.
Mercado hizo oportunismo a lo masista, y Maldonado terminó de imponer la ideología
neoliberal de “la Excelencia”.
TONTERIA DOS: LA JUVENTUD Y LOS ESTUDIANTES SON REVOLUCIONARIOS “POR
NATURALEZA”. Los estudiantes son, hoy en día, en su mayoría, hijos de profesionales, que
ascendieron socialmente hace ya una generación o más. Son clases sociales “auxiliares”
(Poulantzas dice) cuya aspiración es graduarse para ocupar posiciones dirigentes en el
Estado o en empresas, incluidas las clínicas privadas. La UNEFA y la Misión Sucre
demuestran, ampliamente, que la inclusión no significa automáticamente gratitud con “el
proceso”, mucho menos convencimiento “revolucionario” y militancia. Cuando mucho, las
mismas aspiraciones de ascenso social de hace dos generaciones.
TONTERIA TRES: CON EL VOTO IGUALITARIO DE ESTUDIANTES, EMPLEADOS Y
OBREROS CAMBIARÁ LA CORRELACIÓN DE FUERZAS EN LAS UNIVERSIDADES: Más
que dudoso. En las universidades ya se ha instalado como costumbre el clientelismo
electoralista. Los empleados y obreros aspirarán a ser autoridades. Tendrán que tender
puentes de acuerdos burocráticos con los estudiantes, los que más votos tienen. Los
profesores seguirán aislados en sus “sueños” de ser élite.
TONTERIA CUATRO: LAS AUTORIDADES UNIVERSITARIAS SON AUTORIDADES
ACADÉMICAS E INTELECTUALES. Sin comentarios.
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TONTERIA CINCO: LA UNIVERSIDAD ES UNA COMUNIDAD EN BUSCA DE LA
VERDAD. Eso será en muy contados espacios, de parte de honrosas excepciones. La
Universidad es más bien una entidad muy disputada por los recursos que maneja, objeto de
aspiraciones de sectores políticos y económicos. Más que “una comunidad” es la
confluencia de grupos, cada uno con sus intereses particulares, listos para darle a la piñata.
Además, ¿quién dijo que la verdad se perdió, o que alguien la puede hallar? La verdad es
un consenso o una lucha. Lo demás es pensamiento feudal o, cuando mucho, positivismo
obsoleto.
TONTERIA SEIS. LA UNIVERSIDAD ES AUTÓNOMA. Desde la Ley Caldera de 1970 y la
creación del CNU, se sabe que tal autonomía ya está bien golpeada. Peor, con las llevadas
y traídas Normas de Homologación, que ponía al CNU a decidir las relaciones laborales de
los profesores. Hoy día, la Universidad no es autónoma, no porque el gobierno le imponga la
agenda, sino porque está en manos de grupos de poder fáctico. La autonomía tiene el
sentido de defender el pensamiento crítico frente a un gobierno reaccionario. Hoy la
Universidad es el nido de la reacción frente a un gobierno que se vende con precio de
revolucionario, aunque sea reformista, como decía Rigoberto Lanz.
Quise entrarle así al tema y cerrarlo para otra oportunidad, para dejar salir mi “tábano” y
hacer menos magistral esta intervención. En todo caso, hacer investigación en ciencias
sociales no es fácil, como tampoco lo es mantener espacios. Lo sabemos muy bien en el
Doctorado de Ciencias Sociales de la UC. Pero ya no los cansaré con parroquialismos.
Mejor dicho, dejemos esos análisis específicos para otra ocasión.
El contexto más amplio
Porque hay que tomar en cuenta el contexto más amplio. Asistimos a nada menos que una
reestructuración del sistema mundo capitalista. Tres décadas después del fulano “fin de la
historia”, la cosa sigue moviéndose con intensidad. La hegemonía norteamericana, que en
los noventa e inicios del siglo XXI parecía insuperable, indestructible, eterna, hoy no pocos
analistas, observan que se cae, como el papalote de la canción de Silvio Rodríguez.
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Immanuel Walerstein, ya lo saben, ha predicho una bifurcación en el desarrollo del sistema
mundo, y con él, la decadencia del imperialismo norteamericano. Nuevos actores aparecen:
el BRICS, la Nueva izquierda latinoamericana, el fundamentalismo islámico, incluso de
nuevo la Iglesia Católica parece auspiciar la crítica al capitalismo y su apoyo a los
movimientos sociales de los pobres y excluidos por el sistema. En el diagnóstico también
aparece la intensificación de los riesgos sistémicos: la pauperización, las guerras, el cambio
climático. Vivimos en un mundo cada vez más peligroso.
No se trata de la clásica crisis final del capitalismo, leída desde la tradición stalinista como
una versión del apocalipsis. De nuestra reflexión acerca de la tradición socialista, hemos
llegado a la conclusión de que, sí, las crisis del capitalismo son sistémicas, cíclicas, cada
vez más destructivas, con más cosas que se llevan por delante. Pero el avance hacia otra
sociedad y otro mundo, es una cuestión mucho menos previsible y fácil. La experiencia de
las revoluciones del siglo XX nos muestra que los cambios políticos profundos se viabilizan
por la coincidencia excepcional de ciertas tendencias históricas y una voluntad que se
mueve con eficacia, justo en el ritmo adecuado, justo en el instante propicio, en el momento
feliz de la oportunidad. A esto lo hemos llamado en otro lugar, el Kairos, la oportunidad
propicia, tan fugaz, tan resbalosa. Por eso, ninguna revolución se parece a otra. Todas son
excepcionales. Ninguna responde a una legalidad histórica, sino, como dijimos, a esa
“fortuna” de la oportunidad que sólo puede ser aprovechada si hay “virtud” en la voluntad y
la decisión justa.
Pero, por otro lado, hay otra enseñanza que es mucho más grave: las transformaciones
profundas, incluso las caracterizadas como revolucionarias, pueden convertirse, en virtud de
cierta “astucia de la razón histórica”, en simples caminos alternativos, forzosos, a veces muy
caros en recursos y vidas, para lograr solamente la modernización, la misma que ha logrado
el capitalismo de diversas maneras, también costosas y sangrientas.
De modo, que las ciencias sociales, en este momento de bifurcación sistémica, de crisis
generalizada, se mueve en la incertidumbre. No sólo retorna la oposición izquierda/derecha,
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de un aparente receso que no duró más allá de los noventa. La incertidumbre es una
condición epistemológica.
¿Prometemos? ¿Nos comprometemos?
En este contexto, ¿qué podemos aseverar acerca del ethos de las ciencias sociales?
No lo veo muy sereno, equilibrado, sensato, discreto, como quisiera verlo un aristotélico.
Más bien lo veo agobiado, atormentado, problematizado, en medio de una difícil crisis
existencial. No me malentiendan la expresión. A algunos pudiera sonar incluso trasnochada.
La crisis existencial se da a causa de lo más terrible de la condición humana, que es no ser
nada. Esa “nada” es la libertad, ese hondo precipicio. El ser humano es un animal no fijado.
No podemos decir que no sea determinado. Pero siempre puede saltar sobre sus
determinaciones. Lo terrible de nuestra especie no es que sea capaz, a la vez, de lo más
horrible (digamos, Auschwitz) como de lo más bello (digamos, dar todo por los demás). Es
decir, es una especie sublime, inimaginable. Pero lo peor es que tiene que decidir.
¿Decisión racional? Sí; pero nuestra razón no nos da nunca los elementos suficientes como
para tomar decisiones existenciales. Ayuda, y mucho, para ejecutarlas con la mayor eficacia
posible. Ayuda, y mucho, para anticipar consecuencias. Pero siempre, ayudando a la razón,
está la ira, el amor, el miedo, la alegría, para tomar las decisiones. Los conocimientos
tampoco son suficientes.
Hay tres grandes sabidurías que hay que tomar en cuenta. La primera, es saber de la propia
ignorancia, saber que no se sabe, aprender de Sócrates. La segunda, saber que saber
nunca es suficiente, ni siquiera lo más importante, que están por encima la voluntad, la
templanza, el valor, la abnegación, la solidaridad, la generosidad, la veracidad. Tercera
sabiduría: saber que nunca se sabrá todo, ni siquiera lo suficiente, pero de todos modos
decidir, apostar, arriesgar y actuar.
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La decisión de la que hablo es la siguiente: ¿prometemos? ¿Qué prometemos? Entonces, si
prometemos ¿nos comprometemos?
Decidamos pues. Ya estamos frente al abismo. Demos un paso al frente.
REFERENCIAS
Aristóteles (1998) Retórica. Alianza Editorial. Madrid. España.
Foucault, Michel (2003) Hay que defender la sociedad. Akal ediciones. Madrid. España.
Fotoleyenda
Panel: Miguel Ángel Contreras, Jesús Puerta, Leticia Solomon y Karen Quintero,
moderadora (Foto: Prensa Celarg)
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