CLASE 6: LA EXPANSIÓN DEL CAPITALISMO Síntesis: En esta

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CLASE 6: LA EXPANSIÓN DEL CAPITALISMO
Síntesis: En esta clase comenzamos a trabajar los contenidos correspondientes a la unidad
dos de nuestro programa de estudio. Veremos el proceso histórico que se abre a partir de 1850
con la llamada Segunda Revolución Industrial y que concluye con la llamada Gran Guerra, es
decir, la primera guerra mundial que se inicia en 1914 y termina en 1919. Comenzaremos
haciendo un cuadro lo más ilustrativo posible que muestre a las dos revoluciones industriales
consolidando el triunfo del capitalismo y consagrando una nueva sociedad y economía a escala
planetaria. También veremos aquí el impacto de las nuevas tecnologías en la vida cotidiana y
sus significados.
Estudiaremos cómo se dio el fenómeno industrializador en tres países: Estados Unidos,
Alemania, Japón y también veremos un caso atípico, como el que presentó Francia.
Analizaremos sus efectos sobre otras sociedades
y haremos especial mención a otro
fenómeno - el imperialismo - cuyas consecuencias anuncian las guerras mundiales del Siglo
XX. Finalmente haremos un ejercicio con películas que han abordado la problemática del
trabajo aprovechando el receso invernal.
Interrogatorio: ¿Cómo se denomina al segundo momento de la industrialización (1870-1914) y
cuáles son sus características? ¿Qué balance podemos hacer de las revoluciones del 48?
¿Qué nuevos significados adquiere el capitalismo a partir de 1850? A partir de entonces, ¿qué
se entiende por progreso? ¿A qué denominamos liberalismo económico? ¿Cuáles son las
innovaciones más significativas que caracterizan a esta etapa? ¿Cuál fue el impacto del
progreso científico y tecnológico en la sociedad? ¿Cuáles fueron los inventos? ¿Qué nuevos
materiales se usaron? ¿Qué nuevas fuente de energía se usaron y cuáles fueron sus
consecuencias en la vida cotidiana de la gente? ¿Qué transformaciones debemos tener en
cuenta para reconocer el mundo después de la Segunda Revolución Industrial? ¿Cómo son las
nuevas ciudades? ¿Cómo fue la división del trabajo internacional después de 1850?
¿Cuáles fueron las formas de intervención estatal en la economía?, ¿A qué se llama Zollverein
?, ¿Qué importancia tuvieron los ferrocarriles en la unificación alemana?, ¿ Qué papel jugaron
los científicos y el sistema educativo en el desarrollo industrial alemán? ¿Qué aspectos de la
industria alemana se destacaron a partir de 1870? ¿ Qué factores contribuyeron al desarrollo
industrial en los Estados Unidos? ¿Cómo fue el desarrollo industrial del Japón? ¿Qué
características presenta el desarrollo industrial francés? ¿Cuáles fueron las consecuencias de
la Revolución Industrial en el conjunto de las sociedades de todo el mundo? ¿Qué diferencias
pueden establecerse entre la expansión europea de los siglos XVI y XVII y la expansión de los
países industrializados entre 1875 y 1914? ¿Qué razones se usan para explicar el rebrote del
imperialismo a fines del siglo XIX? ¿Cuáles fueron sus resultados? ¿Cómo explican el
imperialismo de fines del siglo XIX las teorías denominadas "eurocéntricas"? ¿Qué pasó con
estas teorías después que las colonias se independizaron de sus metrópolis?
Desarrollo:
Las dos revoluciones industriales y el triunfo del sistema capitalista
Entre 1780 y 1850 Gran Bretaña se desarrolló según las nuevas pautas económicas y sociales.
Entre 1870 y 1914, la industrialización entró en un segundo período. Se habla de una Primera y
una Segunda Revolución Industrial como si a partir de los últimos treinta años del siglo XIX la
modernización simplemente se derramara sobre un escenario geográfico más extenso. Sin
embargo, lo que ocurrió en los últimos decenios del siglo XIX no fue sencillamente la extensión
del proceso de industrialización.
El historiador inglés Geoffrey Barraclough distingue ambas etapas denominando a la primera
“revolución industrial” y a la segunda “revolución científica”.
La industrial es la revolución del carbón y del hierro e implicaba el empleo creciente de
máquinas y de mano de obra (tanto hombres, como mujeres y niños) en las fábricas. Estos
trabajadores eran el resultado de la transformación de una mayoría de campesinos que se
habían instalado en las ciudades y convertido en obreros.
La revolución científica es denominada así porque dependió mucho menos del ingenio de los
hombres prácticos y mucho más de la ciencia. A la nueva industria le interesaba más que
mejorar e incrementar las comodidades existentes crear nuevas necesidades. Sus efectos no
sólo fueron más extendidos en el espacio (países de Europa como Bélgica, Francia y Alemania
y algunos extraeuropeos como los EE. UU. y Japón) sino también que su impacto fue más
rápido, sus resultados aún más prodigiosos y sus consecuencias en la vida cotidiana y en la
mentalidad de la gente más profundas.
Si la primera revolución había sido la época del hierro, el carbón y el acero, la que se abre
desde 1870 es la del acero, el petróleo y la electricidad.
Ahora bien, si el primer período de la industrialización termina cerca de 1850 y el segundo se
inicia alrededor de 1870, pareciera que en las dos décadas que van del fin de una al principio
de la otra no ocurrió nada importante. Sin embargo, en esa veintena de años se establecieron
las bases del triunfo mundial del capitalismo y las bases para la segunda revolución en la
industria.
Habíamos visto en la unidad uno que el mundo contemporáneo comenzaba a fines del siglo
XVIII
con la “doble revolución”: la Francesa en lo político y la Industrial británica en lo
económico. Estos procesos que son las dos caras de la misma moneda y marcan los episodios
decisivos del ascenso de la burguesía de esos países en el control de sus sociedades, tiene un
final claro: las revoluciones de 1848. Salvo en Inglaterra (donde las protestas de los cartistas
terminan en ese año sin llegar a producir disturbios), en el 48 Europa parece incendiarse en
una serie de revoluciones políticas que comenzaron en Francia, se expandieron al resto del
Continente e hicieron trastabillar el orden establecido por los distintos reyes. El poeta Georg
Weerth escribía en esos momentos a su madre: “Lee por favor los periódicos con mucho
cuidado; ahora vale la pena leerlos... Esta revolución cambiará la hechura de la tierra -¡como
tenía que ser! -. ¡Viva la República!”
Pero luego de un éxito momentáneo, las revoluciones de 1848 fueron derrotadas en todas
partes y el mundo no cambió. Como dice Hobsbawm, fue sólo la realización momentánea de
los sueños de la izquierda y de las pesadillas de la derecha. Los movimientos del ’48 parecían
ser la consecuencia lógica de la “doble revolución” pero fracasaron universal, rápida y
definitivamente. El tono radicalizado que tomaron estas rebeliones hizo que la burguesía se
apartara de las clases populares y de allí en más tuviera miedo de las consecuencias de los
reclamos de los sectores bajos de la sociedad y verdadero horror ante la posibilidad de nuevas
rebeliones. En estas conmociones, los pobres y los burgueses actuaron como aliados contra de
la monarquía por última vez.
El otro aspecto de las revoluciones de 1848 que resulta de interés para nosotros es que, más
allá de las diversas circunstancias políticas que explican las revueltas en cada uno de los
países donde se produjeron, en todas partes la rebelión popular estuvo precedida por el mismo
factor económico: un ciclo de malas cosechas. La del ‘48 fue la última crisis económica “a la
antigua”, correspondiente a un mundo que dependía de manera dramática de la suerte de las
cosechas. Aún en ese momento, una crisis era determinada en el conjunto del Continente
(aunque ya no en Inglaterra) por las barreras tecnológicas que habían agobiado a los europeos
por milenios: la imposibilidad de producir de alimentos suficientes para las necesidades de la
población.
Pero a partir de 1850, puede decirse que algo en la vida económica había cambiado ya no sólo
para Inglaterra, sino también para algunos otros países. Es cierto que Gran Bretaña aceleraba
su crecimiento (si entre 1820 y 1850 había exportado 1.000 millones de metros de telas de
algodón, entre 1850 y 1860 exportó 1.200 millones; si entre 1820 y 1845 se habían creado
100.000 puestos nuevos en las fábricas
de géneros de algodón, entre 1845 y 1850 se
emplearon a 200.000 obreros más) pero también que había síntomas de industrialización fuera
de la Isla. Veamos dos ejemplos. En Bélgica - el país que logró seguir más temprano que
ningún otro a Inglaterra en el camino de la industrialización - se habían duplicado las
exportaciones de hierro entre 1851 y 1857. En Prusia - el reino que pocos años después
conseguiría unificar a Alemania - se establecieron en el mismo período 115 sociedades
anónimas que reunían un capital muy importante para la época.
Otro dato es significativo: en la década de 1860, la palabra capitalismo comienza a escucharse
en los discursos de los políticos y en la voz de los hombres de negocios. ¿Qué significaba el
término en boca de estos personajes? Que el mundo iba en camino de un progreso económico
ininterrumpido gracias a la acción de las empresas privadas y de la competencia entre ellas.
Que la ampliación de la economía permitía comprar en el mercado más barato absolutamente
todo (incluido el trabajo de los hombres) y hacer buenos negocios al venderlo en el mercado
más caro. La inteligencia, el mérito y la energía eran los valores que iban a hacer triunfar a las
personas capaces de aprovechar las ventajas de este nuevo mundo donde todo se reducía a
precios y mercancías. Junto con el progreso de los individuos pensaban que correría parejo el
bienestar del país. Y todo parecía darles la razón: desde 1850 hasta entrada la década del ’70,
el mundo parecía marchar sin tropiezos por ese camino.
El resultado de la prosperidad se extendió fuera de la economía. No hubo nuevas revueltas en
Europa salvo la insurrección de la Comuna de París en 1871, que fue rápida y sangrientamente
reprimida. No sólo puede percibirse en este episodio el sentimiento contrario que producía la
alteración del orden en la burguesía y las clases medias, sino también cómo las barricadas que
los insurrectos levantaban y que todavía habían servido para enfrentar a la represión en 1848,
ahora eran rápidamente barridas por la nueva tecnología aplicada a los armamentos y el nuevo
trazado urbano de París.
Algo muy parecido podría sostenerse respecto a las guerras. Por ejemplo, los rápidos
combates con los que Prusia derrotó a Austria y a Francia entre 1864 y 1871 y que llevaron a la
unificación del imperio alemán. O el más sangriento de los enfrentamientos del período: la
Guerra de Secesión norteamericana entre 1861 y 1865, donde el Sur contaba con el mejor
ejército y los mejores generales pero el Norte tenía ferrocarriles y esa ventaja era ya imposible
de revertir. Los recursos económicos y tecnológicos son los que comenzaban a decidir también
quién vencería en los conflictos bélicos.
En política, como dijimos, no es época de revoluciones, pero después del ’48 se producirán
ciertos tímidos cambios porque los estados adelantados de Europa se democratizan aunque
muy lentamente. Las clases gobernantes comienzan a darse cuenta de que, contrariamente a
lo que habían pensado largo tiempo, un Estado con constitución, parlamento y sufragio no era
necesariamente la antesala del socialismo. Por el contrario podía servir para garantizar la
estabilidad política y el buen rumbo de los negocios como había pasado en Inglaterra y en una
república que les había comenzado a despertar la atención: los EE.UU.
Los estadistas de la época eran personajes como Cavour, el artífice de la unidad italiana;
Lincoln, el presidente norteamericano que termina con la esclavitud; Bismark, el canciller que
establece el predominio alemán en el Continente y Napoleón III, el sobrino de Napoleón
Bonaparte que logra coronarse emperador y reina durante la transformación económica de
Francia. Un autor dijo que la clave del éxito de estas personalidades era tener opiniones
comunes y habilidades extraordinarias. El romanticismo en la política tendía a desaparecer.
Cuando Napoleón III hace repatriar los restos de su tío en medio de grandes ceremonias, un
diario opositor lo intenta ridiculizar comparando al grandioso general con el descolorido
gobernante y tituló: “El paraguas recibe a la espada”. Pero en realidad, esto resultaba más bien
un elogio. No era tiempo héroes sino de prudentes burgueses.
La verdadera batalla que se da en la época es en el campo económico y tecnológico: el tendido
de ferrocarriles, la construcción del canal de Suez, la emigración de miles de personas de un
continente a otro...
A pesar de todo, la ilusión de crecimiento ilimitado no dura mucho: en 1873 se desata una crisis
desconcertante para los contemporáneos. Uno de ellos la define como “el más curioso y, en
muchos sentidos, sin precedentes desconcierto y depresión en los negocios, el comercio y la
industria”. Se ha producido una nueva crisis pero esta ya no tiene que ver con el hambre sino
con la nueva dinámica que impone el capitalismo en forma irresistible.
La economía entre las dos revoluciones
Si en el Continente Europeo no se produjeron revoluciones después de 1848, la explicación
está en buena medida en la expansión económica. Desde ese año hasta iniciada la década del
’70 el mundo se transforma en capitalista, las transformaciones comienzan a ejercer influencia
más allá de las fronteras inglesas y la prosperidad es el signo de los tiempos.
En estos veinte años, la combinación de capital barato y un rápido aumento de los precios fue
la base del enriquecimiento de los hombres de negocios, que veían bajar las tasas de interés
que debían pagar (por lo que sus costos se reducían) y aumentar el precio de sus productos en
el mercado (por lo que sus beneficios se incrementaban). Claro que si lo pensamos desde el
punto de vista de los asalariados, la suba de precios no era de ninguna forma una buena
noticia y, en definitiva, el encarecimiento de los alimentos había resultado un factor
tradicionalmente importante en el estallido revolucionario o, al menos, de revueltas populares.
Sin embargo, nada de esto ocurre en este período porque en las zonas de auge económico
aumenta notablemente el número de puestos de trabajo y, por otra parte, porque hay una
nueva salida para los pobres que habitaban en zonas atrasadas. El crecimiento de la economía
en zonas de ultramar (especialmente en los EE.UU. en esta época) permitió exportar a los
desocupados a regiones “hambrientas” de mano de obra. El trabajo disponible y los salarios
altos - que de todas maneras para los empresarios resultaban relativamente bajos en
comparación con el aumento de sus ganancias - disolvieron las protestas en toda Europa,
salvo algunos episodios muy aislados en España y en el Piamonte (el reino que hacia 1871
lograría la unificación de Italia).
El símbolo de los nuevos tiempos eran las ferias industriales, que exhibían productos y atraían
a enormes cantidades de turistas locales y extranjeros. Así se organizaron en 1851 la de
Londres, en 1855 la de París, luego en Viena, nuevamente en Londres, otra vez en París y
cada una de ellas tenía más éxito que la anterior. La más grande de todas fue la que se
organizó en 1876 en Filadelfia, conmemorando el centenario de la independencia de los
Estados Unidos y que fue inaugurada por el Presidente. Allí, 130.000 ciudadanos jubilosos
celebraron el avance del progreso.
¿En qué consistía en esta época “el progreso”? En primer lugar en el ferrocarril. En esos años,
los rieles de los trenes se expanden por Europa, América y Asia. A la par comienza a
extenderse una nueva aplicación de la máquina de vapor a los transportes: los buques. El
tercer elemento es producto de un invento totalmente novedoso, el telégrafo, que señala que
en lo relativo a la tecnología se está a punto de dar un nuevo salto adelante. La combinación
de los ferrocarriles, los buques de vapor y los cables del telégrafo unifica el mundo permitiendo
que el traslado de personas, el tráfico de mercaderías y la transmisión de informaciones
achicaran el planeta como nunca antes se había pensado. Un observador de la época
comparaba la importancia de este proceso con los descubrimientos de Colón y las conquistas
de Cortés y Pizarro. Si el comercio mundial se había duplicado entre 1800 y 1840, entre 1850 y
1870 había aumentado el 260 por ciento. Se vendía todo lo que se pudiera y no había
demasiados escrúpulos sobre las mercaderías. Por ejemplo, Inglaterra presionó a China hasta
con una guerra para que admitiera la compra de una droga que se traía desde la India, el opio.
En 1860, después de ocupar Pekín e incendiar el Palacio de Verano, los ingleses lograron que
el Emperador aceptara la entrada regular de opio dentro de sus fronteras. La comparación con
la sangrienta conquista de Pizarro quedaba totalmente justificada.
Otro aspecto que impulsó el comercio en la época fue el descubrimiento de nuevos yacimientos
de oro en California, Australia y otras regiones. Aunque el ingenio aplicado a las finanzas había
llevado a crear nuevos medios de pago como el cheque, la abundancia de oro permitió que el
crédito se mutiplicara. En siete años, la cantidad de oro en el mundo aumentó entre seis y siete
veces y contribuyó a crear un sistema monetario estable. La moneda “universal” de la época (el
equivalente al dólar en nuestros días) era la libra esterlina. Los billetes de libras estaban atados
al “patrón oro” es decir que su cantidad sólo podía aumentar si crecía en la misma medida la
cantidad de oro con la que el Banco de Inglaterra garantizaba su valor. En los hechos,
cualquier poseedor de papel moneda podía cambiarlo por oro en el Banco si así lo deseaba.
Pero por otra parte, la “fiebre del oro” que desata el descubrimiento de los nuevos yacimientos
tiene la virtud de crear mercados de la nada. Hasta ese momento, aquellas zonas estaban
prácticamente deshabitadas pero se poblaron rápidamente a partir del descubrimiento y la
explotación de las nuevas minas. Esa población demandaba distintos tipos de bienes que
debían ser provistos y especialmente la zona del Pacífico se convirtió en importante en lo
económico. Algunas regiones bien ubicadas pudieron sacar buen partido de la nueva situación:
Chile, por ejemplo, se transformó en un buen exportador de bienes a California.
El conjunto de estas circunstancias favoreció la creencia entre economistas y políticos de que
la libre empresa y el libre comercio eran la llave del progreso tan ansiado. Si bien estas ideas
eran muy apreciadas en el país más adelantado de la época que era Inglaterra y en aquellos
que se estaban incorporando al exclusivo club de los países ricos como Francia y Bélgica, lo
aparentemente curioso es que los más fanáticos defensores del liberalismo económico eran
aquellos reinos absolutistas donde imperaba el autoritarismo político. Sin embargo, el éxito en
estos lugares no era tan extraño como parecía a primera vista: era allí donde había más
barreras contra las que se debía actuar para desencadenar la modernización.
Por otra parte, el liberalismo económico parecía bueno para todos. Aquellos países que
producían materias primas se encontraban de pronto con que sus bienes eran demandados en
grandes cantidades y que con el producto de las ventas podían comprar artículos a los que
antes no tenían acceso. Por otra parte, entre las exportaciones inglesas estaban los
ferrocarriles y el hierro, que facilitaron la industrialización de un puñado de países, aunque
algunos de ellos no compartía el general coro de aprobación al liberalismo económico.
Entre las pocas voces disidentes se destacaba el alemán Friedrich List, quien decía en 1841:
“En una época en que el arte de la mecánica ejerce una influencia tan fuerte sobre la guerra,
en la que todas las operaciones militares dependen en un grado muy elevado de la situación
del tesoro público, en que la defensa del país está más o menos asegurada según que la masa
de la población sea rica o pobre, inteligente o estúpida, enérgica o sumida en la apatía, según
que sus simpatías pertenezcan sin reserva a la patria o sean adquiridas en parte en el
extranjero, según que pueda armar mayor o menor número de soldados, en esta época, más
que nunca, las manufacturas deben ser consideradas desde un punto de vista político.”
Estas ideas tuvieron una amplia influencia en Alemania, cuyo crecimiento económico se hizo
con la protección del Estado. Pero no solamente allí: también los EE. UU. llevaron adelante una
política de este tipo hasta convertirse en potencia.
Si bien se ubica el comienzo de la llamada Segunda Revolución Industrial en torno a 1870, las
innovaciones más significativas que van a caracterizar esa nueva etapa de transformaciones se
inventa o descubre en las dos décadas anteriores. En esta nueva etapa el acero (un metal
menos quebradizo que el hierro) cumplirá un papel muy importante. El problema era abaratar
su producción para poder emplearlo en forma masiva. Las técnicas para obtener estos
resultados se inventaron antes de 1870: el convertidor de Bessemer (1856) y el horno
regenerativo de Siemens - Martin (1864). Con estos nuevos procedimientos están dadas las
condiciones para que el acero reemplace en forma definitiva al hierro forjado.
De alguna manera, podríamos decir que estos inventos son importantes desde el punto de
vista económico pero que no son más que la continuación del tipo de innovación tecnológica
que se había producido desde el comienzo de la Primera revolución Industrial. Pero en esta
época se desarrollan también un tipo nuevo de industria: la química y la eléctrica. Aparecen los
colorantes artificiales y el telégrafo. Una de las diferencias importantes de este nuevo tipo de
actividades es que ya no son el campo de experimentación de artesanos ingeniosos y prácticos
sino que estarán mucho más relacionadas con la ciencia y la investigación.
La entrada de la ciencia en la industria tuvo una consecuencia importantísima: en lo sucesivo,
el sistema educativo jugará un papel estratégico en el desarrollo y la educación (primaria,
secundaria, universitaria) comenzó a ser un problema del que debía preocuparse el Estado si
quería tener posibilidades de modernizarse. Esta era otra cuestión que no podía dejarse librada
al mercado.
Otros aspectos de los cambios que se avecinaban hacia 1870 pueden verse en los
acontecimientos de las dos décadas anteriores. Uno de ellos es la utilización de materias
primas que no se encontraban en los países desarrollados como el caucho. Este material se
traía de Brasil en grandes cantidades para la fabricación de elásticos e impermeables. Más
importante será en poco tiempo el petróleo, que se convertirá el combustible de la Segunda
revolución cuya producción se multiplicará en este período. También deben tenerse encuentra
los cambios en los procedimientos de producción con la aparición de la línea de montaje (que
permitía el transporte del objeto que se produce de una operación a otra para disminuir el
tiempo de fabricación y abaratar su costo). Estados Unidos lleva la delantera en este nuevo
método y en la producción en masa. En 1855 los norteamericanos habían fabricado cuatro
cientos mil relojes de bolsillo de latón; el revolver Colt y el rifle Winchester se fabricaba para
abastecer a los tres millones de soldados de los estados del Norte y del Sur en la Guerra de
Secesión; las máquinas de coser y de escribir también comenzaron a fabricarse en grandes
cantidades.
Todo esta “fiebre de progreso” parece detenerse para siempre en 1873. En realidad, en 1857 el
ritmo económico había disminuido pero en 1860 la actividad había vuelto con más intensidad
todavía y todo se había olvidado hasta el estallido de la crisis. Pero “crisis” ya no es, como lo
era todavía en 1848, hambre por no poder producir los alimentos suficientes. Es, en cambio, la
imposibilidad de vender todo lo que se había fabricado y, como consecuencia, la caída de los
precios. Entonces, en las bolsas de valores las acciones bajan y algunas fortuna se
desvanecen en el aire; en las fábricas debe disminuir la producción porque no se puede vender
lo que había producido en exceso y algunos empresarios quiebran. Pero si esto ocurre, se
contrata menos mano de obra, se extiende el castigo de la falta de trabajo y el drama de la
desocupación sobre los sectores más pobres. Además, otra cuestión nueva se produce: la
crisis se extiende como una mancha de aceite por todo el mundo. En nuestro país, por ejemplo,
cuando el Presidente Avellaneda asume la presidencia de la Nación en 1874 debe anunciar la
reducción de los sueldos de los empleados estatales para poder pagar los intereses de los
préstamos tomados en el exterior.
Por la negativa, queda también demostrado que el capitalismo ha triunfado y que ha unificado a
las economías en una única economía mundial. Como dice Eric Hobsbawm, “En lo sucesivo, la
historia sería historia del mundo.”
La Segunda Revolución Industrial y el impacto de la nueva tecnología
Para ejemplificar acerca de la profunda ruptura de la continuidad histórica que se produjo
como consecuencia de los cambios que ocasionó la denominada Segunda Revolución
Industrial, el historiador Geoffrey Barraclough nos propone realizar un viaje en el tiempo. El
viaje consiste en subir a la máquina del tiempo a un hombre de nuestros días (alguien como
cualquiera de nosotros) y hacer que retroceda y baje en distintos momentos del pasado hasta
llegar al último momento en que la vida cotidiana le resulte familiar. Así, nuestro nuevo viajero
no tendría problemas en la rutina de la vida diaria en 1980, 1970, 1960... ¿Cuál es el punto
último de este viaje en que el mundo le resulta similar a aquel de donde viene? Para este autor,
esa última fecha es alrededor de 1900. El factor más evidente para separar la edad antigua de
la nueva es el impacto del progreso científico y tecnológico en la sociedad.
Hacia 1900, muchos de los objetos de nuestra vida cotidiana (o algunos de sus antepasados
que podríamos utilizar sin problemas) están en uso. Por ejemplo: el teléfono, el micrófono, la
lámpara eléctrica, el motor de combustión interna, la bicicleta, las primeras fibras sintéticas y
los primeros plásticos, la máquina de escribir, el gramófono (el primer aparato que podía
reproducir los sonidos de un disco fonográfico) y los principios que permitirían desarrollar la
aviación después de 1914. Sin duda que el mundo era distinto al actual, pero según el autor, lo
que más nos llamaría la atención sería su parecido con el nuestro. En cambio, si el viaje en el
tiempo terminara en 1870 lo que nos asombraría serían sus diferencias, aún si
desembarcáramos en la muy industrializada Inglaterra.
No sólo se trataba de una avalancha de nuevos inventos, sino que la mayoría de ellos era el
resultado de nuevos materiales, nuevas fuentes de energía y, sobre todo, de la aplicación de
los conocimientos científicos a la industria. Pero la relación entre la ciencia, la industria y las
invenciones presenta otra diferencia con los inicios de la industrialización.
En los primeros tiempos de la Revolución Industrial un invento se realizaba cuando la demanda
económica era evidente y casi irresistible. Es el caso de las distintas máquinas para tejer e hilar
algodón que permitían aumentar rápidamente la producción para satisfacer a un mercado
hambriento de esos productos. Pero en esta segunda etapa el mecanismo se invierte. Nadie
podía suponer la posibilidad de hablar por teléfono o de enviar mensajes telegráficos antes de
que se inventaran. El invento precede a la demanda y, además, la crea. Podríamos decir que
cada invención crea dos cosas: el objeto inventado y sus propios consumidores. Y esta es una
característica que se va incrementando con el correr del tiempo. Pongamos un ejemplo.
¿Quien puede haber necesitado antes de su invención de un televisor o de una
videocassetera?
La siderurgia fue una de las industrias pioneras de la nueva etapa de modernización
económica. Ya comentamos cómo con los nuevos procedimientos el acero se transformó de un
metal semiprecioso en un producto tan barato que reemplazó con ventajas al hierro y sirvió
para construir enormes puentes o la estructura de los rascacielos, entre otros usos que
cambiaron el aspecto de las ciudades. Si la producción mundial de acero era de 80.000
toneladas en 1850, para 1900 había llegado a los 28 millones de toneladas. Al mismo tiempo
mejoró la calidad del metal en gran medida con el descubrimiento de que adicionándole níquel
aumentaba su dureza. También se abarata la producción del aluminio con la introducción de
procedimientos electrolíticos que permiten desde 1886 su producción comercial. Muy pronto,
este material sería la base de la naciente industria aérea.
Estos adelantos estuvieron relacionados con progresos aún más importantes por su impacto en
el conjunto de la economía: la introducción de la electricidad como fuente de luz, de calor y de
energía y la transformación de la industria química. La importancia de las industrias eléctrica y
química de fines del siglo XIX se debe a dos circunstancias: fueron las primeras que surgieron
de los descubrimientos científicos y su influencia en el resto de las industrias fue muy rápida y
profunda.
El petróleo, por su parte, era una fuente de energía equivalente al carbón y la electricidad. Pero
además de su importancia directa, tuvo al menos tres efectos de gran trascendencia. El
primero es que promovió el desarrollo de la química con la elaboración de subproductos y la
petroquímica se transformará en un campo fundamental de la nueva industria. El segundo es
que impulsa nuevas formas de organización empresaria muy distintas a las de la Primera
Revolución Industrial. La fundación en EE. UU. de la Standard Oil por Rockefeller es un
símbolo de los nuevos tiempos. En 1897, esta compañía tenía una sucursal en cada pueblito
norteamericano desde el Atlántico al Pacífico y las bases para el desarrollo de la industria del
automóvil estaban echadas. Por último, porque la necesidad creciente de petróleo empujará a
buscarlo aún en los lugares más remotos y las consecuencias de ello también serán notables.
El impacto de la electricidad no fue menor. A mediados del siglo XIX nadie podría haber
anticipado que el uso de la energía eléctrica en gran escala sería posible pero una serie de
inventos se fueron encadenando hasta hacerlo posible pocos años después. En 1867 Siemens
inventó la dínamo; en 1879 Edison creó la lámpara incandescente; en 1882 se inaugura la
primera usina eléctrica en Nueva York. Cuando el uso de la nueva energía se difunda no
resultará exagerado decir que el mundo había cambiado.
Pero los progresos no se limitan a estos campos. La medicina, la higiene y la nutrición serán
otros aspectos donde la Segunda Revolución hace manifiesta la relación entre la ciencia, la
industria y la vida cotidiana. Aunque se habían descubierto bastante antes de 1870, tanto el
cloroformo como el uso de antisépticos comenzó a generalizarse alrededor de esa fecha. La
razón por la que la medicina se mantenía en un atraso relativo hasta ese entonces era
(además de los prejuicios que ponían obstáculos para tratar todo lo que estuviera relacionado
con el cuerpo humano) que la modernización de los productos farmacéuticos tenía que esperar
a que se produjesen otros adelantos en el campo de la química. La gran edad de la
bacteriología arrancó en 1870 y quedó ligada a los nombres de Pasteur y Koch. Su gran
avance estuvo relacionado con el de la industria: el desarrollo de nuevos tintes para las telas
permitió descubrir una amplia gama de bacterias por procedimientos diferenciales de
coloración. La microbiología, la bioquímica y la bacteriología surgieron con gran fuerza
alrededor de 1900: las vitaminas y las hormonas se descubren en 1902; el primer antibiótico se
produce en 1909 y la identificación del mosquito transmisor de la malaria se logra en 1897. En
1899 se pone en venta la aspirina. Al mismo tiempo, la anestesia, el uso generalizado de las
técnicas antisépticas y asépticas revolucionaron la medicina.
También hubo importantes avances en la provisión de alimentos. Como subproducto de los
nuevos procedimientos para obtener acero aparecieron los primeros fertilizantes artificiales.
Como resultado de las investigaciones de Pasteur, la pasteurización de la leche para consumo
se hizo corriente desde 1890. La industria de conservas se vio favorecida por los nuevos
procesos para la fabricación de hojalata y la venta de vegetales en conserva aumentó de
cuatrocientas mil cajas en 1870 a cincuenta y cinco millones en 1914.
La posibilidad de mantener víveres aptos para el consumo y la baja de los precios de los
alimentos en general favoreció el crecimiento de la población mundial. El abastecimiento
estaba asegurado por la terminación de las grandes vías ferroviarias, el desarrollo de los
buques a vapor de gran tonelaje y el perfeccionamiento de las técnicas de refrigeración.
Aparecen los trenes frigoríficos (que permitieron, por ejemplo, llevar reses congeladas de
Kansas City a Nueva York) y los barcos frigoríficos que hacían posible transportar carne de un
continente a otro. Desde 1877 Argentina aprovechó este sistema y comenzó a abastecer a
Europa. A partir de 1874, los Estados Unidos proveyeron a Inglaterra de más de la mitad del
trigo que consumía. En 1869 se concluyó el canal de Suez y la distancia entre Europa y Oriente
se redujo sensiblemente. El té de la India y el café de Brasil aparecen en grandes cantidades
en los mercados europeos mientras que nuestro país se transforma en el primer exportador de
carne. La combinación de todos estos cambios va a producir una nueva revolución en los
métodos de alimentar a una población industrializada y urbanizada. También promoverá la
formación de un orden mundial para organizar la producción.
Desde puntos de vista antagónicos se advertía la importancia de los cambios que se estaban
produciendo. Marx y Engels decían en 1848 en el Manifiesto Comunista: “Mediante el rápido
mejoramiento de todos los instrumentos de producción y los inmensos medios de comunicación
facilitados, la burguesía conduce a todas las naciones, incluso a las más bárbaras, a la
civilización... En una palabra, crea un mundo a su propia imagen.” Por su parte, el Presidente
de los Estados Unidos, Gral. Ulysses Grant, subrayaba la magnitud de los cambios y los
interpretaba con un exceso de optimismo, en un discurso al Congreso en 1873: “Como quiera
que el comercio, la educación y la rápida transición del pensamiento y la materia lo han
cambiado todo mediante el telégrafo y el vapor, creo más bien que el gran Hacedor está
preparando el mundo para que sea una nación, hable un idioma y sea una perfección completa
que haga innecesaria los ejércitos y las armadas.”
Grandes ciudades, grandes industrias y una economía mundial
Los cambios tan extendidos y profundos en la tecnología afectaron, naturalmente, al conjunto
de la sociedad industrializada, que todavía hasta la Primera Guerra Mundial estará limitada a
Europa y los EE. UU. El Japón, que ya había comenzado el camino de transformarse en un
país “moderno”, no podía ser considerado todavía como la gran potencia en la que se
transformaría en poco tiempo.
Como ya dijimos, la Segunda Revolución Industrial no es sólo una mayor cantidad de regiones
industrializadas sino - sobre todo - un cambio cualitativo de las transformaciones que dará
como resultado un mundo de características nuevas.
Una de las primeras transformaciones a tener en cuenta en una descripción del mundo que se
forma con la Segunda Revolución Industrial es que las nuevas industrias que se desarrollan
desde 1870 requieren de un tipo de organización empresarial distinta. Si la pequeña empresa
de propiedad familiar había sido característica del crecimiento revolucionario de Gran Bretaña,
las particularidades de las industrias desarrolladas en la segunda etapa favorecieron la
concentración empresaria y la formación de sociedades anónimas por acciones. Al ser
necesaria una cantidad de dinero que superaba a las posibilidades de un inversor individual, el
capital se integraba por acciones, títulos que representaban partes iguales del valor de la
empresa. El control se lograba comprando la mitad más uno de esas acciones o haciendo
acuerdos con quienes las tuvieran. Esta mayoría podía así nombrar a quienes iban a dirigir la
empresa y fijar sus políticas. Un ejemplo de estas nuevas condiciones se da en la industria del
acero y en los ferrocarriles. Para la construcción de altos hornos o para el tendido de los rieles
se requerían grandes cantidades de capital para comprar las maquinarias y equipos necesarios
y grandes cantidades de mano de obra para instalarlos.
Por otra parte, la “gran depresión” que comienza en 1873 y se prolonga a 1895 favorece la
formación de empresas de gran envergadura, más resistentes a los altibajos de la economía
que las pequeñas. La crisis, al favorecer la racionalización y la concentración, era un estímulo
irresistible para la formación de trusts y de empresas reunidas. Ese proceso de concentración,
una vez puesto en marcha, se extendió en forma inevitable. Los “gigantes” como la Standard
Oil de Rockefeller, que monopolizaba la extracción, la distribución y la venta de petróleo y de
sus derivados, son el símbolo de la nueva empresa. En Alemania, la gran empresa de acero
Krupp empleaba sólo a 122 hombres en 1846, a 16.000 en 1873 y a 70.000 en 1913. En los
Estados Unidos, Andrew Carnegie producía en 1901 más acero que toda Inglaterra junta.
Entre 1880 y 1914, el número de empresas que ocupaban a 5 obreros o menos se redujo a la
mitad, pero el de las que empleaban a más de 50 o más personas se duplicó. Como
consecuencia, si contáramos el total de empresas hacia 1914 éstas serían menos que las que
se registraban en 1880, pero la cantidad de obreros que trabajaban en ellas era cuatro veces
más que las que empleaban las muchas pequeñas unidades productivas de fines del siglo XIX.
La necesidad de emplear a grandes cantidades de mano de obra favorece, por otra parte, la
concentración de gente en las ciudades. Las aldeas desaparecían y las ciudades aumentaban
su población. Pero, sobre todo, las que más crecían eran justamente las ciudades grandes.
Esto era resultado del crecimiento de la industria, pero también de otro fenómeno que no es
otra cosa que el resultado de la expansión del capitalismo y de la revolución de los transportes:
se importan cada vez más alimentos y materias primas agrícolas baratos de ultramar, lo que
influyó en la disminución de la cantidad de trabajadores empleados en el campo. Esos antiguos
campesinos emigrarán a las ciudades.
Además, las mejoras en la medicina y en la higiene producen una nueva reducción de la tasa
de mortalidad. La población de Europa creció en 30 millones de personas entre 1850 y 1870,
pero desde esa época hasta el final del siglo el aumentó se triplicó: 100 millones de nuevas
almas se habían agregado, sin contar a aquellos que habían emigrado a América. La mayor
parte del incremento de la población lo absorbían las ciudades. Antes de 1848, sólo París y
Londres tenían una población superior al millón de habitantes. Sesenta años después Berlín,
Viena, San Petersburgo, Moscú, Nueva York, Chicago, Buenos Aires, Río de Janeiro, Tokio,
Calcuta y Osaka tenían más de un millón de pobladores. Once grandes ciudades esparcidas,
además, por todo el mundo.
El incremento de la actividad industrial, de la población y su concentración en las metrópolis
produjo una necesidad de alimentos y materias primas que los países industrializados salieron
a aplacar por todo el planeta. La revolución en los transportes lo hacía posible: en el mundo
entero se instalaron ferrocarriles que permitieron sacar las mercaderías del interior de esos
países (ajenos hasta ese entonces al comercio internacional) hacia los puertos locales y, desde
allí, los buques de vapor se encargaban de transportarlos hasta el mundo industrializado. Por
supuesto, había un tráfico en sentido inverso: las potencias industriales vendían bienes
manufacturados a los fabricantes de bienes primarios. Para que pudieran comprar mercaderías
se les daba crédito y para que se tendieran las líneas férreas se les otorgaban préstamos a los
gobiernos de esas naciones o se invertían capitales que venían de los países industrializados
para obtener mayores ganancias en ese mundo todavía no explotado.
De esta manera se fue estructurando la división internacional del trabajo donde algunos países
producían bienes industriales y la mayoría alimentos y materias primas. La zona de los
productores de materias primas se extendió desde sus antiguas fronteras de mediados del
siglo XIX (los Estados Unidos, Rumania y Rusia) hasta nuevos y lejanos límites: Australia,
Argentina y Sudáfrica, regiones que se integraron al mercado mundial con el entusiasmo de
sus gobiernos.
La intervención del Estado en la Economía.
Si bien la moderna sociedad industrial había nacido en Gran Bretaña sobre la base de
que el gobierno no debía intervenir en la economía (aunque vimos que en la práctica esto era
sólo relativamente cierto), otros países que se esmeraron en imitar la primera experiencia de
industrialización no creyeron que fuera necesario copiar también el liberalismo económico.
Para algunos de aquellos que intentaban modernizarse el Estado, por el contrario, debía
cumplir un papel activo en el desarrollo de ese propósito, tal como lo planteaba Friedrich List en
1841. En El sistema nacional de política económica, el célebre economista alemán decía:
“Llegó a ser evidente para mí que, entre dos países muy adelantados, la libre
competencia no puede sino reportar ventajas a uno y a otro si ambos se encuentran en el
mismo desarrollo industrial, poco más o menos, y que toda nación retrasada por destino
adverso, con relación a la industria, al comercio y a la navegación... debe, ante todo, extremar
sus esfuerzos a fin de llegar a ser capaz de competir con las naciones que se le han
adelantado.”
La intervención del Estado en la economía no era un fenómeno contrario a la
naturaleza como decían los liberales, ya que el Estado es parte de la sociedad y refleja de
alguna forma los intereses de los sectores que están representados en él. Esto no quiere decir
que siempre muestre de manera exacta el reparto del poder dentro de una sociedad. En la
Inglaterra de gran parte del siglo XIX, la autoridad política y la influencia de la clase media
industrial fue muy inferior a su poder económico. De todas maneras, la idea de que el Estado
es algo esencialmente distinto a la sociedad y que por ello no es conveniente que se entrometa
en la economía es discutible desde varios puntos de vista, Además, podemos decir que una
separación entre Estado y economía tal como la presentaban los liberales más extremos nunca
se cumplió en los hechos en país alguno.
Las formas que toma la intervención estatal, por el contrario, pueden ser muy diversas.
En primer lugar, el Estado puede ocuparse de remover los obstáculos que impiden la
modernización, como reorganizar el pago de impuestos, mantener un sistema legal ordenado y
en algunos casos (como en los de Italia y Alemania) hasta lograr la unificación política del país.
En segundo término, hay ciertas iniciativas que aunque son fundamentales para que un país se
desarrolle económicamente no son rentables para empresarios individuales. Este es el caso de
la creación de un sistema educativo, la inversión en una red de carreteras o en un plan de
regadío. Todas esas cuestiones deben ser solucionadas como un requisito para que
posteriormente las empresas puedan establecerse y desarrollar sus negocios en forma
rentable. Finalmente, el Estado puede proteger a determinadas industrias, ofrecer subsidios,
privilegios o garantías con el fin de promover algunas actividades. Esto último ocurrió en todos
los países (salvo en Gran Bretaña) para promover la instalación de ferrocarriles, un negocio
considerado estratégico por las naciones y de dudosa rentabilidad para los empresarios si se
dejaba librado exclusivamente a la iniciativa privada..
El Imperio Alemán
En el caso de Alemania todas estas formas de intervención pueden comprobarse. A
mediados del siglo XIX, Alemania no existía aún como entidad política sino que estaba dividida
en algunas decenas de pequeños reinos pero ya podía verse que la unificación (un reclamo
que los pueblos germánicos habían sostenido como bandera en la Revolución de 1848) sería el
resultado de quien pudiera imponerse entre dos grandes rivales: Austria y Prusia.
Los prusianos fueron los triunfadores y lograron su objetivo mediante una serie de
guerras, pero la principal clave de su victoria estuvo en su política económica. En 1843, crean
la Unión Aduanera (Zollverein), aboliendo el complejo número de aranceles que debían
pagarse en los límites
de las ciudades y de las provincias sustituyéndolos por una tarifa
aduanera única para el interior de los reinos germánicos. Prusia logró que la mayoría de los
estados alemanes se unieran al Zollverein y se preocupó por dejar afuera de la unión a Austria.
El área de libre comercio creada de esta manera cubría aproximadamente las cuatro quintas
partes del territorio alemán y abarcaba a unos 33 millones de personas.
El Zollverein fue un ejemplo clásico de la creación de un mercado por parte del Estado
y estimuló en forma considerable la actividad privada. Tuvo también consecuencias políticas
muy importantes: la unificación del mercado precedió a la unificación de las instituciones,
fortaleció a Prusia y preparó la derrota de Austria en la década de 1860.
La otra pata en la que se apoyó el triunfo prusiano en el propósito de concretar la
unificación política estuvo en los ferrocarriles. Aunque en la región que luego sería Alemania
las líneas eran algunas de propiedad privada y otras de propiedad estatal, en lo que se refería
exclusivamente a Prusia no existió la propiedad del Estado sobre los trenes hasta la década de
1840. Pero cuando las dificultades financieras obligaron al gobierno a realizar inversiones y
conceder garantías a las compañías privadas, el reino de Prusia no dudó en hacerlo. El primer
ferrocarril prusiano de carácter estatal se inauguró en 1847 y a partir de entonces el gobierno
extendió rápidamente su control a amplios sectores de la red ferroviaria.
En 1870 nació el Imperio Alemán bajo la hegemonía de Prusia, cuyo rey se transformó
en el emperador de Alemania. Como una prueba de su poderío venció a Francia en la guerra
de 1870 - 1871. La creación del nuevo Estado tenía como base las fuerzas de su crecimiento
económico. El Zollverein y el ferrocarril (los dos prerrequisitos necesarios para unificar el
mercado) dieron forma al nuevo Imperio.
Pero una vez unificada, Alemania se lanzó a luchar por quitarle el predominio a Gran
Bretaña. Este objetivo no era fácil, considerando que los ingleses le llevaban cien años de
ventaja. Sin embargo, los alemanes se concentraron en las industrias más modernas,
especialmente en la de colorantes sintéticos hasta convertirse en los primeros productores y
exportadores mundiales. Hacia 1900 Alemania dominaba el 90 por ciento del total del mercado
de colorantes.
Esta industria era un signo de cómo habían cambiado los tiempos. Por una parte
porque requería de la concentración de grandes capitales, y los germanos llevaban la delantera
en esa tendencia: las seis firmas alemanas más importantes tenían inversiones de 2 millones y
medio de libras, en tanto que el total de la industria inglesa llegaba apenas a medio millón. Por
otra, porque no estaba al alcance de “hombres ingeniosos” sino que su desarrollo estaba en
manos de científicos. Desde mediados del siglo XIX los alemanes habían tomado la delantera
en el desarrollo de la química orgánica y esa ventaja se notaba en el desarrollo de su industria.
El liderazgo industrial se puso en manos de los científicos no de los financieros. Incluso los
bancos tenían sus propios consejeros científicos.
A partir de 1880, la industria de tintes sintéticos dio pie al desarrollo de la industria
química sintética en general. Se la fabricaron de fármacos como la aspirina, la novocaína, el
veronal (el primero de los barbitúricos), el salvarsan (el primer antibiótico), la sacarina (el primer
edulcorante sin calorías), y una multitud de otros descubrimientos. En todos los casos
Alemania tomó la iniciativa.
También hubo otros motivos para que el desarrollo económico alemán
se viera
favorecido. Por una parte, los descubrimientos referidos al abaratamiento del acero como los
inventos de Bessemer y Siemens les resultaron útiles. Pero el procedimiento inventado por
Thomas y Gilchrist que hizo posible la utilización de los yacimientos con alto contenido de
fósforo le permitieron utilizar los yacimientos de Lorena y transformarse de esta manera en una
gran productora de acero. La banca alemana, por otro lado, se consideraba como un auxiliar de
la industria y el comercio y proporcionaba créditos baratos para fomentar su desarrollo.
Además, el Estado favorecía la formación concentraciones empresarias para acordar el reparto
de beneficios y formar grandes unidades productivas que eliminaran que de esa forma
eliminaban la competencia, a las que se denominó cárteles y que fueron características de
Alemania, como el Cártel Renano - Westfaliano del carbón. Por último, el sistema educativo
alemán en lo referido a la educación técnica fue el más adelantado de la época y un elemento
clave en el desarrollo germánico.
Un estudioso de los efectos económicos de la tecnología, Samuel Lilley, plantea la importancia
de la nueva relación entre ciencia, industria y educación , ejemplificándolo con el caso de la
modernización alemana: “...la historia de la industria de los colorantes dio una lección que se
ha venido repitiendo a menudo desde entonces: para mantener los progresos tecnológicos... la
industria no sólo tenía que echar mano generosamente de la ciencia... sino también del sistema
educativo que proporcionara los científicos e ingenieros experimentados que deben
establecerse con una generación de adelanto.”
Estados Unidos
Los Estados Unidos seguían siendo un país esencialmente agrícola hacia mediados del
siglo XIX, cuando se completa la expansión territorial que llevó sus fronteras al territorio que
ocupa actualmente. Después de una desastrosa guerra entre 1848 y 1853, México cedió una
gran parte del sudeste: California, Arizona, Utah y regiones de Colorado y Nuevo México. En
1867 Rusia vendió Alaska. El país que queda así conformado es potencialmente más rico que
cualquier otro por la extensión de tierras fértiles y por la cantidad y variedad de recursos
naturales.
Otro acontecimiento de gran importancia para la evolución posterior de los EE.UU. fue
la Guerra de Secesión entre 1861 y 1865. La guerra civil entre los estados del norte y del sur
no sólo fue un enfrentamiento entre propietarios esclavos y empleadores de mano de obra
libre. También se trató de la lucha entre el modelo exportador librecambista del sur y el
proyecto proteccionista centrado en el desarrollo del mercado interno de los norteños. El
resultado final fue que el proteccionismo predominó en el conjunto de los Estados Unidos y
marcó el compás de su posterior crecimiento.
Para que la producción se incrementara era necesario también que aumentara la
población. Los EE.UU. se transformaron en un polo de atracción de todos los desposeídos de
Europa que veían en esa república una tierra de oportunidades donde - según creían los que
allí emigraban - un hombre sin un centavo podía cambiar su suerte en una sociedad abierta.
¿En qué otro lugar una ciudad de 30.000 habitantes como era Chicago en 1850 podía llegar a
superar el millón de habitantes en sólo cuarenta años? Y no sólo esto había ocurrido sino que
era probable también que algo similar se repitiera. Los inmigrantes se multiplicaban y las líneas
férreas no paraban de crecer. La población se duplicó entre 1860 y 1890 y los ferrocarriles eran
los más extensos del mundo (79.200 kilómetros en 1870).
La combinación de proteccionismo y crecimiento geométrico de la población produjo un
fenómeno notable: un crecimiento económico basado en un mercado interno que permitía, sin
embargo, la perspectiva de producir en masa en casi todas las industrias. Detrás de sus tarifas
proteccionistas, los Estados Unidos conformaban dentro de sus fronteras la mayor área de
librecomercio del mundo. La rapidez de su industrialización se refleja en cualquier cifra que
tomemos para la comparación. Si se lograron sacar menos de 15 millones de toneladas de
carbón en 1860, en 1890 se extrajeron 160 millones y 500 millones en 1910. La producción de
hierro en lingotes se triplicó entre 1850 y 1870 y se quintuplicó entre 1870 y 1900. Si la
obtención de acero era todavía inferior a la de Gran Bretaña en la década de 1880, para 1913
producía cuatro veces más que los ingleses.
En 1913 los norteamericanos tenían el primer puesto en la producción mundial de
hierro, acero, carbón, cobre, plomo, cinc y aluminio y el segundo en la de oro y plata. Estos
recursos facilitaron el desarrollo de la industria mecánica en todo el país. Entre ellas se destacó
una que cambiaría la fisonomía primero de los EE.UU. y luego del mundo: la industria
automotriz, cuyo centro fue Detroit y que desde 1905 relacionó a distintos sectores (la madera,
el caucho, el acero) en una industria que creció explosivamente en los primeros años del siglo
XX. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, los Estados Unidos producía 485.000 autos por
año y Ford era una de las fábricas más modernas del mundo con nuevos sistemas, métodos de
trabajo y producción. En 1908, Ford lanza al mercado su famoso modelo T, que tendrá la
particularidad de producirse utilizando la línea de montaje, a través de la cual los obreros van
realizando una serie de operaciones simples hasta obtener la fabricación del automóvil en un
tiempo mínimo. El empleo de la “máquina de hacer máquinas” en la producción del Ford T
permitirá a la vez disminuir los costos de su fabricación, reducir el precio de venta y aumentar
el salario de los obreros por el incremento fabuloso de las ganancias debidas a la mayor
cantidad de autos que se fabricaban con los nuevos métodos de trabajo. El precio de venta de
este modelo bajó hasta 440 dólares, lo que permitió incorporar al mercado una cantidad
notable de clientes. Así, la innovación tecnológica inventa - como dijimos antes - a sus propios
consumidores.
Un desarrollo tan notable como el anterior lo tuvo la industria eléctrica en los años ’80,
después de diez años de investigaciones puramente científicas. En 1878 se crea en Wisconsin
la Edison Electric Company, que inició la producción de energía eléctrica para el alumbrado.
Más tarde se trasladará para aprovechar los saltos de agua en vez de los yacimientos de
carbón. La Edison Electric Company se extendió a Europa donde fundó varias filiales. En 1890
se constituyeron la General Electric Company y la Westinghouse Electric Manufacturing.
Japón
El Japón era un país de economía rural, dominado por una aristocracia feudal y
totalmente aislado desde 1603. En 1852 una escuadra norteamericana obligó por la fuerza a
que se autorizara el comercio con el exterior. El temor que produjo la intromisión extranjera
condujo a una revolución política que culminó con la restauración del imperio en 1868.
En el imperio restablecido reinó la dinastía Meiji, que inauguró un gobierno centralizado,
autoritario y eficiente que fue el encargado de emprender la modernización económica.
Este proyecto no está separado de las consideraciones políticas. En la década de
1860, los oficiales de baja graduación - los samurais - entendieron que la tecnología occidental
no sólo traía riqueza sino también que le permitiría a Japón aumentar su poder en el ámbito
internacional. Decidieron terminar con el orden feudal para organizar un estado moderno y
promover una industrialización que permitiera sostener un ejército y una armada grandes. En la
cabeza de los samurais, la industrialización era un medio para fortalecer a su país
preocupándose a la vez de preservar sus tradiciones.
El Estado intervino en la economía de diversas formas: creaba nuevas industrias con
impuestos sobre las rentas agrícolas desde 1873 y luego con empréstitos extranjeros. Una vez
en marcha, las industrias se transferían a capitalistas privados en condiciones muy ventajosas.
Se formaron así los Zaibatsu, concentraciones verticales y horizontales que dieron a la
industria japonesa características particulares de gran fortaleza y concentración que no podían
compararse con la estructura más débil de las empresas europeas.
El comienzo de la utilización intensiva de máquinas se dio también en Japón en la
industria textil algodonera. El Estado importaba directamente las maquinarias de Europa y las
vendía a compañías particulares, sin intereses y a largos plazos de pago. El rápido desarrollo
que tuvo la industria de telas de algodón desbordó el mercado interior (el otro pilar del
crecimiento japonés era los muy bajos salarios pagados a los obreros) e impulsó la búsqueda
de mercados externos. La solución al problema se obtuvo con el triunfo sobre China en 1895,
lo que aseguró las exportaciones de telas japonesas a ese país y a Corea.
La industria pesada se desarrolló más lentamente por la escasez de hierro y carbón.
Desde 1891 se comenzaron a utilizar recursos hidroeléctricos y en 1892, se establecieron las
Acerías Imperiales de Kiu - Siu, obviamente estatales, para la construcción naval y de
armamentos. La producción de hierro y acero subió en forma vertiginosa.
Dependiente de la siderurgia nació la industria de la construcción naval y en vísperas
de la Primera Guerra Mundial, Japón contaba con la sexta flota mercante del mundo.
El caso de Francia ¿Un fracaso de la intervención del Estado en la economía?
La intervención del Estado en la economía comenzó en Francia en el siglo XVII. En
tiempos de Luis XIV, su ministro Colbert había puesto barreras a las importaciones, estímulos a
vender en el exterior y una serie de medidas para favorecer a algunas manufacturas que la
corona quería proteger para asegurar el aumento de la producción. Así crecieron, por ejemplo,
las porcelanas de Sevres, los tapices de los Gobelinos y los cristales de Baccarat. A pesar de
ello, no se produjo una industrialización “moderna”.
Sin embargo, esto no resulta sorprendente porque en el siglo XVII faltaba una
condición necesaria para la Revolución Industrial: la maduración del capitalismo.
A fines del siglo siguiente se produce la Revolución Francesa, que fue interpretada por
la mayoría de los historiadores como un movimiento por el que la burguesía completaba su
ascenso, tomando el poder político y desplazando a la aristocracia como la clase dirigente de la
sociedad. Algunas medidas tomadas por los revolucionarios, como la eliminación de los
gremios y la libertad de contratación, apuntan en ese sentido. Pero, a pesar de todo, la
industrialización tarda en llegar casi otros cien años. En Francia se generalizan las fábricas y
se desarrolla la producción fabril alrededor de 1870.
Esta lentitud desconcertó durante mucho tiempo a los historiadores que partían de la
base de que para que la industrialización triunfara debía producirse una ruptura relativamente
rápida con el sistema de producción artesanal, debía producirse un éxodo del campo a la
ciudad y que esa mano de obra se concentraría en fábricas donde el papel central en la
fabricación de las mercaderías lo cumplirían las máquinas. Algunos testimonios permitían
sospechar que buena parte de los hombres de negocios no se interesaba en modernizar su
producción. El barón de Rothschild, un astuto banquero, decía en el siglo XIX una frase que
resultó desconcertante para los historiadores de la economía: “Hay tres caminos para perder la
fortuna: el juego, las mujeres y los ingenieros. Los dos primeros son los más divertidos pero el
último es, lejos, el más seguro.”
Sin embargo, desde hace unos años, se ha comenzado a analizar el caso francés utilizando el
concepto de protoindustrialización.
Uno de los autores que analiza el problema desde esta nueva perspectiva es Pierre
Cayez. Para Cayez, la clave del problema está en que no hay oposición entre artesanos y
fábricas ni entre campo y ciudad. Por el contrario estos pares, en este caso, se complementan.
La industria de Francia, dice el autor, fue una de las más importantes del siglo XIX y
luego no volvió a recuperar ese lugar. En la primera mitad de esa centuria, la industria francesa
era rentable de una manera atípica: parte del trabajo se realizaba en el campo y otra parte en
la ciudad. Los artesanos trabajaban por encargo de un empresario, cumplían su tarea y la fase
final se realizaba en la fábrica. Así, dice Cayez, en el campo había decenas de miles de
trabajadores y en las fábricas se concentraban sólo algunos miles pero campo y ciudad se
complementaban, estaban separados sólo geográficamente pero unidos en el sentido
económico. ¿Por qué esta realidad no se percibió antes? Por un juicio erróneo: se tendía a
pensar que el empresario era naturalmente innovador y que por eso incorporaba maquinarias
cuando la única tendencia “natural” de un hombre de negocios la de bajar sus costos y
aumentar sus beneficios. Lo más lógico para lograr estos propósitos era utilizar la mano de
obra más barata que podía contratar en el campo. Así, las industrias textiles de la lana y la
seda (entre otras) fueron rentables sin que se revolucionara la producción.
Este equilibrio se mantuvo hasta fines de la década de 1860. En esos años una crisis
agrícola profunda alteró ese orden. Las causas de la caída de la actividad son en su mayor
parte consecuencia de las nuevas condiciones generadas por la Revolución Industrial fuera de
Francia: la aparición en el mercado francés de la dura competencia de los productos de
ultramar (trigo norteamericano, lana australiana o argentina,
oleaginosas tropicales) y la
aparición de productos sintéticos que desplazaban a los naturales (los tintes sintéticos
desarrollados en Alemania que desplazarían a los naturales, entre ellos la granza y el pastel
que se producían en Francia). Esta nueva situación sólo podía encontrar una salida, ahora sí,
con el desplazamiento a las ciudades, desapareciendo de esta manera el trabajo barato del
campo para la industria.
A partir de 1880 el número de caballos de fuerza aplicados a la maquinaria de la
industria se incrementó notablemente. Por primera vez a lo largo del siglo, el aparato
productivo y no el sistema de transporte se convirtió en el primer cliente de los fabricantes de
máquinas de vapor. Al mismo tiempo aparecieron industrias nuevas que aprovechaban
inventos recientes u otros que no habían sido utilizados en forma sistemática. La construcción
de automóviles, la producción de energía hidroeléctrica y la puesta a punto de sus aplicaciones
metalúrgicas y químicas, la aplicación de algunos avances de la química a la producción de
material fotográfico, de placas sensibles y de películas fabricadas en serie en la década de
1890 por los hermanos Lumière aparecieron durante este período.
El impacto de la industrialización en la sociedad
La Revolución Industrial dejó de estar limitada a un país y en la segunda mitad del siglo
XIX ejerció una influencia mundial. En consecuencia, los efectos se dejaron sentir también por
el conjunto de las sociedades de todo el mundo.
El más generalizado de estos cambios fue el hecho de que las relaciones monetarias
se extendieron por todo el planeta y con ellas el pago en dinero del trabajo humano también se
universalizó. Tanto en las regiones industrializadas como en aquellas que no lo estaban, pero
que por influencia de este proceso se incorporaban al mercado mundial, el pago de un salario
se hizo la forma corriente de retribuir a los trabajadores. Pero donde el número de asalariados
se multiplicó fue en aquellos países que se incorporaron a la Revolución Industrial entre 1870 y
1914.
En estas regiones la industria mecanizada tomó el primer lugar en el empleo de mano
de obra. La agricultura aumentaba la productividad y requería cada vez menos brazos en el
campo. Los artesanos no podían competir con la producción más rápida y más barata de las
máquinas. Las grandes industrias reemplazaban a los talleres y aún a las industrias pequeñas.
Los inmigrantes llegaban de a miles de las zonas pobres de Europa a las regiones del Nuevo
Mundo donde esperaban mejorar su condición. El crecimiento vegetativo de la población
seguía aumentando.
El aumento de habitantes, la baja en la demanda de trabajo por el aumento de la
productividad y el papel protagónico que tenía la industria creó la sensación en los países
industrializados que una masa de obreros sin precedentes históricos constituían una parte
creciente de la sociedad, sin que se viera que este proceso fuera a detenerse. Se trataba de
una percepción realista: a fines del siglo XIX, aproximadamente las dos terceras partes de la
población ocupada en las ciudades de más de 100 mil habitantes estaba empleada en la
industria.
La certeza de que el número de trabajadores industriales seguiría creciendo generaba
la sensación de que se avecinaba un nuevo tipo de problemas. ¿Qué ocurriría si estos obreros
se organizaban como partido político y planteaban los reclamos de su clase?
Esto es lo que ocurrió en muy poco tiempo. En 1880 sólo existía un partido político
numeroso que defendía los derechos de los trabajadores, el Partido Socialdemócrata de
Alemania. En 1914, existían partidos socialistas de masas incluso en los EE.UU., donde su
candidato a presidente obtuvo un millón de sufragios, y en Argentina, donde el socialismo
consiguió en ese año el 10 por ciento de los votos. La extraordinaria rapidez con la que se
desarrollaron los partidos obreros se debió a que todos ellos, pese a las diferentes ideas que
alentaban, intentaban representar al conjunto de los trabajadores manuales que trabajaba a
cambio de un salario.
Representaban a esa clase en sus luchas contra los capitalistas y sus
Estados y su objetivo era crear una sociedad nueva que comenzaría con la emancipación de
los propios trabajadores - que se libertarían a sí mismos - y que culminaría con la liberación de
toda la especie humana con la única excepción de los explotadores.
Debajo de esta simplificación útil para la acción política, era fácil percibir las diferencias entre
quienes componían el proletariado y resultaba más apropiado referirse a ellos en plural como
“clases trabajadoras”. La existencia de algunas oficios exclusivamente masculinos (como los
caldereros de Londres) y otros fundamentalmente femeninos (como las tejedoras) o de trabajos
especializados (como el de tipógrafo) y otros no especializados (como el de albañil), fomentaba
más que la igualdad, la diferencia y en muchos casos la rivalidad entre los trabajadores. Las
diversidades más evidentes eran las de origen social, geográfico, de nacionalidad, religión
lengua y cultura. La inmigración masiva hacía que esta heterogeneidad apareciera y, aún, que
fuera explotada para mantener distanciados a los obreros y que no pudieran actuar en
conjunto. Esa situación fue característica de los EE. UU. donde la integración de los
inmigrantes era insuficiente, lo que se reflejaba en los barrios habitados exclusivamente por los
descendientes de personas de distintas nacionalidades, como el Barrio Chino de San Francisco
o la Pequeña Italia de Nueva York.
Otro aspecto donde se registraba esta diversidad era en la organización sindical. La
primera diferencia que es necesario establecer es entre lo que ocurría en Gran Bretaña y lo
que pasaba en el resto de los países industrializados. En Inglaterra los sindicatos fueron
legalizados entre 1867 y 1875 y lograron una serie de derechos que, pese a las quejas de los
empresarios y a las iniciativas de diversos gobiernos conservadores, no fueron disminuidos
hasta la década de 1980 bajo la administración de Margaret Thatcher. En los demás países los
sindicatos no eran fuertes y, en general, estaban más desarrollados en la industria pequeña y
mediana que en la de gran envergadura. Esta situación puede considerarse válida para
Francia, Alemania, Estados Unidos e Italia.
Sin embargo, tanto en Inglaterra como en las otras naciones, los mineros y los obreros
portuarios se caracterizaron por constituir sindicatos poderosos. Las huelgas generales que se
multiplicaron en los primeros años del siglo XX empezaron como huelgas en los muelles que
paralizaban completamente la economía.
A pesar de todo, las clases obreras se fueron unificando con el tiempo. En primer lugar,
los trabajadores se fueron cohesionando a través de la ideología, mediante la prédica de los
socialistas y los anarquistas. En segundo término, porque de hecho los obreros se encontraban
aislados en sus propios barrios en las grandes ciudades, cercanos a las fábricas y apartados
de las zonas céntricas. Paralelamente en las ciudades se iban organizando sectores
diferenciados para las distintas clases sociales con la aparición de distintos barrios y distritos
donde residían la clase media y la media baja.
Otro elemento que contribuyó a afianzar la propia identidad de los sectores
trabajadores fue la ruptura definitiva de su alianza con la burguesía que los había reunido en
las distintas revoluciones hasta llegar a la de 1848. Por una parte, esta ruptura se debió a que
los sectores más importantes de la burguesía triunfante se identificaron con las clases altas de
manera definitiva. Por otra, porque los reclamos de participación política de los asalariados
hacía evidentes las diferencias entre los reclamos del proletariado y los objetivos de la
burguesía. En cincuenta años, los burgueses pasaron del enfrentamiento con la aristocracia al
temor a la clase obrera.
A esto se agregó la aparición de sectores de trabajadores no manuales que se desempeñaban
en el sector de servicios de la economía, una clase media baja que se sentía separada de
quienes trabajaban con sus manos más que por el nivel de su salario por una cuestión no
económica: el hecho de no ejercer oficios manuales les permitía identificarse con la clase
superior y tomar distancia de los obreros, quienes sufrían de esta forma otra manifestación del
aislamiento.
Finalmente, una cuestión fundamental fue el reclamo al Estado de la transformación del
derecho de voto en universal, quitando todo requisito de ser propietario para poder ejercer ese
derecho. Por pequeño que fuera, el requisito de propiedad excluía a la mayor parte de los
trabajadores. Los movimientos socialistas lideraron estos reclamos. Más adelante se pusieron
a la cabeza de las demandas de leyes nacionales que aseguraran los objetivos obreros, como
la ley de una jornada de trabajo máxima de ocho horas.
A pesar de todo, en comparación con los primeros cincuenta años del siglo XIX, la
situación de los obreros hacia el 1900 era mejor y había esperanzas de que mejorara más.
Samuel Gompers resumía en 1909 cómo veían algunos la situación de la clase trabajadora.
“Ellos (los obreros europeos) creen que los grandes cambios sociales están próximos, que las
clases han bajado el telón sobre la comedia humana del gobierno; que el día de la democracia
está al alcance y que las luchas de los trabajadores conseguirán preeminencia sobre las
guerras entre las naciones que significan batallas sin causa entre los obreros.”
La Segunda Revolución Industrial y el imperialismo
La expansión del capitalismo, las transformaciones en el mundo industrializado y el
impacto de las de los cambios científicos y tecnológicos se hizo sentir también de otra manera:
entre 1875 y 1914 un nuevo proceso de incorporación de colonias se produce en el mundo.
En realidad, que los europeos buscaran colonias no era un hecho nuevo. Durante los
siglos XVI y XVII, primero los portugueses y los españoles y luego los franceses y los ingleses,
habían corrido una verdadera carrera en la ocupación de aquellos territorios donde podían
vencer a los nativos. Sin embargo, lo que sucede a fines del siglo XIX poco parece tener que
ver con esta primera etapa de expansión. Hacia 1830, la superficie de los imperios era menor
que la que ocupaban para 1700. Pero de pronto esa tendencia cambia: si en 1800 los europeos
ocupaban el 35 por ciento de la superficie terrestre, para 1878 esa ocupación alcanzaba al 67
por ciento y para 1914 controlaban el 84,4 por ciento del planeta. No cabía duda que se estaba
ante una segunda fase de la expansión.
Otros argumentos favorecían la idea de que se trataba de una nueva etapa del
imperialismo. Los viejos imperios estaban en América; los nuevos se encontraban en Asia,
África y el Pacífico. Las viejas colonias habían sido, en su mayor parte, colonias de
“asentamiento” en las que los emigrantes crearon nuevas sociedades; las nuevas eran colonias
de “ocupación”, donde una minoría blanca gobernaba a los nativos pero pretendiendo que ni
sus razas ni sus culturas se mezclaran. Por otra parte, la velocidad de la expansión era
asombrosa: si a los europeos les había llevado tres siglos ocupar la costa atlántica de América
y partes del litoral
del Pacífico (en los hechos, buena parte del interior del continente
americano estaba libre de la presencia de los blancos aún en el siglo XVIII), durante la segunda
parte del siglo XIX y la primera década del XX, impusieron un control efectivo sobre todas las
costas y todos los continentes. Finalmente, el “club” de las potencias coloniales había
aumentado su número a diez, incluyendo a una ex colonia, los Estados Unidos, que a fines del
siglo XIX se convierte también en potencia colonial.
¿Cómo puede explicarse este rebrote del imperialismo, a una velocidad y en una
magnitud que superaba todo lo que había ocurrido antes?
En primer lugar, la revolución industrial había creado un abismo entre los pueblos
industrializados y los no industrializados y se habían mejorado notablemente las
comunicaciones entre esos dos mundos. Además, las innovaciones técnicas y la nueva
organización de los negocios habían aumentado enormemente las posibilidades de explotar las
regiones “atrasadas”. Por otra parte, si en la Primera Revolución Industrial sólo un país, Gran
Bretaña, se había modernizado según las nuevas condiciones de la industrialización, en la
segunda etapa - cuando son varias las naciones que se incorporan a esa categoría - se
produce un nuevo problema: la competencia por mercados para vender sus producciones. El
impacto de la depresión económica entre 1873 y1896 impulsa en el mismo sentido. La industria
se veía acorralada por problemas urgentes que la lanzaban a la búsqueda de nuevos
mercados; las finanzas querían encontrar en esas regiones salidas seguras y rentables para
los capitales y, por último, el restablecimiento de barreras aduaneras para proteger los
mercados interiores (como en Alemania en 1879 y en Francia en 1892) aumenta la presión
para que las grandes potencias salgan a buscar colonias.
Por otra parte, la “división internacional del trabajo” había incrementado la dependencia
de las sociedades europeas respecto de sus colonias tanto en alimentos como en materias
primas. La imposibilidad de que una nación industrializada se bastara a si misma, favorece el
surgimiento
de
las
ideas
“neomercantilistas”,
que
trasladaban
el
problema
del
autoabastecimiento de los países a los imperios. Su proyecto para una potencia industrial es
que organizara su propio imperio colonial que formase una extensa y compleja unidad
comercial autosuficiente, protegida si fuera necesario por barreras aduaneras. Dentro de este
conglomerado, la nación madre proporcionaría bienes industrializados a cambio de alimentos y
materias primas. Chamberlain decía - y la opinión pública terminará admitiendo la idea no solo
en Inglaterra sino en todas las potencias - que “Hace tiempo que pasaron los días de las
pequeñas naciones; ha llegado el día de los imperios”.
Aunque en estas argumentaciones se mezclaban cuestiones de prestigio nacional,
especulaciones políticas y argumentaciones de carácter económico su importancia en el furor
de los países industrializados
por repartirse el mundo a fines del siglo XIX no debe ser
subestimado. Seguramente no fue el causante del nuevo imperialismo pero también es seguro
que estas ideas aceleraron el movimiento en favor de conseguir nuevas colonias.
El resultado de la expansión fue espectacular. En 1900 la civilización europea cubría la
tierra mediante las redes del imperialismo. Las potencias se repartieron África, un continente en
el que cabían veinte Europas. En 1876 sólo controlaban una décima parte del llamado
continente africano; diez años después ganaron cinco millones de millas cuadradas y
dominaron a sesenta millones de personas. En 1900 dominaban las nueve décimas partes de
su territorio.
La que sacó mejor tajada del reparto fue Francia que, además de sus posesiones en
otros lugares, ocupó tierras en África que equivalían a cuatro veces su superficie. En
comparación, lo que consiguió Alemania parece poco, sin embargo las colonias alemanas en el
continente africano e islas del Pacífico totalizaban 1.135.000 millas cuadradas con una
población de 13 millones de habitantes.
Los últimos en entrar en la carrera fueron los Estados Unidos. Si bien antes de la
Guerra de Secesión ya miraban con interés el Pacífico, los primeros indicios de su expansión
se registraron en las islas Hawai, que a partir de 1875 se habían convertido en los hechos en
un protectorado norteamericano. En 1887 los EE.UU. compraron Pearl Harbor como base
naval y en 1898 anexionaron formalmente la República de Hawai. El pensamiento del gobierno
de los Estados Unidos sobre el problema fue resumido en 1895 por Henry Cabot Lodge: “Las
grandes naciones están devorando rápidamente todos los lugares desocupados de la tierra con
vistas a su futura expansión y a su defensa actual; como una de las grandes naciones del
mundo, los Estados Unidos no deben quedarse atrás”. La ocasión para comenzar esa
expansión a gran escala fue la guerra con España en 1898. Como consecuencia de ese
conflicto se apoderaron de Guam, de Puerto Rico, de las islas Marianas, de las Filipinas y
establecieron un protectorado en Cuba. A partir de este momento se establecen las dos líneas
que seguirá su colonialismo: el Océano Pacífico y el Mar Caribe y, con la participación de la
nueva potencia, 1898 señala el triunfo definitivo del imperialismo.
Como dice Geoffrey Barraclough: “Desde el corazón de las nuevas sociedades industriales
brotaron fuerzas que modelaron y transformaron al mundo entero sin respeto a personas ni a
instituciones. Las condiciones de vida cambiaron fundamentalmente lo mismo para los
habitantes de las naciones industrializadas como para los extranjeros; surgieron nuevas
tensiones y empezaron a formarse nuevos centros de gravedad. Para fines del siglo XIX era
evidente que la revolución que había tenido epicentro en Europa era una revolución mundial y
que su ímpetu no podía frenarse ni detenerse ni en el terreno tecnológico, ni en el social, ni en
el político.”
Las teorías sobre el imperialismo de fines del siglo XIX
Uno de los fenómenos más discutidos de la historia de los últimos cien años ha sido la
expansión del imperialismo de 1870 a 1914. Las teorías que se han ensayado para explicarlo
son muchas y los autores que se han ocupado del tema muy numerosos. El criterio para
ordenar en términos muy generales esa controversia está relacionado con las explicaciones
que se brindan acerca de porqué se produjo la nueva oleada imperialista a fines del siglo XIX y
por qué hubo una aparente discontinuidad entre esta etapa de la expansión europea y la que
se había iniciado en el siglo XVI.
La primera línea explicativa es la que busca la explicación del problema en las
transformaciones que ocurren en el mundo industrializado. Estas teorías, que llamaremos
eurocéntricas, se pueden dividir en las que buscan las causas en las cuestiones económicas y
aquellas que privilegian las razones políticas.
Las explicaciones económicas, que fueron las más influyentes desde el punto de vista
político e historiográfico, parten de la premisa de que el imperialismo fue producto de los
cambios en las economías industrializadas capitalistas. Los países que se habían modernizado
económicamente encontraron necesario anexionarse grandes áreas ultramarinas porque les
resultaba indispensable para continuar con su crecimiento. En este punto, las teorías
económicas pueden subdividirse en dos. Por una parte, están las que consideran que el
objetivo económico fundamental era asegurarse mercados y fuentes de materias primas, a las
que podríamos englobar dentro del término imperialismo comercial. Por otro lado, las
explicaciones que sostienen que el propósito fundamental era invertir capitales en las nuevas
zonas, porque su abundancia en los países desarrollados había hecho disminuir los beneficios,
que - por el contrario - se mantenían altos en las regiones no industrializadas donde el capital
era escaso. A esta última corriente podemos llamarla del imperialismo de inversión de
capitales.
La segunda variante eurocéntrica es la de las explicaciones políticas. La aparente
discontinuidad de la expansión es considerada como producto del cambio de las condiciones
políticas y sociales de Europa a fines del siglo XIX y se dice que las colonias fueron exigidas
para ponerlas al servicio del poder, prestigio o seguridad del Estado más que al de la riqueza
de sus ciudadanos. En estas teorías también podemos considerar dos variantes. Las dos
relacionan al imperialismo con el fenómeno del nacionalismo, que tiene una gran repercusión
en la segunda mitad del siglo XIX (nos hemos referido a las unificaciones de Italia y Alemania
pero elementos nacionalistas también pueden percibirse fácilmente en el desarrollo industrial
de este país y de Japón). La primera línea de esta corriente considera que el imperialismo sale
del pensamiento oficial del gobierno, para conseguir bases estratégicas o como símbolo de la
importancia del propio país ante las otras naciones. Es el que podemos llamar imperialismo del
estadista. La otra explicación difiere con la primera en que sostiene que los líderes políticos no
hacen más que obedecer a la opinión pública. La creciente belicosidad popular obliga a salir a
la búsqueda de colonias para apaciguar el chauvinismo de los sectores populares. Es el
imperialismo de masas.
Hay otra serie de teorías que se niega a aceptar que el imperialismo es producto de
una causa global sino, por el contrario, sostienen que hay explicaciones particulares para cada
caso individual. Son las explicaciones que podemos llamar del imperialismo periférico.
Este debate estuvo cruzado por cuestiones de tipo político. Las explicaciones
económicas tuvieron su origen en 1902 en un escrito de Hobson, un inglés pacifista y
librecambista. Esta tesis fue continuada por los escritores marxistas Rudolf Hilferding, Rosa
Luxemburgo y por Lenin en un folleto que hizo época: El imperialismo, etapa superior del
capitalismo. Durante mucho tiempo, discutir el imperialismo era discutir a favor o en contra del
marxismo.
La polémica revivió cuando después de la Segunda Guerra Mundial, las antiguas
colonias se independizan de sus metrópolis. ¿Que significaba esto? ¿Había terminado el
imperialismo o continuaba por nuevos rumbos? En esta discusión, los elementos políticos
estaban también en primer plano.
A fines de los años ’50 y principios de los ’60, la controversia se revitaliza con un
elemento nuevo. Un grupo de historiadores no marxistas, entre los que se destacaban Ronald
Robinson y John Gallagher propusieron dejar en segundo plano las explicaciones globales y
dedicarse a estudiar empresas coloniales específicas. Estos autores privilegian las cuestiones
políticas, especialmente el efecto que ejerce sobre el equilibrio europeo la irrupción de
Alemania en la competencia por territorios a colonizar.
CIERRE:
Con esta clase cerramos el estudio de los procesos económicos que se inician a mediados del
siglos XVIII y tienen su punto culminante en la Primera Guerra Mundial, en 1914. Su nota
distintiva es el surgimiento de una nueva manera de producir, la llamada industrial que alterará
el escenario mundial. Vimos cómo surgió este proceso en Inglaterra, cómo se desparramó
sobre la tierra y el importante giro que tuvo a mediados del Siglo XIX, en el mundo entero. La
pregunta abierta al final de la clase sería ¿cuándo terminó este proceso? Los historiadores
suelen hablar de dos grandes revoluciones, la del Neolítico, hace aproximadamente 10.000
años con la difusión de la agricultura; la industrial, a mediados del Siglo XVIII y hoy ya se habla
– a partir de los años noventa - de una nueva revolución, la genética.
Vimos el surgimiento de nuevas fuentes de energía, nuevos materiales en la producción de
inventos que cambiaran de raíz viejas costumbres y prácticas sociales. Grandes urbes,
concentración de empresas, grandes migraciones conforman un nuevo mundo dividido en dos
grandes zonas: las que producen alimentos y materias primas y los que producen bienes
industriales. ¿Dónde se ubicó lo que hoy es Argentina?
Cine e Historia.
Con esta actividad nos proponemos revisar los contenidos desarrollados en las clases
anteriores a partir de un eje: los cambios operados en el mundo del trabajo desde la
Revolución Industrial. En esta oportunidad hemos elegido el análisis de dos películas y un
documental que seguramente, muchos de ustedes deben haber visto en el cine o en la T.V. En
caso contrario, les recomendamos que las vean. Es nuestro propósito facilitar la reflexión de lo
estudiado a través de un tema específico, el trabajo, posibilitando de esta manera un abordaje
distinto al realizado hasta ahora.
Las películas, objeto de análisis, son las siguientes:
1- La película “Recursos humanos” Dir. Laurent Cantet, Francia, 1999, se inscribe en el
debate europeo por la reducción de la jornada laboral a 35 horas semanales. Narra la
historia de un joven universitario, Franck, que vuelve a su pueblo a trabajar en la planta
donde su padre es un operario de toda la vida. Allí, el joven profesional obtendrá un
puesto en el área de recursos humanos, en plena disputa entre patrones y obreros por
la jornada laboral. A raíz de estas discusiones, Franck y su padre confrontarán
duramente. Para el muchacho se trata de un aprendizaje en todo sentido: es su primer
contacto con la vida laboral real, como trabajador, fuera de los claustros universitarios,
y también es su primera experiencia como adulto independiente, responsable por sus
actos. Para el padre, la discusión con el hijo lo confronta con la historia de su propia
vida y lo lleva a pasar del orgullo porque su hijo ocupa una posición jerárquica en la
empresa, al descubrimiento de las injustas relaciones laborales en las que estuvo
inmerso durante tanto tiempo.
2- Tiempos Modernos, USA, 1936, Dir. Charles Chaplin. En esta película, Charles Chaplin
interpreta a un obrero, Charlot, que trabaja en una fábrica de los años veinte. El control
permanente, el ritmo agobiante y la tarea monótona terminan enfermándolo y por eso
es internado en un hospital. Mientras tanto, estalla una grave crisis económica. Cuando
sale del hospital, accidentalmente aparece encabezando una marcha de protesta y la
policía lo detiene. Luego de evitar una fuga de presos le otorgan la libertad, pero no
puede conservar su nuevo empleo y pretende retornar a la prisión. Paralelamente se
desarrolla la historia de una joven a quien Charlot salva de ir a la prisión, haciéndose
responsable de un robo que ella cometió. A partir de allí las historias de ambos se
unen.
3- El Documental Bialet Masse, un siglo después
91 minutos.. Argentina
Dirección: Sergio Iglesias
Duración:
Año de realización: 2007 Comentario: Un informe escrito en
1904 por Juan Bialet Massé (médico, abogado, ingeniero agrónomo, empresario,
investigador y aventurero español) revela el abuso y la injusticia que sufrían en esos
tiempos los trabajadores y nativos de un país de sudamérica: Argentina. Cien años
más tarde y guiado por la voz de Bialet, el realizador sale a recorrer ese mismo país,
para convivir con el pasado y el presente de un pueblo inmensamente rico y dominado.
Teniendo en cuenta las historias narradas en las tres películas, les proponemos estas
preguntas:
¿Qué conexiones se pueden establecer entre esos relatos cinematográficos y el tiempo
presente?
¿Qué aspectos del mundo del trabajo representados en esas historias podrían ser recuperados
para la explicación y comprensión de la trayectoria del mundo del trabajo desde la Revolución
Industrial.¿Porqué?
Esperamos que en este receso invernal podamos seguir pensando juntos, profundizando el
diálogo dentro de esta comunidad virtual
y construir propuestas para transmitir
en las
bibliotecas de nuestras escuelas. Hasta nuestro próximo encuentro, cuando retomemos el hilo
de nuestras clases y ojalá puedan disfrutar de estas hermosas películas.
Hasta la próxima clase.
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