EL VALOR PERMANENTE DE LA REFORMA Por PEDRO PÉREZ

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EL VALOR PERMANENTE DE LA REFORMA
Por PEDRO PÉREZ
Después de 500 años de la Reforma ¿qué puedo decir yo que no se haya dicho ya? ¿Cómo ser
original y decir algo novedoso sobre un tema del que grandes eruditos de todas las disciplinas
académicas han escrito montañas de libros? Pero… quizás, la gran originalidad sea no querer ser
original, pues lo que es verdadero, fuerte, hermoso, actual y universal de esta herencia que nos ha
dejado la Reforma, es precisamente lo que no resulta original, lo que ellos recibieron, conservaron y
transmitieron de la Palabra de Dios.
Por ello, cuando se acerca el V Centenario de la Reforma deberíamos tener claro cómo acercarnos
a dicho aniversario. La Reforma es historia, es parte de nuestra historia y por ello debemos
conocerla, pero la Reforma es mucho más que un proceso histórico, es mucho más que una
renovación religiosa, por mucho que ésta cambiase cultural, social y políticamente la Europa del
Siglo XVI, la Reforma es, en su sentido más profundo, un acontecimiento liberador en todas sus
dimensiones, un conjunto de principios que sitúan a la iglesia en una actitud de permanente revisión
de su vida y de su misión, “la iglesia reformada siempre reformándose”, y por ello no
deberíamos ignorar o relegar dichos principios a un recuerdo nostálgico, como una pieza de museo o
el vestigio histórico de un movimiento religioso del pasado.
Por tanto, pasados 500 años y viendo el panorama religioso actual nos preguntamos ¿Qué es lo más
valioso que podemos encontrar nosotros, evangélicos del Siglo XXI, en la Reforma Protestante del
Siglo XVI? ¿Cuáles son esos principios intemporales que nos hacen verdaderamente libres?
Soli Deo Gloria. La principal preocupación de la Reforma fue la absoluta gloria de Dios que nos
libera de las servidumbres a todos los “ismos” y modas de cada época que tienden a absolutizar, a
idolatrar, ciertas corrientes, personas, instituciones, etc. Para los reformadores sólo hay un
Absoluto: Dios. Todo lo demás queda relativizado. Sólo Dios es Señor, es Rey, es Absoluto, es
Soberano. Sólo Él -y nadie más- puede exigir lealtad absoluta, fidelidad incondicional.
Sola Escritura. Porque sólo Dios es Dios, sólo su Palabra tiene autoridad final. Cualquier otro
absoluto no es Dios, sino un ídolo. Por ello, sólo las Escrituras, interpretadas no en aislamiento, sino
fiel y responsablemente dentro de la comunidad creyente sometida a la autoridad de la Palabra de
Dios, pueden ser fundamento de nuestra fe y conducta. Nadie más puede imponer sus criterios con
autoridad ni ponerse al nivel de, o incluso por encima de, la Palabra de Dios. La Sola Escritura nos
libera de cualquier otra autoridad que pretenda imponerse sobre nuestra conciencia. Cuando nuestra
conciencia es cautiva de la Palabra de Dios y del glorioso evangelio, no podrá ser nunca cautiva de
tradiciones humanas ni de autoridades humanas.
La Reforma se caracterizó por su énfasis en que la Palabra de Dios prevaleciese sobre
todos los pensamientos de los hombres, luchó para que la Palabra de Dios fuese la autoridad
suprema, para que no quedase supeditada al criterio humanista, a la influencia secular, o a las
cambiantes circunstancias existenciales del ser humano… porque lo que cambia no puede ser norma
normans, solamente aquello que por sí mismo esté libre del ciclo de la mutabilidad puede ser
autoridad suprema. Sólo Dios es inmutable y no está callado, Dios ha hablado y el testimonio y
depósito fidedigno de dicha revelación lo encontramos en las Escrituras judeocristianas.
Por tanto, nuestro desafío 500 años después frente a todos los movimientos, religiosos o seculares,
científicos o filosóficos que cuestionan la Escritura, vuelve a ser el mismo, que la única fuente de
revelación, la autoridad soberana de la cual la iglesia cristiana obtiene su doctrina sea la Sagrada
Escritura. Es la Iglesia la que debe estar siempre bajo las Escrituras y son las Escrituras las
que deben iluminar nuestra razón y no a la inversa, porque cuando erigimos a la razón en
autoridad suprema y juez autónomo, inapelable de la verdad, cómo saber lo que es falso y lo que es
verdadero, lo que es humano y lo que es divino, con qué autoridad podemos decidir que esto es o
no es la mente de Dios. Toda doctrina y toda conducta que la iglesia enseñe y practique debe
hallarse necesariamente en la Biblia. En la medida en que seamos realmente bíblicos, en esa misma
medida seremos libres para “examinarlo todo” a la luz de las Escrituras hoy, al igual que en tiempos
de la Reforma. En el Siglo XVI la doctrina de la justificación por la fe era la piedra sobre la cual la
Iglesia caía o se levantaba, en la actualidad el punto sobre el que la Iglesia se mantiene en
pie o cae es el de la veracidad sustancial y la autoridad de la Escritura.
En pleno Siglo XXI, como en cualquier otro siglo de la historia, es necesario volver a este principio,
permanecer en él. Los siglos pasan, nuevas modas y corrientes intentan atacar y criticar la
autoridad de la Escritura; la Biblia es objeto de burla; se la desprecia, se le niega toda autoridad.
Sin embargo, la Escritura sigue siendo, por el poder del Espíritu Santo, la autoridad
suprema de la Iglesia universal para todas las situaciones.
Sola Gracia / Sola Fe. La Reforma también enfatizó que nuestra justificación es “por la gracia
mediante la fe”. La justificación (salvación) es únicamente obra de la gracia de Dios. Dios salva al
ser humano por su “sola gracia” y la distancia infinita que separa al Dios santo y justo del hombre
pecador queda superada por la encarnación de Cristo, por ello podemos confiar firmemente en la
Palabra de Dios que nos asegura que el Señor nos ha aceptado gracias a la obra de Cristo.
Para los reformadores, la justificación no es la salvación conseguida mediante buenas obras, ellos se
opusieron totalmente a cualquier sugerencia de sinergismo (colaboración entre la voluntad humana
y la gracia divina), la falsa doctrina que enseña la cooperación del creyente con Cristo, de tal forma
que el cristiano alcanza la justificación con sus obras meritorias y la ayuda de la gracia de Dios. La
justicia (la realización de obras meritorias) está por tanto activa en el hombre y es protagonista en
su justificación.
Los reformadores tenían un punto de vista muy diferente. La justicia no es activa en el hombre, sino
pasiva; es decir, el hombre no se justifica mediante sus obras, sino que Dios le justifica en virtud de
la obra de Cristo. De aquí el redescubrimiento de toda la Biblia como una “revelación de la justicia
misericordiosa de Dios”: mediante la Ley, Dios hace al hombre consciente de su estado de pecado,
con el Evangelio le dona la gracia para rescatarle del pecado. Cuando el hombre confía en el
Evangelio, Dios lo declara justo, no porque ya lo sea, sino porque mediante la fe posee la justicia de
Cristo. Así, el cristiano es justo y pecador al mismo tiempo (simul justus et pecator). Plenamente
justificado ya que por medio de Cristo Dios toma sobre sí mismo los pecados, la muerte y la
condenación eterna. Pero es siempre pecador porque su naturaleza caída subsiste en él. Por tanto
las buenas obras no pueden contribuir a su salvación, son simplemente la expresión de
agradecimiento a Dios por la justificación recibida y están por tanto desvinculadas de todo elemento
egoísta. La moral, la ética, las buenas obras son consecuencia de la justificación y frutos del Espíritu
Santo para la santificación del creyente. Nace así una nueva ética cuyo principio característico ya no
es el perfeccionismo basado en el mérito sino el servicio a la sociedad que se realiza honrando a
Dios y amando al prójimo. La gracia nos hace libres para hacer el bien, no para lograr una
justificación propia ante Dios, sino para agradecer y glorificar a Aquel que nos justificó por fe.
¿Por qué esta oposición implacable al mérito “ganado en cooperación con la gracia de
Dios”? Simplemente porque en la medida en que el ser humano puede ayudar a ganar su salvación
por medio de sus buenas obras, en la misma medida quedan disminuidos los méritos de Cristo y así
se debilita la perfecta y completa suficiencia de su obra redentora. Así, este segundo principio de la
reforma, al proclamar la perfecta suficiencia de la obra expiatoria y la objetividad de los hechos
redentores, lo que hizo fue reivindicar la gloria de Jesucristo (Solo Cristo).
Este principio de la Reforma nos libera de nuestra tendencia natural al sinergismo, al legalismo,
nuestro intento de conseguir la salvación obedeciendo la ley de Dios, al nomismo, inclinación a
pensar y creer que aunque la ley no puede salvarnos, sí que puede y debe santificarnos y al
pluralismo postmoderno que insiste en que “Mi verdad es diferente de tu verdad” y “mi camino a
Dios es diferente de tu camino a Dios”. También nos hace libres de la “gracia barata” de una fe
puramente formal y verbal, pues la fe que salva es muchísimo más que mero asentimiento teórico,
es “la fe que obra por el amor” (Gál. 5.6, cf. 6.9s).
Solo Cristo y el sacerdocio universal de los creyentes (1 Pedro 2:9; Apoc. 1:6; 5:10). Si Dios se da a
conocer directamente por medio de la Escritura y se afirma en ella que Jesucristo es el único
mediador entre Dios y los hombres (1 Tim. 2:5), no hay necesidad de ningún otro mediador, ni
personal, ni institucional. La Iglesia es despojada de todo aspecto mediador y del mismo modo,
ninguna criatura puede ser objeto de adoración. Al no existir el sacrificio en la misa, se suprime el
sacerdocio propiamente dicho. Todos los creyentes tienen acceso directo a Dios por medio de Cristo
sin necesidad de ningún intermediario humano, todos son sacerdotes desde la perspectiva del
cuidado pastoral, no existe diferencia espiritual entre el pastor y el resto de creyentes, sino una
diferencia de función en el cuerpo de Cristo. Todos por igual se colocan bajo la autoridad de las
Sagradas Escrituras y su enseñanza es válida siempre y cuando esté en conformidad con la
enseñanza recogida en la Biblia (Ef. 2:20).
Como no podía ser de otra manera, este principio de la Reforma impulsó un proceso de progresiva
democratización dentro de la Iglesia, y consecuentemente dentro del mundo moderno, pues si todo
cristiano es un sacerdote y un ministro de Dios, toda la vida, todo empleo y oficio, son vocación
divina dentro del mundo, por ello la obra de la Reforma sigue siendo necesaria y tenemos el deber
de continuarla, porque la obra de la Reforma tiene que ver con la Iglesia y la teología
primordialmente, pero también con las artes, con la ciencia, con la filosofía, con la familia, con la
política, con la sociedad, … con todos los ámbitos y dominios de la existencia humana. En esto
consiste la vigencia y la universalidad de la Reforma 500 años después, en la grandeza de
la vocación cristiana. El mayor servicio, el testimonio más eficaz que los creyentes pueden ofrecer
al mundo es el de ser fieles, con la ayuda del Espíritu Santo, a su Señor en todas las esferas de su
existencia; colocar, atrevidamente, por todas partes la bandera del Rey.
Finalmente, no podemos dejar de decir que la Reforma proclamó la certeza (certitudo) frente a la
seguridad (securitas) –que fácilmente se convertía en inseguridad, como experimentó el mismo
Lutero–, de una salvación que dependía del número de obras meritorias que podamos hacer. A
pesar de la grandeza, la justicia y la santidad de Dios, a pesar de su incomprensibilidad por ser Dios
el “absolutamente otro”, el ser humano es llamado a la posibilidad de tener la gozosa certeza de ser
un hijo de Dios, en virtud, no de nuestros méritos, ni de nuestro subjetivo estado de ánimo, sino del
don de gracia y misericordia que fluye de la objetiva obra redentora realizada por Cristo (1ª Pe.
1:18-19; 1ª Jn. 3:14).
Y esta consciencia de la salvación personal trajo al cristiano el gozo de saberse redimido, de ser
consciente que el Señor le ha aceptado y creó la libertad que experimenta el creyente cuando se
somete únicamente al yugo de Cristo, a la Palabra liberadora del Evangelio. “El cristiano es el más
libre de todos los seres humanos” (Rom. 6:10-18), escribió Lutero en 1520, en su tratado Sobre la
libertad del Cristiano.
Quiera Dios que esta libertad cristiana nos lleve a la total dependencia de Dios y a la más absoluta
independencia de los hombres (2 Co. 2:15).
PEDRO PÉREZ
(Publicado en la revista EDIFICACIÓN CRISTIANA, Enero – Febrero 2016. Nº 272. Permitida la
reproducción total o parcial de esta publicación, siempre que se cite su procedencia y autor.)
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