El endeudamiento externo es el nuevo nombre que adopta la dependencia y la sumisión nacional LA DEUDA ETERNA No todos, incluso en las propias organizaciones sociales, comprenden la magnitud del problema de la deuda externa y su carácter de obstáculo principal para un crecimiento con equidad del país. Ilegítima y fraudulenta en el tramo decisivo de su origen, durante la última dictadura militar, la deuda, al margen de que el gobierno logre la quita propuesta, sigue siendo impagable y constituye un instrumento fundamental para mantener en el tiempo un proyecto de dominación sobre la Argentina y los países del sur. "O se está al servicio del país en contra de la deuda externa, o se está al servicio de la deuda externa en contra del país" (Alejandro Olmos) Opiniones recogidas en la calle por el noticiero de un canal de cable de la Capital Federal, en fecha reciente, revelaron que una enorme mayoría de argentinos tiene un alto desconocimiento del problema de la deuda externa y que, en general, no muestra demasiado interés por interiorizarse del tema. No fue una encuesta científicamente realizada, pero seguramente se aproxima bastante a la realidad. Es paradójico porque quienes están medianamente informados sobre la cuestión saben que la pesada herencia de la deuda es el obstáculo principal para que la Argentina pueda desarrollarse. El pago de los intereses de la deuda succiona toda la riqueza que el país es capaz de generar e impide, por lo tanto, que su población logre alcanzar mayores niveles de bienestar. Algunos memoriosos recuerdan que, en el amanecer de la actual democracia, allá por 1984, el problema de la deuda ocupaba un lugar importante en la agenda política del país. En junio de ese año, el presidente Raúl Alfonsín suscribió un documento con la dirigencia de la mayoría de los partidos políticos donde se aseguraba que no se pagaría la deuda externa ilegítima y que no se aplicarían medidas recesivas para negociar con los acreedores. Y el ministro de Economía, Bernardo Grinspum, buscó conformar un club de deudores para negociar, en mejores condiciones, con el club de acreedores representados por el Fondo Monetario Internacional. Pero Grinspum fue reemplazado por el liberal Juan Sourrouille y el tema de la deuda empezó a desdibujarse irremediablemente. "La deuda no es un problema", comenzó a afirmarse desde los despachos oficiales y los argentinos suspiraron aliviados. Muchos aplaudieron la llegada del plan Brady, una reestructuración que difería algunos pagos inmediatos pero acrecentaba en forma notoria el monto adeudado. Y el menemismo aseguró que la deuda se resolvería con las privatizaciones. Sin embargo, con la subasta del patrimonio colectivo de los argentinos se recaudaron, entre el 89 y el 93, 9.910 millones de dólares en efectivo y 13.239 millones en títulos de la deuda (5.270 millones en efectivo, porque los papeles cotizaban al 39,8 % del valor nominal). Con eso la deuda, que por entonces oscilaba en los 57.000 millones de dólares, podría haber bajado a la mitad, pero en la realidad se duplicó largamente en ese período. Las causas del endeudamiento El endeudamiento argentino en el último siglo reconoce un momento decisivo en los años de la última dictadura militar. Cuando los uniformados asaltaron el poder, el 24 de marzo de 1976, la deuda era de 7.800 millones de dólares, o sea un monto más o menos manejable, pero cuando lo abandonaron, después de la derrota en Malvinas, trepaba a 43.600 millones de dólares. En ese tiempo había, en el mundo, enormes masas de capitales ociosos, fundamentalmente los petrodólares, que no podían ser invertidos productivamente y, menos aún, en una etapa donde el capital financiero asumió el rol de generar beneficios sin participar en el proceso productivo, a través de la pura especulación y de la reproducción del dinero sin contribuir a producir ningún valor. A ello se agregaba, en el Tercer Mundo, una fuerte crisis en la balanza comercial por el creciente deterioro de los términos del intercambio (alza en los precios de los bienes industriales y caída de los precios de los productos primarios) y la imposibilidad de acceder a los mercados de las naciones desarrolladas por las políticas proteccionistas implementadas por sus gobiernos. Pero también, y esto es lo más importante, el endeudamiento fue un instrumento esencial a los grupos de poder internos, nacionales y extranjeros, que exportaban (o fugaban, para ser más precisos) capitales y tomaban créditos ficticios a través de maniobras financieras irregulares en acuerdo con los bancos acreedores. Porque de ese modo se fueron estructurando los rasgos básicos del capitalismo argentino de los últimos treinta años, altamente especulativo, que se popularizó después con el nombre de "patria financiera". Esos grupos de poder internos, cuyos personeros siguen gravitando en forma decisiva en la vida nacional, diseñaron un país financieramente muy vulnerable y absolutamente dependiente de los mercados de capitales. O, lo que es lo mismo, un país "deudodependiente". El gran derroche En la denominada "causa Olmos" (ver recuadro) quedó plenamente demostrado, entre otras cosas, que la deuda contraída durante la dictadura genocida carecía de toda justificación económica y financiera, que poco se sabe del destino del dinero, que todo el mecanismo estuvo plagado de ilícitos, que se cobraron intereses usurarios y que la resolución de los conflictos quedó en manos de los acreedores al desplazarse la competencia territorial hacia los tribunales de Nueva York y Londres. Por otro lado, la Constitución establece taxativamente que los empréstitos deben ser contraídos por el Congreso de la Nación, un poder del Estado que la dictadura había suprimido. En ese plano, podría aplicarse sin problemas la doctrina de la "deuda odiosa" (ver recuadro) desarrollada hace un siglo por juristas norteamericanos. Pero eso no es todo: muchos países latinoamericanos se endeudaron irresponsablemente en esos años donde, según el economista, Charles Kindleberger, "los bancos multinacionales, henchidos de dólares, prácticamente introdujeron dinero por la fuerza en los países menos desarrollados". Pero mientras algunos de esos países, como Brasil, Ecuador y Perú, usaron los créditos para infraestructura o para profundizar sus procesos de industrialización, otros, y principalmente Argentina, los dilapidaron alegremente y financiaron, con ellos, la especulación y la fuga de capitales. Apoyandose en cifras del Banco Mundial, Eric Calcagno estima que de los créditos recibidos en esos años un 44% se usó para financiar la fuga de capitales, un 33% para pagar intereses a la banca extranjera y un 23% (unos 10.000 millones de dólares) para la compra de material bélico para las fuerzas armadas. Débito nao tem fin Después, ya en democracia y mediante sucesivas renegociaciones -el Brady, megacanjes y blindajes varios- la deuda fue trepando sin parar, alimentada también por el brusco aumento de las tasas de interés. Sin que deba olvidarse que en 1982 el entonces director del Banco Central, Domingo Felipe Cavallo, un personaje tan dañino como Martínez de Hoz, estatizó la deuda privada. Y que en 1991, la banca transnacional decidió no correr riesgos y convirtió la deuda en bonos, con lo cuál sus gerentes y accionistas empezaron a dormir tranquilos, en tanto los tenedores de esos bonos -los famosos carpinteros de Georgia y los jubilados italianos- cosechaban una buena renta sin sospechar que tenían en las manos una bomba a punto de estallar. En el 2001, con una deuda de más de 150.000 millones de dólares y con un perfil de vencimientos de pesadilla, el default era inevitable. Luego del default, con la pesificación, la acumulación de intereses y los nuevos créditos del FMI, la deuda aumentó, en los últimos dos años, en 40.000 millones de dólares. Con lo cuál, más allá de la quita que consiga el gobierno con los tenedores de bonos (porque la parte de la deuda con los organismos internacionales se sigue pagando religiosamente) y de que pueda obtenerse un superávit fiscal alto, la deuda sigue siendo impagable, ya que su monto equivale a un año de producto bruto y cinco años de exportaciones. Es cierto que la Argentina ya pagó con creces su deuda, en tanto y en cuanto desde 1976 ha desembolsado, entre intereses y amortizaciones, más de 230.000 millones de dólares. "Creemos que la Argentina ha pagado con creces su deuda, pero sigue habiendo una deuda que pagar. Y también creemos que hay un problema respecto a la deuda que debe pagarse, porque la consideramos ilegítima e incluso no ética", sostiene Samuel Kobia, pastor metodista y secretario general del Consejo Mundial de Iglesias(CMI), la mayor organización ecuménica internacional que reúne a 550 millones de cristianos. Y lo mismo ocurre con toda América Latina, que en 1999 debía 706.000 millones de dólares pese a haber pagado, entre l982 y 1996, 739.000 millones de dólares. Como dice el economista Gonzalo Biggs, "el costo de mantener la vigencia de estas obligaciones a través de su constante ajuste y reprogramación proporciona una especie de renta perpetua a los acreedores y, al mismo tiempo, representa un drenaje permanente para la economía de los países deudores". El nuevo nombre de la dependencia Pero si bien esa renovación perpetua de la deuda puede llegar a colmar las fantasías más ambiciosas de cualquier usurero, lo central es que la deuda es funcional a un objetivo mucho más vasto. "La deuda externa se utiliza para impulsar y mantener en funcionamiento este proyecto de dominación sobre la Argentina y todos los países del sur", puntualiza Beverly Keene, de Diálogo 2000. Ocurre que la fragilidad financiera del país les permite a los organismos internacionales de crédito constituirse en un actor decisivo en la vida interna nacional, direccionando las políticas económicas y atando el otorgamiento de nuevos créditos a la implementación de las denominadas "reformas estructurales" que propicia el Consenso de Washington. Y esas reformas son, en definitiva, políticas de ajuste, recesivas económicamente y regresivas socialmente, que apuntan a que los deudores puedan seguir pagando los servicios de la deuda. En palabras de Felipe Fossati, la deuda externa pasa a ser el nuevo nombre de la dependencia y la sumisión nacional. Vida cotidiana y deuda Aunque quizás sólo una minoría sea capaz de establecer, con precisión, la relación entre la deuda externa y la cotidianeidad de los argentinos, las consecuencias del endeudamiento son padecidas por todos y, en especial, por las franjas sociales más desposeídas. Por empezar, el crecimiento de la pobreza está estrechamente vinculado al crecimiento de la deuda y las políticas de ajuste traen aparejadas, como lo demuestra la experiencia de los años recientes, una redistribución regresiva del ingreso, un aumento del desempleo y la precarización laboral, un recorte drástico a los presupuestos de salud y de educación y la privatización de la seguridad social en detrimento de los sectores de menores recursos. Es verdad, como dice el periodista Jorge Lanata a lo largo de su película "Deuda", que la cuestión no es sólo un problema del FMI y que los argentinos deben preguntarse que tienen que ver y cuales son sus responsabilidades en la cuestión. Pero también es cierto, como subraya Jorge Francisco Cholvis, que "no somos un país pirata o que explota a carpinteros estadounidenses, plomeros alemanes o jubilados japoneses. Por el contrario, es nuestro pueblo el que sufre una permanente exacción de sus riquezas y tozudamente se le trata de imponer un endeudamiento premeditado y apañado por los organismos internacionales de crédito, por los bancos que lucraron con la ´timba´ financiera y por los países de alto desarrollo que sostuvieron estas equivocadas e injustas políticas en este mundo ´globalizado´que nos toca vivir". Un problema de relación de fuerzas Tiempo atrás, cuando se realizó la primera consulta sobre el ALCA, la militarización y la deuda externa, la contundencia en el rechazo al tratado de libre comercio se diluía en alguna medida en la pregunta sobre el pago o no pago de la deuda. Quizás por temor, o para evitar el aislamiento del país o por esa arraigada idea de que las deudas deben ser honradas, sin distinguir la deuda que puede tener un particular con su vecino con lo que le debe el país al FMI. Hay textos escolares donde se reproduce con elogios aquella promesa de Nicolás Avellaneda de "pagaré ahorrando sobre el hambre de los argentinos" que luego, con singular genialidad, don Arturo Jauretche transformó en la zoncera número 31 de su imperdible Manual de Zonceras Argentinas. Está claro que un país aislado de los mercados financieros internacionales encontrará obstáculos en el desarrollo de su economía, pero no conviene olvidar que hace prácticamente tres años que el país no recibe préstamos de esos mercados y, sin embargo, desde el último año y medio la economía real se encuentra en recuperación, operando con sus propios recursos y pagando la parte de la deuda contraída con los organismos internacionales de crédito. En las condiciones políticas reales de hoy, quizás lo que puede exigirse al gobierno, en su estrategia de negociación de la deuda, pase, como afirma Claudio Lozano, por dos ejes básicos: que "minimice los pagos a efectos de tener mayor capacidad para promover un proceso de reindustrialización y redistribución progresiva de los ingresos y, en sintonía con lo anterior, aumente los grados de libertad en la definición de la política económica. Es decir, garantice la máxime autonomía de la misma frente a las presiones de los organismos internacionales y respecto a los agentes económicos más concentrados de la economía local". Es decir, el pago de la deuda –y, obviamente, de no toda la deuda- debe estar subordinado a una política de desarrollo económico con equidad social. O, lo que es lo mismo, sería absurdo plantearse soluciones a la crisis de la deuda sin la implementación de un nuevo proyecto económico y social, donde el eje sea la valorización productiva y no, como hasta ahora, la valorización financiera. Porque con el modelo de los últimos años, aunque los organismos internacionales y los tenedores de títulos, en un rapto de locura, decidieran no exigir el pago de lo adeudado, la Argentina volvería a tener deuda externa en el corto plazo. Claro que para sustentar ese nuevo proyecto se requiere de una fuerza política y social hoy inexistente. Esa ausencia estrecha severamente el margen de maniobra y transforma la pelea por la negociación en una suerte de batalla entre David y Goliat. El modo secreto, casi clandestino, que utiliza el gobierno en esa negociación ayuda poco para impulsar formas de movilización popular. Y del Congreso de la Nación no puede esperarse demasiado, ya que a lo largo de veinte años los legisladores se rehusaron a investigar la deuda y sólo fueron capaces de protagonizar aquella fantochada en el día que Adolfo Rodríguez Saa, en su condición de efímero presidente, proclamó el default, aplaudiendo y gritando como si festejaran un gol desde la tribuna. En este contexto, las organizaciones sociales y las fuerzas políticas de signo popular y nacional deben jugar, sin duda, un rol mucho más activo. Porque, como acierta Eric Toussaint, el presidente del Comité para la Anulación de la Deuda del Tercer Mundo, doctrinas como la de "la deuda odiosa" pueden aportar argumentos jurídicos para una decisión política unilateral, pero "no hay que pensar que llevando el caso ante una corte internacional se va a declarar nula la deuda. Todo está ligado a una relación de fuerzas concreta". Y para revertir esa relación de fuerzas hoy desfavorable, con la presión y la movilización popular, es preciso, antes que nada, comprender la magnitud del problema. Y asumir que si no se resuelve en términos adecuados para los intereses del país, el futuro de la Argentina estará plagado de incertidumbres. Roberto Reyna (Recuadro) LA CAUSA OLMOS El 4 de abril de 1982, en esos días en que el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri se bamboleaba sobre los balcones de la Casa Rosada para escuchar los gritos de un pueblo que celebraba la expulsión de la guarnición británica de Malvinas, un ciudadano casi en soledad, llamado Alejandro Olmos, se presentó en el Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Federal Nº 2, a cargo de Jorge Ballesteros, para radicar una denuncia contra José Alfredo Martínez de Hoz, fundada en que "el plan económico concebido y ejecutado en el período 1976/1981 se realizó con miras a producir un incalificable endeudamiento externo; que el ingreso de divisas fue con el objeto de negociar con las tasas de interés, produciendo quiebras y cierres de empresas y dificultades en la capacidad exportadora, de producción y crecimiento del país". La tramitación de la causa duró 18 años porque, como se sabe, la justicia argentina es algo remolona, especialmente cuando se trata de asuntos que rozan a los poderosos. Pero finalmente, en julio del 2000, el Juez Ballesteros dictó sentencia afirmando, en sus conclusiones, que "ha quedado evidenciado en el trasuntar de la causa la manifiesta arbitrariedad con que se conducían los máximos responsables políticos y económicos de la Nación...Así también se comportaron directivos y gerentes de determinadas empresas y organismos públicos y privados...Empresas de significativa importancia y bancos privados endeudados con el exterior, socializando costos, comprometieron todavía más los fondos públicos con el servicio de la deuda externa a través de la instrumentación del régimen de los seguros de cambio...la existencia de un vínculo explícito entre la deuda externa, la entrada de capital externo de corto plazo y altas tasas de interés en el mercado interno y el sacrificio correspondiente del presupuesto nacional desde el año 1976 no podían pasar desapercibidos a las autoridades del Fondo Monetario Internacional que supervisaban las negociaciones económicas..." El magistrado también decidió archivar las actuaciones y sobreseer a los imputados por prescripción, pero remitió copia de la resolución al Congreso de la Nación a fin de que diputados y senadores adopten las medidas políticas correspondientes. Obviamente, los legisladores cajonearon la voluminosa causa y no precisamente porque les dio pereza leer tamaña cantidad de fojas. Martínez de Hoz sigue libre y algunos piensan, incluso, que es un anciano respetable. Y Alejandro Olmos, un hombre tallado en la misma madera que pensadores como Raúl Scalabrini Ortiz o Arturo Jauretche, murió hace cuatro años, pocos meses antes que se conociera la resolución de Ballesteros. (Recuadro) LA DOCTRINA DE LA "DEUDA ODIOSA" Como era previsible, la sesión especial pedida por un grupo de diputados nacionales a mediados de noviembre, con el objeto de tratar un proyecto que declara "odiosa" la totalidad de la deuda contraída por la última dictadura militar, fracasó por falta de quórum. Pero más allá del hecho de que la mayoría de los legisladores le sigue escapando a la posibilidad de tratar el problema de la deuda, el consenso político para declararla ilegítima parece expandirse día a día. Y más ahora que los Estados Unidos desempolvaron, para no pagar la deuda contraída por Saddam Hussein en Irak desde 1979, la doctrina de la "deuda odiosa" (odious debt) elaborada por algunos de sus juristas a principios del siglo XX. En síntesis, esa doctrina asegura que un pueblo que ha sido gobernado por un régimen no representativo puede, al recuperar sus instituciones, abstenerse de pagar las deudas que ese régimen haya contraído para ser usada en forma que no benefició a la población. Y fue aplicada por primera vez en 1903, por tribunales arbitrales internacionales, en relación a la deuda contraída sobre Cuba por el régimen colonial español. Obviamente, el tramo central de la deuda argentina también se origina en un régimen de facto (su posterior crecimiento obedece a sucesivas renegociaciones de esa deuda original) y se utilizó para negocios fraudulentos y para la adquisición de armas que fueron usadas contra el propio pueblo. Es más: en 1982, el First National Bank of Chicago advirtió a los banqueros, en una circular, que fueran cuidadosos al prestar dinero a los regímenes dictatoriales latinoamericanos ya que, en un futuro, esa deuda podía ser calificada como "odiosa". No parece ocioso recordar que, casi un siglo antes de que apareciera la doctrina de la "deuda odiosa", el general José de San Martín, en el Estatuto Provisorio de 1821, repudió las obligaciones contraídas por España "para mantener la esclavitud del Perú y hostilizar a los demás pueblos independientes de América".