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V Encuentro Nacional de Docentes Universitarios Católicos
I cattolici nel XXI secólo: filosofía política e teología della storia
Los católicos en el siglo XXI: filosofía, política y teología de la historia
Dr. Roberto de Mattei.
Vicepresidente del Consigilio Nazionale Delle Ricerche.
Ilustres colegas, estimados amigos
Es para mí un gran honor, pero también un gran placer, participar en este importante congreso, que me
da la oportunidad de escuchar y conocer a los mejores representantes de la vida intelectual de vuestra nación. Lo
hago dedicando mis pocas palabras a la memoria de Monseñor Giuseppe Canovai, una gran figura,
particularmente querida para mí, de testimonio de Cristo en esta tierra.
El tema sobre el que me adentraré tiene que ver con el papel de los católicos en el siglo XXI.
La filosofía política del Evangelio
Partiré de una afirmación de Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate.
Dios -afirma el Santo Padre en el n. 56 de aquel documento- debe encontrar "un lugar también en la
esfera pública, en especial referencia a las dimensiones culturales, sociales, económica y, en particular, política".
"La Doctrina Social de la Iglesia -agrega Benedicto XVI-nació para reivindicar este Estatuto de ciudadanía". Se
trata del mismo concepto afirmado por Pío XII en la alocución consistorial del 20 de febrero de 1946: "La Iglesia
(...) deberá más enérgicamente que nunca rechazar aquella falsa y estrecha concepción de su espiritualidad y de
su vida interior que quisiera limitarla, ciega y muda, dentro de los muros del Santuario". La Iglesia tiene derecho a
difundir su mensaje no sólo privadamente, a cada individuo, sino también públicamente, a todas las naciones,
según el mandato de su Divino Fundador (Mt. 28, 19 ss.),
Esta declaración insta a los católicos a una obra de importancia primordial: la restauración moral entre la
esfera pública y la esfera privada, después del estrepitoso fracaso histórico del intento de separar estos dos
aspectos indisolubles del obrar humano.
La separación de la esfera pública de la privada se presenta con el humanismo italiano, en el siglo XV,
que, al romper la unidad de la cosmovisión medieval, pretende asignar al hombre no uno, sino dos propósitos
distintos: uno natural y otro sobrenatural. El primero sometido a las leyes de la razón humana, el segundo a las de
la Iglesia, como si entre estos dos fines pudiese existir separación y contraste. Maquiavelo teorizó por primera
vez, como un hecho dado, la existencia de una diferencia entre la moral individual y pública del príncipe; la
primera útil para salvar el alma, la segunda para mantener su propio reino. A Maquiavelo lo siguieron Lutero,
Grocio, Hobbes, Rousseau, Gramsci, la Revolución Francesa y la comunista: hombres y movimientos históricos
que propusieron concepciones políticas diversas, partiendo de una premisa común: la separación de la política y
de la moral. El resultado de este proceso fue la absorción de la moral en la política, por parte de los sistemas
totalitarios del s. XX, el comunismo y el nacionalsocialismo. Y ningún siglo ha sido hasta ahora tan inmoral como
el XX, un Moloch sanguinario que ha traicionado todas sus promesas. Hoy los totalitarismos del s. XX han caído,
pero la democracia relativista que los ha sucedido ejerce un poder no menos totalitario, justamente porque se
funda en la separación entre política y moral.
El ejercicio de la autoridad soberana en la sociedad del Anden Régime estaba subordinada a la
observancia de las leyes morales que constituían el mismo fundamento de la soberanía. Como recuerda el gran
Jaime Balmes, en las monarquías europeas llamadas absolutas prevalecía el principio según el cual no es el
monarca, sino la ley la que tenía el control. Esta ley, universalmente reconocida, era la ley divina y natural. La
soberanía de los llamados monarcas absolutos era absoluta en cuanto única e indisoluble, pero nunca fue
arbitraria, sin fronteras morales que la limitasen.
La democracia moderna, hija de la Revolución Francesa, ha transferido al legislador un poder soberano,
sin ningún tipo de limitación: la voluntad de la mayoría se convierte en la fuente suprema de la moral. La ausencia
de normas morales hace posible, por ejemplo, que los parlamentos impongan leyes que niegan la protección de la
vida en todas sus fases, desde la concepción hasta la muerte natural, leyes que niegan la unidad y la unicidad de
la familia natural, leyes que autorizan cualquier forma la manipulación genética.
En estos temas, en los últimos años, tanto en Europa como en ambas Américas se encendió un debate
vivo y áspero a veces, especialmente después de las intervenciones de Juan Pablo II y Benedicto XVI entorno a
los valores denominados "no negociables". A la presunta injerencia de la Iglesia en la esfera pública, se opone la
visión neo-separatista del laicismo, según la cual los problemas morales deberían dejarse en el ámbito individual,
sin entrar a formar parte del debate político público. Esta concepción de la neutralidad ética y religiosa del Estado
se refiere a los principios del liberalismo del siglo XIX. En el siglo XIX, el pastor calvinista francés Alexandre Vinet
proclamó el principio de "Iglesia libre en Estado libre", luego recogido por el conde de Cavour y por los adherentes
al Risorgimento italiano. La libertad del Estado se entiende como una absoluta independencia de cualquier
vínculo religioso y moral, y, por tanto, como un agnosticismo sustancial, mientras la libertad de la Iglesia coincidía
con la estricta libertad de conciencia de los individuos.
La fórmula laicista "Iglesia libre en un estado libre" no tiene nada que ver con la sentencia evangélica:
"Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22,21, Me 12,17, Le 20 25). La fórmula del
Evangelio, de hecho, distingue dos autoridades distintas, el Estado y la Iglesia, pero no confiere el poder sobre la
vida pública a la primera y sobre la vida privada a la segunda. La jurisdicción de la Iglesia, maestra de fe y de
moral, se extiende, de acuerdo con el mandato de Jesucristo, al campo de la verdad revelada y de la ley natural,
inscrita por Dios directamente en el corazón de cada hombre. El Estado, ciertamente distinto y autónomo de la
Iglesia, no tiene derecho a legislar contra la fe, porque eso significaría interferir en la vida de la Iglesia, pero no
tiene derecho incluso a legislar contra la expresión pública de la moral natural, porque la ley moral es la primera
de las leyes del. Estado y no puede ser contradicha por el Estado. Si el Estado no se conforma a la ley divina y
natural, entra necesariamente en conflicto con la Iglesia. La neutralidad religiosa y moral del Estado, entendida
como falta de elección por parte del Estado, es una abstracción que no tiene fundamento en la realidad. Quitar,
por ejemplo, un crucifijo de un lugar público no es un acto neutral, carente de sentido, sino una opción de
principio no menos significativa que exponerlo y honrarlo públicamente.
La vida política del Evangelio se funda sobre la máxima "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que
es de Dios": una sentencia que presupone la distinción, pero no la separación entre las dos esferas, la pública y la
privada, y su armonía sobre las bases de un común fundamente ético y metafísico. El católico debe luchar para
lograr que la sociedad pública reconozca el valor de la ley moral y del orden natural y cristiano. Esta ley y este
orden se fundan en principios evidentes "que son conocidos indefectiblemente" (Summa Theologica, I, q. 79, a.
12, ad 3).
El primer principio moral inmediatamente evidente al hombre es aquel según el cual se requiere hacer el
bien y evitar el mal: bonum fadendum et malum vitandum. Este principio primero moral tiene un fundamento
metafísico, puesto que el mejor bien a hacer es el amor de Dios y al prójimo y los preceptos de la ley moral se
resumen en amar a Dios sobre toda cosa y a las demás personas como a nosotros mismos (Santo Tomás, In
Matth. Evang. Lect., C. 12, lect. 4). La ley natural es la regla que nos ayuda a determinar el bien a hacer y el mal a
evitar:
Postulando la existencia del bien y del mal, el principio del bonum fadendum et malum vitandum
presupone la existencia de un orden objetivo e inmutable de verdad y valores morales anteriores a nuestra razón.
La razón descubre este orden antes que nada en el propio corazón, ya que este orden es una ley grabada "en las
tablas del corazón humano con el mismo dedo del Creador" (Romanos 2: 14-15). La ley moral es válida
justamente porque cada hombre la lleva impresa en su conciencia: no podría tenerla impresa en la conciencia, si
esta ley no estuviera arraigada en la naturaleza humana. Si, por el contrario, una naturaleza humana estable y
objetiva no existe, no puede existir voz de la conciencia y la ley divina se convierte en exterior e extrínseca al
hombre, impuesta por la voluntad mudable de las democracias parlamentarias. Si la moralidad coincide con la ley
positiva promulgada por los parlamentos, la preocupación de los ciudadanos se convierte en un uniformarse a la
ley, no por una adhesión íntima, sino por puro respeto exterior, motivados sólo por temor al castigo ocasionado
por la trasgresión. La ley moral pierde su punto último de referencia, no sólo de la metafísica, es decir de Dios,
fundamento último de toda ley, sino también de la conciencia humana, que es el primer ámbito en que la ley de
Dios se manifiesta.
Del principio según el cual es necesario hacer el bien y evitar el mal se abre una consecuencia necesaria:
no es lícito a nadie, y en ninguna esfera, ni privada ni pública, hacer el mal. El mal, que es la violación de la ley
moral, puede ser, en casos excepcionales, tolerado, pero nunca positivamente cumplido: esto significa que
ninguna circunstancia, ninguna buena intención, podrá jamás transformar un acto intrínsecamente malo en un
acto humano bueno o indiferente. Lo que es intrínsecamente malo -dice santo Tomás- nullo modo bene fieri
potest" ("de ninguna manera puede llegar a ser un bien") (Summa Theologica, I-IIae, q. 89, art. 6, ad 3).
El hombre no puede jamás llevar a término el mal, ni en la vida privada ni en la vida pública; Benedicto
XVI lo ha reafirmado en el discurso del 28 de abril de 2010: "Cuando los derechos fundamentales de la persona o
la salvación del alma lo exigen -dijo- los pastores tienen el grave deber de emitir un juicio moral, incluso en
materia política. Al formular tales juicios -agregó- los pastores deben tener en cuenta el valor absoluto de aquellos
preceptos morales negativos, que declaran moralmente inaceptable la elección de una determinada acción
intrínsecamente mala e incompatible con la dignidad de la persona; tal elección no puede ser liberada de la
bondad de algún fin, intención, consecuencia o circunstancia.
Benedicto XVI reiteró no sólo la existencia de "absolutos morales" que nunca, bajo ninguna circunstancia,
pueden ser trasgredidos, sino también el deber de la Iglesia de afirmar tales principios morales, incluso en
asuntos políticos.
La Iglesia tiene el derecho de expresar su parecer sobre todos los temas religiosos y morales que
conciernen al hombre, tanto de la vida privada cuanto de la pública.
La apelación se dirige a todos, también a los políticos; en efecto, los obispos son pastores de todas las
almas, incluidas las de los políticos, y deben recordarles su obligación de promulgar leyes de acuerdo con los
principios del orden natural y cristiano. "Al confiar a Pedro su propio rebaño, el Señor ciertamente no tuvo la
intención de hacer una excepción con los reyes", escribió San Gregorio VIII, reivindicando el principio de la
suprema y universal jurisdicción del Pontífice sobre todos los hombres, sin exceptuar a los reyes , retomada en la
19 sentencia del Dictatus Papae. "Frente a las normas morales que prohiben el mal intrínseco - afirmaba, a su
vez, Juan Pablo II en Verítatís Spiendor - no hay privilegios ni excepciones morales para nadie"(n. 96).
Desde el punto de vista de este orden supremo, no hay diferencia entre los hombres y la comunidad
social y civil, porque los hombres unidos en sociedad están, en la misma medida que los individuos, sometidos a
la autoridad de la ley natural. El Estado tiene como fin propio procurar el bien temporal, y es soberano en su
esfera. Pero la Iglesia tiene el derecho de ver respetada la ley natural de quien custodia y sobre quien se funda la
sociedad humana. La Iglesia no tiene una fuerza política, económica o mediática que pueda oponer al mundo. De
la única arma que dispone es la verdad religiosa y moral que custodia. Definir la verdad y el bien, condenar el
error y el mal, hablar de lo que Benedicto XVI ha definido "valores no negociables" -vida, familia, educación-forma
parte de la misión misma de la Iglesia.
La teología de la historia cristiana
Al cristiano que se desempeña en la vida pública no le basta una filosofía política, requiere de una
teología de la historia. Dom Prosper Guéranger recuerda que así como para el cristiano no existe una filosofía por
sí misma, tampoco existe una historia puramente humana; el hombre ha sido llamado por Dios a un estado
sobrenatural; éste es su fin; la historia de la humanidad debe ofrecerles testimonio. Esto significa que la historia
no puede prescindir de la filosofía y ésta no puede dejar de lado a la teología, porque no existe, ni puede existir,
verdadero conocimiento del hombre fuera de la Revelación. La Revelación no era en sí misma necesaria: el
hombre no tenía derecho alguno a ella; pero Dios la ha dado y la ha promulgado; desde entonces la naturaleza
por sí misma no es ya suficiente al momento de explicar al hombre.
La aparición del Verbo Encarnado en la tierra es e\ punto culminante de la Revelación divina y de toda la
historia humana, que desde este evento, como recuerda Dom Guéranger, se divide en dos grandes épocas: antes
y después del nacimiento de Jesucristo. "Antes de Jesucristo una espera de muchos siglos; después de
Jesucristo, una duración cuyo secreto es desconocido para el hombre, porque ningún hombre sabe la hora de
nacimiento del último elegido, para quienes el Hijo de Dios se encarnó y el mundo es conservado".
"La gran ley de la historia -observa, a su vez, un gran escritor jesuíta, el padre Henri Raliére-, o sea el
objetivo supremo propuesto por la voluntad divina a los individuos, a las sociedades y a la humanidad entera es el
establecimiento del Reino de Cristo"; es decir, "la similitud perfecta y la completa sumisión de los individuos, de
los pueblos y de toda la humanidad al hombre-Dios, modelo soberano de toda perfección y soberano Señor de
todas las cosas": La historia de la humanidad entre la Encarnación y la Parusía, el regreso de Jesucristo a la
tierra al final de los tiempos, es por lo tanto la historia de la realización del Reino de Cristo, en el Cielo y en la
tierra, contra todos los intentos de socavar los frutos de la Encarnación a través de los siglos. En esta perspectiva,
en la Encíclica Quas Primas, el Papa Pío XI opone a lo que él definió "la peste del laicismo," la doctrina de la
Realeza social de Cristo, fundada sobre la unión hipostática, por la que Jesucristo tiene la potestad, como Dios y
como Hombre, sobre todas las criaturas.
Las creatura racionales participan de este plano divino, con su inteligencia y con su libertad infinita e
imperfecta, porque sólo Dios es inteligencia y libertad infinita. En cuanto creaturas limitadas, éstas puede resistir
la voluntad divina y buscar un fin diverso del dispuesto por el Creador, pero su rechazo no tiene posibilidad de
destruir el plano divino; de lo contrario se debería concluir que el Omnipotente puede ser derrotado por los frágiles
seres que Él mismo ha creado.
Esta teología de la historia presupone no sólo la existencia del bien y del mal, sino de hombres, de
movimientos y de corrientes que en la historia trabajan a favor o en contra del bien, o postula la existencia, junto a
la Iglesia, de sus enemigos. Es el misterio del mal, que surge desde el primer momento de la creación, cuando los
ángeles se dividieron y su escisión no fue una simple separación, sino que fue una lucha que tuvo lugar en los
cielos, la primera guerra de la historia, una guerra sin cuartel que desde entonces se reitera y está destinada a
renovarse hasta el final de los tiempos. El pensamiento católico de los siglos XIX y XX ha definido a este
anticristianismo operante en la historia con el nombre de Revolución y ha identificado las etapas en el humanismo
y la Revolución protestante, en la Revolución francesa y en la comunista.
La Iglesia, al igual que su Fundador, ha sido combatida y perseguida desde sus orígenes. Las
persecuciones comenzaron en Roma, en tiempos de Nerón, el primer gran perseguidor, a quien se atribuye el
aforismo jurídico según el cual chrístianos esse non licet: "no está permitido ser cristianos"; ser cristianos es un
delito pasible de castigo: cárcel, trabajos forzados, exilio, la exposición a las fieras o al fuego, la crucifixión, y
cualquier otro tipo de muerte fueron los castigos que esperaban a los cristianos desde los primeros siglos, sólo
porque eran cristianos. En la sentencia de Nerón ya encontramos formulada aquella moderna, repropuesta por
Voltaire, en el tristemente célebre Tratado sobre la Tolerancia: ninguna tolerancia con los intolerantes. Cualquier
cosa puede ser tolerada, excepto el cristianismo, o más bien excepto la expresión íntegra y coherente de la vida y
de la doctrina cristiana, sobre todo en la vida pública. Desde entonces la historia del Cristianismo es también la
historia de sus persecuciones, incluso las de hoy, que se renuevan en cada rincón dé la tierra.
No tenemos tiempo para trazar el cuadro de las persecuciones contemporáneas, pero éste es vasto y la
bibliografía abundante. Me interesa más que nada insistir en un elemento importante. Las persecuciones no son
desastres naturales, como los terremotos y las inundaciones. En el caso de los desastres naturales es difícil de
predecir las graves desgracias y lo más importante es imposible detectar y combatir a los responsables.
Responsable es la naturaleza y lo que depende de la naturaleza no depende del hombre, sino de los misteriosos
designios de Dios, con los cuales los hombres no pueden más que concordar su voluntad.
Las persecuciones, por el contrario, son actos humanos deliberados: presuponen la existencia de
perseguidores, es decir, de hombres inteligentes y libres, impulsados por sentimientos o ¡deas contrarias a las de
la Iglesia. Este punto es fundamental, porque con demasiada frecuencia se olvida que no existe sólo el
cristianismo, es decir, la religión de los que creen y aman a Jesucristo y a su Evangelio; existe también el
anticristianismo, es decir, la ideología de los que no sólo no creen en la religión cristiana, sino que la odian y la
combaten.
A la teología cristiana de la historia se opone, a partir del humanismo, una visión del mundo basada en
la negación de la dimensión trascendente de la historia. La historia, según esta concepción, no tiene criterios
meta-históricos, de orden ético o metafísico, que la puedan juzgar. El progreso, secularización de la ¡dea de
Providencia, es la ley Inmanente y necesaria del llegar a ser humano. La concepción del hombre como ser
perfectible, capaz de un mejorar ¡limitado, típica del humanismo, forma parte de la Ilustración, como
perfeccionamiento continuo y necesario de la humanidad.
Con la revolución francesa, el Verbo del Progreso se encara en la historia. Las grandes interpretaciones
de la historia y los esquemas generales de su periodización -de Hegel, de Marx, de Comte - se forman en el
replanteamiento de la Revolución francesa, considerada el evento decisivo que marca el tránsito a una civilización
moderna post-cristiana. La ¡dea de progreso como ley necesaria de la historia es el "dogma" sobre el que se
funda la ¡dea de la modernidad. La historia se convierte en un recorrido irreversible, caracterizado por una
continuo e ¡limitado mejoramiento hacia un futuro considerado inevitablemente mejor que el pasado y que el
presente. Hegel pudo así definir la historia como Weltgeist, "el camino racional, necesario del espíritu del mundo".
La ¡dea de progreso domina las principales corrientes del pensamiento europeo del siglo XIX - desde el
liberalismo hasta el socialismo - y penetra en el interior de la Iglesia con el modernismo.
Las religiones seculares del siglo XX absorben la moral en la política y se presentan como un intento de
construir, sobre las ruinas de la Cristiandad, una civilización moderna, emancipada de los principios
fundamentales del orden natural y cristiano. El socialismo y el comunismo en el siglo XX se presentan como
religiones seculares en las que la humanidad se auto-redime del mal y alcanza en la historia y a través de la
historia su ilusorio paraíso terrestre.
De allí que asuma el papel de "redentora" de la humanidad, al interior de un recorrido en cuyo horizonte
inmanente se sustituye el sobrenatural, el "futuro histórico" al paraíso celeste. Esta visión historiográfica
constituye una secularización de la teología de la historia cristiana o, para usar los términos de Eric Voegelin, una
"inmanentización" del eschaton cristiano, según el cual Dios crea la historia, la trasciende y la dirige a su fin.
Después de la caída del comunismo: el Islam
Después de la caída del comunismo, el último gran "sueño de construcción" del siglo XX, el viento el
relativismo nihilista caracteriza el horizonte contemporáneo. Este nihilismo constituye la verdadera esencia del
anticristianismo, que no consiste en lo que pretende construir, sino en lo que quiere destruir. En este sentido, la
caída del comunismo y la brusca partida de la idea marxista de Revolución no es el abandono de la Revolución,
sino sólo-el eclipse de la justificación conceptual, que en un determinado momento histórico el anticristianismo ha
querido dar del proceso de secularización de la sociedad.
El Islam se está convirtiendo en el comunismo del siglo XXI, volviendo a proponer a Occidente, en nuevos
términos, la dimensión mesiánica y pseudo-religiosa del totalitarismo del siglo XX. Las religiones seculares del
siglo XX hacían un llamamiento a la necesidad de absoluto, a la exigencia sacralidad connatural al alma humana.
Hoy, cuando, con la caída de la Unión Soviética, la Revolución comunista parece haberse disuelto en el
pragmatismo de la sociedad tecnológica, el momento de la religión secular del marxismo se recupera por el
radicalismo islámico, en el interior de la lucha contra un Occidente corrupto y explotador. El hombre es religioso
por naturaleza, nace con la necesidad de Dios, que no es una creación de su inteligencia, sino una esencia
profunda de su ser. En Rusia, cuando el ateísmo transformó las iglesias en museos, la religión no desapareció,
sino que salió fortalecida de la persecución. Hoy la estrategia revolucionaria consiste en transformar las iglesias
no en museos del ateísmo, como en época soviética, sino en hoteles y supermercados, y ofrecer, al mismo
tiempo, una alternativa a la necesidad de lo sagrado, al multiplicar la construcción de mezquitas y minaretes, en el
nombre de una religión falsa.
Frente al secularismo y al relativismo de la sociedad post-comunista, el Islam afirma la existencia de una
aspiración religiosa del hombre, respondiendo así a la necesidad de sacralidad del hombre contemporáneo. Pero
¿cuál es la receta religiosa que el Islam ofrece el hombre secularizado de nuestros tiempos? A la religión de
Mahoma es ajeno el concepto de sacrificio, que en el Cristianismo se deriva de su misterio central, la Cruz. El
Islam no pide a sus seguidores una transformación interna: éste se presenta como una religión ritual, que se limita
a exigir a sus miembros que respeten los llamados cinco pilares: la afirmación verbal del monoteísmo, la
recitación de las plegarias prescritas, el ayuno del Ramadán, el viaje a La Meca al menos una vez en la vida, la
limosna ritual. Una vez cumplidas estas obligaciones, el musulmán es libre de sumergirse en el placer: nada en su
religión lo llama al sacrificio. Ciertamente, existen formas comparables al sacrificio, desdel ayuno al martirio en la
"guerra santa", pero se trata de formas de sacrificio ritual, que nada tienen que ver con el espíritu interior del
sacrificio cristiano.
El Islam puede ser definido como una "religión del placer", no sólo porque ignora el sacrificio, sino porque
sustituye en el Paraíso el concepto cristiano de felicidad eterna por el de placer eterno, de voluptuosidad sin fin.
Djanna, que es el nombre del Paraíso islámico, prevé en primer lugar todas las alegrías de los sentidos:
deliciosos banquetes, acompañado por excelentes vinos, los placeres carnales con las Hurí, las siempre vírgenes
a disposición de los Elegidos. La misma visión de Dios es descripta como un placer físico de la vista y del oído.
Un abismo divide a la religión cristiana de la musulmana no sólo por el rechazo islámico de la Trinidad,
sino también para la concepción materialista del más allá que caracteriza al Islam. El Islam, por su materialismo y
por su hedonismo, es más afín al comunismo y el relativismo que al Cristianismo. Podemos decir que si el
comunismo de Marx trasladó el Paraíso a la tierra, la religión de Mahoma trasladó los placeres de la tierra al
paraíso. Si el comunismo es una religión secular, el Islam seculariza, a su vez, el paraíso. En ambos casos,
comunismo e Islam, nos enfrentamos a una concepción muy diferente de la propuesta por la tradición espiritual
cristiana. Como el totalitarismo en el siglo XX, el Islam no*dis,tingue entre política y moral. Si el comunismo
absorbía la moral en la política el Islam absorbe la política en la religión, negando la existencia de un orden
natural, cognoscible por la razón, que constituye un momento de la mediación objetiva entre política y fe religiosa.
El Islam puede tener una alta adhesión-entre los jóvenes dentro y fuera de Occidente. Los jóvenes
occidentales, como todo hombre, aspiran al absoluto, pero están corroídos por el relativismo, son incapaces de
sacrificio. La religión mahometana les ofrece un sucedáneo de sacralidad, sin pedir algún sacrificio real. El Islam
es una religión grosera, a buen precio, pero que, a diferencia de la New Age, está sostenida por algunas de las
naciones más ricas de la tierra y por la Conferencia Internacional Islámica, que reúne cincuenta y ocho países
musulmanes que se empeñan en sostener al Islam en el mundo, mientras Europa despelleja las raíces cristianas
de su constitución e introduce el delito de "islamofobia".
A los jóvenes desheredados del Tercer Mundo, y también a los desheredados del primero, el Islam ofrece
el paraíso de los sentidos, rápido, a cambio del martirio. La explosión de una bomba permite al Kamikaze pasar
del sufrimiento al placer en un segundo. La atracción puede ser irresistible.
Frente al desafío representado por el relativismo cultural y moral y por el Islam, los católicos tienen el
derecho y el deber de proponer una filosofía y una teología de la historia fundada en los principios perennes de su
Tradición, con el convencimiento que sólo en esta Tradición viviente, en tanto renovada cada día por el Sacrificio
incruento de la Cruz, es el futuro de la humanidad. Ellos deben recuperar una concepción militante del
Cristianismo, con el convencimiento que entre bien y mal, entre verdad y error, entre la Iglesia y sus enemigos no
hay compromiso ni tregua posible, sino sólo antagonismo y lucha. La lucha conlleva naturalmente el cansancio y
el sufrimiento, y el rechazo del sufrimiento y del sacrificio, lleva a muchos a evitar la obligación, con la ilusión que
la tierra no sea un valle de lágrimas, sino un jardín de flores. Esta ilusión está destinada, sin embargo, a provocar
sufrimiento y tragedias mayores de cuantas acarrea la lucha. Una de las razones de la derrota de los católicos en
la segunda parte del siglo XX ha sido la pérdida de la visión militante del Cristianismo y de la teología de la
historia que ésta conlleva. A partir de los años sesenta se juzgó que la causa del anticlericalismo y del laicismo
del XIX y del XX fue la intransigencia de la Iglesia que, al condenar al mundo moderno, había producido la
reacción. Los católicos han cambiado su actitud hacia el mundo moderno, practicando la política de diálogo y de
la mano tendida, pero el proceso de descristianización no se ha detenido. El anticristianismo creció hasta
presentarse en forma muy agresiva, con las sofisticadas herramientas de la comunicación moderna.
Hoy no hay peor mal que el pacifismo espiritual, que es la renuncia al espíritu de sacrificio, y no hay virtud
más alta que el combate espiritual, que es la elección de quien abraza la Cruz y la hace un símbolo de lucha y de
victoria.
No hay victoria sin combate, pero no hay combate sin esta disposición de ánimo militante que nace, a su
vez, del espíritu de la Cruz de Cristo, emblema de todo cristiano, símbolo de la victoria sobre la muerte, el único
símbolo, como dice san Pablo, del que el cristiano se debe gloriar (Gal. 6, 14).
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