El síndrome de la tortuga de mar Es sabido que las tortugas de mar recorren millas y millas para depositar miles y miles de huevos, de los que salen miles y miles de tortuguitas que, apenas rotos sus cascarones, corren desesperadamente por la arena hacia el mar antes de convertirse en pasto de pajarracos y peces de toda suerte para los que son manjar de dioses. Cuentan los estudiosos que apenas terminan por sobrevivir, siendo optimistas, un centenar, ¡y aún! Pues bien, lo mismo ocurre con miles de pequeñísimas editoriales que en los últimos diez años han proliferado en España y que ni siquiera sobreviven al quinto libro publicado. Un estudio, realizado por J. Celaya y L. Sábat, Los retos de las editoriales independientes, nos revela que, en 2005, mientras se lanzaban en esta aventura 241 futuros editores perecían otras 896 editoriales... Entiendo que las tortugas recién nacidas corran hacia el mar con más ahínco genético que conocimiento del medio en que habrán de vivir; pero me cuesta bastante más comprender cómo 1.137 seres humanos adultos se lancen «al mercado con más amor al arte que conocimiento del sector», según explicación de libreros seguramente tan desconcertados como yo. ¿De dónde habrán sacado esos temerarios que para ser editor basta con apretar un botón del video juego de turno? ¿De qué naturaleza es esa fascinación repentina por nuestro oficio, al punto de arrojarse de cabeza en un negocio reconocidamente ingrato? No es descabellado pensar que, al igual que hoy en día cualquiera se cree escritor, cualquiera también crea que montar una editorial es como montar un chiringuito en la playa. Un escritor lo es porque nació escritor, o sea dotado de talento. Un editor, no. El editor vocacional, que aspire hoy a ser independiente –o sea propietario de su empresa editorial–, no tiene más remedio que aprender el oficio: currará en otras editoriales, de abajo arriba en todas sus actividades y, si sale vivo del intento, como mínimo deberá 1) tener dinero propio y/o en sociedad con otros, 2) ser un lector pertinaz, 3) haber encontrado un distribuidor y 4) programado con coherencia al menos doce títulos. ¡Que los dioses lo pillen confesado! Beatriz de Moura 30 de noviembre de 2006