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Unidad 3, lectura 1
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Unidad 3. Lectura 1.
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Se reproduce para uso exclusivo de los estudiantes de Teología del CFT, de la PUJ.
Entre corchetes [...] se indica el número de página del párrafo precedente, en el original.
Fuente: González, Antonio, Reinado de Dios e Imperio: ensayo de Teología Social, Editorial Sal Terrae,
Santander 2003. De allí: Cap. 3: “El diagnóstico bíblico”, p.85-109.
EL DIAGNÓSTICO BÍBLICO
Antonio González
Entramos ahora en el tratamiento específicamente cristiano de los problemas que nos ocupan. Y este
tratamiento cristiano encuentra su fuente primera de inspiración en la historia de Jesucristo y en la historia
de su pueblo, tal como nos es testimoniada por la Escritura.
3.1. EL RECURSO A LA ESCRITURA.
El recurso a la Escritura puede, en muchos casos, sorprender. Con mucha frecuencia, cuando en las
iglesias cristianas se utiliza para abordar problemas sociales, la Escritura no suele aportar grandes
novedades sobre lo que los cristianos ya saben por otros medios. De este modo, la Escritura se convierte
en un acervo de citas destinadas a confirmar con su autoridad alguna opinión a la que ya hemos llegado
previamente. Los progresistas encuentran muchos pasajes en los que se llama a los creyentes a hacer
justicia, pero los conservadores también pueden encontrar algunas citas utilizables para confirmar el
orden vigente. En ambos casos, los textos se sacan del contexto de la Escritura en su conjunto y se ponen
al servicio de unas decisiones previas. Cuando en algunos contextos se hablaba de la ‘mediación de las
ciencias sociales para la teología’, con demasiada frecuencia eran las ciencias sociales las que
proporcionaban no sólo los problemas y los diagnósticos, sino también las soluciones. De este modo, la
teología no permitía a la Escritura mucho espacio para decir algo nuevo. Simplemente, se rebautizaba lo
ya existente: lo que [85] para las ciencias sociales era ‘explotación’, para la teología era ‘pecado’; lo que
para las ciencias sociales era un ‘proceso de liberación’, para la teología era ‘salvación’.
Obviamente, estas equivalencias tienen su lado positivo, que consiste justamente en mostrar que la
Escritura habla sobre este mundo y no sobre otro. En un libro reciente he mostrado cómo la salvación
afecta directamente a la praxis humana y, por tanto, a su historia (González, 1999). Si la historia es praxis,
y la salvación atañe a nuestra praxis, no puede haber dos historias, una historia secular y otra historia de la
salvación. Solamente hay una única historia humana, en la que tiene lugar la salvación de Dios. Pero
¿cómo tiene lugar? ¿Hay realmente salvación en una historia atravesada por el sufrimiento, por la
explotación de unos seres humanos por otros, por la catástrofe ecológica? En este libro vamos a mostrar
que sí hay salvación en la historia. Pero esa salvación, aunque es histórica, contiene una novedad que no
se deriva de las posibilidades mismas de la historia. Es la novedad de la gracia libre de Dios actuando en
el mundo. La salvación es novedad, es una buena novedad actuando en esta única historia humana,
abriendo en ella posibilidades inéditas de libertad, de justicia, y de fraternidad.
Esto no excluye en modo alguno la utilización de las ciencias sociales. El capítulo anterior lo prueba
claramente. Las ciencias sociales nos han ayudado a ir más allá de los síntomas superficiales, hacia un
diagnóstico más profundo. Del conjunto de problemas de la aldea global hemos pasado a sus raíces en el
sistema económico y a una consideración preliminar de las posibles soluciones. La ‘mediación de las
ciencias sociales’ sigue siendo útil para la teología, sobre todo cuando esa mediación no es simple
retórica, sino que tiene lugar fácticamente. Sin embargo, la utilización de las ciencias sociales no tiene por
qué excluir la posibilidad de que la Escritura nos diga algo nuevo, algo que las ciencias sociales no nos
dicen y que nos abre nuevas posibilidades para entender el mundo y transformarlo. Cuando los cristianos
sostenemos que la Escritura es ‘palabra de Dios’, estamos diciendo que en ella no sólo hay un conjunto de
textos antiguos dignos de ser estudiados literariamente. Proclamar que la Escritura es palabra de Dios es
afirmar que en esos textos se contiene un mensaje que es capaz de hacer hoy en la historia las cosas que
Dios quiere hacer en ella. La Escritura, en cuanto que es palabra de Dios, es una palabra “viva y eficaz”
(Heb 4,12) [86]
Esa palabra eficaz nos narra, en principio, una historia: la historia, en medio de la humanidad, de un
pueblo elegido; la historia de Jesús y de las primeras comunidades cristianas. Para que la palabra bíblica
sea viva y eficaz, hay que entenderla en el contexto de la historia que nos narra. Y es que la Escritura
sostiene que esa historia no ha ocurrido por casualidad, como podría haber ocurrido cualquier otra cosa,
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sino que esa historia concreta es consecuencia de que Dios ha pronunciado una palabra eficaz, capaz no
solamente de crear el mundo entero, sino también de crear una historia nueva en el contexto de la
historia humana. Solamente en el marco de esa historia, la Biblia deja de ser un conjunto de citas
utilizables a conveniencia o un elenco de textos antiguos que nos hablan de otra cultura. La Escritura
comienza entonces a ser una palabra relevante para el presente. Una palabra que podemos leer como
discípulos, y no sólo como eruditos curiosos. Lo que esto significa, por de pronto, es, simplemente, que
leemos la historia bíblica sabiendo que esa historia nos afecta por el simple hecho de que, si somos
creyentes, ésa es nuestra historia y no simplemente la historia de otras gentes y de otros pueblos. Leer la
Escritura como discípulo es saberse parte de la misma historia que se narra y en la que nos hallamos
insertos.
Esta lectura ‘discipular’ de la Escritura es necesariamente una lectura ‘canónica’. El ‘canon’ de la
Biblia no sólo nos dice que la Escritura se compone de una lista de libros, con algunas variantes en el
Antiguo Testamento según las distintas iglesias. El término ‘canon’ indica justamente que la Escritura
pretende una función normativa, porque intenta decimos algo relevante para nuestra praxis presente. No
se trata de convertir la Escritura entera en un conjunto de normas, al estilo de los fundamentalistas. La
Biblia no sólo nos narra una historia, sino que nos la narra históricamente. Y esto quiere decir que el
significado de cada texto no puede separarse de su contexto. Se trata de algo que, obviamente, afecta a la
relevancia actual de los textos bíblicos. No todo texto bíblico es igualmente vinculante para nuestro
contexto presente, como la misma Escritura reconoce explícitamente (Ez 20,25). Ahora bien, tampoco se
trata de buscar dentro del canon una serie de afirmaciones que consideremos aceptables para nuestra
cultura, un ‘canon dentro del canon’, al estilo de los liberales. La Escritura es ‘canon’ en el sentido de
‘norma’ en la medida en que es canon en el sentido de ‘lista’. Es decir, solamente [87] desde el conjunto
de los escritos bíblicos, desde su resultado final, es posible entender el significado parcial de cada uno
de ellos.
De hecho, muchos escritos bíblicos tienen una historia redaccional harto compleja. La moderna
exégesis se ha esforzado en reconstruir, todo lo hipotéticamente que se quiera, la historia de las posibles
«fuentes» y de las sucesivas «redacciones». Todo esto es sin duda muy importante para entender la
Escritura y para situar los textos en su debido contexto. Sin embargo, la lectura canónica de la Escritura
no se conforma con estas informaciones. Lo que le interesa es lo que finalmente sucedió con esos textos,
que es justamente el hecho de que, a diferencia de otros textos, fueron incorporados a la Escritura. Se
convirtieron en interpretaciones «canónicas» (normativas) de lo que Dios ha hecho con su pueblo a lo
largo del tiempo. No como un conjunto de interpretaciones aisladas de hechos independientes, sino como
una unidad de interpretación. Unidad en la que caben las voces diversas, incluso disonantes, pero que
descansa, en último término, sobre la unidad de lo que interpreta y anuncia. Es decir, sobre la unidad de
la acción histórica de Dios con su pueblo. Solamente desde el conjunto de esa historia cobran su sentido
los acontecimientos particulares. Por eso mismo, los textos particulares adquieren su sentido definitivo
desde su inserción final en el conjunto del canon.
Ese resultado final incluye, en el canon cristiano, la experiencia de Jesucristo. El es la norma final
para la interpretación de la Escritura. La lectura discipular y canónica de la Escritura es para el cristiano
una lectura desde Cristo. Desde él cobran su sentido particular todos los textos bíblicos. Para los
discípulos, leer la Escritura como un canon significa leerla desde Cristo. Si la Escritura puede ser hoy una
palabra viva y eficaz, es porque desde ella nos puede hablar Jesucristo. Jesús nos habla en la Escritura no
sólo en las que con alguna probabilidad pueden ser consideradas ipsissima verba Jesu; su palabra viva
puede llegarnos a través de la eficacia que su vida, su muerte y su resurrección tuvieron sobre las
comunidades cristianas, y a través de la relectura que ellas posibilitaron de la experiencia entera de Israel.
El recurso a la Escritura sólo quedará justificado si, con todas las limitaciones que se quiera, encontramos
que en ella nos habla el mismo Jesucristo. Ni solamente Lucas, ni Pablo, ni los teólogos, sino el mismo
Jesucristo, como alguien vivo que puede insertarnos hoy en la historia de su pueblo y puede todavía hoy
actuar eficazmente sobre la historia. [88]
La Escritura así entendida podemos abordada con nuestras preguntas propias: las preguntas que
surgen ante un mundo atravesado por la injusticia, por el sufrimiento, por la destrucción ecológica y por
la desigualdad; las preguntas que surgen ante la profundidad de los males y la dificultad de encontrar
soluciones eficaces a esos problemas; las preguntas que surgen también de nuestro desánimo o de nuestra
perplejidad. Pero sabiendo que abordar la Escritura como discípulos significa abrirnos a una historia en la
que Dios ha actuado y ha hecho valer la libre novedad de su gracia liberadora. Por eso estamos abiertos a
que la Escritura nos sorprenda diciéndonos algo que no esperábamos escuchar.
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3.3. LA RADICALIDAD BÍBLICA.
Llegados a este punto, podemos ya entrever la radicalidad del diagnóstico bíblico. Desde el punto de
vista de la Escritura, los problemas que afligen a la humanidad tienen su raíz última en el pecado humano.
El término «pecado» indica algo más que una falta moral o un «error» humano. Se trata, desde el punto de
vista bíblico, de una desconfianza con respecto a Dios que destruye el plan originario de éste sobre la
creación. Pero el pecado de Adán y Eva no es un acto aislado, sino la estructura última de todo pecado.
Como hemos visto, los graves desajustes de la humanidad tienen, desde el punto de vista bíblico, su raíz
última en el pecado de Adán y Eva. Ello no quita a [100] cada acto humano su propia originalidad y
responsabilidad, pero sí nos muestra cuál es su estructura profunda. Si en el segundo capítulo pudimos
descubrir las raíces económicas sobre las que se fundan los problemas de la aldea global en la que
vivimos, el testimonio bíblico nos invita ahora a seguir profundizando en las raíces del mal.
3.3.1. Las raíces del mal.
No se trata, obviamente, de una negación de lo que hemos descubierto en el capítulo anterior. Los
problemas concretos de la humanidad contemporánea (pobreza, desigualdad, crisis ecológica, violencia,
etc.), tienen una dimensión estructural, que en el capítulo anterior hemos tratado de desentrañar. Sin
embargo, el diagnóstico bíblico nos invita a buscar la raíz última de esas estructuras. Como hemos visto,
el relato del Génesis culmina precisamente en una realidad estructural: el imperio de Babel. Sin embargo,
esa realidad estructural no estaba ahí desde siempre, ni es un puro efecto casual de la historia. Desde el
punto de vista de la Escritura, las estructuras sobre las que se asienta la injusticia y la dominación
obedecen a una estructura última, que es la del pecado de Adán y Eva. Como dijimos, «Adán y Eva» no
están aquí para representar un hecho histórico, sucedido con la primera pareja de humanos. Adán y Eva
representan un problema constante de la praxis humana de todos los tiempos: la pretensión de
autojustificarse mediante los resultados de las propias actuaciones. Lo que la Biblia nos está mostrando es
que las estructuras del pecado, plasmadas en realidades como «Babel», tienen su raíz última en una
estructura de la praxis humana que consiste precisamente en la lógica adámica de autojustificación.
Desde esta perspectiva, pueden comenzar a cobrar nueva luz las estructuras que nos aparecían en el
capítulo anterior. Así, por ejemplo, las exposiciones usuales del capitalismo dan por supuesto que, en una
situación de mercado, todos los participantes buscarán aumentar constantemente sus ingresos y riquezas,
hasta el punto de que este comportamiento se considera el plenamente «racional», mientras que otros
comportamientos son considerados «irracionales». Ahora podemos entender que esa racionalidad hunde
sus raíces en la pretensión adámica de autojustificarse obteniendo constantemente resultados. La
competencia con otros, el deseo de obtener resultados [101] cada vez mayores, la obsesión por el
crecimiento y la producción... no son únicamente características estructurales del capitalismo; son
también y al mismo tiempo expresiones de la lógica adámica que la Escritura nos ha revelado. Por
supuesto, la lógica adámica no se plasma solamente en el capitalismo. Se puede plasmar también en
antiguos imperios, como el de Babilonia. O en otros sistemas económicos, como el soviético. Allí
veíamos que la búsqueda del propio enriquecimiento no desaparecía, sino que se expresaba en nuevas
estructuras y funciones, como las desempeñadas por los directores de fábrica. Tampoco desaparecían el
afán de poder, la dominación de unos seres humanos por otros o la construcción de gigantescas
estructuras dedicadas a proclamar el propio prestigio.
[…]
3.3.3. Las estructuras de Babel.
¿Cuáles son las estructuras en las que se plasma el pecado fundamental de la humanidad, es decir, el
esquema adámico de autojustificación? No tenemos más que recapitular lo que el libro del Génesis nos ha
mostrado en sus primeros capítulos: [104]
1. Las estructuras babilónicas son estructuras de dominación. La necesidad de justificar la propia praxis
conlleva la utilización de los demás para producir los resultados pretendidos. Ciertamente, no
todas las utilizaciones de los demás son necesariamente relaciones de dominación. Caben
también las manipulaciones recíprocas, mutuamente consentidas, destinadas a obtener un provecho particular, incluso bajo el pretexto del «amor». Pero la utilización de los demás para producir
resultados puede adquirir la forma explícita de la dominación. Unas personas disponen de otras:
de su tiempo, de su trabajo, de su futuro, incluso de su vida o su muerte. Esto puede variar en los
distintos sistemas económicos y políticos. Pero el denominador común permanece: «la
desesperación y la dura servidumbre (Is 14,3) con que unos seres humanos someten a otros.
2. La dominación entraña la existencia de diferencias sociales, de ricos y pobres. Las formas concretas
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que adoptan esas diferencias sociales varían enormemente a lo largo de la historia humana, pero
sin que cambie este hecho básico. Unos están al borde de la escasez, empujados hacia la muerte,
mientras que otros nadan en la abundancia. Sin embargo, en muchos casos estas formas de
dominación pueden ser plenamente consentidas: ya lo vimos en el caso de Eva: la búsqueda de
sus propios «frutos» (la maternidad) la sitúa bajo el dominio del varón. Las diferencias sociales
pueden ser consideradas ventajosas incluso por los mismos dominados, en la medida en que sean
percibidas como su mejor alternativa. O en la medida en que se les convenza de que no hay
alternativa.
De ahí que la dominación necesite siempre ser legitimada. Una forma especialmente eficaz de
legitimación consiste en proclamar a los pobres como culpables de su propia pobreza, tal como
hemos visto. Es algo que se deriva directamente del esquema adámico de una correspondencia
entre la acción y sus resultados. Pero hay otros modos derivados de legitimar las diferencias
sociales. Los poderosos pueden presentarse a sí mismos como benefactores de los más
necesitados (Lc 22,25). Ya Hammurabi se presenta en su famoso código como benefactor del
huérfano y de la viuda. Del mismo modo, el capitalista se presenta a sí mismo como «dador de
trabajo», por más que el sistema económico [105] se fundamente en la plusvalía y haya hecho
desaparecer todas las formas de trabajo no asalariado que le precedieron. Los trabajadores, por
su parte, serían personas que «buscan trabajo» o que lo reciben de los capitalistas, cuando en
realidad son ellos quienes lo están ofreciendo.
La existencia de la dominación y de las diferencias sociales implica también diferencias en el
conocimiento. Unos disponen de las técnicas adecuadas a sus fines, mientras que otros carecen
de ellas. Hemos visto cómo en el capitalismo tiene lugar un enorme desarrollo tecnológico,
impulsado por las características específicas de este modo de producción. Pero las diferencias en
el control del conocimiento y de la técnica son propias de todas las sociedades. Sin ese
conocimiento no es posible edificar torres de Babel.
La lógica última de Babel entraña una profunda infelicidad humana. Las personas, cuando
ocasionalmente se asoman a la realidad de su vida, contemplan el absurdo de una existencia
dedicada a producir, y cuyo final es la muerte. A ella se añade el peso de la propia culpabilidad y
la incapacidad de perdonarse a sí mismo o de perdonar a los demás. El sinsentido, el
resentimiento, la culpa, la amargura y la vaciedad se adueñan de la vida de millares de personas,
tanto dominadoras como dominadas.
La dominación, las diferencias sociales y la legitimación de las mismas entrañan diferencias en el
prestigio. Los sistemas de dominación son sistemas jerárquicos en los que las propias posesiones
y saberes se ponen al servicio de una demostración de los propios merecimientos. El vestido, los
banquetes, las joyas, los automóviles, etc. se convierten en instrumentos para hacer visible la
posición social que cada cual ha merecido.
La dominación y las diferencias sociales requieren la violencia para su mantenimiento. De ahí que la
dominación necesite siempre formas estatales. De hecho, los estados aparecen en la historia
humana al mismo tiempo que la propiedad privada. Y el estado consiste esencialmente en
violencia. No hay estado sin cuerpos policiales y militares. Y la creación de un nuevo estado
requiere siempre de la violencia. En el estado se establece el monopolio de la violencia coactiva
que se acepta como legítima. Entonces, solamente el estado puede privar «legítimamente» de
bienes, de libertad [106] o de la vida. Por supuesto, esta violencia nunca se utiliza de la misma
manera en favor de los dominados que de los dominadores, incluso en aquellos estados que
proclaman la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. La existencia de diferencias económicas impide una igualdad real.
La dominación tiene siempre un carácter idolátrico. La pretensión humana de auto justificación
establece ídolos que pretenden garantizamos una correspondencia entre la acción y sus resultados. La idolatría no es simplemente un culto a dioses que no pueden dar vida. En ella, el
producto de las manos humanas (un ídolo) se convierte en objeto de culto (Is 37,19). La
dominación, como resultado de la praxis humana, puede convertirse ella misma en objeto de
culto. De hecho, la torre de Babel posiblemente alude satíricamente al templo que, en el Enuma
Elish, construyen los dioses inferiores de Babilonia para el gran dios Marduk. En la medida en
que las jerarquías divinas reflejan jerarquías sociales, la idolatría es legitimación de la
dominación y dista poco del culto a personas concretas, como los emperadores, los millonarios,
las estrellas de cine o los líderes comunistas.
La dominación es, por su misma esencia, expansionista. El ansia de producir resultados que legitimen
nuestra praxis y nuestra posición social no tiene, en principio, ningún límite. Los imperios tratan
siempre de expandirse hasta el límite de sus posibilidades. Como vimos, en el capitalismo la
caída tendencial de la tasa de ganancia implica una tendencia constitutiva a la expansión. Sin
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embargo, el dinamismo profundo hacia la expansión trasciende esta tendencia constitutiva del
capitalismo y aparece en cualquier forma humana de dominación, desde los antiguos imperios de
Oriente hasta la dominación soviética en el siglo XX.
10. Las estructuras de dominación, en la medida en que se derivan de la pretensión humana de alcanzar la
justificación mediante los resultados de las propias acciones, tienen la tendencia a repetirse
continuamente a lo largo de la historia humana. El pecado de Adán es un pecado de toda la
humanidad. Por eso mismo, los imperios se van sucediendo unos a otros, sin que cambien
significativamente sus características (Dn 7,1-8). Desde el punto de vista bíblico, la presencia
desafiante de Babilonia alcanza prácticamente [107] hasta el final de los tiempos (Ap 18). Ello
no obsta, como veremos, para que antes del final de los tiempos el poder de Babilonia pueda
reducirse significativamente.
3.3.4. ¿Hay alternativas?
La radicalidad de este diagnóstico de la Escritura tiene importantes consecuencias. Ante todo, hay que
observar que, mientras no se elimine la esencia última sobre la que se fundan todas las realidades
babélicas de opresión, la lucha contra ciertas estructuras concretas, aunque pueda ser necesaria en muchos
casos, no significa nunca una solución definitiva del problema. El capítulo anterior nos hacía ver claro
que los problemas de la humanidad contemporánea exigen, para su solución, la búsqueda de una
alternativa al sistema económico vigente. Ahora vemos que la búsqueda de una alternativa, para ser
eficaz, tiene que tocar estructuras todavía más profundas que las estructuras económicas del capitalismo.
Estos problemas ya comenzaban a insinuarse en el capítulo anterior, cuando hablábamos de las empresas
autogestionadas y observábamos que en ellas el grado de motivación puede ser decisivo para su éxito
económico. Pero ahora podemos contemplar la esencia del problema en su radicalidad. El análisis
marxista nos muestra que, en el capitalismo, los trabajadores no son plenamente dueños del fruto de su
trabajo, que es controlado por el capitalista al apropiarse de su plusvalía. Sin embargo, el análisis bíblico
nos muestra que la apropiación por los trabajadores del fruto de su trabajo no implica necesariamente la
desaparición de la injusticia y la opresión. El esquema adámico de autojustificación sigue en pie y puede
dar lugar a nuevas formas de dominación.
Todo esto no tiene que llevamos a la desesperación. Las luchas parciales contra las estructuras de
dominación (capítulo segundo) y contra sus efectos más visibles (capítulo primero) tienen sin duda su
valor y su sentido. Sin embargo, la Escritura nos ha puesto de relieve una dimensión más profunda del
problema. De los efectos más visibles hemos pasado a las estructuras, y de las estructuras nos hemos
asomado a su esencia última. Ahí se muestra, sin duda, la capacidad que tiene la Escritura para hablar por
sí misma. La [108] Escritura no es un acopio de citas que sirven para confirmar lo que ya sabemos por
otros medios. La Escritura, leída discipularmente, puede pronunciar una palabra libre, viva y eficaz, que
penetra hasta las coyunturas últimas de los problemas que tenemos planteados. Así entendemos más
profundamente el mundo en el que vivimos. Y también entendemos la radicalidad de las soluciones
necesarias. Porque la Escritura no sólo nos ofrece un diagnóstico; también nos propone una terapia. Es lo
que veremos en los siguientes capítulos. [109]
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