Fichas de Trabajo del

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Cuelgamuros
¿Alguien se imagina que en Camboya, Alemania o la Unión Soviética hubieran levantado
majestuosos mausoleos donde glorificar la memoria de asesinos como Pol Pot, Hitler o Stalin?
¿Alguien se imagina que en esas obscenas sepulturas los verdugos hubieran sido enterrados
alevosamente junto a sus víctimas? ¿Alguien se imagina a alguna religión bendiciendo cómplice
ese macabro contradios? ¿Alguien se imagina que esos panteones se mantuvieran con dinero
público? Difícil de imaginar, ¿verdad? Difícil en otros países; pero esto es España.
* * *
No tendría diez años cuando me llevaron por primera y única vez a Cuelgamuros. Recuerdo mi
impresión, mi asombro y vértigo ante aquella desmesura eréctil en forma de cruz. Una cruz de
150 metros de alto es mucha cruz y anonada a cualquiera. Y más a un niño. El poso que me
quedó de aquella lejana visita fue de perplejidad y cierto acojone: ¿por qué tanta cruz?, ¿para
qué tanta cruz? Obviamente, tal tonelaje de cruz ha de tener alguna explicación, alguna
intención. Cuando alguien hace algo excesivo, extravagante y a la vez inútil, hay algo que
explicar. La exageración siempre esconde algo. ¿Qué significa tamaña cruz? ¿Qué hace ahí
ese desproporcionado armatoste? ¿Es sólo un símbolo o hay algo más? ¿Qué propósito,
finalidad o intención cumple ese atrevido priapismo de hormigón, piedra y hierro?
* * *
Más o menos, todos sabemos que en este país, allá por 1936, un hatajo de militares, alentados
y subvencionados por codiciosos capitalistas y terratenientes y bendecidos por la ladina Iglesia
española, dieron un golpe de estado, se sublevaron contra el Gobierno al que habían jurado
fidelidad y atacaron al pueblo al que debían proteger. El golpe habría quedado en agua de
borrajas de no ser por la ayuda interesada que los sublevados recibieron de los fascismos
europeos, que utilizaron España como banco de pruebas para su posterior ofensiva imperialista.
Por no hablar de la vergonzosa, cobarde e insolidaria pasividad del resto de Europa… Estos
hechos fueron determinantes para que los rebeldes consiguieran derrocar el sistema
democrático español y ganar la indecente guerra que habían iniciado. El señor que estuvo al
mando de los sediciosos fue un tal Francisco –traidor, golpista y con propensión al asesinato–,
quien después de extinguir el último aliento de resistencia, se erigió en Dios de España y se
aplicó concienzudamente, junto a sus compinches, en el exterminio de hasta el más mínimo
aliento de ideología republicana. «Es necesario crear una atmósfera de terror, hay que dejar
sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como
nosotros. Tenemos que causar una gran impresión, todo aquel que sea abierta o secretamente
defensor del Frente Popular debe ser fusilado».
En los años de posguerra, mientras el país moría de hambre, enfermedades y penurias, al señor
dictador Francisco se le metió en la cabeza una idea fija de piedra: levantar un monumento
mortuorio excepcionalmente exagerado y ostentoso, en plan faraónico, y llamarlo «Valle de los
Caídos».
Valle de los Caídos. ¿De los caídos? ¿Quién se cayó? ¿A qué caídos se refiere? ¿A los que
tropezaban con adoquines? ¿A los que resbalaban con cáscaras de plátano? ¿De qué caídos
hablan? Para saber qué es en realidad ese monumento y con qué fin se construyó, nada mejor
que leer el Decreto Fundacional de 1940. Según este legajo, el monumento y la basílica se
levantaron para perpetuar la memoria de los caídos en «…nuestra gloriosa Cruzada, para que
las generaciones futuras rindan tributo de admiración a los que les legaron una España mejor
[…], para que se ruegue por los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria […], para que
reposen los héroes y mártires de la Cruzada».
«Dios», «Gloriosa Cruzada», «Heroicos sacrificios que la Victoria encierra», «Quienes les
legaron una España mejor»… Con esas expresiones no parece que se esté refiriendo a los
republicanos que lucharon por defender valerosamente la democracia legítimamente
establecida. Más bien parece que se refiera a los traidores que con la bendición de Dios y el
Dinero (vienen a ser lo mismo), se levantaron en armas contra aquella democracia para
arrasarla. Estos, estos son los «caídos».
Mientras más de media España se alimentaba de las mondas y los piojos de la posguerra, a
Francisco no se le ocurrió otra cosa que construir un aparatoso y disparatado monolito para
conmemorarse a sí mismo y a los que lucharon y murieron por su causa, que era la de Dios (y el
Dinero); un enclave sin igual para pasar a la posteridad con la mayor gloria posible y
salvaguardar, magnificar y honrar su propia memoria. El Valle de sus Caídos, una
monstruosidad ostentosa, producto de la obsesión del déspota Francisco por elevarse a las
alturas y sublimar su crimen; una extravagancia obscena para ensalzar su gloria y la de un tal
José Antonio, un señor que pasaba por allí y al que no se le conoce otros meritos que ser hijo
de otro dictador y fundar un partido fascista… El Valle de los Caídos, un homenaje permanente
a unos militares golpistas que arrasaron por la fuerza las instituciones democráticas legítimas de
la República y causaron una espantosa guerra.
La obra duró casi 20 años, costó la friolera de muchos miles de millones y acabó con la vida de
incontables presos políticos, encarcelados en el campo de concentración de Cuelgamuros, que
trabajaban como esclavos bajo el mortal frío de Guadarrama. ¿Cuántas bocas se hubieran
podido alimentar con el dinero empleado en la construcción de esa mole? ¿Cuántas viviendas,
escuelas y hospitales se hubieran podido construir?
En fin, el caso es que el dictador Francisco ordenó que a su muerte lo enterraran bajo aquella
cruz, junto con el señor que pasaba por allí y algunos de sus cómplices sublevados. Y allí están,
tan ricamente, a la diestra de su Dios Padre.
Con ser malo todo esto, no es lo peor. Resulta que en esa infame fosa común también yacen
miles de personas que murieron o defendiendo la democracia (luchando contra los golpistas) o
víctimas de la sangrienta represión franquista. Allí abajo se funden los huesos (no las almas) de
víctimas y victimarios. Y todo bajo una inscripción humillante: «Caídos por Dios y por
España». ¿Cómo es posible? Pues mira, es posible porque parece ser que la catacumba les
quedó grande y no encontraban suficientes muertos de los suyos para llenar el antro. Así que
para completar fosas vanas y nichos huecos, el dictador, en un acceso de bonhomía, ordenó
meter allí a caídos republicanos, o sea, rojos. Ni cortos ni perezosos se pusieron a profanar
fosas en los pueblos, exhumaron sin ningún respeto los restos de miles de republicanos
fusilados y los trasladaron de forma clandestina a Cuelgamuros, sin informar siquiera a los
familiares. Y allí están, criando malvas y úlceras, forzados a acompañar por toda la eternidad al
culpable de su muerte. Y toda esa barbaridad –producto de los desvaríos de un tirano– la
estamos manteniendo, a día de hoy, todos nosotros con nuestros impuestos. ¡Qué gracia!, ¿no?
Es indignante para la memoria de los caídos y de España, que el golpista e inicuo dictador
Francisco siga enterrado junto a sus víctimas, con unas distinciones que le glorifican como
salvador de España por la Gracia de Dios. Maldita la gracia que tuvo Dios enviándonos a
semejantes salvadores.
¿Cuándo permitirán a los familiares de los muertos republicanos rescatar de allí a sus deudos y enterrarlos
dignamente y sin miedo, como y donde quieran? ¿Cuándo ese lugar dejará de ser el mausoleo honorífico
de los principales responsables de tanto sufrimiento? ¿Cuándo convertirán ese escenario en un lugar de
memoria, reflexión y docencia para que nunca más la fuerza de las armas, la barbarie de una guerra y la
perversidad de una dictadura nos amputen la Libertad? ¿Cuándo?
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