Daniel Herce: Búsquedas e Irreverencias Un jorobado, de pie en un campo de amapolas, miró hacia un costado y el hombre que labraba olvidó su arado. Se le encendieron el pelo y la piel, y las llamas crujieron naranja mientras avanzaba hacia la giba. Radiante en el esplendor, el trigo cesó de ondular, el gavilán se deslizó como barca de los sueños. En una tarde ingrávida, el hombre obedecía el son de los ojos que invocaban, torciéndose su espalda al envolverlo la hondura de las amapolas. Acecha el olor ajeno. Uno sólo tiene que abrir grande la nariz e inhalar de cerca todo pliegue, toda rendija detrás de la cual un aire sopla y bruscamente, tal un manzano que al dejar caer su fruto nutre al hambriento, la revelación brota con luz desvergonzada. Resplandece así, con fosforescencia brutal, no sólo sobre el que fue respirado sino sobre el que respiró, los dos habitados ahora por el mismo alfabeto. Comprender, entonces, depende de una nariz. Concedido, tal vez podría estar congestionada, o entumecida, o morada por el puñetazo de un rival. Pero siempre penetran esas otras letras, construyéndose realidades que dependen de ficciones propias. Tomemos, por ejemplo, a Daniel Herce. No desdeñemos su envoltorio, si es que creemos en la correspondencia entre la carne y lo inefable. De mediana estatura, delgado como bailarín gitano, son sus pupilas que las brujas han lanzado sin titubeo a la olla, esperando de ellas su verde claridad y espinas que hacen sangrar. Y luego el peregrinaje interior, calderas fumantes y colegiales libres al fin. Claro está, que para oler todo vericueto un tiene que estar atento también al indicio que el viento trae, y sentado al borde de un camino, las palabras de Herce resuenan con la certidumbre del que posee sin tener que pedir. “Obedezco a mis impulsos creativos. Toda regla me entristece; creo en mis entrañas". Detrás de sus músculos turquesas, de sus huesos rubí, las complejas erosiones, pantanales tibios como gacelas y bosques que pueblan los faunos. Respiremos a fondo. ¿A qué huelen las manos invisibles que peinan las hojas, a qué huele el niño que intuye sin parpadear, o el caminante con garganta salada? Ninguna voz única responde a la nariz, sino multitudes de ellas, fantasmas veloces. Más pistas, ruega el olfato. Ahora bien quieta, nariz, ábrete de narinas y aspira con violencia lo que se te ofrece. Entonces se posa sobre el pigmento que reverbera, sobre la línea que surge del comienzo. Ríe la boca desmesurada de sus personajes, y Herce se mata de risa con ellos, mientras que jadeante busca la llave perdida entre las hojas, la que justo cabe en el cerrojo del cielo. Y en medio de bichos contrahechos, de gordos que chupan la iridiscente esperanza, de rojos que causan diarrea, de trazos que vomitan infancias, están sus figuras tenues, los brazos extendidos como bailarines sin paraguas. Juntas danzan, entrelazadas, esenciales criaturas que anhelan los oasis. La nariz advierte cierto movimiento. Deslizándose de su antigua piel, Herce se arroja en los brazos de sus hermanos, apuntando a la negrura que ruge su obstinado catalejo. Christine Castro Gache