La brisa suave que acaricia a Elena

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La brisa suave que acaricia a Elena
Una joven de Caravaca emocionó con su testimonio a miles de fieles en el encuentro
con el Papa en Madrid y relata cómo experimenta paz mientras supera un tumor
Elena Romero, a sus 18 años de edad, no tiene la piel verde, ni antenas en la cabeza, ni
escama alguna cubre su cuerpo. Elena parece, de no ser por el brillo de su mirada, la
chica más normal del universo. Como cualquier joven de su edad, le gusta escuchar
música y viajar, charlar con los amigos, hacer deporte, adornarse con pendientes de
colores o jugar con su diminuta hermana. Sin embargo, Elena habla una lengua que no
parece de este mundo. Al menos, del planeta apresurado donde vivimos. Porque dice
creer en un Dios con poder para resucitar muertos, rescatar a alcohólicos y drogadictos,
hacer secundario el dinero y curar sufrimientos y enfermedades. Tan graves como el
cáncer contra el que lucha.
El testimonio de fe de Elena, de Caravaca de la Cruz, estremeció a cientos de jóvenes y
periodistas durante el encuentro con el Papa. Miles de españoles escucharon
emocionados su voz a través de televisión. Si ayer hizo un esfuerzo para repetir su
experiencia fue, como asegura, «porque quizá le puede ayudar a alguien que se
encuentre en esta situación».
La dolencia se manifestó hace una década, cuando le descubrieron una simple
descalcificación en un hueso de la pierna. «Me dijeron que no me preocupara -recuerda
Elena-, que se estabilizaría cuando dejara de crecer». Cinco años después, la joven,
quien disfrutaba practicando todo tipo de deportes, acudió a unas catequesis en la
parroquia de San Francisco de Asís y entró a formar parte de una comunidad
neocatecumenal. Aquella decisión, aunque ni siquiera lo imaginó, le sería muy útil en la
vida unos años después.
«Los médicos dijeron que sólo había una posibilidad entre 100.000 -aclara Elena- de
que la lesión degenerara en un cáncer; pero sucedió». A partir de ese instante, lejos de
sumirse en la desesperación, comenzó a experimentar lo que describe como «una paz
inmensa, una tranquilidad en el sufrimiento, algo sobrenatural que sólo es posible sentir
junto a Cristo».
Elena reconoce sin reservas que en algunos momentos su existencia parece
desmoronarse y, como cualquier persona que luche contra el cáncer, «me siento
flaquear, como si la enfermedad ya no tuviera sentido». Sin embargo, siempre encuentra
una expresión de aliento en la Biblia, en el párroco, en sus familiares, en los hermanos
de su comunidad; una palabra que, según asegura, «me quita el velo de los ojos y siento
cómo el Señor se encuentra conmigo en el sufrimiento. Surge como una brisa suave, por
ejemplo, en estos encuentros con el Papa, palabras que luego me acarician y me nutren
durante todo el año».
Resuena la voz de Elena firme, cordial, sin ánimo de convencer a quien la escucha, sin
un atisbo de ese orgullo que confiesa padecer y que la lleva a exclamar, entre risas, que
«el Señor me está puliendo para ser humilde, porque El sí se humilló». Cuando acude a
la clínica donde recibe quimioterapia, donde se sorprende de la cantidad de personas
que padecen sufrimientos como el suyo, siente que «somos polvo y barro. En cualquier
instante, toda tu seguridad desaparece y te quedas sola. Entonces, El está allí. Te enseña
el camino hacia el cielo».
Elena es consciente de que cuando asegura que «en la enfermedad he experimentado el
cielo» muchos se quedan boquiabiertos; pero se apresura a explicar que «de nada sirve
creer que Jesús resucitó hace 2.000 años y frenar ahí el argumento. La noticia es que,
cada uno de nosotros, puede resucitar de sus sufrimientos cada día con El. Lo cierto es
que el Señor me ha mirado». Y ella, en el mar oscuro y revuelto que le ha tocado vivir,
le devuelve cada día la mirada.
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