Entrevista con Carlos Taibo sobre 'Repensar la anarquía'

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Entrevista con Carlos Taibo sobre 'Repensar la anarquía'
P. Maceiras :: 28/09/2013
Afianzar un proyecto anarcosindicalista que tenga su núcleo mayor en el mundo del trabajo me
parece que es una tarea vital
Hace tres años publicaste, Carlos, una antología de pensamiento libertario. ¿Qué tiene que ver este
libro con aquél? Son trabajos con objetivos diferentes. Si en 'Libertari@s', que publicó Del Lince, mi
propósito mayor era demostrar que los clásicos anarquistas, y con ellos un puñado de pensadores
afines, tenían mucho que decirnos a la hora de iluminar el mundo en el que estamos, en este trabajo
pretendo escarbar, desde una visión que no puede ser sino personal y no dogmática, en los grandes
debates que rodean al pensamiento libertario: el Estado, el capitalismo, la lucha de clases, la
democracia y la acción directas, la autogestión, las elecciones y los parlamentos, la propia cuestión
nacional... En las páginas de 'Repensar la anarquía' vuelves sobre la distinción entre anarquistas y
libertarios. Vuelvo sobre esa distinción porque me sirve para llamar la atención sobre una idea
importante, pero no me empecino en imponerla. El adjetivo anarquista tiene una condición
ideológico-doctrinal más fuerte que la que corresponde al adjetivo libertario. Aunque ya sé que
fuerzo el argumento, un anarquista es alguien que ha leído a Bakunin y a Kropotkin, y que se
identifica con sus ideas. Aunque esas lecturas son muy recomendables, lo de libertario tiene un
sentido más amplio, en la medida en que remite a la condición de muchas gentes que, anarquistas o
no, apuestan por la asamblea, por la democracia directa y por la autogestión, y rechazan jerarquías y
liderazgos. Creo firmemente que cada vez hay más libertarios, algo que puede comprobarse al
amparo de la expansión que entre nosotros están experimentando los espacios autónomos que se
reclaman de la autogestión y la desmercantilización. ¿Crees realmente que asistimos a un
renacimiento de las ideas y de las prácticas libertarias? Me parece que salta a la vista, y que tiene
como poco dos explicaciones principales. La primera la configura la quiebra sin fondo de las
propuestas que acarrearon la socialdemocracia y el leninismo. La segunda es, a mi entender, y sin
embargo, más importante: para hacer frente a los problemas de un capitalismo que se adentra en
una fase de corrosión terminal, y que nos conduce al colapso, la propuesta libertaria, que no es otra
que la de la organización de la sociedad desde abajo, en defensa abierta de la autogestión y de la
desmercantilización, que acabo de mencionar, tiene hoy más actualidad que nunca. Creo que esa
propuesta se justifica más por lo que se nos viene encima que por lo que haya podido ocurrir, que
también, en el pasado. Tu libro es un alegato contra quienes siguen creyendo en elecciones, partidos
y parlamentos. Me sigue produciendo fascinación el eco que la vía electoral, y con ella la figura de
los dirigentes políticos, tiene en personas por lo demás inteligentes y respetables. No sé si atribuirlo
al ascendiente poderosísimo que ha acabado por alcanzar la cultura al uso del sistema que
padecemos o a una suerte de ceguera provisional derivada de la desesperación. Pero aclararé que
tampoco me siento muy cómodo en esa batalla: que cada cual haga lo que estime conveniente.
Aunque tengo la certeza de cuáles son los callejones sin salida a los que conduce la vía electoral, y
en particular el que se traduce en un olvido inevitable de todo lo que huela a democracia directa y
autogestión, me interesa más la parte propositiva de la propuesta libertaria. Y me permito rescatar
un argumento que utilizaba con frecuencia Ricardo Mella: si quieren ustedes, voten, pero trabajen
por la emancipación, desde abajo, los restantes 364 días del año. Si es que el hechizo por elecciones
y representaciones se lo permite. ¿Es imaginable un proyecto libertario si la lucha de clases no corre
constantemente por sus venas? Obviamente no. Nunca ha sido imaginable sin la lucha de clases, y
menos lo será ahora que asistimos a una manifestación ostentosa de la lucha de clases que libran los
de arriba. Otra cosa distinta es que nos pongamos de acuerdo en lo que se refiere a los retos que
plantea hoy la lucha de clases. Al respecto me siento incómodo tanto con quienes consideran que la
clase obrera es un prescindible artefacto del pasado como con quienes estiman que esa misma clase
obrera no ha experimentado cambio alguno en el transcurso del último siglo. Las cosas como fueren,
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afianzar un proyecto anarcosindicalista que tenga su núcleo mayor en el mundo del trabajo me
parece que es una tarea vital en un escenario en el que las relaciones laborales están regresando al
siglo XIX. Lo es al menos si nuestro propósito no es buscar una salida social a la crisis, sino dejar
atrás el capitalismo con urgencia. ¿Hay que revisar el papel del Estado en la tradición anarquista?
Más bien hay que actualizarlo. Creo que en esa tradición se han
asentado al respecto dos percepciones que merecen reflexión. La
primera es cierta obsesión por el Estado que olvida que este último
es al cabo un instrumento, bien que central, de dominación al
servicio del capital. Muchas de las opresiones que hoy padecemos no
pasan necesaria y claramente por el cauce del Estado. La segunda
es, con todo, más delicada, en la medida en que se asienta en una ingenua identificación de una
supuesta función protectora del Estado, bien materializada en los llamados Estados del bienestar. Es
importante cuestionar lo que significan éstos como instancias exclusivas del capitalismo, hostiles a
toda perspectiva autogestionaria, estrechamente vinculados con la socialdemocracia y el
sindicalismo de pacto, a duras penas liberadores en relación con los problemas de las mujeres,
ecológicamente insostenibles e insolidarios en relación con los problemas de los países del Sur. Y es
importante recordar, en paralelo, la dimensión represiva y controladora que corresponde, de
siempre, al Estado. Dedicas un espacio notable en el libro a procurar las relaciones entre los clásicos
del anarquismo y las propuestas de lo que hoy conocemos como ecología, feminismo y pacifismo. La
relación con el pacifismo y el antimilitarismo es fluida; existe, bien que con atrancos y problemas, en
el caso del feminismo, y es muy débil, en cambio, en el de la ecología. Aunque, con alguna excepción
menor, los clásicos del anarquismo fueron, en lo que hace al problema ingente de los límites
medioambientales y de recursos, pensadores anclados en el XIX. Es cierto que su rechazo de los
grandes complejos productivos y de las formas de organización del trabajo, inevitablemente
opresivas, de su tiempo, junto con su defensa de la organización desde abajo, prefiguraron a menudo
de su parte un mecanismo de defensa casi biológico frente a la idealización del desarrollo de las
fuerzas productivas a la que se entregaron Marx y sus epígonos. Los críticos de la democracia
directa subrayan que es una forma por completo inadecuada para encarar los problemas de
sociedades complejas. Y en parte tienen razón. Lo que ocurre es que la reivindicación de la
democracia y de la acción directas no aparece sola. Se hace acompañar de la defensa paralela de
una reestructuración radical de nuestras sociedades que reclama, frente al colapso, decrecer,
desurbanizar, destecnologizar, descentralizar y descomplejizar. Hay que tomar el paquete entero. Si
la tarea correspondiente parece difícil, y sin duda lo es, no está de más que recuerde lo que rezaba
con ironía un trecho de una canción anarquista francesa del XIX: abolamos, sí, el capital, pero, si lo
hacemos, ¿quién nos pagará el jornal del sábado? Muchos de los problemas que hoy nos parecen
insorteables acaso no sean un escollo tan severo cuando nos pongamos a la tarea.
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