Spanish - Amante (2014) / Translated by: Marjeta Drobnič

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Gabriela Babnik
El amante
Entró en mi oficina con una cara preocupada, casi abatido, con los hombros ligeramente
caídos, en fin, como un derrotado, aunque iba vestido con un pantalón de cuero y llevaba
gemelos en la camisa. Tal vez fue la combinación de las dos cosas, es decir la combinación de
lo uniformado y lo refinado parecidos a los de la Gestapo, lo que me llamó la atención al
principio aunque, así me parece, la singularidad clave residía en el color de su piel, en su
contraste con el día en el que estaba emplazado, en el que estábamos emplazados los dos.
Aquella tarde fue la primera vez, y no será la última, que en mi bufete entraba un hombre de
color. Era el único dato indiscutible sobre él, dato que quizá también en otras situaciones, no
sólo en la que nos enocontrábamos, desarmara su personalidad, me refiero a todo lo que era,
lo que hacía, la lengua que hablaba y, sobre todo, a lo relativo a la persona con la que se
despertaba cada mañana y con la que se acostaba cada noche.
Después de estrecharme la mano, de sonreír, con lo que el labio superior se le dobló
hacia arriba dejando al descubierto la carne rosada en la parte interior, se sentó en el sillón
con ruedas, lo hizo girar un poco a pesar de su evidente abatimiento, como si no hubiera
podido resistirse a una especie de impulso infantil momentáneo, después movió su torso hacia
delante, hacia el resplandor de la mesa de mármol a la que estaba sentado yo. Me observaba
con los ojos ligeramente entreabiertos, así que no pude ver si había notado mi turbación ante
su apariencia inhabitual, es probable que ponderara si había valido la pena viajar tan lejos, me
había dicho por teléfono que iría por recomendación de un amigo suyo nigeriano que había
oído que los casos de ese tipo eran “lo mío”, aunque, perdido en medio del paisaje sombrío al
pie de los Alpes, donde lo habían detenido, tampoco habrá tenido otra posibilidad, y, después,
me dijo: “No soy culpable, sabe”.
Tardé un poco en devolverle la sonrisa, pero no había en ella nada infantil, nada
inocente, se trataba tan sólo de un ablandamiento de mi máscara facial. Iba a comentar con
ironía: “Ya veremos”, pero me contuve en el último momento. Con una contestación de esa
clase habría expresado no sólo una desconfianza fundamental, sino que me habría puesto, por
si no era ya evidente, gratuitamente y a causa de una insolencia mía, al lado opuesto al suyo,
probablemente perdiéndole así para siempre. Lo que sabía sobre él del informe de la policía,
que se trataba de un refugiado político que había entrado en el espacio Schengen por Italia,
que había pasado un tiempo en un centro de refugiados, que había huido a España para
casarse y obtener los papeles y que, a continuación, había vuelto a desaparecer, era, por lo que
se veía, una historia de refugiados común y corriente, cuyo final feliz se había frustrado con
su detención en la frontera esloveno-austríaca. Los casos de esa índole no eran exactamente
“lo mío”, como le habían avisado sus amigos nigerianos, en los últimos años me encargaba
principalmente de los casos de los trabajadores inmigrantes de las antiguas repúblicas de
Yugoslavia, lo único relativo a los africanos que había oído contar a mis compañeros era que,
últimamente, había grandes cantidades de nigerianos entrando en nuestras aguas territoriales
para contraer matrimonios postizos con nuestras mujeres. Frente a ese hombre que me miraba
con fijeza como si yo fuera el sospechoso de algo, como si estuviésemos a punto de
intercambiar nuestros papeles, yo me convertiría en él, es decir en un sospechoso eterno al
que es mejor no perder de vista, y él se convertiría en mí, en un abogado privilegiado, anclado
firmemente en un ambiente que no sabía cómo afrontar las invasiones de los bárbaros, me
encontraba, pues, en un terreno muerto, como quien dice, lo único que pude sacar en claro fue
que sospechaban de su implicación en una red de tráfico de heroína aunque la grabación de
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video, hecha de noche, con contornos borrosos de las figuras, tal como había podido
observarlo, en realidad no corroboraba nada, de modo que en el mejor de los casos no podría
sacar de él más que una confesión.
Hurgué en mi memoria buscando la contestación más adecuada, pero lo único que se me
ocurrió fue que el hombre que tenía delante podría haber dicho, en vez de lo que había dicho,
algo más neutral, menos comprometido, por ejemplo “I didn't do it” –no he hecho lo que me
imputan– o bien “I didn't make my hands dirty” –no me he ensuciado las manos–; pero así, ya
de antemano y gratuitamente, él confesó, aunque negando, lo cual me desconcertó. Era verdad
que su inglés, que dejaba traslucir su fondo francés, no era lo suficientemente bueno como
para reconocer ciertos matices de color o connotaciones léxicas, y, sin embargo, aquel “I am
not guilty” me había hecho pensar. Entonces había algo que ocurría en sus adentros, se me
vino la idea, mientras acudí a mi lado racional –me conocía muy bien– sobre todo para
calmarme, para controlar mi pánico ante la figura de ese hombre y, al mismo tiempo, el agua
ya estaba diluyendo mis sospechas, agua limpia y fresca como podía ser sólo la que emana de
un bosque: quería creerle y hasta ocuparme de su caso como si sus palabras fueran de oro.
Por la noche, en casa, metido en el pijama y tendido en la cama, pensé que mi necesidad
interior de ayudarle se debía al hecho de que él no sólo me había impactado sino que también
me había encantado físicamente. No se trataba de la combinación de abatimiento y travesura
momentánea y, más tarde, casi de serenidad, menos aún de la combinación inusitada de
gemelos y cuero, como si llevara una especie de arnés de protección o algo parecido, sino de
sus labios. Más que todo lo demás de su figura me habían atraído sus labios –carnosos, firmes,
muy bien delineados. A pesar de la oscuridad profunda de su piel, sus labios eran lo que
destacaba, por no decir que parecían labios de mujer trasladados al rostro de un hombre. A
uno le entraban ganas de tocárselos, de pasar su dedo por sus bordes tan nítidamente
perfilados, aunque en el momento de darme cuenta de lo que, en el fondo, reflexionaba me
estremecí, me levanté de la cama, abrí la puerta corrediza y salí al balcón.
Las luces de los coches de abajo atravesaban la oscuridad. Me entró el deseo de tener
una copa de vino en la mano, de que apareciese como por un milagro a mi lado o de que me la
trajese por una incomprensible clave de incidencias la mujer con la que aún viviría, al lado de
la que me despertaría y me dormiría por la noche, pero el balcón estaba sumergido en
silencio. Después se me ocurrió de repente (quizás incluso chasqueé los dedos): el hombre
que había entrado aquel día en mi bufete me recordaba a Wesley Snipes. Si se lo hubiese
mencionado entonces cuando intentaba explicarme su actividad en más detalle y
comunicarme que de ninguna manera podía permitirse una “pequeña” sentencia, según decía
mientras se le hinchó una vena en la frente, señal de un empeño excesivo, tal vez incluso de
enardecimiento, habría sonado a un cliché. Y yo tampoco podría permitirme ya ningún cliché
desde el momento en el que había decidido incluir en mi plan a ese hombre de color,
procedente de Nigeria o de otro país africano, tal vez de Uganda, Senegal, Burundi, al fin y al
cabo da lo mismo.
Si alguna vez había tenido una ventaja ante ella, ante la que no me traía una copa de
vino, la que, hacía más de un año, sacó sus medias de los cajones, recogió su ordenador y sus
libros y se fue, al principio provisionalmente a un hotel y, después, a un piso alquilado que
estaba, como si fuera algo deliberado, en la otra punta de la ciudad, ventaja en el sentido de
que yo era más adinerado que ella, mayor, de gusto refinado, entonces todo cambió con la
muerte de Filip, nuestro hijo de siete años. Ante la inequidad entre nosotros que había en
nuestra relación, ella reaccionaba desde el mismo principio con frialdad, el sostén
cuidadosamente abrochado ya muy de mañana en la cocina, por ejemplo, o el volumen de voz
simpre controlado mientras hacíamos el amor, como si estuviese medio ausente, como si el
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asunto entre nosotros no fuera más que temporal y que después se iría, pero en el momento en
que nuestro hijo cruzó corriendo la calle y perdió la vida, comprendí que estaríamos siempre
unidos a través de su muerte. Además, desde aquel momento se instaló entre nosotros una
verdadera diferencia: yo sabía que ya no sería yo quien querría tocarla, sino que ella querría
tocarme a mí, si alguna vez se diese el caso. Cuando empezó a evitar mis suaves caricias,
cuando empezó a exigir de mí un acto sexual violento, sin permitirme que la consolase
después de la pérdida de nuestro hijo, me superó.
Antes de revelar los detalles de mi plan, debo revelar otra cosa: a la mujer que nunca
perdía del todo el pudor mientras hacíamos el amor, que se preocupaba por su aspecto en todo
momento, la llamaba Sofía aunque, por supuesto, no se llamaba así; como Sofía Loren, pero
de otra manera. Digo de otra manera porque ella no tenía aquella aparatosidad femenina ni
aspiraba a tenerla. Nos conocimos en una fiesta que daba un amigo común: el vino de color
amarillo oscuro, los tipos medio borrachos que discutían nerviosos sobre la política, las
mujeres que comparaban sus utensilios comprados en las rebajas, y su blusa de manga larga,
que terminaba bastante por debajo de la altura de sus nalgas y que, a primera vista y a pesar
de su diseño extravagante, podría aludir a cierta timidez o, incluso, a cierto complejo.
Nos presentó nuestro amigo anfitrión. “Periodista de la radio”, y mientras él seguía
hablando, nuestras miradas se encontraron, nos observábamos con aquella imborrable mirada
interior y aunque no sabía exactamente qué estaba pasando, me di cuenta de era algo insólito;
fue como una inspiración, como el principio de algo. Vi aquel momento con una nitidez
absoluta, me di cuenta de que todo lo que había habido antes confluía en ese mismo momento,
era como si estuviese recomponiendo un vaso roto en camara lenta, y logré decir: “¿No tiene
calor en esta blusa?”
El amigo Francis, que sabía que yo buscaba pareja, pero no un de modo tan intensivo ni
tan abrupto, carraspeó y después fijó la mirada en su cara con una mezcla de incomodidad e
intriga.
Sofía se atusó una mecha de pelo, tal vez para ganar tiempo, noté que tenía manos
fuertes y que no llevaba joyas, y dijo con una voz profunda y aterciopelada: “No, no tanto,
pero gracias por preguntar”.
Aunque era evidente que mi pregunta le había incomodado, situación quizás aún más
embarazosa a causa de la mirada avispada de Francis, no se mostró reservada. Es verdad que,
por un momento, quedó desconcertada, las comisuras de sus labios temblaron un poco y una
arruga invisible se dibujó en su frente, pero a diferencia de la mayoría de las mujeres que
había intentado conquistar o por las que había mostrado interés, sabía controlarse. Su
seguridad de sí misma no amainó ni siquiera más tarde cuando le invité a bailar y, así, pude
observar de cerca su pálida piel, la forma irregular de su nariz, sus cejas ligeramente oblicuas,
que era lo que más me conmovió en ella, y su melancólica mirada miope.
Cuando la música cesó y los invitados relajaron sus cuerpos que, hacía un momento,
habían estado estrechamente abrazados, le invité a la terraza. No me rechazó, pero de paso,
cuando nos abríamos camino hacia la salida, tomó una copa de vino de la mesa. Un ademán
acostumbrado, pensé al abrirle la puerta de cristal. Ahora sí que me di cuenta de que sus
nalgas casi podían ser grandes, lo cual en principio no me molestaba. En la terraza se colocó
junto a la barranda, dirigió su mirada hacia un lugar incierto como si reflexionara con
intensidad sobre algo, sus dedos jugueteaban con la parte inferior de la copa, y esperó a que
yo iniciase la conversación.
“Me gusta tu voz”, dije con demasiada ligereza. Pero las palabras ya estaban allí, no era
posible borrarlas.
Rió como si quisiera decir que lo había oído antes, que era la forma en la que ya habían
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intentado conquistarla y que debería poner un poco más de esfuerzo de mi parte. Pero acabó
diciendo algo muy diferente: “Es un maquillaje de la radio”.
La música volvió a sonar detrás de nosotros, pero no tuve fuerzas para invitarla a bailar
otra vez. Sentí que, de repente, mis manos me pesaban, que me pesaban demasiado, y que no
podía moverme aunque quisiera. Sólo mis labios se movían por sí solos. Muchos años más
tarde, incluso después de la muerte de Filip, repasaba mentalmente los detalles de nuestro
primer encuentro, buscando índices de los acontecimientos que nos tocaría vivir juntos en el
futuro, pero, excepto mi asombro momentáneo y su aplomo, mezclado con su actitud
reservada, tal vez hasta ausente, como si aquella fuera la única forma tener control sobre su
entorno y, en especial, sobre mí, no encontraba nada. Se trataba de una mujer bella común al
lado de un viejo común que intentaba seducirla con las historias de su vida pasada. Le conté
que había estado casado y que había resucitado sólo siete años después de la muerte de mi
mujer. No dijo que probablemente fuera un exagerado ni adoptó hacia mí la actitud de una
samaritana piadosa, sino que seguía quieta, fijándose en un punto del césped cortado mientras
los mosquitos sobrevolaban su cabeza confiriéndole una especie de halo.
“Hoy día se han perdido todas las reglas, así que ya no sabemos lo que es correcto y lo
que no lo es, a qué atenernos, cuándo es pronto o cuándo tarde para iniciar una nueva relación
y cuándo se pasan nuestras oportunidades”, decía mi boca en mi lugar.
Antes de que los mosquitos de por encima de su pelo salieran volando y antes de que yo
moviese mi cuerpo más cerca del suyo, dijo: “Debemos actuar según nuestro propio juicio,
probablemente esto sea lo más correcto.”
Si hubiese estado en mi lugar, si no hubiese sentido que estaba cercada por aquel muro
delgado que le protegía ante el mundo, habría dicho: “Pues esto, precisamente esto, el deber
guiarnos por nuestro propio jucio, es lo que nos hace perder pie, lo que nos dicta que matemos
a nuestro propio hijo, que envenenemos a nuestro marido o a nuestra madre, en mi profesión
de abogado he visto ya de todo, créeme”, pero me contuve y le pregunté algo que no tenía que
ver con nada, algo como de qué conocía a mi amigo, por ejemplo, o cómo que estaba en
aquella fiesta. No recuerdo su respuesta, pero recuerdo su mirada que decía: si quieres que
este fugaz encuentro nuestro acabe con un café por la mañana y más tarde quizás con otra
cosa, no me hables de la muerte de tu ex mujer o de tu luto, de tu firmeza, la que finges que
proviene de otra época, pues por lo que veo, te conservas bastante bien y has sido lo
suficientemente inteligente como para adoptar las costumbres de la actualidad, entonces no
me hables de contar los días que quedan hasta el final del luto (un año, máximo), los días de
pena y tal vez incluso de alivio al darte cuenta de poder compartir tu cuerpo con otros
cuerpos.
Pero al contrario de todo lo que yo esperaba y como si se hubiese hartado de mirar aquel
césped cortado en el que de verdad no había nada y me acuerdo sólo que su fijación me
parecía extraña, la vista a la ancha franja verde en medio de la ciudad, me dijo: “¿No nos
vamos a besar?”
“No quiero que pienses que esto es todo lo que quiero de ti”, le respondí dándome
cuenta de que, de repente, me veía a mí mismo como desde arriba y de que la imagen era
extrañamente nítida.
“¿Y lo que quiero yo?”
La miré, se me ocurrió que de esa manera seguían hablando sólo en las películas, pero al
fin y al cabo ella era una periodista de la radio, y con el rabillo del ojo vi que la copa en su
mano estaba vacía, probablemente llevaba un rato así. Tal vez habría sido mejor dejar la copa
en una mesa, pero entonces deberíamos volver adentro, con la gente, poblar otra vez ese ruido
dentro de nosotros y pintarnos las caras con sonrisas fingidas. Estando a su lado, me entró de
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repente una sensación incomparable de que, con ella, podía ser lo que era en realidad o, al
menos, de que no importaba lo que era, abogado, viudo, amante envejecido que se empeña en
obtener su última oportunidad, de que esa mujer me producía escalofríos, de que jamás sería
capaz de relatar los sedimentos oscuros y reales de la noche en la que la había visto por
primera vez y de que no me quedaría otro remedio que resumir los hechos más banales.
“¿Qué quieres?”
“Que en una fiesta los hombres no me digan que mi blusa me tapa demasiado las
nalgas.”
Después de unas semanas, cuando ya vivíamos juntos, cuando le propuse que se mudara
a mi piso, me preguntó en el dormitorio, entre las sábanas, si Francis y yo habíamos hablado
de ella alguna vez. Me quedé sorprendido de que tan de repente y sin aviso previo mencionara
a nuestro amigo, lo cual podía significar sólo una cosa: ella también había estado
reflexionando sobre nosotros, buscando paralelismos entre lo que había sido y lo que era
ahora. Reí, una risa alterada, asustada, que expresaba algo como extrañeza ante su
intervención repentina en mi mundo masculino, y le dije que mi amigo no había emitido
nunca una opinión negativa sobre ella. Lo cual era cierto, pues Francis era la persona más
bienintencioanda que conocía, era verdad que tenía cierto parecido con Conrad Veidt, actor
alemán de cine mudo, era verdad que siempre llevaba aquella piedra azul en su mano
afeminada, lo cual se debía sobre todo a su identidad transnacional, si no, incluso a su
atemporalidad. Tantas veces le había observado en su piso en el casco antiguo de la ciudad, en
el que nos había presentado a Sofía y a mí, cómo sujetaba una copa de vino, disertando con
sus amigos sobre la manera en la que uno debía conservar su doble identidad si quería
sobrevivir: por una parte, cuidaba la condición intocable de la ideología transcendental, o sea
por leer a Freud, Jung, Klein y otros parecidos, y, por otra, intentaba vivir la vida de un
ciudadano medio.
“No quieres contarme lo que te ha dicho”, me dijo Sofía con brusquedad, se levantó
súbitamente de la cama y salió desnuda al baño.
Fue una escena casi clásica entre nosotros: una mujer joven medio enfadada que dejaba
correr el agua para amortiguar la furia dentro de sí misma y un hombre mayor medio desnudo
que seguía tendido en la cama y que estaba dirigiendo sus gritos hacia un punto cercano a ella:
“Sofía es guay aunque un poco difícil. Sabe conversar y no te deja acercarte mucho. Pero si
esto no te molesta, es una pareja excelente.”
Oí que cerraba el agua y, al rato, apareció en la puerta. “Y tú eres siempre tan rastrero y
a la vez tan educado que no puedo resistirme.”
Aún cuando deslizaba mi lengua por su vientre y por la parte interior de sus muslos,
pensaba que Francis se equivocaba; en realidad, las relaciones no admiten una sinceridad a
ultranza, se trata más bien de un pertenecer natural, de olores compatibles, si se quiere, de lo
que queda sin pronunciar. Nunca le dije a Sofía, ya ves, nos damos cuenta de que cada uno de
nosotros pertenece a otra época, yo pertenezco a otra época y tú, Sofía, perteneces a una época
en la que todo está permitido, en la que la libertad es sobrevalorada, en la que uno puede
exhibir su propio cuerpo desnudo y hablar prácticamente de todo, pero era lo que vivíamos
día a día. Otra de las razones que me hizo llamar a “nuestro” hombre africano, que tenía los
labios como dibujados con un pincel, era también que ella sabía adaptarse a mi época, lo cual
quedaba manifiesto en sus jadeos no demasiado ruidosos mientras hacíamos el amor o bien en
el sostén que llevaba por la mañana en la cocina.
Le dije al hombre que le invitaba a una entrevista sin compromiso. A una cafetería en el
centro de la ciudad. Sin rodeos y sobre todo para mostrarle que de verdad estaba de su parte,
que su caso significaba mucho para mí, para darle a saber que no todos en este bando éramos
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unos cabrones, que no sólo nos importaba el color de la piel, sino que sabíamos responder y
hacer frente a los nuevos desafíos de la barbarie, lo cual no se lo dije, pues muy
probablemente le habría ofendido, pero le expliqué que intentaríamos presentar su supuesta
implicación como una casualidad, borrando aún más su borrosa imagen en las tomas del
vídeo; sus papeles estaban en orden, y como sus papeles estaban en orden, tenía derecho a ser
tratado como cualquier otro usufructuario del espacio europeo. Sonó un poco sorprendido, tal
vez intentaba hasta protesatar, pero yo había ideado toda la conversación como un hecho muy
rápido, me había propuesto actuar con firmeza, seguridad, en fin: quería utilizar mi
experiencia profesional de largos años para los fines personales. Al fin y al cabo, Sofía era, y
lo es todavía, la mujer de mi vida, no podía permitirme perder algo que yo había elegido, que
había regado y criado con esmero como una planta de interior (es verdad que esa comparación
es un poco cruel y que reduce la dimensión de nuestra relación).
A la mayoría de la gente le entran ganas, ante una persona de color, de tocar su pelo,
pero, bueno, yo no las sentía. Mis intenciones eran diferentes. Llegó a la cafetería demasiado
ataviado, igual que la vez anterior, sólo que ahora el cuero estaba en otra parte, en su chaleco,
debajo del que llevaba una camiseta de manga larga bastante común, y en la muñeca izquierda
lucía un reloj caro con una pulsera que entonaba con sus zapatos. Mientras lo observaba
meterse en la boca trozos de carne (nuestra charla aparentemente sin compromiso se prolongó
hasta el almuerzo), tuve que volver a reconocer que era un hombre extraordinariamente bello.
Un hombre de rasgos femeninos, y que esa mezcla particular engañaba a los que lo
observaban, inclinaba la balanza, siempre a su favor, claro, hiciese lo que hiciese en aquel
momento o sin tener en cuanta la cantidad de gente que dañaba o, incluso, perjudicaba. Podría
decir que me había encantado a su manera, que hasta era divertido cuando se libraba de aquel
abatimiento verdadero o falso, aún no lo sé. Me imaginaba que tenía efectos sobre las mujeres
que se parecían a los efectos de un imán, que movía un dedo y ya se le acercaban, todo eso
debido, probablemente, a su marcada presencia física, pues era difícil imaginarse que un
hombre así fuera capaz de alguna reflexión intelectual, sí lo era de tramar estrategias de
supervivencia, pero difícilmente le atribuiría intelectualismo, por lo cual me llevé una
sorpresa cuando se puso a contarme sobre su aciago viaje en un bote de Egipto a Italia.
“Abordo había niños y mujeres embarazadas que no sabían nadar”, me dijo mirándome
fijamente como si se animara a intercambiar otra vez nuestros papeles, con lo cual yo llegaría
a ser su antiguo yo y él mi yo actual, pero para zafarme de su condición humana, de su
invitación a entrar en su mundo, regresé a mis errantes reflexiones sobre Sofía.
Durante varios meses después de la muerte de Filip hablaba sólo de sus propios
sentimientos hacia él, pero a él mismo apenas lo mencionaba. No decía, por ejemplo, que
echaba de menos sus ansiosos abrazos o su pelo rubio que se doraba al sol, sino que ahora,
cuando estaba muerto de verdad, estaba de luto de verdad, como si lo hubiese amado de todo
corazón. En el momento de un egoismo extremo lo dijo, dijo lo que nunca antes se habría
permitido y lo que no habría querido decir. Durante mucho tiempo, Sofía aplazaba el
embarazo, y aún cuando se quedó embarazada, dudaba si abortar o no. Pero con el tiempo, no
sé si tenía algo que ver mi persuasión, pues trataba de convencerle que era nuestra última
oportunidad o, más bien, la mía, dejó que Filip creciese en su cuerpo. Recuerdo que en aquel
tiempo, es decir durante los meses de su embarazo, trataba un caso insólito: una organización
no gubernamental acusaba a un viajero conocido que en su documental sobre África, se
trataba de Sudán si no me equivoco, mostraba rostros de personas muertas o moribundas. La
organización afirmaba que se trataba de un abuso y de la irrespetuosidad más grave hacia los
que se convirtieron en víctimas o cadáveres; que era como si no hubiesen muerto de verdad.
“Hay que dejarlos que acaben de morirse”, me dijo una mujer joven, una activista o algo
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parecido, que apareció en mi oficina. Me quedé observando sus pies, metidos en bailarinas
planas, su estrecha falda y su abrigo que el quedaba un poco grande, seguramente se trataba
de una chica bien educada que podía permitirse el comentario algo inhabitual de que no
pensaba ser partícipe de la costumbre impuesta por los medios –mirar los rostros de los
muertos de la televisión–, y pensé en Sofía, que, según ella, se había despertado una mañana
(entonces ya había dejado el trabajo de periodista en la radio), se había mirado en el espejo y
se había dado cuenta de que su piel había perdido el color, el brillo, y no sólo su piel, también
su pelo, sus cejas, sus pestañas, sus ojos, sus dientes, todo se había vuelto turbio y borroso. Al
principio no comprendía qué quería decirme, pero, después de un tiempo, me di cuenta de que
había empezado a concebir nuestra relación, y, más tarde, a la nueva criatura también, como
algo con lo que había que conformarse. Durante una de nuestras discusiones me llegó a decir
que se había quedado conmigo porque era tan “espantosamente insistente”. Me explicaba sus
palabras de varias maneras, sobre todo a mi favor: de la insistencia, da la paciencia, nacen los
mayores amores.
Tal vez me había precipitado: en aquella fiesta, cuando le invité a bailar y, después, a la
terraza donde no reflexionaba tanto sobre la muerte de mi ex mujer, sino pensaba en que esa
mujer que tenía de frente, que miraba hacia el césped cortado, podría detener mi tiempo, el río
del tiempo que se iba, no me enamoré de ella en el acto, sería algo poco probable a mi edad y
con mis experiencias, más bien era que la había elegido; tenía que ser ella y no otra, su cuerpo
blanco y grande, que con su mezcla de espontaneidad y reserva producía un efecto arrasador
sobre mí, con su pelo castaño, un poco rudo y pesado, que me hacía saber que ofrecería un
refugio a mi piel ya algo envejecida, eso había que reconocerlo, sobre todo porque estaba con
ella, que hasta nuestra boda había estado acostumbrada a cuerpos masculinos tersos y
flexibles, y que ella entendería mi necesidad de estudiar e interpretar personas (cuántas veces
ponía los ojos en blanco cuando intentaba instruirle sobre un libro o una época histórica); y
sobre todo se trataba de mi olor. Cuando pasé el límite de los sesenta años, me parecía que
empezaba a oler a cerrado como un piso deshabitado durante más de una década, donde nadie
se molestaba en abrir las ventanas.
Con la edad llegaron también las ventajas, por supuesto: habitaciones de hotel,
elegancia, almuerzos, cenas, coches. El hombre de color, al que tenía sentado de frente,
deseaba tener todo esto, pero apenas tenía algo de esto, a pesar de querer mostrar lo contrario.
¿Para qué, si no precisamente por su deseo de tener cosas, había dejado atrás la vida que vivía
en Nigeria, Uganda, Senegal, Burundi, al fin y al cabo da igual, y se había montado en aquel
bote, en el que entre otras personas estaban también las embarazadas y los niños, y había
terminado en aquel centro de refugiados en Italia, y había huído Dios sabe adónde para,
después, llegar a España, y de paso, sencillamente porque necesitaba dinero, había llegado a
ser un peón en una red de tráfico de heroína y, más tarde, según podía juzgar por su aspecto,
también una figura de más importancia, y, como el lugar de la redada había sido algo
inesperado, había llegado, forzado por las circunstancias, a mi oficina? Era verdad que la
noche de su detención no llevaba heroína, habrá estimado que el riesgo era demasiado alto o,
tal vez, habrá tenido a su lado a una mujer con la que se había casado y que lo había provisto
de papeles, el informe de la policía apenas la mencionaba, a lo mejor había dejado la droga en
otro lugar, donde su amigo nigeriano, en un parque cercano, en un agujero en la tierra, cuya
localidad conocía sólo él, pero en el momento de pronunciar la frase “No soy culpable, sabe”,
se dibujó en su cara algo parecido a miedo. La razón por la que una persona se decide a favor
de la heroína o en contra de ella se debe a una inspiración momentánea, estoy seguro de ello,
los motivos se estratifican en un solo momento, después del cual ya no es posible dar marcha
atrás, y aquella primera visita suya en mi oficina, cuando se sentó en el sillón, cuando,
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incluso, lo hizo girar y se inclinó hacia la mesa para examinarme como si dependiera de mí
cómo se desenlazaría el asunto, revelaba que le pasaba algo. ¿Por que hablaba de la culpa si le
habían imputado sólo a causa de su color de piel, tal como trataba de convencerme, o porque,
hacía años, había huído del centro de refugiados italiano y a pesar de que, más tarde, hubiese
vuelto a inventarse su vida? Yo había examinado aquellas tomas nocturnas, en las que todo el
suceso resultaba difuso, pero precisamente por resultar difuso parecía que era precisamente él,
acompañado por un compinche, ese tipo que estaba a punto de cometer algo.
La petición o la exigencia, depende de cómo se mire, que formulé en la cafetería a la
que le había invitado, dejó un rastro duradero debajo de mi lengua y sigo saboreándolo
todavía en mi balcón como un caramelo amargo. Desde que Filip tuvo el accidente, los coches
me dan miedo; sólo me conformo con observarlos desde un punto alto. Lo sorprendente es
que, al observar estas temporalidades móviles de chapa y, sobre todo, las luces que masacran
la oscuridad, mis ideas se vuelvan más claras. No tanto con respecto a Filip, la razón de su
partida tan temprana, cuando no había empezado a vivir siquiera, me quedará desconocida
para siempre (me he planteado la pregunta de por qué le tocaba precisamente a él tantas veces
que empiezo a creer que tenía que tocarle precisamente a él), sino con respecto a Sofía. Ella,
aunque dolida de tristeza y en la otra punta de la ciudad, es el único que ha quedado de mí.
El día que decidió abandonarme volví a casa antes de tiempo. Como le sorprendí,
empezó a sacar las medias de los cajones de manera aún más furiosa y su voz ya no sonaba
aterciopelada ni seductora (había tardado mucho en renunciar a aquella deformación
profesional), sino desagradable y chillona.
“Ya no soy la que fui”, dijo, sacó un libro del estante y lo tiró al montón sin comprobar
el título.
Con la cartera en la mano, con la gabardina puesta, le contesté: “Espero que no te hayas
olvidado de la que fuiste”.
No me miró, aunque fuera con esos melancólicos ojos miopes, ya no quería forcejear
conmigo; con la muerte de Filip habíamos tocado fondo. Al cabo de unas horas, cuando
regresé al piso, pues me parecía que debería dejarle al menos la posibilidad de preparar las
maletas en paz y de salir de nuestro dual, apenas pude leer su mensaje escrito a mano: “Me
resulta desagradable pensar en la que fui”.
Si no éramos capaces de ser sinceros entre nosotros, excepto durante aquellos últimos
minutos, entonces debería serlo yo al menos conmigo mismo: debía encontrarle un amante.
Era mejor que lo hiciera yo antes de que lo emprediese ella por su cuenta. Así sabría al menos
con quién estaba y con quién se despertaría cuando no se despertara conmigo. La muerte de
Filip significaba para nostoros el fin del matrimonio, pero para ella también un nuevo
principio. Con el fallecimiento de nuestro hijo se le habían abierto nuevas posibilidades,
aunque ella lo negara con insistencia. Si, por un momento, había sucumbido a mi galantería, si
había contraído una especie de compromiso y, más tarde, había pagado por ello un precio alto,
sobre todo teniendo en cuenta el hecho de que su vida sin intereses y, sobre todo, después de
haber dejado el trabajo se había aguado, entonces ahora podía volver, también legalmente, a
los cuerpos jóvenes y vigorosos, tales como lo tenía ella. Se trataba de un ciclo natural, ni yo
ni cualquiera podía modificarlo, aquí fallaba incluso su eterna defensa de la libre decisión,
ahora un mantra vacío.
Y en el momento cuando, en el balcón del piso donde vivíamos una vez como familia y
ahora ya sólo en forma de cometas que caen desprendidos de la masa esencial, chasqueé los
dedos, no me estremecí tanto por el parecido del hombre de color con Wesley Snipes, sino por
la probabilidad de que aquel hombre con su pelo africano y con sus labios firmes y carnosos,
que, supuestamente, había nadado unas millas hasta alcanzar la tierra firme y había visto
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cómo las mujeres embarazadas aleteaban bajo la superficie del mar, tal como me lo había
contado, sentado a aquella mesa de la cafetería, pudiese gustarle a Sofía.
Observaba al africano, que se había reinventado a sí mismo, cómo, después de almorzar,
fumaba cigarrillos alemanes muy ligeros de marca Reemtsma, apoyándose en la mesa con sus
manos oscuras y empezando a ocupar mi lugar de un modo casi liviano. Mientras expulsaba
las señales de humo de su boca, me sentía pequeño, empequeñecido, como aquellas figurillas
que saltaban de un lado al otro de la pantalla y que Filip veía tan contento los domingos por la
mañana. Sólo esperaba que Sofía no se asustara de su oscuridad, del milagro incomparable de
su piel, pero si era capaz de superar aquel obstáculo, y creía que tenía no tanto la debilidad de
sucumbir ante un seductor, sino el aplomo para entregarse a él, entonces aquello sería lo
máximo que podía darle. Una complacencia física, una satisfacción del apetito sexual que,
después de la muerte de Filip, la impregnaba cada vez más.
Cuando él ya no existía, cuando su alma voló al otro lado, o cómo se llame eso, y
cuando también Sofía pasó la época que se iniciaba con el luto y el semiluto y terminaba con
la del deseo, saltó por la noche sobre mi vientre, envuelto en pijama, descaradamente
desnuda, aún exuberante, deseosa, y me dijo “Entra en mí” o “Hazme otro hijo”. Como yo
fingía que no la había oído, su voz empezó a obtener un tono chillón, estropeado; no me veía
capaz de afrontar ese tono ni sabía cómo hacerlo. “Si tuviésemos otro hijo, él sería mi ayuda,
sería la razón de levantarme por la mañana, pero ahora, sencillamente, no veo razón alguna”.
Entonces llevaba todavía la alianza de matrimonio. Nunca llevaba más joyas que la
alianza. Con ella me comunicaba bien que se me había entregado a pesar de aquella reserva, a
la que una vez, en una vida pasada, se habrá referido Francis y que para mí, dicho sea de paso,
nunca presentaba un obstáculo, sino que la veía más bien como un acto de buena educación o,
incluso, una capacidad de saber estar consigo misma en medio de la multitud, es decir una
especie de aptitud de supervivencia, bien que podía quitársela en cualquier momento, a pesar
de mi estabilidad social y de mi dinero con el que la colmaba, y marcharse cortando nuestra
relación.
Aunque a mí también me dolía, tal vez más que a ella, con Filip había perdido la
posibilidad de continuarme en alguien, el hombre que le había dado muerte había anulado mi
anhelo por algo superior a lo de aquí y ahora, le dije que mirara la muerte de nuestro hijo
desde un punto más alegre. “Si tuviésemos otro hijo, deberíamos seguir afrontando esa
responsabilidad, consultando el reloj a ver cuándo tenemos que llevarlo a la escuela de
música, dudando si ve demasiada violencia en la tele, preguntándonos por qué se orina en la
cama. Pero así tienes todo el tiempo para ti sola”, le dije y en el mismo momento lamenté
haberlo dicho, pues todo aquello era absurdo; Filip había dejado un espacio vacío, una
bicicleta en el garaje en la que nunca más montaría, una cajita para meriendas vacía que nunca
más abriría, “así puedes quedarte en la cama ocupándote de ti misma”. No quería decirle que,
a partir de entonces, podía dejarse a su propio dolor, pues habría sido demasiado cruel (como
si no lo hubiese sido hasta aquel momento).
También por lo que dije, me imagino, se desprendió de nosotros, de nuestro dual.
Una vez más, quizás fuese la última, me fijé en los labios del hombre de color. El labio
superior se le doblaba hacia arriba, exhibiendo su parte más húmeda, más rosada, con lo cual
revelaba no sólo su orgullo, en el que se habrá envuelto a modo de defensa ante el mundo que
lo miraba, en el mejor de los casos, con conmiseración o ante el mundo que lo había forzado a
entregar, cuando alcanzó la orilla todo empapado y medio vivo, sus huellas dactilares, con las
que se había registrado, por más que se empeñase en huir, en el bando de los medio vivos, de
los que respiran a medias, sino también cierto grado de lujuria (en mi defensa debería añadir
que la atribuía al entorno del que provenía y no tanto al entorno en el que se había instalado).
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Mientras él consideraba mi propuesta que, finalmente, no rechazó (“Tengo que ver a la
mujer”, dijo) ni aceptó, yo sabía que Sofía no podría enamorarse de él. Quizás le parezca
simpático, quizás le encante como me ha encantado a mí, sobre todo con su apariencia física,
pero no se enamorará de él, por supuesto que no.
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