Carta abierta desde Canadá  En el marco de  , sobre el Acuerdo Transatlántico de Comercio e  Inversión entre la UE y EE.UU. (Transatlantic Trade and Investment Partnership, TTIP), la Unión Europea 

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Carta abierta desde Canadá En el marco de la votación en el Parlamento Europeo, sobre el Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión entre la UE y EE.UU. (Transatlantic Trade and Investment Partnership, TTIP), la Unión Europea se encuentra al borde de una decisión extremadamente importante. Entre bastidores acecha igualmente una decisión clave relacionada al Acuerdo Económico y Comercial Global entre la UE y Canadá (Comprehensive Economic and Trade Agreement, CETA). Nosotros los canadienses nos dirigimos a ustedes, los Socialistas, el Partido de la Izquierda Europea y el Grupo de los Verdes, dada su capacidad de detener los peligrosos tratados de comercio mencionados. Este tipo de tratado nos presenta una elección: O aceptamos las crecientes desigualdades, un poder corporativo desenfrenado y estándares sociales y ambientales degradados y permitir así que “el club del uno por ciento” continúe enriqueciéndose a costa nuestra, o bien podemos marcar claramente nuestros límites. Nosotros los canadienses conocemos este tipo de tratados por experiencia directa, habiendo pasado por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) con los EE.UU y México y al respecto tenemos muchas historias que contar. En 1988, muchos salimos a protestar para rechazar el Tratado de Libre Comercio entre Canadá y EE.UU., ampliado posteriormente para incluir a México. En el NAFTA, se incluyó una de las primeras disposiciones de arbitraje de disputas inversor‐estado, la infame cláusula que permite que las empresas inversoras extranjeras demanden a los estados gobernantes por compensación de pérdidas en ganancias. Temíamos perder nuestros servicios públicos, nuestra agua y nuestras normas ambientales y de seguridad. El libre comercio fue una cuestión definitoria en las elecciones canadienses del 1988 pero, aunque una mayoría de canadienses votó en contra del tratado, nuestro sistema electoral de mayoría simple (“first past the post”) instaló un gobierno Conservador que firmó el acuerdo. Hoy en día, 27 años más tarde, en Canadá enfrentamos el número de litigios inversor‐estado más alto de todos los países desarrollados. Hasta el histórico Río San Lorenzo, el río que los pobladores europeos navegaron en sus primeras exploraciones en Canadá, se ha visto afectado. La provincia de Quebec impuso un moratorio en la exploración petrolera en el río con el objeto de prevenir la fracturación hidráulica (fracking), la controversial técnica de extracción de petróleo prohibida en Francia y en otras jurisdicciones. Como resultado, el gobierno canadiense fue demandado por 250 millones de dólares por una compañía con sede en Canadá pero registrada en EE.UU. Entretanto, la pequeña comunidad de Digby, un pintoresco pueblo de pescadores cerca de la tan querida Bahía de Fundy, una comisión conjunta federal‐provincial rechazó una cantera luego de un exhaustivo análisis medioambiental. El gobierno canadiense pagó el precio: Bilcon, la empresa en cuestión, ganó la demanda inversor‐estado. Por otra parte, en la costa este la provincia de Terranova y Labrador, que en un plan de desarrollo económico solía obligar a las compañías petroleras a contribuir con la investigación en materia de petróleo, los árbitros de inversiones resolvieron que dicho requerimiento constituía un obstáculo a la generación de ganancias. Canadá tuvo que pagar 17,3 millones de dólares. La capacidad del pueblo canadiense de autogobernarse según considere adecuado ha sido usurpada. La Comisaria de Comercio para la UE Cecilia Malmström y la comisión de comercio internacional de la UE han expresado que las disposiciones inversor‐estado serán objeto de reforma, al menos en materia del TTIP. Prometen reemplazar los árbitros de inversiones, a menudo acusados de estar en el bolsillo de los inversores, con jueces independientes. Sin embargo, como el académico canadiense Gus Van Harten ha indicado, resulta inevitable que los tribunales de inversiones eleven los derechos de los inversores y proporcionen a las empresas derechos legales coercitivos que no se hacen extensivos ni a los ciudadanos ni a su medio ambiente. Los europeos deben recordar igualmente que el Ministro de Comercio canadiense Ed Fast ha declarado públicamente que el CETA es un acuerdo cerrado y, como tal, deberá pasar por las disposiciones de inversor‐estado que bien conocemos y tememos. Una vez aprobado, nada detendrá que cualquier corporación estadounidense se registre en Canadá y lance las temidas demandas desde aquí. Para detener el TTIP, deben detener primero el CETA. Con el CETA, nuestros gobiernos han venido haciendo promesas de nuevos empleos. El nuestro ha prometido 80.000 nuevos empleos, una cifra cuya fuente nadie ha sido capaz de citar. Hemos escuchado todo esto antes con el NAFTA. El canadiense Murray Dobbin escribió: “Para finales de los años 1990, Canadá había perdido cientos de miles de empleos industriales bien pagados debido al NAFTA. El panorama en cifras comerciales es incluso peor hoy en día. En nuestro mayor mercado de exportación – los tres países NAFTA – Canadá ha ido perdiendo terreno contra México de manera continua.” De cada lado del Atlántico, los responsables de la toma de decisiones venden el tratado en base a estereotipos positivos sobre el otro lado. En Canadá, los europeos son vistos como aliados sofisticados con una actitud consciente con el medio ambiente que jamás nos perjudicarán. El CETA, al contrario del TTIP, ha pasado desapercibido porque, a diferencia de los estadounidenses, los canadienses pueden parecer inofensivos, pequeños e indefensos. Como los Mounties, la policía montada símbolo nacional, somos vistos como un pueblo sincero, cooperador y no violento situado en tierras remotas bajo hielo y nieve. Pero no hay que dejarse engañar por las apariencias. Nuestras corporaciones, sean europeas o canadienses, por naturaleza existen para producir dinero. Su objetivo es aumentar sus ganancias y complacer a sus accionistas y, por tanto, utilizarán cualquier acuerdo comercial que tengan a la mano para lograrlo, sin importar el costo social o ambiental. Como hemos visto en acuerdos comerciales en todo el mundo, las empresas son camaleones dispuestos a adoptar cualquier identidad nacional que les permita lograr sus objetivos. Actualmente existe un sinfín de supuestas sociedades “estadounidenses” con sede central en Canadá que han introducido demandas contra el gobierno canadiense. Bajo el CETA, cualquier empresa estadounidense podrá demandar a un país de la UE habiéndose afianzado en Canadá con poco más que un apartado de correos. La armonización reglamentaria otorga a grupos de industrias la capacidad de impugnar fácilmente cualquier legislación “indebida” en materia de seguridad alimentaria, transgénicos y más. Las normas que nos protegen son objeto constante de debate en el mundo de los negocios. Además, la armonización reglamentaria ejerce presión sobre los gobiernos para que privaticen los servicios públicos, los vectores mismos de una sociedad igualitaria, educada y sana. A menos que se excluya de los tratados comerciales de manera explícita, una vez privatizada una industria, deberá enfrentar impugnas de carácter jurídico si cualquier gobierno futuro desea nacionalizarla de nuevo. Desde ya la industria petrolera en Canadá prepara el camino hacia la venta de crudo extraído de arenas bituminosas a Europa. Alegando que la Directiva sobre la calidad de los combustibles de la UE es injusta para las arenas bituminosas de Alberta, el gobierno canadiense presionó con éxito para lograr reducir las normas europeas de vanguardia en materia ambiental y de etiquetado del “petróleo sucio”. El CETA podría hacer llegar aún más “petróleo sucio” a la UE. Como hemos sido testigos en varias elecciones, Europa pide cambio a gritos: más democracia, mayor igualdad y mejor protección del ambiente, precisamente los objetivos por los cuales sus partidos se esmeran en alcanzar. Pero estas metas no se pueden lograr por gracia de palabras, ni tampoco con legislación, frente a tratados de comercio globales. Ignorar dichos acuerdos es tirar a la basura sus propias plataformas de partido y someterse a las demandas del “club del uno por ciento”. Son muchos los que piden marcar una línea divisoria. Esta semana en Múnich protestaron 35.000 personas contra el TTIP. Los manifestantes contra el G7 recibieron gas pimienta por estorbar. Dos millones de personas han firmado una petición europea en rechazo al TTIP (y el CETA) y un 97 por ciento de los 150.000 consultados por la Comisión Europea rechazaron las disposiciones inversor‐estado y los litigios corporativos resultantes. Los ciudadanos están mejor informados y se vuelven más sofisticados. A medida que los partidos de izquierda pasan por procesos internos de cuestionamiento, los ciudadanos esperan de ustedes un liderazgo visionario. Ellos, al igual que nosotros, esperan que puedan aunar sus esfuerzos y mantener la línea en nombre de Europa y del resto del mundo. Maude Barlow es presidente nacional del Consejo de canadienses (Council of Canadians), un organismo fundado hace 30 años para luchar contra el Tratado de Libre Comercio entre EE.UU. y Canadá. Fue consultora de la ONU y ganadora del Premio al Sustento Bien Ganado (Premio Nobel Alternativo). Paul Moist es presidente nacional del Sindicato canadiense de empleados públicos (Canadian Union of Public Employees, CUPE), del mayor sindicato canadiense con 628.000 miembros. 
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