La España de las autonomías

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La España de las autonomías
1. LAS PREAUTONOMIAS
A mi juicio, uno de los errores más graves de la Constitución de 1978, es la
configuración del llamado Estado de las Autonomías. Pero ya antes de empezar a
discutirla, se puso en marcha la organización autonómica del Estado. Había
demasiada prisa por satisfacer reivindicaciones nacionalistas. Y, con fórmulas más o
menos artificiosas, se restableció sobre la marcha la Generalidad de Cataluña. Y
luego se pensó que una manera de contrapesar las autonomías nacionalistas era
crear autonomías en toda España. Y prejuzgando la organización territorial del
Estado que debía discutirse en la Constitución, se decretaron las preautonomías, y
se inventó la receta del «café para todos» (que luego no era café para todos igual,
porque para algunos era expreso y para otros era descafeinado).
Tan artificial fue la creación de las llamadas preautonomías, que además de no tener
apoyo jurídico que pudiera considerarse suficiente, su número y composición acabó
al final siendo casi una lotería. Hubo provincias, como Albacete, que estuvieron
jugando con encuadrarse en la autonomía que resultara más ventajosa, y otras como
Segovia que hasta el último momento estuvieron a punto de obtener autonomía
propia, como la consiguieron Santander y Logroño.
Nadie podría haber previsto con unos meses de antelación el actual mapa
autonómico. Por eso es absurdo afirmar que respondió a la fuerte demanda
autonómica preexistente, como se ha dicho para justificarlo. Las preautonomías se
crearon artificialmente y constituyeron un error político, que predeterminó luego
todo el proceso constitucional. Porque como empezó regalándoseles a todos la
preautonomía, las demandas nacionalistas crecieron y se hacían insoportables en el
debate de la Constitución, como están creciendo ahora, unas para marcar
diferencias con las demás; mientras éstas, a su vez, quieren igualar lo que se da a
los nacionalistas, y éstos volver a marcar diferencias, produciendo esa espiral, que
no se sabe dónde puede acabar.
Sin el doble invento de las preautonomías y el «café para todos», creo que el debate
constitucional hubiera podido mantenerse en términos más razonables. Y la
configuración territorial del Estado hubiera sido más congruente con el sentido
nacional de España. Podría haberse establecido una fuerte descentralización
administrativa, apoyada en provincias y municipios, que sí tenían en ese momento
arraigo en España y una organización ya funcionando. Y quizás otorgarse dos
estatutos singulares mucho más restringidos que los actuales para Cataluña y el
País Vasco, que se hubieran conformado con menos, al ver reconocido su
pregonado «hecho diferencial».
En esto de los «hechos diferenciales» conviene precisar que todas las regiones
españolas los tienen. Y hay que respetarlos. Lo que ya no es tan explicable es
convertirlos en fuente de poder político. Lo que hacen los dirigentes nacionalistas es
montarse sobre los «hechos diferenciales» para pedir más poder político. Y
convertirlos de «hechos diferenciales» en «hechos separadores».
2. LAS «NACIONALIDADES», LAS LENGUAS Y LAS BANDERAS
Pero, desgraciadamente, no fue este de las preautonomías el único ni quizá el más
importante de los errores políticos de aquel momento. Los más graves están en la
Constitución misma. Algunos diputados de Alianza Popular peleamos cuanto
pudimos para evitarlos, pero los acuerdos extraparlamentarios de UCD y PSOE (con
la asistencia nocturna y a cencerros tapados de Arzallus y otros nacionalistas),
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aquellos acuerdos en las sobremesas, en las noches y en las madrugadas, hicieron
inútiles nuestros esfuerzos.
El primer gran error está en el reconocimiento de las «nacionalidades» que se hace
en el artículo 2. Este artículo incurre en el contrasentido de afirmar que «la
Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria
común e indivisible de todos los españoles», para decir a continuación que
«garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la
integran». El error es grave por dos motivos: El primero y principal porque la unidad
de una nación puede quebrarse si se reconocen en su seno «nacionalidades»; y el
segundo porque no se pueden establecer dos categorías políticas de autonomías,
las nacionalidades y las regiones. ¿Qué razón histórica puede existir para que
Cataluña sea una «nacionalidad» y Aragón no? ¿Para que lo sea el País Vasco y no
lo sea Castilla? Así está ocurriendo, que ahora se están reformando los Estatutos, y
todos reivindican y están incluyendo en ellos la condición de «nacionalidad»; así que
vamos a tener una Nación que alberga en su seno una docena de nacionalidades.
Vamos a ser un ejemplo único en el mundo. Y, desde luego, un invento singular que
nunca había sido considerado en el derecho político constitucional. En esto sí que
esta vez «España es diferente».
En la apasionada discusión parlamentaria de este artículo, recordé que la única
Constitución que existía en el mundo, entonces, que incluía el concepto de
«nacionalidades», era la de la Unión Soviética, pero reconociendo al mismo tiempo a
las Repúblicas que la integraban el derecho de autodeterminación, que, como
sabemos, han acabado ejerciendo. Y recordé que el Partido Socialista, en el
Congreso de Suresnes, en 1974, cuando era un admirador entusiasta de la URSS,
definió a España como una República Federal de las Nacionalidades y «reconocía como lógica consecuencia- el derecho de autodeterminación a los pueblos que la
integran». Conviene recordar estos antecedentes para explicarse muchas cosas de
las que sucedieron entonces y de las que están ocurriendo ahora.
Pese a la oposición cerrada, y yo creo que brillante, de los diputados de Alianza
Popular, ahí esta el concepto de nacionalidades consagrado constitucionalmente y
dando pie a las demandas nacionalistas, que cada día con más descaro hablan de
soberanía y derecho de autodeterminación. Se les contesta que esto está fuera de la
Constitución, y ellos replican que no es del todo cierto porque uno y otro concepto
van implícitos en el término nacionalidades constitucionalmente reconocido. Las
nacionalidades, dicen, son naciones todavía no constituidas en Estado, pero como
tales «naciones» tienen el derecho a autodeterminarse y un principio implícito de
soberanía. Ya veremos quién o cómo se resuelve tan espinosa cuestión.
Reconocidas las nacionalidades en el artículo 2.°, vinieron después las batallas de
las banderas y de las lenguas en los artículos 3.° y 4.°. Era razonable y lógico definir
constitucionalmente la bandera de España y así se hizo en el n.° 1 del artículo 4.°.
Pero no había necesidad de reconocer constitucionalmente banderas y enseñas a las
Autonomías, porque ello suponía apoyar sus pretensiones de singularidad y de
equiparación con la propia nación española.
Dice el artículo 4.° que esas banderas autonómicas se utilizarán junto a la española
en los edificios públicos y actos oficiales; pero fue inútil nuestro empeño de
establecer que la bandera española tuviera siempre lugar preferente; y sólo junto a
ella y en segundo lugar podrían situarse las autonómicas. Nuestras enmiendas
fueron rechazadas por «impertinentes», o «innecesarias», pero los hechos
evidencian que nuestras preocupaciones y nuestros avisos no eran baldíos.
Cualquiera puede comprobar que en Cataluña y en el País Vasco no se da
preferencia a la bandera de España, e incluso ni se utiliza(salvo excepcionalmente),
cuando no es objeto de vejaciones intolerables, que siempre quedan impunes. Pero
es que, ya hay otras muchas autonomías en que, aunque se respete el uso de la
bandera nacional, queda como oficializado y protocolario, mientras a nivel popular
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se utilizan mucho más las banderas autonómicas. La televisión nos está ofreciendo
ejemplos todos los días. Y no es bueno que el pueblo no sienta que su bandera, la
bandera del pueblo, es la de España, y acaben viéndola como la bandera de las
autoridades y de los actos protocolarios, mientras que las banderas del pueblo son
las autonómicas.
Alguien dirá que esto es una manifestación de patriotismo cavernícola (algo parecido
nos dijeron en el Congreso); pero yo les emplazo a que vean lo que hacen en todos
los países del mundo, incluso en los de índole federal como Estados Unidos o
Alemania. La bandera, la enseña nacional, es algo sagrado para los gobernantes y
para los pueblos de todo el mundo. Aquí y ahora. En este tiempo. Menos en España,
que se ha curado del patriotismo cavernícola universal, dejando en segundo plano el
honor a la bandera nacional. Y eso es importante para el concepto y el sentimiento
de España, como nación y patria común e indivisible de todos los españoles, según
se dice en ese precepto constitucional que esta ahí, como olvidado, mientras se
recuerda todos los días lo que nos divide y separa.
Pero la verdad es que la batalla por la bandera duró poco, se despachó por la
mayoría con un «bajonazo», acusándonos de patriotismo barato para dejarnos en
ridículo.
Algo más cruenta, pero singularmente defraudante, resultó la discusión del artículo
3.° sobre la lengua del Estado y las lenguas vernáculas, que acabó con lo que yo
llamo en el libro que acabo de publicar «la confusión de las lenguas». El «castellano»
se declara lengua oficial en todo el Estado, pero a continuación se dice que también
lo serán las llamadas lenguas vernáculas en cada Comunidad Autónoma. Lo mismo
que con las «nacionalidades» tampoco se precisa en la Constitución cuántas y
cuáles serán las lenguas vernáculas. En este momento, tenemos, por un lado, el
catalán, el euskera y el gallego. Pero hay otras dos: el valenciano y el mallorquín,
que también son oficiales sin que se haya decidido si son o no «catalán». Y ahora se
quiere hacer oficial el bable. Y se habla de otras.
Para poner de manifiesto la importancia que el tema de la lengua tiene para la unidad
de un pueblo, yo me permití empezar mi discurso en el Congreso citando tres
párrafos del Génesis, que a mi juicio tienen una gran fuerza «Era la tierra de una sola
lengua y de una sola palabra». Y en otro lugar: «He aquí un pueblo uno, porque tiene
una lengua sola». Y cuando la soberbia de los hombres les llevó a hacer la torre de
Babel, Yavé dijo: «Bajemos y confundamos su lengua, para que no se entiendan
unos con otros». El problema de la lengua es a mi juicio trascendental para el
sentimiento de unidad de un pueblo. Unamuno, en un artículo que luego volveré a
citar, dice que puede haber individuos bilingües, pero no pueblos bilingües.
No propongo, por supuesto, que se combata, se prohiba o se limite el uso de
ninguna lengua vernácula; al revés, son patrimonio de todos y como tal deben
protegerse y fomentarse. Digo que para el concepto de unidad nacional, para el
concepto de España como patria común de todos los españoles, es muy importante
que haya una lengua oficial en todo el territorio. Y ya no es así. A los hechos me
remito. Los hechos son muy tozudos y acaban siempre imponiendo su fuerza sobre
las utopías. La cooficialidad de las lenguas se ha aplicado, como yo me temía, dando
prioridad a las vernáculas en la enseñanza, en las rotulaciones o denominaciones, en
las relaciones oficiales, de tal modo que se han convertido en las verdaderas
lenguas oficiales, relegando el español a un segundo plano, lo que está
contribuyendo a la pérdida del sentimiento de unidad nacional, a que muchos
españoles no se sientan como tales.
E incluso otros españoles se sienten como extranjeros en ciertos territorios. Ha sido
otro efecto perverso de la regulación constitucional de las Autonomías. Y de su
posterior desarrollo. Que se agrava, además, porque se ha transferido a las
Comunidades Autónomas la educación, lo cual permitió no solo imponer, de hecho,
la enseñanza en lengua vernácula, sino dar a la enseñanza un sesgo nacionalista,
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que está determinando la creación de generaciones de nacionalistas, cada vez más
radicalizados en su victimismo, en el concepto idealizado de su tierra y de su más o
menos inventada historia, y en el desconocimiento o el odio a España. El futuro de la
integración de millones de españoles en el concepto y en el sentimiento de España
es realmente preocupante, a la vista del efecto conjunto de lo que se está haciendo
con la educación y con las lenguas vernáculas.
Al discutirse el tema en el Congreso, sostuve que la lengua oficial debía llamarse
«español» y no «castellano» y fué muy oportuno, aunque no sirvió de nada, que la
Real Academia Española de la Lengua, publicara un comunicado oficial en el mismo
sentido y poniendo en ello toda su autoridad. No le hicieron el menor caso. Dije
entonces en el Congreso: «La lengua oficial debe llamarse «español» porque es la
lengua de España, como nación, la lengua que hablan los españoles y no sólo los
castellanos, la lengua que hablan con este nombre más de veinte naciones, la lengua
que nos distingue en el contexto mundial» … «El español es la lengua que por
antonomasia hace al pueblo «uno», según la frase del Génesis. Y como tal no es mía
ni vuestra, no es de los castellanos, ni de los catalanes, ni de los andaluces, los
gallegos o los vascos, es la lengua de todos, es la lengua de nuestro pueblo, del
pueblo español, … el pueblo al que representamos y al que servimos, entero, sin
fisuras, disgregaciones ni enfrentamientos».
Resalté la importancia del idioma, como instrumento de relación entre los hombres:
«Hay todo un intento mundial para hacer las fronteras más flexibles, menos
separadoras -dije- y para procurar reducir el número de idiomas en las relaciones
entre los hombres, para que puedan entenderse .... En este contexto, nosotros, que
tenemos la suerte de contar con uno de los idiomas auténticamente universales,
vamos a introducir, como uno de los elementos de división y debilidad de una de las
naciones
más
antiguas
del
mundo,
la
complicación
y
la
confusión no solo de algunas -no sé cuantas- naciones, sino también algunastampoco sé cuántas- lenguas oficiales». «El que diga o piense que el plurilingüismo
como el plurinacionalismo une, se equivoca. Y los hechos -terminé- dirán quién tiene
la razón».
Pero el tema se había pactado y salió como iba, y los hechos creo que han
sobrepasado mis preocupaciones de entonces. El idioma se ha convertido en un
problema de conflictividad e insolidaridad permanentes, que cada vez alcanza a más
Comunidades. Es una dificultad para la libre circulación y asentamiento de personas
en todo el territorio español, para el desarrollo de los negocios y la comunicación
cultural de los españoles. Y un quebranto serio de la igualdad de oportunidades,
para lo cual, entre otras cosas, es básico el acceso a la enseñanza y su calidad, lo
que exige movilidad de profesores y alumnos entre Centros y Universidades. Y la
enseñanza en lengua vernácula dificulta el acceso e impide la movilidad de
profesores y alumnos. Pero también dificulta o impide la de trabajadores,
funcionarios y empresarios, convirtiéndose en un obstáculo insalvable para la
igualdad de oportunidades, y por ello, en una medida antisocial que perjudica, sobre
todo, a los más débiles.
Y creo que también es causa de un empobrecimiento cultural de quienes tienen que
formarse utilizando como instrumento unas lenguas que de nada sirven fuera de sus
propios territorios, y que, además, se habían empobrecido con el desuso; en lugar
de formarse en una lengua tan rica y universal como el español. No en balde un
vasco tan español y universal como Unamuno había escrito en 1907 «hay un
regionalismo romántico y sentimental y carne de materialismo político que es un
grave peligro no ya para el patriotismo español, sino para la causa de la cultura».
Pero este es tal vez el tema en que es mayor la ceguera de los nacionalistas, que les
esta llevando a hacer daño a sus propios pueblos. En todo caso, me interesa dejar
constancia de que en el Congreso fue derrotada una enmienda de la minoría catalana
pidiendo que fuera obligatorio el conocimiento de las lenguas vernáculas en cada
Comunidad. Y sin embargo se está imponiendo. E incluso hay quien dice, como
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Herrero de Miñón, que esa imposición es constitucional. No es así. La Constitución
sólo impone el deber de conocer el castellano. Y la enmienda de la minoría catalana
imponiendo el conocimiento de las lenguas vernáculas fue derrotada en el debate
constitucional. Pero se está actuando como si hubiera vencido.
3. ¿ESTADO FEDERAL O RESIDUAL?
Decidida la organización autonómica del Estado, se pretendió delimitar las
respectivas competencias de las Comunidades y el Estado en el famoso Titulo VIII y
especialmente en los artículos 148 y 149 de la Constitución, de los que yo quiero
resaltar dos aspectos importantes. Uno, que la delimitación no fue acertada, clara ni
precisa, produciéndose una confusión, que está dando lugar a constantes conflictos
de competencias que llegan con frecuencia al Tribunal Constitucional y crean la
lógica inseguridad jurídica en la regulación de los derechos de los españoles y de su
actividad en todos los órdenes.
El otro aspecto es que se concedió a las Comunidades Autónomas competencias
excesivas y sucesivamente ampliables, que exceden en muchos casos de las que
suelen tener los Estados federados en una Federación. Dicen ahora algunos que la
solución del problema autonómico sería la reforma de la Constitución para convertir
España en un Estado Federal. Pero los que han estudiado con rigor el tema dicen
que el Estado de las Autonomías ya es, de hecho, un Estado federal, y por ello los
nacionalistas no lo reivindican; lo que ocurre es que, en su momento, asustó la
palabra y no se quiso llamarle así. Pero lo que importa son los hechos, no las
palabras, y los hechos nos dicen que España ya es prácticamente un Estado federal.
Descompensado y asimétrico, porque no todas las Comunidades tienen el mismo
trato ni las mismas competencias. Y poco estable, yo diría que más bien gaseoso,
porque, como los gases, las autonomías tienen una capacidad de expansión
permanente, que la propia Constitución, los partidos nacionalistas y el sistema
electoral estimulan, como veremos luego.
¿Es malo o bueno haber convertido a España, sin decírselo, de hecho, en un Estado
federal? Me parece que los Estados unitarios (que no quiere decir Estados
«centralistas») tienen ventajas sobre los Estados Federales, que si se quedaron en
esa fase es porque no pudieron avanzar más; que el Estado unitario es histórica y
políticamente la culminación de un proceso de unificación que empieza con las
Uniones personales, sigue con las Confederaciones, continúa con los Estados
federales y culmina con los Estados unitarios.
Justamente porque el proceso es éste y no el inverso, el Estado federal que se ha
formado partiendo de otras formas más primarias, como Uniones de Estados o
Confederaciones, es decir, para unir lo que estaba desunido, tiene una fuerza
centrípeta, una tendencia a la integración y por ello los Estados federales como
Estados Unidos o Alemania son Estados fuertes en los que el poder central es cada
vez más predominante y, por supuesto, indiscutido. Sin embargo cuando se
pretende invertir el proceso natural deshaciendo un Estado unitario, para convertirlo
en federal, es decir, desuniendo lo que estaba unido, como se trata de un fenómeno
políticamente inverso a su desarrollo natural, lo que predomina es la fuerza
centrífuga, la tendencia a seguir con la desintegración, a fortalecer las partes y
debilitar el todo, de tal manera que al final lo federal ya parece poco y se quiere lo
confederal o la simple unión personal en la Corona.
Sería curioso que tuviéramos que volver a anunciar al Rey, no como Rey de España,
sino como Rey de Cataluña y de Aragón y de Castilla y de Galicia y de Valencia…
como en una crónica medieval. No, pues no es una broma, esa posibilidad está
implícita en algunas pretensiones nacionalistas. Y creo que otras, como el
nacionalismo vasco, ni siquiera lo admiten y su objetivo final es la independencia.
Nuestro problema se agrava porque algunos pretenden que no seamos una
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federación de Estados, sino una federación de Naciones, o, como se dice más
frecuentemente, una Nación de naciones. En cuyo caso, el problema es no sólo más
agudo, sino realmente arriesgado, porque de eso no hay en el mundo, y donde se ha
pretendido que lo haya o se ha acabado rompiendo el Estado o se ha acabado a
tiros.
Hay que añadir a la complicación de las nacionalidades, la existencia de partidos
políticos nacionalistas cuyos líderes se atribuyen en exclusiva la representación de
las mismas, a pesar de su diversidad y pluralismo interno. Y un sistema electoral que
prima a esos partidos, cuyos votos se hacen decisivos para lograr mayorías
parlamentarias, con lo que las grandes cuestiones de interés general están
mediatizadas y condicionadas por los intereses autonómicos, que se convierten en
contrapartida de cualquier decisión nacional importante. Verdaderamente, tenemos
un Estado singular en el mundo. En permanente equilibrio inestable.
Lo peor, es que después de los artículos 148 y 149 de la Constitución que delimitan
las competencias del Estado y las Comunidades Autónomas, viene el artículo 150,
con cuya introducción consiguieron los nacionalistas (y ello es luego extensible a
todas las Autonomías) que no sirviera de gran cosa la delimitación de competencias
hecha en los artículos anteriores y que las demandas autonomistas no tengan techo,
mientras el Estado queda realmente con un contenido casi residual.
Porque el artículo 150 tiene un apartado 2 que dice: «El Estado podrá transferir o
delegar en las Comunidades Autónomas, mediante Ley Orgánica, facultades (y
subrayo la palabra) correspondientes a materia de titularidad estatal, siempre que
por su naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación».
Es decir que las Comunidades Autónomas, una vez asumidas todas las funciones y
competencias que les atribuyen la Constitución y los Estatutos, que son muchas y
ampliables por su imprecisión, pueden reclamar que se les transfiera o delegue las
facultades que la Constitución reserva al Estado en exclusiva, con la sola condición
de que sean «por naturaleza» delegables. ¿Y quien decide si una facultad es o no
delegable por naturaleza? Pues tal como están las cosas, lo decidirá la presión que
en cada momento pueda ejercer sobre el Estado la Comunidad Autónoma o el
partido nacionalista de que se trate. Y la cautela de la Ley Orgánica se está
olvidando, asumiéndose o transfiriéndose las competencias por simples acuerdos o
decisiones unilaterales consentidas.
Fue inútil nuestro intento de que desapareciera de la Constitución este precepto que
implica la posibilidad de ir degradando progresivamente al Estado. Recuerdo que en
el debate, nos tacharon de alarmistas y nos dijeron que en el artículo 150 se
contemplaba una pura delegación de funciones administrativas. Propusimos
entonces que se sustituyera la palabra «facultades» por la expresión «funciones
administrativas de ejecución». Naturalmente los nacionalistas saltaron como tigres,
porque no era eso lo que querían, pero desgraciadamente la Ponencia, por boca de
Pérez Llorca, les dio la razón, diciendo que la expresión «facultades» era
«técnicamente» más correcta. Por supuesto que era técnicamente más apropiada
para transferir lo que al Estado había reservado la Constitución, pero ningún jurista
podrá decir que la expresión «facultades» equivale a «funciones administrativas de
ejecución».
Y así se está interpretando para arrancarle al Estado, poco a poco, sus facultades. Se
comprueba comparando lo que dice el artículo 149 con lo que tienen y reclaman las
Autonomías, especialmente las llamadas «nacionalidades».
Y por si el artículo 150 no había abierto ya una brecha suficientemente grande en la
línea de flotación del Estado, todavía los nacionalistas vascos consiguieron
introducir la Disposición Adicional Primera que establece que «la Constitución
ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales»; que se
actualizarán. Sin que sepamos de qué derechos históricos se trata, ni hasta qué siglo
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hay que llegar para encontrarlos y actualizarlos. A lo mejor se pretende «actualizar»
fueros y privilegios medievales.
Y hay otro tema delicado que es el fiscal. Los artículos 156 y 157 conceden a las
Comunidades Autónomas, autonomía financiera y facultad de establecer impuestos,
tasas y contribuciones especiales, además de participar en los impuestos que les
ceda el Estado. Ya sabemos el uso y abuso que se está haciendo de estas
facultades, y conocemos la pretensión de alguna «nacionalidad» de convertirse en la
única recaudadora de impuestos, pagando luego al Estado una especie de «cupo»,
como ya hacen las Diputaciones vascas y Navarra. Si este sistema acabara
generalizándose, es decir si, como se pretende cada Comunidad acaba recaudando
todos los impuestos y pagando luego un cupo de compensación al Estado que
habría que negociar cada año, la insolidaridad sería manifiesta y ha-bríamos
sobrepasado con creces el Estado federal. La soberanía fiscal o impositiva es una de
las manifestaciones primarias de la soberanía y tal vez hoy la más importante, que ni
se puede ni se debe ceder. Ni la Constitución lo autoriza. Y tengamos en cuenta,
además, que la integración europea exige un proceso de armonización fiscal que es
muy difícil, pero que será imposible desde la co-soberanía fiscal de las Autonomías.
Si tenemos que integrarnos y armonizarnos por arriba, no vamos a empezar
desintegrándonos y diversificándonos por abajo.
4. ES NECESARIO CERRAR EL PROCESO DE DESINTEGRACION
Entre las ambiguedades de la Constitución y la forma como se está desarrollando el
proceso, me parece que lo peor es que nadie podría decir en este momento cuándo
ni cómo se va a cerrar el cuadro de competencias del Estado y de las Comunidades
Autónomas. Las Autonomías son por naturaleza «expansivas». Es una ley natural en
la Administración que cada núcleo de poder creado, cada órgano, tiende a
expansionarse, a aumentar sus funciones y sus funcionarios. El sistema autonómico
es, por ello, entre otras cosas, carísimo para España. Los Presupuestos y la Deuda
de las Autonomías son ya muy superiores en términos reales a los que tenía el
Estado en su conjunto en 1975. Pensemos en lo que suponen diecisiete gobiernos,
cientos de consejeros, que se consideran como ministros, miles de directores
generales, cientos de miles de funcionarios… Sus funciones se duplican y
entremezclan con las del Estado y los Ayuntamientos, y eso no sólo nos cuesta
mucho dinero, sino que complica la vida y el ejercicio de actividades de ciudadanos
y empresas. Y los gastos y funcionarios autonómicos no han disminuído los gastos
y funcionarios estatales. El Estado tiene ya 40 billones de Presupuesto de gastos
(poco más de uno- incluyendo la Seguridad Social, en 1975). Y ahora hay más de un
millón de funcionarios públicos sobre los que había en 1975.
Pero no se trata solamente de un problema económico o administrativo, sino
esencialmente político, porque la última meta de los nacionalismos, no nos
engañemos, es la autodeterminación, y llegar a constituir Estados independientes.
Yo creo que España no lo va a consentir, pero no deja de preocuparme oír decir a
muchos buenos españoles, ante la situación del País Vasco, que sería mejor
dejarles, separarles de España, y quitarnos ese foco de conflictividad permanente.
Lo que ocurre es que nosotros no disponemos de España. España no es una
herencia que se pueda partir y repartir. España es la obra de muchas generaciones
de la que una generación determinada no tiene facultad de disposición. Los
españoles de esta generación tenemos la obligación, no sólo de defender España,
sino de fortalecerla y engrandecerla. Y no cumpliríamos con ese deber si dejáramos
que se rompiera y se apartara de ella cualquiera de las partes que la conforman.
Además de que si aceptamos, por ejemplo, que se separe el País Vasco ¿cuánto
tardaría Cataluña en exigir lo mismo? ¿Y qué podría pasar con Baleares o con
Canarias? ¿Dónde pondríamos el límite? ¿Cuándo seríamos capaces de frenar un
proceso abierto de independencias más o menos plenas? No podemos ceder a la
tentación de un transitorio alivio de nuestros problemas autonómicos, creando otros
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mayores.
Tenemos que tener la valentía de reconocer que la España de las Autonomías es un
error. Y tratar de corregirlo. Pero corregirlo, dentro del propio marco constitucional,
no abriendo un proceso de reforma que se sabe cómo empieza pero no cómo acaba.
Corregirlo, aplicando en toda su fuerza la primera parte del artículo 2.° de la
Constitución que dice que ésta se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación
española. patria común e indivisible de todos los españoles. Y basando el desarrollo
de la Constitución en esta rotunda declaración de la que nadie quiere acordarse.
Y en el artículo 1.°, también olvidado. El art.1.°, y luego lo refuerza el 14, establece la
igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley, como uno de los valores superiores
del ordenamiento jurídico, lo que hay que tener en cuenta a la hora de regular temas
como los impuestos, la sanidad, la enseñanza,..Y también establece el art.1.° que la
soberanía reside en el pueblo español, del que emanan todos los poderes del
Estado. Y habla del pueblo español en su conjunto, como un solo pueblo. Nada de
«co-soberanía catalana» o de «ámbito vasco de decisión». Es el pueblo español el
titular de la soberanía y del que emanan todos los poderes del Estado, incluso los
autonómicos, porque las Autonomías son también Estado.
Aplicados con todo su rigor y exigencia estos y otros preceptos constitucionales,
deberían conducir a limitar los excesos nacionalistas en el desarrollo de las
Autonomías. Estamos ante uno de esos problemas que exigen de verdad eso de que
tanto se habla, un gran consenso nacional para cerrar de una vez el proceso de
desintegración y debilitación del Estado. Los grandes partidos nacionales deberían
asumir esa responsabilidad.
A mí no me gustan las Autonomías, pero no puedo lógicamente salirme de la
realidad para instalarme en la utopía. Sé que una vez creado el Estado de las
Autonomías hay que asumirlo; pero como se asume una enfermedad o una
deformación. Tratando de corregirla y mejorarla, no de agravarla. Limitemos, al
menos, el error a sus términos actuales. Cerremos de una vez este proceso.
Reúnanse los partidos nacionales y delimiten de una vez y para siempre el cuadro de
las competencias del Estado y las Autonomías, y reformen en lo que sea necesario el
sistema electoral para que la política nacional no dependa de los votos nacionalistas.
Y hagan de ello el primer principio de su política.
Lo malo es que incluso esos grandes partidos nacionales llevan en su seno el
germen de su propia debilidad autonómica, porque vemos a sus propios diputados y
senadores, y no digamos a los dirigentes autonómicos de esos partidos, muchas
veces pensando más en sus intereses locales que en el interés general de España. Y
probablemente es una consecuencia inevitable del sistema.
Hay que hacerles entender a los autonomistas que lo más conveniente a cada
Autonomía es la fuerza y el prestigio de España. Sin una España fuerte ¿qué va a
hacer cada Autonomía desde la pequeñez y la limitación de su propia dimensión
económica y política? ¿Cómo vamos a compaginar un proceso de integración
europea con un proceso de desintegración interna?
Un periódico nacional publicaba recientemente una entrevista con el líder
nacionalista escocés Alex Salmond, que está protagonizando el proceso de lo que se
llama «devolución» a Escocia de parte de su antigua soberanía. La periodista
preguntaba: «… ¿es este proceso de «devolución» el principio de la desintegración
del Reino Unido?». Y el entrevistado contesta: «El Reino Unido ha terminado. Está en
su última fase como Estado. Además por razones que le serán muy familiares,
puesto que usted viene de España. Si usted se fija en lo que el proceso de
«devolución» está entregando a Escocia -educación, sanidad, servicios sociales- y lo
que la Unión Europea se va a llevar de Londres- defensa, política exterior, política
monetaria ...- ¿Qué le queda al Parlamento de Londres y por tanto al Estado
británico. No le queda nada».
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Es evidente que la contestación trasluce todo el fondo de revancha que acompaña
siempre a los nacionalismos. Y su ceguera. Parece que al Sr. Salmond le importa
más, si cabe la anulación del Estado británico que el futuro de Escocia. Porque
habría que repreguntarle ¿Y que hará Escocia sola cuando el Reino Unido haya
desaparecido? ¿Acaso cree que estamos en el siglo XVII cuando Escocia significaba
algo en Europa?
Pero, efectivamente, en su respuesta hay algo que es perfectamente aplicable a
España. Si seguimos transfiriendo competencias a las Autonomías y es inevitable
que la Unión Europea absorba parte de nuestra soberanía ¿qué le queda al Estado?
¿Qué le queda a España? Y a nadie se le ocurrirá que hay que parar el proceso de
integración europea, porque ese es el futuro ¿Qué haríamos solos y además
divididos en diecisiete miniestados? ¿Cómo podríamos encarar así el mundo en que
nos toca vivir y sus problemas? El futuro y el progreso están en Europa no en los
reinos medievales. Vamos a entrar en el siglo XXI, no a retroceder al XV.
En todo caso, como no acierto a terminar con una solución racional del problema,
porque la que he apuntado de un acuerdo de los grandes partidos nacionales me
parece poco probable, tengo que terminar con un acto de fe. Con un acto de fe en
España. Recuerdo que en uno de esos momentos de exacerbación de los
nacionalismos, cuando ya las demandas autonómicas se hacían intolerables y
abuchearon a los Reyes en Guernica, y corrió la sangre en un «Día de Andalucía»,
hace doce o catorce años, escribí un artículo en ABC que titulé «España nos
sobrevivirá». Su recuerdo es hoy mi acto de fe en España.
«… ¿Qué hay al final de las Autonomías? -decía, entre otras cosas, en ese artículo¿Hay sólo el intento de otra forma de Estado? ¿Hay para algunos el objetivo final de
sustituir a España como realidad histórica y sociopolítica anterior y superior a
cualquier forma de Estado que ahora queramos inventarnos? ¿Por qué hablar sólo
del Estado y tan poco de España?… No soy amigo de profecías, pero aquí sí quiero
aventurarme a hacer una: España va a permanecer. Y no hablo del Estado español,
sino de España. España es la primera y más antigua nación del mundo moderno; sus
raíces se hunden en la más remota antigüedad y en su concepción actual ha costado
forjarla cinco siglos. Cinco siglos en que los españoles nos hemos peleado, y hemos
luchado juntos y entre nosotros, y hemos regado con nuestra sangre una y otra vez
el suelo que pisamos. Pero cinco siglos en los que hemos hecho unidos cosas tan
formidables que el mundo no se entendería sin ellas. Y las hemos hecho juntos
castellanos, andaluces, vascos, catalanes, valencianos, extremeños, navarros,
aragoneses, asturianos… No podemos ahora, con pueril y aldeano empeño, tratar de
separar lo que hizo cada uno y convertir nuestra «gran Historia» en múltiples
«pequeñas historias», que además no se entenderían la una sin la otra. No podemos
borrar esos siglos de brega en común para hacer España. España es una realidad
más fuerte que nosotros mismos. Podremos zaherirla, podremos debilitarla. Pero
nos sobrevivirá».
Licinio de la Fuente
(Rev. Razón Española, nº 95- Reproducido con permiso de los titulares de la propiedad intelectual)
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