Litterature europeene:

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Los europeos
Recuerdo muy bien el día de 1986 en que mi país, España, ingresó en lo que
entonces se llamaba Comunidad Económica Europea, el embrión de la actual
Unión Europea. La frase de moda, aquel día, era: “¡por fin somos europeos!”.
Una frase que se decía con entusiasmo, pero que no dejaba de ser extraña, pues
España es una de las más viejas naciones de Europa. Aquel día comprendí que
una cosa era haber nacido en Europa y otra ser europeo.
Cualquier estudiante sabe que existe un continente llamado Europa, que va
desde el estrecho de Gibraltar, en España, hasta los montes Urales, en Rusia.
Sobre esa tierra han pasado ya miles de generaciones de seres humanos, durante
cientos de miles años; seres humanos venidos de rincones alejados del planeta o
nacidos en tierras de Europa; seres humanos que han temblado de miedo en las
guerras, que han soñado mundos mejores, que han matado, que han sembrado
los campos, construido las ciudades, escritos novelas, amaestrado animales,
amado y cantado y dejado tras de sí todas esas grandes y pequeñas huellas con
que la Humanidad marca su paso por la vida: vasijas rotas en barcos hundidos,
collares de oro y diamantes, puntas de flechas, cartas de amantes, tratados
políticos, monumentos y catedrales... Esa riada humana, ese ciclón de vidas que
nacen y mueren incesantemente, es el que hace que la condición de europeo no
pueda ser meramente geográfica.
España es un buen ejemplo de cómo la identidad de las comunidades humanas
se construye siempre sobre la base de la mezcla, del mestizaje, de la
incorporación de lo ajeno, de lo extranjero. En el territorio español se asentaron,
a lo largo de la Historia, pueblos íberos provinientes del norte de Africa, celtas
provinientes de las tierras que hoy llamamos Francia, Irlanda e Inglaterra,
griegos, fenicios provinientes del actual Líbano, miembros de las legiones
romanas, cartagineses, judíos procedentes de Israel, moros del actual Marruecos,
árabes procedentes de Bagdad, godos provinientes de tierras danesas, alemanas
y del Cáucaso, gitanos procedentes de la India, indios procedentes del Caribe y
de México, esclavos negros de las más diversas tierras africanas, emigrantes
provinientes de los territorios europeos del imperio español (holandeses,
flamencos e italianos), emigrantes franceses, ingleses y alemanes que llegaron
durante los siglos XVIII y XIX, exiliados de América Latina... Todos esos
pueblos y culturas han dado como resultado la cultura y el pueblo españoles,
pero es un fenómeno que se repite de manera emejante en cada país. Incluso los
principales signos de la identidad nacional evidencian el peso que lo extranjero
ha tenido en la conformación de cada nación. Rusia, por ejemplo, debe su
nombre a los vinkingos suecos, llamados “rus” a causa de sus cabellos
pelirrojos, que se establecieron durante casi dos siglos en tierras de lo que hoy
son Ucrania y Rusia. El nombre de España viene del que le dieron los
emperadores romanos: Hispania. Francia debe su nombre a la tribu germánica de
los “francos”, que se hicieron con el control de la antigua Galia. Y en el escudo
de armas de la casa real de Inglaterra se puede leer una frase escrita en francés:
“Honni soit qui mal y pense!”. Y la verdad es que esa divisa puede ser invocada
a la hora de definir quiénes son los europeos de hoy, pues bien puede
avergonzarse quien piense que los inmigrantes extranjeros son un peligro para la
identidad europea.
Europa se ha construído sobre incontables emigraciones e inmigraciones. Más
aún, el desplazamiento, la búsqueda de nuevas tierras, el contacto, la mezcla
entre gentes de orígenes y costumbres diversas, está en la base misma de toda
cultura humana y es la condición imprescindible para la supervivencie de la
Humanidad como especie. La ley biológica señala que aquellos grupos humanos
que sólo se reproducen entre sí terminan degenerando y desapareciendo. De
igual modo, las culturas que rechazan abrirse hacia las demás culturas, que
pretenden aislarse del resto de la Humanidad, están condenadas a la decadencia
y al empobrecimiento espiritual.
Es cierto que durante milenios, las relaciones entre los pueblos han estado
trágicamente marcadas por la desconfianza y la hostilidad. Las guerras que han
asolado el continente europeo son prueba de ello. En Europa se ha matado más y
más brutalmente que ninguna otra parte del mundo y los imperios europeos,
entre ellos el español, han acabado con civilizaciones enteras en otros
continentes. La nuestra es una Historia terrible en la que de continuo se han
intercambiado los papeles de víctima y de verdugo. Ese ha sido el precio que los
pueblos de Europa han pagado hasta aprender por fin el valor de la paz y de la
tolerancia.
Después de esta larga experiencia histórica, resulta evidente que la diversidad
se ha convertido en la única forma posible de unidad europea. Dicho de otro
modo, la construcción de la unidad europea sólo es posible si se basa en el
respeto a la diversidad y en el respeto de los derechos humanos y del Estado de
Derecho. Pero llegar a esa conclusión sólo ha sido posible porque en toda
Europa y todas las épocas ha habido hombres que han defendido la palabra, el
diálogo y el entendimiento como instrumentos de convivencia. La cultura y la
creación artística han sido desde hace siglos el territorio de la primera indentidad
europea. Pensadores, poetas, músicos, pintores han recorrido el continente
dejando sus huellas en tierras muy alejadas de sus lugares natales, hasta el punto
que un pintor griego, El Greco, es representante de la pintura clásica española,
un pintor español, Picasso, lo es de la pintura vanguardista francesa, un escritor
irlandés, Samuel Beckett, escribió obras maestras en francés y un polaco, Joseph
Conrad, eligió la lengua inglesa para expresarse. Son ejemplos de cómo el
territorio de la cultura, con su diversidad de idiomas y escrituras, ha sabido crear
una reserva de ideas, proyectos y sueños comunes a todos los europeos.
Por eso la palabra “europeo” ha adquirido hoy un valor que no es sólo
geográfico. Los europeos no somos sólo los nacidos en tierras de Europa, son
todos aquellos seres humanos que viven y se esfuerzan en este continente para
poner punto final a nuestro pasado de odios y desencuentros. La conciencia de
ese pasado es la que debería hacer más humildes a los europeos de hoy, cuando
critican los defectos de países de otros continentes sin tomar en cuanta que
nosotros hemos tenido necesidad de varios siglos para empezar a liberarnos de
los nuestros. Pero es precisamente esa voluntad de enterrar definitivamente los
fantasmas del racismo, de la xenofobia, de la injusticia social y la intolerancia
religiosa, que tanto males nos han traído, el que explica que, al igual que sucedió
en mi país hace veinte años, hoy se pueda también exclamar con orgullo: ¡por
fin somos europeos!
José Manuel Fajardo
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