El rostro de las víctimas: La mirada esencial 1. He pensado que lo que corresponde al abrir esta jornada de reflexión y preparación de cara a la Pascua es hacer una “evocación narrativa”. “Evocar” es “traer a la memoria”. Y eso es, justamente, lo que siento que debo hacer. 2. Y lo primero que quiero narraros es algo que pertenece a lo que en la meditación tradicional se llamaba composición de lugar. Hoy lo llamamos contexto. Os confieso que he debido vencer una fuerte resistencia a aceptar vuestra invitación a hablar esta mañana de “las víctimas”. No porque el tema no me atrayese, ciertamente, pues no hay muchos que me lleguen tan hondo. No por eso, sino precisamente porque al ser tema tan sagrado me cuesta hablar de él en el contexto actual de indigno uso y abuso del mismo en la refriega política, en las luchas por el poder. Nada más lejos de ello que la mirada de las víctimas. Pero, como dijo alguien que sabía de qué hablaba porque él mismo fue víctima del Nazismo, Walter benjamín, las víctimas no descansan mientras la injusticia y sus autores no sean vencidos. Esta zozobra me trajo a la memoria la inolvidable meditación del gran pensador judío Martin Buber sobre la palabra “Dios”. En ella se preguntaba si no sería el momento de callar, al menos por un tiempo, sobre esta palabra sagrada ante el indigno uso y abuso de que ha sido víctima a lo largo de la historia… Pero, a pesar de todo, es difícil callar sobre Dios, y no menos difícil es callar sobre las víctimas. No podemos callar sobre lo esencial. Si calláramos aquí, nuestro contexto quedaría a merced de la banalidad o la polémica partidista. 3. Así que, vencida esta zozobra, me decidí a hablar de las víctimas. Pero inmediatamente me asaltó una nueva zozobra, una inquietante paradoja. Porque, ¿cómo hablar de las víctimas? Sucede, en efecto, que normalmente hablamos los no-víctimas sobre las víctimas, y éstas, que son las que deberían hablar, apenas tienen voz: ahogada por el sufrimiento, o negada por los que secuestran el poder de la palabra, o acallada del todo por la muerte y el olvido. Por eso, hablar de ellas solo es posible para hacerse eco de su voz, de su palabra quebrada, de su “grito”. 4. Pero, ¿por qué … las víctimas? Parece que hoy estuvieran de moda. Parece que hasta, para algunos, fueran rentables… Y, sin embargo, nada más lejos de su dignidad y su significado. Las víctimas no están de moda, no pueden estar de moda, como ni están ni pueden estar del lado del poder, de quien las genera o se sirve de ellas. Las víctimas están, por principio, a contracorriente de lo que impera, de la moda, del pensamiento políticamente correcto. Las víctimas son, por principio, instancia crítica, intempestiva, interpelante, denunciadora. Cuando ya no lo son, es que han sido manipuladas. 5. ¿Quiénes son las víctimas? Las víctimas son las y los que han soportado y soportan el peso del mundo, el peso de la lucha por la vida que rige la evolución humana, el peso del desarrollo y el dominio del mundo, el peso de la acumulación del capitalismo global, de la explotación, de la injusticia, y el peso de todas las barbaries que han asolado nuestra tierra, de todos los campos de concentración, de todos los Holocaustos, de Auschwitz y Dachau y Guantánamo, de todos los Gulags, de todas las conquistas y dictaduras, de la furia colonialista y la locura racista, de la violencia del fanatismo y del terror… Por eso, las víctimas están marcadas por el sufrimiento, por la derrota, por la pobreza, por la negación de su dignidad y sus derechos, por la desgracia, la enfermedad, la miseria y la muerte. Su marca, su identidad, es, pues, el sufrimiento. Pero una marca inconfundible: es el sufrimiento inocente, como subraya Gustavo Gutiérrez en su precioso libro sobre cómo hablar de Dios. No permitamos la confusión en este punto crucial: es verdad que también los ricos (y los poderosos y los explotadores y los dictadores…) lloran a veces, como afirma sin vergüenza la propaganda dominante, pero no son víctimas porque no son inocentes, sino verdugos. Son ellos, y como ellos, innumerables. Son los condenados, los vencidos y excluidos de la historia y del presente, los inmolados en nombre de todas sus razones: de la razón de Estado, de la razón económica, de la razón política, de la razón violenta y fanática, de la razón cultural y, no en último lugar, de la razón religiosa. Son, simplemente, las víctimas. Lo dice su rostro, lo dice su mirada. 6. El rostro –ha mostrado incomparablemente el pensador judío E. Lévinas- es el icono del otro, el símbolo de la alteridad del otro, de su intangible, misteriosa, sagrada realidad, más allá de “la idea adecuada” que me hago convenientemente de él, más allá de lo que mi mirada puede delimitar, dominar, manipular. Y el rostro de la víctima, del pobre, del condenado, del humillado, del excluido, del acallado y hundido, es el icono eminente del otro, el símbolo por excelencia del prójimo. Pero, ¿por qué? ¿En qué descansa esa singularidad, esa excelencia?... Descansa en su dignidad y en su autoridad, que no residen precisamente en su poder, sino, paradójicamente, en su impotencia, en que son sujetos del sufrimiento. Su dignidad es la dignidad del que sufre, del que soporta el peso del mundo, es 2 decir, su injusticia, su falta de humanidad. Y esa es también su autoridad. La autoridad del “huérfano y de la viuda”, a la que remite el profeta. Una autoridad moral que nada tiene que ver con la fuerza o el dominio, sino con la verdad. Con la verdad del hombre y con la verdad del mundo. Es la dignidad y la autoridad del testigo. 7. Esa dignidad y esa autoridad confieren a las víctimas, efectivamente, una privilegiada relación con la verdad. En ellas, en su rostro dañado, herido, ensangrentado, desfigurado se revela la verdad de nuestro mundo: su injusticia y su inhumanidad. Por eso son esenciales las víctimas. Por eso su mirada es la mirada esencial. Su rostro está desfigurado hasta el punto que parece ocultar su humanidad; y sin embargo es ese rostro desfigurado el que revela la verdadera humanidad (la que le falta al mundo, la que nos falta a los hombres). Y su mirada es una mirada parcial: las víctimas ven el mundo de otra manera, lo ven, como decía el citado Walter Benjamin, invertido, boca abajo: donde los que dominan y los bien situados, los que viven del sistema, ven progreso y felicidad, ellas no aciertan a ver sino montones de ruinas, llanto e inhumanidad. Su mirada es parcial, sí, pero certera. Es la mirada esencial. Cuando nos hallamos en una habitación profundamente oscura, instintivamente buscamos palpar sus paredes con nuestras manos para saber dónde realmente estamos. Nuestro mundo tiene mucho de habitación oscura, profundamente oscura: la injusticia –decía el apóstol Pablo- oscurece la verdad, y también la realidad, la vida. Eso le pasa a nuestro mundo: la injusticia lo ha convertido en una habitación oscura, profundamente oscura, a pesar del derroche de luz con que la envolvemos. Por eso, en este mundo nuestro necesitamos palpar sus paredes: necesitamos ir a sus márgenes para saber de verdad dónde realmente vivimos. La verdad del mundo, del sistema, se conoce desde sus límites, desde la periferia, desde su “espalda”, como expresa magistralmente, en uno de sus films, Elías Querejeta. Pues bien, esa verdad es la que nos revela el rostro de las víctimas, su voz de testigos, su mirada certera, esencial. Necesitamos encontrarnos con su rostro, necesitamos escuchar su palabra de testigos, necesitamos mirar a su ojos y dejarnos penetrar por su mirada parcial pero certera. Nuestra civilización, denuncian los analistas sociales más lúcidos, es un gigantesco mecanismo de ocultación y olvido del infinito sufrimiento que genera su autoconservación y su progreso, incluso estando ese sufrimiento a la vista de todos. La astucia de los que dominan y sus potentes medios hacen que aparezca como simple efecto colateral. Pero la presencia de las víctimas viene a romper esa mirada satisfecha sobre el mundo y hace añicos la imagen triunfal y tranquilizadora que se dan a sí mismos los que 3 dominan y transmiten a la ciudadanía para que todo quede justificado y nadie se levante y rebele. Las víctimas tienen esa dignidad: el privilegio hermenéutico, epistemológico, de desmontar las mentiras y las trampas con las que los que dominan (en la política, en la economía, en la industria cultural, en las religiones) ocultan la injusticia que origina el infinito sufrimiento de los de abajo, de los de siempre. Y de este modo, las víctimas nos revelan la verdad de lo que existe: la mentira de las grandes palabras, la inhumanidad que se esconde tras ellas, el precio de la felicidad de los felices. Nos revelan, como dice certeramente Reyes Mate, que el sufrimiento es condición de la verdad. Por eso las víctimas son, ante todo, un don, una revelación: son, como alguien lo ha expresado con acierto, el “ecce homo” de todos los tiempos y de nuestros días. En ellas, en su rostro y en su mirada, se revela lo que nos falta para llegar a la humanidad. 8. Pero el rostro y la mirada de las víctimas nos revelan mucho más. Las víctimas no solo son “ecce homo”; las víctimas son también “zarza ardiente”, evocación y revelación del Otro más radicalmente otro, de la trascendencia más sublime, del misterio inmanipulable de nuestra existencia y de la entera realidad. Las víctimas tienen también el privilegio teológico de remitirnos a la realidad misteriosa, sagrada de Dios. “Zarza ardiente” – otra importante imagen de fondo de esta meditación. Resulta verdaderamente sorprendente constatar cómo la humanidad creyente en su conjunto, unos más y otros menos, unas épocas más y otras menos, hemos podido estar tan despistados buscando signos de la trascendencia, lugares de su manifestación, tan lejos de esta privilegiada zarza ardiente que son las víctimas. Las cumbres, la grandeza: el sol, el rayo, la tormenta, el poder, las aguas, pero también el desierto, el silencio, la profundidad, el interior… han sido las teofanías preferidas en la historia de las religiones. Y se entiende, desde luego. Todas hacen referencia a alguna dimensión importante de la Realidad misteriosa de Dios. Pero, ¿no se encontraron las religiones, es decir, los hombres religiosos, con el rostro y la mirada de las víctimas? Y si se encontraron, ¿no les dijeron nada sobre el Dios que decían adorar? ¿Qué les llevó entonces a la experiencia de lo sagrado? Evidentemente, ¡se toparon con las víctimas!. Por eso hay referencias a su cuidado, a la justicia, a la compasión y al amor, en prácticamente todas ellas, desde el Libro de los Muertos hasta el texto más reciente, pasando por los profetas judíos, la Bhagavad-Gita, el Evangelio o el Corán. Pero extraña que la mayoría se haya mantenido dentro de una lógica de la simetría y la semejanza a la hora de identificar las huellas de lo divino, las 4 teofanías: lo grande evoca al poderoso, el silencio y el desierto, al misterio. Por supuesto, también ha entrado en juego, y mucho, la lógica de la asimetría y desemejanza, pero solo para destacar la distancia entre lo divino y el mundo, entre Dios y sus criaturas: lo necesario frente a lo contingente, lo absoluto frente a lo relativo, lo infinito frente a lo finito. Y en esta vía, los que más lejos llegaron fueron, sin duda, los místicos, tanto para evocar la absoluta alteridad y trascendencia de Dios, de lo divino o la Nada, como para expresar con conmovedora belleza, pero también con increíble atrevimiento, la sorprendente proximidad, incluso la inquietante identidad entre Dios y el alma, entre Brahman y atman, entre el Amante y la amada. En muchos textos de los grandes místicos aparece por eso el binomio Yo-tú, es decir juega un papel decisivo la experiencia del otro. Pero normalmente se trata del radicalmente Otro, del Tú divino. No tanto del otro, del tú humano, aunque no falta, aquí y allá, esa conciencia, como cuando Ama Samy, cristiano y maestro Zen de la India, revela: “El otro es la cara de Sunyata/Vacío vuelta hacia mí.” Y, desde luego, menos aún del otro más radicalmente otro humano, del pobre, de la víctima. Hay, sin embargo, una tradición religiosa que, compartiendo el meollo de esta articulación de la experiencia de Dios, rompe llamativamente con la lógica de la simetría y modula incluso esencialmente la lógica de la asimetría introduciendo en esa experiencia la presencia y la mediación de ese otro más otro humano, del pobre, de la víctima. Es la tradición que arranca de la experiencia de la zarza ardiente que implicó a Moisés en la liberación del pueblo sometido y humillado en Egipto, pasa por los grandes profetas judíos, alcanza un clímax dramático y revelador en el rostro torturado y desfigurado del Siervo Sufriente y en la experiencia dolorosa, desgarradora, de Job, y culmina en la experiencia inaudita de Dios en Jesús en su compromiso incondicional con los pobres y las víctimas de este mundo, que le lleva a la experiencia suprema, a la vez que escandalosa, de silencio y finalmente de confianza y abandono en Dios en la cruz. Es la tradición en la que estamos, la corriente de agua de la que bebemos, la memoria que en esta mañana evocamos. ¿Por qué aquí las víctimas, su rostro y su mirada, se tornan tan determinantes, tan imprescindibles, para la experiencia de Dios? ¿Qué Dios nos evocan, qué nos dicen del él?... No puedo desplegar la respuesta a estas preguntas. Pero un momento de esa respuesta sí quiero, al menos, nombrar: el rostro y la mirada de las víctimas son aquí tan importantes porque en ellos se manifiesta la verdad del Dios de Jesús: que Dios es diferente, no un Dios de poder, sino un Dios de misericordia, un Dios amor, un Dios Abba, y por eso un Dios apasionado de los pequeños, de los pobres, de los humillados, en una palabra, de las víctimas, porque ellas son los excluidos del amor y de la comunidad de los hombres. La divinidad del Dios de Jesús, su 5 amor incondicional, se revela precisamente en su pasión por las víctimas, en su amorosa parcialidad hacia ellas, que tan gravemente escandalizó a los poderosos y bienpensantes de la política y la religión de su momento histórico, que lo llevaron a la cruz. Desde Jesús, Dios y las víctimas han quedado indisolublemente unidos, lo mismo que Dios y la Cruz, la asunción del sufrimiento.. Tal vez radique ahí, justamente, como sugiere González Faus, la universalidad de Jesús. Ése es, desde luego, el privilegio teológico que, junto al privilegio hermenéutico, constituye su dignidad y su autoridad: “ecce homo” – “ecce homo doloris”: he ahí al hombre, he ahí al hombre rostro y revelación de Dios. Pero esta sorprendente vinculación entre Dios y las víctimas ha seguido siendo tan incómoda y escandalosa a lo largo de la historia como en su primer momento. Y buena parte de la teología ha cedido a las presiones de aquellos a los que esa vinculación molestaba y se ha implicado en diluir esa vinculación hasta ocultarla bajo relaciones más neutras e inofensivas, o incluso hasta invertirla en la relación entre Dios y el poder. La mirada del del pobre, de la víctima, desmonta la mentira del lenguaje sobre Dios de los situados. Es una mirada parcial, pero certera. Su pregunta ante el inmerecido sufrimiento: “¿Dónde está Dios?” no es retórica, como acostumbra a ser actualmente, sino desgarradora, dramática. Pero está sostenida por la confianza en que Dios está a su lado, está con los que sufren, con las víctimas. Su pregunta nos evoca el grito de Jesús en la cruz y nos revela, como la del propio Jesús, la verdad de Dios. Ése es su privilegio teológico, ésa su dignidad y autoridad. Su rostro y su mirada son una gracia. 9. Pero el rostro y la mirada de las víctimas tienen otro privilegio más. No solamente son un don, una gracia, que hemos de acoger en gratuidad y gratitud. Son, a la vez, una llamada, una interpelación a nuestro rostro y a nuestra mirada. Una profunda, radical interpelación a nuestra conciencia, a nuestra autocomprensión como sujetos. Es su privilegio antropológico. El rostro y la mirada de las víctimas cuestionan y denuncian la lógica de la autoafirmación y la autonomía, lógica hegemónica y egoísta de la dominación, como la causante de la injusticia que atraviesa el sistema económico, político y social de nuestras sociedades modernas. La injusticia que genera el infinito sufrimiento de todos los explotados, los humillados, los marginados y excluidos, que los convierte en víctimas. Y frente a esa lógica dominante y egoísta, las víctimas suscitan una lógica diferente: la lógica del reconocimiento y de la heteronomía. Una lógica disonante, ciertamente, a despecho del pensamiento políticamente correcto y con una frágil base de plausibilidad en nuestras modernas sociedades. Pero una lógica que presenta un ideal alternativo de humanidad y de 6 humanización que merece ser escuchado. No se trata de ir más atrás de la Modernidad, como podría sugerir erróneamente el término hetero-nomía, sino de ir más allá de ella y en otra dirección. El desafío de las víctimas no niega al sujeto, ni niega su autonomía. El desafío consiste en una revolución antropológica: ante las víctimas, el sujeto, es decir, nosotros, no se realiza en la autoafirmación, sino en la escucha y el reconocimiento del otro, en la res-ponsabilidad ante el otro, y en el hacerse cargo del otro. No es cuestión de mera empatía, ni siquiera de altruismo. Se trata de algo más, y más nuevo. Se trata de ser desde el otro, desde el otro que sufre, desde el pobre y excluido, desde la víctima. No en una relación de simetría, que supone al sujeto ya constituido, y por tanto en definitiva dominante, sino en una relación asimétrica, única en la que nos constituimos como sujetos. Una relación de escucha y reconocimiento del otro, de pasividad, es decir, de pathos, de escuchar y compartir el sufrimiento del otro que sufre. Y es una relación en la que el sujeto, es decir, nosotros, es ante todo res-ponsable ante el otro, y sólo así libre. Libre porque res-ponsable ante el otro. Y una relación, en fin, en la que el sujeto, es decir, nosotros, se hace verdadero sujeto, sub-jectum, so-portando, cargando sobre sí el sufrimiento del otro, haciéndose cargo de él, cuidando de él, haciéndose prójimo del otro, del caído en las cunetas de la vida, de las víctimas. En una palabra, frente a la lógica de la dominación del sistema imperante, el principio misericordia que ha introducido con gran fuerza y lucidez Jon Sobrino, teólogo, donde los haya, que sabe bien y se ha hecho cargo seriamente del sufrimiento de las víctimas. Se trata, ciertamente, de una revolución antropológica que implica cambios profundos en la realización humana. Revolución en la mirada: aprender a mirar el mundo desde los ojos de las víctimas, adquirir la mirada de aquel famoso ángel de la historia del cuadro del expresionista Paul Klee que Walter Benjamin supo interpretar lúcidamente como la mirada de quien, impulsado a caminar hacia delante en la historia, no puede dejar de mirar hacia atrás, hacia los caídos en las cunetas de esa misma historia, hacia las víctimas, para guardar en la memoria todas sus esperanzas truncadas. Revolución, también, en la sensibilidad, en la capacidad de empatía y solidaridad con el otro que sufre, no como corolario, sino como constitutiva de su propio ser sujeto. 10. Pero no se agotan ahí las consecuencias de esta revolución que implica tomar en serio el rostro y la mirada de las víctimas. En realidad se trata de una revolución global que alcanza todas las dimensiones de lo humano: racional, estética, ética, social y religiosa. Una revolución que pone este mundo boca abajo para que las víctimas puedan, por fin un día, verlo boca arriba gozar de sus derechos. Horkheimer y Adorno se adelantaron ya hace tiempo a todos nosotros en llevar a cabo una radical autocrítica de la Ilustración, 7 del entero pensamiento occidental dominante, y en reclamar una nueva racionalidad autocrítica y anamnética, compasiva y solidaria con las esperanzas truncadas y los derechos incumplidos de las víctimas de la historia. Una Ilustración que fuera capaz de superar, como propone José Luis Segovia (Josito), el moderno “sapere aude” por el verdaderamente universal y humano “dolere aude”: atrévete a sufrir-con, a cargar con el sufrimiento de las víctimas. En nuestros días, el conocido sociólogo Zigmunt Bauman se ha atrevido, por su parte, a sostener que difícilmente puede haber belleza sin solidaridad con los humillados. Pero en el mismo sentido se había expresado ya muchos años antes Theodor Adorno cuando puso en cuestión, para escándalo de los bienpensantes, que después de Auschwitz pudiera escribirse poesía. A no ser, claro está, que ésta –como toda belleza- fuera expresión del sufrimiento, de la esperanza truncada de las víctimas. Por la misma razón, el propio Adorno reclamó entonces, tras el Holocausto, una revolución en la ética que la fuera convirtiendo en una ética compasiva y anamnética. Y él mismo puso en movimiento ese proceso proponiendo un nuevo imperativo categórico: actúa de tal manera que termine el sufrimiento que pesa sobre las víctimas. Imperativo que implica, a su vez, para no quedar en buenas intenciones, una profunda y nueva exigencia de justicia, una Justicia Crítica como propone y despliega magistralmente José Luis Segovia (Josito) en su tesis, una justicia asimétrica y parcial que repare el sufrimiento y el daño que se ha infligido a las víctimas, que restaure sus esperanzas truncadas y reconozca y cumpla sus derechos negados. Una justicia que, evidentemente, se ve obligada a alcanzar y golpear al núcleo más duro y refractario del sistema establecido, la economía, el capitalismo global dominante, que es el que, en primer y último extremo, genera las pirámides de sacrificio, los montones de ruinas que llenan las cunetas de nuestro planeta. 11. Lejos estamos, muy lejos, de esta revolución global que implicaría tomar en serio a las víctimas. La dureza y resistencia del sistema establecido amenaza con reducirla a una utopía más de otro mundo posible. Con todo, esta utopía es la que está moviendo ya a muchos en ese camino, para esperanza de las víctimas. Y, en cualquier caso, esa utopía nos trae insistentemente a la conciencia la convicción de que sin la memoria de las víctimas, de su rostro y su mirada, de su sufrimiento, de sus esperanzas truncadas y sus derechos incumplidos, y sin asumir las exigencias que esa memoria implica, nuestra humanidad no podrá, con verdad, llamarse a sí misma humana. Esa llamada de atención es la secreta fuerza mesiánica de las víctimas que, como 8 gustaba decir a Walter Benjamin, al menos nada ni nadie podrá arrebatarles. 12. Solo trabajando en esa dirección, cumpliendo esas exigencias que comporta la memoria de las víctimas y su completa reparación, podremos preparar el terreno para aquella, aún más exigente, reconciliación, necesaria para la plenitud humana, reconciliación que tuvo su expresión máxima en las palabras de perdón pronunciadas antes de morir por la Víctima de la cruz, por el Crucificado. En esas palabras y en su entrega total y confiada al misterio de Dios despunta, en silencio, el destello de la luz de la resurrección que iluminará la noche de todas las víctimas: enjugará sus lágrimas y colmará sus esperanzas truncadas. Madrid, 3 de marzo de 2007 Juan José Sánchez 9 10