SOBRE LA PASION DE LA ENVIDIA

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La pasión de la envidia
©Miguel Ángel Ruiz Orbegoso
La envidia se define como una reacción de malestar o dolor por el bien que le viene a otro, sobre
todo cuando uno desea lo que tiene y no puede conseguirlo. Es una causa del odio, y los celos la
alimentan.
No es raro que la persona envidiosa exacerbe las pasiones con un lenguaje tendencioso o
términos ofensivos que generen o potencien la hostilidad. De ahí que junto con la codicia haya
contribuido a la mar de conflictos que han robado la paz entre las personas y los pueblos.
El libro Siblings Without Rivalry [Sin rivalidad entre hermanos], de Adele Faber y Elaine Mazlish,
cuenta de una joven envidiosa que no pudo soportar que su padre siempre estuviera alabando el
cabello de su hermana. Una noche, cuando su hermana dormía profundamente, tomó unas tijeras
y le cortó el pelo tan corto como le fue posible. Así proceden las personas envidiosas, aunque sus
víctimas no tengan la culpa. Les duele no tener lo que tienen las otras personas, y si no pueden
tenerlo, tampoco deben tenerlo ellas.
La envidia socava el desarrollo
El famoso telescopio espacial Hubble, con un espejo principal de 2,4 metros de diámetro, fue
lanzado al espacio y puesto en órbita a más de 600 kilómetros de altura sobre la Tierra por el
transbordador Discovery en abril de 1990. Costó más de 1.600 millones de dólares y se convirtió
en el observatorio científico más avanzado, grande, complejo y potente que se había construido
hasta entonces. Contaba con unos 4.000.000 de líneas de código de computadora. Se esperaba
que eludiera la distorsión de la luz causada por la atmósfera, y que el grado de perfección de las
imágenes que enviara a la Tierra dependería de las leyes de la óptica, la calidad de sus espejos y
la precisión y estabilidad con que se lo orientara hacia sus objetivos.
La misión consistía en explorar el cosmos por unos quince años, y todos esperaban observar las
estrellas y galaxias remotas con una claridad diez veces mayor. La revista Time dijo con optimismo
que se abría “una nueva ventana al universo”, y que con su contribución el ser humano podría
remontarse hacia épocas inmemoriales.
Las primeras “observaciones fomentaron la trágica idea de que el observatorio orbital adolecía de
un grave defecto óptico”, diría Eric Chaisson, colaborador del proyecto, en su libro The Hubble
Wars. Solo se obtuvieron borrones de luz. Había un error inesperado en el telescopio, un error
minúsculo en las medidas del espejo primario. Y aunque la diferencia era muy inferior al grueso de
un cabello, bastaba para enturbiar la visión. Fue toda una decepción.
Chaisson mencionó varias causas en su libro: Hubo elementos ópticos del telescopio que
no estuvieron bien fabricados y los ingenieros no tuvieron nunca una visión en conjunto. Se
confiaron demasiado y no comprobaron debidamente todos los detalles. Se incorporaron piezas
usadas y tarjetas de extensión de memoria dignas de un museo. Faltó tiempo y dinero. Y cuando
se solicitaron más exámenes, las advertencias fueron desoídas.
En un punto Chaisson hizo el siguiente comentario: “La idea tan difundida de que el método
científico es imparcial y objetivo, y que los hombres de ciencia no se dejan arrastrar por las
emociones humanas cuando realizan su trabajo, es una farsa. Hoy la ciencia está tan afectada por
la subjetividad como la mayoría de los aspectos de la vida”. Y opinó que la ambición y la envidia
fueron factores importantes que influyeron en los problemas del Hubble.
Por ejemplo, si jugamos o practicamos deporte, ¿nos preguntamos por qué unos terminan alegres
y reconfortados mientras que otros acaban desalentados y desmoralizados? El deporte es
excelente, y no toda competencia es malsana. Hasta llevar una puntuación puede ser conveniente.
Pero si nuestra actitud promueve la violencia mediante despertar la rivalidad del uno contra el otro,
entonces estaríamos haciendo apología del egotismo y promoviendo la envidia, perdiendo la
perspectiva.
¿Qué contribuye a combatir la envidia?
Es mejor cultivar una escala de valores equilibrada y dar la debida prioridad a todas las cosas,
teniendo presente que valemos por lo que somos, no por lo que tenemos ni por las muchas
habilidades que poseamos en cierto campo.
En el último año escolar conocí a un compañero de estudios que se creía muy superior a todos por
sus habilidades físicas e intelectuales, pero un día tuvo que dar un discurso ante toda la escuela y
fue un verdadero desastre. Sudaba por todas partes y tartamudeaba a cada rato. Leyó con
dificultad un escrito que le había preparado su mamá y su verdadera identidad quedó al
descubierto. La fama que se había ganado como fanfarrón se derrumbó como un valioso jarrón
chino que se estrellaba contra un peñasco. Hasta su novia comenzó a duda de su hombría.
Por eso, para no provocar la envidia de los demás, evitemos la tonta tendencia de llamar la
atención a uno mismo. Es razonable emocionarnos y hacer manifestaciones espontáneas de
alegría cuando alguien lo merece, pero ¿hay acaso mérito alguno en dar rienda suelta a las
emociones y fanfarronear?
El día que un grandulón me llamó debilucho y me retó a una pelea desigual, le respondí:
“¿Debilucho? Yo te voy a decir quién es debilucho. Te reto a subir al estrado el lunes, justo cuando
el Director de la escuela esté a punto de dar su discurso principal, y quitarle el micrófono y decir
delante de todos: ‘Disculpe, Señor Director, esto no está planeado, pero en nombre de todos sus
alumnos quiero decir que apreciamos muchísimo el esfuerzo que usted ha hecho por todos
nosotros. Es algo por lo cual le estaremos muy agradecidos toda la vida’”. Si no lo haces, el
debilucho eres tú. ¿Te atreves?”.
Por supuesto, no lo hizo. Pero se quedó pasmado el día que oyó mi discurso ante toda la escuela
como Presidente de la Promoción. Nunca valoremos a los demás por sus habilidades o su riqueza.
Él falleció hace muchos años, y yo sigo vivo. No existe ninguna razón para jactarnos por haber
cultivado ciertas aptitudes, ni sentirnos inferiores por carecer de ellas.
Recordemos que todas las personas somos diferentes y que tenemos diferentes habilidades,
defectos, gustos y temores. No necesitamos ganar a otros ni estar procurando hundir a los demás
para tener una identidad y sobresalir. Tal vez alguien sobresalga por haber hecho algo admirable.
No tiene nada de malo. Pero es malsano destacar solo por haber hundido a otro.
En cierta olimpíada alguien ganó una medalla porque uno de los participantes a quien él
consideraba superior se había accidentado y no pudo competir. Cuando lo visitó en el hospital, le
dijo que ganar fue fácil porque él no compitió, y que realmente no se sentía un campeón porque no
compitió con el mejor.
Un elogio de esa naturaleza no lo hizo menos campeón ni le hizo desmerecer la medalla olímpica,
pero destacó cualidades superiores a las físicas. Brilló por su gran carácter y personalidad. Eso es
ser un verdadero campeón.
Según Benavente, la ominosa pasión de la envidia no es otra cosa que el rubor de una mejilla
sonoramente abofeteada por la gloria ajena, un grillete que arrastran los fracasados, los cuales
andan encorvados ante la insignificancia propia. Inspirado en dicho discurso, Armando Navarro
Pérez concluyó en cierta ocasión su discurso ante la clase de oratoria, diciendo con entusiasmo:
“¡Por eso, si te tienen envidia, no te preocupes, son ellos los que viven preocupados por ti!”.
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