Saúl Keifman - Universidad de Buenos Aires

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CONFERENCIA INAUGURAL DEL PROYECTO MARIANO MORENO PARA
LA REFORMULACIÓN DE UN NUEVO CONTRATO SOCIAL
SAÚL KEIFMAN1
Muchas gracias por la invitación. Es un gran honor participar en esta actividad. Celebro el
proyecto de reformular el contrato social y, especialmente, la invocación de Mariano
Moreno, que indica claramente su sentido.
Puede parecer extraño que se invite a un economista a este evento (doble agradecimiento
entonces por la invitación). En los noventa se instaló un paradigma económico que dejó de
lado el contrato social sustituyéndolo por una regla cambiara. En esa visión, en una
economía abierta y de mercado, la única responsabilidad de la política económica era
mantener el uno a uno. Toda la política económica se subordinaba a aquel objetivo. No
importaban el desempleo, la desigualdad o la pobreza. Sólo importaba que la política fiscal
permitiera mantener la Convertibilidad. Se argumentaba que respetando la regla a rajatabla,
lo demás, léase, aumento del empleo y caída de la pobreza, vendría por añadidura,.
Hoy es obvio que esto no fue lo que ocurrió. Me interesa indagar en los fundamentos del
paradigma neoliberal ya fracasado, especialmente por su presunta filiación con el
liberalismo.
Eficiencia y distribución. Óptimo de Pareto versus mejora paretiana
El economista de Chicago George Stigler, un ideólogo fundamental del neoliberalismo,
cuestionó que los economistas se ocupen de los problemas de distribución. Según él, los
economistas (y la política económica) sólo debían ocuparse de los problemas de eficiencia.
En su visión, la eficiencia siempre se lograría a través del libre mercado, lo cual se
fundamentaría en el Primer Teorema de la Economía del Bienestar: bajo ciertos supuestos,
el equilibrio de mercado es eficiente u óptimo en el sentido de Pareto, que en castellano
significa que se maximiza el tamaño de la torta, el ingreso nacional. En efecto, en el óptimo
de Pareto no se puede mejorar la situación de ningún individuo sin perjudicar al algún otro.
Sin embargo, el criterio del óptimo de Pareto nada dice sobre la deseabilidad de la
distribución resultante, el reparto de la torta; Paul Samuelson señalaba que en tal óptimo el
perro de Rockefeller podría comer mejor que un pobre. Stigler respondería que si la
distribución resultante del equilibrio de libre mercado no fuera del agrado de la sociedad, el
gobierno siempre podría redistribuir ingresos a través de impuestos y transferencias. Nótese
que esta idea está en la base de la separación de las políticas económicas y las políticas
sociales en distintos ministerios, por ejemplo, de Economía y de Desarrollo Social. El
fundamento de esta separación entre eficiencia y distribución defendida en la práctica por
Stigler, era el Segundo Teorema de la Economía del Bienestar: bajo supuestos similares a
los del Primer Teorema, cualquier distribución del ingreso que fuera a la vez Pareto óptima
podría ser alcanzada en una economía de mercado a través de la redistribución fiscal.
1
Director de la Maestría en Economía de la Universidad de Buenos Aires.
El incumplimiento de los supuestos de los teoremas mencionados, que se produce por la
presencia de economías de escala, problemas de información, bienes públicos y
externalidades, lleva a equilibrios de mercado que no son óptimos de Pareto, justificando la
intervención del estado y la sociedad, para alcanzar la eficiencia. Vale la pena mencionar
que varios de los autores que desarrollaron los teoremas, como Kenneth Arrow y Frank
Hahn, explícitamente plantearon la falta de realismo de los supuestos mencionados, e
interpretaron que los teoremas no eran descriptivos, sino más bien sugerentes de lo lejos
que estamos de su pertinencia práctica, en contraste con Stigler y la Escuela de Chicago.
Más importante para nuestra discusión es el incumplimiento del supuesto no siempre
explícito del Segundo Teorema, de que la redistribución fiscal no sea costosa. Esto significa
que aún cuando el equilibrio de mercado maximizara el tamaño del ingreso nacional antes
de la redistribución, los costos de eficiencia, administración e información que surgen por
recaudar impuestos y transferirlos para alcanzar la distribución deseada, terminarían por
reducir el tamaño de la torta. En tal caso, que es el general, no podrían separarse los
problemas de eficiencia y distribución.
Un criterio útil en la formulación de la política económica y social, es el de mejora
paretiana del bienestar. Una acción de política económica produce una mejora paretiana si
como consecuencia de aquella nadie está peor y al menos alguien está mejor. Casi toda
acción de política económica genera ganadores y perdedores. Si lo que ganan los ganadores
es mayor de lo que pierden los perdedores, existe el potencial para que se produzca una
mejora paretiana. Pero la mejora paretiana sólo se efectivizará si se compensa a los
perdedores redistribuyendo parte de lo que ganan los ganadores.
El caso de las reformas de los noventa en Argentina es buen ejemplo de las consecuencias
de ignorar este criterio. Aún admitiendo que el régimen de economía semicerrada con
fuerte peso del Estado del período de sustitución de importaciones carecía de dinamismo
(no era “eficiente”), sin duda ofrecía una buena red implícita de protección social en
términos de distribución por los altos niveles de empleo que sostenía. El desmantelamiento
del régimen económico anterior no fue acompañado por la construcción de una red
explícita de protección social. La redistribución no se produjo porque Argentina no contaba
con las instituciones fiscales necesarias para implementarla. Así la desigualdad empeoró
sustancialmente y el bienestar de buena parte de la población empeoró. En tal sentido, no se
produjo una mejora paretiana, que exige que nadie esté peor y al menos alguien mejore.
Hacia una crítica más fundamental al paradigma neoliberal: instituciones y
preferencias endógenas
La proposición de que la eficiencia y la distribución pueden separarse como consecuencia
del Segundo Teorema, es contradictoria. Un supuesto básico del modelo de equilibrio
general Arrow-Debreu es que las decisiones (en el mercado) de cada individuo (u hogar) se
basan en la maximización de una función de utilidad que sólo depende de su consumo. Éste
el supuesto conocido como homo economicus. Sin embargo, la redistribución (en la
política) implica que la función de utilidad de los individuos que la deciden, toma en cuenta
el consumo de los otros, es decir, que no son homo economicus, tienen preferencias
sociales. En realidad, el uso de Arrow-Debreu del supuesto del homo economicus es de
carácter simplificador: dado el carácter impersonal de los mercados competitivos, cada
individuo actúa en este contexto institucional como si maximizara la utilidad derivada de su
consumo. Sin embargo, desde el punto de vista de la economía del bienestar, la existencia
de preferencias sociales implica que el equilibrio de mercado no es óptimo de Pareto
porque introduce externalidades en el consumo de los individuos.
Sin embargo, el paradigma neoliberal de propuesto por Gary Becker y George Stigler,
generaliza el supuesto del homo economicus a toda conducta humana y a cualquier marco
institucional (mercado competitivo, mercado no competitivo, no mercado). Esta
generalización ya es lo que Daniel McFadden llama el Hombre de Chicago. Así el llamado
imperialismo de la economía postula teorías económicas (en un sentido muy estrecho) de la
familia, el crimen, y la política, por ejemplo. En teoría de los juegos, el supuesto del
Hombre de Chicago lleva al conocido Dilema del Prisionero. En este juego, el equilibrio de
Nash, basado en el supuesto de comportamiento egoísta, lleva a que cada uno esté peor que
en el llamado resultado cooperativo en el cual cada uno actúa de manera altruista. El
Dilema plantea una visión pesimista sobre las posibilidades de cooperación. En esta versión
menos idílica de los equilibrios descentralizados, el equilibrio de Nash (una generalización
del equilibrio de mercado) no es óptimo de Pareto, pero nada puede hacerse para alcanzar la
solución cooperativa pues esta va en contra la naturaleza humana. Los intentos de
intervención, se argumenta, llevan a situaciones peores.
Aquí corresponde formular dos comentarios. El primero se refiere a la abrumadora
evidencia empírica acumulada en las últimas décadas que señalan la irrelevancia del dilema
del prisionero y del supuesto de homo economicus. De hecho, Melvin Drescher y Merrill
Flood, los creadores del dilema, llevaron a cabo un experimento con cien repeticiones del
juego, cuyo resultado interpretaron como una refutación del equilibrio de Nash, y más
cercano a un reparto equitativo de las ganancias de cooperación. Resultados similares se
acumularon en experimentos de juegos diversos donde dos individuos (o uno de ellos)
debe(n) decidir como repartir una suma. La evidencia muestra que homo economicus
predice mal, ya que los resultados se acercan más a la cooperación. Los experimentos de
bienes públicos también muestran que el problema del free rider, consecuencia del
supuesto del homo economicus, es menos serio de lo que se esperaba.
Por otro lado, Daniel Kahneman, Jack Knetsch y Richard Thaler, amasaron una importante
evidencia que muestra que muchas decisiones económicas tales como la fijación de precios
y salarios y la adquisición de bienes, están restringidas por consideraciones de justicia
(fairness). Un resultado robusto que destacan es el rechazo generalizado al abuso de una
situación de poder a expensas del débil. Por ejemplo, se rechaza que una empresa que está
en condiciones de bajar los salarios debido a un contexto de alto desempleo, lo haga si está
ganando dinero. En cambio, se acepta que la empresa baje los salarios si está perdiendo
dinero. Lo notable es que estas consideraciones justicia se convierten en normas que
restringen la conducta de las empresas.
En economía laboral, la hipótesis de los salarios de eficiencia, que postula una correlación
positiva entre el esfuerzo del trabajador y su salario, tiene un amplio apoyo empírico. La
teoría más aceptada y consistente con la evidencia es la llamada hipótesis del salario “justo”
de George Akerlof y Janet Yellen. Cada trabajador tiene una percepción de cuál es el
salario que debería recibir. Si esto no ocurre, el trabajador se desquita disminuyendo el
esfuerzo y por ende la productividad. Éste un clásico dilema del prisionero: si el trabajador
y el patrón cooperan, ambos ganarán; en caso contrario, se dará el equilibrio de Nash, y
ambos estarán peor. Por supuesto, en la práctica ocurren ambos casos. Lo notable es que no
sólo se de el equilibrio de Nash. Otro importante notable destacado y analizado por Akerlof
y otros, es el de la importancia de la identidad de los individuos y la distancia social entre
los mismos como determinantes de la cooperación.
La importancia de estos resultados llevaron a la formulación de un nuevo concepto de
equilibrio en teoría de los juegos, el del equilibrio de justicia (fairness equilibrium), de
Matthew Rabin. Éste se basa en la idea de reciprocidad. Un resultado notable de la
evidencia empírica es que en muchas circunstancias los individuos asumen un costo para
castigar a quienes no cooperan con ellos. Homo economicus jamás haría algo así. La
reciprocidad juega en ambos sentidos: como tenemos ciertas ideas de lo que es justo,
estamos dispuestos a sacrificar algo de nuestro bienestar ya sea para cooperar con quienes
cooperan con nosotros, como para castigar a quienes no lo hacen. Esto permite explicar los
casos de cooperación que serían incomprensibles como equilibrios de Nash, y reinterpretar
algunos equilibrios de Nash, por ejemplo, como el del dilema del prisionero, como un
equilibrio de justicia en el cual cada individuo castigan al otro porque percibe que el otro no
quiere cooperar. También explica por qué en el juego de Gallina-Halcón puede darse un
equilibrio Halcón-Halcón, como lo prueban las guerras de Vietnam e Irak.
El segundo comentario se refiere a la endogeneidad de las preferencias. Ya Frank Knight
señalaba en 1923 en su notable artículo “La ética de la competencia”, que el marco
institucional podía modificar las preferencias y las conductas de los individuos. A pesar de
ser un ardiente defensor del laissez-faire advertía que la generalización del marco
institucional del mercado competitivo podría promover en los individuos valores contrarios
a la ética. Por tal razón, argüía, los valores de mercado no pueden interpretarse como
valores sociales. En el mismo artículo también criticaba la distribución del ingreso
resultante del mercado porque consideraba que dependía mayormente de la suerte y la
herencia.
Más recientemente, Samuel Bowles retoma esta idea y destaca que la promoción de
mercados competitivos, caracterizados por la interacción impersonal y poco repetida,
modifica las preferencias de los individuos y sus valores volviéndolos más egoístas, vis-avis marcos de interacción más personal y repetida, que pueden facilitar la cooperación. Dos
buenos casos para reflexionar sobre esto son el mercado de trabajo (más o menos flexible)
y la globalización. Por ejemplo, en un mercado de trabajo más flexible se produce un
aumento de la rotación de los trabajadores. La reducción del costo laboral que los
flexibilizadores postulan, podría ser más bien un efecto de corto plazo. La mayor rotación
de los trabajadores llevará a interacciones más impersonales y menos repetidas entre
trabajadores y con los empleadores. La menor cooperación resultante disminuirá la
productividad e incrementará los costos laborales en el largo plazo.
La naturaleza mercantil o no mercantil del marco institucional puede también modificar las
preferencias en la medida que cambia la naturaleza del bien en cuestión. Dos ejemplos. Se
ha comprobado que la cantidad ofrecida de sangre cae cuando se paga por ella, en relación
a la cantidad que se provee cuando sólo se dona. En un jardín de infantes se instauró una
multa para las padres que llegaran tarde a buscar a sus hijos. El resultado fue que la
cantidad de padres que llegaban tarde aumentó. Poner precio al acto de dar sangre o buscar
tarde a un hijo del jardín, convirtió lo que eran actos de cumplimiento de normas sociales
basadas en nociones de justicia, en mercancías con resultados paradójicos sobre las
cantidades: pasar de precio cero a positivo, disminuyó la oferta de sangre y aumentó la
demanda de llegadas tarde.
La conclusión que queremos destacar es la siguiente: la investigación de los últimos
décadas ha probado sobradamente que los individuos se comportan de acuerdo a nociones
de justicia y reciprocidad, y que estas a su vez dependen del marco institucional. El respeto
de estas nociones afectan el grado la cooperación entre los individuos. La cooperación
redunda a su vez en ganancias de eficiencia incrementando el tamaño de la torta a repartir.
En síntesis, la economía positiva nos dice que respetar la justicia, especialmente, en el
sentido de la equidad, incrementa la eficiencia de la economía. De esta manera, se retoma la
tradición de los economistas que eran también filósofos morales como Adam Smith y John
Stuart Mill.
En la Argentina de hoy, fracturada por un abismo de desigualdad tan profundo que separa
quienes padecen hambre de quienes no lo sufren, el nuevo contrato social debe basarse en
el establecimiento de límites claros a los mercados impersonales que llevan a una
competencia destructiva, la sanción de marcos legales que favorezcan la protección de los
más débiles, comenzando con la erradicación del hambre y el respeto de la legislación
laboral, y la promoción de la cooperación en sus formas más diversas. La reducción de la
desigualdad no sólo se justifica moralmente, ya que al reducir la distancia social entre los
individuos y fortalecer las identidades colectivas, incrementa también la cooperación
llevando a ganancias de eficiencia.
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