El Auschwitz eterno (una radiografía del imperialismo)

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El Auschwitz eterno (una radiografía del imperialismo)
Manuel Navarrete :: 03/01/2013
Harían bien los progres en dejar de favorecer al Auschwitz eterno defendiendo cuanta
“revolución” de colores trate de consolidar el poder del imperialismo
La burguesía inglesa, por ejemplo, obtiene más ingresos de los centenares de millones de habitantes
de la India y de otras colonias suyas que de los obreros ingleses. Tales condiciones crean en ciertos
países una base material, una base económica para contaminar el chovinismo colonial al
proletariado de esos países. Naturalmente, no puede tratarse más que de un fenómeno pasajero,
pero aun así es preciso darse clara cuenta del mal y comprender sus causas, para poder agrupar a
los proletarios de todos los países en la lucha contra ese oportunismo. Y esta lucha habrá de
conducir inevitablemente al triunfo, pues las naciones “privilegiadas” representan una parte cada
vez menor en el conjunto de los países capitalistas. V.I. Lenin, “El Congreso Socialista Internacional
de Stuttgart”, 1907 Introducción Se insiste con demasiada frecuencia en una idea falsa: la de que
fue la dicotomía reforma/revolución la que provocó la ruptura entre la Segunda Internacional,
socialdemócrata, y lo que a partir de entonces sería la Tercera, comunista. Sin embargo, como
argumenta Domenico Losurdo, ésta es una idea errónea. Lo que motivó esa ruptura fue
principalmente el apoyo de los socialdemócratas a sus respectivos imperialismos. Bernstein, en su
obra Las premisas del socialismo y la misión de la socialdemocracia, apoya explícitamente el
colonialismo alemán y defiende el darwinismo social, argumentando además que el expansionismo
podía mejorar el nivel de vida de la clase obrera de su país. En la actualidad, desde Red Roja
venimos insistiendo sin descanso en una idea: desde una perspectiva internacionalista, no basta con
obtener reformas aquí, en el centro del sistema capitalista, sino que hay que acabar también con la
explotación de la periferia. De ahí el rechazo que nuestra organización hace del revisionismo, del
marxismo que ha claudicado ante la socialdemocracia y que podemos ejemplificar con
organizaciones como IU o Syriza, que, por ejemplo, ni siquiera asumen la reivindicación elemental
de la salida de la UE y el euro (por lo que, lejos de ser revolucionarias, tendríamos que
cuestionarnos si podemos calificar a estas organizaciones al menos como “reformistas”). En este
artículo queremos argumentar esta tesis; quizá lo primero, para evitar tópicos, sea aclarar que no lo
hacemos por “pureza” ideológica, dogmatismos o historias por el estilo. Lo hacemos porque en este
mundo existe un sistema de sobreexplotación y sojuzgamiento a escala planetaria que debe ser
enemigo prioritario en todas nuestras orientaciones estratégicas y actor destacado en todos nuestros
análisis, si de lo que se trata es de emancipar de la pobreza y la alienación a todos los seres
humanos que las padecen, y no sólo a los que son de raza blanca o viven en Europa Occidental,
Norteamérica o Japón. Intentaremos, asimismo, profundizar en la comprensión del fenómeno
imperialista y facilitar materiales teóricos a la militancia comunista. Materiales que nos hagan
recordar, para empezar, que debemos estar orgullosos de pensar como pensamos. Que aquí hace
falta más Lenin y menos tonterías posmodernas. Que el internacionalismo proletario no consiste en
“conectar indignados” por streaming, sino en desear la derrota de “tu” imperio, por ejemplo en
Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia o Siria (aviso, desde ya, que en este artículo no ejemplificaré
simplemente con Vietnam, Nicaragua u otras guerras del pasado, sino fundamentalmente con
guerras imperialistas y maniobras desestabilizadoras de nuestra actualidad, empezando por Libia y
Siria). Y que si el imperialismo interviene en esos países no es para exportar ninguna “democracia” o
ningún “mal menor”, sino para perpetuar un sistema de saqueo de los recursos energéticos de
consecuencias terribles; un sistema genocida frente al cual el “pluripartidismo” u otras migajas
formales son un precio demasiado escaso para quien lo recibe, como ya está empezando a
comprender el pueblo egipcio. Como escribió el filósofo Carlos Fernández Liria, los ministros de
economía europeos –muy conscientes de ello- proponen “que nos encerremos en fortalezas,
protegidos por vallas cada vez más altas, donde poder literalmente devorar el planeta sin que nadie
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nos moleste ni nos imite. Es nuestra solución final, un nuevo Auschwitz invertido en el que en lugar
de encerrar a las víctimas, nos encerramos nosotros a salvo del arma de destrucción masiva más
potente de la historia: el sistema económico internacional”. Nosotros somos partidarios de dinamitar
las paredes de ese Auschwitz invertido y eterno con el que los nuevos nazis intentan sobornarnos: la
Unión Europea. Nos negaríamos a ser cómplices de su barbarie contra la mayoría del planeta,
incluso si no atentara también contra nosotros mismos (cosa que, para colmo, como estamos viendo
cada día, hace). Explicaremos por qué. Ciencia contra propaganda Es curioso comprobar cómo
las formulaciones del pensamiento burgués han ido evolucionando en función de las necesidades
materiales de su clase social. En el “Postfacio a la Segunda Edición Alemana” de El Capital, Marx
escribirá con acierto: “Con el año 1830, sobreviene la crisis definitiva. La burguesía había
conquistado el poder político en Francia y en Inglaterra. A partir de este momento, la lucha de
clases comienza a revestir, práctica y teóricamente, formas cada vez más acusadas y más
amenazadoras. Había sonado la campana funeral de la ciencia económica burguesa. Ya no se trataba
de si tal o cual teorema era o no verdadero, sino de si resultaba beneficioso o perjudicial, cómodo o
molesto, de si infringía o no las ordenanzas de la policía. Los investigadores desinteresados fueron
sustituidos por espadachines a sueldo y los estudios científicos imparciales dejaron el puesto a la
conciencia turbia y a las perversas intenciones de la apologética”. Efectivamente, las primeras
teorizaciones burguesas reconocían sin complejos la división de la sociedad en clases. Además, la
doctrina burguesa clásica aceptaba la teoría del valor-trabajo, según la cual los productos valen la
cantidad de trabajo humano que llevan incorporados. Adam Smith reconocía sin complejos que una
persona será rica o pobre en función del trabajo ajeno de que pueda disponer. Sin embargo, luego
vendría el pensamiento neoclásico, que sencillamente negaba la evidencia y definía el valor como
una realidad natural del producto, negando en consecuencia la existencia de clases sociales. Pues
bien, con la cuestión del imperialismo va a pasar exactamente lo mismo. En La riqueza de las
naciones, Adam Smith afirma con rigor que “un país industrial (…) compra con una pequeña
cantidad de sus productos una muy grande de las producciones agrícolas de otras naciones”, lo que
es un precedente de la teoría del intercambio desigual. Ricardo, por su parte, defiende una teoría
“de los costos comparativos”, que viene a hacer apología de una división perpetua entre naciones
industriales hegemónicas y naciones agrarias dominadas, como único sistema capaz de salvaguardar
la tasa de ganancia de los capitalistas. Pero entonces apareció la teoría neoclásica que, con afán
desmovilizador, trató de oscurecer la raíz económica del imperialismo, recurriendo a explicaciones
sobreestructurales acerca del “nacionalismo” y factores psicológicos de esa índole. Con el paso del
tiempo, esta visión se radicalizaría hasta llegar a Shumpeter, quien, en 1916, declara (y no en el día
de los inocentes) que “el capitalismo es, por esencia, antiimperialista”, sólo que las tendencias
imperialistas son “sobrevivencias de épocas pasadas”. Más aún chocante sería su afirmación, años
después, de que “entre todos los países, los Estados Unidos es el que muestra una tendencia
imperialista más débil”. Supongo que el abrumador y evidente catálogo de acciones imperialistas
norteamericanas en el siglo XX desmiente mejor esa teoría que cualquier alegato marxista. Carlton J.
Hayes o Fieldhouse negarán también el carácter económico del imperialismo. Para ellos, los
intereses económicos jugaban sólo un papel secundario en la empresa colonial. Pero ¿puede tomarse
en serio tal planteamiento? Los orígenes del imperialismo… y del capitalismo Pues va a ser que
no. Tales ideas son en realidad un disparate que nadie puede defender seriamente. Más adelante
hablaremos de la necesidad del imperialismo para que el capitalismo supere sus contradicciones
internas. Por ahora, comenzaremos por señalar que Marx demostró hasta la saciedad en El Capital
que el desarrollo industrial inglés no puede comprenderse prescindiendo de la vertiente externa de
la acumulación primitiva de capital, a través del expolio que los Estados del centro y norte de
Europa practicaron sobre los continentes atrasados. Un expolio que, tras alcanzar la supremacía
naval Inglaterra, derrotando a holandeses y franceses, benefició particularmente a la burguesía
inglesa y que tenía como agentes específicos a las Compañías de Comercio y Navegación (las
primeras multinacionales de la historia) y como métodos fundamentales la piratería, la guerra de
conquista, la trata de esclavos, el genocidio y el “terror blanco”. Métodos nazis donde los haya. Por
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más que patalee Ashton, negando la evidencia en su obra sobre La revolución industrial, es
absolutamente innegable que, sin esta vía externa, habría sido imposible hacer frente a la tremenda
acumulación de capital que requería la Revolución Industrial y que la hizo posible. Se puede hablar
de la revolución política liquidada a finales del XVII; se puede hablar de los recursos que tenía
Inglaterra, o incluso de la “ética del protestantismo” de la que escribiera Weber… pero hablar de
todo esto sin mencionar lo más determinante es un auténtico crimen contra la verdad. Y la verdad -y
lo más determinante- es que la Compañía de las Indias Orientales asolaba el Océano Índico, mientras
el resto de compañías inglesas arrasaban África y las zonas americanas que no arrasaban España y
Portugal. La verdad –y lo más determinante- es que la trata de esclavos y la piratería (empresas
cuyos principales accionistas eran los propios monarcas) produjeron beneficios sencillamente
fabulosos. Y la verdad –y lo más determinante- es que, sin la acumulación de capitales que todo esto
generó durante los siglos XVI, XVII y XVIII, no se habrían podido poder en marcha los cientos de
máquinas de vapor que propulsaron el desarrollo industrial inglés. Además, la manufactura del
algodón no se hubiera desarrollado entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX si antes
no se hubiera eliminado a sangre y fuego la competencia de la manufactura india, como
expondremos más adelante. Sin olvidar que la salida de los excedentes británicos a mercados
exteriores no se habría producido si no se hubiera sojuzgado a cañonazos a numerosos pueblos. En
suma, el desarrollo del capitalismo industrial habría sido imposible sin la dominación política, la
explotación económica y la dislocación social de los pueblos de la periferia. Vayamos, pues,
profundizando en los hechos. Fases en el surgimiento del imperialismo Existe una tremenda
confusión en lo que respecta al imperialismo. Recientemente, yo argumentaba que la guerra entre la
OTAN y Libia era una guerra entre un imperio (con sus colaboracionistas, como todos los imperios
de la historia) y una colonia, por lo que había que desear la victoria de la colonia,
independientemente del autoritarismo de sus gobernantes. Pero un militante de Izquierda
Anticapitalista me contestó, visiblemente ofendido, que se trataba de una guerra inter-imperialista,
ya que Libia practicaba el “imperialismo interior”. Al parecer, había tomado por literal una
expresión metafórica empleada en su momento por Santiago Alba Rico. Pero en realidad, salvo que
sea un uso poético, hablar de un imperialismo “interior” es una contradicción en sus propios
términos, ya que el imperialismo es, por definición, exterior. Llamar a cualquier represión
“imperialismo” es un error infantil. Pero, es más, llamar a cualquier capitalismo “imperialismo”
implica no haber comprendido una sola palabra del marxismo. Y, para subir la apuesta, llamar a
cualquier imperio, o incluso a cualquier anexión territorial, “imperialista” es no haber profundizado
lo más mínimo en la noción leninista del “imperialismo”. En términos leninistas, el imperio romano
no era imperialista, porque no existían los monopolios, ni el capital financiero (nacido de la fusión
entre los capitales industrial y bancario), ni la exportación de capitales (de hecho, ni siquiera existía
el capital), que son algunos de los rasgos de la fase superior del capitalismo, el imperialismo, si
seguimos a Lenin. Pues bien, ¿dónde están los monopolios, el capital financiero y la exportación de
capitales libios o sirios? La respuesta es sencilla: no existen, porque esos no son países imperialistas,
sino ex-colonias independizadas primero y luego agredidas de nuevo por el imperialismo. Y si el
imperialismo les agrede no es porque esté muy aburrido o porque desee extender la democracia y la
libertad por todo el orbe, sino porque necesita derrocar a todo gobierno anti-imperialista, esto es, a
todo gobierno no sometido al imperialismo. Mientras estuvieron sometidos al imperialismo, no hubo
problemas; pero cuando dejaron de estarlo… Y, sin embargo, paradójicamente, el militante aludido
apoyaba fervorosamente a los “rebeldes” libios, que formaban parte del único bando auténticamente
imperialista en esta guerra (cosa que ni siquiera los mismos rebeldes negaban, ya que solicitaron
pública y explícitamente la intervención militar de la OTAN). Pero volvamos a sumergirnos en la
historia. Siguiendo a José Acosta, podemos establecer tres etapas fundamentales dentro del proceso
que llevó al surgimiento del imperialismo: 1) El arqueo-imperialismo primitivo (desde las Cruzadas
hasta el siglo XVIII), fase de captación de los recursos materiales que permitirían la expansión
capitalista posterior, a través del pillaje, la trata de esclavos, las guerras de conquista y la piratería.
2) El colonialismo (desde el siglo XVIII hasta el final de la II Guerra Mundial), caracterizado por la
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exportación de mercancías y el drenaje de materias primas. 3) El imperialismo capitalista
propiamente dicho (desde finales del siglo XIX hasta nuestros días), caracterizado por los
monopolios, el capital financiero, la exportación de capitales, etc. En lo que respecta a la
infraestructura, la acumulación primitiva, acelerada entre los siglos XVI y XVIII, no empleaba el
comercio, sino la simple violencia y el terror, como cauce fundamental de expropiación de la
periferia. En la época colonial, en cambio, el nacimiento de la industria permite la exportación de
mercancías excedentes, iniciándose el intercambio comercial desigual. Por último, en la etapa
imperialista, ya con los monopolios, la exportación de mercancías será sustituida por la de capitales
(es decir, por la inversión directa, la creación de empresas en el extranjero o la concesión de
préstamos) como modo de explotación dominante. Por otra parte, en lo que respecta a la
superestructura, durante la acumulación primitiva los Estados dominantes europeos no estaban aún
lo bastante desarrollados como para ejercer por sí mismos el dominio imperialista de la periferia,
por lo que la dominación es ejercida por entes privados dotados de soberanía, financiación,
burocracia y ejército propios: las Compañías de Comercio y Navegación, autoras de los peores
crímenes esclavistas y de los más atroces actos de piratería y pillaje. Más tarde, en el siglo XVIII, los
Estado burgueses del centro de Europa son ya suficientemente fuertes y pueden hacerse cargo,
directamente, del dominio imperial, incorporando a las poblaciones explotadas al Estado
colonialista. La acumulación prosigue y, así, surgen por último poderosísimos trusts que controlan
las principales fuentes de energía (gas, electricidad, petróleo) o infraestructuras (siderurgia,
ferrocarriles, armamento), así como las redes bancarias mundiales. La nueva burguesía monopolista
posee, pues, el poder suficiente como para prescindir del colonialismo, de la dominación directa y,
entonces, las colonias son convertidas en Estados formalmente independientes y su dominación pasa
a ser indirecta, llegándose a la fase final del capitalismo. Eso, y no otra cosa, es el imperialismo. La
necesidad del imperialismo Para Berognes, el imperialismo es una manifestación externa de las
contradicciones internas del capitalismo, una vertiente externa del proceso de acumulación
capitalista. Como es sabido, el modo de producción capitalista tiene una serie de contradicciones
internas que lo hacen frágil e inestable. Una de ellas es la contradicción entre la creciente capacidad
de producción y la decreciente capacidad de consumo. Así pues, gracias al imperialismo, las
formaciones sociales capitalistas exportan las mercancías y los capitales excedentes, drenando
materias primas desde las formaciones sociales de la periferia. Con ello, desaguan lo que les sobra y
toman del exterior lo que necesitan para reproducir la tasa de ganancia. Es, metafóricamente, una
especie de plusvalía exterior. La producción industrial capitalista exige la condición de un mercado
extenso, el aseguramiento de fuentes de materias primas y la necesidad constante de abrir nuevos
mercados en el exterior (ya sea mediante la persuasión, el comercio o la violencia directa). Ya lo dijo
Rosa Luxemburg en La acumulación de capital: “El capitalismo (…) se desarrolla únicamente en un
medio social no capitalista (…) [y] tiene necesidad para su existencia de formas de producción no
capitalistas”. Así pues, el imperialismo es, en última instancia, el cauce de exportación de las
contradicciones internas del capitalismo. Si para Adam Smith o David Ricardo, defensores de los
intereses industriales, habría sido una auténtica herejía exportar capitales al exterior, el
monopolismo posterior tendrá en cambio otra lógica. Lenin ilustra a la perfección cómo el
capitalismo financiero concluyó que, bajo condiciones monopolistas, era más rentable emplear el
excedente de capital en ultramar que en la industria doméstica. Dentro sólo contribuiría a
incrementar la producción, haciendo bajar los precios y subir los salarios. Fuera, en cambio, podría
obtenerse un mayor interés sin ninguna de aquellas consecuencias. Por eso Wakefield tenía razón
(burguesa) al proponer un programa imperial contra la periferia para contrarrestar el riesgo de una
inminente revolución social en el centro. Y Cecil Rodes lo comprendió a la perfección, cuando en
1896 afirmó: “para salvar a cuarenta millones de habitantes del Reino Unido de una mortífera
guerra civil (…) debemos posesionarnos de nuevos territorios. (…) Si queréis evitar la guerra civil,
debéis convertiros en imperialistas”. También lo comprendió a la perfección Bernstein, pero no sólo
él, ni sólo la II Internacional. Desde entonces, no han sido pocas las ocasiones en las que
autodenominados marxistas, e incluso alguna que otra “internacional” (como una cuyo número
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nominal representa el doble que la de Bernstein, pero cuyo número de militantes representa una
millonésima parte), han apoyado al imperialismo civilizador europeo contra los “bárbaros de la
periferia”. ¿Ignoran o simplemente “olvidan” el historial de crímenes que está grabado a sangre en
el corazón de Europa? Mecanismos explotadores En un artículo que publicaré en el próximo
número de la Revista Laberinto, en el que efectúo una pormenorizada crítica del libro Hay
alternativas y, en general, del intento por parte de autores como Vicenç Navarro de resucitar la
socialdemocracia keynesiana, incluyo un análisis exhaustivo de los mecanismos actuales de
explotación del Tercer Mundo. En cambio, mi interés ahora es repasar brevemente los mecanismo
históricos tradicionales y, sobre todo, abstraer la lógica que constituye la médula espinal de todo el
resto de procesos explotadores y por medio del cual se ha establecido dónde está el “centro” y dónde
la “periferia” del capitalismo. Existen unas relaciones de dominación a escala planetaria, ejercidas a
través de los organismos institucionales internacionales, la política exterior, la diplomacia y, en
última instancia, la existencia de ejércitos permanentes ocupando las áreas claves del planeta, los
mares y los océanos. El órgano rector y organizador dentro de esta superestructura, a despecho de
más de un posmoderno, no es otro que el Estado. Los mecanismos de explotación han sido de lo más
variados: la exportación de mercancías, la exportación de capitales, el drenaje de materias primas, el
saqueo, la piratería, la trata de esclavos, la fuga de cerebros, la explotación tecnológica, la deuda, la
llamada “ayuda al desarrollo”… Pero la médula espinal en la que reposa todo esto es el intercambio
desigual. En el libro I de El Capital, Marx afirmará: “La intensidad media del trabajo cambia de un
país a otro; en unos es más pequeña, en otros es mayor. Estas medias nacionales forman, pues, una
escala, cuya unidad de medida es la unidad media del trabajo universal. Por tanto, comparado con
otros menos intensivos, el trabajo nacional más intensivo produce durante el mismo tiempo más
valor, el cual se expresa en más dinero. Conforme se desarrolla en un país la producción capitalista,
la intensidad y productividad del trabajo dentro de él va remontando sobre el nivel internacional.
Por consiguiente, las diversas cantidades de mercancías de la misma clase producidas en distintos
países durante el mismo tiempo de trabajo tienen distintos valores internacionales”. Como diría
Terry Eagleton, “Marx was right”. Un análisis del comercio internacional demuestra que, en
contraposición a la teoría de los “costos comparativos” de David Ricardo, las mercancías
intercambiadas a ese nivel no tienen valores equivalentes, sino valores dependientes del grado de
productividad del trabajo en los respectivos países (lo que depende, a su vez, del grado de desarrollo
tecnológico que tenga cada cual). Se produce, pues, un intercambio desigual en favor de los países
más desarrollados. Samir Amin, siguiendo las series publicadas por la ONU, ha documentado cómo
los términos de cambio se han deteriorado en un 40% para los países productores primarios desde
finales del siglo XIX hasta 1940. Así, en 1939 los países subdesarrollados podían comprar, con la
misma cantidad de productos primarios, el 60% de los artículos manufacturados que adquirían en
1870. En 1969, Arghiri Emmanuel publica El intercambio desigual, una obra imprescindible. La
esencia de su tesis, que fue matizada en diversos aspectos por Bettelheim y Palloix, es incontestable:
en el mercado internacional, las tasas de ganancia tienden a nivelarse (como efecto del libre
movimiento de capitales), pero las tasas de explotación no (como efecto de las leyes de extranjería).
Así, los productos de la periferia intercambiados (generados por trabajadores con peores salarios, de
los que no pueden huir) cristalizan mucho más trabajo que otras mercancías del mismo precio
producidas en el centro, donde, como ya advertía Marx, hay una mayor productividad, ligada a la
tecnología, que permite producir más en el mismo tiempo de trabajo. De ahí el deterioro incesante
de los términos de intercambio en perjuicio de la periferia. Pero hay más: si los trabajadores de la
periferia mejorasen sus condiciones laborales, equiparándolas a las del centro, las mercancías
fabricadas por ellos subirían de precio (al incrementarse el precio de producción, entre cuyos costes
están los salarios). En consecuencia, si, por ejemplo, todos los jornaleros del mundo cobrasen 8
euros por hora, el salario de 8 euros de los jornaleros franceses, ingleses o españoles ya no tendría
el mismo valor real, sino menos, por lo que estos trabajadores del centro podrían comprar menos
cantidad de arroz, frijoles, café, cacao o aceite de palma procedentes de la periferia. Este hecho
demuestra que se está produciendo una sobreexplotación de la periferia, de la que sale beneficiada
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incluso la clase obrera del centro. Como dice Emmanuel, “si la hora-vehículo vale en el mercado
internacional cuatro o cinco veces la hora tejido (a causa de que el vehículo se produce
principalmente en los países de altos salarios y los tejidos en los países de bajos salarios)”, un país
pobre “puede sacar provecho fácilmente de la producción de sus propios vehículos, más que en
adquirirlos a cambio de los tejidos”. Sin embargo, “casualmente” los organismos internacionales
recomiendan y, con mayor frecuencia, exigen justo lo contrario. La UE, el FMI y el BM combaten
toda tendencia proteccionista o toda promoción de un desarrollo autocentrado en los países del
Tercer Mundo, evitando (por su bien, naturalmente, pero… ¿a quién se referirá ese “su”?) que el
excedente de plusvalía se retenga en lugar de volcarse hacia los países ricos. Sin embargo, explica
Emmanuel, no fue mediante el libre comercio como los países ricos llegaron a ser ricos. Inglaterra
no tenía en el siglo XVII la especialización en tejidos, ni era el país más apropiado para lograrlo.
Pero optó por implantar esa industria a base de medidas proteccionistas, como la prohibición de la
exportación de la lana, ya que Flandes estaba adelantada y podía ofrecer por la lana inglesa más
dinero que los manufactureros ingleses, a pesar de los gastos de transporte. La corona inglesa llegó
a cortar los brazos a los infractores que exportaran su producción. Más tarde, gracias a la
protección arancelaria y la coerción legislativa directa, Inglaterra hizo de la India su abastecedora
de algodón (arruinando a este país, como expondremos) y a Australia su tienda de lana. Obviamente,
los países subdesarrollados necesitan proteger y sostener sus industrias hasta que sean sólidas y
puedan competir en los mercados internacionales. Si un país del Tercer Mundo ingresa en el libre
comercio antes de haber consolidado sus capacidades tecnológicas, podrá ser un buen productor de
café o de ropa barata, pero no tendrá posibilidades de transformarse en un productor de tecnología,
por lo que seguirá padeciendo la dependencia y el deterioro de sus términos de intercambio. Por
eso, Inglaterra y EE UU usaron durante decenios una amplia gama de medidas proteccionistas,
como los subsidios directos e indirectos, los aranceles aduaneros o la regulación de los precios.
Como bien dijo Friedrich List, economista alemán del siglo XIX, los países ricos, una vez alcanzada la
prosperidad gracias a la escalera del proteccionismo, se apresuran a darle una buena patada a la
escalera para que nadie más pudiera alcanzarlos. ¿Una verdadera descolonización? Como ya
vimos, la descolonización no debe idealizarse en absoluto. Aunque fuera en casi todos los casos el
producto de una lucha heroica, por desgracia sus efectos fueron finalmente muy limitados.
Simplemente se pasó de unas relaciones de dominación de carácter directo a otras de carácter
indirecto, y esto se produjo en la medida en que en la periferia del sistema capitalista estaban
puestas las condiciones que aseguraban la continuidad de la explotación (antes colonialista, ahora
imperialista en sentido estricto) a través de otras vías. Las relaciones de explotación no sólo
continuaron, sino que se vieron intensificadas, en virtud de la ampliación del foso productivo y
tecnológico que separa a las naciones imperialistas dominantes de las naciones periféricas del
Tercer Mundo. Sin embargo, ya no se explota a unas colonias, sino a unos Estados formalmente
independientes. Así, da comienzo el imperialismo sensu estricto y el modo de producción capitalista
permite la libertad y la independencia formales del explotado (a nivel nacional, de la clase obrera; a
nivel internacional, de los pueblos de la periferia), pues la explotación se realiza dentro del mismo
proceso de producción, sin necesidad de una compulsión política directa. Todo esto, en realidad, es
ventajoso para los dominadores. De igual modo que la esclavitud de los africanos dejó de serles
rentable, pues, como dueños, se veían obligados a asegurar la subsistencia y la alimentación del
esclavo, el nuevo protectorado también era más rentable que la vieja colonia: los dominadores se
ahorraban el gasto y la dificultad de establecer una administración en el país saqueado. De igual
modo que cuando el obrero ha salido de la fábrica ya ha sido expropiado (por lo que, fuera de ella, se
le puede permitir cierta autonomía política u organizativa), la entrada de capitales extranjeros, el
drenaje de materias primas y la consiguiente dependencia económica y comercial suponen en sí
mismas la explotación de los pueblos que las padecen. Así pues, siempre que toleren estas relaciones
de explotación, a los pueblos se les puede permitir (como a la clase obrera a nivel nacional) cierta
autonomía política: en este caso, su existencia como Estado independiente. La función de los
Estados imperialistas será en adelante implantar las condiciones que garanticen la reproducción de
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las relaciones de explotación entre el centro del sistema capitalista mundial y la periferia. Esto lo
lograrán asegurando en la periferia una red de regímenes políticos títeres a su servicio y,
naturalmente, liquidando o bloqueando, según las circunstancias, cualquier sistema político que
intente romper las relaciones de explotación internacionales. Tal, y no otro, es el motivo de las
guerras imperialistas. Así, mientras Gadafi fue aliado de occidente (en su segunda etapa, digamos), a
pocos les importó que tuviera una pistola de oro o que su hija poseyera una mansión. Pero en cuanto
dejó de serlo (durante su primera y su tercera etapa) fue bombardeado hasta la muerte. A Gadafi no
lo mataron para “exportar la democracia” (burguesa), sino por su peligrosa promoción del satélite
africano, del Banco Africano de Inversión y del dinar de oro. O, en otras palabras, para someter y
asustar a África. Quien lo niegue es un iluso tan grande que produce ternura. Y es que, por más que
moleste a muchos progres biempensantes, las razones por las que bombardearon Libia son las
mismas por las que bombardearon Vietnam o Chile, las mismas por las que odian a Chávez y las
mismas por las que asesinaron a Raúl Reyes. Deformaciones y efectos sobre la periferia Para los
países colonizados, la irrupción del capitalismo foráneo supuso su inclusión en un sistema en el cual
no podían ejercer ninguna influencia, dando lugar a un empobrecimiento radical de sus poblaciones.
Al estar subordinados a un capitalismo foráneo, su actividad productiva tiene un carácter
extrovertido, destinado a exportar unos pocos productos, creándose la situación del monocultivo o la
monoproducción. Así, se devastó la economía tradicional de los pueblos, sustituyéndose los cultivos
para la alimentación por cultivos para la exportación, lo que generó una dependencia interminable
hacia las metrópolis. La agricultura de plantación, la explotación a destajo de los recursos mineros y
la no articulación interna de sus sectores productivos hacen que estas economías sean
extremadamente vulnerables y dependan totalmente de la influencia exterior, lo que les impide
iniciar un proceso de desarrollo autocentrado. Como afirmaba el “Coloquio de Argel”, de marzo de
1969, la economía periférica es una economía “satelizada por el gran capital (…) que controla los
sectores claves, tales como minas, hidrocarburos, comercio exterior, bancos”, “dislocada por la
ausencia de complementariedad de los sectores: la mayoría de las ramas importan el 35% de sus
compras”, “extrovertida (…) [por estar] orientada hacia la exportación” y “atrasada como
consecuencia de la colonización, el pillaje y la guerra”. El imperialismo, succionando
sistemáticamente los frutos del sobretrabajo (e incluso de parte del trabajo necesario), imposibilita
toda acumulación en la periferia. De hecho, como ya dijimos, fue drenando a la periferia la plusvalía
(que le hubiera servido a ésta para generar su acumulación primitiva) como Inglaterra efectuó su
despegue industrial. Desde entonces, la política imperialista por excelencia ha consistido en “retirar
la escalera” por medio de Tratados de Libre Comercio, para impedir cualquier desarrollo industrial
nativo a gran escala El conocimiento de la historia nos ayuda a huir de la pretensión imperialista de
naturalizar el subdesarrollo, casi como si fuera una característica natural de los pueblos
empobrecidos. Egipto tuvo, durante el reinado de Mohammed-Alí (1805-1849), una importante
industria y un intento de desarrollo autónomo. Aunque dicho rey fuera tan poco democráticoburgués como Gadafi (y, por tanto, imaginamos, también muchos progres europeístas debieron de
festejar su final en aquellos días), la realidad es que su proyecto fue derrotado por la penetración de
la industria inglesa, cuya competencia arruinó a la industria autóctona, especialmente tras la
posterior ocupación militar de Egipto en 1882 y el consiguiente establecimiento de una
administración colonial británica. Igualmente, antes de la penetración del capitalismo inglés la India
era un país manufacturero y exportador de algodón. Pero los ingleses invadieron la India y, luego,
cerraron las puertas de Gran Bretaña a los productos indios mediante elevadas tarifas, para
proteger los intereses de la burguesía industrial británica. Además, no se permitió importar
maquinaria a la India. Por último, inundaron la India de tejidos ingleses, que vinieron a rellenar el
vacío, provocando la ruina de la industria textil autóctona y extendiendo despiadadamente la
pobreza y el paro, en un país anteriormente próspero. Sólo así la India se convirtió en el país rural y
empobrecido que es hoy. Sin necesidad de irnos tan lejos, Isidoro Moreno suele recordar que las
primeras industrias del Estado español no estuvieron en Madrid ni en el norte, sino en Andalucía. Y
es que, en resumen, el subdesarrollo no es un estado originario o eterno, sino que los pueblos
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empobrecidos tienen una historia y su subdesarrollo ha sido el producto del desarrollo del
imperialismo de otros. Así pues, para luchar contra la pobreza hay que luchar contra la riqueza. Ya
lo dijo Samir Amin: “la sociedad tradicional no está en transición [hacia la modernidad]; ella está
terminada como sociedad dependiente, periférica, y en este sentido bloqueada”. El modo de
producción capitalista periférico En el caso de Europa, actuaron en la disolución de las
estructuras precapitalistas unos factores internos de gran fuerza (surgimiento de una burguesía
mercantil, licenciamiento de las mesnadas feudales, fuga de los siervos a la ciudad, antagonismos
entre monarquía y nobleza). Sin embargo, la descomposición de las estructuras tradicionales
generada en la periferia del capitalismo es un proceso exógeno. En consecuencia, siguiendo a José
Acosta, podría hablarse de un modo de producción capitalista periférico, caracterizado por una
dependencia endémica hacia el modo de producción capitalista-imperialista del centro del sistema,
que genera sociedades dislocadas y deformes en el Tercer Mundo, con economías orientadas a los
sectores exportadores en función de las demandas de las metrópolis; subordinadas a las redes
internacionales de materias primas y capitales, que están controladas por (y al servicio de) las
naciones más ricas de la Tierra. No por casualidad, los Estados más liberales han sido siempre los
que más pueblos han tenido subyugados (véase el viejo colonialismo de Inglaterra, Francia y
Holanda, o el imperialismo de la UE, EE UU e Israel hoy día). Obviamente, la sobreexplotación de la
periferia y su potencia industrial-militar les permitía (y les permite) ser más “liberales”,
“pluripartidistas”, “democrático”-burgueses y formalmente “libres” que cualquier nación periférica,
incluso si ésta, en mitad de una situación de subdesarrollo y aislamiento, decide trazar un camino
diferente al marcado por los grandes imperios. Deberían (insistamos en ello) tenerlo en cuenta
quienes, creyéndose muy de izquierdas, festejaron la caída de Gadafi y quienes, cayendo por
segunda vez en la misma piedra, rezan ahora por la victoria de los llamados “rebeldes” sirios. Con
todo, el necesario cambio social que acabe con la miseria no podrá venir del simple antiimperialismo
desarrollista sin más, tal y como es comprendido por determinados sectores en el interior de algunos
gobiernos progresistas latinoamericanos. La destrucción del modo de producción capitalista
periférico vendrá de la alianza obrero-campesina y la lucha armada, contra la oligarquía aliada a la
burguesía monopolista internacional, para desembocar en el socialismo sin necesidad de pasar por
el modo de producción capitalista-imperialista. Conclusión Emmanuel cita un significativo editorial
del New York Times en enero de 1950: “Indiscutiblemente, el elevado nivel de vida en Europa y los
Estados Unidos depende en cierta medida de la existencia de materias primas y una mano de obra
poco onerosa en Asia y en África”. Haría bien la socialdemocracia en empezar a comprender aquello
que incluso los diarios imperialistas admiten. Y harían bien los progres en dejar de favorecer al
Auschwitz eterno defendiendo cuanta “revolución” de colores trate de consolidar el poder del
imperialismo sobre el Tercer Mundo, pagando, en el mejor de los casos, con la misma democracia
burguesa formal y limitada que, sin embargo, aquí declaramos rechazar. Ya lo he dicho: hace falta
más Lenin y menos tonterías. Por eso es hora de rememorar las testamentarias palabras del Che
Guevara en el “Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental” (1967): “Es
absolutamente justo evitar todo sacrificio inútil. Por eso es tan importante el esclarecimiento de las
posibilidades efectivas que tiene la América dependiente de liberarse en formas pacíficas. Para
nosotros está clara la solución de esta interrogante; podrá ser o no el momento actual el indicado
para iniciar la lucha, pero no podemos hacernos ninguna ilusión, ni tenemos derecho a ello, de
lograr la libertad sin combatir. Y los combates no serán meras luchas callejeras de piedras contra
gases lacrimógenos, ni de huelgas generales pacíficas; ni será la lucha de un pueblo enfurecido que
destruya en dos o tres días el andamiaje represivo de las oligarquías gobernantes; será una lucha
larga, cruenta, donde su frente estará en los refugios guerrilleros, en las ciudades, en las casas de
los combatientes —donde la represión irá buscando víctimas fáciles entre sus familiares—, en la
población campesina masacrada, en las aldeas o ciudades destruidas por el bombardeo enemigo. (…)
Nuestra misión, en la primera hora, es sobrevivir; después actuará el ejemplo perenne de la guerrilla
realizando la propaganda armada en la acepción vietnamita de la frase, vale decir, la propaganda de
los tiros, de los combates que se ganan o se pierden, pero se dan, contra los enemigos. La gran
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enseñanza de la invencibilidad de la guerrilla prendiendo en las masas de los desposeídos. (…) El
odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones
del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros
soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal. Hay que
llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total.
Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y
aún dentro de los mismos: atacarlo donde quiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada
por cada lugar que transite. Entonces su moral irá decayendo. (…) ¡Cómo podríamos mirar el futuro
de luminoso y cercano, si dos, tres, muchos Vietnam florecieran en la superficie del globo (…)! En
cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de
guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y
otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos
gritos de guerra y de victoria”.
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