HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL

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HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL
TEMA 1. LOS ORÍGENES DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL.
CRISIS ECONÓMICA Y POLARIZACIÓN SOCIAL A MEDIADOS DE LOS AÑOS 30.
La crisis de 1929
Durante los felices años 20 la economía mundial vive en un ambiente de optimismo, apoyado, no obstante,
sobre dos procesos que no podían mantenerse de manera indefinida: la superproducción y la especulación.
La superproducción se considera unánimemente como la causante de la depresión que se inicia en el año 29.
Durante la guerra mundial los países de ultramar habían desarrollado ciertos sectores industriales con el fin de
suplir las importaciones europeas. Terminada la contienda, la producción industrial europea y la extraeuropea
se suman, sin que paralelamente aumente el consumo; este estado de sobreproducción general provoca un
aumento continuo de los stocks. En 1925 algunos productos básicos no son obtenidos en cantidad muy
superior a la de preguerra, p. e, el hierro y el carbón; en cambio otros, el petróleo, los instrumentos eléctricos,
la seda artificial, señalan unos índices mucho más elevados. De las estadísticas se deduce que el aumento de la
producción europea hasta 1925 mantiene un ritmo regular, pero no aumento en relación con sus niveles de
preguerra, son otros los continentes que se señalan por la incorporación creciente de sus materias primas o de
sus productos; desde 1925 Europa, ya recuperada, incrementa su producción en una situación mundial de
crecimiento continuo.
Al lado de la superproducción industrial debe tenerse en cuenta la agrícola, que viene provocada por una serie
de años de cosechas excepcionales, a partir de 1925. Según Nogaro, los precios pudieron sostenerse por medio
de acuerdos internacionales, pero al producirse la crisis financiera se rompieron estos convenios y afluyeron
súbitamente a los mercados los remanentes acumulados, con lo que se produjo un hundimiento ruinoso de los
precios. Jacques Neré no comparte esta tesis; documenta que algunos stocks siguieron aumentando, como es
el caso del algodón, y que la crisis es más bien de subconsumo relativo que de superproducción, la origina la
mala distribución de la renta; sus orígenes serían sociales más que económicos. En cualquier caso, sea que la
producción agrícola mundial es excesiva, como sostiene Nogaro, sea que la capacidad adquisitiva es débil y el
consumo bajo, como explica Neré, los remanentes agrícolas vienen a sumarse a los excedentes de productos
industriales.
A pesar de este desfase entre producción y ventas las cotizaciones de los valores en bolsa no dejan de subir.
¿Cómo puede explicarse esta anomalía? ¿Cómo ascienden las cotizaciones de empresas que acumulan, sin
vender una parte de su producción? Sólo existe una explicación: la inflación del crédito. Se reparten altos
beneficios porque los costos de la producción se afrontan a base de préstamos bancarios; pero era una
situación artificial que no podía mantenerse largo tiempo. La ola de especulación se inició con terrenos que
permitían plusvalías en zonas de disfrute de vacaciones y sol; en Florida, el incremento de compra−venta de
solares y edificios es notable en los años 1925−1926. Los inversores, obsesionados por ganancias a corto
plazo, colocan su dinero en sectores antes deprimidos −ferrocarriles, servicios públicos−, de los que esperan
en un periodo de expansión beneficios elevados. Buena parte de las compras se efectúa a plazos, es decir, con
el equivalente de dinero prestado. Capitales flotantes, en busca de mayor lucro, pasan de Londres a Nueva
York. El interés, según Robbins, subió de 3,32 a 8,62 en el periodo 1925−1929. Esto hizo difícil otros
préstamos productivos; es un drenaje de capitales, no hacia inversiones sino hacia préstamos especulativos. El
dinero de los Bancos respalda preferentemente a los brokers, los corredores de Bolsa. No es extraño que se
culpe de la depresión a un sistema bancario que orientaba sus fondos para respaldar a los especuladores en vez
de invertir en sectores realmente productivos.
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Desde 1928 la industria de la construcción, en la que confluyeron diversas industrias auxiliares, experimenta
una cierta contracción, no alarmante, pero que supone ya el primer signo de recesión. No obstante, la euforia
alcista en la Bolsa continúa de manera general. En setiembre de 1929 la tendencia general de la Bolsa de
Nueva York, orientada hasta entonces al alza, se estabiliza e incluso parece amagar a la baja. No era otra cosa
que el reflejo del descenso de algunos precios, como los del acero y cobre, y la reducción de los beneficios en
algunas empresas. Se procura vender pero los especuladores todavía compran. En la última semana de
octubre, inesperadamente, estalla una verdadera explosión. Desde el día 21 la acumulación de órdenes de
venta había hecho bajar los valores, pero esta tendencia había sido detenida por las órdenes de compra de la
Banca Morgan; nada hacía sospechar que la Bolsa se iba a hundir. El 24 de octubre, jueves negro, 13 millones
de títulos son arrojados al mercado a bajo precio y no encuentran comprador; el 29 son 16 millones de valores
los que afluyen al mercado; el pánico ha provocado una fiebre de ventas; en pocos días, según el índice de
valores industriales del New York Times, las cotizaciones pierden 43 puntos, anulando las ganancias de los dos
meses precedentes. Pero no se trataba sólo de una semana crítica, las cotizaciones continuaron bajando en los
años siguientes. En principio no se pensó en una crisis duradera, incluso en el invierno se percibe una pequeña
mejora de la situación de la Bolsa, pero en la primavera de 1930 la Banca Morgan decide vender las acciones
que ha acumulado y se produce, ante el exceso de oferta, un nuevo pánico. El hundimiento de la Bolsa
provoca la ruina de millares de accionistas modestos. Las grandes empresas contemplan impotentes como
desciende de manera continua la cotización de sus valores, hasta 1932 la United States Steel vio como sus
índices descendían de 250 a 22, la Chrysler de 135 a 5.
Para comprender lo sucedido es necesario analizar el sistema crediticio. Durante varios años las empresas se
habían expansionado, o simplemente sostenido, a base de fáciles créditos bancarios. Al iniciarse el pánico, o
el deseo de venta porque las acciones no producen beneficios, los Bancos tienen que aumentar su liquidez,
para lo cual han de vender sus títulos. La gente retira su dinero, los Bancos precisan convertir sus acciones en
líquido, y contribuyen con la venta de sus títulos a acelerar el descenso; es una especie de círculo infernal
cerrado. No sólo los Bancos son culpables del terremoto, lo es también la misma dinámica de la Bolsa.
Cuando los valores subían los dividendos no seguían el ascenso; al alcanzar un cierto nivel de disparidad de la
cotización con los beneficios que producía la acción comprada tenía que producirse un proceso contrario, el
de desprenderse de las acciones poco rentables.
Se trata de una crisis de tipo nuevo. La de 1873 se había producido por la insuficiente rentabilidad de los
ferrocarriles y la siderurgia. En el S. XX los motores de la expansión económica son el automóvil y el
petróleo, pero no es una fiebre de inversión en estos sectores la que provoca el caos. El crack del 29 parece ser
un reflejo, y una demostración de que la economía no puede apoyarse preferentemente en el dinero con olvido
de los mecanismos de producción y consumo.
La crisis bursátil repercute enseguida en toda la economía norteamericana. Se arruinan las empresas en
situación frágil, por la restricción de créditos; el paro se convierte en angustia nacional. La actitud del
gobierno norteamericano fue contradictoria y, en el mejor de los casos, debe calificarse como poco perspicaz.
El presidente Hoover, en las semanas que siguieron al hundimiento de la Bolsa neoyorkina, no dejó de hacer
declaraciones optimistas, según él la prosperidad estaba a la vuelta de la esquina. Más tarde, ante la
prolongación de la depresión, se reunió con los jefes de empresa, a los que pidió que mantuvieran los salarios
y el empleo, pero era más fácil desearlo que conseguirlo; las empresas en apuros no estaban en condiciones de
mantener un nivel de actividad normal. Hasta 1932 no se destinaron fondos federales de cierta cuantía para
socorrer a ferrocarriles y bancos; del problema no pareció hacerse una cuestión esencial en la Casa Blanca. La
política agrícola fue igualmente contradictoria. Primero el gobierno adquirió los remanentes, pero esto
produjo una situación extraña; el agrario era el único sector rentable, de venta segura a precio sostenido; de
esta manera la producción aumentó y a mediados de 1931 el gobierno, incapaz de sostener este gasto inmenso,
lanzó a la venta sus stocks, con lo que se hundieron los precios y todo el sector del campo.
Los Bancos fueron los más directamente afectados por la depresión; en 1929 se produjeron 642 quiebras; en
1930, 1945; en 1931, 2298. Como el 90 % de la circulación monetaria se efectuaba en forma de cheques
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bancarios, la quiebra de un Banco provocaba la parálisis de la actividad de sus clientes. Para afrontar la crisis
los Bancos americanos repartieron capitales. De esta forma se hundieron las instituciones de crédito austríacas
y posteriormente muchas de las alemanas. Se estaba produciendo la exportación de la crisis a los países
europeos.
El retroceso de una economía que, como la norteamericana, tenía intereses mundiales, no se reduce al ámbito
bancario. La contracción del comercio norteamericano es evidente e intensa: las exportaciones, entre 1929 y
1932, descienden de 5241 millones de dólares a 1611 millones; las importaciones de 4300 a 1300. En 1930 el
Congreso aprueba la tarifa Haeley−Smmot, que refuerza la protección aduanera.
La crisis del comercio internacional contribuye a aumentar el caos, la crisis alimenta la crisis. El volumen de
los cambios baja de forma ostensible a partir de 1930 y alcanza su mínimo en 1932; en estos tres años se
reducen en un tercio las mercancías intercambiadas y en dos tercios su valor. Los remedios tradicionales,
proteccionismo, devaluación, no parecen eficaces de manera inmediata. Surge la desconfianza en las
relaciones económicas internacionales. Se recurre a acuerdos limitados entre dos países para equilibrar la
balanza comercial y evitar el movimiento de divisas. En algunos casos se recurre al dumping, a la conquista de
mercados con precios de pérdida. En 1939 todavía no habían encontrado los intercambios internacionales su
ritmo de 1928.
La producción industrial se desfonda; en 1932 era un 38 % inferior a la de 1929. Ante las dificultades de venta
se produce el descenso drástico de los precios; las manufacturas bajan en un 30 %, las materias primas en un
50 %. El descenso de la producción es más fuerte en los países de más amplia expansión de crédito, como
Estados Unidos y Canadá, y en los que dependían de capitales extranjeros, como Polonia y Alemania; y más
débil en países de desarrollo lento, menos enraizado en la Banca, como Francia e Inglaterra.
Las crisis comienza afectando a los países industrializados, pero pronto sacude también a los países agrícolas.
En primer lugar, no debemos olvidar que entre las raíces de la depresión ha de contabilizarse la
superproducción agraria. Pero además, por su misma estructura, el descenso de los precios agrícolas es más
rápido que el de los productos industriales. Las fábricas podían recurrir a reducir la producción y a prescindir
de mano de obra; en el campo, en cambio, al menos de manera inmediata, no es posible la reducción de la
producción y la eliminación de mano de obra. Al descender más deprisa los precios agrícolas, el campo ve
reducido su poder adquisitivo y los países agrarios de América Latina y Europa sufren un deterioro de la
relación de intercambio, reciben menos dinero por sus productos del que han de pagar por los industriales. Así
se produce una grave crisis en la India, y en el Brasil, por el descenso de la cotización del café, y en Australia,
por la baja de la lana. La crisis es mundial, aunque afecta de manera más grave a los países de mayor
desarrollo industrial y a los agrícolas que basan su economía en un solo producto.
Alemania es, con Estados Unidos, el país más gravemente afectado por la depresión. El índice de producción
industrial desciende casi a la mitad desde 1929 a 1932. Todos los sectores son afectados; la producción de
acero se reduce un tercio, la de las industrias mecánicas en un 40 % en dos años, los parados se cuentan por
millones, hasta alcanzar la terrible cota de los seis millones en 1932. ¿Cuál es la causa de este cataclismo? Se
pensó que eran las reparaciones las que mantenían en precario la estabilidad de la economía alemana, y en
julio de 1932 la conferencia de Lausana acordó suspender los pagos y anular el 90 % de la deuda, más
entonces se comprobó que el mal no residía en las anualidades de las reparaciones ni, por tanto, en su
suspensión la solución. El problema estribaba en la dependencia de los capitales norteamericanos. Los Bancos
alemanes se habían habituado, ante la imposibilidad de encontrarlos en el mercado interior, a solicitar
capitales a los Bancos de Nueva York; se estima que en 1931 los créditos ascendían a la cifra de 20,6 billones
de marcos, otorgados a plazo corto y, por lo tanto, expuestos a los avatares de cualquier oscilación de la
coyuntura o del pánico de los inversores. Con la crisis de los Bancos norteamericanos, apremiados por sus
accionistas y depositarios, se apresuraron a retirar fondos de Europa; esta acción resulta demoledora para los
Bancos alemanes. Cien millones de marcos abandonan Alemania a mediados de julio de 1931, es una
situación de desmantelamiento. Los Bancos privados no disponían de cobertura en divisas, por lo cual cada
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retirada de fondos americana obligaba al Reichsbank a alimentarlos a costa de sus reservas, lo que debilitaba
el marco y hacía más costosa la devolución de los créditos. Es otro de los infernales círculos cerrados que se
produjeron durante la depresión. Al rechazar el Reichstag las medidas económicas que el gobierno propuso, es
disuelto y se convoca consulta electoral, en la que se produce el ascenso del partido nacional−socialista de
Hitler.
En mayo de 1931 el Kredit Anstalt de Viena, cuyo balance representaba el 70 % de los fondos bancarios
austríacos, suspende pagos. Por estos meses se habla de la unión aduanera de Austria y Alemania, pero los
aliados veían en ella el primer paso para la unificación política prohibida por el Tratado de Versalles. La
retirada de fondos norteamericanos había sumido en una grave situación las finanzas austriacas y alemanas.
De los grandes países europeos Francia es el menos sacudido por la depresión; no es tan intensa la reducción
de sus índices industriales ni alcanza las cotas de parados, que a su vez reflejan las de quiebras de empresas,
de otras potencias. Quizá su menor nivel de industrialización y su agricultura diversificada le permitieron
luchar con mayor eficacia. Sin embargo no deja de experimentar dificultades especialmente tras la
devaluación de la libra, que convierte a los productos franceses en caros y escasamente competitivos. Aunque
resiste los primeros meses luego se producen quiebras bancarias y estallan escándalos que muestran la
colusión entre políticos y hombres de negocios, como la muerte misteriosa de Stawisky, director del Crédito
Municipal de Bayona.
El Reino Unido es el menos afectado por la depresión, constatación que convierte en particularmente
interesante el análisis de su situación. Sus ventajas son de diversa índole. En primer lugar, no se encuentra
sobreequipada, como Estados Unidos y Alemania; la larga crisis de posguerra, de la que no había salido del
todo, se vuelve en 1929 factor suavizador; en segundo lugar, dispone de reservas de oro en sus dominios, con
lo que evita el drenaje que tanto afectó a Alemania; posee un imperio mundial que le permite un circuito
comercial interior independiente de la situación internacional. Pero su situación de privilegio depende, sobre
todo, de la dinámica de precios que se desata durante la crisis. La Gran Bretaña, exportadora de bienes de
equipo e importadora de alimentos, se encuentra con el descenso casi generalizado de los precios de sus
importaciones, lo que permite a los industriales británicos abaratar sus propios productos y mantener su
competitividad, y a los consumidores de la isla orientar su capacidad adquisitiva hacia la compra de productos
industriales ingleses en la medida que ahorran en gastos consuntivos. Las exportaciones caen, pero esta caída
no es paralela a la de la producción, porque se ha incrementado la capacidad de colocación en el mercado
interior. Si el descenso del consumo es un signo fatídico del año 29, en el caso inglés la peculiaridad se refleja
precisamente en mantenimiento de la capacidad de consumo popular; cuatro de cada cinco ingleses conservan
su nivel de rentas anterior al año fatídico, los audaces programas sociales de apoyo a la construcción y
subsidio al paro permitieron que incluso el quinto restante gozara de una mínima capacidad de demanda. Un
gobierno de concentración, cuya formación significa que Gran Bretaña considera que vive en una situación
excepcional pareja a la de una guerra, afrontó con energía el envite de la grave coyuntura.
Los sectores industriales británicos antiguos son renovados aprovechando el desafío. La Comisión de
reorganización de minas de carbón, creada en 1930, centró en el trabajo minero una de las formas de lucha
contra el paro; la producción se mantuvo, aunque la exportación bajó lentamente. En la siderurgia, tras una
caída brusca de la producción de acero, de 9,2 millones de toneladas en 1929 a 5,2 millones en 1931, se
relanzó vigorosamente y consiguió alcanzar los 13 millones de toneladas en 1937. Ante el hundimiento de la
construcción naval el gobierno propició la concentración en un pequeño número de empresas y astilleros. El
sector automovilístico no fue prácticamente afectado, ni el eléctrico, ni el de la construcción. Pero para salir
relativamente del gran desafío el gobierno hubo de renunciar a algunas de sus tradiciones. Tras muchos
titubeos hubo de abandonar el patrón oro y devaluar la libra. Y olvidando que durante un siglo había sido
Inglaterra la campeona del librecambismo tuvo que establecer una tarifa proteccionista, que gravaba con un 50
% las importaciones de lujo, los instrumentos eléctricos y los productos textiles. Derechos diferenciales
dificultaron el acceso a la isla de productos extranjeros y se hizo más ostentosa la situación de régimen
cerrado en que Gran Bretaña vivió durante tres o cuatro años.
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En 1933 se reúnen las grandes potencias en la conferencia de Londres para buscar soluciones a la reducción
del comercio internacional y a la crisis de los medios de pago, una vez que Gran Bretaña ha abandonado el
patrón oro; los países que se apoyaban en sus reservas de libras se encontraban con divisas despreciadas. Los
problemas eran internacionales, las soluciones también tenían que serlo, puesto que una decisión de una
potencia, como la de Gran Bretaña, y la que se entreveía de devaluación del dólar, repercutía en todo el
mundo. Washington accedió a acudir a una conferencia internacional, advirtiendo que no consentiría que en
ella se tratara la revisión de las deudas de guerra. La conferencia se inauguró el 12 de junio; se aceptó una
tregua aduanera y pasó a discutirse una tregua monetaria; en este punto los norteamericanos, dispuestos a
devaluar su moneda y estimando que los ingleses defendían una postura egoísta, porque la libra ya devaluada
les había situado en un nivel fuertemente competitivo, adoptaron una negativa total. La dura nota de Roosevelt
hizo abandonar cualquier esperanza de acuerdo. A partir de entonces cada nación iba a ocuparse
exclusivamente de sí misma. Los políticos que postulaban la autarquía económica, como los dirigentes nazis
en Alemania, disponía ya de un argumento irrebatible.
En 1933 los demócratas sustituyen a la administración republicana de Hoover, tras el triunfo electoral del
presidente Franklin Delano Roosevelt. Su política económica, denominada del New Deal, se centró en actuar
de forma enérgica sobre lo que se consideraban causas de la depresión.
Sus primeras medidas fueron de orden financiero; era preciso salvar el sistema crediticio. La Reconstruction
Finance Corporation, creada por Hoover para conceder préstamos a los Bancos, sólo había aumentado su
endeudamiento; Roosevelt utiliza el mismo organismo para ayudar a los Bancos mediante una participación
en su capital. Luego procedió a la devaluación del dólar con el objetivo de provocar un aumento de los precios
interiores, ya que el descenso de los precios era una de las vertientes de la catástrofe. Una ley autoriza al
presidente a acuñar monedas de plata en cantidades ilimitadas. Se produce con estas dos medidas una
inflación, pero se acepta como medio de estimular la economía.
En el orden agrícola, ante la acumulación de excedentes, Roosevelt se decide a actuar sobre la producción; a
los agricultores se les invita a que consientan en reducir voluntariamente sus cosechas a cambio de una
indemnización, que se pagaría con la recaudación de un impuesto especial a los industriales que efectuaban
las primeras transformaciones del producto agrícola. El efecto inmediato de la reducción de las cosechas era la
subida de los precios, con lo que se contrarrestaba otro de los elementos depresivos. La reguladora legal de
esta tarea fue la AAA (Agricultural Adjustment Act). Los inconvenientes con que se encontró en su gestión no
fueron leves. Los agricultores que aceptaban cooperar recibían un doble beneficio: la indemnización y la
subida de los precios. Pero los que no aceptaban podían beneficiarse en mayor cuantía de la subida
incrementando su cosecha, con lo que se neutralizaría la política de freno de la superproducción. La Ley
Baukhead hizo obligatorias para los productores de algodón las restricciones establecidas por la AAA, pero
esto suponía un atentado contra la libertad empresarial. Por otra parte la carestía de los alimentos agravaba los
problemas sociales de las ciudades. La sequía y las malas cosechas de 1934 a 1936 ayudaron a la
administración a mantener en dimensiones moderadas la producción agraria.
En el terreno industrial Roosevelt estableció medidas revolucionarias. Se buscaba, asegurando un beneficio
razonable a la industria, aumentar los salarios, reducir las horas de trabajo y conseguir precios más altos, para
corregir los descensos provocados por la depresión. Se establecieron unos códigos para cada industria.
Este intervensionismo estatal chocaba con la tradición americana de libre empresa, y en 1936 algunas de sus
disposiciones, como la AAA, fueron invalidadas por el Tribunal Supremo; es el final de lo que se ha llamad o
el primer New Deal. Desde el punto de vista social la ayuda a los parados, aparte de su humanitarismo, reforzó
las medidas de subidas de salarios. Se creaba una masa con un cierto nivel de compra, única salida de una
etapa en la que por superproducción o por subconsumo se había generalizado la ruina. La política
rooseveltiana rompe con una tradición norteamericana de inhibición estatal en cuestiones económicas y
representa, por otra parte, uno de los procedimientos −subidas de precios y salarios− con los que se luchó
contra la depresión.
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En un doble sentido repercute la gran depresión económica en el ámbito político: en el orden internacional
interrumpe la atmósfera de concordia abierta por Locarno, en las políticas nacionales reafirma el
intervensionismo estatal y los gobiernos de autoridad.
En la vida política internacional se recrudecen los nacionalismos. La vuelta al proteccionismo, el
resentimiento que provoca en algunos Estados la comprobación de que otros salen con mayor facilidad del
marasmo −es el caso de Inglaterra− sin que les preocupe ayudar a los que se encuentran en peor situación, el
fracaso de los intentos de colaboración, como la conferencia de Londres de 1933, crean una atmósfera de
hostilidad entre las grandes potencias, que es aguijoneada por los movimientos nacionalistas, como el
fascismo italiano y el nazismo alemán. La depresión es el adiós a Locarno; comprobada la imposibilidad de
instaurar una era de entendimiento, cada potencia se desentenderá de los problemas colectivos. El camino
hacia la guerra comienza por una actitud de recelo e insolidaridad, esa actitud se adopta durante los tres años
de la gran depresión.
En el orden de la política interior se produce el descrédito de la democracia parlamentaria. El liberalismo, que
postulaba la inhibición del Estado en el campo económico, no puede defenderse, arguyen sus críticos con la
experiencia de los años de ruina. Al demostrarse la necesidad de la intervención estatal se refuerzan los
gobiernos autoritarios. En 1933, fuera de la América del Norte y la Europa Occidental y del Norte, no existen
regímenes liberales en el mundo. En contraposición se produce el ascenso de los sistemas totalitarios; el caso
del nazismo alemán puede considerarse paradigmático. Hitler asciende al poder en enero de 1933 aupado por
los seis millones de parados; existe un paralelismo asombroso entre el incremento del paro y el de los votos
nazis en las elecciones, entre 1925 y 1932. Incluso en los países liberales se percibe un aumento de la
influencia de los partidos fascistas; nunca llega a ser fuerte el fascismo inglés, dirigido por Oswald Mosley,
pero sí adquiere importancia el belga, encabezado por León Degrelle. Grupos parafascistas obtienen éxitos
electorales relativos, que les permiten comparecer en el Parlamento, en Suiza, Dinamarca y Noruega.
La crisis repercute en diversas esferas de la vida social. En primer lugar en la demografía. El rápido desarrollo
de la población, perfil de la civilización industrial, se detiene, y en algunos casos se produce una regresión. En
realidad en Europa la crisis demográfica se inicia con la Primera Guerra Mundial, pero dentro de un periodo
más amplio los tres años de depresión económica y los años que la siguen destacan por una agudización de las
tendencias contractivas. En Inglaterra, donde en el último decenio del S. XIX el incremento demográfico
había sido de un 13 %, en los años 30 al 40 del S. XX es solamente de 4,5%; en Estados Unidos la población
había aumentado en 17 millones de habitantes en los años 20 y lo hace en 9 millones en los años 30. El
número de matrimonios no disminuye pero sí la natalidad; esta diferencia entre natalidad y nupcialidad puede
imputarse a la crisis, estiman Reinhard y Armengaud. En bastante países la natalidad desciende por debajo de
las curvas de mortalidad, con lo que se produce un déficit en la renovación de la población.
En Inglaterra, Keynes y otros economistas consideran que el impulso demográfico se ha producido en la
época de la expansión industrial y que, por tanto, habiéndose producido una parálisis de esta expansión debe
paralelamente frenarse el crecimiento de la población. En este ambiente de pesimismo las autoridades
religiosas se resignan al control de los nacimientos, como demuestra la conferencia anglicana de Lambeth
(1930). Por el contrario, los países totalitarios, temerosos de la repercusión que un descenso de la natalidad
puede tener en su potencial militar, estimulan los nacimientos. En Alemania se considera la restricción de la
fecundidad un suicidio nacional; en Italia, Mussolini inicia en 1927 la batalla de los nacimientos.
Los movimientos de población también son afectados. Se detiene la concentración urbana; una industria en
crisis no puede absorber más mano de obra. Se paraliza la emigración intercontinental; los Estados se oponen
a recibir bocas suplementarias de extranjeros. En este ambiente comienza en 1933 la expulsión de judíos de
Alemania.
No todos los grupos sociales son heridos con la misma intensidad por la crisis. Incluso hay algunos sectores
que se benefician; el descenso de precios aumenta la capacidad adquisitiva de los grupos que mantienen su
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nivel de ingresos o sus salarios, como ocurre con los propietarios de inmuebles, rentistas y funcionarios. Para
la mayoría las posibilidades adquisitivas disminuyen de manera inevitable. Las profesiones liberales se
encuentran con una clientela empobrecida. Los accionistas se arruinan. Los obreros viven la angustia del paro
o, en el mejor de los casos, el descenso drástico de los salarios. En algunos países, como Estados Unidos o
Gran Bretaña, instituciones asistenciales ponen remedios momentáneos a los problemas de los parados; en
otros no existen o son insuficientes las organizaciones de socorro, y la supervivencia es un milagro. Crouzet
calcula que en Budapest en 1932 sólo reciben asistencia un 18 % de los que la necesitan, y en Varsovia el 8%
de los parados, y añade: A menudo la familia ha subsistido gracias a la solidaridad de sus miembros,
alimentada por quienquiera que hubiese encontrado trabajo o bien por los demás parientes que seguían en el
campo. Sólo la vida en común, reuniendo las ganancias a veces irrisorias de todos, les ha impedido morir de
hambre.
Entre las masas proletarias la hostilidad al capitalismo es universal, con lo que el incremento de los
movimientos obreros es significativo. El socialismo se aleja y entra en el juego de la democracia
parlamentaria, para presionar desde dentro. En casi todos los países se fortalecen los sindicatos y los partidos
políticos de base proletaria.
En el orden internacional se produce una crisis de conciencia o de valores. Romaind Rolland escribe a Gnadhi
que es necesario un cambio profundo en la manera de vivir. La crítica de la ciencia que aparece en la filosofía
de Marcel es de este momento. Influencia directa de la depresión se percibe en la literatura americana. La
generación perdida, realista, negativa, descarnada, tiene una influencia enorme sobre la sociedad americana y
europea, a la vez que es reflejo de esa sociedad y sus contradicciones. En esa atmósfera escribe Steinbeck sus
novelas de protesta, que luego abandonará, Erksine Caldwell sus cuentos negros sobre los poderes blancos,
Hemingway sus relatos sobre la derrota del esfuerzo humano, Faulkner sus violentos temas del Sur, Dos
Passos sus amargas críticas sociales.
La revisión del pensamiento económico se convierte en una necesidad. Keynes es el teórico clásico de la crisis
y sus remedios. En 1936 publica su Teoría general del empleo, interés y dinero. Las teorías neoclásicas
consideraban economía sana la de pleno empleo y equilibrio oferta−demanda, pero la crisis es un impacto, la
economía capitalista se encuentra con la ruina y el paro como resultado de la prosperidad. Algunos
economistas pensaron que con una reducción de los salarios podrían las empresas aumentar el nivel de
empleo. La importancia mayor de Keynes en este momento fue demostrar la falacia de esta argumentación.
Keynes alega que el nivel de empleo no depende del nivel de los salarios, sino de otras variables, como la
capacidad de consumo y la inversión. Un descenso de los salarios tiende a deprimir el empleo y la actividad.
El economista inglés entiende que la depresión se ha producido por una disminución de la demanda,
provocada por múltiples causas −saturación del mercado, aumento mínimo del consumo de las clases ricas,
una vez cubiertas sus necesidades, etc. Ha de actuarse sobre la demanda. Ha de provocarse un aumento del
empleo provocando una demanda efectiva. ¿Cómo? Keynes sugiere una serie de remedios o estímulos: en
primer lugar, lanzamiento a la circulación de dinero abundante, renunciando al patrón oro si es preciso; se le
objetó la inflación inmediata, pero Keynes replicó que no se produciría mientras existiera paro. En segundo,
aumento de la inversión pública, por medio de grandes obras, que implican puestos de trabajo y aumento del
poder de compra de los obreros. Posteriormente se han criticado las doctrinas de Keynes, pero en aquel
momento su aplicación se reveló eficaz en algunos países.
La rapidez con que se ha propagado este cataclismo económico ha planteado numerosas interrogantes,
referidas en primer lugar al hundimiento de la economía americana y en segundo a su difusión a escala
mundial. Varios autores, y entre ellos relevantes especialistas de historia económica, han dado versiones que
en bastantes casos no pasan de ser hipótesis: Galbraith, Schumpeter, Neré, Kindleberger, Schlesinger en su
obra sobre Roosevelt, han aportado un admirable esfuerzo intelectual para iluminar este extraño proceso de
una economía de crecimiento repentinamente hundida, pero la razón principal de la crisis, si es que existe una
sola, no es conocida todavía, y en los diversos trabajos se señala la superproducción o la especulación como
desencadenantes para rebajar en otros estudios su importancia. Aun sin coincidir totalmente en su valoración,
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todos los especialistas señalan como una de las raíces de la crisis la afluencia de capitales a los Estados
Unidos y el desafortunado papel que desempeñó el Banco de Reserva Federal al no adoptar medidas que
frenaran este drenaje de capitales que infló la cartera de valores estadounidenses y acumuló en Nueva York
parte de las reservas bancarias londinenses; en 1929 asciende a 2.000 millones de dólares el total de capitales
extranjeros que se cobijan en Estados Unidos. Lord Robbins asegura que esta fue la causa única de la
inflación de las cotizaciones; con abundancia de dinero la especulación era inexorable. La razón principal de
la afluencia fue la alta tasa de interés ofrecida por Estados Unidos; hubiera sido suficiente su reducción para
que los capitales especulativos hubieran regresado a sus países de origen. En 1927 tres dirigentes europeos,
Montagu Norman, gobernador del Banco de Inglaterra; Charles Rist, delegado del Banco de Francia, y el
doctor Schacht, gobernador del Reichsbank, viajaron a Estados Unidos para obtener una reducción de las tasas
de descuento, pero el medio punto que se les concedió no fue suficiente incentivo para la salida de capitales y
se convirtió en otro factor de inflación al inyectar nuevas masas líquidas en los mecanismos especulativos. No
obstante, no explica la duración de la crisis la dirección única de los movimientos de dinero. Schumpeter cree
que coinciden con la crisis bursátil oscilaciones más amplias de la coyuntura, un ciclo Kondratieff de 15 años,
un ciclo Juglar de 9 y un tercero más corto Kitchin, pero la regularidad de los ciclos, a partir de la Primera
Guerra Mundial, ha sido puesta en entredicho. Kindleberger, en una obra de 1973, distingue entre crisis y
depresión; esta segunda, de mayor duración y extensión geográfica, no puede explicarse por los mecanismos
de superproducción y bajada de precios; en su versión, la depresión internacional se debe a las posiciones
nacionalistas de los grandes Estados, que actúan como empresas rivales en un régimen de oligopolio; las
devaluaciones de las monedas claves son reacciones proteccionistas frente a las agresiones externas. Para
Kindleberger, por tanto, la magnitud de la depresión dependió fundamentalmente de la estructura del
comercio internacional en el que predominan abrumadoramente las grandes potencias, y de la política
económica, manifestación, en definitiva, de la política general.
Niveau señala tres factores coyunturales, refiriéndose a la crisis en Estados Unidos, y factores estructurales,
que explicarían la internacionalización de la depresión. Los factores coyunturales se resumen en una reacción
en cadena: 1º., quiebras bancarias que comprometen la capacidad de crédito y la confianza de los
depositantes; 2º., se favorece el atesoramiento de oro y billetes, y se paraliza la inversión; 3º., la bajada de
precios reduce el poder de compra de los productores; 4º., reacciones psicológicas de consumidores e
inversores agravan la reducción de la actividad. La inquietud y el pesimismo sustituyen a la euforia. Los
factores estructurales se resumen en las dimensiones mundiales de la economía americana y en sus
exportaciones de capitales. Alemania y algunos países de América Central y del Sur se vieron privados, con la
repatriación de los capitales norteamericanos, de sus medios de financiación y tuvieron que dejar de comprar
las mercancías americanas. Es el primer paso para una perturbación universal de los intercambios comerciales.
Niveau concluye que el periodo de entreguerras es de transición entre el final del capitalismo del S. XIX y el
capitalismo moderno nacido de la Segunda Guerra Mundial, adaptación que exige tiempo. 1929 señalaría un
desajuste en esa transformación del capitalismo.
En esta posición coincide con Neré, que concluye su libro con la tesis de que un gran acontecimiento
histórico, la Primera Guerra Mundial, y sus repercusiones sobre los mecanismos de producción y las
corrientes comerciales difuminan los elementos constitutivos de las crisis ordinarias, como los movimientos
de larga duración de los precios o los ciclos Kondratieff (comprobamos que también Neré minimiza los
factores coyunturales que había señalado Schumpeter).
Probablemente el cataclismo sólo puede entenderse si se atiende a procesos muy diversos, de ahí que nos
parezca interesante recoger lo que Galbraith llama cinco causas íntimas o cinco puntos débiles del sistema
económico vigente, en 1929, en Estados Unidos:
1º. Pésima distribución de la renta. El 5 % de los norteamericanos percibe la tercera parte de la renta
nacional, así se explica el elevado porcentaje de inversión en bienes suntuarios y la escasa capacidad de
consumo popular.
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2º. Deficiente estructura de las sociedades anónimas. En las empresas se había abierto las puertas a un
número excepcionalmente alto de promotores, arribistas, sinvergüenzas, impostores. Galbraith habla de
latrocinios corporativos; cada trusts de inversión paga los dividendos de las compañías recién creadas y, por
tanto, ha de restringir su capacidad de inversión futura. Llega un momento en que al reducirse los beneficios
se viene abajo toda la pirámide de empresas creadas irresponsablemente.
3º. Ineficacia en la estructura bancaria, con préstamos imprudentes, actitudes especulativas, alegre
multiplicación de entidades y unos mecanismos peligrosos; cuando un Banco quebraba, los activos de los
demás quedaban inmovilizados mientras los depositantes, de cualquier parte que fuesen, sentían un irresistible
deseo de retirar su dinero. Ya antes de la depresión las quiebras bancarias constituían un espectáculo normal;
en los seis primeros meses de 1929 quebraron 346 Bancos de distintas localidades.
4º. Inconveniente situación en la balanza de pagos. Durante la Primera Guerra Mundial Estados Unidos se
convierte en acreedor internacional; al mismo tiempo las exportaciones norteamericanas crecen a rápido ritmo
y muchas naciones han de remitir oro y divisas para saldar deudas y pagar las mercancías. Era una situación
insostenible, porque las otras naciones no podían afrontar durante mucho tiempo los pagos en oro, y por lo
tanto o aumentaban sus exportaciones a Estados Unidos o reducían sus importaciones de artículos
norteamericanos. Este desequilibrio y esta prepotencia de Estados Unidos constituye un elemento clave en los
orígenes de la depresión.
5º. Incapacidad conceptual de la teoría económica en aquella situación nueva, lo que explica los remedios
tardíos e incluso erróneos que se aplicaron. Para los economistas clásicos era objetivo primordial el
presupuesto equilibrado y el impedimento de cualquier manifestación inflacionista. Tras la crisis Keynes
propuso precisamente como salida una posición beligerante de los gobiernos recurriendo a presupuestos
deficitarios para estimular el relanzamiento.
No nos confunda la pluralidad de procesos, la diversidad de teorías. La Gran Guerra había constituido un
acontecimiento sin precedentes, y sus secuelas en el campo de la economía se presentaron a los ojos de los
hombres de los años veinte como algo desconocido; el capitalismo de dimensiones ecuménicas y la
prosperidad tenían fallos. La angustia de la crisis constituyó una severa advertencia. Neré concluye que la
lección se aprovechó tras la segunda contienda universal. La nueva posguerra sería la que demostrase la
capacidad de adaptación del mundo y de las personas. Diez años después de la paz de 1919, la crisis se hacía
presente. Diez años después de la guerra de 1945, reinaba la prosperidad. Las lecciones de la experiencia no
habían sido infructuosas.
Ascenso de los totalitarismos: estalinismo, fascismo, nazismo
Durante el periodo de entreguerras la democracia se convirtió en un valor en baja en el continente europeo. Si
por falta de tradición se aclimató muy mal en Europa oriental, fue acusada en Europa occidental de haber sido
incapaz de detener la guerra, en el mejor de los casos, o de haberla engendrado en otros. Fueron años de crisis
económica, pero sobre todo de un profundo abatimiento moral, en el que el mundo se arrojó en brazos de los
superhombres, decididos a erradicar la libertad.
Engrandecieron al Estado en detrimento de la persona. Aquel Estado que desde su origen se empeñó en
doblegar a la sociedad, se disponía a dar el asalto definitivo con soluciones sempiternas, aplicables
naturalmente por la fuerza y en definitiva por la muerte. Así pues, a una guerra sucedió otra más cruel. O sí se
prefiere, como algunos historiadores han querido ver, se produjo sólo una pausa para proceder a dar remate a
lo que algunos han dado en llamar la nueva guerra de los Treinta Años.
El estallido del segundo conflicto universal no se puede explicar por una única causa. Se trata más bien de
todo un conjunto de fenómenos, localizados en el periodo de entreguerras, que confluyen a desencadenarlo el
1 de septiembre de 1939 con la invasión de Polonia. En consecuencia, es de todo punto necesario estudiar con
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detenimiento el proceso histórico que se desarrolla en la segunda y tercera décadas del S. XX, años en los que
la democracia sufre una quiebra profunda.
No es del todo desacertado clasificar con el único nombre de totalitarismos estos tres ensayos políticos del
periodo de entreguerras, puesto que en los tres se descubren toda una serie de rasgos ideológicos comunes,
tendentes a liquidar a la persona. Para dichas ideologías sólo es objeto de consideración lo colectivo: la clase,
la nación, la raza, el partido y en definitiva el Estado. Asimismo, estos tres planteamientos, en cuanto que se
proponen imponerse como soluciones globales se desvelan con pretensiones filosóficas, que ofrecen una
visión del hombre y del mundo más allá de lo político. En este sentido, como todo sistema filosófico, ofrecen
su peculiar método de conocimiento, según el cual la verdad deja de ser la meta a la que se tiende mediante el
esfuerzo intelectual, para convertirse en una fórmula dictada oficialmente desde el poder, ante la que no cabe
otra actitud que el acatamiento. Se podría señalar, además, como otro de los rasgos comunes a los tres
sistemas, su entronque con los planteamientos evolucionistas decimonónicos, en los que sustentan su
concepción orgánica de la sociedad. Los totalitarismos, además, al asumir la tradición ideológica del
positivismo del S. XIX, construyen su edificio sobre los elementos de la secularización y el cienticifismo.
Igualmente, los tres totalitarismos coinciden en determinadas prácticas políticas. Son oportunistas y participan
en el juego democrático hasta que se hacen con el poder; momento a partir del cual erradican la libertad y el
pluralismo, objetivo a su vez por el que justifican la violencia y el terror del Estado, capaz no sólo de eliminar
físicamente a personas o a grupos concretos, sino de llegar incluso a la práctica del genocidio. Pura
congruencia con su ideología, en suma, al convertir al Estado en el fundamento y, en definitiva, en el único
concesionario y dispensador absoluto de los derechos que cada persona posee de un modo inalienable,
conforme a su naturaleza. Desde esta perspectiva hay que juzgar sus constituciones, sus declaraciones de
derechos y sus parlamentos. Poseen los elementos externos de la democracia, e incluso pueden incluir tal
concepto en su denominación oficial, pero prostituyen sus funciones, por lo que presentan una patología de
democracias gangrenadas.
Como derivación de todo lo dicho hasta ahora, los tres regímenes imponen el partido único, al que despojan
de cualquier vestigio de democracia interna, por el método expeditivo de la eliminación de los disidentes o
desviacionistas. Así las cosas, el partido no tiene otra razón de ser que la conquista y el mantenimiento en el
poder de quienes lo controlan, objetivo que se consigue mediante el recurso al golpe y la exaltación de la
violencia, acciones que se encubren por la propaganda totalitaria con el eufemismo de la revolución.
Ahora bien, si queremos conocer con precisión las tres manifestaciones del totalitarismo debemos traspasar el
análisis de sus rasgos comunes, pues tan importantes como las semejanzas son las diferencias que esgrimen
para enfrentarse entre ellos. Al carácter internacional del comunismo se opone el racismo y el nacionalismo de
los fascistas y los nazis, aunque también es verdad que éstos últimos proponen una política exterior
imperialista. Por otro lado, si bien es cierto que los fascistas niegan la existencia de la lucha de clases, los
comunistas por su parte prometen su extinción en el futuro. Y, en fin, frente a la absolutización del Estado
fascista se podría oponer la provisional dictadura del proletariado como etapa previa y necesaria a la
desaparición del Estado, aunque al día de hoy ya sabemos que tal provisionalidad sólo concluye cuando
desaparece el régimen comunista.
En el verano de 1917 se presentía el final de la Primera Guerra Mundial. Al desmoronamiento de los frentes
de guerra, a la desmoralización del ejército ruso y a la intentona fracasada del general Kornilov, vino a
añadirse la incapacidad del gobierno de Kerenski, que no contaba ya con el respaldo del ejército. La falta de
disciplina, primero, y las numerosas deserciones, después, hicieron mella en el ejército ruso, que favoreció el
ascenso de los bolcheviques en los soviets, por cuanto éstos prometían la retirada de Rusia de la guerra
mundial y el reparto de la tierra de los campesinos entre los soldados. Únicamente los cosacos, el batallón
femenino y los cadetes mantuvieron su lealtad a Kerenski y posteriormente al gobierno provisional, tras su
dimisión.
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Con el fondo de este decadente escenario se iban a desarrollar los primeros momentos del protagonismo
histórico de Lenin, cuyo verdadero nombre era Vladimir Ilitch Ulianov. A poco que se repasen los libros se
podrá observar en no pocos de ellos el maquillaje que oculta su verdadera personalidad, pues Lenin es el
fundamento del totalitarismo comunista. Su pensamiento se nutre en la exaltación de la violencia y en la
tiranía: La revolución −llegó a escribir− no puede hacerse sin pelotones de ejecución, la revolución camina
con lentitud porque se fusila muy poco. Paul Johnson ha escrito que la diferencia entre Lenin y Stalin, radica
en que éste último impulsó el terror hasta el seno del partido, la vanguardia del proletariado, lo que no debe
ocultar, como indica el autor de Tiempos modernos, que el exterminio de los disidentes es pura y
esencialmente marxismo−leninismo. En la biogR.A.F.ía escrita por Héléne Carrére d´Encausse, esta autora
concluye que fue Lenin el fundador de un Estado totalitario, sustentado sobre el trípode del partido comunista,
la policía política y el ejército; según esta autora, Trotski actuó de ejecutor militar y Stalin prolongó dicho
Estado totalitario, diseñado por Lenin con una voluntad y ferocidad implacables, sin que sus cimientos
pudieran ser modificados por nadie hasta la caída del comunismo.
Lenin había nacido en Simbirsk, una perdida aldea a orillas del Volga, en 1870. Más tarde dicha aldea pasó a
llamarse Ulianovsk en su honor. Su padre era inspector de enseñanza y su madre estaba entroncada con la
pequeña nobleza alemana. Del matrimonio nacieron cinco hijos, de los que el mayor fue condenado a muerte
acusado de atentar contra el zar Alejandro II. Lenin, que vivió la tragedia familiar con 17 años, nunca
olvidaría este acontecimiento.
En principio comenzó a estudiar Derecho en la Universidad de Kazan, de la que fue expulsado, por lo que
acabaría la carrera de abogado en la Universidad de San Petersburgo. Desde entonces era reconocido como la
cabeza de un grupo de intelectuales marxistas, que en 1895 se constituyó formalmente con el nombre de
Unión de Combate de San Petersburgo para la libertad de la clase obrera. Ese mismo año fue condenado a
prisión y posteriormente fue desterrado a Siberia. Tras cumplir su condena en 1900 realizó diversos viajes por
Europa con el fin de aglutinar bajo la ortodoxia marxista a los socialdemócratas rusos del exilio. Para este
objetivo contó con la colaboración de Plejanov, Zasulich, Axelrod, Protesov y Martov en la fundación del
periódico Iskra (La Chispa). En la primera nochebuena del S. XX salió a la luz Iskra, inaugurando toda una
producción periodística al servicio del partido, que los comunistas supieron utilizar como arma de
propaganda. No en vano se le atribuyen a Lenin 1.234 artículos en diferentes periódicos, así como su
participación directa en Vpariod, Proletari, Novaia, Zhizn, Sotsial−Demokrat y naturalmente Pravda.
Además de estos trabajos, se deben destacar como sus obras más conocidas las siguientes: ¿Qué hacer?
(1902), Materialismo y empirocriticismo (1909), El imperialismo, última fase del capitalismo (1916) y El
Estado y la Revolución (1917).
En 1903 puede situarse su primer despunte político al obtener sus partidarios la mayoría en el Segundo
Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso; desde entonces fueron conocidos como bolcheviques.
Los minoritarios o mencheviques, defensores de las tesis revisionistas de Bernstein, soportaron una incómoda
relación con los vencedores, hasta que por fin fueron expulsados del partido en 1912 en la reunión celebrada
aquel año en Praga. Su segunda aparición histórica importante se produjo en los momentos de
desmoralización del ejército ruso al término de la guerra mundial. Por entonces, cuando Rusia soportaba tan
calamitosas condiciones económicas, Lenin se trasladó desde Austria hasta su patria, con la colaboración de
las autoridades alemanas que le facilitaron su tránsito en el famoso vagón precintado. En la primavera de 1917
Lenin se encontraba en la Rusia de los zares, dispuesto a transformarla en una república socialista soviética.
En el mes de julio fracasó un intento revolucionario, a consecuencia del cual Trotski, junto con otros
dirigentes, fue arrestado. Lenin consiguió refugiarse en Finlandia, donde escribió El Estado y la Revolución,
durante los meses de agosto y septiembre. En esta obra, Lenin interpretó la teoría del Estado marxista en torno
a la dictadura del proletariado, que en su pensamiento se convertía en la maquinaria de la represión de la
mayoría de los explotados frente a la dictadura burguesa de los explotadores. En dicha obra se puede leer lo
siguiente: La dictadura de una sola clase es necesaria no sólo para las sociedades clasistas en general, no sólo
para el proletariado después de haber abatido a la burguesía, sino para todo el periodo histórico que separa el
capitalismo de la sociedad sin clases: el comunismo. Sólo con la instauración del comunismo se extingue el
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Estado y se llega a la libertad.
En estos términos, Lenin reelaboraba las doctrinas de Marx, de modo que la ideología marxista−leninista se
mostraba en su plenitud totalitaria, erigida sobre dos pilares. De una parte, Lenin elevó a categoría dogmática
el marxismo, en cuanto quedaba erradicada la discusión intelectual sobre la doctrina; sus postulados se
enuncian para su aceptación y como justificación de la praxis. Y, en segundo lugar, Lenin descubrió un nuevo
agente encargado de transformar la teoría en realidad histórica. Al margen de exposiciones teóricas, tal
responsabilidad no se iba a encomendar ni al proletariado, ni al partido, sino a los revolucionarios
profesionales a los que el Comité Central, y en definitiva su secretario, encomendaran esa misión.
Así las cosas, el 9 de octubre de 1917 Lenin creó un Buró Político con el fin de dirigir la revolución, a la vez
que había constituido un Comité Militar Revolucionario, controlado por el presidente del Soviet de
Petrogrado, Trotski, a quien se encomendó la ejecución del golpe que les abriría las puertas del poder. Entre el
24 y el 25 del mismo mes los revolucionarios ocuparon los núcleos estratégicos de la ciudad y pusieron sitio
al Palacio de Invierno, donde se encontraba el gobierno provisional, que se rindió en la madrugada del día 26.
Sólo la propaganda oficial y el arte elaborado desde el poder han conseguido encontrar gestos sublimes y
acciones heroicas, donde la historia se topa con un golpe de Estado a la vieja usanza. Y es el propio Stalin el
que reconoce que la toma del poder la realizó el Comité Militar Revolucionario, pues el Congreso de los
Soviets se limitó a recibir el poder de manos del Soviet de Petrogrado.
Al hilo de los acontecimientos cabe afirmar que la actuación de Lenin fue un mentís de las pretensiones
científicas del marxismo acerca de las leyes históricas y necesarias. Los sucesos de octubre marcan el
principio de una dictadura, y no precisamente la del proletariado, que ha sometido durante décadas a buena
parte de la humanidad y a eliminado físicamente a unos 100 millones de personas sacrificadas al comunismo.
Lenin, erigido en el primer dictador comunista de Rusia, planteó una estrategia encaminada a conseguir cuatro
objetivos, que a la postre darían origen a la U.R.S.S.. En principio la eliminación de la oposición, surgida
fuera del partido; en segundo lugar la concentración de todo el poder en el partido; a continuación, la
erradicación de opositores internos; y, por último, la concentración del poder del partido en su persona. Estos
han sido los fundamentos del totalitarismo comunista establecidos por Lenin y continuados por sus sucesores
hasta que se iniciaron las reformas durante el mandato de Gorbachov.
Así pues, en paralelo con las acciones golpistas de octubre, el II Congreso de los Soviets aprobó tres decretos,
por los que Rusia anunciaba su retirada de los frentes de guerra, el Estado se incautaba de la propiedad de la
tierra y se creaba el primer gobierno de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom), como institución política y
suprema de la revolución, presidida por Lenin e integrada por quince personas, entre las que cabe citar a Stalin
y Trotski. El Comité Ejecutivo Central, surgido de ese mismo congreso, fue copado por los bolcheviques, que
consiguieron introducir a 62 de ellos entre el total de 100 individuos que lo componían.
Inmediatamente después se publicaron toda una serie de decretos para afianzar el nuevo régimen. El 29 de
octubre, una disposición anunciaba la supresión de cualquier periódico que se opusiera al Sovnarkom; el
resultado fue espectacular, pues en pocos días desaparecieron todas las redacciones, a excepción de las de
Pravda e Isveztia. Sometida la prensa, durante los meses de noviembre fueron abolidas las distinciones
militares, se nacionalizaron los bancos, el Estado incautó las escuelas de la Iglesia, se legalizó el allanamiento
del domicilio, se prohibió el derecho a la huelga, que pasó a ser calificada como un crimen contra el pueblo,
se estatalizaron las fábricas y se redactó un código para uso y guía de los establecidos tribunales
revolucionarios.
Si todas estas medidas se pueden considerar como elementos de la maquinaria totalitaria, la pieza clave del
engranaje se colocó el 7 de diciembre. Fue entonces cuando se disolvió el Comité Militar Revolucionario para
ser sustituido por la policía política, la Cheka (GPU desde 1922, NKGB desde 1943). A Lenin se debe el
diseño, y él fue quien encargó a Dzerhinski su dirección. Tan sólo tres años después de su fundación contaba
con 250.000 agentes, con capacidad para ejecutar a un promedio de 1.000 personas al mes, inculpadas sólo de
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delitos políticos, entre los años 1918 y 1919. De acuerdo con uno de los decretos redactados por Lenin, su
cometido era la eliminación de la tierra rusa de todos los tipos de insectos dañinos. El código de Lenin
suprimía el delito personal, para dejar sitio a la eliminación corporativa. Los ejecutados, al decir de
Solzhenitsyn, eran considerados como ex personas por pertenecer a un determinado grupo o clase, idéntico
fundamento jurídico que animó las leyes nazis para eliminar a millones de personas, en este caso por
pertenecer a un determinado grupo racial. Lenin, por tanto, puede ser considerado como el primer promotor
del genocidio del S. XX, sin que ello exima de responsabilidad a sus inmediatos imitadores en el tiempo.
En el mes de noviembre se celebraron las elecciones para la Asamblea Constituyente, cuya apertura se había
anunciado para los primeros días de 1918. De los 36 millones de votos, los bolcheviques sólo obtuvieron 9,
resultado que les otorgaba 168 escaños de un total de 703. La interpretación de los comicios la realizó Lenin
en artículo, publicado en Pravda el 13 de diciembre, titulado Tesis acerca de la Asamblea Constituyente.
Según Lenin, el soviet era una forma superior del principio democrático, respecto a los parlamentos de las
repúblicas burguesas, por lo que deducía que la Asamblea Constituyente debía pronunciarse por una
declaración incondicional de aceptación del poder soviético, si no quería traicionar al proletariado y
embarrancar en una crisis, de la que sólo se podría salir por medio de la revolución. Al menos, Lenin había
avisado que no estaba dispuesto a someterse a ningún control parlamentario. El día 5 de enero, pocas horas
después de comenzar la reunión de la Asamblea Constituyente, fue disuelta por los guardias rojos, de acuerdo
con las órdenes recibidas del Comité Ejecutivo Central. Tres días después y en el mismo edificio se reunían
los soviets, presididos por Sverlod, para ratificar las decisiones del Comité Ejecutivo Central. Con este acto el
golpe de octubre de Lenin daba remate a la liquidación de la democracia en Rusia.
Los meses que transcurren entre los sucesos descritos y el verano de 1918 es la etapa conocida como
capitalismo de Estado. Desde 1918 a 1921 se desarrolló el periodo denominado comunismo de guerra. Dos
eufemismos con los que se encubre, en realidad, un régimen de terror que hizo posible la construcción del
Estado bolchevique. Lo cierto es que desde la disolución de la Asamblea Constituyente, el poder de Lenin era
muy sólido en Rusia, y sólo la política exterior podía amenazar al dictador. La paz de Brest−Litovsk (3 de
marzo de 1918) alejaba la amenaza de las potencias europeas y a cambio hubo de ceder un tercio de la Rusia
imperial, poblada por 56 millones de personas y con importantes recursos económicos. Y de acuerdo con el
pensamiento de Lenin, según el cual frente a la democracia burguesa se levantaba la democracia proletaria de
los territorios cedidos (Polonia, Ucrania, los Estados Bálticos, la Rusia Blanca, Georgia, Armenia y
Azerbaiyán) pasaron a denominarse oficialmente repúblicas burguesas, por la sencilla razón de que el
principio de autodeterminación correspondía en exclusiva a las repúblicas proletarias.
En el verano de 1918 se publicó la Declaración de Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado y la
Constitución de la República Federal Socialista Rusa de los Soviets (RFSRS.) que con el tiempo acabaría por
transformarse en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En verdad, la denominada federación era una
palabra hueca, donde anida una Constitución gangrenada. La única realidad política con entidad es el soviet,
desde donde se potencia al partido comunista, hasta convertirse en una gigantesca maquinaria burocrática, con
capacidad no sólo de controlar la sociedad, sino incluso de anularla y sustituirla. Todo ello explica que los
100.000 bolcheviques de 1917, según los cálculos más generosos, se multiplicaran por seis en tan sólo tres
años.
Apuntalado el partido, aparece el ejército como firme cimiento sobre el que se asienta el régimen comunista.
Desde los comienzos de las acciones revolucionarias se encomendó a Trotski la reorganización del ejército,
para lo que se sirvió de oficiales zaristas, estrechamente controlados por comisarios políticos. Y al igual que el
partido, el ejército experimentó en muy poco tiempo un crecimiento espectacular. Se calcula en medio millón
de individuos los efectivos militares para el año 1918. En 1920 formaban en filas tres millones de soldados,
por lo que en tan sólo dos años se habían multiplicado por seis los integrantes de las fuerzas armadas.
Tal situación permitió encarar a los bolcheviques la mal denominada guerra civil, ya que en realidad durante
estos años tienen lugar tres guerras distintas: una guerra civil propiamente dicha (1918−1919), un segundo
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conflicto entablado con los países occidentales, y toda una nebulosa de acciones militares tendentes a sofocar
los alzamientos nacionales. La ausencia de un frente común contra los bolcheviques, por más que la
propaganda comunista les unificara a todos bajo la única denominación de blancos hizo posible el triunfo de
los ejércitos de Trotski, y la transformación de algunas repúblicas burguesas en repúblicas proletarias. De este
modo, y por la fuerza de las armas, a principios de 1921 Lenin además de la RFSRS. controlaba los −en
teoría− Estados independientes de Ucrania, Bielorrusia, Azerbaiyán, Georgia, Armenia, la República del
Lejano Oriente, Jorezm y Bojara.
En cuanto a la organización económica propuesta por el comunismo de guerra, ésta se reduce a un proceso de
estabilización generalizada. Su resultado fue un estrepitoso fracaso, hasta el punto de que el trueque se
convirtió en el elemento definidor de la realidad económica. Así las cosas, se optó por aplicar a la práctica las
predicciones marxistas sobre la desaparición del dinero, cuando en realidad la pobreza extrema y la práctica
desaparición del intercambio de bienes habían dejado al rublo sin razones que justificaran su existencia.
El comunismo comenzaba a dar pruebas palpables de que se asentaba en la cultura de la muerte. Habían
desaparecido la persona, la sociedad y el dinero, e igualmente se iban a eliminar los más mínimos intentos de
oposición. En marzo de 1921 fueron anulados los denominados amotinados de Kronstadt, considerados como
enemigos a abatir por pedir que las votaciones a los soviets fueran secretas y no se realizaran a mano alzada,
además de reclamar las libertades de expresión y sindicación. Desde entonces dichas aspiraciones fueron
calificadas de desviacionismo pequeñoburgués y anarquista, por lo que los extraviados fueron reprimidos
sangrientamente, acusados del delito de fraccionalismo, en expresión genuina de Lenin. El ejemplo de
Kronstadt sirvió de escarmiento entre la población campesina. A su vez, los bolcheviques limpiaron los
máculas fraccionalistas en el X Congreso del Partido Comunista, celebrado por esas mismas fechas, en el mes
de marzo de 1921.
Sin embargo, y a la vista de los resultados económicos, Lenin tuvo que reconocer en este mismo congreso la
necesidad de llegar a acuerdos con los campesinos. Sucedía que la producción de 1921 tan sólo representaba
un 12 % de lo producido en 1913; las minas y la siderurgia arrojaban cotas aún más bajas: respecto a esas
mismas fechas tan sólo representaba un 2,5 %; la agricultura se derrumbó, el comercio tanto interior como
exterior prácticamente dejó de existir; y hasta la población disminuyó espectacularmente, hasta el punto de
que en 1921 las ciudades tenían menos habitantes que en 1900, y el sector de los obreros había descendido a
cotas inferiores a las del año 1883. De 1920 a 1922 se desató en el territorio ruso un largo periodo de
hambruna, que afectó a 30 millones de personas, por lo que fue necesario recurrir a la ayuda internacional; la
hambruna de estos años provocó 5 millones de muertos.
Así pues, las guerras, el hambre, las epidemias, el frío y sobre todo las estrategias revolucionarias de Lenin,
ayudan a comprender este retroceso demográfico. El golpe de Estado de Lenin instaló como práctica del
nuevo régimen el genocidio, que diezmó la población. Entre los años 1918 a 1920 se calcula que fueron
asesinados unos 3 millones de personas. Y en cuanto al partido comunista, de los 600.000 integrantes de 1921,
debido a las purgas de Lenin fueron eliminados 100.000.
La NEP (Nueva Política Económica) sigue al comunismo de guerra como parte del proceso histórico de la
dictadura leninista. Más que como concesión de Lenin al pueblo, debe entenderse como imposición a los
bolcheviques, debido a toda una serie de circunstancias que ponían en evidencia el fracaso del nuevo régimen
totalitario, tales como la quiebra económica, la resistencia generalizada y el ascenso que comenzaron a
experimentar los mencheviques. Todas estas manifestaciones obligaron a Lenin a cambiar el rumbo político
con el fin de mantener el poder. En efecto, se concedió una cierta libertad económica a los campesinos y se
toleró la propiedad privada en las pequeñas industrias y en los comercios. Se consintió una cierta economía de
mercado como solución transitoria, al mismo tiempo que se reconocía la exclusividad política del partido
comunista, en el que por supuesto no se admitían corrientes internas. En suma, se probaba la tesis de Lenin
según la cual se puede cambiar de táctica en veinticuatro horas, y en esta ocasión se trataba de conjugar el
socialismo y el capitalismo, sin que en semejante intento decayera la estrecha vigilancia de Lenin sobre la
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nueva fórmula.
Los resultados, en principio, fueron positivos, pues la economía dejó de retroceder y hacia 1927 la producción
comenzaba a igualar la del año 1914. Se frenó el hambre y hasta comenzó a despuntar un incipiente mercado
en el que se intercambiaban productos de uso y consumo. La industria recuperó el pulso y se abrieron las
puertas al capital extranjero, se acuñó un nuevo rublo y comenzaron a funcionar algunos bancos. Según
Sorlin, la NEP facilitó la reaparición de una semiburguesía y de un campesinado acomodado (kulak), sin que
todo ello hiciera perder la atención de los comunistas sobre el proceso colectivista: en 1927 funcionaban 1.400
granjas estatales (sovjos) y se calculan en unas 33.000 las cooperativas agrarias (koljos) para el año 1928.
Los cambios económicos, por otra parte, no paralizaron las transformaciones políticas. En el mes de diciembre
de 1922 se crea la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (U.R.S.S.), al modificar la estructura federal
precedente. El 6 de junio del año siguiente se aprobaba la Constitución, cuya redacción se había encomendado
a Stalin. Según este texto las funciones legislativas se encomendaban al Soviet Supremo y las del poder
ejecutivo al Presidium, pero en la práctica el poder confluía en el partido y se concentraba en una sola
persona. Por otra parte, la III Internacional creada por Lenin prolongaba la actuación del partido comunista
ruso en los países occidentales, dado el control que Moscú ejerció en los partidos comunistas de los diferentes
países europeos.
Ahora bien, ni la apertura económica ni la Constitución iban a significar un retroceso en la consolidación de la
tiranía. La NEP −había afirmado Lenin− es retroceder lejos si es preciso, pero de modo que se pueda retener
la retirada cuando se desee y reemprender la ofensiva. Y para disipar cualquier tipo de dudas al respecto, en
1923 se modificó la estructura de la policía política. La Checa cambió su nombre por el de OGPU, siglas que
venían a significar algo así como administración política del Estado. La policía conservó este nombre hasta
1934 y tras una nueva variación nominal en 1943 adquirió el más conocido de NKGB. Sus funciones
administrativas, por lo demás, son de sobra conocidas, lo que hace innecesaria su descripción.
La vida del protagonista o del inspirador de todas estas reformas declinaba en la primavera de 1922; fue
entonces cuando Lenin sufrió el primer ataque de la enfermedad que le llevaría a la muerte. De este primer
ataque quedó semiparalítico. Cumplidos los 53 años, murió el 21 de enero de 1924. Desde el mes de abril de
1922 Stalin era secretario general del Comité Central del partido, nombramiento que Lenin promocionó
directamente. Desde este cargo pudo controlar todos los resortes del poder para asegurarse la sucesión, no sin
antes vencer la resistencia de Trotski, que fue expulsado del partido (1927), exiliado (1929) y asesinado
(1940) en México por orden de Stalin.
Al morir Lenin ya se habían sentado las bases fundamentales del Estado totalitario, que su sucesor Stalin
desarrolló y consolidó. Stalin se mantuvo en el poder hasta su muerte, que se produjo en 1953. Por lo tanto su
mandato se extiende en tres periodos históricos bien distintos, como son la época de entreguerras, la Segunda
Guerra Mundial y la posguerra. Ahora nos referiremos sólo al primero de ellos, etapa en la que cabe analizar
los planes quinquenales, la Constitución de 1936 y la represión tiránica ejercida durante estos años, de cuya
magnitud Nikita Jruschov dio una versión oficial en el XX Congreso del partido comunista, el primero
celebrado tres años después de la muerte de Stalin.
En cuanto a los planes quinquenales, cabe afirmar que a medida que se abren archivos y se obtienen datos,
hasta hace poco desconocidos, se van modificando los juicios sobre sus resultados. Por todo ello habrá que
aceptar con todas las reservas ciertas versiones, y limitarse a los datos contrastados.
Durante el periodo que transcurre desde 1928 a 1941 se proyectaron tres planes quinquenales. El primero
(1928−1932) se anunció como el plan quinquenal de cuatro años y tenía como objetivo la transformación de la
economía rusa, fundamentalmente agraria, en otra más industrializada. El segundo (1933−1937) trató de
modificar la tecnología a un ritmo acelerado; estos son los años en los que se impuso el estajanovismo a los
trabajadores rusos, que ha quedado convertido en uno de los paradigmas de la explotación de los obreros por
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parte del Estado. El tercer plan, que dio comienzo en 1938, fue interrumpido por el estallido de la guerra.
De este modo se trataba de planificar la economía soviética, pero no para conseguir un crecimiento
equilibrado de los sectores, lo que era juzgado por Stalin como una desviación burguesa, sino para conseguir
en el mínimo tiempo posible la reconversión de la industria, que debía ser sometida a los objetivos de la
defensa militar del régimen comunista. El hecho de que la disminución de los plazos previstos fuera
considerada como un éxito y no como un elemento de desestabilización económica, es la mejor prueba de que
los planes quinquenales no tenían más objetivos que los militares y propagandísticos, y a esta finalidad se
subordinó el esfuerzo y el bienestar de todo un pueblo.
En el aspecto político, la nueva Constitución de 1936 mantuvo el acentuado desequilibrio de la estructura
federal de la U.R.S.S., ya que de las once repúblicas que la integraban, una de ellas, la Rusa, tenía 105
millones de habitantes, y la de Kirghiz tan sólo un millón y medio. En el texto constitucional, por otra parte,
los derechos individuales no existen como tales; se reconocen, eso sí, una serie de derechos a los soviéticos en
cuanto que pertenecen y se integran en organismos colectivos. Por lo demás, todos estos derechos permanecen
supeditados al poder, pues según el texto constitucional se conceden conforme a los intereses de los
trabajadores y a fin de fortalecer el sistema socialista. Bajo estas coordenadas debe entenderse la Constitución
soviética de 1936 cuando se refiere a la libertad de expresión, de prensa, manifestación, de asociación, a la
inviolabilidad personal, a la libertad de conciencia, al derecho de asilo y a la libertad de propaganda
antirreligiosa, concesión esta última que ha debido ser la única libertad que de verdad han ejercitado los
comunistas en estos años, en los que promovieron sangrientas persecuciones religiosas dentro y fuera de la
U.R.S.S..
En cuanto a la represión de Stalin, los procesos más violentos se deben situar en el verano de 1936. Desde esta
fecha hasta 1938 se pueden considerar cuatro procesos, cuyos resultados se resumen en las siguientes cifras:
cinco de los siete presidentes del Comité Ejecutivo central fueron eliminados; lo mismo se puede decir de
nueve de los once ministros centrales de la U.R.S.S., y otro tanto de 43 secretarios de las organizaciones
centrales del partido de un total de 53, además de la desaparición de la mitad de los generales del ejército y de
casi todos los altos cargos de la GPU. Y todo lo anterior referido a personalidades de relieve. Lo que nunca se
podrá saber con exactitud es el elevado precio en sangre cobrado por el comunismo en personas desconocidas,
que como ya se dijo antes se estima en unos cien millones.
El periodo de entreguerras se caracteriza por el abatimiento moral y el abandono de la sociedad europea en
manos de los totalitarismos. Muy pocas voces se alzaron contra la tiranía; sin duda, de entre esas pocas
condenas, la más enérgica y relevante fue la del romano pontífice. Pío XI, en su encíclica Divini Redemptoris
(19 de marzo de 1937), condenó el ateísmo comunista, ideología a la que se calificaba como intrínsecamente
perversa por socavar los fundamentos mismos de la civilización cristiana y proponer una falsa redención
basada en un seudoideal de la justicia, la igualdad y la fraternidad. En esta misma encíclica el Papa hacía
referencia también a la persecución comunista que padecía la Iglesia en México y España.
El papa, además, salía en dicha encíclica al paso de los errores antropológicos propuestos por el materialismo
histórico, cuya doctrina se había convertido en el molde con el que los comunistas pretendían construir una
nueva humanidad. En línea con las condenas lanzadas sobre el comunismo, ya incluso desde el pontificado de
Pío IX (1846−1878), cuando todavía no se había publicado el Manifiesto comunista (1848), la encíclica
advertía sobre las consecuencias deshumanizadoras que podrían sobrevenir a la humanidad con el triunfo de la
ideología comunista. Lo cierto es que tampoco en esta ocasión se le prestó mucha atención a las advertencias
del sucesor de San Pedro. Es más, en algunos ambientes intelectuales de Occidente, deslumbrados por el
marxismo, las condenas del comunismo y muy particularmente la Divini Redemptoris fueron descalificadas
sistemáticamente y tachadas de retrógradas hasta hace bien poco tiempo. Y en honor a la verdad se debe dejar
constancia de que no han faltado católicos y hasta clérigos que, afectados por un complejo de inferioridad,
también se mostraron partidarios del comunismo. Sin embargo, tras la caída de los regímenes comunistas en
Europa, la historia ha venido a dar la razón al magisterio de los romanos pontífices sobre el comunismo. Por
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otra parte, el tiempo ha demostrado que esas denuncias además de evangélicas y pastorales −es decir, no
políticas− eran plenamente proféticas.
La segunda de las manifestaciones totalitarias que aparecen en el tiempo es el fascismo. El 30 de octubre de
1922, Víctor Manuel III encargaba la formación de un nuevo gobierno a Benito Mussolini. Tal decisión no
respondía a la práctica habitual, como consecuencia de unas elecciones, sino que fue la marcha sobre Roma lo
que acabó de empujar al monarca, presionado por militares y nacionalistas.
Por entonces, Mussolini ya era un personaje conocido en Italia. Hijo de un herrero, se hizo maestro, profesión
que abandonó para dedicarse al periodismo político. En 1912 era director de Avanti, órgano oficial del Partido
Socialista Italiano. La Gran Guerra y las consecuencias que para Italia tuvo la paz, le ofreció las posibilidades
de la fuerza irracional de un nacionalismo herido. De manera que en 1919, apoyado por los futuristas de
Marinetti, excombatientes, sindicalistas y estudiantes frustrados fundó los fascios de combate y las escuadras
de acción para imponer la violencia como medio de arreglo a la situación de inestabilidad por la que
atravesaba Italia. Sin duda, el más cruel de sus condottieri fue Italo Balbo, que muy pronto se convertiría en el
jefe de las milicias fascistas.
En sentido propio no es posible encontrar en el fascismo un cuerpo doctrinal, a no ser que éste se quiera
descubrir en las negaciones que propone, como tal movimiento reaccionario que es. En consecuencia, habría
que afirmar que el fascismo proclama de un modo radical una serie de antis, tales como un antiliberalismo, un
antiparlamentarismo, un anticlericalismo y un antimarxismo. Y justamente de sus negaciones surge su
programa afirmativo, como la exaltación de un nacionalismo y un pragmatismo político que los fascistas
consideraban incompatible con la democracia, argumento sobre el que los fascistas justifican el
establecimiento de la dictadura. Mi doctrina −resumía Mussolini− es la acción. El fascismo nace de una
necesidad de acción,. y muere con la acción. Y a la simpleza de la definición anterior, Mussolini ni agregó la
extrema brutalidad totalitaria, al proponer la fórmula de su régimen: Todo en el Estado, nada fuera del Estado,
nada contra él. Así pues, como en Rusia, la historia de Italia desde 1922 no iba a ser otra cosa más que un
proceso de personalización del poder.
El triunfo del fascismo resulta incomprensible si no se tiene en cuenta la débil resistencia que encontró en la
Europa de entreguerras. Bien es cierto que Mussolini no presentó con claridad todas sus bazas políticas en un
primer momento. Por esta razón, en el otoño de 1922 las propuestas fascistas se presentaron como soluciones
transitorias, más que definitivas. Y a reforzar esa aparente transitoriedad contribuyó la formación del primer
gobierno, en que de las dieciséis carteras sólo se adjudicaron cuatro a los fascistas, diez recayeron en
personajes independientes y las otras dos tuvieron como titulares a dos militantes del Partito Popolare de don
Sturzo. Mussolini llegó incluso a prometer respeto a la Constitución y a las libertades políticas, para conseguir
a cambio que el Parlamento le concediera plenos poderes, con el fin de restaurar el orden público. Todas estas
actuaciones parecían ajustarse a los patrones de las dictaduras clásicas, que proliferaron con profusión en la
Europa de entreguerras.
No hizo falta que pasase mucho tiempo para comprobar la falsedad sobre la que se asentaba la trama fascista.
No habían transcurrido ni doce meses desde la concesión de plenos poderes, cuando Mussolini logró que el
Parlamento aprobara una ley según la cual al partido más votado se le asignarían dos tercios de los escaños.
No fue necesario aplicarla. En las primeras elecciones, celebradas en la primavera de 1924, los métodos de los
squadristi consiguieron 4,5 millones de votos para los fascistas, lo que equivalía a 406 escaños, frente a los
129 que correspondieron a toda la oposición, como resultado de los 2 millones de votos obtenidos. El mes de
mayo, don Sturzo abandonó la política, y pocos días después era asesinado el diputado socialista Giacomo
Matteoti, que había sobresalido por denunciar en la cámara el fraude electoral. Ante estas circunstancias, los
diputados adoptaron entonces una postura tan comprensible como inoportuna y se retiraron del Parlamento.
Este abandono allanaba de dificultades el tránsito que Mussolini iba a realizar de la dictadura al régimen
totalitario. Sus fieles aprobaron una disposición, la Ley del Jefe del Gobierno, según la cual Mussolini fue
desligado de responsabilidad ante la cámara, a la vez que se le concedían facultades para modificar la
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Constitución.
Una vez que fue eliminado el régimen parlamentario, el fascismo dirigió sus esfuerzos hacia el control pleno
de la sociedad. En 1927 se publicó la Carta del Trabajo, por la qque quedaban prohibidos todos los sindicatos,
a excepción de los fascistas. Y como colofón, en diciembre de 1928 se creaba el Gran Consejo Fascista, a
quien se encomendaba, fundamentalmente, la triple misión de nombrar al sucesor de Mussolini, asesorar al
Duce y designar los candidatos para las elecciones que, según la nueva ley electoral de 1929, se presentarían
en lista única. Todas estas disposiciones completaban la construcción de un Estado orgánico, corporativo, en
el que sólo se reconocía la legalidad del partido fascista, dirigido y controlado por un superhombre, cuya
misión no era otra que conducir a Italia a los grandes destinos nacionales e internacionales, abandonados
desde la Antigüedad. Desgraciadamente, Mussolini no estaba solo en su empeño; muchos italianos le
creyeron, y no pocos europeos o le admiraron o trataron de seguir su ejemplo. Y es que por entonces las
teorías de Friedrich Nietzsche estaban en pleno apogeo. En 1933 Elisabeth Förster−Nietzsche, hermana del
filósofo alemán, como regalo de su cincuenta cumpleaños, envió a Mussolini un telegrama en el que se podía
leer lo siguiente: Al más admirable discípulo de Zaratustra que Nietzsche pudo soñar. Y no es una casualidad
que un año después el propio Hitler obsequiara al Duce con las obras completas del mismo autor.
Las posiciones de Mussolini en política exterior, durante los primeros años, estuvieron orientadas por el
pragmatismo y la prudencia, que le aconsejaban no dar pasos en falso en Europa en tanto que no se
consolidara el régimen fascista en Italia. La primera orientación de cómo debía proceder la percibió en la
protesta emitida por la Sociedad de Naciones, tras la ocupación de la isla de Corfú en 1923. Al año siguiente,
firmó un acuerdo amistoso con Yugoslavia, por el que Italia renunciaba a sus reclamaciones sobre la costa
dálmata, a cambio de la anexión de Fiume. Y en los años siguientes se ocupó Somalia, y Albania se convirtió
en protectorado italiano, hasta que fue invadida por tropas italianas en 1939.
Esta actitud política inicial es la que explica que en 1925, Mussolini fuese uno de los participantes de la
Conferencia de Locarno, tras la cual Europa pudo disfrutar durante un lustro de unas relaciones distendidas. Y
aunque la distensión resulta más aparente que real, porque quedan ocultas posturas interesadas por parte de
todos, y además porque de hecho los propósitos de Locarno son incumplidos o fracasan como fórmulas de
paz, al menos durante este periodo se deben apuntar los siguientes precedentes de integración europea:
comisión preparatoria de la Conferencia de Desarme (1926), Conferencia Económica Internacional (1927),
pacto internacional de renuncia a la guerra (1928), proyecto de Briand de una federación europea (1929).
Y al igual que sucedía en Europa, la distensión también afectó a la política italiana respecto al ya largo
contencioso con el Vaticano. En 1929, se firmó un tratado que regulaba la situación jurídica de la Santa Sede
con el Estado italiano. Dichos acuerdos son conocidos comúnmente como los Pactos Lateranenses. Con la
firma de los Pactos Lateranenses (11 de febrero de 1929) se zanjaba un problema que duraba ya casi seis
décadas, pues la ocupación de Roma (20 de noviembre de 1870) había liquidado en beneficio del nuevo
Estado italiano los Estados Pontificios. Ya en el pontificado anterior se habían emprendido movimientos de
aproximación entre las dos partes, sin que se consiguiera llegar a ningún acuerdo. Pero desde 1926 dieron
comienzo unas largas u delicadas negociaciones secretas, hoy conocidas tras la publicación del diario de unos
de los principales protagonistas por parte del Vaticano, como fue el abogado Francesco Pacelli, hermano del
futuro Pío XII, nuncio en Berlín por aquellas fechas.
Los Pactos Lateranenses, que permitieron la creación del minúsculo Estado del Vaticano, estaban formados
por un tratado entre la Santa Sede y el Estado italiano, un Concordato entre la Iglesia e Italia y un convenio
económico. El artículo 26 del tratado reconocía la existencia del Estado de la Ciudad del Vaticano bajo la
soberanía del romano pontífice; el territorio era pequeñísimo, pero resultaba suficiente para facilitar la
independencia de las actuaciones del sucesor de San Pedro. En el Concordato, Pío XI conseguía frente al
fascismo salvaguardar dos aspectos fundamentales, como eran el derecho a la enseñanza religiosa en la
instrucción pública y el reconocimiento de los efectos civiles del sacramento del matrimonio, regulado por el
Derecho canónico. En cuanto al convenio económico, la indemnización solicitada en principio de 2.000
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millones de liras fue sustancialmente rebajada.
Por su parte Mussolini, personaje agnóstico y pragmático, consciente de que en la Italia católica tarde o
temprano había que dar una solución a la cuestión romana, buscó un acuerdo por el prestigio nacional e
internacional que podía proporcionarle una solución, que los gobiernos anteriores no habían sabido encontrar
a lo largo de casi sesenta años. Pío XI, aunque se mantuvo siempre firme y combativo frente a la ideología
anticristiana del fascismo, a la que llegó a condenar formalmente, manifestó su reconocimiento hacia la
persona que hizo posible el acuerdo. Dicho Concordato estuvo vigente en la República romana hasta el 18 de
febrero de 1984.
Sin duda, la firma de los Pactos Lateranenses causó un gran impacto en la opinión pública de entonces, no
sólo en la de la nación italiana, sino en la de todo el mundo. Por lo que significaban los acuerdos de Letrán,
aquel acontecimiento histórico era desde luego bastante más importante para la Iglesia que para el Estado
italiano. Con la renuncia a los Estados Pontificios, la Iglesia ponía fin a la milenaria época constantiniana. De
este modo, al abandonar sus reivindicaciones temporales, la Iglesia se concentraba en su fin primordial y
específico: el pueblo de Dios, apoyándose exclusivamente en la fuerza del Espíritu Santo. Por lo demás, no
deja de ser paradójico que el pontificado recobre en esta nueva etapa un prestigio tal, sólo comparable al de
los momentos más brillantes de toda su historia. En efecto, desde 1929 hasta la actualidad, cada uno de los
sucesivos sumos pontífices ha visto aumentar su autoridad espiritual y moral dentro de la Iglesia y también
fuera de ella.
La realidad es que, de inmediato, los fascistas violaron los acuerdos de los concordatos que habían firmado y
desataron una implacable persecución contra la Iglesia. Demasiado temprano tuvo que denunciar Pío XI los
ataques del fascismo contra la Acción Católica de Italia, mediante la encíclica Dobbiamo intrattenerla (25 de
abril de 1931). En el mes de mayo de 1931, Mussolini disolvió las asociaciones juveniles católicas. Al mes
siguiente, la condena del fascismo era tajante en la encíclica Non abbiamo bisogno (29 de junio de 1931),
documento en el que se podían leer párR.A.F.os como los siguientes: la batalla que hoy se libra no es política,
sino moral y religiosa, exclusivamente moral y religiosa [...]. Una concepción del Estado que obliga a que le
pertenezcan las generaciones juveniles, es inconciliable para un católico con la doctrina católica; y no es
menos inconciliable con el derecho natural de la familia.
La advertencia del Papa tampoco sirvió para detener a los dirigentes fascistas en su galope hacia la barbarie,
que a imitación de los nazis llegaron a promulgar leyes racistas. Ante estos hechos, Pío XI preparó un nuevo
texto durísimo que se proponía leer en el décimo aniversario (11 de febrero de 1939) de la firma de los Pactos
Lateranenses, en presencia de todo el episcopado italiano que había sido convocado en Roma. No se pudo
celebrar ese acto, ya que Pío XI murió la víspera de dicho aniversario; sin embargo, conocemos su contenido
pues fue publicado posteriormente por Juan XXIII. El texto, conocido como la alocución Nella luce, iba
dirigido a los obispos italianos y Pío XI ponía de manifiesto, una vez más, la incompatibilidad entre la
ideología fascista y la doctrina de Jesucristo que, como su vicario en la tierra, debía conservar y transmitir.
Las relaciones entre Italia e Inglaterra se pueden calificar como amistosas hasta que el acercamiento entre
Hitler y Mussolini se estrechó y las hizo cambiar de tono, en beneficio de los intereses nazis. Y en cuanto a
Francia, si no resulta adecuado hablar de relaciones amistosas, al menos habrá que calificar la convivencia de
estos dos países como de no beligerantes, en estos primeros años. En esta ocasión, más que las afinidades de
los distintos regímenes políticos, habrá que analizar las peculiares posiciones internacionales de cada uno de
ellos para entender el desarrollo de estos acontecimientos. En efecto, no se puede entender la actitud
condenatoria del régimen fascista, dada la similitud de planteamientos que tiene con la política nazi, si no se
tiene que cuenta que dicha condena se refiere al expansionismo nazi, en cuanto que se proyecta en zonas
donde los intereses italianos habían fijado su atención, como es el caso de Austria y los Balcanes.
Pero en el otoño de 1935, tras pacificar los territorios de Libia, el fascismo decidió ampliar su Imperio
colonial en África Oriental a costa de Abisinia, que fue invadida sin previa declaración de guerra. Sobre el
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papel se juzgaba como una fácil acción militar, en su puesta en práctica no lo fue tanto, y la catástrofe de
Adua de 1896 estuvo a punto de repetirse. Sin embargo, en mayo de 1936 las tropas italianas consiguieron
entrar en Addis Abeba y derrotar a Haile Salassie, emperador de Etiopía, cuyo título fue adjudicado a Víctor
Manuel III. Gran Bretaña y Francia protestaron por la invasión ante la Sociedad de Naciones, que puso de
manifiesto su ineficacia represiva con los países invasores. Tras largos debates se propuso un boicot
internacional, por el que no se venderían a Italia armas ni carburantes, además de negarle los créditos que
solicitara. La medida fue generalmente secundada, por lo que Hitler se apresuró a atemperar la soledad del
Duce con su apoyo internacional. Italia había caído definitivamente en la órbita alemana. El 1 de noviembre
de 1936, Mussolini proclamó que el eje de Europa pasa por Roma y Berlín. Las pocas dudas que pudiera
encerrar esa frase quedaron totalmente despejadas el 22 de mayo de 1939, fecha en la que se firma un tratado
de amistad y alianza entre Italia y Alemania, conocido bajo el nombre de Pacto de Acero.
Hitler fue el dictador del tercer modelo totalitario del periodo de entreguerras. En Versalles, Alemania fue
declarada culpable de la guerra y tuvo que aceptar las condiciones de unos tratados que pronto fueron
denominados como el Diktat. Se vio obligada a ceder Alsacia y Lorena a Francia; los distritos de Eupen,
Melmédy y Moresnet a Bélgica; el norte de Schlewig a Dinamarca; Posnania, la Alta Silesia y un corredor con
salida al Báltico a Polonia. Dantzig y Memel fueron declaradas ciudades libres. Asimismo se estableció que
en su momento se celebrarían plebiscitos, que aclarasen si el Sarre quería ser francés o alemán, y si las zonas
de Silesia y el sur de Prusia oriental se incorporarían a Polonia o a Alemania. Además, Alemania fue
despojada de su Imperio colonial. En estas condiciones los alemanes entraron en el periodo de entreguerras,
en vísperas de que el nazismo se hiciera con el poder. Sin embargo, la historia del nazismo no puede reducirse
a la reacción alemana a las condiciones impuestas en Versalles, por más que contribuya a la comprensión del
establecimiento de esta peculiar tiranía en Alemania. Así pues, es preciso recalcar la biogR.A.F.ía del tirano.
Hitler nació en 1889 en Brunau−der−Inn, en la Alta Austria, y como fruto de sus lecturas de Nietzsche creyó
verse retratado en los libros del filósofo. Hitler se reconoció como el superhombre y el conductor de los
pueblos, destinado a imponer su voluntad a su nación. Que semejantes delirios megalómanos se puedan
reducir a la enajenación mental del dictador no parece concorde con la verdad. La perversidad de Hitler fue
compatible con su cordura mental, y así lo prueban los estudios psiquiátricos sobre el personaje, en los que se
afirma que tanta maldad no puede ser obra de un demente. Sólo una mente cuerda y perversa a la vez pudo
planear tal estado de cosas, que se pusieron en práctica gracias a la multitud de admiradores y colaboradores
que el tirano encontró en Alemania y fuera de Alemania.
El comienzo de su actividad política puede situarse en el año 1919, cuando Hitler conecta con el Partido
Alemán de los Trabajadores, al que se le cambió el nombre por el de Partido Nacional Socialista Alemán de
los Trabajadores (NSDAP), vulgarmente conocido como partido nazi. Cuando en 1921 fue elegido presidente
del mismo, redactó su primer programa: una sola patria para todos los alemanes, recuperación de las colonias
perdidas, guerra al parlamentarismo, transformación de la enseñanza, germanización de Alemania y control de
la religión, por cuanto podía acabar con la unidad de la patria por él concebida.
En la célula del partido de Munich conectó con los ex oficiales Röhm y Göring, con el escritor racista
Gottfried Feder y con los estudiantes Alfred Rosenberg y Rudolf Hess. En 1923, a la vista de lo logrado por el
líder fascista, quiso probar suerte, y fue entonces cuando proyectó el putsch de la cervecería, para lo que contó
con la colaboración del general Ludendorff. Tras su fracaso, fue condenado a la prisión de Landsberg, en la
que sólo permanecería unos meses ya que muy pronto fue amnistiado de la condena de cinco años. Durante
ese periodo redactó Mein Kampf, libro que fue completado tres años después, y fue entonces cuando concibió
la articulación del partido en torno a su persona y fundamentado en las organizaciones paramilitares: las
fuerzas de combate (SA), su guardia personal (SS), el servicio de seguridad (SD) y las juventudes hitlerianas
(HJ).
El presidente Hindenburg encomendó la cancillería a Hitler el 30 de enero de 1933. Por entonces el líder nazi
había conseguido que un grupo de industriales y banqueros financiaran el partido y los gastos electorales, a
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cambio de renunciar a las propuestas socialistas en su programa. En su sustitución, Hitler propuso un
relanzamiento industrial y una política de rearme. Así las cosas, la maquinaria nazi se preparaba desde
entonces para desplegar con energía toda la brutalidad del Estado racista totalitario.
No había transcurrido ni un mes desde su nombramiento, cuando los nazis incendiaron el Parlamento de
Berlín, de lo que fueron inculpados los anarquistas y los comunistas. Esto sirvió de excusa para suspender las
garantías constitucionales y fortalecer su dictadura. En este ambiente es en que hay que juzgar el triunfo
electoral de los nazis del mes de marzo. En aquellos comicios consiguieron ocupar 288 escaños frente a los
289 de la oposición (120 socialistas, 88 del Zentrum y 81 comunistas). Y el triunfo fue posible porque los 52
diputados nacionalistas de Hugenberg se uncieron al yugo nazi. Y fue ese Parlamento el que aprobó la ley de
plenos poderes, disposición con la que se iniciaba formalmente la dictadura de Hitler. En paralelo y por esas
mismas fechas se inauguraron los campos de concentración de Dachau y Oranienbur, que muy poco después
se convertirían en campos de exterminio.
En J. Goebbels encontró Hitler un eficaz colaborador, y fue a este personaje al que encomendó el Ministerio
de Propaganda, que en muy pocos meses dispuso de 14.000 funcionarios. La concepción del Estado nazi no
podía ser otra que la de la concentración de poder y de la centralización, por lo que bien pronto suprimió la
autonomía de los länder. En la primavera de 1933 los judíos sufrieron un primer boicot, como preludio de
mayores calamidades. Días después, se disolvieron las organizaciones obreras y fueron encarcelados sus
dirigentes; más tarde los trabajadores fueron encuadrados en el Frente Alemán del Trabajo, el sindicato único
y obligatorio, y al igual que en la U.R.S.S. la huelga fue prohibida. En el verano se declaró la ilegalidad del
partido socialista, como primer paso de un proceso que culminaría en la proclamación del partido único. Y
como remate y coronación de todas estas reformas, Hitler proclamó el III Reich en Nüremberg el 30 de
agosto, el Imperio que se anunciaba con una vida de doce mil años.
Doce meses después de los fastos de Nüremberg el totalitarismo nazi se fortaleció aún más, al compás de los
siguientes acontecimientos. El 30 de junio se produjo la purga más importante en el partido, que ha pasado a
la historia como la noche de los cuchillos largos. Tal denominación no significa otra cosa que el asesinato de
numerosos militares, entre los que cabe mencionar a Von Bedrov y Scheider. La misma suerte corrieron los
nazis de las SA (camisas pardas) sospechosos de desviacionismo político, entre otros su propio jefe, Röhm,
que había jugado un papel decisivo hasta entonces en la conquista del poder de los nazis.
Seguro de su fortaleza, el 1 de julio Hitler anunció su negativa a satisfacer las reparaciones impuestas a
Alemania con motivo de la Gran Guerra. Y un hecho más vino a reforzar su posición, pues todo ello coincidió
casi en el tiempo con la muerte del presidente Paul Von Hindenburg, lo que aprovechó Hitler para apropiarse
también de ese cargo. Su decisión fue ratificada en una farsa plebiscitaria a la que fueron convocados los
alemanes. Esto permitía que el ejército (Reichwehr) prestara juramento al Führer y a la vez canciller del
Reich, Adolf Hitler.
En pura congruencia con todos estos planteamientos la economía la economía fue sometida también a un
proceso de planificación, y a imitación de lo que sucedía en la Rusia de Stalin se proyectaron unos planes, que
en la versión nazi fueron cuatrienales. El primero comenzó en 1933 y estuvo dirigido a absorber los 5,5
millones de parados. Las obras públicas y las industrias de armamentos se convirtieron en las principales
esponjas. El alistamiento en filas de cuantos no encontraron ocupación acabó con el paro en la Alemania nazi.
El segundo de los planes tendía a conseguir la autarquía plena, por lo que se proyectaba sobre los principios
de la concentración industrial y el intervensionismo del Estado. Este segundo proyecto vio cortado su
desarrollo por el estallido de la guerra. El comercio exterior estuvo férreamente controlado, de manera que se
prohibió la importación y se adquirieron las materias primas imprescindibles con marcos bloqueados, esto es,
con moneda que a su vez sólo se podía utilizar en la compra de productos alemanes.
Con estos materiales se iba dando remate al Estado proyectado en Mein Kampf, que como es sabido estaba
llamado a mostrar al pueblo alemán su destino histórico. Para conseguirlo tenía que liberarse de todas las
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trabas; dicho destino no era otro que el de la dominación del mundo, una vez conseguida la pureza racial. La
raza aria, que según los nazis mantenía su integridad en Alemania, era lógicamente la encargada de semejante
misión. Una vez que Hitler se afianzó en el poder y antes del holocausto, esto es, a partir del verano de 1933,
las leyes racistas aprobaron la esterilización y el asesinato de los deficientes mentales, se prohibió el
matrimonio entre arios y no arios y se creó el Rasse−Heirat Institut (Instituto de Matrimonio Racial), donde
no pocas alemanas puras se prestaron a ser fecundadas artificialmente. Y el Estado, por fin, se apoderó de la
institución natural, la familia, que fue instrumentalizada por el régimen al tratar de someterla a las pautas
racistas trazadas por la barbarie nazi.
Para una mejor comprensión de la situación de los católicos en Alemania durante el periodo nazi, conviene
remontarse unos años atrás. La Constitución de la República de Weimar había establecido una clara
separación entre la Iglesia y el Estado. Desligadas las autoridades alemanas de los grupos luteranos, la
diplomacia de la Santa Sede pudo llegar a conseguir determinados acuerdos paralelos en algunas regiones de
Alemania. Así, en 1924 se firmó un Concordato con Baviera, según el cual en esta zona se toleraba la práctica
de la religión católica y, en contrapartida, los nombramientos de los nuevos obispos debían ser presentados al
gobierno por si en alguno de los candidatos propuestos recaía algún impedimento político a juicio de las
autoridades alemanas. Mayores dificultades encontró el nuncio Pacelli hasta lograr la firma del Concordato
con Prusia en 1929. La Liga Evangélica promovió una intensa campaña para impedirlo y llegó a recoger hasta
3 millones de firmas contra el Concordato, que a pesar de todo pudo ser ratificado el 13 de agosto de 1929.
El ascenso de los nazis al poder provocó la inmediata protesta de los obispos alemanes contra el programa del
nacionalsocialismo. Ante la crispación surgida entre los católicos alemanes, los nuevos gobernantes trataron
de pacificar los ánimos, con el fin de ganar un tiempo que les era necesario hasta que se consolidasen en el
poder. Poco después del nombramiento de Adolf Hitler como canciller, el vicecanciller Franz von Papen
iniciaba los contactos con el secretario de Estado, Eugenio Pacelli. Se llegó con rapidez a la conclusión de las
conversaciones, lo que permitió firmar un Concordato (20 de julio de 1933). Había que remontarse hasta el
año 1448 para encontrar un convenio de validez unitaria para toda Alemania. Según el acuerdo, el Estado
alemán permitía el ejercicio público de la religión católica, se reconocía a la Iglesia independencia para dirigir
y administrar los asuntos de su competencia, se garantizaba a la Santa Sede la comunicación con sus obispos y
se le reconocía libertad en el nombramiento de cargos eclesiásticos, se daba entrada a la enseñanza de la
religión en la escuela primaria y se autorizaba a la Iglesia para establecer facultades de Teología en todas las
universidades alemanas. Por su parte, el Estado podría ejercer el veto sobre el nombramiento de obispos por
motivos políticos y los obispos ya electos debían prestar juramento de fidelidad al Führer; además, ningún
clérigo podría pertenecer a partidos políticos. Al término de la Segunda Guerra Mundial, la República Federal
aceptó el Concordato de 1933 sin apenas variarlo.
No ha faltado quien en la interpretación de estos acuerdos ha querido ver una aprobación encubierta del
nacionalsocialismo por parte de la Santa Sede, conclusión a la que sólo es posible llegar desfigurando los
hechos. Conviene recordar que fue el gobierno alemán quién tomó la iniciativa; por lo tanto, y como
manifestara públicamente el propio Pío XI, de haberse negado a conversar hubiese recaído sobre la Santa
Sede la responsabilidad de abandonar a los católicos alemanes, pues al menos con las bases del Concordato, si
bien era conocida la ideología nazi, todavía no se había desarrollado su programa y por lo tanto no se podían
conocer ni por aproximación las verdaderas dimensiones de la barbarie que se avecinaba. Por el contrario,
quienes sí las conocían, años más tarde, fueron los dirigentes de Francia y Gran Bretaña, y a pesar de ello
pactaron en Munich con los nazis en 1938. Ya por entonces hacía tiempo que el Papa había condenado el
nazismo, por su ideología pagana y anticristiana, mediante la encíclica Mit brennender Sorge (14 de marzo de
1937).
Al igual que en el caso de Mussolini, la causa por la que Hitler tomó la iniciativa para redactar un Concordato
con la Santa Sede fue su deseo de incrementar su prestigio internacional; más todavía si se considera que
anteriormente la República de Weimar no había conseguido firmar un Concordato unitario, por lo que fue
preciso llegar a acuerdos regionales. Y es que los esfuerzos del pontífice anterior, Benedicto XV, reclamando
22
una paz justa durante la Primera Guerra Mundial, habían añadido al pontificado un enorme prestigio en los
ámbitos internacionales, que todos estaban dispuestos a lucrar en beneficio propio. Precisamente, esta
situación de prestigio contribuyó, sin duda, a que se pudiera firmar una larga serie de acuerdos bilaterales
durante este pontificado hasta un total de 23. Hitler fue el penúltimo en conseguirlo, pues antes que Alemania
Pío XI había firmado ya 21 convenios, tratados o concordatos con otros Estados diferentes.
La reacción de la Santa Sede frente a los nazis fue inmediata y continua, pues entre 1933 y 1939 por medio
del nuncio Pacelli, y apoyándose en el Concordato, envió a Berlín 55 notas oficiales de protesta. De nada
sirvieron, sino para que arreciara la persecución contra los obispos y los católicos alemanes. Pío XI, mediante
la encíclica Mit brennender Sorge condenó por anticristianos los planteamientos ideológicos del régimen, por
divinizar con culto idolátrico, la raza, el pueblo, el Estado y los representantes del poder estatal. En ese
documento, también se especificaban los acuerdos pactados en el Concordato y se denunciaba a los dirigentes
del III Reich por sus reiteradas violaciones, calificadas en el encíclica de maquinaciones que ya desde el
principio no se propusieron otro fin que una lucha hasta el aniquilamiento. En la encíclica se condenaba
igualmente el panteísmo, la falta de libertad religiosa, las desviaciones morales intrínsecas a la ideología
nacionalsocialista y la brutalidad con que eran arrollados los derechos en la educación de los niños y los
jóvenes.
La Mit brennender Sorge era, a la vez, respuesta y aliento para los obispos alemanes, que en la reunión
episcopal de Fulda (18 de agosto de 1936) habían solicitado de Pío XI la publicación de una encíclica que
encarase los acontecimientos que se venían sucediendo en Alemania. Entre los obispos más combativos hay
que destacar al arzobispo de Münster, el cardenal Clement August von Galen; al arzobispo de Berlín,
monseñor Konrad von Preysing, y al cardenal arzobispo de Munich, Michael von Faulhaber. El secretario de
Estado pidió al cardenal Faulhaber un primer borrador, que completó el propio Pacelli, endureciendo el tono
de las condenas contra el nacionalsocialismo. Con este material trabajó Pío XI durante los primeros días de
marzo; era la primera vez que se publicaba una encíclica en Alemán. Fue fechada el día 14 de marzo y
distribuida clandestinamente en Alemania. De este modo, el Domingo de Ramos (21 de marzo de 1937) se
pudo leer en todas las iglesias católicas de Alemania.
La reacción por parte de los nazis no se hizo esperar; en las semanas siguientes fueron encarcelados más de
mil católicos, entre ellos numerosos sacerdotes y monjas y, en 1938, fueron deportados a Dachau 304
sacerdotes. También fueron disueltas las organizaciones juveniles católicas y, en 1939, se prohibió la
enseñanza religiosa. Ante todos estos atropellos, Pío XI adoptó una postura firmísima, de modo que durante la
visita de Hitler a Roma (3 al 9 de mayo de 1938) el Papa se recluyó en Castelgandolfo, se cerraron los museos
del Vaticano, L´ Osservatore Romano ignoró la presencia del Führer y el nuncio no acudió a ninguna de sus
recepciones. Por si todo eso no era lo suficientemente claro, en directa referencia a las grandes cruces
gamadas que engalanaban las calles de Roma, Pío XI en una audiencia con recién casados, pronunció las
siguientes palabras el 4 de mayo: Ocurren cosas muy tristes, y entre éstas la de que no se estime inoportuno
izar en Roma el día de la Santa Cruz, una cruz que no es la de Cristo.
Al no ser la sutileza la característica más destacada del estilo literario de Hitler, no resulta demasiado
complicado descifrar los mensajes de Mein kampf. Hitler se proponía congregar a todos los alemanes, para lo
que creyó necesario encontrar el espacio vital en el que asentarse. Tal objetivo sólo era la primera parte de un
proyecto, que se remataba con la conquista del mundo. Y tan evidente como el empeño que Hitler ponía en la
consecución de sus propósitos, era que dichos objetivos no podrían llevarse a cabo sin perturbar el orden
internacional. La colaboración de Stalin y la debilidad de las democracias occidentales facilitaron los planes
del Führer, en la creación de la Grosse Deutchsland, la Gran Alemania, en 1939, tras la anexión de Austria,
Checoslovaquia y Polonia. La expansión se llevó a cabo en sucesivas etapas o golpes de fuerza, a partir de
1935. El empuje nazi sólo pudo ser frenado por el estallido de un nuevo conflicto mundial.
Asentado en Alemania el régimen totalitario, las apariencias parecían indicar, en el verano de 1933, que Hitler
se aproximaba a los planteamientos internacionales aceptados por Gran Bretaña, Francia e Italia. Al amparo
23
de la carta de la Sociedad de Naciones, los cuatro ratificaron el pacto de Locarno y los acuerdos
Briand−Kellog. Pero el buen entendimiento además de su escasa credibilidad fue muy efímero, pues en el mes
de octubre de ese mismo año Alemania se retiró de la Conferencia de Desarme y de la Sociedad de Naciones.
Bien pudo considerarse este gesto como todo un síntoma agresivo de la expansión nazi por el resto de Europa.
Por otra parte, la firma del pacto de no agresión germano−polaco, en enero de 1934, provocó el reforzamiento
de relaciones de Francia con Yugoslavia y Checoslovaquia, además de aproximarse a la U.R.S.S., nación que
ingresaría en la Sociedad de Naciones gracias al apoyo francés. Y en marzo de ese mismo año, Mussolini
formaba un bloque danubiano, al firmar los Protocolos Romanos, junto con Austria y Hungría, con el fin de
defender sus intereses en el centro de Europa, tanto frente a la pequeña entente (Rumanía, Checoslovaquia y
Yugoslavia), apoyada por Francia, como frente a Hitler. Estos movimientos desataron la carrera
armamentística en todos los países, lo que a Hitler le sirvió para justificar su política económica de rearme.
La primera intentona, y fallida a la vez, se produjo en julio de 1934, al ordenar Hitler el asesinato del canciller
austriaco Engelbert Dolffus, para provocar el Anschluss. La actitud de Mussolini, al montar guardia en el
Brennero, impidió el despliegue del ejército nazi. Por lo tanto, el primer triunfo anexionista no lo obtuvo
Hitler hasta los primeros días de 1935. El Sarre, administrada hasta entonces por la Sociedad de Naciones,
celebró un plebiscito para decidir su incorporación a Francia o a Alemania. El 90 % de los votantes quiso unir
su suerte a la de Hitler. Animado por la reincorporación del Sarre, Hitler anunció la creación de una poderosa
Luftwaffe. Francia respondió de inmediato y amplió a dos años el periodo del servicio militar. La decisión del
gobierno francés fue utilizada por Hitler como excusa para repudiar formalmente los acuerdos de Versalles.
Tras la tensión provocada por los acontecimientos del Sarre, se produjo un momento de calma, en el que hasta
se puede vislumbrar un cierto clima de distensión en las relaciones internacionales. En el mes de abril de 1935
Italia, Gran Bretaña y Francia se comprometieron en la Conferencia de Stressa a garantizar la independencia
de Austria. Este acuerdo se vio reforzado, un mes después, por el pacto franco−ruso, y supuso un freno a la
expansión nazi, si bien muy débil, y produjo efectos de distensión en el ámbito internacional. Tanto fue así,
que en el mes de julio Gran Bretaña y Alemania firmaron un acuerdo por el que Alemania se comprometía a
que su flota no superaría el tercio del tonelaje de la Royal Navy. Sin duda que la imprudencia política de los
ingleses, al no consultar siquiera con sus aliados naturales las conversaciones mantenidas con Alemania, no
favorecieron en absoluto al clima de concordia tan necesaria entre ellos para frenar el empuje nazi.
Bien pronto sobrevino una demostración de fuerza. El 7 de marzo de 1936 Hitler dispuso la remilitarización
de Renania. Por la vía de los hechos, en esta ocasión, Hitler se enfrentaba resueltamente a los acuerdos
tomados en Versalles, sobre la limitación del armamento alemán. A la vez, su política expansiva ofrecía una
prueba más de la consideración que le merecían a Hitler los acuerdos internacionales. Y contra lo que hubiera
sido más previsible, es decir, una respuesta enérgica de las potencias democráticas frente a los planes nazis,
Francia e Inglaterra permanecieron pasivas, por temor a provocar una guerra. Tal estrategia de cesión de los
pasivos fue interpretada como un reconocimiento del fuerte, situación que facilitó un acercamiento
diplomático hacia Alemania de Bélgica, Polonia y sobre todo de Italia.
Las sombras de apariencia de buena voluntad se disipan totalmente en 1938, año en que la diplomacia europea
se rinde ante las pretensiones de Hitler. Concretamente el 12 de febrero el Führer se entrevistó en
Berchtesgaden con el canciller austriaco Kurt Von Schuschinigg. En dicha reunión el gobernante austriaco
cedió ante las pretensiones de Hitler, para que nombrase al jefe del partido nazi austriaco, Seyss−Inquart,
ministro del Interior de su país. De regreso a Viena trató de incumplir lo que había prometido forzado por las
exigencias del dictador, por lo que buscó respaldos internacionales en apoyo de su decisión. Los resultados de
esta tentativa fueron desalentadores, pues tanto Italia −como era lógico −como Inglaterra y Francia− lo que ya
no era tan comprensible− le abandonaron en su intento de plantar cara al tirano nazi. Ante esta situación, el
canciller austriaco convocó a principios de marzo un referéndum, para que sus connacionales decidieran su
destino. Los nazis se adueñaron de la calle y forzaron al presidente de Austria, Miklas, para que nombrase
canciller a Seyss−Inquart. El nombramiento se realizó el 11 de marzo, y al día siguiente el nuevo canciller
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proclamó el Anschluss y solicitó a Hitler el envío de tropas alemanas. Pocos días después, Hitler entraba en
Viena, y Schuschinigg era enviado a Dachau. Después de estos acontecimientos, se celebró el referéndum: el
99 % aprobó la anexión. Los invasores se dieron al pillaje y los profesores universitarios fueron obligados a
limpiar las calles con las manos desnudas, una forma de reeducación, que más tarde imitaría Mao Tse−tung en
la China de los años sesenta. Italia, Francia y Gran Bretaña reconocieron la anexión muy pocos días después.
Justo por estas fechas, una región situada al oeste de Bohemia, los Sudetes, comenzó a vivir un periodo de
crispación social y política jalonada de serios conflictos. Vivían en los Sudetes 3,5 millones de habitantes, que
hablaban alemán. Esta población, perteneciente a Checoslovaquia, había sido discriminada por el
nacionalismo checo. Y esta fue la ocasión que Hitler aprovechó para presentarse como redentor de un
nacionalismo oprimido. A mediados de septiembre, el Führer volvió a ofrecer la hospitalidad de su villa
montañesa de Berchtesgaden al premier británico Chamberlain, quien convencido de la moderación de Hitler,
pues sólo pretendía aplicar el principio de las nacionalidades sobre los Sudetes, se ofreció incluso para
convencer a Deladier. Sus buenos servicios eran innecesarios con Mussolini, que ya estaba convencido. Las
presiones de Francia y Gran Bretaña sobre las autoridades checas, para que cedieran a los deseos de Hitler,
provocaron la dimisión del gobierno de Hodza. Hitler y Chamberlain volvieron a reunirse, esta vez en
Godesberg. Y aunque el político inglés comprendió con claridad que Hitler quería algo más que los territorios
de mayoría alemana, fue incapaz de frenar sus pretensiones anexionistas.
Así las cosas, el día 29 se reunieron los jefes de gobierno de Alemania, Italia, Francia, Gran Bretaña en
Munich. Allí reconocieron y aprobaron la incorporación de los Sudetes al territorio nazi. A dicha reunión no
fue convocada la parte más interesada, Checoslovaquia, que fue en definitiva la más perjudicada, pues la
anexión le privaba de un tercio de su población y de su superficie. El 14 de marzo de 1939 las tropas nazis
invadieron el territorio que aún le quedaba a Checoslovaquia, que pasó a denominarse protectorado de
Bohemia−Moravia. El golpe sacudió a las potencias que decidieron abandonar su pacifismo, al comprender
que su supervivencia dependía de su capacidad para frenar el expansionismo nazi. Y vieron con nitidez que
esa capacidad por entonces era imposible demostrarla en una mesa de negociaciones.
Así pues, Checoslovaquia proclamó que una nueva provocación de los nazis desencadenaría la guerra, por lo
que tanto ingleses como franceses incrementaron sus arsenales de armas. Dantzig, ciudad libre desde 1919,
tenía una población de 300.000 habitantes, y junto con el corredor que Polonia tenía libre para acceder al
Báltico dividía el territorio alemán. Las peticiones de Hitler fueron en aumento: primero, la unión de los
territorios alemanes, después la unión y un corredor dentro del corredor, más tarde el corredor... Las
autoridades polacas, apoyadas por Francia y Gran Bretaña, y según también creían también por la U.R.S.S., se
negaron a atender los deseos del Führer.
Muchos años después se ha sabido que en la noche del 23 al 24 de agosto, nazis y comunistas celebraron una
peculiar fiesta en el Kremlin, que la historia académica ha denominado pacto de no agresión. Hoy ya sabemos
más. Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del Reich, viajó a Moscú, desde donde informó: Me sentía
como si hubiera estado entre los viejos camaradas del partido. Stalin, al brindar, afirmó que sabía cuanto
amaba a su Führer el pueblo alemán. Se dijo que el pacto Antikomintern estaba dirigido sencillamente a
impresionar a los tenderos británicos. Stalin se mostró encantado, al descubrir las disposiciones de los nazis,.
El 28 de septiembre otro nuevo pacto, denominado Tratado germano−soviético de Fronteras y Amistad, fijaba
el reparto no sólo de Polonia, sino también de Europa Oriental. Los dos cómplices habían llegado a un
acuerdo: eran dos mundos con los mismos métodos, y lo que es más importante, con la misma moral. El 1 de
septiembre los nazis invadieron Polonia, y el día 17 hicieron otro tanto los comunistas. Había comenzado la
Segunda Guerra Mundial.
LA TENSIÓN INTERNACIONAL Y EL DESMORONAMIENTO DEL SISTEMA DE VERSALLES
En el campo de las relaciones internacionales el nacimiento de la Sociedad de Naciones constituye un ensayo
imaginativo de orden mundial, ya que la Primera Guerra Mundial había demostrado que los sistemas
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reguladores anteriores, el de Congresos propuesto en Viena en 1815, luego el de bloques inspirado por
Bismarck, no habían puesto fin al enfrentamiento armado entre las naciones. Con la perfección técnica de las
armas acuciaba encontrar un sistema arbitral. Algún diplomático pensó en el regreso al sistema de la Santa
Alianza, el orden internacional regulado por las grandes potencias, pero su ideología reaccionaria resultaba
inaplicable en un siglo de democracia. La necesidad de una institución multinacional que salvaguardase la paz
es anterior al estallido de la contienda; el discurso de Theodore Roosevelt al Comité Nobel en 1910 prueba
que se había difundido la conciencia de que la felicidad del género humano se encontraba en peligro si no se
hallaba un método adecuado para alejar la guerra; el trabajo de Norman Angell La gran ilusión causó impacto,
especialmente en medios militares. Pero la guerra del 14, con sus inevitables apelaciones a la defensa de la
patria, sofocó inicialmente cualquier sentimiento pacifista o ecumenista, aunque durante el primer invierno de
la contienda puede vislumbrarse en la prensa un cierto cansancio por lo que se preveía un conflicto de larga
duración. La crisis de 1917 intensificó los deseos de paz; en el verano de este año Benedicto XV dirige un
mensaje a todas las potencias beligerantes invitándolas a que procuren el armisticio y posteriormente procedan
a la reducción simultánea de sus fuerzas armadas. Más influjo ejercen las varias propuestas de Wilson sobre el
establecimiento de una Sociedad de Naciones, formuladas a partir de su entrada en la guerra en el mes de abril
de 1917, con lo que la paz no se reducía ya a sueño de neutrales sino que era fórmula invocada por el más
poderoso de los contendientes. Al firmarse el armisticio la aspiración vaga de que fuera el de la última guerra
cobró fuerza; en esa atmósfera, el general Smuts escribe que el sacrificio de los pueblos no tenía otro sentido
que la vaga esperanza de un mundo mejor y más justo. Los escritos de ese tono demostraban que habían
calado en la opinión las propuestas realizadas a lo largo del año 1918 por el presidente norteamericano.
Wilson presenta al Congreso el 8 de enero sus 14 puntos; en los cuatro primeros alude a la conveniencia de
una Sociedad de Naciones, en el último la propuesta se formula de manera explícita: Una asociación general
de naciones debe formarse bajo tratados especiales con objeto de suministrar garantías mutuas de
independencia política e integridad territorial a los Estados grandes y pequeños de la misma manera. La
respuesta popular norteamericana fue de solidaridad con su dirigente, como consigna al día siguiente el New
York Tribune: Hoy, como nunca anteriormente, la nación marcha con el presidente. Faltaba, empero, concretar
una propuesta tan general en algunos puntos; es lo que afrontó el famoso escrito del general Smuts, La Liga de
Naciones: una sugerencia práctica, que supo unir el idealismo de la nueva era, la expectación con que se
contemplaba por civiles y militares y el sentido práctico que exigían los diplomáticos. Smuts concibe la
Sociedad no sólo como un medio posible de prevenir guerras futuras, sino aún más como un gran órgano de la
vida pacífica de la civilización, como el cimiento de un nuevo sistema internacional que será erigido sobre las
ruinas de esta guerra. Este planteamiento superaba el diseño de la futura Sociedad elaborado por los Comités
Phillimore y Bourgeois, formados por diplomáticos, juristas e historiadores, que tan sólo se habían
preocupado de la prevención de la guerra. Tomando como base de trabajo los 14 puntos de Wilson, que
nominalmente encabeza el presidente norteamericano, comienza a redactar el articulado del pacto en febrero
de 1919, mientras se discutían las restantes cuestiones de los tratados de paz. En el Comité figuraba el francés
Bourgeois, protagonista de las conferencias de La Haya y luchador infatigable en pro de un nuevo espíritu
internacional, el italiano Orlando, el japonés Makino, el serbio Vesnic; tras la protesta de éste por el escaso
papel de las pequeñas naciones, se integraron el griego Venizelos y otros.
El Pacto de la Sociedad de Naciones se propone el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales.
Los siete primeros artículos atienden la estructura constitucional del nuevo sistema. Según el artículo 1º. son
miembros los 32 Estados aliados que firmaron el Tratado de Versalles y otros 13 neutrales; los nuevos
requerirían mayoría de dos tercios; cualquier miembro podría retirarse notificándolo con dos años de
antelación. Los artículos 8º y 9º tratan del desarme, el nivel de armamentos se situaría en el nivel más bajo
posible y se limitaría su fabricación por entidades privadas. Aunque no se prohíbe estrictamente el recurso a la
guerra, todos los Estados miembros se comprometen a agotar primero todos los procedimientos pacíficos de
solución de los conflictos (artículos 21 y siguientes). El artículo 22 instituye el sistema de mandatos, que
transfirió la responsabilidad de la administración de Irak, Transjordania, Siria y Palestina, liberados del
Imperio Turco, a potencias europeas (Inglaterra y Francia), las cuales asumirían una tarea civilizadora, si bien
en la letra de los pactos no se explicitaba el papel de la potencia mandataria. Dos artículos ofrecen una
especial dificultad interpretativa: el 10, que intenta definir la agresión, y el 16, que establece sanciones
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económicas y militares contra el Estado agresor. Según el artículo 10, los miembros de la Sociedad se
comprometen a mantener la integridad territorial y la independencia política contra cualquier agresión
exterior. Para el presidente Wilson era la pieza clave del pacto; en cambio, el británico Cecil consideraba
tangible la integridad territorial cuando así se hubiera acordado en un tratado, y sólo con reticencias aceptó la
formulación que proponía Estados Unidos y apoyaba Francia. El artículo 16 constituye la esencia del pacto,
pero prueba de la casuística que provocó son los intentos de revisión a partir de 1925:
1. Si un miembro de la Sociedad recurre a la guerra... se considerará ipso facto como si hubiese cometido un
acto de guerra contra todos los demás miembros de la Sociedad. Éstos se comprometen a romper
inmediatamente toda relación comercial o financiera con él, a prohibir toda relación de sus respectivos
nacionales con los del Estado que haya quebrantado el Pacto y a hacer que cesen todas las comunicaciones
financieras, comerciales o personales entre los nacionales de dicho Estado y los de cualquier otro Estado, sea
o no Miembro de la Sociedad.
2. En este caso el Consejo tendrá el deber de recomendar a los diversos Gobiernos interesados de los efectivos
militares, navales o aéreos con que los Miembros de la Sociedad han de contribuir, respectivamente, a las
fuerzas armadas destinadas a hacer respetar los compromisos de la Sociedad.
Como vemos, la palabra sanciones no se utiliza, aunque luego los diplomáticos evitaran las frases
eufemísticas y se hable de sanciones económicas, militares, etc. En los planes de formación de la Sociedad se
juzgaba imprescindible la previsión de medidas coercitivas, pero posteriormente se consideró un error la
imposición a los miembros de la utilización de su poder económico o militar para poner fin a una guerra
ilegal. Por otra parte, ante la retirada de los Estados Unidos de la Sociedad quedó la flota británica como el
único instrumento de actuación contra los agresores, y Londres pronto demostró que no le agradaba el papel.
A pesar de que era propósito de los fundadores atender todas las funciones de una comunidad de Estados,
hubo propuestas no aprobadas, entre ellas la formación de una fuerza internacional o alguna forma de
organización militar de la Sociedad, cuyo principal valedor era Francia, temerosa siempre de un nuevo ataque
alemán por el Rhin. Aunque Clemenceau y Bourgeois presionaron por la constitución de un Estado Mayor
conjunto, la propuesta no salió adelante. El rechazo de quien por su prestigio tendría que ser el generalísimo
de la Sociedad, el mariscal francés Foch, hostil a la idea de la Sociedad, fue determinante para frustrar el
proyecto. Más sorprendente resulta que se rechazara la propuesta japonesa de igualdad de todos los Estados,
pero tras ella se agazapaba la intención de suprimir las trabas que Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda
habían implantado para frenar la integración nipona, de ahí la negativa.
Inicialmente, las reuniones se celebraron en Londres, finalmente Ginebra se convierte en sede. La estructura
orgánica se monta a través de los siguientes organismos: Asamblea General de todos los Estados miembros,
que se reúnen anualmente; Consejo de nueve miembros, más tarde de trece, de las cuales cinco son
permanentes, a la manera de un directorio similar al establecido en el Congreso de Viena de 1815; Secretaría,
que actúa de coordinador; Tribunal Internacional de Justicia, con sede en La Haya; y Oficina Internacional del
Trabajo (OIT.), con personalidad jurídica independiente, encargada de defender los intereses de los
trabajadores por medio de convenios internacionales.
El funcionamiento dependía de la Secretaría, a cuyo frente se colocó el británico sir Eric Drumond, que formó
un equipo internacional, con diversas secciones: la de Finanzas, dirigida por el inglés Salter; la Jurídica por el
holandés Van Hamel; la Política, por el notable historiador francés Paul Mantoux. En definitiva, la Sociedad
convocó en un esfuerzo común a personalidades procedentes de diferentes naciones, muchos de ellos
especialistas eminentes en diversos campos.
Aunque se proponía ser una organización universal, su primera limitación fue su falta de universalidad, y
aunque el inspirador había sido el presidente norteamericano, su primera ausencia trascendente fue la de
Estados Unidos. Los aliados se opusieron al ingreso de Alemania hasta 1926, y la U.R.S.S. no fue admitida
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hasta 1934. La cadena de agresiones−sanciones en los años 30 produjo la retirada de sucesivas potencias:
Alemania y Japón en 1933, Italia en 1937. La U.R.S.S. fue expulsada por su ataque a Finlandia en 1939.
efectivamente, nunca fue universal, ni consiguió evitar las anexiones y tendencias expansivas de los Estados
totalitarios. Ni, sobre todo, pudo impedir la nueva conflagración mundial de 1939. Pero su balance no es
negativo. No se limitó a ser la Santa Alianza de vencedores, como la motejaron sus críticos. Solucionó
algunos problemas internacionales con la aplicación de los mecanismos arbitrales de su articulado, constituyó
una experiencia en la búsqueda de un nuevo orden mundial y algunas de sus instituciones han subsistido en la
ONU de la segunda posguerra.
Versalles no soluciona taumatúrgicamente los complejos problemas que la guerra ha dejado como herencia en
el campo de las relaciones entre los Estados, antes bien, el nuevo mapa europeo dibujado en el Tratado
provoca tensiones nuevas y la necesidad de reajustes que requieren tiempo. En conjunto las relaciones
internacionales del periodo de entreguerras pasan por cuatro fases: 1ª. Tensiones derivadas de la aplicación de
las cláusulas del Tratado (1919−1925). 2ª. Años de concordia, con la incorporación de Alemania a la vida
internacional; a partir del tratado de Locarno Briand y Stresemann intentan conducir las naciones con
programas de renuncia a la guerra (1925− 1929). 3ª. La crisis económica deteriora la solidaridad y resurgen
los recelos (1929−1933). 4ª. Tensiones de los años 30 provocadas por la palingénesis de los nacionalismos y
la política exterior agresiva de los Estados fascistas (1933−1939); los bruscos cambios de alianzas han sido
denominados por el historiador español Jesús Pabón virajes hacia la guerra (ver el siguiente epígR.A.F.e).
Examinaremos ahora la primera fase.
Dos problemas ocuparon preferentemente la atención de los estadistas: el económico, con la contabilidad de
las indemnizaciones y las deudas, y el demográfico, al quedar incluidas minorías étnicas en el seno de los
Estados del mapa de Versalles; p. e., alrededor del 30 % de los ciudadanos en Polonia y Checoslovaquia.
Catorce Estados nuevos tuvieron que comprometerse, ante instancias de la Sociedad de Naciones, a respetar la
lengua, religión, escuelas y tradiciones de los pueblos minoritarios que habían quedado integrados en sus
solares nacionales, pero a pesar de las promesas menudearon los incidentes, existían temas tabúes −para Gran
Bretaña el de Irlanda−, en los que no se admitía ninguna injerencia internacional, e incluso se procedió a
intercambios de población, como entre Grecia y Turquía en 1923. Veremos que el argumento étnico se
convierte en la base del expansionismo de los años 30.
A pesar de la filosofía ecuménica que inspira el nacimiento de la Sociedad ginebrina, las tendencias
nacionales continuaron impulsando los vectores de comunicación entre los Estados. En la Alemania de
Weimar predomina la política de resistencia ante Francia, aunque la necesidad de capitales para la
reconstrucción hizo virar las relaciones bilaterales hacia posiciones de entendimiento. En Francia subsiste el
temor al peligro alemán y la convicción de que la resurrección de su poderío constituiría una amenaza terrible,
mas a partir de 1921 surgió al lado de la posición revanchista encarnada por Poincaré la conciliatoria de
Arístides Briand, a la que en 1928 se sumó sorprendentemente aquél. Gran Bretaña comprende que su
seguridad depende del equilibrio continental y mira con suspicacia las ambiciones napoleónicas de Francia, su
política de hundimiento germano, su liderazgo sobre las jóvenes naciones centroeuropeas; a partir de 1925
Chamberlain cree encontrar el sentido de la política inglesa en el ofrecimiento de garantías a un tiempo a
Francia y Alemania. Italia, pilotada en los años veinte por Mussolini, sueña con convertir el Mediterráneo en
un mar italiano, como en tiempos de la antigua Roma. Fuera de Europa los Estados Unidos se enclaustran en
su aislacionismo, mientras en Japón se desatan las tendencias expansionistas a costa de China e incluso de las
colonias de las potencias occidentales (según consigna el libro de Kita Ikki Las bases de la reconstrucción del
Japón, 1919), aunque los grandes trust, Mitsui y Mitsubishi preferirían una política más cauta, que
promoviera las relaciones comerciales pacíficas. A pesar del texto solemne de la Sociedad de Naciones, no es
fácil encontrar puntos comunes en la política de los grandes: deseo de equilibrio en Londres, revanchismo en
París, angustia en Berlín, apetitos imperialistas en Roma y Tokio, desentendimiento de Washington.
Otros dos problemas fundamentales han de solventarse en Europa al iniciarse la década de los veinte: el
alemán y el ruso. Aparte de la cuestión de las reparaciones, el problema alemán ofrece un capítulo territorial;
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Berlín no reconoce de iure las fronteras impuestas en Versalles, especialmente la pérdida del pasillo de
Dantzig que aísla por tierra las regiones de la Prusia oriental, ni el control franco de algunas comarcas
occidentales del Rhin. La zona desmilitarizada entre Francia y Alemania no dejó de suscitar tensiones. En
marzo de 1920 un ultra nacionalista, Kapp, promovió una huelga general en el Ruhr; para reprimirla el
gobierno alemán necesitaba la autorización de los aliados, pero París se opuso a cualquier movimiento de
fuerzas armadas hacia el oeste, a pesar de lo cual Berlín envió tropas. Los franceses, de acuerdo con los
belgas, ocuparon las ciudades de Francfort−sur−le−Main, Darmstad y Duisburgo, y sólo una conferencia
internacional en San Remo y la presión de Londres les obligó a evacuarlas. Con la convicción de que tal
ocupación había aislado internacionalmente a Francia, Briand efectuó algunos gestos de moderación, pero, sin
el apoyo del presidente Millerand, dimite y en 1922 Poincaré regresa a la política de ejecución estricta de las
cláusulas de Versalles, lo que ataba al gobierno de Berlín ante cualquier problema en sus regiones del Oeste.
Tras el fracaso de una conferencia en Ginebra en la primavera de 1922, se produce la primera aproximación
de los regímenes alemán y ruso, signada con la entrevista entre Rathenau y Thitchérine. Se anticipa la
situación de 1939. Este entendimiento provoca la alarma de París y Poincaré decide la ocupación de los
centros económicos de su peligroso vecino para obligarle a pagar las deudas de guerra.
La ocupación del Ruhr en enero de 1923 señala uno de los momentos críticos de la Europa de entreguerras. Se
trataba de una decisión grave; se suponía la oposición de Inglaterra y quizá la resistencia armada de Alemania;
el mariscal Foch la consideraba una aventura insensata; no obstante, Poincaré cedió a las presiones del círculo
presidencial. De los grupos políticos franceses sólo el ultraderechista Action Française solicitaba una medida
tan enérgica; la derecha aprobó la intervención armada después de realizada, y la izquierda −socialistas y un
sector de los radicales− se oponía a ella; los grupos de negocios, y en concreto la metalurgia francesa, que
tenía un competidor en los complejos siderúrgicos del Ruhr, no adoptaron una postura unánime. De ahí que
concluya Renovin: La ocupación del Ruhr no fue determinada, en consecuencia, por la presión de los hombres
de negocios, ni por el estado de ánimo de la opinión; fue fruto de la deliberación política, que no tuvo en
cuenta el consejo de los economistas. Los alemanes decidieron la resistencia pasiva, paralizando minas y
ferrocarriles. Las finanzas de Berlín se convirtieron en caja de resistencia al subvencionar a los obreros en
huelga. Para Alemania constituyó una sangría insostenible. Empero, desde el punto de vista internacional,
también lo era la posición del gobierno francés; tras muchos titubeos, en agosto, es decir, con ocho meses de
retraso, el gobierno inglés declaró que la intervención era contraria a las disposiciones del tratado de
Versalles. El despliegue de poder del ejército galo ofrecía ribetes pírricos; la Alemania hundida no se
encontraba en condiciones de saldar sus deudas de guerra y la disminuida producción del Ruhr no significaba
suficiente compensación. A finales de 1923 Poincaré cambia de política y acepta la postura inglesa de respeto
a la integridad de Alemania; en este giro influye la nueva política germana de Stresemann −que postula la
aproximación entre los dos vecinos−, la presión de Londres, el hundimiento del franco y las condiciones
políticas que impone la banca norteamericana Morgan para conceder créditos a Francia.
A lo largo del año 1924 crece el convencimiento de que es necesario implantar un nuevo orden internacional,
en el que Alemania encuentre su lugar; el gobierno Herriot en Francia y el triunfo laborista en Gran Bretaña
posibilitan la búsqueda de instrumentos no revanchistas o coactivos.
Por otra parte comienza a atenuarse la cuarentena hacia la U.R.S.S., juzgada régimen aberrante −Foch
consideraba que Polonia y Rumanía constituían un cordón sanitario−. Primero Gran Bretaña, y en 1924 Italia
y Francia, reconocen diplomáticamente la República de los soviets; esta integración paulatina no culmina
hasta 1934, cuando la U.R.S.S. ingresa como miembro en la Sociedad de Naciones.
En febrero de 1925 Stresemann comunica que Alemania está dispuesta a firmar un tratado en el que se
garantice el respeto a las fronteras dibujadas en Versalles; se trata de un giro radical, puesto que hasta ese
momento la repulsa del tratado había constituido un clamor nacional. Entre otras cosas suponía la aceptación
de la zona desmilitarizada y de la integración de Alsacia−Lorena en el territorio nacional de Francia; pero ésta
reclamaba la aceptación íntegra del tratado, con sus cláusulas económicas y morales, y la inclusión del
reconocimiento de las fronteras orientales con Polonia y Checoslovaquia. Los alemanes consiguieron
29
finalmente la promesa de que las fronteras del este no se garantizarían con respaldo francés sino simplemente
mediante acuerdos bilaterales, y el 5 de octubre se reúnen en Locarno los representantes de Francia,
Alemania, Gran Bretaña, Italia y Bélgica. El tratado de Locarno, que lleva fecha de 16 de octubre, confirma el
statu quo de Renania; se respetan por Alemania, Francia y Bélgica, con garantía de Inglaterra e Italia, las
fronteras fijadas en Versalles y la zona desmilitarizada, y al mismo tiempo se promete la revisión de las
deudas y la plena incorporación de Alemania a los organismos internacionales. Para Alemania suponía que no
se requería una nueva ocupación del Ruhr; para Francia el respaldo británico en caso de una resurrección del
militarismo germano. Al no ser incluidas las fronteras del este, Francia firmó tratados de garantía con
Checoslovaquia y Polonia, pero quedaban al margen del nuevo orden; no hubo un Locarno oriental, se ha
dicho más de una vez; en los años 30 la política expansiva de Hitler probaría la gravedad de esta imprevisión.
Desde finales del S. XIX Francia había frenado la presión alemana con la alianza rusa, pero la situación
creada por la revolución bolchevique le inclinó a sustituirla por un entramado de alianzas en la Europa central.
Por iniciativa yugoslava se había constituido en 1920 la Pequeña Entente (Yugoslavia, Rumanía,
Checoslovaquia), formada por los países satisfechos de los tratados y que en consecuencia se opondrían a
cualquier posición revisionista de Berlín. Después de Locarno, Francia intentó suscitar la alianza de sus dos
protegidos, Polonia y Checoslovaquia, pero fracasó ante el problema de Teschen, reivindicado por las dos
naciones. Un objetivo galo es, por tanto, el bloque de alianzas en Europa central bajo patronazgo francés; otro
el fortalecimiento de la Sociedad de Naciones, de la que Briand intenta hacer un poder arbitral inapelable. En
este segundo quinquenio de los años veinte se sueña con un mundo en el que no vuelva a encenderse la tea de
la guerra; el francés Briand y el alemán Stresemann son los protagonistas de la búsqueda de este nuevo rumbo
que se intenta imprimir a la humanidad. En la denominada era Briand− Stresemann el acontecimiento más
destacable es la incorporación de los Estados Unidos, hasta entonces encerrados en sí mismos, a la cruzada
por la paz, a la que contribuyen sectores muy dispares de la sociedad norteamericana:
a) algunos grandes del mundo de los negocios. Carneige se había incorporado a los esfuerzos pacifistas ya
antes de la conflagración del 14 y había fundado la Dotación para la Paz Internacional y costeado el Palacio
de la Paz en La Haya; Henry Ford y otros le siguieron.
b) organizaciones pacifistas que predican el aislamiento y desconfían de la Sociedad de Naciones, prefiriendo
el desarme y las resoluciones del Tribunal Internacional de Justicia; así la Liga Internacional de las Mujeres
para la Paz y la Libertad, fundada por la infatigable Jane Addams, o el Comité organizado por Levinson, que
intentaba poner fuera de la ley la guerra de la misma manera que había sido abolida la esclavitud.
c) la receptividad de parte del pueblo americano a los requerimientos de Briand. En el décimo aniversario de
la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial (6 de abril de 1927) se dirigió al pueblo
norteamericano solicitando que las dos naciones renunciaran definitivamente a la guerra. Un mes después el
piloto Lindberg aterriza en Le Bourget tras realizar la primera travesía del Atlántico y se intensifica el
entusiasmo deportivo por la nueva era de la concordia y la paz.
Así se gestó el apoyo al pacifismo del secretario de Estado Kellog, hasta entonces hombre áspero y poco
inclinado a formulaciones idealistas. El premio Nobel de la Paz, primero a Briand y posteriormente a Kellog,
terminó de reforzar la política de repulsa a la guerra. Finalmente el 27 de agosto de 1928 quince naciones
firman el denominado pacto Briand−Kellog, en el que condenan la guerra como medio de resolución de los
conflictos internacionales y asumen el compromiso de renunciar a ella en sus relaciones mutuas; en enero de
1929 el Senado norteamericano lo confirma por 85 votos contra 1. Pero antes, en septiembre de 1928, Briand
pronuncia su famoso discurso ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones, en el que formula su proyecto de
Unión Europea.
Estos años de ilusiones se vieron ensombrecidos inmediatamente por la crisis económica y por la
comprobación de que la revisión de Versalles por los alemanes no se detenía en las fronteras y las deudas,
sino que se ampliaba a la reivindicación del Sarre, al rechazo de la zona desmilitarizada y a la necesidad del
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rearme, el cual, por otra parte, el Estado Mayor germano estaba ensayando clandestinamente con nuevos
artificios en territorio ruso. El nuevo jefe de gobierno André Tardieu, uno de los testigos de la gestación de
Versalles, declara que en lo sucesivo Francia no confiará en tratados retóricos y se apoyará en la fuerza de las
armas. Amanece la década de los 30 con un clima más enrarecido que el que hombres como Briand,
Stresemann o el Kellog de la última etapa habían soñado implantar en el mundo.
Con la crisis económica se ha roto la solidaridad entre los Estados, aunque todavía los políticos confiaban en
que el articulado de la Sociedad de Naciones constituyera un freno a las hostilidades, un foro en el que se
solventaran con medios racionales las divergencias. A partir del otoño de 1931 incidentes aislados demuestran
la inoperancia del organismo internacional. Sus fracasos más resonantes se comprueban en la crisis de
Manchuria y en la conferencia sobre desarme del año 1933.
La ocupación japonesa de Manchuria ha sido considerada como el primer eslabón de la política expansiva que
desembocará en la guerra de 1939. Analicemos sus líneas principales. Para Japón la necesidad de espacios se
había convertido en imperiosa ante el crecimiento constante de su población; hasta la crisis económica la
fluidez del comercio internacional le había permitido atender sus necesidades, pero la depresión la coloca en
una situación límite, el ministerio del pacifista barón Shidehara es desplazado y un gabinete belicista,
controlado por militares, orienta su política exterior a la adquisición de territorios. Un viejo tratado les va a
servir de coartada. Desde la guerra ruso−japonesa de 1904−1905 los nipones habían obtenido el derecho de
controlar el ferrocarril surmanchuriano y sus tropas se encontraban establecidas en puntos neurálgicos de la
línea. En septiembre de 1931 un sabotaje de algún grupo chino provocó la interrupción del tráfico durante
algunas horas; un acontecimiento tan banal fue suficiente para que el gobierno de Tokio ordenara la ocupación
total de Manchuria, lo que suponía el quebrantamiento de las disposiciones de la Sociedad de Naciones, del
tratado de garantía del territorio chino (1922) y del pacto Briand−Kellog. China recurre a la Sociedad
ginebrina y se niega a tratar con Tokio mientras no retire sus tropas, pero el gobierno japonés hace caso omiso
de todas las recomendaciones y aumenta sus exigencias, hasta que en marzo de 1932 convoca un plebiscito,
proclama el Estado del Manchukúo, a cuya cabeza coloca al último emperador destronado de China, Pu−Yi, y
lo convierte en protectorado japonés. Se trata del primer capítulo en la expansión nipona en el continente, pero
sobre todo constituye un desafío al organismo ginebrino, es la primera de las violaciones del derecho
internacional. La resolución de la Sociedad de Naciones no pasó de ser una declaración platónica; tras el
informe de la comisión Lytton ordenó la retirada nipona excepto la guarnición de la vía férrea; y tras su
incumplimiento se limitó a aconsejar la no aceptación de la moneda del nuevo Estado de Manchukúo en los
pagos internacionales ni la validez de sus sellos postales, pero no formuló ningún boicot económico contra
Japón. La potencia que hubiera podido ejercer alguna presión real, Inglaterra, recelaba de la suerte de sus
líneas comerciales con Hong Kong, y ante el escaso apoyo norteamericano, limitado a una declaración verbal
del secretario de Estado sobre la no aceptación del hecho consumado, se abstuvo de cualquier movimiento; el
Almirantazgo hizo saber que no se encontraba en disposición de trasladar las suficientes fuerzas navales a las
aguas del Pacífico. Todo se redujo a una condena verbal de Ginebra que provocó la salida de Japón de la
organización en marzo de 1933.¿Qué valor tendrían en lo sucesivo las resoluciones de la Sociedad de
Naciones? ¿Dependería de ellas la política internacional o de las ambiciones e intereses de las grandes
potencias? El primer conflicto parecía inclinar la contestación hacia la segunda alternativa.
El fracaso de la conferencia de desarme señala otra fisura en el ordenamiento que se proponía Ginebra, quizá
más onda porque tras él se regresa inexorablemente a la política de fuerza como reguladora de la vida
internacional. A lo largo de los años 1932 y 1933 se celebra la conferencia sobre desarme. Únicamente
Alemania tenía sus fuerzas limitadas; por razones económicas y morales se imponía una limitación universal,
pero reclamaba previamente el funcionamiento eficaz del sistema de seguridad colectivo, la garantía para el
agredido de que el agresor sería sancionado por la sociedad de Estados. En la conferencia intervienen incluso
las potencias no integradas en el organismo ginebrino, como los Estados Unidos. Las propuestas fueron de
una admirable diversidad:
a) rusa: renuncia total a todo tipo de armamento, pero sin propuesta de ningún sistema de control
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comprobatorio; b) americana: reducción en un tercio del nivel existente, con posibilidad de reducciones
posteriores; c) británica: fijación de un mismo nivel para las grandes potencias, 200.000 hombres. Más difícil
resultaba cuantificar las máquinas, porque su potencia depende de su perfección tecnológica. Y por otra parte
Francia se negaba a contabilizar en los efectivos su cuerpo colonial. Y Alemania, tras el acceso de Hitler al
poder, a la SA y SS; Alemania solicitaba el mismo poder que las otras potencias, lo que suponía su rearme
mientras los otros iniciaban el desarme; el plan francés, debido a Herriot, fue el más minuciosamente
preparado; el armamento pesado (tanques, cañones) se colocaría bajo el control de la Sociedad de Naciones y
utilizado conjuntamente por una fuerza internacional; cada Estado dispondría de una milicia dotada
exclusivamente de armamento ligero individual.
Entre propuestas diversas y utópicas, egoísmos sagrados y discusiones bizantinas, las sesiones de la
conferencia desembocaron en un sentimiento de desengaño general, y de la misma manera que tras la crisis
del 29 cada país tuvo que encontrar su solución nacional en el campo de la economía, en el de las fuerzas
militares tras el fracaso de la conferencia de desarme y la comprobación de la ineficacia de la Sociedad de
Naciones cada potencia se consideró con derecho a volcarse en el rearme. La insolidaridad poseía ya otro
argumento.
LOS VIRAJES HACIA LA GUERRA
La Historia europea desde 1933 tiene un eje y un nombre: Hitler. Al contemplar en conjunto el panorama de la
política exterior hitleriana sobresalen dos comprobaciones: 1ª., la propaganda y la preparación de la nación se
orientan hacia la guerra, y en la guerra efectivamente desemboca el régimen. 2ª., la doctrina del espacio vital
señalaba el Este como área de expansión del pueblo alemán pero sólo en parte se mantiene este objetivo en
1939, cuando se invade Polonia pero se firma un tratado con Rusia, hasta aquel momento considerada la gran
reserva de tierras para la implantación de los arios. En cuanto a la constante bélica, no parece que existan
muchas dudas; de manera tajante afirma el historiador Ramos Oliveira: Importa mucho saber esto: la guerra
era para el nacionalsocialismo un fin, un fin en sí misma. Ganarla o perderla tenía para Hitler menos interés
que empezarla. Quizás exista un punto de exageración en juicio tan enérgico, ya que bastantes estudios
muestran un error de cálculo de Hitler en septiembre de 1939, pero es indiscutible que su agresividad en las
relaciones internacionales implicaba, en el mejor de los casos, un riesgo bélico. En cuanto a la segunda, la
misión histórica de domeñar a la Rusia bolchevique, aparece varias veces en las páginas de Mein Kampf:
Nosotros no podemos olvidar que los bolcheviques tienen las manos manchadas de sangre... No debemos
olvidar que muchos de ellos pertenecen a una raza en la cual se combina una mezcla de bestial crueldad y una
insuperable habilidad para el embuste. Pero Alemania es sólo una pieza del mosaico europeo, la pieza clave,
quizá, más también otras potencias contribuyen a incrementar la tensión continental, por lo que resulta
imprescindible un enfoque de conjunto.
Desde 1925 las cuatro grandes potencias europeas, Alemania, Francia, Gran Bretaña e Italia, han firmado en
la ciudad suiza de Locarno unos acuerdos que suponen el cierre de la etapa revanchista de Versalles y la
inauguración de un periodo de armonía y colaboración entre las naciones. En 1940 esas cuatro potencias están
en guerra. En esos años la política internacional ha sido sacudida por acontecimientos cataclísmicos. El
espíritu de concordia de Locarno ha sido herido en primer lugar por la depresión económica. Luego es el
rechazo hitleriano de todos los acuerdos de Versalles el que provoca un clima de tensión. Pero no es sólo la
política exterior alemana la que conduce hacia la guerra: el cuadro es más complejo, con giros inesperados de
la política tradicional (virajes) de las potencias. Jesús Pabón ha hablado de cuatro virajes: francés, británico,
italiano, alemán. Su original enfoque permite entender con relativa claridad el curso, de apariencia caótica, de
los acontecimientos europeos entre 1934 y 1934. Sigamos ordenadamente las cuatro fases.
El viraje francés o aproximación de Francia a Rusia
Desde el estallido de la revolución rusa la política francesa se ha caracterizado por su enemistad hacia el
régimen soviético; la retirada unilateral de la contienda mundial con la Paz de Brest−Litovsk influyó tanto
32
como las diferencias ideológicas entre los regímenes políticos. Pero desde la subida de Hitler al poder y el
rearme del Reich los franceses vuelven a obsesionarse con el problema alemán. El ministro de Asuntos
Exteriores, Barthou, comienza a pensar en la aproximación a Rusia y en el apoyo a las pequeñas naciones,
Checoslovaquia, Yugoslavia, constituidas en los acuerdos de paz. Al morir Barthou, Laval continúa la
aproximación al régimen soviético. El 2 de mayo de 1935 se firma el pacto franco−soviético, que es lo inverso
de Locarno, ya que en estos acuerdos la vida europea se había organizado con la exclusión de la U.R.S.S..
Alemania advierte esta incompatibilidad y se considera desligada de los convenios del año 25. Por otra parte
vuelve a sentirse en la población alemana la sensación de cerco, no aliviada con la reincorporación del Sarre a
Alemania, tras un plebiscito celebrado en los primeros días del año 1935.
Frente al expansionismo nazi Francia se esfuerza en forjar un frente común, y en efecto en abril de 1935 se
reúnen en la localidad italiana de Stresa los jefes de gobierno y ministros de Asuntos Exteriores de Italia,
Francia y Gran Bretaña. En el cónclave no está presente Alemania, es la potencia ausente si cotejamos esta
reunión de alto nivel de la diplomacia europea con la reunión de Locarno. El encuentro de Stresa viene
preparado por las conversaciones Laval−Mussolini del mes de enero. Dos puntos se tratan en ellas: la
seguridad de Austria y los intereses marítimos de Etiopía. ¿Otorgó Francia libertad de acción en África a
Mussolini? Se trata de una cuestión debatida, imposible de probar o refutar, al no consignarse por escrito los
compromisos; probablemente Laval ofreció respeto a las ventajas económicas que Roma pudiera conseguir en
Etiopía, dejando en términos ambiguos la eventualidad del dominio político. Pero la colaboración
Francia−Italia no tendría valor sin el respaldo inglés, y esto es Stresa, el entendimiento entre las tres naciones
para salvaguardar la paz de Europa amenazada por los gestos audaces de Berlín. Pero el acuerdo deja una
fisura: el equívoco africano. Mientras Inglaterra advierte que no tolerará que Italia obtenga algo más que
ventajas económicas en Etiopía, los discursos de Mussolini y los editoriales del Popolo d´Italia advierten que
el asunto etíope es la piedra de toque para distinguir entre amigos y enemigos.
En 1936 tres crisis superpuestas vuelven a alterar el cuadro de alianzas: en marzo la remilitarización de
Renania, de octubre de 1935 a mayo de 1936 la guerra de Etiopía, a partir de julio la guerra civil de España.
El telón de fondo es el continuo incremento de la capacidad militar de Alemania, y precisamente la
remilitarización de Renania la primera señal de su trascendencia.
Según las cláusulas de Versalles, una zona desmilitarizada, que incluía la orilla izquierda del Rhin y una
franja de 50 Km en la orilla derecha, permanecería sin tropas. Hitler decidió por motivos de seguridad
nacional ocuparla militarmente; su argumentación se resumía en la réplica al pacto franco−soviético. El
gobierno francés de Sarraut era de transición, simple supervisor de las elecciones legislativas de abril. El
ejército de Hitler franqueó el Rhin el 7 de marzo; los franceses no se atrevieron a dar el grave paso de la
movilización general, pedida por el ministro de la Guerra, general Maurin, y Serraut se limitó a advertencias
difundidas por radio. Londres aceptó el hecho consumado. Las democracias occidentales contemplaban casi
impasibles la conculcación de los acuerdos de Versalles, mientras que las tropas italianas se desplegaban por
territorio etíope. No sólo Versalles, incluso Stresa, se había convertido en un acuerdo muerto.
El viraje británico o ruptura entre Inglaterra e Italia (la guerra de Abisinia)
Diversos móviles impulsan a la Italia fascista a su aventura africana: su misma doctrina imperialista,
espoleada por la remembranza del fracaso de Crispi cuando había intentado ocupar Etiopía a finales del S.
XIX; los problemas demográficos, incrementados por la decisión de Mussolini de cerrar el tradicional éxodo
hacia América; las similitudes naturales de las extensas mesetas africanas con algunas regiones de la
península apenínica, que las convertían a los ojos de los italianos en tierra de promisión; la dificultad de las
comunicaciones de la metrópoli con sus colonias de Eritrea y Somalia, al no poseer un pasillo hacia el
Mediterráneo. Un incidente con una patrulla etíope fue considerado como casus belli y la máquina italiana se
movilizó. Las operaciones militares, dirigidas por Badoglio, duraron más de siete meses, y a pesar de la
supremacía tecnológica del ejército fascista, cuya aviación podía actuar con impunidad, no se remataron sin
algunos reveses. Roma nada temía de París; solamente le preocupaba la reacción de Londres, pero el gobierno
33
británico se contentó con montar una espectacular concentración naval en el Mediterráneo oriental, so
pretexto de la protección de Egipto y Sudán, y al final del conflicto con dar cobijo al emperador de Etiopía,
Halle Selassie. La reacción de la Sociedad de Naciones una vez más puede calificarse de tibia, de sanciones
débilmente disuasorias, centradas en la prohibición del comercio de productos estratégicos con el agresor.
Pero el conflicto rompe el frágil frente de Stresa y las repercusiones en la política internacional son intensas.
La diplomacia tradicional inglesa era la del equilibrio. P. e., ante el rearme alemán y su abandono de la
Sociedad de Naciones busca un contrapeso y procura fortalecer el entendimiento con Italia y Francia, es el
frente de Stresa, un pacto de seguridad occidental. La segunda diplomacia es la de seguridad colectiva, el
apoyo a la Sociedad ginebrina. Al estallar la guerra de Abisinia, Baldwin titubea ¿debe continuar la
diplomacia del equilibrio, y mantener la alianza italiana, o preferir la diplomacia de la seguridad colectiva,
representada por la Sociedad de Naciones, y apoyar las sanciones? Un intento de mediación, Laval−Hoare,
fracasa; los italianos continúan la guerra y el Comité de los 18 decide decretar las sanciones. El viraje
británico lo encarna Eden, es la victoria de la política antiitaliana y sancionista. Pabón cree que el abandono
de la política de equilibrio lleva a la guerra mundial.
El viraje consiste por tanto en el abandono de la política de la balanza para sustituirla por la de la seguridad
colectiva. Tras el fracaso de las sanciones, Inglaterra intenta soldar la rotura, restablecer la amistad con Italia.
Más tarde, en febrero de 1938, Lord Halifax entra en el Foreing Office y estimula este restablecimiento.
Incluso llega a firmarse un acuerdo anglo italiano y Chamberlain acude a Roma. Pero la rotura no puede ser
reparada.
El viraje italiano o alianza entre Italia y Alemania. Munich
El eje Roma−Berlín supone la ruptura de la amistad con Francia. Mussolini había enunciado entre los
principios de su política exterior el rechazo de la hegemonía de una nación en Europa: la política internacional
debía ser regulada por las cuatro grandes potencias en inteligencia y equilibrio. La vieja enemiga de Italia,
Austria, ha sido triturada en Versalles, ya no es un peligro. Pero el equilibrio se rompería nuevamente si
Alemania incorporara a Austria; en 1934 Italia, Inglaterra y Francia publican una declaración sobre la
necesidad de la independencia austriaca, amenazada desde la subida de Hitler a la Cancillería. La simpatía de
Mussolini por Austria se apoya además en la amistad que el Duce siente por el canciller Dollfus y sus
procedimientos políticos expeditivos,. pero Dollfus es asesinado en julio de 1934 y a partir del magnicidio la
situación interna no vuelve a ser estable.
Otra crisis, la guerra civil española, propicia la aproximación definitiva entre Roma y Berlín. En julio de 1936
no es sólo España la que se divide en dos bandos; la contienda fraterna se convierte en un acontecimiento
mundial y son razones de índole internacional las que impulsan la intervención de las potencias fascistas en
apoyo de los militares alzados contra el gobierno republicano: para Hitler es conveniente iniciar el cerco a
Francia con otro régimen hostil al otro lado de los Pirineos (Viñas); para Mussolini, que sueña con convertir al
Mediterráneo en un mar italiano −así traduce la expresión Mare Nostrum−, es la ocasión de asentarse en las
Baleares y cortar las comunicaciones navales Norte−Sur de los franceses (Coverdale). Mientras Francia
titubea, por las disensiones entre socialistas y radicales, y Londres se convierte en campeón de la no
intervención. Hitler y Mussolini encuentran un interés común en la guerra española. La orientación
germanófila del Estado fascista había sido iniciada en junio de 1936 por el nuevo ministro de Asuntos
Exteriores Ciano, yerno del Duce, quien consigue el reconocimiento alemán de la conquista de Etiopía. En
octubre, Ciano se entrevista con el Führer en Berchtesgaden, en un momento en que se considera que los
nacionales, ya cerca de Madrid, se van a enfrentar a momentos decisivos y es conveniente intensificar la
ayuda. En esta visita Ciano enseña 32 documentos ultra secretos preparados por Anthony Eden para el
gabinete británico, en los cuales se tilda de pandilla de aventureros a los gobernantes germanos y se
recomienda la aceleración del rearme del Reino Unido. En una de sus impetuosas reacciones coléricas, Hitler
propone pasar al contraataque contra las democracias, y así se desemboca en el Eje, el entendimiento de Italia
y Alemania, un acuerdo verbal, sin compromiso escrito. Posteriormente Roma se suma al acuerdo
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Antikomintern que habían firmado Alemania y Japón, con lo que puede hablarse de un eje
Berlín−Tokyo−Roma. Este entendimiento es un paso hacia la formación de los bloques de la Segunda Guerra
Mundial. Pero el Eje tiene otra repercusión más inmediata en la política europea, deja las manos libres a Hitler
para intervenir en Austria.
Los cambios políticos que se producen en Berlín en febrero de 1938 van a acelerar el proceso. Tres meses
antes el Führer anuncia a sus colaboradores que el rearme alemán se ha completa y Alemania se encuentra en
condiciones de obtener más espacio en Europa. El 4 de febrero Hitler desplaza a los mariscales que
consideraban peligrosa y provocadora para Rusia la intervención en España y asume directamente el puesto de
comandante general de las fuerzas armadas, con un Estado Mayor de simpatizantes del nazismo. Al mismo
tiempo Schacht es sustituido en el ministerio de Finanzas y Von Neurath. criticado por Göering y Goebbels
por su pasividad, abandona el ministerio de Asuntos Exteriores, del que se hace cargo el embajador en
Londres Von Ribbentrop. Con la nazificación total del gobierno de Berlín el primer objetivo es la conquista de
Austria.
El paso tan grave que Hitler va a dar encuentra algunos apoyos internos en la propia Austria, y no únicamente
el del partido nazi. Tras la desmembración del Imperio austro−húngaro, para muchos sectores la única
solución estribaba en la unión con Alemania, que luego fue impedida por los tratados y las potencias de la
Entente. Entre los campesinos se había mantenido viva la nostalgia del Imperio, y el nuevo Reich germánico
podía ser el sustituto o aparecer con un rostro sacral de tradición histórica más fuerte que la República
vienesa. Los grupos militares denominados Heimwerr eran hostiles a los socialdemócratas y a sus gobiernos y
bastante sensibles a apelaciones nacionalistas o imperialistas, y tras el éxito de los nazis en Alemania
abogaban por los procedimientos totalitarios. La Constitución dictatorial de Dollfus, con excepcionales
poderes presidenciales, fue mantenida por Von Schuschnigg, que intentó resistir la presión del
pangermanismo y en julio de 1936 consiguió de Hitler la promesa de respeto a la soberanía austriaca, a
cambio de declarar que Austria era un Estado alemán. Ante el crecimiento del partido nazi y sus proyectos
conspiratorios, Von Schuschnigg intenta en febrero obtener de Hitler la confirmación del respeto a la
independencia austriaca, pero el Führer apoya el que llama derecho de conspiración de los nazis y exige una
amnistía y el nombramiento como ministro del Interior del jefe del nazismo austriaco, Seyss−Inquart. El final
de la Austria libre es inminente. El 9 de marzo Schuschnigg anuncia la convocatoria de un plebiscito para el
día 13 sobre la independencia austriaca; Seyss−Inquart le transmite la conminación de Hitler para que lo
suspenda. Después de la suspensión, Hitler exige que se coloque a Seyss−Inquart en la cancillería. El
presidente Miklas y el canciller han de inclinarse a la fuerza. Nombrado canciller, Seyss−Inquart llama a las
tropas alemanas, que en veinticuatro horas ocupan el país. El día 13 se proclama el Anschluss la unión de
Austria a Alemania. El 10 de abril el plebiscito que Hitler no había tolerado en marzo arroja un 99 % de votos
favorables a la unión; los socialdemócratas rehúsan acudir a las urnas, a los judíos se les deniega el derecho de
voto, los procedimientos del Estado totalitario empiezan a adquirir los mismos perfiles que antes en Alemania.
El silencio italiano supone un viraje rotundo. Se quiebra la amistad de Italia y Francia. El francés Briand dice
que el Anschluss es la guerra.
A continuación estalla la crisis checa. En los sudetes vivían tres millones y medio de alemanes, que se
quejaban de las vejaciones a que eran sometidos. Después del Anschluss aumentan las demandas sudetes y en
Alemania se desata una campaña de prensa para incorporar una región que se consideraba alemana. En
septiembre acude Chamberlain, primer ministro inglés, a Berchtesgaden, donde Hitler le manifiesta que la
incorporación de la zona sudete al Reich es la única salida honorable para Alemania. Para evitar una campaña
militar, el gobierno británico aceptó la fórmula de la anexión, sobre la base de que se incorporarían al Reich
las zonas donde la mitad de la población fuese alemana. El gobierno checo hubo de inclinarse. Pero en una
nueva conferencia en Godesberg, Hitler dice, con estupor del primer ministro inglés, que Alemania no podía
conformarse con los sudetes, sino que pretendía además otras zonas. Para encontrar una solución, el 29 de
septiembre se reúnen en Munich, Hitler, Mussolini, Chamberlain y Daladier. Prevalecen, algo atenuadas, las
exigencias de Hitler, que son aceptadas por los gobiernos inglés y francés, lo que suscitó protestas y emoción
en la opinión pública de los países democráticos. Munich fue el punto de partida para nuevas exigencias e
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incorporaciones; en marzo de 1939 los alemanes ocupan Praga y establecen el protectorado de Bohemia y
Moravia; anteriormente los polacos habían ocupado otras zonas checas. El golpe de fuerza alemán rompía los
acuerdos de Munich; Hitler hacía caso omiso de sus compromisos internacionales.
El viraje alemán o pacto germano−soviético
De Locarno sólo subsistía la relación anglo−alemana; el pacto germano−soviético de agosto de 1939 la
rompe. La política exterior alemana se encuentra desde el primer momento ante el viejo dilema de Bsimarck:
¿se efectuaría la expansión de Alemania hacia el este o hacia el sur? Hitler se inclina por la primera
disyuntiva; en las páginas de Mein Kampf se anticipa este propósito: Debemos poner fin a la perpetua marcha
germánica hacia el sur y hacia el oeste de Europa y volver nuestros ojos a las tierras del este.. Pero cuando
hablamos hoy de nuevos territorios en Europa, debemos pensar principalmente en Rusia y en los Estados
fronterizos sometidos a Rusia. El destino mismo parece que desea señalarnos el camino ahí. Un paso en este
expansionismo es la ocupación de Polonia, empresa en la que influye el recuerdo de Versalles, el pasillo de
Dantzig, que ha aislado a la Prusia oriental, y la pérdida de varios territorios alemanes. Militarmente es el paso
más fácil, pero diplomáticamente ha de contarse con la neutralidad rusa. Aquí reside el viraje. Hitler se
aproxima al país que ha considerado en todo momento como enemigo. El 23 de agosto se firma el pacto de no
agresión germano−soviético, que quiebra definitivamente la relación anglo−alemana y ofrece a Rusia como
botín, además de las regiones orientales de Polonia, la apertura hacia el espacio báltico, desde Lituania a
Finlandia. La revisión del mapa político del Báltico suponía la descalificación total de Versalles y reforzaba la
postura nazi del rechazo del tratado.
La presión germana sobre Polonia se había iniciado en enero, cuando el ministro de Asuntos Exteriores del
gobierno de Varsovia, Beck, se entrevista, con Hitler en Berchtesgaden, y no había dejado de incrementarse,
hasta el punto que Ciano anota en su diario una frase de Von Ribbentrop en abril: queremos la guerra. Pero
sólo la firma del tratado con Rusia hizo desaparecer el temor a la intervención inglesa, garante de la integridad
de Polonia. El general Halder, ayudante de Hitler, anota en su Diario el día 26 de agosto: 1. El ataque
comienza el 1 de septiembre. Ese mismo día 26 Dahlerus, enviado del Führer a Londres, le advierte que
Inglaterra no permanecerá pasiva, y Hitler replica violentamente con amenazas contra los ingleses.
Efectivamente, el día 1 de septiembre el ejército alemán invade Polonia. Es la guerra. De la documentación se
deduce que Hitler confiaba en la pasividad inglesa.
HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL
TEMA 2. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL.
CAUSAS: el problema de los orígenes
Se puede plantear la cuestión sobre si la Segunda Guerra Mundial fue una continuación de la Gran Guerra.
Hoy parece abrirse paso la separación e independencia entre ambos conflictos. La revisión de las causas de
esta y otras guerras siempre se debe someter al paso del tiempo, ya que, tras su finalización, los vencedores
suelen cargar el mayor peso de las responsabilidades sobre los vencidos, sin detenerse a reflexionar sobre el
alcance general de muchas de ellas.
a) La responsabilidad nazi. La mayoría de los historiadores estima que la guerra se desencadenó por voluntad
de Adolf Hitler, debido a sus deseos de expansión territorial, dentro de una clara mentalidad imperialista, tal y
como se puede apreciar en su obra Mein Kamf, donde expuso su concepción política. Por otra parte, las
doctrinas nazi y fascista elevaron a virtudes los valores de dominación, dividieron el mundo en razas
superiores e inferiores, sobrevalorando el militarismo y la agresividad, y alentaron la idea de la guerra como
un instrumento más del engrandecimiento del Estado totalitario.
b) Los factores económicos. El milagro económico alemán de los años treinta dependió del rearme del Estado,
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de la apertura de grandes complejos industriales armamentísticos, de la restauración del ejército, causantes del
considerable aumento de la deuda pública. Al reducirse el mercado interior y obturarse el exterior, sólo la
conquista de nuevos territorios pudo ofrecer una salida al régimen nazi, que observó como el paro que había
anulado podía volver a la escena social y económica de Alemania. Ello hubiera supuesto el fin de la imagen
redentorista de Hitler.
c) La teoría del espacio vital. Algunos sociólogos han preferido explicar el conflicto como una consecuencia,
en principio, de la agresividad demográfica de Alemania, Italia y Japón, presentando a Hitler como un líder de
hombres sobrantes. Lo cierto es que la política pronatalista de las tres naciones no tuvo ningún fin humanista,
pues no defendía el derecho a la vida, sino la multiplicación de hombres y mujeres para el bien del Estado
totalitario. La propaganda oficial insistió en la necesidad de conquistar un espacio vital para dar salida a una
población superabundante. Así, Mussolini trató de colonizar con italianos sus colonias africanas de Libia,
Eritrea, Somalia y Etiopía, reclamando Albania; el gobierno militarista nipón intentó hacer lo mismo en el
escenario territorial del Extremo Oriente y el Estado nazi reivindicó la Gran Alemania.
d) La falta de respuesta de las democracias occidentales. Durante los años treinta, la ausencia de una enérgica
respuesta diplomática y económica de las potencias democráticas ante las agresiones nazis, japonesas y
fascistas envalentonó a sus respectivos gobiernos. La violación del Tratado de Versalles por Hitler no fue
contestada por Francia y Gran Bretaña, que también se abstuvieron de protestar ante las continuas injerencias
de Alemania en los asuntos internos de Austria. La Sociedad de Naciones impuso sanciones a Italia por la
conquista de Etiopía (1934), pero, en realidad, las penalizaciones impuestas fracasaron, al no establecer el
embargo del petróleo por temor a extender más el conflicto, siendo retiradas en junio de 1936. En marzo de
1938, se produjo la anexión de Austria al Reich (el Anschluss) y al mes siguiente se produjo la conquista de
los Sudetes checos. Ante el temor a una guerra, todos los gobiernos, incluido el norteamericano, propiciaron
una conferencia internacional en Munich (29 de septiembre), sin que estuvieran presentes los checos. El
acuerdo de Munich fue claramente favorable a Hitler, comenzando la desmembración de Checoslovaquia.
Entre los meses de septiembre de 1938 y marzo de 1939, los alemanes invadieron Bohemia.
e) La responsabilidad de las potencias extraeuropeas. La circunstancia de que Estados Unidos y Japón fueran
dos de las principales participantes de la guerra, llevó a historiadores, sobre todo norteamericanos, a
profundizar en la responsabilidad de estos países.
El Imperio japonés, envalentonado por las victoriosas campañas frente al Imperio ruso (1904) y su
participación en la Primera Guerra Mundial, comenzó a mantener una actitud marcadamente agresiva a partir
de 1931, conquistando una de las más antiguas regiones chinas, Manchuria. Allí impuso un gobierno títere, al
frente del cual situó al último emperador chino, Pu−Yi, bajo protectorado japonés. La extensión de una
mentalidad militarista con tintes de superioridad racial en la sociedad y en las élites de poder, hizo que Japón
practicara una política exterior francamente agresiva contra China, a quién veía como una potencia enferma y
decadente. En 1937, el ejército imperial invadió la nación vecina sin que las potencias democráticas hicieran
nada por impedirlo. El gobierno militarista nipón, al frente del cual se encontraba Tojo, desbordó los poderes
del emperador Hiro−hito.
Estados Unidos, cuyos intereses económicos en el Extremo Oriente chocaban cada vez más con Japón, su
principal rival en esa zona, decidió no intervenir en la guerra hasta 1941. En este sentido, el gobierno y la
burguesía norteamericana hicieron excelentes negocios en la guerra europea, calibrando su entrada en el
conflicto hasta que sus créditos estuvieron amenazados de impago por la victoria de las fuerzas del Eje.
f) La culpabilidad de la U.R.S.S.. Al principio de la década de los años treinta, el Estado soviético, gobernado
totalmente por el partido comunista y su líder, Stalin, se declaró enemigo abierto de la expansión fascista en
Europa, defendiendo la idea de los frentes populares, coaliciones políticas electorales para evitar el triunfo
popular de sus enemigos políticos. Sin embargo, las diplomacias soviética y germana llegaron a un pacto de
no agresión, refrendado por sus responsables de Asuntos Exteriores, Molotov y Von Ribbentrop, en agosto de
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1939. Este tratado −casi una Entente Cordiale− supuso el reparto del Estado polaco. Desde este momento,
Stalin
se hizo cómplice de la agresividad nazi y de la desaparición de Polonia. Además, la diplomacia y el gobierno
soviético observaron con agrado los apuros bélicos de las potencias democráticas occidentales. Por otra parte,
la policía y el ejército rojo fueron culpables de la durísima represión que desataron contra los militares y la
población civil polaca, llegando hasta el exterminio masivo, como quedó demostrado al descubrirse las fosas
de Katyn.
g) Ausencia de apoyos de las llamadas a la paz. Consciente de la crítica situación internacional que
atravesaba Europa, el Papa Pío XII, al día siguiente de su elección, pronunció un mensaje en el que exhortó a
buscar la paz a todos los gobiernos del mundo. De marzo a septiembre de 1939, el sumo pontífice no regateó
ningún esfuerzo para evitar la guerra, sin que recibiera grandes apoyos diplomáticos. Escribió personalmente a
Hitler e intentó un acercamiento entre los gobiernos de Francia e Italia, con el fin de separar a esta última de la
esfera de influencia nazi. Ninguna de estas maniobras dio resultado, por lo que Pío XII encargó al padre Tachi
Venturi, como enviado oficioso, que promoviese contactos para celebrar una conferencia a cinco, con
representantes de Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia y Polonia, para resolver los problemas en una mesa
de negociaciones. Sus constantes llamadas a la paz resultaron infructuosas.
LAS CAMPAÑAS RELÁMPAGO
Polonia
En el verano de 1939, el gobierno alemán envió un ultimátum a Polonia, reclamando el corredor de Dantzing,
que no fue aceptado. En el último momento intervino Mussolini, para proponer a la desesperada una
conferencia internacional al más alto nivel. Pero el alto mando alemán informó a Hitler que no podía
garantizar el éxito de una rápida invasión de Polonia si ésta comenzaba después del 1 de septiembre. Así el
Führer decidió dar el último paso, confiando aún en que las potencias occidentales no intervendrían ante el
hecho consumado, y ordenó la entrada de sus tropas en territorio polaco ese mismo día. El mundo
democrático se conmovió ante este hecho, y los contactos franco−británicos se hicieron angustiosos. Por
momentos, Francia, que era la que más tenía que perder, pareció echarse atrás. El 3 de septiembre Gran
Bretaña declaró la guerra a Alemania. Francia demoró su entrada todavía una horas, esperando lo imposible.
Al fin decidió hacer frente a sus compromisos, cerró los ojos, y declaró la guerra.
Así, el conflicto se inició con la campaña de Polonia. En Polonia se pusieron a prueba dos maneras de ver la
guerra en el seno de la cúpula militar germana. El propio Hitler, inquieto al igual que sus generales, se
desplazó al frente del Este. Unos 600.000 polacos, agrupados en 40 divisiones (10 de reserva), con 200
tanques, unos pocos centenares de cañones antitanque, 235 aviones algo anticuados y una marina incipiente,
estaban imbuidos de un valor y patriotismo cercano a la heroicidad pero, en este ocasión, no estuvieron bien
mandados. Los planes políticos y militares atribuían al ejército polaco la posibilidad de resistir algunas
semanas el ataque germano, tiempo suficiente para que sus aliados occidentales abrieran un segundo frente
por el Oeste, pero no fue así.
El plan del mariscal Rudz−Smyzli se concibió mal, ya que dispersaba sus tropas para cubrir toda la frontera
con Alemania, con una logística insuficiente y una desconexión entre los diferentes cuerpos y armas. Pero
además, este plan para proteger importantes centros económicos de Polonia, traía consigo el desproteger
grandes zonas de la retaguardia. El ataque germano llegó en 5 líneas con 54 divisiones, 6 de ellas blindadas y
más de un millón y medio de hombres, que enseguida tuvieron éxito al embolsar grandes contingentes
adversarios y al poner en práctica la compenetración entre las panzerdivisionen y los stukas, que destruyeron
en tierra a la aviación enemiga. La población y el ejército polacos se vieron debilitados en su moral, pero
además, los alemanes emitieron falsas consignas radiofónicas, de manera que acabaron con la infraestructura
castrense y social polaca.
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Dos grandes movimientos envolventes y una posterior operación de limpieza conforman la primera campaña
de la guerra relámpago (blitzkrieg).
El peso de la invasión recayó en el Grupo de Ejércitos Sur, al mando del coronel−general Von Rundstedt,
cuyo grupo más poderoso era el X Ejército de Von Reichenau, cuya avanzada cruzó el Pilika, 80 Km frontera
adentro, el 4 de septiembre, y el 6 se entregaba Cracovia. Con un promedio de avance de 50 Km/día, las
fuerzas motorizas de Von List llegaban al San. Al norte, el grupo de ejércitos de Von Bock con las
panzerdivisionen de Guderian, punta de lanza del III Ejército, remontaban el Narev y, tras crear una línea
fortificada, progresaban entre el Bug y Varsovia. Los contraataques polacos, mal sincronizados, no pudieron
frenar la avanzada de las fuerzas alemanas, que se estaban exhibiendo en la llanura polaca, seca tras el verano.
Mientras Lvov era conquistada el día 12, se cerraba la tenaza al oeste del Vístula, las unidades alemanas
penetraban y cruzaban el Bug por el norte y el San por el sur (desde Prusia Oriental) y Guderian se lanzaba
hacia el mediodía describiendo un arco hasta Brest−Litovsk. En Kutno capituló el ejército Pomeralia con
170.000 hombres, al mando del general Bortnowski, que había incordiado al VIII y al X Ejércitos alemanes
con combates en Lowicz y Sockatchew. El 17 de septiembre, los soviéticos, que habían enviado un telegrama
de felicitación al Führer, penetraron por la retaguardia polaca y sus ejércitos se encontraron con los de Hitler,
de manera que la rendición de Polonia se produjo el 28 de septiembre.
Moscú intervino porque estaba nerviosa ante el paseo triunfal de la Wehrmacht aunque en el pacto
germano−soviético del 23 de agosto no se establecía, pero tomó una serie de medidas para no ser considerada
como agresor, lo que acercó aún más una posible alianza de los rusos con los británicos.
Los aliados franco−británicos habían permanecido impasibles durante un mes viendo como el pueblo polaco
era aniquilado y sus tropas se lanzaban a la lucha sin posibilidad de vencer. Los aliados estaban obligados por
los acuerdos suscritos a lanzar un ataque con 35 ó 40 divisiones a las dos semanas de iniciada la contienda,
pero no fue así. Los polacos lucharon hasta el último momento y, al final, unos 80.000 hombres lograron pasar
a Rumanía y de allí a Inglaterra, donde se integraron en el ejército británico.
Los miembros del gobierno polaco se refugiaron primero en Rumanía y de allí pasaron a Inglaterra,
estableciendo su sede en Londres, e iniciando una práctica que sería habitual en otros gobiernos expulsados.
Polonia volvía a ser divida, Dantzig y la zona occidental fue anexionada al III Reich, junto con la parte central
a modo de protectorado. Las regiones orientales eran incorporadas por los soviéticos, zonas donde ucranianos
y bielorrusos eran mayoría, y los pocos alemanes, 86.000, fueron repatriados a Alemania por orden del
Führer. Hitler no quería tener problemas con Stalin en este sentido, de manera que se avino a las exigencias
de Stalin sobre los pozos petrolíferos de Drohobycz y Boryslaw y permitía a la U.R.S.S. tener bases en Talinn,
Riga y Kaunas.
El siguiente paso de los nazis en Polonia fue la limpieza étnica, a niveles infrahumanos en el caso de los
polacos del Gobierno General, y al exterminio en el caso de los judíos, muy numerosos en esta nación
desgarrada de nuevo.
El total abandono de los aliados a Polonia era un signo de su moral y del espíritu reinante en sus fuerzas
armadas. Durante días las tropas alemanas, 4 divisiones de reserva, permanecieron en la Línea Sigfrido
esperando una ofensiva. Pero ésta no se produjo por la lentitud de las tropas francesas y por el apego de los
mandos a la doctrina defensiva, de manera que se produjeron débiles ataque que se saldaron con grandes
bajas, pero también con grandes logros que sorprendieron a los propios atacantes, que enseguida recibieron la
orden de retroceder.
La campaña de Polonia fue muy provechosa para el Alto Estado Mayor alemán, en ella se comprobó la
eficacia de sus unidades, pero también los errores de las máquinas, las tácticas etc., errores de funcionamiento
que fueron subsanados para el enfrentamiento con el ejército francés.
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Dinamarca, Noruega y Países Bajos
El optimismo del Führer era fulgurante después de la victoria en Polonia, de manera que se decidió para el 12
de noviembre de 1939 la ofensiva contra Francia, que finalmente, que finalmente se retrasó al 17 de enero de
1940, debido a la adversa climatología y al trabajo que costaba el traslado de la unidades de élite desde Prusia
y Polonia hasta el Rin. El proyecto de invasión se basaba en el Plan Amarillo o Schlieffen, de la Primera
Guerra Mundial, que consistía en conquistar Bélgica como paso previo a la entrada en Francia y la ofensiva
aérea en toda regla contra Inglaterra. Los consejos de Von Manstein a Hitler de lanzar el peso de la ofensiva
por el abrupto terreno de las Ardenas, creído infranqueable por los franceses, hizo que se modificase la
estrategia, retrasándose para adaptarla a las nuevas directivas.
En un principio, los franceses sólo pudieron formar dos divisiones que enviaron al continente para ponerlas a
las órdenes de Gamelin, jefe del ejército de coalición franco−británico. La drole guerre fue extraña y
sorprendente. Los jefes aliados cedieron la iniciativa a los alemanes en su estrategia defensiva a ultranza.
Gamelin pensaba que los alemanes pondrían en práctica el Plan Schlieffen, por lo que entraría en Bélgica al
producirse la invasión para detenerla allí. El monarca belga Leopoldo I solicitó alguna garantía de ello pero se
mantuvo al margen a la espera de acontecimientos.
En este momento de la guerra ambos bandos se vieron en la necesidad de controlar Noruega, cuya importancia
se acrecentaba por el control del puerto de Narvik, lugar de embarque del hierro sueco de Lulea y Lallivare,
indispensables para la industria bélica germana. Cuando comenzaron a moverse los aliados, instigados por
Churchill, y la Royal Navy procedía a anclar minas a lo largo de las aguas territoriales noruegas, rompiendo su
neutralidad. Hitler, encolerizado, hizo que sus tropas tomaran la delantera. La detención por un destructor
británico en un fiordo noruego del buque−hospital Altmark, en el que los alemanes transportaban 300 ingleses
prisioneros, impulsó a Hitler a decretar la invasión de Noruega el 9 de abril de 1940. Pero, previamente, las
tropas alemanas se apoderaron de Dinamarca, con 13 bajas danesas, cuyo régimen político−social permaneció
intacto.
La operación entrañó muchas dificultades por la escasez de tropas enviadas desde Alemania y por la aventura
de un desembarco a lo largo de 1.000 Km de costa sin tener el dominio del mar. El Almirantazgo no se
empleó a fondo a la hora de impedir el desembarco. Así, 7 cruceros y 14 destructores llevaron a Noruega el
grueso de las tropas alemanas para su conquista, con el general Von Falkenhorst a la cabeza. El mal
planteamiento británico y el temor a la aviación enemiga, de unos 800 aparatos y 250 de transporte,
permitieron la toma de los puertos de Trondheim, Bergen y Kristiansen sin tropezar con obstáculos. Pero en el
norte y en el sur no sucedió lo mismo. En el norte, aunque la Royal Navy no impidió el desembarco, las tropas
que defendían Narvik fueron destruidas por los ingleses. En el sur, aunque los paracaidistas alemanes tomaron
los aeropuertos de Oslo y Stavanger para tomar la capital, no pudieron impedir que el rey Haakon VII y el
gobierno huyesen al norte, a unirse con las tropas anglo−francesas que intentaban reconquistar Trondheim
desde sus posiciones al norte y al sur. Estos planes se desbarataron ante la presión de las unidades germanas
que, desde Oslo, por el valle del Gudbrand, venían barriendo los obstáculos que salían a su encuentro. A
principios de mayo, el sur y centro del país estaba en manos germanas.
Pero la contienda no estaba decidida en Narvik. A mediados de mayo, las cinco veces superiores tropas de los
aliados se impusieron a los paracaidistas austro−alemanes del general Dietl. Pero los acontecimientos en
Francia hicieron que se tuviera que abandonar el puerto el 7 de junio, marchando con los aliados el rey y su
gabinete.
Autoproclamado Vidkun Quisling como jefe de un gobierno provisional, el día 24 fue sustituido por el
comisario del Reich J. Terboven. Quisling sería más adelante primer ministro de un gobierno satélite de
Berlín, viviendo siempre con miedo a un desembarco aliado en Noruega. Hitler mantuvo en ella un nutrido
contingente de tropas de la Wehrmacht, y a partir de 1942 asentó allí a las principales tropas de tierra de la
marina. Aunque este asentamiento no tenía sentido, sin embargo, le procuró el abastecimiento de hierro
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proveniente de Suecia.
Dentro de esta fase inicial de la guerra, figura un duelo entre Finlandia y la U.R.S.S. desde fines de 1939 a
comienzos de 1940. Tanto, por el deseo de reforzar sus posiciones estratégicas ante un hipotético ataque
alemán a Leningrado como por el irredentismo que ahora podía satisfacerse, la U.R.S.S. presionó a Finlandia,
al igual que a los otros países bálticos (Estonia, Lituania y Letonia), para que firmasen con ella un tratado de
ayuda mutua que equivaldrá a un protectorado sobre el país de los mil lagos. Rechazado éste, la guerra estalló
el 16 de noviembre de 1939 a consecuencia de un incidente fronterizo considerado como agresión por la
U.R.S.S.. No sospechaban los rusos el calvario que sus tropas tendrían que pasar antes de vencer al pequeño
pero bien equipado ejército finlandés. La paz ruso−finesa (12 de marzo de 1940) fue el único acuerdo entre
dos partes beligerantes durante la Segunda Guerra Mundial.
Francia
La campaña de Francia señaló el momento de mejor funcionamiento de la Wehrmacht. Es ésta una campaña
estudiada actualmente por todos los Estados mayores del mundo. Holanda y Bélgica se batieron con denuedo,
al igual que el cuerpo expedicionario inglés, formado por 158.000 hombres que más tarde serían 400.000,
hasta su reembarco en Dunkerque.
En cuanto al ejército francés, presentaba al exterior una imponente figura. A pesar de la obsolescencia de su
artillería, la precariedad de su aviación y el escaso desarrollo de sus unidades acorazadas, las fuerzas armadas
francesas contaban con una marina de primer orden, que merced a los esfuerzos del almirante Darlan se
codeaba casi con la Royal Navy, pero además disponían de unos recursos más considerables en materias
primas que los germanos.
Pronto, el ejército francés se resquebrajó ante el ariete de las panzerdivisionen y de los stukas. Propios y
extraños cedieron ante la nítida evidencia de la superioridad germana, que se demostró desde el primer
instante. Los cinco lugares de despegue de la Wehrmacht apuntaron a la rápida ocupación de Holanda, cuya
neutralidad fue violada como la de Bélgica. La reina Guillermina y el gobierno huyeron a Londres.
En Bélgica, las fuerzas aerotransportadas alemanas lograron el espectacular triunfo del fuerte de Eben−Emael,
que protegía el canal Alberto, punto de una posible contención del ataque germano. La Wehrmacht no quedó
aquí detenida. Tras reparar los puentes volados en Maastricht, la III y IV divisiones panzers del VI Ejército de
Von Reichenau se desplegaron en la llanura en la tarde del 11 de mayo de 1940 y obligaron a retroceder a los
belgas a su segunda línea, Amberes y Lovaina, en ese momento se iban a fusionar con el ejército aliado
venido en su ayuda, los mejores cuerpos franceses, el XVI y el XVII y el cuerpo expedicionario británico.
Franceses y alemanes se enfrentaron en Genbloux. Los franceses lograron reparar la brecha abierta allí,
frenando el avance germano los días 15 y 16. Pero, desde Namours hasta Sedán, la penetración de las
panzerdivisionen era irrefrenable. El 18 de mayo Amberes y Bruselas caían en poder de la Wehrmacht. La
nueva línea aliada se fijó en Lys, donde se batieron los tres ejércitos aliados. Pero la línea se rompió en la
comarca de Thielt el día 26 y los aliados se retiraron hacia el mar. Los belgas se quedaron solos en un
territorio lleno de refugiados, de manera que su rey Leopoldo I creyó que lo mejor era firmar una capitulación
con los alemanes (28 de mayo).
Más difícil era penetrar en Francia por la abrupta geogR.A.F.ía de las Ardenas, principal línea del ataque
alemán, encargado a Von Rundstedt, a lo largo de 150 Km El avance de Von Kleist por el norte de las
Ardenas hasta el Mosa se realizó con el apoyo de los 1.000 stukas del general Von Richthofen. En vanguardia
iban las divisiones de Guderian (XIX Cuerpo Blindado), cuyo ataque sería desde el Mosa al Oeste de Sedán.
El día 13 lograron cruzar el Mosa en Glaire las divisiones más rápidas de infantería y carros, y una de ellas
(7ª), al mando de Rommel, se lanzó en un ataque hacia el mar, para romper en dos el frente enemigo, lo que
provocaría un embolsamiento de las mejores tropas aliadas tanto en el norte como en el sur. El día 20 de
mayo, Guderian alcanzaba en Abbeville la costa atlántica, el 22 los alemanes estaban en Boulogne y Calais, al
41
mismo tiempo que el general Von Reinhardt se instalaba en el canal a 30 Km de Dunkerque, único puerto a
disposición de los aliados para embarcar sus ejércitos. La trampa se iba a cerrar por la propuesta de un ataque
masivo de Von Kleist en la región de Vinoy−Saint−Omer−Pravelinas, pero fue rechaza por Hitler,
permitiendo el reembarque de las fuerzas franco−británicas en Dunkerque.
La ruptura del frente francés, de la Línea Maginot y de la frontera belga son una muestra de que los errores se
acumularon en el ejército francés. La zona del Sedán se encomendó al noveno ejército, el peor equipado, sin
tener en cuenta las quejas de su jefe, el general Corap. La imprevisión reinó en el ejército francés
(fortificaciones de sacos de tierra, falta de minas anticarros, mal abastecimiento de las divisiones, falta de
cañones antitanque y tecnología antiaérea etc.), que no supo aprovechar, además, las detenciones del avance
alemán.
En Francia, Reynaud sustituyó a Daladier como primer ministro. El 16 de mayo de 1940 éste decidió sustituir
a Gamelin por el general Weygand, encargando la cartera de guerra al mariscal Petain, el héroe de Verdun.
Ambos vieron que la guerra estaba perdida pero retomaron los planes de Gamelin para conectar con los
ejércitos cercados e intentar frenar la cuña de las panzerdivisionen de Guderian. Sería la primera fase de la
Batalla de Francia. El plan de Weygand recibió el apoyo de Reynaud el día 22.
Sin embargo, con la capitulación del ejército belga el 28 de mayo se disipó esta idea. Antes fracasó el intento
británico de romper el cerco con el ataque al flanco derecho de Von Rundstedt, ya que no se coordinó con el
ataque francés al flanco izquierdo. Los ingleses pusieron sus miras en regresar a su patria, lo que supuso la
caída de las tropas galas del frente del Norte. Churchill fue nombrado premier británico tras derrotar a
Chamberlain en las elecciones, e intentó galvanizar la resistencia francesa, pero se opuso al envío de las
reservas aéreas británicas, algo que sus aliados creían que era el último recurso ante el desorden reinante en el
ejército francés.
En Dunkerque embarcaron 338.000 soldados británicos, lo que ahondó la distancia entre Francia y Gran
Bretaña. Petain y Weygand consideraban que esta era una iniciativa hecha a espaldas del mando francés y una
traición encubierta a la causa aliada. Sólo una figura, el coronel De Gaulle, nombrado general de forma
provisional, se esforzaba por comprender a los británicos. El milagro de Dunkerque marcó un punto de
inflexión en la campaña de Francia. La detención de Guderian evidenció una disfunción en el plan germano, y
el empleo de la Luftwaffe para acabar con la bolsa de Dunkerque se mostró como un error, al sobrestimarse la
capacidad de la aviación germana. El reembarque de tropas aliadas en Dunkerque favoreció, también, que las
islas británicas contaran con la cantidad de hombres necesaria para organizar la resistencia ante una posible
invasión, pero también se mostraron unidades y hombres muy capacitados, caso de Montgomery.
Pronto se produjo una nueva reconversión de la línea de ataque alemana, que provocó de nuevo gran asombro.
En respuesta, Weygand colocó la línea defensiva aliada en el Somme, el Aisne y algunos canales fluviales,
línea más larga que la anterior pero con menos tropas. En la Operación Rat los alemanes emplearon 143
divisiones. Después de encontrar resistencia los dos primeros días, 5 y 6 de junio, las panzerdivisionen
cortaron el camino a Rouen, tomándola el día 9, y cruzaban el Sena. El movimiento que tenía que realizar Von
Kleist encontró resistencia en Compiégne, lo que le obligó a dirigirse al este para ahondar en la brecha que los
alemanes habían logrado en Champagne. La ofensiva del día 9 fue un éxito pues, a través de la brecha abierta
por Von List al IV Ejército francés, Guderian arrasó con sus tanques, llegando a Châlons−sur−Marne el 12 de
junio, a Lampes el 15 y a Pontarlier el 17. Desde allí marchó a ocupar la línea Maginot.
La guerra estaba perdida, el ejército francés roto y los alemanes avanzaban sin cesar. Rommel avanzó 240 Km
en un día, dejando aisladas a 17 divisiones francesas. El 14 de junio el XVIII Ejército alemán entraba en París,
declarada ciudad abierta. El 16 los alemanes llegaban al Ródano, cruzaba el Loira y avanzaban hacia Burdeos.
El gobierno francés, después de barajar la posibilidad de crear un reducto bretón, abandonaría París camino de
Burdeos. A lo largo del peregrinaje, sus componentes se enzarzaron en violentas discusiones sobre que
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medidas tomar para paliar los efectos de la guerra. Reynaud incluso pensaba en trasladar las instituciones al
norte de África, mientras que los ministros militares veían mejor firmar un armisticio. La derrota agudizó los
problemas existentes dentro de la III República, que se rompió por las divisiones internas y la amenaza
externa.
Petain asumió la presidencia tras la dimisión de Reynaud el 18 de julio. También De Gaulle abandonaba
Burdeos de noche, mientras su madre agonizaba, para crear y presidir en Londres el Comité de la Francia
Libre. Petain entró en negociaciones con el enemigo, que se mostró bastante benigno. Francia quedó dividida
en dos zonas: atlántica, de ocupación alemana, y Mediterránea, la Francia de Vichy (Francia central y
oriental), que disponía de un ejército de 100.000 hombres y 125.000 en las colonias. El armisticio de
Rotondes (22 de junio de 1940) es calificado por muchos como un error. Francia cedía a Alemania los
territorios de Alsacia y Lorena, con lo que Hitler se apuntaba un éxito simbólico. Por otro lado, gobierno
italiano entró en la lucha (10 de junio de 1940), al lado de Alemania logrando entonces la anexión de Saboya.
Los triunfos del ejército alemán aplacaron la sed territorial de Hitler, que no esperaba el desplome francés, y
buscaba consolidarse en el continente. Hitler no olvidó el enfrentamiento con Rusia y tampoco pensó nunca
en aplicar el exterminio a Gran Bretaña, cuya tenacidad admiraba. En este sentido, se dejaba influir por
Rudolf Hess, que creía firmemente en la alianza natural y espontánea con Gran Bretaña, las dos grandes
potencias continentales. Sin una paz con Inglaterra, los alemanes no podían hacer frente al comunismo, de
manera que buscaban esa paz, que hubiera dejado al Benelux y a Francia ocupados. Hitler llegó a hacer
proposiciones de paz al Reino Unido en su discurso ante el Reichstag el 19 de julio. Pero la voluntad de acero
del premier británico Churchill, en su discurso Sangre, sudor y lágrimas, hizo que Hitler se embarcara en la
invasión de las islas, empresa que resultaría desastrosa.
LAS CAMPAÑAS EXCÉNTRICAS: LA BATALLA DE INGLATERRA Y EL DUELO NAVAL EN EL
ATLÁNTICO
Los planes para la invasión de Inglaterra
La invasión de Gran Bretaña (Operación León Marino) fue decretada por Hitler sin mucho convencimiento,
por inercia y por orgullo. Los preparativos de la invasión estuvieron marcados por los problemas entre los
estados mayores germanos de la Kriegsmarine, de la Luftwaffe y de la Wehrmacht. La marina alemana no
podía asegurar el control del Canal de la Mancha debido a sus pocos submarinos, y sin ese control era
imposible el desembarco de la Wehrmacht en las islas, de manera que la Luftwaffe tenía la última palabra.
La Luftwaffe había nacido en 1935 al amparo de la reconstitución de la fuerza aérea alemana, que se había
hecho con apoyo de la Lufthansa, que había proporcionado aparatos, hombres y experiencia. El aprendizaje de
la Legión Cóndor en la Guerra Civil española dio el espaldarazo definitivo a la Luftwaffe antes de la Segunda
Guerra Mundial.
Estas armas iban a protagonizar la batalla de Inglaterra por parte germana. Desde el 13 de agosto de 1940,
1.485 salidas de la Luftwaffe, 700 de la R.A.F., con 40 y 13 bajas respectivamente, tres flotas alemanas (la II
de Kesselring, la III de Sperrle y la V de Strimpff) centraron sus esfuerzos en la destrucción de los 36
escuadrones de la Fighter Comand de la Royal Air Force británica, al mando de Sir Hugh Downing. Éste
organizó la defensa dividiendo su división en 4 grupos de cazas, el X al sudoeste de Inglaterra y sur de Gales,
el X al sudeste de Inglaterra y Londres, el XII en el centro del país y el XIII en el norte de Inglaterra, Escocia
e Irlanda. El XI y el XIII fueron los mejor dotados (en ellos estaba el 92º escuadrón, con el mayor número de
victorias al final de la guerra, 327 enemigos derribados). Los recursos humanos fueron bajos en todos lados,
cada escuadrón contaba con 150 hombres de personal técnico y de tierra para reparar los aviones. A pesar de
la ayuda de pilotos polacos, canadienses y franceses, la aviación británica llegó al límite de sus fuerzas, con
cinco o seis y hasta diez salidas diarias.
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Desarrollo y desenlace de la batalla de Inglaterra
Pese a su superioridad material (2.669 aviones frente a 1.350), la Luftwaffe perdió la batalla de Inglaterra. Los
modelos que participaron en la contienda en muchos casos no eran adecuados y eran excesivamente
vulnerables, con poca potencia defensiva (una o dos toneladas de bombas) y tampoco alcanzaban objetivos
lejanos. Así el stuka debió ser retirado en plena contienda el 18 de agosto. Sus adversarios poseían un
armamento inferior, eran más lentos y ascendían a menos velocidad, pero se movían y maniobraban con
superior desenvoltura y facilidad.
La operación León Marino se saldó con un fracaso debido a la mejor táctica británica, la mayor pericia de sus
pilotos y la eficacia de su defensa antiaérea (1.700 cañones), pero también por la aplicación del radar, que
había sido puesto a punto por Gran Bretaña en 1935, por Robert Watson−Watt. Las estaciones de radar de la
costa detectaban a 100 Km la llegada de formaciones enemigas, número de aparatos y su rumbo, de manera
que la R.A.F. despegaba con los efectivos suficientes en busca del punto donde interceptarlos.
Sin embargo, la victoria pudo cambiar de manos en varias ocasiones, sobre todo debido al número de aparatos
de la Luftwaffe, pero los errores de Göering y las intervenciones de Hitler en el plan primitivo de atacar las
estaciones de radar, campos de aterrizaje, refinerías de petróleo, fábricas de aviones, aeródromos del Mando
de Cazas XI y XII para atacar Londres y el interior industrial, preservarían los centros del dispositivo
aeronáutico británico facilitando su capacidad de respuesta. En la noche del 24 al 25 de agosto un bombardeo
por error y contra sus órdenes descargó sus bombas sobre Londres, que tuvo su replica en Berlin a las pocas
horas por parte británica. La destrucción de Londres fue un símbolo y, a primeros de septiembre, miles de
bombas explosivas destructoras e incendiarias atacaron Londres, sobre todo la noche del 7 de septiembre
cuando el fuego de las bombas sirvió de referencia para las diferentes oleadas.
El intento de doblegar a los británicos con el terror y la muerte no dio resultado frente a un pueblo consciente
de que resistir en retaguardia es tan importante como hacerlo en el frente. A mediados de septiembre, Hitler
ordenaba el término, aunque hubo más bombardeos, de forma intermitente, sobre Bristol, Liverpool,
Birmingham, Plymouth etc., hasta junio de 1941, sin reanudarse más con regularidad. Aunque los bombardeos
alemanes no alcanzaron las proporciones de los sufridos por las ciudades alemanas al final de la guerra,
algunos fueron especialmente duros como el de Coventry el 14 de noviembre, y pusieron al descubierto el
poder destructivo que alcanzaba este conflicto, que sólo estaba entonces en su inicio, y donde la población
civil era un enemigo a batir por su integración en la maquinaria bélica y por sus labores de aprovisionamiento,
rearme etc.
El fracaso de la Operación León Marino no fue un gran problema para el Führer, más preocupado por el tema
de la U.R.S.S., de manera que desde la primavera de 1941 preparó la Operación Barbarroja: La conquista de
Rusia extendería el III Reich desde el Ártico a los Urales, creando la Gran Alemania y oponiendo una muralla
infranqueable a los hordas asiáticas. En este momento, numerosos destacamentos que estaban en Francia
marcharon hacia el Este para preparar la ofensiva contra Rusia, que fue decretada para mayo, con el fin del
deshielo.
La flota alemana en el Atlántico
La flota alemana antes de la Segunda Guerra Mundial había sido marginada por la República de Weimar, pero
también el Tratado de Versalles le había prohibido el uso de submarinos. Dentro de la marina germana existía,
también, una polémica entre innovadores y tradicionalistas. Raeder y Döenitz pedían construir grandes
unidades de superficie olvidando los portaaviones, pero también había círculos que pensaban que el futuro
estaba en la guerra submarina.
El Tratado de Londres (1935) era la piedra de toque en la evolución de la Marina germana, que alcanza un 35
% de la flota en superficie y un 45 % de la submarina. Hitler ordenó el rearme alemán con el Plan Z, cumplido
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a medias, pero que inauguró toda una carrera en los astilleros de Hamburgo, Bremen y Kiel, de manera que a
comienzos de 1939 la flota alemana estaba cerca de las 100.000 t. con 70.000 más en construcción. Entre los
astilleros Deutsche Werke, Germania y Deschinh se distribuirán las 32 quillas de los nuevos submarinos.
Al estallar la guerra, Alemania poseía 57 submarinos (los U−Boote), pero sólo 23 podían operar en el océano
abierto, Italia tenía 105, la U.R.S.S. 150, Estados Unidos 100, Francia 77 y el Reino Unido 58. Los
submarinos alemanes oscilaban entre 500 y 800 t., se sumergían a 200 m. con autonomía para tres semanas,
pero dos años más tarde su número había aumentado a 1.500, con un radio de acción de 37.500 Km y una
profundidad de inmersión de 250 m.
En 1939, Hitler aceptó la propuesta de Raeder tras romperse los acuerdos de 1935, que consistía en la
botadura diez años más tarde de 9 acorazados, 18 cruceros de batalla y 250 submarinos. El Führer acortaría
los plazos de entrega, pero seguía notándose la falta de portaaviones. El único fue el GR.A.F. Zeppelin, activo
desde 1940, que no llegó nunca a acabarse y fue barrenado al final de la guerra para que no lo tomaran los
rusos. A mediados de la guerra se pensó en convertir algunos cruceros y transatlánticos en portaaviones pero
no se hizo,
La Kriegsmarine estuvo en un puesto secundario. Göering destinaba poco presupuesto para la Marina, de
manera que todo iba para la aviación. Pero tampoco la Kriegsmarine contó con una aviación propia, lo que fue
su Talón de Aquiles y sólo a través de los submarinos estuvo a punto de provocar el colapso del enemigo.
La invasión de Noruega fue el bautismo para la Kriegsmarine. Raeder veía en la conquista de ese país la única
forma de encontrar una salida al Atlántico, frente a la superior flota británica. En Noruega, sólo los U−Boote
y la Luftwaffe causaron pérdidas al enemigo. Pero también supuso una carnicería la Operación Juno (8 de
junio), donde diez destructores y tres cruceros fueron hundidos y cinco cruceros inutilizados. Pero los
alemanes también aprendieron que sin el control del aire no controlarían las operaciones anfibias. Más
adelante, en Países Bajos y Francia la Marina no hizo nada importante, pero tampoco pudo impedir la unión
de las flotas belga y holandesa a la británica.
Las primeras acciones de la Kriegsmarine no empezaron mal. El acorazado Admiral GR.A.F. von Spee
persiguió presas por el Índico y el Atlántico Sur hasta que fue atacado el 13 de diciembre de 1939 por las
fuerzas de la R.A.F. cerca del Río de la Plata. Otra intrépida acción la protagonizó el U−47 del teniente
Günher Prien al penetrar en la bahía escocesa de Scapa Flow hundiendo el acorazado Royal Oak. Otras
hazañas marítimas fueron las del Oriol, el Penguin, el Thor, el Atlante, el Kormoran, el Wideer etc. Debido a
estas acciones, la Royal Navy tuvo que escoltar a los convoyes aliados que cruzaban el Atlántico desde el
inicio de la guerra.
La neutralidad de la Irlanda de Eamon De Valera y de España favoreció un radio de acción desde el Atlántico
en el golfo de Vizcaya hasta el Ártico. Esto era una plataforma para cortar el tráfico comercial a Gran Bretaña.
También ayudaron a este menester las posesiones alemanas en la costa francesa, donde Döenitz estableció su
cuartel general. Para reforzar estas operaciones contra Gran Bretaña, un grupo de submarinos italianos
llegaron a Burdeos, el destacamento Beta. Alemania llegó a demostrar en el primer año de la guerra una gran
efectividad en este terreno.
En este tipo de guerra se mostró un invento más que demostró el ritmo de los progresos científicos alemanes,
la mina magnética. Sin embargo, la Luftwaffe se negó a que los hidroaviones Heinkel−105 cumplieran esa
misión de minado magnético. También los británicos descubrieron los efectos de tal arma, contrarrestándolos
con un anillo desmagnetizador.
El siguiente paso en la guerra fue la, denominada por Churchill, Batalla del Atlántico. Esta fase del conflicto
duró más de tres años, con dos únicos combatientes, las fuerzas aeronavales británicas y los submarinos de
Döenitz. Los submarinos alemanes no contaban con el apoyo aéreo de la Luftwaffe, al igual que las unidades
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de superficie (un ejemplo de ello había sido el hundimiento del Bismarck). De forma esporádica los aparatos
germanos respondieron en su ayuda. Los ejemplos de ello son éxitos rotundos, como cuando a fines de 1940
la coordinación entre la Luftwaffe y los U−Boote hizo que el tráfico de combustible hullero a Londres quedara
cortado.
Debido a problemas en los torpedos hasta finales de 1940, los U−Boote no alcanzaron de nuevo su ritmo. La
Marina inglesa era incapaz de proteger sus barcos, de manera que hacía que las embarcaciones se dispersaran
para alcanzar individualmente la costa americana, siendo presa fácil para los U−Boote.
La ruta entre el Reino Unido y sus colonias africanas también hubo de ser protegida, lo mismo que en el
Norte, con un especial cuidado sobre la zona de Escocia, lugar muy frecuentado por los U−Boote. Pero los
ingleses también tuvieron sus fallos y, así, los aviones del Coastal Command se dedicaban a perseguir
cualquier rastro de los U−Boote y a escoltar los convoyes. La corrección de estos problemas hizo que se
superaran las pruebas de los submarinos germanos. Al cabo de año y medio todos los comandantes de los
U−Boote habían muerto o eran prisioneros.
En los primeros años de la Batalla del Atlántico, los submarinos germanos actuaban en superficie y operaban
de noche o con tiempo encapotado para aprovechar su mayor velocidad (17 nudos / hora) y no ser localizados
por los ASDIC (Allied Submarine Detection Investigation Conmitee), ya que los U−Boote sumergidos
rechazaban las ondas ultrasonoras y se sabía donde estaban. Pero el éxito de los submarinos se debió al
sistema de avituallamiento en alta mar, donde había buques−cisternas (en plena batalla llegaron a ser 13
avitualladores). Pero también estos submarinos de aprovisionamiento, las vacas lecheras, fueron hundidos por
portaaviones ingleses como el Eagle o el Victorious.
Realmente fue la declaración de guerra entre Washington y Berlín la que frustró la victoria alemana en la
guerra. Los meses iniciales de 1942 fueron favorables a los U−Boote, llegando a las costas orientales de los
Estados Unidos, donde cobraron grandes triunfos. Así la Operación Música de Timbales llegó a hundir
327.000 t. de barcos entre enero y febrero de 1942, y 2 millones en las aguas comprendidas entre Groenlandia
y el estuario de la Plata en el semestre siguiente. Döenitz trasladó allí cinco submarinos tipo IX para iniciar la
guerra en América, actuando en las Antillas buscando cortar el tráfico de petroleros de Venezuela a Estados
Unidos.
Esta acción fue el principio del fin, ya que el Coastal Command tenía ayuda de aviones norteamericanos
desde Islandia, Groenlandia, Terranova, las Antillas Británicas, las Azores etc. también la cooperación de la
aviación y la flota americanas empezó a rastrillar el Atlántico Norte donde actuaban los U−Boote, que se
batieron en retirada. Döenitz intentó un último esfuerzo en 1942 y alcanza un récord de 2,5 millones de t.
hundidas, pero la tendencia se invirtió en 1943, con 236 submarinos germanos hundidos, frente a los 22, 33 y
84 de 1940 a 1942. Las pérdidas alemanas seguían en continuo ascenso, y los astilleros aliados eran
superiores; la Royal Navy contaba en 1943 con cerca de 3.000 buques de escolta.
La ayuda norteamericana para los aliados fue incalculable, echando una mano a Gran Bretaña en los peores
momentos de la Batalla del Atlántico, con la fórmula del Cash and Carry. Los ingleses tuvieron acceso a todo
el material de guerra que necesitaron. También desde septiembre de 1940, tras la cesión de 50 destructores a
cambio de bases, la actitud de la US Atlantic Fleet fue más beligerante. A la vez, los acuerdos con el gobierno
danés de los aliados para ocupar Groenlandia e Islandia, cerraron el Atlántico Norte a la Kriegsmarine. Pero
también los británicos pusieron en funcionamiento el ingenio, haciendo frente a los grandes rotos de la Marina
alemana y, así, el perfeccionamiento del radar, el de la banda S y el gonio HF/DF, fueron una sorpresa contra
la invulnerabilidad de los U−Boote. Lo mismo sucedió con otros ingenios, los erizos, las grandes MINOX, los
CAS (cargas de profundidad antisubmarinas), el proyectil cohete (rocket) etc., aunque el sonar (sound
navigaton and ranging) se debió a los americanos. El Eje estaba entrando en la decadencia.
Los anglosajones también pusieron en práctica los grupos de apoyo (Hunter Killer Grouops), integrados cada
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uno por doce navíos especializados en la guerra antisubmarina, que contaban con todos los ingenios
anteriores, de manera que los U−Boote se marcharon hacia el Sur, donde su verdugo fueron los
norteamericanos. La guerra en el mar fue la guerra de la ciencia y la economía, en ella se pusieron en práctica
todo tipo de ingenios por parte de uno y otro bando, destinados a destruir o anular los efectos de los artefactos
del contrario.
Sin embargo, la victoria en la carrera armamentística en el mar fue para los aliados, salvo algunos inventos
germanos como el torpedo Murder o el tubo de ventilación Schnorkel, en el otoño de 1944, ingenios que
llegaron muy tarde para cambiar el rumbo de la guerra, y que serían aprovechados por las marinas vencedoras.
En cuanto a la Marina de superficie, la superioridad británica era abrumadora y, salvo excepciones como las
victorias de los cruceros de combate Scharnhorst y Gneisenau en la Operación Berlín, que tenía como
objetivo dificultar el tráfico inglés en el Atlántico Norte entre Islandia y Groenlandia en el primer trimestre de
1941, se puede calificar de discreto. Las unidades de superficie fueron muy criticadas por Hitler, de manera
que Raeder puso en marcha la Operación Rheinüburg (20 de mayo) a cargo del Bismarck y el crucero Prinz
Eugen. El Bismarck desilusionó ampliamente pues, tras vencer al mayor buque de la Marina inglesa (el
Hood), en el Estrecho de Dinamarca, fue hundido en el golfo de Vizcaya por la Marina británica el 27 de
mayo de 1941.
El resto de las grandes unidades de superficie germanas, situadas en Francia, comenzaron su traslado a
Noruega pese a la vigilancia inglesa del Canal, en febrero de 1942 y a pleno día, aprovechando el desconcierto
creado por los bombardeos en Brest. Este fue uno de los éxitos de la Kriegsmarine, ayudada por la III
Luftflotte del mariscal Sperrle. Luego estuvo casi en el dique seco casi todo el año y, tras la Operación Arco
Iris, que provocó el hundimiento del destructor Friedrich Eckoldt, Hitler perdió los nervios y acusó a Raeder
de incompetente, de manera que la última acción de éste antes de dimitir fue convencer al Führer de que no
desguazara la flota y aprovechara su artillería para el ejército de tierra.
El sustituto de Raeder fue Döenitz, que paralizó el programa constructivo de su antecesor, ya que comprendió
que la Marina no podía llevar a cabo ninguna operación de entidad. En este momento se construyó el último
monstruo de la escuadra alemana, el acorazado Tirpiz, que estuvo poco tiempo en el mar, saliendo sólo dos
veces, en enero y julio de 1942. Hitler lo quiso desarmar, destinando su artillería a la costa noruega, pero
Raeder lo disuadió, aunque ya no participó en ninguna operación. El Tirpiz estuvo en los fiordos noruegos
hasta su destrucción por la R.A.F. EL 12 de noviembre de 1944, pero su presencia allí entorpeció el
avituallamiento a Rusia. Junto con la ruta del Atlántico Norte, otra ruta importante para los aliados era la que
iba al puerto de Murmanks o Arcángel. El ejército alemán la tenía a su alcance por la proximidad de sus bases,
de manera que durante dos años fue un terreno de caza para los U−Boote, pero, desde el verano de 1943,
cambió el signo de los acontecimientos, con el portaaviones de escolta en los convoyes a Murmanks. La
Marina alemana puso fin así a su momento de gloria. En la Batalla del Cabo Norte (26 de diciembre de 1943),
el gran crucero Scharnhorst sería hundido después de una persecución y ataque de los navíos y aviones de la
Royal Navy. La batalla duró un poco más que la del Atlántico, pero demostró lo encarnizada que era la lucha y
la dureza de las condiciones en que se combatía.
A mediados de 1943, Alemania tenía perdida la guerra tanto en el mar como en tierra, el bloqueo al Reino
Unido había fracasado. Döenitz y la ciencia alemana hicieron algo por retrasar lo obvio, se produjeron
U−Boote en calidad y número asombrosos, pero la Kriegsmarine nada pudo hacer sino reavivar con acciones
aisladas las glorias pasadas. Así sucedió el 6 de junio de 1944, cuando lanzó un ataque desde Cherburgo y El
Havre a la flota anfibia aliada, pero la respuesta no se hizo esperar. En un ataque aéreo a El Havre el 15 de
junio, 30 buques y la base naval fueron destruidos. El ataque de los submarinos llegados desde el Atlántico
causó insignificantes pérdidas y los aviones preparados para la lucha antisubmarina acabaron con más de la
mitad de la flota submarina germana.
A finales de 1944, los restos de la flota de superficie, que servían de buques−escuela, sirvieron para evacuar a
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los heridos de la Wehrmacht y a la población civil, lo mismo que cubrían su retirada. Así, los cruceros Prinz
Eugen, Lützow y Admiral Scheer formaron el Segundo Grupo de Combate, que actuó en la retirada alemana
en el Este, aunque en abril éstos se hundieron por los ataques de las aviaciones inglesa y soviética. Los
pequeños barcos sustituyeron a estos en la retirada, enfrentándose a los buques soviéticos en su marcha a
Occidente y en la retirada de sus tropas y de la población civil hacia Alemania.
Finalmente, en los Juicios de Nuremberg, se demostró que la Kriegsmarine actuó durante la guerra de acuerdo
a las normas del Derecho Internacional, salvo en casos extremos, y sólo un capitán corsario fue condenado a
prisión por no salvar a la marinería de dos buques y disparar, tras haberse rendido, sobre un mercante.
El balance de la actuación de la Marina en la guerra resulta positivo para los británicos y los norteamericanos,
que jugaron mejor sus cartas en este tema, mientras Alemania apostó por la aviación y no le salió bien la
jugada. Tras el fracaso de la invasión a Inglaterra, Alemania no supo ver que el grueso de la contienda se
desarrollaría en el mar.
Las acciones en el Mediterráneo
Antes que en el Atlántico, en el Mediterráneo se desarrolló otro importante capítulo de la guerra. Tanto en
Alejandría como en Orán, la Armada inglesa se deshizo del peligro que supondría que los navíos franceses
cayeran en manos de los alemanes. El 3 de julio de 1940, Churchill ordenó que los barcos franceses se
adentraran en territorio inglés o que fueran hundidos. En Mazalquivir, salvo el Strasbourg, que huyó, los
demás fueron torpedeados por el almirante Somerville y, en Alejandría, el almirante Cunningham, al mando
del Mediterranean Squadron, logró desarmar a los navíos franceses. El impacto se produjo tanto en la Francia
de Vichy como en la Francia Libre.
El resto de la escuadra francesa permaneció anclado en Toulon hasta su auto inmolación en noviembre de
1942, pero también con la Kriegsmarine paralizada de momento por los fallos de su artillería torpedera, Italia
e Inglaterra quedarían frente a frente en el Mediterráneo. Italia era la quinta potencia naval del planeta, y
desde Abisinia había modernizado mucho su flota. Ésta contaba con 2 acorazados (Littorio y Vitorio Veneto),
4 acorazados de 23.600 t. (Conti di Cavour, Duilio, Giulio Cesare y Andrea Doria), 7 cruceros pesados, 59
destructores, 68 torpederos, 105 submarinos, 200 buques auxiliares, 70 lanchas torpederas, minadores,
dragaminas, etc. Pero también hay que destacar la posición central en el Mediterráneo de Italia. Pero la Regia
Marina no contaba con portaaviones y fuerzas aeronavales por rechazo del Duce, de manera que la Marina
más flamante era la más anticuada.
Enfrente tenía a la Marina que mejor había adaptado los ingenios tecnológicos y las nuevas formas de guerra.
Italia no tenía otro camino que el mar y, al olvidarlo, le llegaron grandes desastres. El principal fue el ataque a
Tarento en la noche del 11 al 12 de noviembre de 1940. Los aviones torpederos británicos hundieron dos
cruceros y alcanzaron al Cavour, al Duilio y al Littorio, en un ataque que inspiraría a Yamamoto el suyo a
Pearl Harbour.
La neutralización de Malta durante febrero−marzo de1941 por los bombardeos de la II Luftflotte hizo pensar a
los alemanes que podrían expulsar a la Royal Navy del Mediterráneo en una gran batalla aeronaval. La Marina
italiana, consciente de sus posibilidades, pensó en obstaculizar la ruta entre Grecia y Alejandría.
Aprovechando la mayor velocidad del Vitorio Veneto podría atacar a los convoyes mediterráneos. Pero la falta
de aviación fue fatal para la Regia Marina, y, así, en una incursión de la flota fue avistada por una patrulla
británica. Cuningham envió el grueso de la flota inglesa y el combate tuvo lugar al sudeste del cabo Matapán
el 27 y 28 de marzo de1941. El saldo fue terrible para Italia, que redujo su flota desde entonces a misiones de
escolta y protección, sin ningún espíritu ofensivo. Mussolini se dio cuenta del error e intentó convertir en
portaaviones a los transatlánticos Roma y Augustus, pero con ello no pudo ni proteger el tráfico italiano con
Libia.
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Desde el otoño de 1941, los italianos recibieron el apoyo de los alemanes y, así, los U−Boote intentaron dejar
expedito el camino de Italia con África. Esta colaboración trajo algunos éxitos, como el hundimiento del
acorazado Barham (25 de noviembre de 1941), el del portaaviones Eagle (12 de agosto de 1942) y la
detención de la Operación Pedestal con un convoy aliado para socorrer a Malta y Egipto y donde hundieron al
Eagle. Sin embargo, en 1943 su actividad cesó, 50 de los 60 U−Boote estaban hundidos,
La Marina italiana estaba desarticulada y la falta de abastecimiento al norte de África hizo que aquellos
territorios fueran perdidos para las potencias del Eje. Los portaaviones ingleses y los bombardeos desde
Malta, que nunca pudo ser expugnada, destrozaron las comunicaciones de Italia y su empeño de controlar, por
lo menos, el Mediterráneo Occidental.
LA GUERRA EN EL DESIERTO
El teatro de operaciones en el Norte de África en 1940
Si en el mar Italia dio muestras de su impotencia, lo mismo sucedió en el desierto. Hitler rechazó la expansión
italiana tras el armisticio entre Alemania y la Francia de Vichy (10 de julio de 1940) a costa de los territorios
fieles a Francia. Mussolini intentó una muestra de eficacia y atacó las posesiones inglesas con el utópico
objetivo de tomar Suez. El rey Víctor Manuel III se dio cuenta, tras la invasión de Abisinia de 1935, de que
Italia no tenía un ejército poderoso y moderno. Así lo manifestó para disuadir a Mussolini de la alianza con el
III Reich.
En vísperas de la guerra, Italia contaba con 67 divisiones, además del cuerpo de ocupación en Etiopía, pero
estaba muy lejos del potencial del III Reich. El mariscal Badoglio criticó la aventura de Mussolini. La
aventura de Abisinia y la guerra de España habían puesto al descubierto las deficiencias del ejército italiano
(material anticuado, falta de pilotos, de vehículos etc.).
Este ejército desempeñaría un desastroso papel en la invasión de Grecia y en la cooperación con la
Wehrmacht en Rusia. Entre julio y agosto de 1940, 400.000 hombres avanzaron por Sudán, Somalia, Egipto y
el Norte de Kenia. El león del desierto, mariscal Grazziani, por Occidente (13 de septiembre) y el duque de
Aosta, virrey de Etiopía, encargado de llegar al Mediterráneo con 54.000 italianos y 270.000 indígenas,
llevarían el ataque.
El mariscal Wavell, general en jefe de las fuerzas británicas en Oriente Medio, se concentró en contrarrestar a
Grazziani, llegando a Sidi Barrani (16 de septiembre), pero la otra punta de la ofensiva se quebró por las
divergencias estratégicas. Los 300.000 hombres del general O´Connors, VII División Acorazada y IV
División India que formaban la Western Desert Force, con carros Matilde, derrotaron el 11 de diciembre de
1941 en Sidi Barrani al mariscal Grazziani, que contaba con 80.000 hombres. O´Connors se adentró por la
Cirenaica italiana tomando Sollum, Bardia (5 de enero de 1941), Tobruk (22 de enero) y Bengasi (7 de
febrero). En estos movimientos los ingleses pusieron en práctica la táctica envolvente impidiendo la retirada
del enemigo. Cuando las tropas de O´Connors iban a dar el empujón final a Garibaldi, sustituto de Grazziani,
recibieron la orden de marchar a Grecia para ayudar a la resistencia de ese país contra Hitler y Mussolini.
Esta primera campaña inglesa en el desierto es admirable, ya que en dos meses se produjo una cabalgada de
900 Km, y dos divisiones destruyeron un ejército, haciendo grandes capturas. Las tropas italianas serán
dispersadas con su derrota. Cuando los británicos acumulen fuerzas, desde Kenia, el general Alan
Cunningham penetrará en la Somalia italiana, para tomar más adelante Etiopía, conquistando su capital el 6 de
abril de 1941. En Eritrea el éxito sonrió a los británicos pues, tras la batalla de Keren, tomaron la capital,
Asmara (1 de abril de 1941), y en una semana la base de Masawa. Al sur de Etiopía, el duque de Aosta se
rendiría el 19 de mayo al frente del núcleo italiano más importante aún combatiente.
La llegada del Afrikakorps y las primeras campañas
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Italia se convirtió entonces en satélite de Alemania. El debilitamiento de las fuerzas de Wavell, adscritas al
ejército griego, favoreció que venciera Erwin Rommel, convirtiéndose en uno de los generales más famosos
de Hitler. Desembarcó en Trípoli el 12 de febrero de 1941, ayudando a los italianos con dos divisiones
blindadas, origen del Afrikakorps. Rommel, el zorro del desierto, hará un uso muy importante de los
instrumentos de batalla. Rommel utilizará sobre todo el Flak, cañón terrestre por excelencia, contra tanques y
artillería. Este era el principal elemento de combate de Rommel, que raramente utilizaba los tanques, y sólo
los más maniobrables y veloces.
Sin ningún tipo de adaptación, Rommel pasó enseguida a la acción. Atacó a un ejército británico
acostumbrado y complacido por las victorias que había logrado sobre el enemigo. La reconquista de la
Cirenaica parecía imposible, pero el momentáneo dominio del Mediterráneo por Italia permitió la llegada de
la XV División Panzer a Trípoli y de cerca de 450.000 t. de material bélico. Los ataques sorpresa de Rommel
causaron sorpresa en los británicos. El general Sir Richard O´Connors fue hecho prisionero y los alemanes
tomaron Bengasi, Mecheli, Derna y Bardia. Tras esto la IX División australiana recibió la orden de defender
Tobruk a cualquier precio. A finales de abril las tropas germano−italianas redoblaron los intentos de tomar el
puerto de Tobruk. Los británicos crearon un perímetro defensivo, la Línea Roja y la Línea Azul, colocando en
ellas piezas de artillería antiaérea y de tierra. Los alemanes atacaron pero los australianos resistieron en el
saliente de Ras−el−Madauer.
Rommel avanzó hacia el Este, camino de la frontera egipcia. La Operación Brevity (5 al 6 de mayo)
reconquistó el paso de Halfalla, frontera con Egipto. Rommel empezó a utilizar la táctica de atacar al enemigo
por la espalda, para provocar pánico y que el enemigo se dispersara. Wavell preparó la Operación Battleaxe
(15−17 de junio), pero Rommel actuó con mayor rapidez, con lo que el paso de Halfalla se hizo famoso por
los ataques del Afrikakorps. Estableció un sistema de fortificaciones y de campos minados que atraparon a la
vanguardia británica, destruyendo sus tanques Matilde y Crusaders a placer. Los británicos llevaron a cabo
una ofensiva intentando reconquistar sus posiciones, En ese momento la victoria parecía escapársele a
Rommel, pero 30 de sus 200 tanques atravesaron la cortina de fuego de los artilleros enemigos. Reorganizó el
VIII Regimiento y la V División ligera y lanzó un ataque frontal, aprovechando que los británicos habían
retirado a Egipto parte de sus tanques para repostar. Los panzer de la V División se enfrentaron a los
británicos, sin contar con el apoyo de los cañones de 88 mm, y tras seis horas, el Afrikakorps logró su primera
victoria en la tarde del día 17.
Churchill se dio cuenta de la importancia del control de África para los intereses británicos en la primavera de
1941, frente al poder ofensivo de los alemanes, de manera que empezó a concentrar materiales y hombres de
las colonias asiáticas para ponerlos a las órdenes de Auchinleck, sustituto de Wavell, y permitirle preparar una
contraofensiva. En el bando germano, desde el otoño de 1941, Rommel dejó de recibir una ayuda que le era
indispensable, pues sus enemigos de la OKW disuadían a Hitler de enviar a éste un material qué necesitaba
más la Wehrmacht, inmersa en Rusia. Por otro lado, en el Mediterráneo, el reforzamiento de Malta había
hecho que los convoyes italianos para Libia no alcanzasen las costas africanas, perdiéndose cerca de 200
barcos mercantes.
El 18 de noviembre Auchinleck lanzó una ofensiva con el VIII Ejército, al mando de Cunningham, la
Operación Crusader, en la que los tanques ingleses, peores que los del Eje, les superaron. En un principio,
ésta parecía que iba a romper el cerco de Tobruk, pero era más ambiciosa, iba directamente a expulsar al
Afrikakorps de la Cirenaica. El XIII Cuerpo de ejército atacó por el sur con el objetivo de envolver o fijar las
guarniciones ítalo alemanas. El XXX Cuerpo al mando del general Norrie llevaba el ataque principal, pero fue
frenado ante Sidi Resegh por los germanos. Rommel decidió un ataque suicida sobre la frontera egipcia. Un
malentendido con Von Ravenstein evitó un desastre mayor, ya que muchos tanques estaban sin combustible y
destruidos. El día 27 los británicos ocupaban Sidi Resegh, pero sobre ella volvió Rommel con los restos de
sus divisiones panzer, logrando aislar Tobruk el 1 de diciembre. Sin embargo, tras ser derrotadas sus
columnas blindadas por la V Brigada neozelandesa y la V hindú, lanzaría una ofensiva contra Tobruk (4 y 5
de diciembre). Sabiendo que Auchinleck preparaba una ofensiva, retrocedió, pero no sin lanzar ofensivas
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como la de Heli Alyafer (27 de diciembre). A finales de 1941, la partida del desierto estaba aún en el aire tras
la reconquista por Auchinleck de Bardia, Sollum y Halfaya, la toma de Bengasi (21 de enero de 1942) y rotura
del cerco alemán de Tobruk.
Hitler, en plena batalla de Rusia, centró su mirada en el Mediterráneo. Para ello un grupo de submarinos
abandonaron el Atlántico y se adentraron en el Mediterráneo, donde se cobraron piezas como el portaaviones
Ark Royal, el acorazado Barham y el crucero Galatea. Además, Kesselring era nombrado comandante
superior de las tropas alemanas en el Mediterráneo, aunque sin autoridad sobre los hombres de Rommel.
Una posible penetración de la flota japonesa en África Oriental, hizo que las acciones británicas disminuyeran
la capacidad de iniciativa y maniobra de la escuadra inglesa cara al segundo enfrentamiento entre el VIII
Ejército y el Panzer África.
Hitler y los estrategas alemanes comprendieron la importancia del envío de tropas para la ofensiva de Rommel
y su Afrikakorps. La Batalla del Desierto había sido hasta entonces una guerra de desgaste en la que era
imposible crear una línea consistente (sólo la vía Balbia de 1600 Km era recorrida una y otra vez por los
ejércitos). A principios de 1942, los planes del OKW se modificaron para África: la conquista de Egipto
supondría lograr petróleo para Italia, pero también el Medio Oriente quedaría bajo las tenazas de las tropas de
Rommel y de Von Kleist, de manera que la presión sobre Turquía haría que ésta entrara en la guerra,
favoreciendo el control del Mediterráneo y el desplome de la U.R.S.S..
Los éxitos de la marina y la aviación germanas y el mazazo japonés sobre las posesiones inglesas de Asia e
Indochina hizo que los soldados británicos del Mediterráneo no recibieran ningún refuerzo, y además sufrirían
la retirada de algunos efectivos destinados al Lejano y Próximo Oriente. La flota de Cunningham demostró
una vez más su pericia en ofensivas ocasionales contra los italianos (20−21 de marzo), pero la R.A.F. no logró
sus objetivos, y consecuencia de ello fue que, en el mes de enero de 1942, todos los abastecimientos italianos
llegaron a su destino.
Rommel llevaría a cabo a principios de enero su segunda ofensiva y, así, el día 21 el Afrikakorps se lanzaba al
ataque. El 7 de febrero en Atelat se producía el aplastamiento de la I División Acorazada; más tarde, la IV
División india abandonaba Bengasi y Dema, abriendo el camino de Tobruk. Rommel fue nombrado
coronel−general y se lanzó por tercera vez al ataque de Tobruk. La línea defensiva Gazalah−Bir−Hacheim se
alargaba a través de 100 Km (en ella estaba la I Brigada de la Francia Libre). Cada punto de apoyo estaba
rodeado de alambradas, minas y artillería, impidiendo que el enemigo abriera una brecha, de manera que esta
barrera defensiva servía también como lugar desde donde lanzar un ataque y, al mismo tiempo, era una zona
de retirada si era necesario.
El ataque de Rommel dio lugar a una violenta y confusa batalla de tanques y, aunque los tanques americanos
General Grant habían sustituido al modelo Crusader, los del Afrikakorps siguieron con superioridad de
maniobra, lo que dio la victoria a Rommel. El Afrikakorps envolvió Bir−Hacheim y avanzó hacia el centro del
dispositivo de Ritchie, pero su intento de cortar la retaguardia británica no resultó, y Rommel quedó cercado
por los Grant y los campos de minas, siendo bombardeado por la R.A.F.. Pero el Afrikakorps logró establecer
un punto de apoyo donde estaba la 150 Brigada inglesa. Ritchie cometió el error de lanzar sus carros de modo
gradual sin concentrar sus embestidas. La victoria tardó en decantarse por Rommel, que estuvo cercano a la
derrota.
El agotamiento del contrario y la habilidad de Rommel al copar cuatro regimientos de artillería y abrirse paso
a través de los campos de minas para recibir suministros y tanques (una vez caído Got−el−ualeb y vencida la
defensa de Bir−Hacheim el 10 de junio) le permitieron lanzar una nueva contraofensiva hacia el mar por el
Este, atrapando con sus divisiones panzer a las tropas acorazadas contrarias.
El descalabro británico fue tremendo. Rommel logró abrirse un pasillo por el campo de minas y llegar a
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Tobruk, que tras dos días de combate fue rendida por el general Klopper (21 de junio). El día siguiente
Rommel fue ascendido a mariscal, poniendo así orden en las relaciones con sus teóricos superiores italianos.
La persecución de Auchinleck siguió desde el 24 de junio. El VIII Ejército escapó a la maniobra de
Marsa−Matruh y tomó posiciones en la línea de El Alamein, donde se entabló una dura y fluctuante batalla
donde los soldados de Rommel no pudieron derrotar a un enemigo superior en hombres, armamento y moral.
Las tropas del Eje perdieron la inercia de sus triunfos. El 4 de julio una contraofensiva de los ingleses provocó
el pánico en las mejores tropas italo−alemanas. Una semana más tarde Auchinleck atacaba las posiciones
germanas, pero tras diez días sería contenido, y el contraataque alemán haría que los ingleses se replegaran a
su punto de partida. Se imponía en los dos bandos una tregua, perjudicial para Rommel, alejado de sus
posiciones.
La derrota de los japoneses en Midway y el impacto de la pérdida de Tobruk hicieron que los Estados
Mayores volvieran sus miradas hacia el Norte de África, considerando que, de momento, era imposible atacar
a Alemania en su muralla del Atlántico. A Egipto empezaron a llegar tropas de refuerzo, entre ellas
estadounidenses, y los tanques tipo Sherman que invirtieron el rumbo de la guerra de forma irreversible. A
mediados de agosto, el Eje interceptó un convoy con destino a Malta, su última victoria, ya que unos días
después eran echados a pique casi todos los mercantes italianos que abastecían al Afrikakorps.
El Alamein
Rommel ordenará su última gran ofensiva para dominar las alturas de Alam−el−Halfa, llave del desfiladero de
El Alamein, que estaba minado y fortificado por Auchinleck y luego por Montgomery, que colocó en ella a la
44 División recién llegada de Inglaterra y bien entrenada. Rommel disponía de poca superioridad de hombres,
no extensible a cañones, tanques y aviación. Durante una semana (30 de agosto−4 de septiembre) se libraría
una cruenta batalla, en la que la táctica de Rommel de envolver al enemigo no funcionó debido a los ataques
de la R.A.F. y de los tanques y al encontrarse frente a Montgomery y al VIII Ejército que había previsto la
maniobra de Rommel. El 2 de septiembre el Afrikakorps se batía en retirada. La depresión de Al−Qatara se
convirtió en el segundo refugio de Rommel y allí tuvo que establecer una línea defensiva en contra de su
gusto, dividiendo sus panzers en grupos de combate. Rommel incurrió en un error ante la dificultad de su
posición y tampoco podía sorprender a un enemigo creciente conocedor de sus estrategias. Cuando Rommel
se retiró a Alemania, agotado, la victoria abandonó al Afrikakorps.
El triunfo estaba ya decidido cuando Estados Unidos preparó una flota de 500 navíos y 250 de transporte para
desembarcar en el Norte de África. Este segundo frente fue lo que salvó a Japón, al diversificar los esfuerzos
de sus adversarios, pero además, en la guerra planetaria se había decidido que Alemania fuera lo primero. El
23 octubre de 1943, momento de la ofensiva británica, Montgomery era superior en fuerzas al Eje, 1.440
tanques de los modelos Grant y Sherman frente a 550 y 1.500 aviones frente a 350.
Rommel comprendió la superioridad material del enemigo y planteó una estrategia defensiva, colocando los
panzers en la retaguardia y también ordenó, antes de partir a Alemania, la siembra de un número increíble de
minas y trampas explosivas, los llamados jardines del diablo, pero no pudo paliar la escasez de combustible y
municiones de sus tropas. En este momento, el Mediterráneo estaba en manos de la Royal Navy, la R.A.F. y
los bombarderos estadounidenses, que se cobraban numerosas piezas que impedían mantener las fuerzas del
Eje en estado de combate.
La superioridad de medios y hombres (230.000 frente a 80.000), la ausencia de Rommel al principio del
ataque, el pésimo servicio de información alemán al que la R.A.F. no permitía realizar vuelos de
reconocimiento y el genio de Montgomery, que había estudiado profundamente las tácticas de Rommel
hicieron que, tras diez días de combate, la victoria se decantase de parte del bando aliado. Perforada la línea
del Eje, cuando Rommel se hizo cargo de las tropas el día 26 concentró sus fuerzas y lanzó un ataque con los
restos de sus divisiones panzer para romper el saliente inglés. Sus tanques fueron machacados por el fuego de
artillería y los bombardeos fracasando sus dos contraofensivas. El 2 de noviembre los británicos atacaron el
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punto de sutura entre germanos e italianos (Operación Supercharge). Los ataques germanos fracasaron y los
aliados abrieron un corredor de 25 Km rompiendo en dos el frente del Eje. El 6 de noviembre el general
Alexander, comandante en jefe de Oriente Medio, envió un telegrama a Churchill anunciándole que echara las
campanas al vuelo, pues sólo había 13,650 bajas.
25.000 fueron las bajas de Rommel, en una retirada hecha de forma organizada, pero en la que fueron hechos
prisioneros 75.000 hombres por falta de vehículos, una retirada que se vio favorecida por la lluvia torrencial
que impidió el avance de los aliados, en la que se salvaba lo que podía ser útil, pero en la que los aliados se
cobraron 100.000 piezas de artillería y la práctica totalidad de los tanques, dejados a lo largo de 1.300 Km
Durante la persecución Montgomery empleó la misma táctica de su adversario en 1942. A la permanente
amenaza de envolvimiento por su flanco izquierdo, Rommel respondió con trampas, retrocesos y huidas
ingeniosas, logrando su objetivo, poner a salvo las tropas del Afrikakorps (100.000 alemanes y 25.000
italianos), cuyos veteranos podían dar juego en Europa. El 23 de enero de 1943 Trípoli cayó en manos de los
ingleses.
La Operación Torch
El 8 de noviembre de 1942 comenzó la operación Torch: se produjo el desembarco del I Ejército americano
en Casablanca y en otros puntos de la costa mediterránea bajo la soberanía de la Francia de Vichy, con el fin
de coger por la espalda a los germano−italianos. Cuando Rommel se enteró, comprendió que su ejército
estaba encerrado en una trampa y solicitó a Hitler el reembarque del Afrikakorps y de todos los soldados del
Eje. Pero tanto Hitler como Mussolini tomaron una decisión opuesta, ante el éxito de Rommel al establecer las
defensas en Mareth. Aprovechando una construcción francesa de los años treinta concibieron la posibilidad de
vencer, de manera que enviaron más tropas y reforzaron los efectivos aéreos y terrestres. En el mismo
noviembre enviaron dos regimientos aerotransportados y un batallón de ingenieros, constituyendo una
división. En diciembre entró en combate la I División panzer, un mes después la 344 de infantería, y luego,
junto al batallón de tanques pesados 501, la división acorazada Hermann Göering. El mando alemán lo recibió
el general Nehring, luego Von Arnim y al final Rommel.
Junto con la línea de Mareth, las montañas que rodean la llanura de Túnez serían el principal objetivo
germano. En los pasos de esas montañas se establecería la 334 División, siendo un lugar bélico por excelencia
hasta el fin del Eje en África, ya que aprovechando las defensas naturales se excavaron pozos de
ametralladoras y morteros. Esta zona es un lugar donde americanos, británicos y alemanes combatieron con
gran ardor.
El desembarco en los puertos de Marruecos y Argelia, dirigido por Eisenhower, cogió por sorpresa al Eje,
cuya marina y aviación no detectaron el convoy que transportaba desde las costas estadounidenses, inglesas e
irlandesas a las tropas angloamericanas. La operación tuvo éxito, evidenciando el potencial de los americanos,
pero el despliegue inicial cosechó varios fracasos que estuvieron a punto de dar al traste con la operación.
En noviembre de 1942, la Francia norteafricana era un hervidero de tensiones, la causa gaullista no contaba
con simpatías ni de civiles ni de militares, y no se cuestionaba la legitimidad del gobierno del mariscal Petain.
Los primeros contactos políticos se efectuaron a través de los consulados norteamericanos en el Magreb entre
emisarios aliados y las esferas antigermanas de la administración y el ejército, contactos llenos de
malentendidos y en los que intervino una densa red de espionaje, así como personajes poco definidos en sus
posturas.
La primera postura de las autoridades galas fue la de resistir, sobre todo en Orán y Argel, donde los soldados
yanquis sufrieron reveses en sus desembarcos. La intervención del almirante Darlan, que casualmente residía
en Argel, decantó la causa a favor de los aliados. Darlan gestionó con el representante norteamericano
Murphy y el general Juin el paso de la administración y el ejército a las nuevas banderas. Lo mismo sucedió
con el general Nogués en Marruecos, el almirante Esteva en Túnez y el gobernador de Senegal, Boisson.
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La situación era especialmente confusa, pero comenzó a aclararse tras el asesinato del almirante Darlan (24 de
diciembre de 1942), a manos de Bonin de la Chapelle, un joven que lo consideraba sospechoso de doble
juego. La presencia de Churchill y Roosevelt en Casablanca, entre el 14 y el 23 de enero de 1943 para trazar
la política a seguir contra el Eje, logró enfriar las pasiones. Finalmente, el ejército y la administración
franceses acabarían por aceptar el gobierno del Comité Francés de Liberación Nacional, presidido como un
primus inter pares por De Gaulle que, aunque no era bien visto por los norteamericanos, acabó por imponerse.
En agosto, el Comité fue reconocido por los Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Rusia, China y los
estados de Iberoamérica.
Esta situación disminuyó la actividad de la operación Torch, dando lugar a que las tropas del Eje se hicieran
fuertes en las murallas que rodeaban Túnez, aprovechando las construcciones francesas. Desde allí se lanzaron
ataques contra el VIII Ejército de Montgomery, el XIX francés o el I americano. Rommel lanzó ofensivas
sobre el II Cuerpo de ejército americano, que guarnecía los pasos de la cadena Dorsal, entre ellos Kaserina.
Las divisiones panzer apenas contaban con 300 tanques, pero fueron arrollados los pasos de Faid, Maknassy,
El Guettar y Sidi Bou Zid. Ello fue posible gracias a los esfuerzos del Afrikakorps y a la brillante operación
diversiva sobre Kairuán y Fonduk por parte de Von Arnim.
El 14 de febrero de 1943 presenció la última genialidad de Rommel. Los Sherman americanos persiguieron a
la avanzada blindada de Rommel en su simulado repliegue hacia el punto donde estaban los Flak, lo que
provocó que 80 tanques fueran destruidos en Kaserina. Pero Rommel, con sus fuerzas intactas, recibió la
orden de no lanzarse en campo abierto como pretendía atacando la retaguardia aliada en territorio argelino
obligándoles a replegarse o envolviéndolos. Los aliados se rehicieron y se atrincheraron en los pasos del Gran
Dorsal o Djebel Tebessa.
Rommel no había abandonado sus planes, pero supo que Montgomery se había apostado en la línea de Mareth
el 20 de febrero. Su contraataque del 6 de marzo respondió una vez más a su patrón. Montgomery lo intuyó y
su ala izquierda situada entre Metamen y Medanina se cebó con los tanques del Afrikakorps que no llegaron a
ocupar sus posiciones. La marcha de Rommel el 9 de marzo iniciaba el final de los italo−germanos en Túnez.
Sin posibilidad de reembarque, debido al control aliado del Mediterráneo, las tropas lucharon para capitular
con dignidad. Los restos del Afrikakorps y varias divisiones italianas combatieron con honor. Un ataque del
VIII Ejército británico el 20 de abril se estrelló contra el ala izquierda de Von Arnim, en un intento por abrirse
paso. Los británicos tomaron el Jebel Ang, pero no el Jebel Ahmera.
Quince días después, el general Alexander situaba las mejores divisiones británicas en el centro del
dispositivo enemigo. El asalto frontal de los británicos de la VII División acorazada y la IV División hindú
fue de extrema dureza. Los combates en torno a Jebel Ahmera revistieron especial dureza. Los restos de la
334 división alemana se batieron con fuerza, con una adecuada réplica del 11º de húsares de la VII División
blindada. Roto el frente, el camino de Túnez quedaba abierto y en él se adentraron 200 tanques y 2.000
aviones. El último acto fue el contraataque alemán del 7 de mayo sobre los americanos en Jebel Anckel. Este
mismo día, Túnez dejaba de pertenecer al Eje, al igual que Bizerta, que pasaban a la 9ª División americana.
Era el fin.
Cercados en tierra, tras el último combate en Enfidaville, el 12 de mayo, los generales Von Arnim y Messe
rindieron sus ejércitos. Entre los alemanes, un gran número de soldados, superior a los de Stalingrado,
depondría sus armas, privando a Hitler de muchos efectivos para la Wehrmacht.
LAS CAMPAÑAS DECISIVAS: RUSIA
La expansión del Eje en los Balcanes
Al igual que Hitler ocultó a Mussolini muchos de sus golpes, éste ocultaría a su socio la invasión de Grecia
(28 de octubre de 1940), con el fin de consolidar su posición y suprimir las bases y los aliados de Inglaterra en
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la zona. Aunque las fuerzas italianas eran muy superiores, 27 divisiones frente a 16, el ejército heleno resistió
muy bien, debido a que estaba acostumbrado a combatir en lo escarpado del terreno y a la brillante dirección
del general Metaxas, muerto el 28 de enero de 1941, y del general Papagos, comandante en jefe. La moral
italiana se resquebrajó muy pronto y Hitler se vio obligado a intervenir para impedir el control de los
británicos de Grecia, que habían desembarcado el 7 de marzo tres divisiones al mando del general Wilson.
Hitler se introdujo en el agujero de los Balcanes, un lugar que no era de su agrado.
El temor al bombardeo de los yacimientos rumanos de petróleo y el que los británicos controlaran una zona
decisiva en el ataque de la Wehrmacht a Rusia, hicieron que se retrasara la ofensiva sobre Rusia, llevando a
los ejércitos a los Balcanes, donde sufrirían los efectos de los ataques de las guerrillas yugoslava y griega.
En los Balcanes, Alemania se había atraído a Bulgaria a su órbita gracias a la decisión de su rey Boris I y de
su ejército de adherirse al Pacto Tripartito. Lo mismo esperaba hacer en Rumanía, donde estaba el mariscal
Antonescu, pero no pudo impedir que Rusia se anexionara la Besarabia, debido a la ofensiva en Francia.
Hitler pretendía atraer a Yugoslavia, logrando que firmara el Pacto Tripartito (25 de marzo), pero los sectores
eslavófilos del ejército y anglófilos de la administración y la diplomacia llevaron a cabo una conspiración que
derrocó al regente Pablo y llevó al trono a su sobrino Pedro II, quién nombraría primer ministro al general
Simovich, jefe de los sublevados.
Hitler se sintió engañado y llevó a cabo intensos bombardeos sobre la capital (6−9 de abril) que allanaron el
camino de la invasión. Los germanos cruzaron a través de los territorios de sus aliados húngaros y rumanos y,
desde Austria, Bulgaria y Albania, Von Kleist cortó en dos el sistema de sus enemigos y el 17 de abril el
pueblo yugoslavo se vería cercado. A pesar del pacto entre Pedro II y Stalin del 5 de abril, víspera de la
Operación Castigo, la reacción del Kremlin fue de pasividad y servilismo frente a Berlín.
Grecia fue invadida al mismo tiempo que Yugoslavia. Los alemanes irrumpieron en las costas de Macedonia y
Tracia, entrando en contacto con las tropas italianas de Albania, cortando la retirada de los griegos y rodeando
a Wilson. En el Norte la Línea Metaxas no pudo hacer nada ante el rodillo alemán. La encarnizada resistencia
de las tropas griegas ante la avanzada de la Wehrmacht más las panzerdivionen ya que las maniobras
envolventes de ésta le dieron el triunfo. La primera derrota de Yugoslavia, la falta de entendimiento entre
ingleses y helenos y las diferencias de sus altos oficiales provocarían la capitulación del ejército griego en
Salónica, antes de que Mussolini pudiera exigir que la rendición fuera ante una delegación conjunta.
Tras capitular el 24 de abril, un segundo Dunkerque pudo suceder sobre los británicos. Gracias a las
consecuencias de la batalla de Matapán, 50.000 hombres pudieron reembarcarse pese a la persecución de los
paracaidistas alemanes y el hostigamiento de los stukas. Sobre estos paracaidistas recaería la toma de Creta, la
primera vez en la historia que se producía una conquista desde el aire (26−27 de mayo), después de vencer la
resistencia cretense a costa de 5.000 bajas. Suez estaba al alcance de los bombardeos alemanes si se daba el
segundo paso, la ocupación de Chipre. Pero Hitler, aunque tenía un tratado de amistad con Turquía (18 de
junio) se negó a repetir en Chipre lo que había sucedido en Creta. Impresionado por el número de bajas, Hitler
aseguró que la época de los paracaidistas había terminado para siempre.
Hitler redistribuyó el mapa de la zona de los Balcanes, creó el reino de Croacia con soberanía sobre Bosnia y
Herzegovina, se lo dio al italiano duque de Spoleto, que nunca lo aceptó, de manera que el cargo lo ocupó el
siniestro doctor pronazi Aute Pavelic, jefe de la Ustache, que cometió atrocidades con Serbios, ortodoxos,
musulmanes, guerrilleros comunistas y monárquicos. El resto de Yugoslavia quedó despedazada entre
Bulgaria, Hungría, Alemania e Italia. Grecia también fue desmembrada entre Bulgaria, Albania e Italia.
Hitler pensaba que con la desmembración de los Balcanes los condenaría a eterna ingobernabilidad, pero este
pensamiento se volvería en su contra. Las disputas entre Pavelic y Mussolini harían que el primero ayuda a la
guerrilla monárquica. En Grecia surgieron asperezas entre Berlín y Roma, lo que junto al desgaste de la
guerrilla provocó la definitiva conversión de Italia en satélite de Alemania.
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La Operación Barbarroja
Los hombres del OKW se dieron cuenta de que sólo una campaña fulminante podría descoyuntar la osamenta
del Ejército Rojo dando el triunfo a las tropas germanas. Pero la conciencia de su superioridad hizo que los
diseñadores de las campañas infravalorasen los efectivos rusos y su capacidad moral. Algunos de los cerebros
del Estado Mayor alemán como el general Halder, relevado en septiembre de 1942, se dieron cuenta del error
de cálculo, cuando el rumbo de la guerra estaba ya decidido.
Desde que Hitler llegó al poder quedó patente su lucha contra el bolchevismo, pero su prioridad fue la
revisión del Tratado de Versalles. Sin embargo, Hitler sería el hombre que en extensas capas de la sociedad
europea daría una respuesta a la amenaza comunista. Una prueba de ello era el sorprendente aterrizaje de
Rudolf Hess en Escocia (10 de mayo de 1941), aunque desautorizado por el Führer, mostraba la idea alemana
de buscar una unión frente al comunismo. El pacto firmado entre ambas naciones era sólo un compás de
espera. Hitler pensaba demoler el Kremlin, símbolo de los males que azotaban a Europa. Él se presentaba,
pese a su agnosticismo y su desprecio al cristianismo, se presentaba como el líder de una nueva Cruzada,
emulando las acciones de los caballeros teutónicos, símbolos para la juventud del régimen nacionalsocialista.
Las unidades de las SS estaban completamente fanatizadas, se dejaban llevar por el despliegue ideológico de
Hitler. No tanto se puede decir del ejército regular, las tropas de la Wehrmacht veían la campaña rusa como
una forma de engrandecer sus laureles y poner fin a los apetitos expansionistas del Führer.
Hitler alegó para declarar la guerra que Rusia se preparaba para combatir al III Reich. No estaban faltos de
razón ya que, desde el otoño de 1940, la expansión del Reich había hecho pensar a los dirigentes soviéticos la
posibilidad de una pronta ofensiva. Stalin era consciente del enfrentamiento, pero sus temores a la mala
elección del momento, que hubiera causado su caída y una crisis en el propio régimen, le hicieron vacilar. Esa
duda se tradujo en la forma de preparar los efectivos por parte del Kremlin, sin cobertura logística,
escalonando tropas y pertrechos. Algunos generales alemanes como Rundstedt o Manstein mantenían que los
rusos no habían proyectado la ofensiva, mientras que otros pensaban que no era así. Las mejores y más
nutridas tropas rusas se colocaron en determinados puntos de la frontera occidental, como Bialistok y
Lemberg, dejando desguarnecidas a extensas regiones, pero además no prepararon una línea de cobertura en
caso de repliegue, con obstáculos anticarro. Sin embargo, la concentración de tropas favoreció los discursos
de Hitler ante sus generales.
Pero también los pasos en política internacional de la URRS, como la anexión de Finlandia, se veían como un
reforzamiento ruso ante un enfrentamiento con el III Reich. Los recelos alemanes se fundamentaron cuando, a
finales de junio de 1940, la U.R.S.S. dio un ultimátum a Bucarest para evacuar en cuatro días la Besarabia y
Bucovina. La Rumanía de Carol II, llena de escándalos cortesanos, hubo de someterse al diktat de Rusia. Una
vez que Berlín recuperó su capacidad diplomática, forzó la abdicación de Carol II en septiembre. Antonescu y
el nuevo rey Miguel I no opusieron resistencia a que Alemania enviara tropas motorizadas a Rumanía, que se
encargarían de entrenar al ejército rumano. En ese momento, tanto rumanos como alemanes negaron estar
ejerciendo un protectorado.
Los rusos tomaron ese envío de tropas como una agresión al acuerdo que les unía a Alemania, de manera que,
en las conversaciones de noviembre de 1940, entre el ministro de exteriores ruso Molotov y los jerarcas nazis
sobre su alianza, Hitler intentó que Moscú se desviara hacia el Medio Oriente donde le dejaría manos libres.
Eso reavivaría la enemistad entre Londres y Moscú pero Molotov no hizo caso a Hitler y pretendió garantías
formales de la renuncia del III Reich a un protectorado danubiano y su aceptación de las propuestas rusas de
consolidar su posición en el Báltico y en el Bósforo como en los Balcanes.
Ante el empecinamiento de Molotov, Hitler comprendió que sus aliados querían enfrentarse con las armas, de
manera que retomó su anticomunismo y se convenció de que la agresión a Rusia era una justa guerra
preventiva.
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La invasión de Rusia se realizó a través de un frente de 1.500 Km, con un ejército que muy pronto sería
multilingüe y multirracial, con rumanos, italianos holandeses, eslovacos, españoles, belgas y franceses. Los
preparativos habían sido menos meticulosos que en anteriores campañas, a lo que se añadía la escasez de
conocimientos sobre las infraestructuras de la U.R.S.S.. Durante la República de Weimar, algunos jefes
militares alemanes habían visitado la U.R.S.S. y conocían la disposición del terreno para el empleo de la
táctica de tierra quemada.
Los preparativos y comienzos de la invasión estuvieron en manos de generales y altos jefes, Hitler también
trazaría las líneas de su plan, tomando medidas como el fusilamiento de los comisarios de guerra apresados en
el momento, lo que desagrado a la Wehrmacht pero no a la SS, encargada de la seguridad en la retaguardia.
Las campañas de Rusia adolecieron de falta de claridad, no fueron tan claras como las primeras campañas de
1940−41. Las injerencias y vacilaciones de Hitler por un lado y las disputas entre los generales fueron
principales factores de ello. Al final las relaciones serían más tensas, ya que Hitler, Keitel y Jodl declinaron la
responsabilidad del fracaso en Brauchitsch y Halder. También las panzerdivisionen eran objeto de discusiones
entre los cuadros castrenses.
Había dos formas de atacar: entrar hasta los centros neurálgicos y destruir la capacidad de respuesta del
enemigo, o conquistar el terreno, embolsando al contrario, táctica en la que los alemanes eran consumados
maestros. Hitler se decantó por ésta. Pero la desigualdad demográfica era muy grande, de manera que a Stalin
nunca le faltaron combatientes pese a las pérdidas. La táctica rusa era espacio y hombres a cambio de tiempo.
Fue empleada hasta que la batalla de Moscú le mostró la imposibilidad de mantenerla, ante el riesgo de
desplome del Estado soviético. Hitler y sus generales plantearon una estrategia que iba a destruir los puntos
neurálgicos del ejército enemigo, provocando su desplome en un tiempo muy corto, antes de la llegada del
general invierno.
Tres fueron las metas marcadas por la Wehrmacht al invadir la U.R.S.S. el 22 de junio de 1941 a las 5 h. 40´.
El Grupo de Cuerpos del Ejército Norte, al mando de Von Leeb, tendría que apoderarse de Leningrado, el
Grupo de Cuerpos del Ejército Centro, dirigido por Von Bock, tendría que penetrar hacia Moscú y, por
último, el Grupo de Cuerpos del Ejército Sur, al mando de Von Rundstedt, tendría que dominar el Bajo
Dnieper y Ucrania. Se concentraron el 70 % de los contingentes germanos (cerca de 4.000 aparatos) pero esta
cantidad resultó escasa. Si en Francia, diez aviones cubrían 1,5 Km/h, en Rusia sólo podían hacerlo dos. Los
alemanes también tuvieron escasez de vehículos, por lo que el 40 % de sus divisiones usaron vehículos
capturados en Francia.
En un principio serían doce ejércitos rusos los que resistirían la embestida inicial de la Wehrmacht, pronto
reforzadas con más efectivos, con una potencia de fuego tal que harían de los combates en Rusia los de mayor
volumen e intensidad de la historia. Pese a los éxitos conseguidos al principio, el verano transcurrió sin
incidentes importantes. Con la aviación enemiga destruida, los cálculos de Hitler no se cumplieron,
elevándose el número de bajas al 10 %. Los ejércitos rusos se batían al límite de sus fuerzas y pronto la
geogR.A.F.ía del país jugó un papel determinante. El otoño llegó pronto, con su mar de lodo, provocando que
los vehículos ligeros alemanes, desprovistos de orugas, quedasen atascados, perdiendo el factor sorpresa.
Aunque la Wehrmacht fue recibida bien en algunas poblaciones de la Rusia Blanca, no fueron vistos como
libertadores y la guerrilla pronto empezó a inquietarles.
Las torpezas de sus directrices colaborarían a su ralentización. Hitler intervendría situando los nuevos
objetivos. Así, colocará en Kiev el objetivo principal, pero también ordenará a las puntas de flecha de la
Wehrmacht que cambiaran el lugar de ataque, de Leningrado a Kiev o de Crimea en ayuda de Von Bock hacia
Moscú. Von Rundstedt franquearía los pantanos del Pripet, ampliando el cerco de cierre, lo que permitió a las
tropas rusas escapar (30 de junio). Después de vencer en Besarabia y Bucovina, los soldados de Rundstedt
rompieron la Línea Stalin obligando a capitular al mariscal Budienng en Uma (10−12 de agosto). Llegando al
Mar Negro el 18 de agosto una maniobra envolvente le permitió apoderarse de Kiev el 19 de septiembre.
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El Grupo de Cuerpos del Ejército Centro de Von Bock, donde estaban Guderian y Hoth triunfaba en los
choques de Bialistok y Minsk (29 de junio). Los rusos se retiraron hacia la Línea Stalin, que fue rota por los
alemanes entre Vitelsk y Orcha, entrando en Smolensko el 16 de julio. Allí permanecería Von Bock retenido
durante dos meses por orden de Hitler, que enviaría a los panzer de Guderian al Sur con Von Rundstedt.
En cuanto al Grupo de Cuerpos del Ejército Norte, los contraataques rusos no pudieron impedir su
establecimiento en Riga, llegando a Leningrado, que cercarían, y a las minas de Petsamo. Pero las tropas del
general Dietel no pudieron tomar el puerto y la base de Murmanks. Los últimos avances alemanes fueron
posibles al contar con los blindados del Ejército Centro. Sin embargo, eran victorias que no ocultaban que, al
cabo de cien días, los principales objetivos no se habían alcanzado.
La llegada del invierno
A la llegada de las lluvias otoñales, el cerco de Leningrado esta lejos de provocar su caída. Moscú era un
objetivo lejano, pero los alemanes avanzaron en su afán de conquistarla en la Operación Tifón (2 de octubre).
Las tropas alemanas englobaban a un millón de hombres, 1.700 tanques y 1.900 piezas de artillería y
morteros, junto con la Segunda Escuadra Aérea de Kesselring, frente al 40 % de los contingentes terrestres
soviéticos y el 30 % de sus carros y aviones y el 50 % de su artillería.
Tres cuerpos de ejército y los panzer en las alas envolvieron a las tropas de los mariscales Timoschenko y
Vorochilov, encargadas de cerrarles el paso, haciendo 600.000 prisioneros. Los alemanes tomaron las
ciudades de Brianks, Viazma, Oirol, Kalinin y Kaluga. Las formaciones germano−rumanas cruzaban el Bajo
Dnieper y cercaban a los rusos en Bordiansk. Con esto, tomaban los grandes centros fabriles de Bielgorod,
Jarkov, Stalinin y la orilla occidental del Mar Azov. Von Manstein avanzaba hacia Odessa, llegando a poner
sitio a Sebastopol. En el Norte, Leningrado quedaba aislado por los ataques de germanos y finlandeses. Sólo
un estrecho pasillo por el helado Ladoga comunicaba la ciudad con el resto del país.
1,5 millones de km2 estaban en poder del III Reich, al terminar el mes de octubre. Sólo 500 aviones alemanes
podían volar, los tanques quedaban varados sin repuestos, los vehículos motorizados se usaban en beneficio
de los carro, pero la progresión no era normal. Otro factor del debilitamiento germano fue el clima,
especialmente duro a finales de 1941 (−20º el 30 de noviembre, −40º el 4 de diciembre y − 45º el día 6). Frío
soportado por las tropas de la Wehrmacht que no contaban con un equipo adecuado para el invierno por culpa
de Hitler, que les encomendó una misión imposible de cumplir con sus medios.
La resistencia rusa es otro factor que explica la lentitud de la penúltima fase de la Batalla de Moscú. Stalin y
el general Zukov formaron un binomio perfectamente acoplado, que aplicó su poder de decisión y energía a
unas tropas a punto de quebrarse en octubre. Zukov pensaba que una victoria rusa provocaría el fin de la
Blitzkrieg e invertiría el duelo germano−soviético. Sus dotes como estratega, el sacrificio del XVI Cuerpo de
Ejército de Rokossovski y la resistencia en la línea defensiva de Moscú, favoreció la llegada de tropas de
refresco desde el interior del país. El movimiento de cerco de Moscú, con las tomas de Klin e Istra, fracasó en
el intento de cerrar la tenaza, aunque la 258 División germana se adentró en los suburbios de Moscú (5 de
diciembre). Un ataque de Zukov disipó los flancos alemanes y acabó con las amenazas sobre la capital de la
U.R.S.S..
La Batalla de Moscú acabó con unas cifras aterradoras: 200.000 muertos y prisioneros, 1.000 tanques y 1.500
piezas de artillería cayeron en poder ruso. El descalabro alemán se debió también a las victorias rusas en el
Sur a finales de noviembre, que provocaron que los alemanes rebajaran la presión sobre la capital. Von
Rundstedt decidió una retirada hacia el río Minus frente al avance ruso, pero Hitler no estaba de acuerdo y lo
relevó.
A comienzos de 1942, Stalin decidió lanzar una ofensiva en todos los frentes, a la que se opuso Zukov que
prefería centrar los ataques en el Grupo de Cuerpos del Ejército Centro, mandado por Von Klugue, sustituto
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de Von Bock. A pesar de los éxitos del ataque no hubo ningún logro resonante. Gracias a la debilidad
germana, Hitler destituyó a los generales a los que consideraba culpables de la detención de la Wehrmacht, de
manera que lo que era un repliegue se convirtió en una retirada.
La táctica erizo impuesta por Hitler lograría el hundimiento de todo el frente, mientras que el Ejército Rojo
había avanzado más de 250 Km en algunas zonas. La historia se había olvidado y Rusia se convertía en una
tumba para sus nuevos atacantes. Las pérdidas de la Wehrmacht en 1941 eran de 830.403 hombres.
La resistencia rusa fue una hazaña magistral. Al principio, Stalin se negaba a aceptar las violaciones del
tratado de 1939, pero una vez que entró en el conflicto convirtió la guerra en la gran guerra patriótica. Stalin
retomó todos los símbolos de la vieja Rusia, incluso de la época de los Romanov y restableció la iglesia
ortodoxa. En la propaganda, Stalin aparece como un guía paternal y no como un dictador. En estos momentos
era Rusia y no sólo el comunismo la amenazada de muerte. La población rusa trabajó al límite de sus fuerzas
para dotar a su ejército de medios con los que poder hacer frente al enemigo. Aunque las industrias rusas
cayeron en poder de la Wehrmacht, algunas otras se salvaron en el último momento, trasladándose más allá de
los Urales, donde se creó todo un arsenal. Por otro lado, hubo jefes con gran pericia que salvaron el vacío
generacional de los generales sacrificados por Stalin.
Un elemento que sorprendió a los alemanes fueron los enormes recursos de los rusos, incluso en el terreno del
armamento, con armas muchas veces superiores a las propias, como era el caso de la artillería, pero sobre todo
los tanques y también la aviación. La U.R.S.S. había visto descender su producción de forma alarmante, pero
la recuperación rusa fue increíble. Un elemento a destacar es la ayuda prestada a los rusos desde el exterior.
La ayuda de las marinas inglesa y norteamericana fue crucial abasteciendo a la U.R.S.S. de todo de pertrechos
y alimentos a través de las rutas del Ártico. En las ofensivas rusas eran surtidos de vehículos por parte de los
americanos, muy favorables al tío Joe (Stalin), al que pretendían arrastrar a la democracia cuando acabara el
conflicto.
El Pacto Antikomintern no preveía un enfrentamiento entre la U.R.S.S. y Japón en caso de guerra entre Moscú
y Berlín, de manera que Stalin se dio cuenta del momento crucial para trasladar sus tropas de Manchuria al
frente de Moscú, a comienzos de diciembre de 1941. La situación en Asia se estableció tras el acuerdo entre el
Kremlin y el Mikado en abril de 1941. Pero la situación rusa seguía siendo igual de dura. En la campaña del
invierno de 1941−1942, las bajas por congelación en la Wehrmacht fueron superiores a las causadas por el
enemigo. Aún así, los soldados germanos se batieron con fuerza, pero la réplica rusa fue mejor, ya que los
soldados rusos tenían una capacidad de abnegación nunca vista hasta entonces. Las deserciones rusas fueron
escasas y, aunque se suprimieron temporalmente los comisarios políticos en 1940, no eran sus amenazas las
que hacían avanzar y resistir a los soldados rusos. Era el pueblo herido en su orgullo nacional el que resistía
en la guerra.
En el verano de1942, la Wehrmacht llevaría a cabo sus últimas operaciones. El 12 de mayo de 1941 se
iniciaba la ofensiva rusa, pero el mariscal Timoschenko se encontró con un contraataque alemán y lo resistió
hasta el final. Stalin estaba convencido de que el objetivo de Hitler era Moscú y no estaba equivocado. Hitler
pretendía romper Stalingrado para posteriormente, con el abastecimiento roto, atacar a los ejércitos que
defendían Moscú.
Después del éxito de mayo−junio, los germanos eligieron penetrar por la zona de Kurks−Jarkov, más
desprotegida por el traslado de tropas germanas al sector de Orel. Los alemanes lograron al final establecer
una cabeza de puente sobre el Don. Otra penetración se produjo por la zona de Riej, estableciéndose allí un
gran contingente ruso ante el temor de que la Wehrmacht retomara el camino de Moscú. Sin embargo, los
germanos intentaron una maniobra de cerco, desde la orilla derecha del Don, y avanzaron hacia el Sur para
cercar a las tropas rusas al Oeste de Stalingrado. En el último momento la maniobra no funcionó ya que el
mariscal Timoschenko se replegó con sus tropas. Aunque la Wehrmacht eliminó la cabeza de puente sobre el
Don, la operación había fracasado, ya que las tropas rusas habían conseguido escapar antes de cerrarse la
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pinza.
Las tropas alemanas se dieron cuenta de la imposibilidad de acabar con las tropas rusas, que eran mayores y
mejor equipadas, de manera que Hitler decidió colapsarlas por la ruina económica. Así ocupó las cuencas del
Don y el Donetz, el trigo de Konbany y el petróleo caucasiano. En estos momentos, Hitler ya no pensaba en
hincar de rodillas a Stalin, y una paz era bien vista por japoneses e italianos. También los ejércitos alemanes
del Norte y del Centro no respondían, así que no se produjo el ataque contra Leningrado que Hitler quería
antes de otoño.
El VI Ejército mecanizado de Von Paulus, con unos 300.000 hombres, debería consolidar las conquistas del I
y IV Ejércitos panzer con la toma de Stalingrado, ciudad industrial en la orilla derecha del Volga, desde donde
los rusos podían entorpecer el avance alemán por el Don Inferior y el Cáucaso. El mes de agosto volvió a ser
clave, pero las conquistas de amplios territorios y los éxitos resonantes alemanes no produjeron el colapso
ruso. Los éxitos, e incluso la Operación Azul, no habían logrado conseguir los objetivos, de manera que el
temor y el pesimismo se adueñaron de la máquina militar germana. Los embolsamientos se habían reducido
en 1942. Por otro lado, el general Von Kleist, sustituto de Von List, necesitado de carburante, se apoderaba de
los campos petrolíferos de Bakú. El frente meridional se extendía a más de 1.000 Km en una región más
desprovista de comunicaciones. Al igual que la ocupación de Stalingrado por el VI Ejército a mediados de
septiembre era casi imposible. En ella se combatía en las calles, los sótanos e incluso en las alcantarillas y un
edificio llegó a disputarse durante 58 días.
Stalingrado y sus consecuencias
La batalla de Stalingrado (23 de octubre−4 de noviembre de 1942) fue utilizada por la propaganda de uno y
otro bando, pero no tardó en convertirse en un holocausto para los contendientes. Hartos de que Von Paulus la
dominase, los rusos lanzaban el 29 de octubre un ataque envolvente al sur y al norte de la ciudad contra los
dos flancos del VI Ejército. La Stavka había optado por reforzar los flancos más que por enviar refuerzos a la
capital, ya que eran bombardeados por los aviones alemanes. La Stavka acumuló más de un millón de
hombres para su contraofensiva, temida por el OKH desde agosto, y es que Stalingrado estaba más cerca del
frente del Ejército Rojo. Tras romper la línea protegida por el IV y V Ejércitos rumanos y ensanchar la brecha
en un área defendida por los italianos, una vez cortada la línea férrea al sur de Tikhoretsh y del Mar Negro, la
ofensiva cercó a las tropas de Von Paulus en dos bolsas. Todas las rutas de acceso estaban cortadas, Von
Paulus pidió ayuda a Von Manstein, y desde Kotelnikovo, a 125 Km de Stalingrado, partieron la VI División
panzer y la XVI y XVII Divisiones motorizadas, hacia el caldero entre el Don y el Volga para abrir un pasillo
a los sitiados alemanes.
Esta operación, llamada Tormenta de Invierno, fracasó a finales de diciembre y no pudo romper el cerco. Por
otro lado, el puente aéreo prometido por Göering no funcionó y el VI Ejército quedó desabastecido,
resistiendo heroicamente un mes, hasta su rendición el 31 de enero de 1943. El 2 de febrero se entregaron
100.000 soldados, 24 generales y 21.500 oficiales al general Vasili Chuikov, De ellos, sólo 5.000 regresarían.
Stalingrado fue la batalla más sangrienta de toda la Segunda Guerra Mundial, así como la más costosa en
vidas humanas, cerca de 2 millones.
Las repercusiones de esta batalla fueron tan numerosas como importantes. Militarmente, las medidas de Von
Manstein como jefe del Cuerpo de Ejércitos del Sur y la retirada de Von Kleist antes de cerrarse el cerco
conseguían paliar las consecuencias de la batalla. Los rusos podían derrumbar el frente meridional alemán
embolsando a las mejores tropas, el kessel−super Stalingrado, pero, con una sabia combinación de repliegues
estratégicos, Manstein logró contener el avance ruso y conservar la península de Crimea, protegiendo las
reservas rumanas de Ploesti, único centro abastecedor del III Reich.
Pero la moral de la Wehrmacht se resintió y sus diferencias con la Luftwaffe se agravaron. Por otro lado, la
importancia de las Waffen−SS, abastecidas de forma preferencial y mimadas por los jerarcas nazis, hizo que
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se dividieran las tropas del III Reich. También, las unidades actuaban ahora de forma casi independiente, lo
que causaba muchos perjuicios en la maquinaria castrense. En ésta, la cadena de mandos ya no actuará como
antes, aumentándose las desconfianzas entre Hitler y los generales. Finalmente, la sangría producida al VI
Ejército hará que la Wehrmacht acuse la llegada de nuevas tropas. En este momento, Hitler movilizó a todos
los varones alemanes entre 15 y 65 años y a las mujeres a partir de 25.
Por otro lado, los alemanes empezaron a reclutar trabajadores en las zonas ocupadas, como era el caso de
Francia, con un proletariado muy cualificado, lo que provocó tensas relaciones entre Vichy y Berlín, todo ello
para dar impulso a la industria bélica. Se llegará incluso al chantaje, a la liberación de prisioneros a cambio de
mano de obra para saciar la demanda de las fábricas alemanas. Esto provocó una situación dramática, sobre
todo por la suerte de los cerca de millón y medio de prisioneros galos en Alemania.
La mano de obra alemana se incrementó tras Stalingrado, demandada por el Ministerio de Armamento y
Producción de la Guerra, así como por los grandes patrones de la industria. La búsqueda de obreros
extranjeros por medios casi siempre violentos, dirigida por Sauckel, llevó a éste a confesar en Nuremberg que
de 5 millones de obreros sólo 200.000 se enrolaron de forma voluntaria, y muchos eran prisioneros en los
campos de concentración adscritos a las industrias estatales. La SS se convirtió con esa mano de obra en una
potencia económica, de manera que el sistema productivo alemán pasó a depender de Himmler. Se puede
decir que todo el Estado dependía de la producción de la SS.
Los movimientos clandestinos y de resistencia a la ocupación alemana vieron incrementarse sus afiliados con
desertores y huidos de las levas que se producían, incluso en los países más respetados por los alemanes como
Francia, Noruega y Bélgica.
Stalingrado puso de manifiesto las contradicciones de una Administración prisionera de su propio mecanismo,
que acabó siendo pánico del desorden y la ineficacia, y es que hasta entonces se trabajaba como en tiempos de
paz, en las fábricas hacía poco que se había implantado el sistema de ocho horas. Stalingrado supuso también
el despertar de una sociedad adormecida por sus demagogos dirigentes y también puso a funcionar a una
sociedad como la germana, que intentaba dotar de mayor fuerza bélica a sus tropas en un conflicto que había
cambiado de signo.
Stalingrado también tuvo unos efectos a escala internacional. Turquía se olvidó de cualquier veleidad bélica,
mientras que en Francia y Yugoslavia provocó un importante sentimiento al observar que Alemania era
vulnerable. Este hecho, junto con los desembarcos en el norte de África (11 de noviembre de 1942), en
posesión de Vichy, hicieron que Francia se convirtiera en un Estado satélite y que su opinión pública
abandonase el attentisme de Petain. En Rumanía se fortaleció la Corona de Miguel I, mientras que en Bulgaria
era Boris I el que reafirmaba su actitud hacia la U.R.S.S.. En Hungría Horthy barajaba la derrota nazi y
tomaba medidas en consecuencia, concluyendo un acuerdo secreto con Gran Bretaña. Rumanía y Hungría
entraron también en negociaciones ante el temor de la marea eslava.
La diplomacia italiana también jugaba un papel importante, buscaba la presión de las cancillerías danubianas
sobre Berlín para que ésta firmara una paz con la U.R.S.S.. Pero Hitler hizo ver a Mussolini lo imposible de
esta paz, ya que la U.R.S.S. no descansaría hasta aniquilar al Eje. Entonces, Mussolini inició una reforma del
Estado fascista para poder salvarlo, ya que estaba minado en su moral y en lo material. Así, cesó a 11
ministros el 8 de febrero de 1943. Fue éste uno de los coletazos más fuertes de Stalingrado. En Japón surgió
una corriente favorable a un nuevo pacto germano−soviético, aunque Von Ribbentrop lo negara.
La derrota también tuvo efectos en los países neutrales. El caso más claro fue España, donde Franco le dirigió
un mensaje al premier británico, pintando con tintes muy negros el futuro del mundo. Franco pedía una paz
negociada con las democracias, ya que temía que el avance ruso fuera un peligro para Europa. Desde
Inglaterra se le contestó que ella salvaguardaría a Europa. También países como Bolivia, Colombia, México o
Brasil declararon la guerra al III Reich, conscientes del pronto triunfo de los aliados. Franco modificó su
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postura, pasó de la no−beligerancia a la neutralidad y además disolvió la División Azul el 17 de noviembre de
1943.
La victoria de Stalingrado provocó en la U.R.S.S. la instauración de la orden militar de dicha ciudad, también
volvieron los galones dorados a los uniformes y algunas costumbres del ejército zarista. Stalin hizo uso del
nacionalismo a ultranza, asombrando incluso a los observadores extranjeros, fomentó el racionalismo ruso
frente a la barbarie germana. También reforzó sus relaciones con los aliados y así declaró disuelta la III
Internacional fundada por Lenin en 1919. En las resistencias francesas e italianas, los comunistas tomaron la
batuta dentro de una euforia, conectada con la unión entre los católicos y liberales antifascistas.
El triunfo de Stalingrado reforzó a Stalin, que se había proclamado mariscal y jefe de unos ejércitos que había
llevado a la victoria. La lucha entre dos países, U.R.S.S.y Alemania, y dos dictadores, dio como vencedor al
comunismo, pero también el Partido Comunista y sus miembros gozaron del triunfo. También en Occidente se
produjo todo un impacto: el mundo occidental se había visto superado por los rusos, con lo cual se cernía
sobre Europa el peligro asiático. Sin embargo, no puede pasarse por alto la ayuda prestada por británicos y
americanos a la U.R.S.S.
Todos los estudiosos coinciden en afirmar que se observan dos momentos en el declive del Eje: El Alamein y
Stalingrado. En 1939 el ejército alemán era el más fuerte de Europa, pero tres años después, la Blitzkrieg, el
panzer y el stuka habían perdido su superioridad, no sólo frente a la maquinaria americana, sino también
frente a la rusa. Aunque los alemanes pusieron a funcionar su maquinaria bélica, sus ingenios no superaban a
los soviéticos. Incluso en la última ofensiva de la Wehrmacht (Kursk), se vieron sorprendidos por los tanques
soviéticos, como el Iosiv Stalin, o aviones como el caza Yak. Otro elemento que llamó la atención fue la
facilidad rusa para reconstruir los daños en infraestructuras a para atravesar los accidentes geográficos.
La contraofensiva rusa: Kursk
Hitler y su Estado Mayor prepararon la campaña de verano en Rusia intentando detener la iniciativa
estratégica soviética. Pero el Führer y sobre todo sus generales sabían que sólo un golpe de suerte podía
obligar a la U.R.S.S. a firmar la paz. El saliente de Kursk, en poder soviético, era una pieza tentadora y, así,
los alemanes plantearon la Operación Ciudadela. Los soviéticos eran conscientes de ello, de manera que
reforzaron la zona con trincheras, campos de minas, 6.000 cañones antitanques y unidades de todo tipo.
Zukov, recién nombrado mariscal tras la victoria de Stalingrado, dirigió la batalla por parte rusa. La llamada
Batalla de los carros, porque en ella participaron 2.800 carros rusos y 1.800 alemanes, se dispuso con brutal
violencia entre los días 4 y 13 de julio de 1943, aplazada varios días por el deseo de Hitler de hacer intervenir
a los Phanter, que darían muy poco juego y se mostrarían muy inferiores a sus adversarios.
Se planteó la operación como una ofensiva convergente contra dos de las posiciones más débiles de los rusos.
En las primeras horas la ofensiva estuvo a punto de decantarse a favor de los alemanes, debido a las
penetraciones en las líneas rusas, pero la resistencia de los rusos lo impediría. La táctica de Zukov de dejar
desgastarse a los alemanes para luego atacarlos con sus reservas dio resultado. Este éxito funcionó, ya que
Zukov se colocó a ambos lados de la línea de ruptura de los alemanes, para luego envolverlos. La
contraofensiva soviética se basaba en ataques simultáneos y conectados a lo largo de toda la línea, impidiendo
que se formaran salientes expuestos a contraataques. Lograba con ello el agotamiento de las reservas,
iniciando una carrera que sólo se frenaría en el corazón de Alemania. Berlín sería conquistada dos años más
tarde por las mismas tropas que se lanzaban en julio de 1943 a los territorios ocupados de su patria.
Tras dura batalla, los rusos recuperaron Orel y Belgorod (5 de agosto), Jarkov, Tangarov, Briansk, Poltava,
Smolensko y el territorio de Kulan. A comienzos de noviembre el Ejército Rojo había llegado al Dnieper,
tomando Kiev. En el Norte, pese a perder Smolensko, los alemanes rechazaron en inferioridad cinco ofensivas
del enemigo entre octubre y diciembre. Un retroceso de 500 Km y un millón de muertos, heridos y prisioneros
fueron las pérdidas del ejército alemán en cuatro meses de embate.
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En su retirada, los ejércitos alemanes retrocedieron ordenadamente, sin temores. Pero las órdenes de Hitler de
resistir no permitieron en muchos casos que se desarrollaran los planes de la Wehrmacht, que sacrificaba
territorios para apuntalar sus líneas. Las bajas alemanas fueron terribles y la U.R.S.S. se convirtió en un
cementerio de la juventud germana. Casi toda la producción y equipo bélicos alemanes se consumieron frente
a los rusos con el único resultado de ralentizar su irrefrenable avance.
La resistencia a ultranza de la Wehrmacht favoreció que Stalin insistiese a los aliados para que abrieran un
segundo frente en Europa, debilitando las defensas alemanas en la U.R.S.S.. Desde el fracasado desembarco
en Dieppe (agosto de 1942) los aliados sacrificaron a 10.000 hombres, aplazando tal operación. Los británicos
conocían la fuerza de la muralla del Atlántico, construida por los alemanes desde el golfo de Vizcaya hasta el
Mar del Norte, y desaconsejaban atacar al III Reich hasta que estuviera realmente debilitado.
LA GUERRA EN EL PACÍFICO
El expansionismo japonés y la globalización del conflicto
A finales de noviembre de 1941 una escuadra japonesa partió de los puertos de su país rumbo al Norte. El día
2 de diciembre el almirante Yamamoto pronunció la clave del ataque a los americanos: Escalar el monte
Mitaka. Al amanecer del domingo 7 de diciembre, el día de la infamia, los 353 aviones torpederos y
bombarderos con protección de cazas tardarían una hora en llegar a su destino. En menos de dos horas, ocho
acorazados, tres cruceros y más de un centenar de aviones de la Pacific Fleet, junto con buques de distinta
índole, habían sido destruidos en la base naval de Pearl Harbour. Al día siguiente, con un voto en contra,
quedó aprobada en el Congreso la declaración de guerra a Japón. Horas después, Italia y Alemania declaraban
la guerra a Estados Unidos. La guerra era ya planetaria.
El ataque japonés se llevó a cabo a la manera nazi, sin previa declaración de guerra y sin aviso, pero tiene sus
orígenes en ciertas medidas que pueden explicarlo. Desde que en 1937, Japón reanudase su conquista de
China, Estados Unidos había iniciado una política diplomático−económica encaminada a barrenar los afanes
imperialistas de Japón, potencia que se estaba convirtiendo en una amenaza para Estados Unidos en Asia y el
Pacífico. Estados Unidos tenía allí un buen mercado de materias primas, y fue debido a la incapacidad del
ejército del Kuomintang del mariscal Chang−Kai−Shek, por lo que Roosevelt decretó el boicot a las
mercancías japonesas. En octubre de 1940 se prohibió exportar maquinaria y productos metalúrgicos a Japón
y, desde finales de junio de 1941, se prohibió la exportación de petróleo.
Tras la capitulación de Francia, Japón logró, no sin amenazas, la ocupación temporal de los territorios
franceses del Norte de Indochina y las regiones septentrionales en julio de 1940. Después los japoneses la
ampliaron a todo el país en julio de 1941, sin suprimir la soberanía de Vichy, aprovechando la invasión
alemana de la U.R.S.S., que eliminaba el peligro de un segundo frente.
El ejército de tierra era su arma más influyente, tanto en el aparato del Estado como en los estratos más
populares de la opinión pública del Japón agrario y campesino. El general Hideki Tojo, ministro de la guerra
en el gabinete del príncipe Konoye (julio de 1940−16 de octubre de 1941), era el campeón de las tesis
belicistas. Esto suponía una amenaza para los territorios anglosajones de Filipinas, Malasia, India etc.,
sirviendo para allanar las dificultades para un entendimiento entre Reino Unido y Estados Unidos. Inglaterra y
Holanda actuaron como Estados Unidos, embargando el petróleo y congelando los bienes japoneses a
comienzos de agosto de 1941. En diciembre, Roosevelt ampliaba a China los privilegios de la Ley de
Préstamo y Arriendo.
Más importante que el frente económico fue el vínculo creado entre las democracias anglosajonas tras la
Conferencia de Terranova. Las conversaciones entre Churchill y Roosevelt junto con sus estados mayores
políticos y militares, dio lugar a un importante documento, la Carta del Atlántico. En él se estipulaba como se
regularía la seguridad mundial tras derrotar a la tiranía nazi. También se trataban asuntos como el principio de
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la seguridad colectiva permanente, el derecho de autodeterminación de los pueblos, la renuncia a expansiones
territoriales, la colaboración económica entre países y el libre acceso a las materias primas etc. La semilla de
la ONU estaba sembrada. Las declaraciones de Roosevelt contra el régimen hitleriano dejaban ver su actitud
frente a las potencias del Pacto Anti−Komintern.
Se pusieron en marcha los preparativos de una guerra naval contra el III Reich. Después de algunos incidentes
entre las marinas alemana y norteamericana, también el Congreso permitió a sus barcos mercantes armarse y
penetrar en puertos beligerantes. De otro lado, había reuniones secretas entre británicos y norteamericanos
para delimitar la estrategia a seguir por los Estados Unidos en el conflicto. La posición cobeligerante de
Roosevelt le afianzaba en su ofensiva táctica contra el Japón. Sin combustible, la industria militar y civil del
Tenno se agotaba. Aunque Japón había acumulado petróleo, la ruina estaba a un paso, mientras que las
negociaciones diplomáticas eran mínimas. La guerra se aproximaba.
Roosevelt lo entendió así y, en la primavera de 1941, la escuadra norteamericana de California fue enviada a
las islas Hawai. La historiogR.A.F.ía apunta que Roosevelt estaba provocando al Japón para que rompiera las
hostilidades y, ante la política de hechos consumados, que la opinión pública no tuviera que responder más
que con la guerra. Pero no podemos olvidar la fiebre belicista que invadía Japón. En el otoño de 1941, Koneye
intentó negociar un acuerdo con Washington que dilatara la ruptura de las hostilidades, pero fracaso, ya que lo
único que encontró fue un semi−ultimátum con respecto a la presencia nipona en China e Indochina, los
llamados Diez puntos del secretario de Estado norteamericano Cordell Hull. Esto desacreditó a los pacifistas
nipones y alentó las tesis más belicistas. Pero incluso los más favorables al expansionismo de su país, lo veían
desde un punto de vista defensivo. Sólo conquistando extensos y vitales territorios cabría la posibilidad de
obligar a Estados Unidos a una paz inducida por su opinión pública, reacia a enfrascarse en aventuras bélicas
de entidad. En esta coyuntura, la superioridad norteamericana acabaría por imponerse.
Las conquistas niponas (1941−42)
Los hombres del Gran Cuartel Imperial acabaron por diseñar el mapa del Japón que aspiraban a construir. La
línea externa de la defensa nipona se extendería desde las Aleutianas hasta el sudeste de Australia, dejando las
islas Hawai como la máxima avanzada de Estados Unidos. Desde Birmania a Mongolia se extendería el otro
eje del perímetro. Otra línea defensiva iría desde los archipiélagos alemanes en poder de Tokio hasta la China
continental. La conquista de las Indias Orientales holandesas proporcionaría al nuevo Estado los productos y
materias primas necesarios.
En el plano militar, la marina de guerra japonesa era la más moderna y equilibrada y su aviación tenía unas
características similares de innovación y fuerza. En cuanto a sus fuerzas de tierra, no eran muy numerosas
pero estaban bien equipadas y entrenadas. Únicamente su deficiente intendencia y su inexistente sanidad
empobrecían un panorama muy brillante. Lo desigual del duelo hacía que Japón se tuviera que lanzar a un
Blitzkrieg asiática. En menos de un semestre, 400 millones de seres y un dilatado territorio continental e
insular caían en sus manos, con un saldo de 15.000 bajas. La conjunción de las tres fuerzas se realizó sin
fisuras y con eficacia. Sobre la aviación y la flota recayó el peso principal de las operaciones iniciales. En
Filipinas, primer punto, tras incorporarse Hong Kong (10−25 de diciembre), la ofensiva aérea tuvo lugar
pocas horas después de Pearl Harbour, con un éxito similar, pues los aviones enemigos fueron destruidos en
tierra tras los bombardeos de Filipinas y Cavite. También, los torpedos aéreos japoneses destruirían al núcleo
de la Marina inglesa, el acorazado Prince of Wales y el crucero Repulse, junto con cuatro destructores. La Far
Eastern Fleet había dejado de existir en unas horas.
El gobierno tailandés aceptó la petición de paso del ejército japonés para ocupar Birmania y un protectorado
nipón. En Birmania la lucha sería dura pero desigual y, tras la caída de Rangún, puerto de entrada para el
avituallamiento de la China nacionalista, los británicos tuvieron que retirarse a las montañas que establecían la
frontera con la India. Las tropas del Mikado no se atrevieron a lanzarse al asalto de la India, aunque figuraba
en los proyectos más ilusionados de los círculos ultra nacionalistas y panasiáticos. Las fuerzas de Yamashita
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encargadas de apoderarse de la península malaya y la plaza fuerte de Singapur demostraron en su avance su
perfecta adaptación a la lucha en la jungla y a la lucha nocturna, preferida en todo momento por el Mikado. La
plaza fuerte de Singapur cayó tras una penetración por tierra (15 de febrero de 1942). En palabras de
Churchill, era la mayor derrota militar inglesa de todos los tiempos, pues cayeron prisioneros 160.000
soldados.
Al mismo tiempo se consolidaba el dominio nipón sobre las posesiones holandesas de Borneo y Célebes, tras
caer en su poder Nueva Irlanda, Nueva Inglaterra y la base de Raboul en Nueva Bretaña. Ante el inminente
ataque a las Indias Orientales holandesas, el almirante holandés Doorman, al mando de la flota aliada de los
Mares del Sur, entablaría la batalla del Mar de Java. La superioridad nipona fue abrumadora destruyendo toda
la flota aliada. El siguiente paso fue destruir todos los barcos que se acercaban a Austria en los estrechos de
Sonda y Bali. Los japoneses desembarcaron en Java por tres sitios diferentes, y el 8 de marzo de 1942, ésta
había caído. A últimos de mes, en Sumatra y las islas de su costa meridional sucedió lo mismo. En las horas
siguientes caerían las islas de Buka, Bougainville, en el archipiélago de las Salamón, Marcus en el
archipiélago del Almirantazgo y cerrando su anillo la base de Raboul.
En Filipinas también se impusieron. Desembarcados en tres puntos, al día siguiente de Pearl Harbour, los
japoneses superaron a las divisiones americanas y filipinas al mando del general Mac Arthur, quién ordenaría
la Operación Naranja 3, retirándose a la península de Bataán, protegida por la isla fortaleza de Corregidor. El
3 de enero de 1942, Jolo cayó en poder de las tropas japonesas y dos meses más tarde Cebú y Panay. A
comienzo de mayo, el general Wainwright, sustituto de Mac Arthur, se rindió después de agotar sus
provisiones y pertrechos ante el desembarco de las tropas japonesas en la isla de Corregidor. La rendición de
la península de Bataán, seguida de la ocupación de la isla de Palawan, supuso el final de las grandes acciones
de la guerra relámpago japonesa. Desde entonces, salvo tentativas de atacar la India, el ejército japonés se
batiría a la defensiva.
La protección del aprovisionamiento a las fuerzas japonesas que luchaban contra los chinos en el norte de
Birmania determinaría el último enfrentamiento entre los británicos y los nipones. En los primeros días de
abril, la Far Eastern Fleet del almirante Somerville, enviada al Índico para asegurar las comunicaciones en el
golfo de Bengala, se enfrentaría con la escuadra de Malaca del almirante Ozawa, reforzada por la escuadra del
almirante Nagumo. Tras el bombardeo de Colombo y el hundimiento de dos cruceros ingleses, Somerville se
retiró a Bombay. Divergencias y tensiones en el Gran Cuartel Imperial y la pretendida ocupación por mar de
Port Moresby impidieron la progresión de Ozawa y Nagumo por el Índico con destino al canal de Suez, donde
se unirían con las tropas del Afrikakorps, según las imaginaciones más calenturientas del OKW y del Gran
Cuartel Imperial.
200.000 toneladas de barcos mercantes, 300.000 prisioneros, 5 millones de km2, 200 millones de habitantes,
el 90 % de la producción mundial de caucho, el 100 % de la de quinina, el 50 % del estaño y tungsteno,
algodón, cáñamo, fibras y otras materias primas de valor militar (té, arroz, maderas etc.) y el petróleo
suficiente para Japón eran el resultado de la guerra relámpago japonesa. El porvenir se contemplaba con
tranquilidad.
En mayo de 1942, el expansionismo nipón estaba colmado, tras el abandono de la conquista del Índico una
vez arrebatada Madagascar a Vichy por británicos y franceses gaullistas y olvidado el deseo de conquistar
Australia, el principal objetivo era cortar las comunicaciones entre Asia y Estados Unidos, punto clave para
evitar la respuesta de éstos. La flota y la aviación naval nipona debían de cumplir con sus últimos objetivos.
Era la Operación MO, consistente en la conquista de Nueva Guinea, el archipiélago de las Salomón, Nueva
Caledonia, Nuevas Hébridas, Fidji y las Samoa por la V Flota, al mando del almirante Inouye, cuyo dominio
quebraría la ruta entre Hawai y la costa sur del Pacífico norteamericano con Australia. Se restringían así las
posibilidades de convertir Australia en rampa de lanzamiento del ataque norteamericano al reconstruir su
flota. La invasión nipona de Nueva Guinea no alcanzó Port Moresby, defendido por australianos llegados del
desierto de Libia y norteamericanos al mando de Mac Arthur, nombrado por Roosevelt, que tenía en él una
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confianza ilimitada, Comandante en jefe del Pacífico sudoccidental. El avance japonés, que se preparaba para
el desembarco, se vio frenado por la Carrier Task Force de Fletcher, produciéndose la batalla de mar del
Coral (8−9 de mayo de 1942).
Los almirantes jefes de ambos bandos, Tagaki y Fletcher, habían intuido que serían los cazas y aviones
torpederos de una y otra flota los actores del duelo naval, en el que ninguno de los barcos enfrentados pudo
disparar sus cañones. Aunque no existió ningún vencedor absoluto (se hundieron dos portaaviones, el Shoo y
el Lexington, 80 y 66 aviones respectivamente) la victoria, en esencia, correspondió a los americanos, que
vieron así cumplido su objetivo de evitar el desembarco de los japoneses en Port Moresby.
El cambio de signo: Midway y sus consecuencias
Yamamoto olvidó en el Mar del Coral el principio de la concentración de fuerzas que le había dado tan buen
resultado. En la batalla de Midway (3−5 de junio de 1942) sucedió lo mismo. Midway era el eje junto con
Hawai de la ruta central del Pacífico, objetivo de la Operación MI de Yamamoto. Este era un punto que por su
valor estratégico los americanos no podían abandonar. La operación tenía como objetivo ampliar la línea
defensiva exterior del Mikado, tomando las Aleutianas, Midway y el archipiélago de las Fidji. Abandonada la
última fase del plan, era Midway el objetivo de los japoneses. Desde allí podría atacarse o neutralizarse a las
islas Hawai, corazón yanqui en el Pacífico.
Sin embargo, Yamamoto, a juicio de los historiadores de las campañas en el Pacífico, cometió varios errores.
Un error inicial al desviar parte de sus fuerzas a la maniobra de distracción en las Aleutianas. Así, dos
portaaviones, tres cruceros y dos destructores ocupaban los días 7 y 8 las islas de Kiska y Attu. El segundo y
principal error fue pretender arrasar las defensas de Midway antes de que sus aviones destrozaran a los del
enemigo. Así, el feroz combate entre los días 4 y 6 de junio ratificó la superioridad estratégica y táctica de la
Marina norteamericana, que adivinó las intenciones japonesas, y cuya flota aérea de los contralmirantes
Fletcher y Spruance, con auxilio de submarinos y bombarderos, consiguió destruir 275 aparatos adversarios, 4
portaaviones (tres de ellos en cinco minutos) y 2 cruceros, mientras que ellos sólo perdían 2 portaaviones, 147
aparatos y 307 hombres frente a los 5.000 del enemigo.
La batalla ratificó algo puesto de relieve en Europa y el Mar del Coral, que el portaaviones era el barco más
importante. Con su superior alcance y velocidad podía ponerse fuera del campo de tiro del enemigo. Otra
consecuencia de Midway fue la de demostrar, también, la superioridad en los duelos aeronavales de los
bombarderos embarcados sobre las fuerzas volantes. Los bombarderos en picado Helldiver en sus 338 salidas
obtuvieron 32 impactos y hundieron 4 portaaviones japoneses. Fruto de la experiencia de este decisivo duelo,
la Carrier Task Force del almirante Mistcher se ocupará de proteger a los portaaviones frente a las
incursiones de las alas enemigas.
Todo cambió para Japón. Sus seis meses de guerra no habían debilitado al enemigo más importante, que pasó
a la contraofensiva. Muchas veces se ha comparado la situación del ejército japonés con la de la Wehrmacht
en la U.R.S.S.. Sólo un duro golpe sobre la osamenta de su enemigo podía darle la victoria frente a unos
países con un potencial bélico muy superior, en el caso de Estados Unidos. Nada más ocurrida la agresión a
Pearl Harbour, se organizó la Joint Chiefs of Staff (JCS), siguiendo la pauta inglesa del Comité de los Jefes de
los Estados Mayores de las tres armas (COS). También se estableció un combinado de los Jefes de Estados
Mayores de las dos grandes democracias anglosajonas, el Combined Chiefs of Staff Commitee, a fin de lograr
una estrecha cooperación en el planteamiento global de las concepciones estratégicas en los dos grandes
teatros de la guerra.
El JCS se puso manos a la obra para detener el ataque japonés. 7 portaaviones, 15 acorazados, 13 cruceros
pesados, 49 ligeros, 97 destructores y 31 submarinos con capacidad operativa real eran los medios con que se
contaba en diciembre de 1941. En el cuatrienio siguiente se construirían 4,5 millones de t. en buques de
guerra, 10 acorazados, 24 portaaviones de combate, 9 ligeros, 115 de escolta, 2 grandes cruceros, 8 cruceros
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pesados, 30 ligeros, 10 antiaéreos, 198 destructores de escolta y 207 submarinos. En el bienio 1943−44
empezaron a construirse los portaaviones Coral Sea, Midway y F. D. Roosevelt.
El inteligente uso de los medios coronó desde un primer momento el hercúleo esfuerzo de toda la nación
norteamericana. Así lo prueba que en los primeros días de la contienda se pusieran en pie los Carrier Task
Force, que eran agrupaciones al mando de un contralmirante con un portaaviones y un número variable de
cruceros y destructores, que vinieron a ser la respuesta más adecuada a la superioridad inicial de los
japoneses. En mayo de 1942 existían cuatro de estos operativos, con innegable éxito: una al mando del
contralmirante Halsey, con el portaaviones Enterprise, otra al mando del contralmirante V. Brown con el
Lexington, la tercera con Fletcher en el Yorktown y la cuarta con Mistcher. Su capacidad de maniobra y su
ligereza se revalidarían desde el primer momento con ataques a las bases japonesas de los archipiélagos
Gilbert y Marshall, aprovechando el efecto sorpresa y minando la moral del enemigo en un momento en el
que la causa de las democracias estaba casi hundida.
EL CAMBIO DE SIGNO
El año del cambio de signo en la Segunda Guerra Mundial es 1942, la bisectriz de la guerra según Henri
Michel o la inversión de la marea para André Latreille, por la entrada en la guerra de Estados Unidos en el
bando aliado. La industria americana produjo en serie tanques Sherman, aviones de mayor capacidad y gran
radio de acción (fortalezas volantes), portaaviones, submarinos etc., pero también situó el material en el lugar
preciso. El Pacífico fue el área donde primero se desplegó ese potencial, en la Batalla de Midway la aviación
de los portaaviones norteamericanos sorprendió a la flota japonesa y destruyó cuatro de sus portaaviones, lo
que supuso la pérdida de la ventaja que Japón había conseguido en Pearl Harbour. En agosto, los americanos
efectuaron un desembarco en Guadalcanal, que no se conquistó hasta seis meses después tras sangrientos
combates. Los submarinos estadounidenses se convirtieron en la consternación nipona, en diciembre de 1942
habían hundido un millón de toneladas de navíos enemigos.
En el norte de África, Rommel concentró grandes efectivos e hizo del puerto de Tobruk su base de
operaciones. Sin embargo, dependía del material que le llegaba por el Mediterráneo, cortado por los ingleses.
Rommel lanzó una ofensiva en la primavera del 42 llegando a 60 Km de Alejandría y la flota inglesa tuvo que
retirarse del puerto. En la primera batalla de El Alamein los alemanes son detenidos por la falta de
combustible. En octubre de 1943 se inició la segunda batalla del Alamein, una de las más famosas de la
Segunda Guerra Mundial. La situación de Rommel era mala, pues en julio se combinó el ataque británico
desde El Cairo con el desembarco norteamericano en el África del Norte francesa. La pinza se cierra y
Rommel se ve cercado y se queja de la inferioridad de sus tanques y de la falta de combustible. El VIII
Ejército de Montgomery le aventaja en tanques y Rommel se prepara para una guerra de posiciones, llena de
trampas los campos, pero los ataques aéreos convierten las trincheras en cepos. Montgomery rompe las
trampas y, así, el 3 de noviembre las líneas de Rommel están rotas. La retirada es su única preocupación.
En la U.R.S.S., se estaba produciendo otra tragedia. Los rusos avanzan por el valle del Don efectuando una
maniobra de envolvimiento del ejército de Von Paulus, que intenta tomar Stalingrado. Los rusos efectuaron
tres maniobras, el reforzamiento de las tropas del interior de la ciudad, la penetración del ejército del Don y la
irrupción de un tercer ejército al oeste del Don. En el sur de Rusia los alemanes contaban con un millón de
hombres pero sus líneas estaban demasiado extendidas. En noviembre era posible un repliegue, pero Hitler
pensaba que el abastecimiento por aire era posible, de manera que lo prohibió quedando atrapado un ejército
de 200.000 hombres. En enero de 1943 Von Paulus se rindió. Es un desastre para Alemania, se pierde el
Ejército del Este, es la resurrección del potencial soviético. En Stalingrado, la Wehrmacht perdió 100.000
soldados supervivientes. El sueño de Hitler de conseguir el petróleo de Baku se disipó definitivamente. La
guerra había cambiado de signo.
LOS GRANDES DESEMBARCOS
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Intentos de apertura de un segundo frente en Europa
Con la derrota de Stalingrado y el hundimiento del ejército alemán en África se inicia un retroceso de la
Wehrmacht. Nota predominante de este periodo son los planes estratégicos elaborados por los Estados
Mayores de las potencias aliadas. Los soviéticos inician la estrategia del rodillo compresor y aprovechando su
superioridad lanzan ataques frontales contra los alemanes, obligándolos a retroceder. Los americanos deciden
dar prioridad a la guerra en Europa y desean un ataque concentrado decisivo, hundiendo al enemigo en una
zona determinada. Fruto de ello será el desembarco de Normandía. Los ingleses prefieren ataques limitados y
dispersos en la periferia de Alemania, en Noruega, Italia, Los Balcanes etc.
Los tres planteamientos se van a llevar a cabo según las zonas. La colaboración entre británicos y
norteamericanos es total. En enero de 1943, Roosevelt y Churchill acuerdan la invasión de Italia y en julio se
inicia la operación de desembarco en Sicilia. Al contrario que en Rusia, la campaña de 1943 en el frente
occidental no supuso el punto de inflexión definitivo entre el Eje y los anglosajones.
La irrupción en el continente por una de las penínsulas mediterráneas respondía a la idea de éstos de debilitar
en todo lo posible la fuerza de Alemania antes de lanzarse a la guerra contra la Wehrmacht en Francia y los
Países Bajos. Frente a sus aliados, que pretendían enfrentarse a la Wehrmacht y amenazar los puntos clave del
dispositivo germano en Europa, los británicos abogaban por llevar la guerra a Italia. Con ello el Mediterráneo
caería en manos del bando aliado, dando que pensar a los regímenes de Turquía y España. Los ingleses con
ello barrían para casa, ya que era una zona donde sus efectivos eran más numerosos y donde al final de la
guerra podrían lograr algún beneficio. Gran Bretaña mantendría su poder en el Mediterráneo asegurando el
petróleo y la ruta de la India con el fin de preservar la preponderancia de su país, la cual querían debilitar o
suprimir el Kremlin o la Casa Blanca.
La invasión de Sicilia e Italia
Después de tensas conversaciones en Washington entre los Estados Mayores conjuntos de Gran Bretaña y
Estados Unidos, se adoptó definitivamente la Operación Husky, o sea, la invasión de Italia.
El asalto a Europa pareció confirmar en un primer momento la clarividencia del premier británico. Después de
desembarcar en Sicilia (10 de julio) sin encontrar obstáculos, más que el opuesto por las tropas que defendían
la isla, 3 divisiones germanas y 10 italianas. Los ejércitos italianos no opusieron resistencia ni a la preparación
ni a la realización del desembarco. Los italianos declinaron en sus aliados el desastre al no haberles
proporcionado cobertura aérea. Los italianos cayeron prisioneros y los alemanes trasladaron al Continente la
mayor parte de sus efectivos, preparándose para el envite de los aliados.
Pero antes de esto, el Gran Consejo Fascista había depuesto a Mussolini (25 de julio). El rey Víctor Manuel
III vio en ello la oportunidad para que su país abandonara la guerra, recuperó el mando del ejército al obligar a
Mussolini a dimitir y nombró al mariscal Badoglio como primer ministro de un nuevo gobierno que, ante el
temor a los alemanes, declaró que continuaría en la guerra. Mussolini permaneció secuestrado mientras que se
negociaba por separado un armisticio con los aliados. Éstos exigían una rendición incondicional, aunque
prestarían ayuda para que Roma no cayese en poder de los alemanes. Sicilia pasaba a poder de los aliados con
la ocupación de Catania y Messina (15 y 17 de agosto). Mientras que se preparaba el armisticio con Italia, los
italianos reafirmaban su fidelidad a los alemanes. El 8 de septiembre de 1943 se firmaba en Bari el armisticio
secreto entre Italia y los aliados, pero a las pocas horas Kesselring, nombrado Comandante en jefe de todas las
fuerzas alemanas en Italia, ocupaba Roma y desarmaba sin resistencia a los italianos. El rey y Badoglio
marchaban a unirse con los aliados, que desembarcaron en Salerno el 9 de septiembre y en Bari y Brindisi el
12 de septiembre.
Los alemanes no albergaban grandes esperanzas sobre dominio de la Península italiana. Sin embargo,
Kesselring preparó una defensa a base de líneas monolíticas al avance aliado, a través de una línea que iba
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desde el río Sangro en el Adriático al Garellano en el golfo de Gaeta. Las fuerzas angloamericanas, con
aportaciones francesas, norteafricanas, polacas y judías estuvieron a punto de ser lanzadas al mar por la
contraofensiva de la Wehrmacht.
El 9 de septiembre comenzó la Operación Avalancha, que tenía como objetivo tomar Nápoles,
desembarcando en Salerno las fuerzas del general Clark. Al mismo tiempo se produjo un desembarco en
Reggio y al día siguiente el VIII Ejército inglés hacía lo propio en el golfo de Tarento. Debido a la falta de
coordinación entre ingleses y americanos, Kesselring pudo centrar su contraataque en la bahía de Salerno.
Pero los oportunos refuerzos ingleses desembarcados el día 14 en el cabo Licosa y el dominio del aire por los
cazas de la Fuerza V y la artillería de los acorazados Warspite y Malaya, asegurarían la cabeza de puente
americana, desde la que empezaría una marcha sobre Roma. Los norteamericanos avanzaban por Occidente y
los británicos por la costa oriental.
Hay autores que piensan que un desembarco más al norte hubiera gozado de más éxito, como el producido el
22 de enero de 1944 en Anzio (Operación Shingle) por los norteamericanos del general Clark y terminada con
2.500 bajas y 2.000 prisioneros. Pero también está la postura contraria que afirma que desembarcar cerca de
las posiciones de la Wehrmacht hubiera sido un fracaso.
Tras la liberación del Duce por los comandos del teniente coronel Skorzeny (12 de septiembre), se
reconstituyó un gobierno fascista en la zona norte, el Estado Republicano Fascista, luego República Social
Italiana. Los alemanes hacen casi imperceptibles los avances de los aliados, después de la conquista de
Nápoles y de las islas de Capri, Ischia y Prócida. El invierno y la primavera fueron muy lluviosos, de manera
que la aviación aliada no pudo desarrollar su actividad. Los americanos y los británicos no llegaron a los 12
Km de avance.
La Línea Gustavo fue el principal dispositivo de defensa de la Wehrmacht en los Apeninos, con su eje en
Montecassino. Los paracaidistas de Von Arnim ocuparon la abadía tras su bombardeo por los aliados. La
defensa de tal abadía fue un símbolo mundial, al igual que los ataques de neozelandeses y polacos, que
acabaron tomándola. Los franceses del general Juin tomaron las cotas más inaccesibles, pero que cercaban la
abadía. Así, el ataque del general Alexander el 11 de mayo romperá sin dificultad la Línea Hitler, a 20 Km de
Roma. El 4 de junio de 1944 los aliados ocupaban Roma, encontrándola intacta salvo por los daños del
bombardeo del 5 de noviembre. El 16 de agosto los americanos ocupaban Pisa y el 19 Florencia. Kesselring
agrupaba de nuevo a sus tropas, y se preparaba para defenderse en la Línea Gótica, que resistiría
prácticamente hasta el final guerra.
Los aliados reconocieron a la monarquía en Italia, pero el rey Víctor Manuel III tuvo que abdicar en su hijo
Humberto. El 13 de octubre de 1944 también Italia le declaraba la guerra al III Reich. En el Norte, la fascista
República de Saló tenía muchos problemas. Mussolini estaba muy mermado en su capacidad, dependiendo de
los alemanes, pero la situación de la zona en la primavera de 1944 privó el proyecto de cualquier medida real
y fecunda.
Todas las fuerzas de oposición al fascismo formaron un frente contra Mussolini y los alemanes. Comarcas
enteras acabarán en poder de los partisanos, sobre todo tras el nombramiento del general Cardona, que puso
en pie de guerra un auténtico ejército de partisanos. Mussolini dejó actuar a sus más fanáticos colaboradores,
lo que hizo que muchos fueran sentenciados a muerte posteriormente. Las fuerzas de la República de Saló
llevaron a cabo actividades policiales, sin participar en la retención del ataque aliado, lo que era tarea de
Kesselring.
El desembarco de Normandía
Los largos lamentos de los violines del otoño hieren mi corazón con languidez monótona. Estos versos de
Paul Valéry, transmitidos por la BBC, indicaban a la resistencia francesa que la invasión de Francia era
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inminente. En un principio se fijó para el día 1 de mayo de 1944, para lo que Eisenhower se trasladó a
Inglaterra y el COSSAC (Chief of Staff the Supreme Allied Commander), constituido en Londres en abril de
1943, fue sustituido por el SHAEF (Supreme Headquarters Allied Expedicionary Force).
El lugar del desembarco se fijará en su agenda como un tema principal. El paso de Calais era el más apto, pero
también el mejor defendido por los alemanes, de manera que se sustituyó por la gran ensenada entre el
Estuario del Sena y la Península de Cotentin. Para llevar a cabo la operación se fijó el ataque entre Cabourg y
las Rocas de Grancamp, buscando establecer una cabeza de puente entre Rouen, Caen y Saint Lô. Otro ataque
sería a la Península de Cotentin para cortar ésta, aislar el puerto de Cherburgo y apoderarse de sus
instalaciones antes de que los alemanes las hundieran. Se preveían también acciones en la bahía del Sena,
entre Villerville y Cabourg.
El momento del desembarco también era algo prioritario, la aurora pondría el efecto sorpresa y la bajamar
descubriría la mayor parte de los obstáculos, por lo que la labor de los hombres rana se vería facilitada.
También el mar calmoso, la visibilidad y el viento del 1º y 4º cuadrante impulsaría los humos del combate
hacia el continente.
Punto esencial de la ación contra el III Reich era el descoyuntar su capacidad de respuesta. La aviación tenía
aquí la última palabra, empleando la técnica del tapiz, consistente en cubrir un área clave con bombarderos y
arrasar todo el perímetro que quedaba bajo toneladas de bombas. Desde sus bases inglesas, la R.A.F. de noche
y la U.S.A.F. de día martilleaban los centros de comunicación, industrias e incluso barrios urbanos de toda la
geografía alemana. Los bombarderos B−17 Y B−19, denominados fortalezas volantes, formarían una cadena
ininterrumpida de fuego. Los ciudadanos alemanes respondieron con valor y disciplina a la prueba. Pero las
heridas infligidas a la población y al sistema productivo minaron su moral y medios. Desde la primavera de
1944 los ataques aliados se centraron en el sur y el oeste de Alemania, los territorios holandeses, belgas y
franceses aledaños al mar. Al llegar el Día D, las infraestructuras de Francia estaban pulverizadas, haciendo
más difícil el tráfico de la Wehrmacht e impidiendo una contraofensiva. La Luftwaffe fue barrida, así el OKW
indicaría que todo avión en la zona era enemigo.
El desembarco puso en alerta a Hitler, pero su red de espionaje, que nunca fue buena, mostró sus
contradicciones sobre la fecha y el lugar del desembarco. La muralla del Atlántico estaba llena de fisuras, de
manera que hasta que Rommel no recibiera el mando directo sobre la zona (noviembre de1943), no
comenzaría la preparación intensiva del dispositivo. Los fracasados desembarcos en Saint−Nazaire (28−29 de
marzo de 1942), Boulogne (21−22 de abril de 1942) y Dieppe (19 de agosto de 1942), reforzaron la visión de
la muralla del Atlántico. Sin embargo, aquellos desembarcos fueron mal planteados por los aliados. Los
alemanes sólo habían fortalecido los puertos, puntos lógicos del desembarco, pero el resto de las
fortificaciones dejaba mucho que desear, de manera que Rommel inició un milagro en muchos sentidos, pero
que no pudo impedir el desembarco.
El equipamiento humano y material distaba de tener la potencia necesaria para hacer retroceder al enemigo.
La opinión sobre el lugar del desembarco variaba según los generales alemanes. Algunos como Rommel o
Von Rundstedt pensaban que la zona sería la más cercana a Inglaterra, como el caso de las Penínsulas de
Cotentin o de Bretaña. Lo mismo sucedía con la estrategia a seguir en caso que se produjese el desembarco.
Rommel se mostraba favorable al rechazo en la misma playa, y Von Rundstedt se inclinaba a frenarlo más al
interior concentrando las fuerzas germanas, que no contaban con apoyo aéreo. Estas divergencias favorecieron
el éxito del desembarco, y así Rommel esperaba que éste se produjera en Calais.
El terreno elegido para el desembarco fue dividido en varios sectores, Omaha, Utah, Gold, June y
Swordomaha. Tres divisiones aerotransportadas recibieron la orden de apoderarse de los focos de resistencia,
siendo la VI División del general R. Gale la que recibiera el encargo más difícil. En la madrugada del 6 de
junio de 1944, aunque algunos exigían el aplazamiento de la Operación Overlord, se dio la orden para que los
5.000 buques, que transportaban a 5 divisiones, partiesen hacia las costas de Normandía. La tarea más difícil
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quedaba para la Marina, que debía contrarrestar el fuego de la artillería costera alemana.
Se construyeron tres muelles artificiales para barcos pequeños, Goldberry, y dos mayores, Mulberry, para
garantizar el desembarco y el aprovisionamiento. Aunque la tormenta desbarató algunos planes, en el norte de
Francia se colocaron más de un millón de combatientes. Tras la sorpresa inicial, la reacción germana fue
rápida y contundente. Siete divisiones de infantería y una de panzer entraron en acción, pero los aliados se
atrincheraron en sus posiciones y no fueron arrojados al mar en ningún punto. Pronto, los 90 Km iniciales se
convirtieron en 120 Km de línea y 35 de profundidad. La unión de las cuatro cabezas de puente pudo lograrse
en poco tiempo, tras la toma de Bayeux (día 8) y de Ysinny (día 9), para establecer un frente continuo desde
Montebourg hasta el norte de Caen.
La conquista de Francia
Una semana después del desembarco de Normandía, los aliados habían colocado en Francia a 16 divisiones,
unos 326.000 hombres, 54.000 vehículos, y 104.000 toneladas de carga. Responsabilizados del frente oriental,
británicos y canadienses, al mando de Montgomery, sostuvieron el esfuerzo en la zona de Caen a lo largo de
dos duras batallas (11−16 de junio y 28 de junio−8 de julio). El día 9 Caen pudo ser conquistada, Montgomery
centró allí sus esfuerzos para que se pudiera desplegar el otro ala de la invasión, doce Grupos de Ejércitos
americanos al mando de Omar N. Bradley e integrado por el I y III Ejércitos de Hodges y Patton, un millón de
hombres. Tras la ocupación de Lessay, el desembarco se consolidó en la línea Saint Lô−Caumont−Rouen.
Cherburgo había caído, aunque con sus instalaciones dañadas. Tras pasar Normandía, las fuerzas mecanizadas
americanas que avanzaban hacia el Sur y el Oeste decidirían la suerte de la batalla de Normandía.
La lenta progresión aliada durante casi dos meses, fruto de la Ofensiva Cabra, provocaron la ruptura de
Avranches (31 de julio). Así, Patton penetró por el pasillo dejado por los alemanes. Pero cuando se dirigía
hacia Brest y Rennes, Patton cambió el rumbo de su ataque hacia el Este −Angers, Laval, Le Mans, Chartres−
aprovechando la debilidad del enemigo. Sin embargo, una maniobra más ambiciosa se abrió en su mente:
cercar a los ejércitos alemanes en Normandía, para lo que lanzará sus tropas en abanico. Hitler pensaba en
cerrar la brecha de Avranches, no consolidada por Bradley, de manera que Von Klugue ordenó avanzar hacia
Mortain y dividir en dos a los americanos. Esto podía provocar el pánico y la caída del frente, pero fracasó al
no existir apoyo aéreo. Los aliados tomaron la iniciativa para impedir una segunda ofensiva en Avranches y
lograr el contacto con Patton cercando al ejército alemán.
Falaise será el punto elegido por el II Ejército canadiense, cuyos iniciales progresos se agotarán a escasos
kilómetros de la meta. Pero el cerco se va cerrando, con un bombardeo sobre las posiciones del VII y V
Ejércitos blindados alemanes. Von Klugue ordenó la evacuación de Falaise (16−17 de agosto), por lo que será
destituido. Las mejores divisiones alemanas del frente occidental son derrotadas, concluyendo la batalla de
Normandía. Todo el sudoeste y centro de Francia se liberaron acto seguido y más de 30 departamentos ven
marcharse a sus ocupantes, ante la presión de la aviación aliada y de la resistencia francesa. El 25 de agosto la
2ª División blindada del general Le Clerc entró en París, donde De Gaulle al día siguiente formó un gobierno
provisional.
Pocos días antes de la liberación de París, la Wehrmacht resistía en un cuarto frente. El 15 y 16 de agosto, los
norteamericanos impusieron sus criterios y en unión de los franceses iniciaron la Operación Aunville y
después la Operación Dragón. Su objetivo era apoderarse de Toulon y Marsella y avanzar hacia el norte por
la frontera suiza. El general inglés H. Maitland Wilson, al mando de 450.000 hombres, con apoyo naval y
aéreo, formaría la fuerza de apoyo. El XIX Ejército alemán no contaba con buques y sólo tenía 200 aparatos
frente a 5.000. En Provenza, el VII Ejército estadounidense ocuparía una cabeza de playa de 23 Km al
sudoeste de Cannes. Comenzó así la liberación y el ascenso por el valle del Ródano, cruzando el 31 por Arlés
y Aviñón con intervención de las Forces Françaises de l´Interieur (FFI), con más de 50.000 maquis. El
general De Latre de Tassigny dirigió el avance por el Sur, no bien visto por De Gaulle pero sí por los
americanos. Así ocupa Toulon (26 de agosto), Marsella (28 de agosto), Mintpellier y Narbona (29 de agosto),
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Lyon (3 de septiembre), Besançon (8 de septiembre) y Dijon (11 de septiembre).
La retirada alemana estuvo manchada por las acciones de las SS, la matanza de Oradour−sur−Glane y de
Luére, pero también Francia queda en un clima de casi guerra civil, algo que logró frenar De Gaulle, aunque
la represión contra petainistas y colaboracionistas arrojó un saldo de 100.00 víctimas.
Unidos los protagonistas de las invasiones en Châtille−sur−Seine (12 de septiembre), y tras la caída en manos
de los británicos de Bruselas, Amberes y Lieja en los días 3, 4 y 7 de septiembre, la estrategia aliada no tenía
más que un objetivo: la frontera alemana, donde les esperaba la Línea Sigfrido. Pero hasta entonces, salvo
Cherburgo y El Havre, los demás puertos estaban en manos de guarniciones alemanas y lo seguirían estando
hasta el final de la guerra, constituyendo tal hecho el talón de Aquiles de la ofensiva aliada, ya que sólo
llegaba petróleo a los alemanes a través del famoso Red Ball Express y de algunos oleoductos. Eso frenaba el
avance aliado, pues Patton necesitaba 1,5 millones de litros diarios, de los que sólo lograba 120.000.
En el bando contrario la situación era crítica. La Wehrmacht conoció escenas de indisciplina y derrotismo
nunca visto, la moral estaba muy baja. En el bando aliado la euforia reinaba por doquier. El día 4 de
septiembre el I Ejército norteamericano ocupaba Namoins. Enfrente de los británicos, detenidos en Amberes
durante tres días, se abría una brecha de casi 170 Km que le conducía al Ruhr. Pero pronto llegaría la
desilusión, ya que la vanguardia aliada no podía aprovisionarse del combustible necesario. Mientras, los
alemanes reforzaron sus defensas cuando Model fue sustituido por Von Rundstedt, y después de seis semanas
de retroceso se reforzaron. La Wehrmacht volvió a plantar cara, aunque sus altos jefes intuían la derrota. El
ejercito alemán no cedió ni se derrumbó en el camino de vuelta a su patria, estabilizando el frente en la línea
Belfort−Luneville−Metz−Thionville−Luxemburgo.
Los errores y flaquezas quedaron compensados en aquel otoño decisivo en el que muchos generales aliados
albergaban grandes esperanzas sobre el fin de la guerra. El antagonismo entre americanos e ingleses, sobre
todo entre Montgomery y Eisenhower, afloró a la más cruda realidad, sobre todo después de que el 1 de
septiembre, por orden del secretario de estado norteamericano Marshall, Eisenhower tomara el mando de
todas las fuerzas terrestres aliadas, desposeyendo al inglés de la jefatura que tenía desde el principio de la
invasión. En privado y en público, Montgomery y su superior Sir Allan Brooke, jefe del Estado Mayor
británico, criticaban la teoría del frente amplio, de llegar hasta las fronteras del Reich y subir por el Rin. Salvo
victorias como Aquisgrán (21 de octubre), Metz y Estrasburgo (20−23 de noviembre), este hecho implicó la
dispersión de los hombres y la organización de la defensa alemana.
El resultado de los errores de unos y de otros fue muy abundante en frutos para el futuro de la Europa
Occidental. El sueño de Churchill de alcanzar Viena y Praga antes que los rusos no se hizo realidad, y toda
Europa sufriría la herencia del desacierto estratégico de los jefes militares aliados al prolongarse durante
varios meses más el curso de una guerra auténticamente total entre los pueblos y los hombres que en ella
contendían.
LA CAÍDA DE ALEMANIA
La Operación Vístula
Hitler pronosticaba un cambio en el centro de gravedad del ataque ruso hacia el Danubio. Pensaba que el
Ejército Rojo quería conquistar Viena antes que Berlín. De ahí que, tras fracasada la ofensiva de las Ardenas,
centrase sus miras en defender el oeste de Hungría, sobre todo su capital. Pero se equivocó de nuevo, pues
Stalin adelantó en una semana la Operación Vístula, que tenía proyectada para acabar la guerra en mes y
medio. La Stukva ordenó dar golpes al enemigo en Poznan y Breslau, dividiendo a las tropas germanas y
destruirlas por separado. El frente avanzaría del Vístula al Oder y luego a Berlín.
La concentración de tropas para esta operación fue la mayor de toda la contienda, pues los dos grupos de
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ejércitos que en ella participaron sumaban 2.200.000 hombres. El I Ejército de Bielorrusia, al mando de
Zukov, era netamente superior. Lo mismo sucedía con el I de Ucrania estacionado al Sur, que aventajaba en
carros a los alemanes. La ventaja frente al adversario del Grupo de Ejércitos A, al mando del general Harpe,
era de 7 a 1 en carros y de 20 a 1 en cañones y aviones. En el Norte también estaba el II Ejército de
Bielorrusia, al que se le asignó el papel de fijar a las tropas alemanas en el Norte y cubrir el flanco derecho del
I Grupo de Ejércitos de Bielorrusia.
Stalin planeó minuciosamente esta operación, de manera que, caída Varsovia, la ocupación de la región
industrial de Silesia, la más importante tras la del Ruhr, y la penetración hacia Berlín fueron los dos objetivos
de la operación. Desde sus cuatro cabezas de puente en el Vístula, Warka, Pulawy y Baranow, los soviéticos
se lanzaron al ataque que, tras una preparación artillera, aniquiló las reservas alemanas, situadas cerca de la
primera línea por orden de Hitler. Mientras Koniev lo hacía desde Baranow y destrozaba al IV Ejército
Panzer, Zukov penetraba desde Pulawy y desde el este de Cracovia hasta el oeste de Modlin. Después caerían
Varsovia, Czestochotwa, Radomsko. Sólo Poznan se resistió algunos días a las fuerzas de Zukov. La
infantería de Koniev con apoyo aéreo se dirigió hacia Silesia, región que según las conversaciones entre los
tres grandes quedaría para Polonia, de manera que, una vez evacuados los alemanes, la región fue ocupada, y
enseguida sus industrias fueron desmanteladas y llevadas a la U.R.S.S..
La ofensiva del Ejército Rojo se llevó a cabo a un ritmo desconocido hasta entonces, cerca de 50 Km diarios.
A fines de enero, los alemanes se reagruparon y presentaron una resistencia algo más firme. El desgaste de su
fuerza de ataque, junto con la ocupación de grandes territorios, hicieron que el Ejército Rojo se detuviera a
comienzos de febrero en el Neisse y en el Oder. En las orillas del río Loetzen, en una cuña a 65 Km de Berlín,
se detuvo la cabalgada de las tropas de Zukov. En un semestre, el Ejército Rojo había avanzado 1.000 Km, la
mitad de ellos en menos de tres semanas. El balance de la ofensiva fue de 31 divisiones alemanas destruidas y
25 con pérdidas sensibles y en el bando soviético unas pérdidas entre el 35 y el 45 % de sus efectivos.
La pretensión de Hitler de convertir toda fortaleza y toda ciudad del norte de Alemania en una plaza fuerte sin
que pudiera rendirse hizo más penosos el conflicto para unas tropas y unos ciudadanos que se aferraban a que
un golpe final convirtiera la derrota en victoria. Tras la Batalla de las Ardenas y la muy limitada ofensiva en
Alsacia, el frente oeste fue desguarnecido de sus tropas, enviadas al este para amortiguar el avance ruso.
Hitler, en constante estado de demencia, sólo quería que la Wehrmacht resistiera a toda costa, algo que no era
posible. Pero la fortuna sacó a Hitler del apuro en que se encontraba, ya que Stalin, preocupado por la
situación del frente norte, ordenó a Zukov detenerse y que esperase a las tropas de Rokossovski, retrasadas
por la rapidez del avance del primer frente de Bielorrusia. Mientras que se ampliaban las cabezas de puente
sobre el Oder, Guderian planeó la Operación Sonnenwende (Solsticio), un ataque que coparía las vanguardias
enemigas.
Sin embargo, este ataque fracasó debido a la rapidez de los preparativos y a la acción de un Himmler que
jugaba a ser comandante en jefe del Grupo de Ejércitos del Vístula. Tuvieron éxito en los primeros momentos
del ataque (15 de febrero), aunque muy pronto el temporal de lluvia y nieve puso punto y final a la
contraofensiva. Sin embargo Stalin y la Stukva se alarmaron ante la capacidad de respuesta alemana, y
opinaron que había que abrir un paréntesis para reagrupar a sus fuerzas de cara al objetivo final de la guerra:
Berlín.
Avance soviético sobre el Este de Europa
Aunque el potencial ruso era muy superior y no necesitaba ninguna solución de continuidad entre sus diversas
campañas, es normal que al llegar el verano se produjera un avance más fuerte en las ofensivas. Tres eran las
estrategias: cerrar los restos del frente del Báltico, continuar su penetración por el frente del centro para llevar
la guerra a los territorios alemanes de Prusia Oriental y, finalmente, progresar en la conquista de los Balcanes,
zona básica para la seguridad de la Unión Soviética. En ella participaron 2,5 millones de hombres, 6.000
tanques y 7.000 aviones.
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Hitler pensó que el ataque ruso se produciría por el sur, con el fin de apoderarse de la cuenca danubiana y
privar al Reich de materias primas indispensables. El mariscal Brush, comandante en jefe del grupo de
Ejércitos del Centro cuyas tropas habían mantenido casi intactas sus posiciones desde dos años atrás, le
disuadió de reforzar su dispositivo y de quejarse por el envío de algunas de sus unidades al sur. Todos querían
pensar que el enemigo era inferior, cuando era superior y quería atacar directamente el corazón del III Reich.
El Grupo de Ejércitos Mitte, a 100 Km de Smolensko, contaba apenas con 40 cazas frente a miles de los
soviéticos cuando comenzó el ataque el 22 de junio de 1944, El combate fue muy desigual y muy sangriento,
de manera que Vitebsk volvió pronto a manos de los rusos el 26 de junio. Igual sucedió antes de acabar junio
con la cuenca del Dnieper, tras la caída de Bobruisk.
Después de la toma de Moguilev (29 de junio), los alemanes retrocedieron en todo el frente. Los tres Grupos
de Ejército de Bielorrusia recibieron la orden de converger sobre Minsk y expulsar de la capital de Bielorrusia
al IV Ejército alemán, que cayó en una bolsa y no pudo evitar su destrucción. A mediados de julio, el Primer
Grupo de Ejército de Ucrania al mando de Koniev lanzó un ataque, y antes de agosto el Ejército Rojo había
conquistado la mayor ciudad de Ucrania Occidental, Lvov, continuando hasta más allá de la frontera polaca
mientras que los enemigos se retiraban a los Cárpatos.
El fulminante avance soviético, 500 Km en un mes, despertó las esperanzas de Polonia, una vez reconquistada
la zona tomada como botín por los alemanes en 1939. Los rusos se plantaron cerca de Varsovia deteniendo su
galopada hasta enero siguiente. Más al norte, el Ejército Rojo descoyuntaba a los germanos, avanzando hacia
Prusia Oriental una división que entró entre los dispositivos de los Ejércitos Norte y Centro. Esta maniobra
envolvió a los germanos, que sólo podían aprovisionarse por mar, pero, como sucedió en Varsovia, se frenó el
avance soviético. El Ejército Rojo no explotó el éxito y Berlín quedó a sólo 500 Km Al detenerse la ofensiva,
y ante la llegada rusa, Varsovia se alzó en armas el 2 de agosto. La lucha fue implacable, pero más lo fue la
represión. En octubre volvía el orden, tras haberse destruido la mayoría de los barrios de Varsovia, incluso
hasta los cimientos.
La pasividad ante los hechos de las tropas del mariscal Kososlimov fue censurada en la prensa del mundo
libre. Los generales soviéticos argumentaron que su ejército estaba cansado. La postura de Stalin envenenó las
relaciones entre el Kremlin y el gabinete provisional polaco residente en Londres. En marzo de 1943, los
alemanes excavaron unas fosas en Katyn donde se encontraron a 7.000 oficiales polacos. Después de un
estudio de la Cruz Roja Internacional que identificó al 70 % de los cadáveres, se concluyó que fueron
asesinados de un tiro en la nuca entre marzo y abril de 1940. El hecho ahondó la ira entre polacos y rusos,
rompiendo Moscú las relaciones con el gobierno provisional del general Bilovki. Sin embargo, los gobiernos
británico y americano difundieron la tesis de que era culpa de los alemanes, intentando llegar a un
entendimiento con los rusos para tratar el tema de Polonia como nación libre. Stalin estaba de acuerdo, pero
según él los límites de Polonia debían ser los de 1919. Tras los sucesos del verano de 1944, media Polonia en
manos de los soviéticos y la otra media a punto de caer, la visión rusa empezó a cambiar, viendo a los polacos
expatriados como traidores, pero Churchill pensaba en mantener a Polonia como nación libre, aunque no
encontró en la Casa Blanca los apoyos que esperaba.
La fuerza rusa en 1944 era tal que se permitió lanzar una tercera ofensiva para expulsar a los alemanes de los
territorios soviéticos del sur. La reanexión de Besarabia era objetivo primordial. La defensa de esta región
estaba encomendada al general rumano Dimitrescu y la de Moldavia al alemán Wöhler. Avanzado agosto,
Malinovski, al mando del Segundo Frente de Ucrania, se dirigía contra Moldavia, en dirección sur, mientras
que Tolbujin, comandante del Tercer Frente de Ucrania, se dirigirá a Besarabia en marcha al Oeste con el fin
de converger con Malinovski en Galatz. La maniobra triunfó en 48 horas derrotando a 16 divisiones
germanas.
En Bucarest, una revolución depuso a Antonescu y repuso en todas sus atribuciones al joven rey Miguel I.
Esta tentativa para amortiguar las represalias rusas hacia Rumanía por haberse vinculado al Eje logró
parcialmente su objetivo. Los rumanos declararon la guerra a Alemania pero los rusos tardaron en aceptar
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esto, firmándose un armisticio que fue una rendición pues las tropas rumanas cooperarían con las rusas en
contra de la Wehrmacht. La dependencia de Rumanía con respecto a la U.R.S.S. era total, pues los delegados
del Kremlin controlaban la administración y el ejército rumanos.
Bulgaria, aunque estaba aliada con el III Reich, no había declarado la guerra a la U.R.S.S., pero ésta rompió
las hostilidades con ella el 5 de septiembre de 1944. Como Rumanía se vio forzada a estar bajo la tutela
soviética, Stalin se avino a firmar un armisticio después de que Bulgaria declarase la guerra a Rumanía el 9 de
septiembre.
La llegada del otoño supuso el desbordamiento de la línea defensiva alemana de los Cárpatos, entrando el
Ejército Rojo en la llanura húngara. Budapest parecía que iba a caer pronto pero los alemanes la convirtieron
en un bastión, con luchas callejeras durante tres meses (diciembre de 1944−marzo de 1945). Durante el
verano, el almirante Horthy intentó crear una conjunción antialemana, pero la Gestapo lo descubrió y fue
internado en un campo de concentración. La Wehrmacht mantuvo el territorio para que las tropas de Grecia
pudieran alcanzar Alemania en una penosa retirada.
En Grecia, Stalin respetaría los acuerdos de Teherán, ratificados en Moscú. Los británicos, tras la retirada de
los alemanes, se empeñaron en restaurar la monarquía en la persona de Jorge II, en una guerra sin cuartel
contra la guerrilla comunista antifascista. La neutralidad del Ejército Rojo, situado en las fronteras del país,
fue casi total, pues no modificó la relación de fuerzas a favor de los partidarios de un régimen comunista. La
prensa occidental censuró la actitud promonárquica de Churchill y su gabinete, que acabó imponiéndose en un
país como Grecia muy vinculado por los intereses e influencias del Reino Unido.
En Yugoslavia la situación era diferente, sobre todo en las últimas horas del dominio alemán. De todos los
países ocupados, éste fue el que presentó un espíritu independiente más indomable, tanto por parte de los
monárquicos como de las guerrillas comunistas, al mando de un ex obrero metalúrgico croata exiliado durante
veinte años en la U.R.S.S. y antiguo brigadista en España, Joseph Broz, conocido como Tito. Los restos del
ejército regular se pusieron al mando del general Mijailovich, partidario de la restauración de Pedro II. Sin
embargo, el conglomerado de etnias y religiones que había en Yugoslavia hacían de ella un territorio
especialmente conflictivo, donde las mismas fuerzas que luchaban contra los alemanes se peleaban entre ellas
cuando podían. Los servicios de inteligencia británicos apoyaron al mando monárquico, pero después, por la
connivencia con los italianos, Churchill apoyaría a Tito, ante quién sería representado por su propio hijo.
El 20 de octubre de 1944, Tito y sus seguidores se apoderaban de Belgrado. Un elemento más de complejidad
y confusión fue que los rusos entraron en contacto con el general Mijailovich ante la independencia de Tito.
Pero pronto, este general, refugiado en Bosnia, fue capturado y ejecutado. Antes de acabar la guerra, todo el
poder militar y civil estaba en manos de Tito. Aunque había un gobierno provisional en Belgrado desde
noviembre de 1944, los órganos de gobierno estaban en manos de los guerrilleros, investidos de todas las
funciones y cargos en el ejército. El comunismo nacional de Tito y su régimen encontraría un poderoso
elemento aglutinador al desentenderse la U.R.S.S. de sus reivindicaciones sobre la zona, por temor a
enemistarse con el poderoso partido comunista italiano, llamado a gobernar en la Italia de posguerra.
La victoria de Tito hizo que sus guerrilleros avanzaran hasta entrar en Austria tomando Klaguenfurt y Villach,
reclamados al final de la Gran Guerra y devueltos ante el ultimátum de los americanos. La eliminación de
cualquier opción para restablecer la monarquía produjo la eliminación de los acuerdos entre Stalin y Churchill
sobre Yugoslavia, que preveían un control del país al 50 % entre ingleses y rusos. La política personal de Tito
sustrajo a su país de toda influencia y abrió las puertas a su particular forma de hacer política.
La batalla de las Ardenas
Llegado el otoño, el Rin no había sido alcanzado en ningún punto del frente entre Alsacia y Lorena.
Montgomery intentó demostrar que podía adentrarse en el corazón de Alemania a través de Holanda. Se inició
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así la Operación Market Garden, desplegada en la zona de Arnhem, pero culminó en fracaso. En la fase aérea
(Market) participaron casi 5.000 cazas, bombarderos y transportes y más de 2.500 planeadores. Con el
apelativo de Garden se denominaba a las unidades de carros del II Ejército británico situado en la frontera
entre Bélgica y Holanda. Entre el 17 y el 25 de septiembre los paracaidistas lucharon contra dos divisiones
blindadas SS por capturar y mantener la ruta hacia el puente de Arnhem, a 96 Km de la retaguardia alemana.
Casi diez días se prolongó la lucha terminando en un fracaso aliado. Las unidades aerotransportadas no
tuvieron apoyo terrestre, de manera que tuvieron que batirse teniendo muchas bajas. Lo cierto es que tras el
ataque, Montgomery quedó desacreditado, teniendo que retirarse al Rin Inferior, para desde allí con el I
Ejército canadiense expulsar a los alemanes de las bocas del Escalda.
La ofensiva aliada se desinfló a las puertas de Alemania a la espera del buen tiempo. El malestar y la
confusión calaron entre los jefes y la tropa aliada a fines de 1944. Los ejércitos al mando de Eisenhower
tenían gran cantidad de bajas por lo descoordinado de sus acciones. En ese momento, Hitler decidió lanzar
una ofensiva en el frente oeste. Rechazando las presiones para canalizar sus últimas energías al frente oriental,
el dictador nazi encomendó la labor al triunfador de la campaña de Las Ardenas de 1940, el mariscal Von
Rundstedt, para que formara tres ejércitos de tropas veteranas con las que lanzarse por los mismos escenarios
de 1940 a una ofensiva relámpago para romper el cerco que poco a poco estrangulaba a Alemania. Su meta
era dividir en dos a las tropas aliadas establecidas en Las Ardenas, cruzar el Mosa y seguir hacia el norte para
arrojar al agua a los aliados.
Fuerzas aguerridas y experimentadas del ejército regular y de las Waffen−SS en número de 250.000 hombres,
con el apoyo de 2.000 tanques y 300 aviones, se lanzaron a un ataque en la madrugada del 16 de diciembre a
lo largo de un frente de 75 Km El Mosa fue cruzado y algunas divisiones americanas se rindieron, en especial
en torno a Bastogne, importante nudo viario en el centro de la batalla. El mal tiempo había favorecido el
avance germano ya que la aviación aliada no pudo realizar su labor. Sin embargo, una tregua en la adversa
meteorología, la falta de carburantes alemana y la enérgica acción del general Patton al Frente del III Ejército
por el sur y de Montgomery por el norte, cerraron la brecha y pulverizaron el canto del cisne guerrero del III
Reich. Cerca de 100.000 hombres fueron sacrificados frente a 77.000 del enemigo, en el ultimo destello de
esperanza de la Alemania hitleriana.
El sitio de Berlín y el final de la guerra en Europa
La capacidad de recuperación de la Wehrmacht provocó recelos. Eso hizo que hasta febrero de 1945, los
aliados no lanzaran un contraataque contra la Línea Sigfrido alcanzando la región de Düsseldorf, las márgenes
del Rin, cruzado con el episodio del puente de Remagen, y así, el 7 de marzo se establecía una cabeza de
puente. Montgomery ocupó Colonia y más tarde Bonn, Patton avanzaba sobre el Mosela y conquistaba
Coblenza, y el general Patch se apoderaba de la Baja Alsacia. Alemania perdía su única vía de comunicación.
Las unidades de la Luftwaffe desaparecieron, concentradas en el frente oriental, de manera que los
bombardeos aliados pudieron actuar a sus anchas atacando las industrias armamentísticas del enemigo sin
llegar a eliminar su producción. La población civil también fue mermada en un intento de minar su moral. El
ataque a Dresde es un ejemplo de ello, saldado con entre 100.000 y 200.000 víctimas. La respuesta fue más
propagandística que militar. Aunque desde algunas instancias del gobierno y del ejército se pedían unos
preliminares de paz, Hitler se aferró a la táctica de tierra calcinada y de disciplina inflexible en el ejército y en
la población como único recurso.
Los ingenios alemanes, como las bombas volantes V−1, V−2 y V−3, habían sido los últimos inventos
alemanes en industria armamentística, sin que sus efectos sobre Londres y otras ciudades inglesas a fines de
1943 y en 1944 hicieran cambiar de actitud a los aliados frente a los nazis. Se ha discutido si el bombardeo de
la estación experimental de Peenemünde en la costa báltica retrasó los experimentos con la energía nuclear, y
no se sabe si en los últimos meses del conflicto en algún fiordo noruego se experimentó con ella.
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Pese a la respuesta dada por los ingenieros y científicos alemanes, la batalla de la producción la ganó la
industria norteamericana, que muchas veces tuvo que reducirla para evitar la superproducción. Prueba de ello
es que en el bienio 1943−44, la aviación británica lanzó un tonelaje de bombas diez veces superior al de las
arrojadas sobre Inglaterra en 1940. En julio de 1943, cayeron sobre Hamburgo más de 9.000 toneladas de
bombas. Del 1 de febrero al 21 de abril de 1945, Berlín sufrió 85 bombardeos intensivos. Salvo la víspera de
Pascua, ninguna noche quedó sin ser visitada por la aviación inglesa.
Una vez evacuadas las márgenes del Rin, los alemanes retrocedieron sobre el Ruhr intentando resistir
desesperadamente. Allí el mariscal Model, que gozaba de la confianza de Hitler, se suicidó al ver cercados sus
efectivos, 300.000 hombres que capitularon el 13 de abril. Al mismo tiempo, el mariscal ruso Malinovski
ocupaba Viena. También los aliados habían entrado en territorios encomendados en Yalta a los rusos, y tanto
Berlín como Praga estaban cerca de sus avanzadas.
El 11 de abril la vanguardia del IX Ejército americano entró en Magdeburgo y cruzó el Elba, pero Eisenhower
ordenó que se detuvieran allí ya que no merecía la pena, según él, ocupar un país que luego habría de ser
devuelto al ocupar la zona de los Alpes austriacos y de Baviera, donde se creía que Hitler iba a refugiarse para
resistir hasta el final con sus tropas más fanatizadas. El día 25 los franceses cruzaron el Danubio por
Mühlheim y arrollaron las defensas germanas al norte del lago Costanza.
El avance de los aliados va a ser sorprendente sobre todo durante ese mes de marzo, entrando en
demarcaciones acotadas para los rusos. La historiografía soviética apunta que, tras la fracasada ofensiva en
Las Ardenas, Hitler jugó su última baza en intentar frenar a los soviéticos, pero también en su delirio en llegar
a una paz de compromiso con los aliados o a la ruptura de éstos con Moscú.
Aprovechando la detención de las tropas de Zukov y Koniev en el Oder, Hitler intentó la última ofensiva de su
ejército desplegada sobre el lago Balatón durante los días 6 al 16 de marzo. Los errores soviéticos y el ardor
de las últimas tropas alemanas, sobre todo de las Waffen−SS, hicieron creer a Hitler que podría seguir
dominando el petróleo húngaro indispensable para su industria. Al fin se impuso la superioridad rusa, y el VI
Ejército alemán escapó del cerco en que pretendía envolverle el enemigo y siguió avanzando hacia el corazón
de Europa.
Espoleado por el avance aliado y deseoso de que sus tropas conquistasen Berlín, que en ese momento carecía
de interés para los americanos que habían visto morir a su presidente Roosevelt el 12 de abril, Stalin ordenó a
Zukov y Koniev que lanzaran la ofensiva definitiva. Stalin se dio cuenta de la propaganda que podía darle al
Ejército Rojo si éste tomaba Berlín y lo mismo sucedería con su propia persona.
Esta ofensiva fue superior a la del Vístula, pero tuvo una estrategia peor diseñada y se encontró con un
enemigo más resistente. Stalin tuvo la culpa en ciertos aspectos, ya que no delimitó los campos de acción de
Zukov y Koniev, indicando que el que llegase primero a las orillas del Spree se llevaría la gloria del ataque.
Las tropas de Zukov se enzarzaron en la fortaleza de Küstrin, abandonada el 30 de marzo por el
gruppenführer de las SS Reinefasth. Ante la imposibilidad de un ataque por el flanco derecho de las tropas
germanas, mantenidas a raya por el mariscal Rokossovski, sólo una circunstancia le cupo en suerte a Zukov:
consagrar gran parte de sus energías en conquistar la única gran capital de la zona, Breslau, que no llegaría a
caer en su poder hasta horas antes de la capitulación de toda la Wehrmacht.
Las tropas del general Heinrici se retiraron a kilómetro y medio hacia Berlín. La defensa de ésta quedó
establecida en tres anillos, el primero a 30 Km de la ciudad, el segundo a 15 y el tercero discurría por el
trazado del metro berlinés, el Sector Z. Esto era una imagen de propaganda, ya que el verdadero frente eran las
tropas de Heinrici en el Oder. Vencidas éstas, el resto fue una operación de limpieza para los rusos. Tras un
pequeño adelanto de Koniev, que rompió el anillo defensivo de la capital, serían los cañones de Zukov los que
abrieron fuego sobre los suburbios de Berlín el 20 de abril. Las fuerzas de Koniev conocieron una nueva
detención. La orden de Stalin del 23 de abril atribuía a Zukov la victoria en el frente de Berlín. Este era quizás
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el premio para el salvador de Moscú y el inteligente estratega de Stalingrado y Leningrado.
Desde enero, Hitler había trasladado su cuartel general al búnker de la Cancillería alemana como símbolo de
resistencia. Allí pensó en juntar los restos del XII Ejército al mando del general Wenck, que luchaba en el
Elba contra los norteamericanos, con los restos del IX Ejército para venir en ayuda de la capital. Hitler
deliraba más pensando que podía envolver a la vanguardia de Koniev. El asalto a la ciudad dio lugar a un
desigual combate entre las fuerzas de la U.R.S.S. y la Hitlerjugend (unos 5.000 chiquillos), junto a los
sexagenarios de la Volkssturm. Ningún refuerzo había aparecido y Berlín era una ciudad desguarnecida. Cayó
barrio a barrio y calle a calle en poder del Ejército Rojo. Adolescentes de 15 y 16 años derribaban con sus
panzerfaust decenas de tanques soviéticos, mientras que fanáticos miembros de las SS y la Gestapo ahorcaban
en los árboles de la ciudad a centenares de sospechosos de traición o debilidad. Hitler, enloquecido, ordenaba
inundar las estaciones de metro donde se refugiaban ancianos, mujeres y niños.
La resistencia se centro en el Reichstag, donde tres tenientes lograron colocar en la cúpula la bandera
soviética, tras un combate con sus valerosos defensores. Antes de suicidarse el 1 de mayo, el 30 de abril Hitler
traspasó sus poderes a Döenitz, una vez destituidos por traidores Göering y Himmler, éste último por haber
intentado negociaciones de paz a través del consulado sueco en Lübeck.
Berlín era destruido pero en el resto de Alemania se asistía a las mismas escenas de sufrimiento y caos. Los
generales aliados, como era el caso de Eisenhower, pensaban que el final del nazismo era un tema militar sin
atender a connotaciones político−sociales.
En Italia, las posiciones de la Línea Gótica se mantendrían hasta el final de la guerra, a pesar de los ataques
del XIV Grupo de Ejército dirigido por el general Alexander en agosto de 1944. No sería hasta abril de 1945,
cuando Kesselring fue sustituido por el general Von Veitinghoff−Scheel, cuando el Grupo de Ejército C se
desmoronara lentamente ante la nueva y última ofensiva aliada, en la que participaron incluso divisiones
brasileñas. Cuando Alemania había casi caído, cortadas las líneas de comunicación y abastecimiento, las
tropas alemanas tuvieron que capitular en Caserta, sin previo aviso a Mussolini, el 29 de abril de 1945.
Mussolini intentó alcanzar la frontera suiza, pero fue reconocido y capturado en Dongo el día 27. Al día
siguiente fue fusilado por partisanos izquierdistas junto a su amante Clara Petacci, y sus cuerpos fueron
colgados en la milanesa plaza de la Señora de Loreto. Después de ser pisoteados y troceados, sus restos fueron
enterados el 1 de mayo en la zona de los pobres del cementerio municipal.
Alemania había quedado en manos de Döenitz, quién resistió hasta el fin para mantener el honor nacional. Sin
embargo, el miedo a los soviéticos se apoderó de toda Alemania, de manera que Döenitz intentó llegar a
acuerdos con Montgomery trasladando población de las zonas ocupadas por los rusos a zonas donde el control
de los aliados era efectivo. Con esto, Montgomery lograba la rendición de tropas alemanas desde Holanda
hasta Dinamarca. También logró Döenitz un territorio cerca de Flensburgo para establecer el Gobierno del
Reich, desde donde pidió a los aliados la firma de capitulaciones en el Oeste. Eisenhower se mostró
contrariado al enterarse de esto, de manera que exigió a Döenitz la rendición de Alemania y de su ejército. El
intento de firmar una paz separada se estrelló contra la voluntad de este general.
En el cuartel general de Eisenhower en Reims, el día 8 de mayo, el mariscal Keitel firmó capitulación sin
condiciones. A petición rusa, ésta fue ratificada a la 1,00 horas del día siguiente. Todos los efectivos
alemanes, situados en fortalezas cercadas, depusieron sus armas y se entregaron a las fuerzas interaliadas.
Horas después, Koniev entraba en Praga y la guerra terminaba en Europa después de seis años.
LAS OPERACIONES CONTRA EL JAPÓN
De Guadalcanal a Tarawa
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Los Estados Unidos pasaron a la contraofensiva en Nueva Guinea, ocupada por los japoneses, quienes dirigían
su ataque hacia Fidji, Samoa y Nueva Caledonia, con la idea de aislar a Australia de Estados Unidos. Port
Moresby volvía a ser así el punto de atracción para el Mikado, pues su dominio suponía controlar la entrada al
mar del Coral, clave para poseer el noroeste de Australia y la isla de Nueva Guinea. Pero también su control
se cifraba en ésta y en la próxima isla de Guadalcanal, pues su posesión les permitía amenazar la bahía de
Raboul en la cercana Nueva Bretaña, convertida en base del dispositivo aeronaval japonés en la zona. Se creó
la VIII flota para ir al Pacífico sudoriental y el almirante japonés Mikava recibió la orden de reanudar la
ofensiva, tomando la isla de Santa Cruz, las Hébridas y Nueva Caledonia, estrechando el cerco a Australia.
Tanto la ofensiva americana como la japonesa se planearon al mismo tiempo. Una era el inicio del camino
triunfal y la otra el canto del cisne. La iniciativa correspondió a los americanos, preocupados por las acciones
aéreas desde Guadalcanal, que podían llevar a los japoneses a atacar las bases navales de Efata y Espíritu
Santo en las Nuevas Hébridas. Cuando los japoneses ultimaban los detalles de la instalación aérea de
Guadalcanal, se produjo la Operación Watchtower, un desembarco de 20.000 marines norteamericanos en la
porción septentrional de la isla y en los islotes de Florida en las bahías de Tulagi (base de hidroaviones) y
Gavute (8 de agosto de 1942).
La flota aliada sufría importantes pérdidas (4 cruceros) en la batalla nocturna de la isla de Sava. Dentro de la
isla también se produjeron combates entre los norteamericanos, que lucharon sin refuerzos durante un tiempo,
y los japoneses indefinidamente, tras la derrota de sus convoyes en Cabo Esperanza, Santa Cruz y
Tassaforonga. A fines de noviembre, tras unas batallas marinas, la batalla terrestre se inclinó a favor de los
norteamericanos, aunque la victoria no llegó hasta febrero de 1943. Tras este Stalingrado del Pacífico, los
Estados Unidos llevarían la iniciativa bélica.
El peligro sobre Port Moresby quedó controlado tras la derrota de Horly, a mediados de diciembre. Una vez
más la falta de aprovisionamiento y la alta moral del enemigo hicieron que se derrumbara el frente nipón,
aunque los japoneses no serían barridos de Nueva Guinea.
Semanas más tarde de la victoria de Guadalcanal se inició el avance aliado hacia el norte, en el que las
islas−fortaleza de los japoneses fueron cayendo poco a poco bajo los ataques aéreos y anfibios llevados a cabo
por Nimitz. La V Flota al mando del almirante Spruence será protagonista de la ofensiva en la que algunas
plazas fuertes se rindieron, como los atolones de Tarawa y Makón, los más septentrionales de las islas Gilbert.
Después las islas Salomón centrales, Nueva Guinea oriental y las citadas Gilbert quedaron en poder de los
estadounidenses en el verano y el otoño de 1943. La superioridad americana era tan aplastante que cada una
de las divisiones comprometidas en los desembarcos dispondrá de un total de 120 cazas, y un avión por cada
200 soldados. Ante el peligro de los submarinos japoneses, funcionará en cada zona un Hunter Killer Group,
integrado por un portaaviones y 25 destructores.
De Birmania a Malaya
Las islas Marshall y las Marianas serán el próximo objetivo aliado para la campaña de 1944. Las primeras
caerían en febrero, las segundas entre mayo y junio. Ésta fue de las batallas más sangrientas de toda la
campaña del Pacífico. Tras los ataques a Truk, donde se destruirán 213 aviones y 23 buques, se abandonará
tras un ataque en mayo, y desde entonces los aliados planearán el asalto a las Marianas, defendidas por 50.000
soldados atrincherados en fortificaciones.
La conquista de la isla de Saipang, donde había 27.000 japoneses que no se rindieron, llevó a que los
bombarderos B−29 pudieran alcanzar directamente Tokio. Tras esto se produjo la Batalla del mar de las
Filipinas o Combate de las Marianas. Allí se aniquiló la fuerza aérea enemiga con base de portaaviones
reconstruida tras la derrota de Midway. Tres buques aliados también serán hundidos por submarinos junto a
757 aviones. El 10 de agosto Guam pasaba a manos estadounidenses y dos días después Timian. En Guam
79
cayeron 12.000 prisioneros, algo nunca visto. Esto provocaba la dimisión del gabinete presidido por Tojo.
Caída la línea de defensa exterior, el Gran Cuartel Imperial estableció otra más al interior, cuya caída
implicará la derrota. La línea Ryukyu−Formosa−Filipinas estaba abierta a un doble ataque, por el norte de
Nimitz y por el mediodía Mac Arthur. El Plan Victoria elaborado por Shogo se dividía en Sho−Icni−Go, o
defensa de las Filipinas, y Sho−Ni−Go, o defensa de Formosa y Ryukyu. Con el fin de dotarlo de efectividad,
se reorganizó la aviación naval japonesa, cuyos pilotos apenas tenían experiencia debido a las numerosas
bajas sufridas en los elementos de la llamada Fuerza Tifón. La superioridad americana era abrumadora. Las
escuelas niponas no podían preparar pilotos de forma solvente, justo lo contrario de lo que sucedía en
América, donde en 1943 eran 26,650 pilotos los puestos a disposición de las flotas de Asia y Europa.
Pronto se producirá el ataque. En Formosa, entre los días 12 y 15 de octubre de 1944, se librará un combarte
aeronaval de gran amplitud entre los japoneses y la Task Force 58, agregada a la III Flota al mando de Mac
Arthur en fase de aproximación a Filipinas. A pesar de intervenir la Fuerza Tifón y de producirse combates
por la noche, preferidos por los japoneses, cayeron 329 de sus aviones frente a 60 de los enemigos. La caída
de las Marianas dejó libre el camino hacia Filipinas. Tras ocupar la isla Blak (27 de mayo de 1944) y la
península de Vogerkops, en el extremo occidental de Nueva Guinea, australianos y americanos
desembarcaron en las Carolinas occidentales, suprimiendo cualquier obstáculo para la empresa. Mac Arthur se
preparaba en Morotai en las Molucas y en Peleliu a cumplir con su promesa: Volveré, había dicho.
Mac Arthur era el mayor partidario de conquistar las Filipinas, algo puesto en entredicho por sus allegados y
por los historiadores de la guerra en el Pacífico, pero éste la defendería cara a factores políticos con los
habitantes de Filipinas y el sudeste asiático. La entrevista entre Nimitz y Roosevelt en Honolulu no aportó
soluciones. Nimitz era partidario de tomar Formosa, lo que aislaría a Japón de Birmania, Malasia y Filipinas y
del sudoeste asiático, mientras que el almirante Halsey propugnaba el abandono de las estrategia de Nimitz y
Mac Arthur para tomar la isla de Leyte, entre Mindanao y Samar, llave real de Filipinas.
A finales de octubre, Mac Arthur, al frente del VI Ejército, desembarcaba en Leyte a 150.000 hombres. Sería
en este momento cuando los japoneses lanzarían un ataque. Entre el 23 y el 27 de octubre se libraba una
batalla naval que se puede considerar un combate marítimo de las Ardenas, con alternancias, y en la que
entraron en acción aviones suicidas japoneses (los kamikazes), pero que al final se decantó a favor de los
Estados Unidos. Los japoneses esperaban, como los alemanes, una victoria que obligara a Estados Unidos a
llegar a acuerdos de paz. La iniciativa correspondió a los japoneses, quienes no aprovecharon el factor
sorpresa frente a un enemigo que pasó momentos de agobio. La maniobra descansaba sobre el lazo tendido
por la escuadra de portaaviones de Ozawa a los portaaviones de Halsey para que éstos desguarnecieran el
golfo de Leyte y el almirante Kurite atravesase el estrecho de San Bernardino convergiendo con la fuerza de
choque de Nishimura. La maniobra estuvo a punto de funcionar pero la timidez de los almirantes, la
descoordinación entre ellos, su carencia de reflejos, la capacidad de respuesta del adversario y la superioridad
aérea de éste, terminaron con las últimas esperanzas del Imperio del Sol Naciente. Las Filipinas estaban
perdidas y con ellas Japón que, privado de sus líneas de comunicación y abastecimiento, quedaba herido de
muerte.
Japón vendería muy cara su derrota. Así, Yamashita, traído de Manchuria, mantendría en su poder hasta el fin
de la guerra el norte de Luzón, invadida desde el 9 de enero de 1945. Por decisión del almirante Okini, Manila
resistiría en el mes siguiente un asedio de tres semanas, para ser incendiada y su población víctima de las
tropelías de los japoneses.
En este momento (finales de 1944−comienzos de 1945), la ofensiva de los aliados en Birmania, iniciada a
finales de 1943, cobraba toda su fuerza. Tras la derrota de los japoneses en Assam (primavera de 1944), el
XIV Ejército aliado recibió la orden de apoderarse de Meiktila, centro estratégico del enemigo, que fue
asegurado a finales de marzo por los aliados, después de rechazar dos contraataques. Posteriormente, se
recuperó Rangún el 3 de mayo.
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Una prueba de la resistencia de los japoneses se iba a ver en Iwo−Jima, donde éstos no dieron ni pidieron
cuartel, dispuestos a inmolarse. Esta isla a 1.200 Km del Japón constituía una de las claves de la defensa del
territorio metropolitano. A la aviación allí establecida le correspondía interceptar y derribar a los bombarderos
americanos que venían de Las Marianas. La ocupación de la isla fue dura, pues de 24.000 defensores sólo
1.038 cayeron prisioneros. Con el fin de dividir a los estrategas japoneses sobre la continuidad de la guerra, se
produjo un bombardeo sobre Tokio el día 10 de mayo. De las bombas lanzadas por 323 B−29, las de 279
dieron en el blanco (unas 2.000 toneladas de bombas incendiarias).
En la defensa de Okinawa morirían 100.000 japoneses frente a 12.000 enemigos. El 1 de abril de 1945,
500.000 hombres se lanzaban a la conquista de este territorio, ya en suelo japonés. Muy fortificado, el
territorio cayó en manos de los americanos tras una cruenta lucha, donde los pilotos kamikazes sólo pudieron
poner fuera de combate a 34 navíos de la flota invasora, que cubrió el desembarco de los marines con una
pantalla de fuego. Yamato fue enviado allí sólo con combustible para la ida, para entorpecer la maniobra, pero
la aviación de la Task Force 58 puso fuera de combate a los últimos navíos de la flota japonesa.
La pérdida de Okinawa repercutió en las opiniones públicas nipona y estadounidense. La rendición
incondicional exigida al Mikado por los anglosajones fue instrumentalizada por los defensores de la guerra a
ultranza. Además, la exigencia de Roosevelt brindó las bazas a los sectores intransigentes japoneses, opuestos
a las pretensiones de algunos círculos diplomáticos y navales que, con el apoyo del emperador Hiro−hito,
querían llegar a una paz honorable con Estados Unidos, y en Estados Unidos cundió el pánico ante el coste
humano que comportaría el ataque a Japón.
Los americanos hicieron muchas concesiones a Stalin para que éste declarara la guerra al Japón. La respuesta
afirmativa de Stalin embargó de alegría a los políticos y diplomáticos norteamericanos. La capitulación de las
tropas japonesas se veía muy difícil, tanto en el continente como en las islas. Sólo un gigantesco esfuerzo de
tropas norteamericanas, británicas y del generalísimo Chiang−Kai−Shek haría que, tras dos años de lucha, la
célebre ruta de Birmania quedara abierta en 1945. Pero, pese al cambio de situación que ello comportaba para
las tropas de la China nacionalista, el ejército nipón seguía disponiendo de un contingente de cuatro millones
de hombres en los archipiélagos del Pacífico y en el continente, muchos de ellos abandonados a su suerte. En
China y sobre todo en Manchuria las fuerzas niponas estaban intactas e integradas por unidades de primer
orden y jefes muy capaces y dispuestos a la inmolación.
Filipinas, Iwo−Jima y Okinawa
Las altas esferas estadounidenses temían el acto final de la guerra en el Pacífico. Sus temores no eran
imaginarios, prueba de ello era el final de la batalla de Okinawa iniciada tres meses atrás. Poco antes de
terminar mayo, Tokio estaba casi destruida por los bombardeos. Lo mismo sucedía en otras importantes
ciudades industriales niponas, como Osaka, Nagoya o Kobe. El cielo se enrojecía y se alcanzaban
temperaturas de 2000º, pero ni aún así la población civil daba muestras de derrotismo o crítica a sus
dirigentes. Aislados por la destrucción de la marina de guerra y mercante japonesa, aún se resistía,
conservando el espíritu de combate, en territorios como las islas Palau, Yap, Bonin, Indochina, Borneo,
Sumatra, norte de Luzón, China o Manchuria.
Mac Arthur fue nombrado jefe de las tropas aliadas que operaban en el Pacífico, presentando el plan para
apoderarse de la isla de Kiu−Siu, llave de la fortaleza nipona. En el otoño, el VI Ejército debía tomarla en la
Operación Olympic para que, en abril del año siguiente, la principal isla del Japón, Hondo, centrara los
esfuerzos de los ejércitos I, VIII y X hasta ocupar el territorio enemigo en la Operación Coronet.
El concurso de la U.R.S.S. era imprescindible, para ahorrar bajas a Estados Unidos y al Reino Unido que, de
no ser así, deberían llevar el peso de la ofensiva en Japón. Esta actitud condicionó la política americana en los
últimos meses del conflicto. La bomba atómica en la que se habían empleado más de 2.000 millones de
dólares, recibía sus últimos toques, pero todavía durante las primeras semanas del mandato del presidente
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Truman, sucesor de Roosevelt, no se sabía cuando estaría lista. Sin embargo, los americanos sabían que había
fisuras dentro del Japón desde finales de 1944, y éstas se convirtieron en realidad cuando los aliados atacaron
a la 32 División que defendía Okinawa.
El primer ministro japonés Koizo se vio obligado a dimitir (5 de abril) por la presión del Yushin (especie de
Senado imperial compuesto por ex primeros ministros), instado por el más íntimo confidente del emperador,
el marqués Koishi Kido. El nuevo jefe del gobierno, el anciano almirante y héroe de Thusima (1904) Kantaro
Suzuki, y su ministro de Asuntos Exteriores instaron a su embajador en Moscú para que el Kremlin buscara
una solución de compromiso con sus aliados occidentales. Sin embargo, la exigencia de rendición
incondicional de Roosevelt atentaba contra el pueblo y el ejército japoneses, suponiendo un desafío a la
continuidad de la institución imperial.
Con Truman en la Casa Blanca, éste pareció avenirse a posiciones distintas a las de Roosevelt. Truman no
hizo ascos a una propuesta de paz que continuase con la permanencia de la Casa Imperial. Aunque en la
declaración del 26 de julio en la que se exigía la rendición incondicional se suprimía el punto sobre el
mantenimiento de Hiro−hito en el poder, Tokio la rechazó.
La bomba atómica y el final de la guerra en el Pacífico
El día 17 se anunció a Truman el éxito de la explosión de la bomba atómica en el desierto de Álamo Gordo,
en el Estado de Nuevo Méjico. El presidente ordenaría que el Pequeño muchacho fuera arrojado desde el
B−29 El gran artista, el 6 de agosto de 1945 sobre Hiroshima y sus 255.000 habitantes. Al estallar la bomba a
las 8 horas, 15 minutos y 16 segundos de aquel amanecer provocó la muerte a 64.000 personas.
Mientras que el gabinete japonés seguía debatiendo sobre la aceptación o no de la declaración de Potsdam, en
la tarde del 8 de agosto, la U.R.S.S. declaró la guerra a Japón, de acuerdo con la promesa hecha por Stalin a
Roosevelt en Yalta. El ejército japonés de Manchuria no presentó ninguna resistencia a la U.R.S.S., de manera
que el Ejército Rojo se apoderó del territorio de Manchu−Kuo y de Corea hasta el paralelo 38. En China, se
volvía a recuperar Formosa entregándose los japoneses a las tropas de Chang−Kai−Shek.
El 9 de agosto de 1945 tendría lugar el lanzamiento desde el B−29 Hombre grueso de la segunda bomba
atómica sobre Nagasaki, con consecuencias tan devastadoras como en la de Hiroshima. Tras esto, aunque la
Marina y el Ejército no querían rendirse, las disensiones en el gobierno de Suzuki favorecieron que el
emperador Hiro−hito interviniera, manifestando el 14 de agosto su aceptación de la declaración de Potsdam y
resignarse a lo inevitable.
En Tokio se produjeron enfrentamientos entre altos oficiales del Ejército japonés y otros muchos se
suicidaban, como el ministro de la guerra, el general Anami. Los japoneses eran recibidos en Manila por Mac
Arthur para acordar la rendición y ultimar sus detalles. A finales de agosto, el 4º Regimiento de marines
norteamericano llegaba como avanzada a Tokio. La firma de la rendición de Japón tuvo lugar el 2 septiembre
a bordo del acorazado Missouri, uno de los hundidos en Pearl Harbour, a las 9 horas, en un documento
signado por la delegación del Gobierno Imperial y por los representantes militares de todas las naciones
aliadas. La Segunda Guerra Mundial había concluido. Es curioso subrayar que, en su momento, ningún
órgano de prensa progresista protestó en el mundo por el lanzamiento de la bomba atómica, a excepción del
Vaticano. L´Osservatore Romano, periódico oficioso de la Santa Sede, escribió el 7 de agosto: Esta guerra
lleva a una conclusión catastrófica. Increíblemente esta arma destructora se convierte en una tentación para
la posteridad que, como sabemos por amarga experiencia, aprende muy poco de la historia.
LAS CONSECUENCIAS DE LA GUERRA
Consecuencias políticas: el nuevo orden mundial
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La corriente socializadora que se abrió paso una vez concluido el conflicto va mucho más allá de una
tendencia anti o meramente reactiva. La participación de todos los sectores de la población en las tareas
bélicas fomentó entre los menos favorecidos un fuerte sentimiento de justicia social, compartido por
pensadores y gobernantes. Quizá fuera Gran Bretaña la nación donde fuese más patente este fenómeno, como
lo demuestra el éxito del Informe de Sir William Beveridge (diciembre de 1942), del que se venderán 256.000
ejemplares en un año, 369.000 de su resumen y 40.000 de su versión norteamericana. El público hará colas
para adquirirlo.
Tal avidez demuestra que la guerra había desencadenado fenómenos imprevistos en el ordenamiento social. El
Estado del Bienestar (Welfare State) adquiría en el mencionado Informe su Carta Magna. La lucha contra la
pobreza en todas sus manifestaciones adquiría forma de justicia y no de caridad social. En su texto se afirma
el reconocimiento del derecho a la seguridad por encima de las condiciones económicas del individuo. En
adelante, el Estado garantizaría un mínimo vital a todas las clases sociales. Pero la aplicación de esto llevaría
al Reino Unido a un callejón sin salida. Sólo salvando su balanza de pagos conservar Gran Bretaña su antiguo
esplendor. El aumento de la fiscalidad impuesto por el Welfare State reduciría el ahorro y la inversión,
fundamental para acrecentar las exportaciones, y aumentaría la inflación. Con grandes esfuerzos, el gobierno
de Attle maniobraría con fortuna según la receta de Keynes.
También Gran Bretaña abriría la marcha de la revolución educativa. En julio de 1943, el gobierno publicó el
libro blanco titulado Educational Reconstruction. Su premisa era la Education Act. La igualdad de
oportunidades por la democratización de la enseñanza comenzaría a ser una realidad terminado el conflicto.
También Francia dictó una serie de medidas económicas y sociales orientadas a una más justa redistribución
de la riqueza y de las rentas. La nacionalización de las principales industrias energéticas, hulleras, y de
transportes, como Renault, de los grandes bancos y compañías de seguros y de la casi totalidad de los
servicios públicos, además de una cogestión, satisfizo los deseos y reivindicaciones de la Resistencia francesa,
pero sin lograr un acuerdo entre comunistas, socialistas y demócratas cristianos. Por otro lado, la actuación de
la Seguridad Social en el trienio 1944−1946 será larga y provechosa para los más desfavorecidos. La política
social compensó a los franceses de la prolongada espera de los ansiados puntos de la nueva política
económica.
Sin abandonar el modelo capitalista, los pueblos del occidente europeo dieron entrada en sus decisiones
políticas y en sus corpus legislativos a las ideas divulgadas tiempo atrás por las corrientes socialdemócratas y
algunas de las corrientes más avanzadas del catolicismo social. Con las normales dificultades, los diferentes
actores sociales y políticos lograron un consenso en tales ideas, en el que se fundamentaría el Estado
imperante hasta final de siglo. En los países del Este, el proceso de socialización se empantanó en un
burocratismo esterilizante, con una acción estatal insuficiente y un olvido de los derechos humanos.
Pérdidas humanas: los campos de concentración
Siempre dentro de datos aproximados, la guerra supuso la pérdida de 50 millones de vidas, en contraposición
con la Primera Guerra Mundial, que doblará con creces el número de muertos de la población civil, un 50 %
frente a un 20 %. Cerca de 70 millones de heridos y más de 40 millones de desplazados o sin hogar, entre los
que se encuentran todos los afectados por los campos de exterminio hitleriano. Participaron en ella 60 países
de los cinco continentes, de los que 24 fueron invadidos; 800 millones de seres humanos sufrieron sus
consecuencias directas, de los cuales murieron 73 millones: por primera vez, más de la mitad fueron civiles.
Ciento cincuenta millones fueron hechos o quedaron mutilados. Entre 40 y 50 millones de hombres, mujeres y
niños quedaron desplazados de sus hogares. Veinte millones de toneladas de buques fueron a parar al fondo de
los mares. Tres millones de edificios fueron destruidos. Los daños morales fueron también numerosos, pero
no caben en cifras.
En Polonia fueron más de 5,5 millones de muertos, judíos en su inmensa mayoría, un 15 % de su población
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total. Las bajas británicas fueron de 300.000 soldados y aviadores, 30.000 marinos, 60.000 civiles más
120.000 procedentes del resto del Imperio. Uno de cada 100 británicos había dejado su vida en el conflicto,
frente a 1 de cada 25 alemanes. En Alemania, hubo más de 3,5 millones de muertos en cifras globales, donde
se hicieron sentir los efectos del bombardeo de los aliados sobre sus ciudades. Todas las familias germanas
perdieron un miembro o dos, las víctimas militares fueron dos veces superiores a las de la Gran Guerra. De
todos los participantes de la contienda, fue la U.R.S.S. el país más perjudicado, en una proporción equivalente
al 10 % del total de sus habitantes (1 de cada 22). De 17 a 20 millones de sus habitantes murieron en los
campos de batalla, a los que hay que sumar las consecuencias de la represión nazi, japonesa y soviética. Se
calcula en 8 millones el déficit de nacimientos.
La reducción demográfica afectó desigualmente, al menos en Europa, a las dos zonas, pudiendo establecerse
una relación de 1/10 entre Europa occidental y oriental; motivo que justificó, en parte, la reacción antialemana
latente en los países del Este. Yugoslavia tuvo 1,5 millones de muertos (300.000 soldados y 1.200.000
civiles), más del 10 % del total de sus habitantes. En Checoslovaquia serán 415.000 las víctimas, 430.000 en
Hungría y 460.000 en Rumanía. En Grecia murió el 7 % de la población. En Italia hubo 410.000 muertos
entre soldados y civiles. Los Países Bajos y Bélgica experimentaron una elevada sangría demográfica, el 2,3 y
el 1,5 del total de su población, destacando el caso de Holanda, donde las pérdidas civiles fueron las más altas
de toda Europa Occidental salvo Alemania
En el caso de China, las cifras oscilan entre 3 y 15b millones de muertos, mientras que según algunos estudios
se apunta a 7 millones de soldados y 2.5 millones de civiles. En Japón serán 2 millones de muertos. La
represión japonesa sobre el sudeste asiático y China fue de tales proporciones que las relaciones entre estos
dos países, tras la guerra, estuvieron marcadas por el recuerdo de las masacres que había realizado el ejército
nipón. La respuesta norteamericana durante el conflicto fue la creación de campos de concentración en
California donde reunieron a la población japonesa emigrante.
Mientras, Estados Unidos sólo perdió 300.000 hombres. En el caso de Francia, la mortalidad representa 1/3 de
la de la Primera Guerra Mundial, pero 74 departamentos se vieron afectados frente a 13. Será aquí donde las
cifras de bajas sean más fiables, hubo 170.000 fallecidos en batalla (92.000 en la campaña de 1939−40,
58.000 entre 1940−45 y 20.000 de las Fuerzas Francesas del Interior. Entre los 150.000 civiles, 60.000
perecieron en los bombardeos, un número semejante en operaciones bélicas terrestres y 30.000 fueron
fusilados. Cerca de 300.000 fueron hechos prisioneros, deportados políticos y raciales obligados a trabajar y a
luchar con el III Reich, como 40.000 alsacianos y loreneses.
En todo estudio sobre la Segunda Guerra Mundial es necesario aludir al genocidio de los campos de
concentración. Hay visiones que afirman que la población alemana no conocía la existencia de los campos de
concentración. En el juicio de Nüremberg se afirmaba que no se juzgaba al pueblo alemán, sino a sus
gobernantes. Desde entonces ha habido visiones contrapuestas sobre el conocimiento o desconocimiento de la
existencia de los campos de exterminio. Pero lo cierto es que había unas normativas, leyes antijudías de
Nüremberg de 1935, completadas con los decretos de 1937 y 1938. Tampoco se puede afirmar desde el punto
de vista del antisemitismo, ya que era algo propio de otras poblaciones como rumanos, ucranianos, polacos
etc. El pueblo alemán también puede quedar exculpado por la escasa capilaridad informativa de los regímenes
totalitarios y la compartimentación social que provocan.
Desde 1936 y 1937, las SS instalaron, próximos a las grandes ciudades alemanas, los primeros campos de
concentración: Dachau, Buchenwald y Sachsenhausen. Poco después se instalan los campos de Gros, Rosenh,
Neuengamme, Hamburgo, Ravensbrück, Oranieuburg, Natzweiler, Mecklenburgo y Mauthausen. Ya en la
guerra aparecen Stunhof, Bergen−Belsen, Neu Bremm, y así hasta 900. Entre ellos destaca el campo de
Auschwitz−Birkenau, creado el 14 de julio de 1940. Estos campos tenían cámaras de gas y hornos
crematorios que podían albergar a 2.000 seres humanos, aunque luego se hicieron otras para 6.000 personas.
Se ha calculado que desde 1933 a 1939 sólo pasaron por ellos unas 100.000 personas, pero durante la guerra
fueron de 11 a 12 millones, aunque algunos campos tuvieron una vida muy breve, como el de Treblinka.
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Quizá su enmascaramiento como simples instituciones penitenciarias sustrajo su existencia a la mirada de los
habitantes alemanes. En ellos, los nazis encerraron, aplicando teorías racistas, a judíos, cíngaros, gitanos,
eslavos, homosexuales, opositores políticos etc. Sin embargo, cuando se decretó la persecución de judíos en
toda regla resulta casi imposible creer que había un telón de silencio en torno a esos campos que estaban en
pleno territorio alemán. En las tres semanas que duró la invasión de Polonia fueron asesinados 250.000 judíos
polacos. Más adelante, en el ghetto de Varsovia, se calcula que fueron masacrados unos 400.000. Desechada
la idea de concentrar la población judía en Madagascar, Göring envió a Heydrich, el 31 de julio de 1941, la
famosa orden de la solución final. Ésta se aplicó desde junio de 1942. 90.000 judíos holandeses fueron
deportados de los cuales sólo sobrevivieron 500. 110.000 judíos franceses fueron deportados, de los que sólo
regresó el 2,5 %. En Ucrania y Besarabia se calcula que fueron asesinados más de dos millones de judíos. En
las cámaras de gas aproximadamente unos dos millones y medio. Las cifras totales del genocidio de la
Segunda Guerra Mundial son desconocidas, aunque se calculan entre cinco y seis millones tan sólo la
población judía.
Y también encerraron a numerosos católicos y representantes de otras ramas del cristianismo, no por motivos
racistas, sino por considerarlos incompatibles con su concepción totalitaria y laica de la vida. La aberrante
política racial llevada a cabo hizo que dos millones de gitanos, polacos, rusos y otros pueblos perdieran la
vida.
La realidad de estos lugares no salió a la luz hasta el final de la guerra. El hecho de que se empleara a niños,
mujeres y ancianos como cobayas de laboratorio desposeía a las víctimas de sus más elementales derechos,
degradándolos a un nivel de bestialidad. Algunos mariscales y generales destacados por ir contra el
nacionalsocialismo alegaron posteriormente no conocer lo que sucedía en la retaguardia. El desconocimiento
de los campos de concentración por el pueblo germano hace que se entienda mal la adopción de una actitud
rebelde hacia unos dirigentes que guiaban a los alemanes al fracaso, sobre todo desde 1942.
Pero todo esto no eliminó la conciencia de expiación, de manera que el primer acuerdo internacional que
firmara la República Federal Alemana como Estado soberano fue rubricado en septiembre de 1952 con el
Estado de Israel y las organizaciones particulares herederas de las víctimas del nazismo, comprometiéndose a
la puesta en práctica de una legislación reparadora. El primer regreso del pueblo alemán a la Comunidad de
Naciones se convertiría en un ejemplarizador acto de justicia, guiado por el canciller Adenauer, que había
conocido los horrores del infierno hitleriano.
Durante el conflicto y en los años posteriores al mismo fue unánime el reconocimiento sobre la actuación del
Papa Pío XII a favor de los judíos. Por medio de su iniciativa personal, universidades, ateneos y cuantos
edificios pontificios gozaban de derecho de extraterritorialidad otorgaron asilo y protección a los miembros de
la comunidad judía, en un número que se calcula en 5.000 personas. Asimismo, fueron numerosas las
actuaciones diplomáticas de la Santa Sede que evitaron deportaciones de judíos; principalmente decisivas
resultaron las que se ejercieron sobre Mussolini para que no enviase ningún judío a los campos de exterminio.
Por su voluntad a favor de la paz, por su defensa de los débiles y su valiente denuncia de las persecuciones
nazis, Pío XII fue reconocido como uno de los personajes de la época que más luchó a favor de los derechos
humanos. Con el fin de evitar represalias mayores se vio obligado a guardar un silencio oficial en
determinadas ocasiones, pero ni siquiera en estas criticas circunstancias dejó de hacer cuanto estuvo en su
mano. Las enseñanzas de Pío XII durante este tiempo no se limitaron a denunciar las calamidades de la
guerra, sino que además ofrecieron soluciones para un futuro, ya que en buena medida se adelantaron a la
doctrina de la Carta de las Naciones Unidas, al señalar los fundamentos de una justa convivencia. Y así el
tema central de su encíclica inaugural −la Summi pontificatus (20 de octubre de 1939)− se refirió a la
construcción de un orden social justo como fundamento de la democracia.
Como contraste, tras la guerra, los principales dirigentes nazis se enfrentaron, como criminales de guerra y
genocidas, al tribunal internacional de Nüremberg. Doce fueron condenados a muerte −aunque el mariscal
Göering se suicidó−, cuatro a prisión perpetua, tres a penas más cortas y tres fueron absueltos. En Japón se
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realizó un proceso semejante con la élite del gobierno y del ejército imperial.
Consecuencias económicas, materiales y culturales
Pese a la victoria sobre los nazis y los fascistas, buena parte de la población europea y asiática sufrió una dura
crisis espiritual, material y cultural. La hemorragia afectó principalmente a la población activa, cuya sangría
hipotecó la recuperación económica y social del periodo de posguerra. Gran parte de los heridos quedaron
dañados en su psicología profunda por el impacto de las calamidades y los sufrimientos de la guerra, cuando
no mutilados o privados de algún órgano corporal. También naciones de existencia ideológica muy encalmada
como Noruega, Dinamarca o los Países Bajos conocerán represalias, depuraciones y castigos contra los
colaboracionistas con el III Reich. Lo mismo sucedió en la U.R.S.S., Francia, Italia y otros países del llamado
Telón de acero.
El sistema viario, el parque automovilístico y ferroviario de todos ellos, con la excepción del norteamericano
cuyo territorio no sufrió las consecuencias de la guerra, se vieron mermados en cifras alarmantes. En
Düsseldorf el 95 % de las casas eran inhabitables al final de la guerra y en Berlín el 75 %. En Rusia 1.700
ciudades y 17.000 aldeas habían desaparecido. En Francia un millón de familias estaban sin techo. El 70 % de
las instalaciones industriales rusas en territorio ocupado y el 60 % de sus medios de transporte estaban fuera
de uso. Minas, vías de navegación, escuelas y demás bienes sociales y de equipo de los pueblos contendientes
se incendiaron y paralizaron por obra del enemigo, a veces, por los propios gobiernos temerosos de que
pasaran al enemigo.
Salvo oasis como Suecia y Suiza, la producción industrial y agrícola descendieron a más de la mitad al final
de la guerra. Las rentas invisibles de los capitales británicos en el extranjero disminuyeron, mientras que su
flota mercante representaba sólo un tercio de la poseída en la Primera Guerra Mundial. El consumo de bienes
y servicios había disminuido en un 16 %, el porcentaje en el que aumentó el de Estados Unidos. En 1946 el
déficit en su balanza de pagos se aproximaba a los 400 millones de libras. Un año más tarde estaba
prácticamente agotado el préstamo norteamericano concedido en 1945, que debía cubrir las necesidades
británicas durante un lustro. Mientras que no existiese carbón la reactivación industrial era imposible por las
restricciones del consumo eléctrico.
En Francia la situación durante la posguerra era más dramática. Su índice de producción había bajado a 44 en
relación con el índice 100 de 1938, mientras que los precios se multiplicaron al 3,5 %. La inflación se
convirtió en un problema para los gobiernos. Los sueldos se congelaron, con lo que se produjeron problemas,
también en Alemania donde se inició el año cero. La inflación se alimenta con un mercado negro en
expansión, sin que la entrega de víveres a la población por parte de los aliados calme la situación. En la
U.R.S.S. la situación era desesperada, pues las destrucciones padecidas equivalían a cinco o seis veces su
renta nacional. La guerra hizo disminuir en un 42 % la producción nacional soviética, interrumpiendo el
Tercer Plan Quinquenal (1938−1942). El Cuarto se puso en marcha en la posguerra (1946−1950). La
recuperación se basó en una reforma monetaria y en la reactivación de los sectores energéticos y ferroviarios.
Desprovista de capitales e inversiones extranjeras, la recuperación soviética será espectacular, aunque muy
limitada.
En los países del mundo capitalista, el dirigismo estatal se impuso con el control de precios y materias primas,
así como con medidas para dificultar la huida de los capitales. Hasta 1950 se mantendrán las cartillas de
racionamiento en Francia. En otros países, no sometidos a la U.R.S.S., los desastres comenzaron a paliarse
con ayuda de Estados Unidos. En contra de sus aliados occidentales, arruinados por el esfuerzo bélico,
Estados Unidos se vio favorecida, aumentando su potencial económico debido al rearme. Mejoró toda s
industria y lo mismo sucedió con su producción agrícola, que aumentó en un 25 %. Al final del conflicto, la
mayor de las democracias del mundo producía la mitad del carbón de éste y su electricidad, así como 2/3
partes del petróleo mundial.
86
La economía del Viejo Mundo estuvo abocada a una crisis en los meses siguientes al verano de 1945. El
célebre Plan Marshall evitó el desastre con subvenciones y donaciones a largo plazo con un interés muy bajo o
incluso sin él y pagaderos en dólares, o sea, en compras a Estados Unidos. Estados Unidos gastó 15.000
millones de dólares en recuperar a las democracias liberales: Gran Bretaña recibió 6.000, Francia 5.000 y
Alemania e Italia 3.500. Para reactivar el comercio, el Export−Import Bank concedió numerosos préstamos.
Con estas medidas se acentuó la política de bloques, pero también el declive del Imperio Británico será un
hecho en los primeros años de la guerra con la independencia de la India, Palestina, Egipto etc. El vasto
proceso descolonizador fue a la vez la expresión y el detonante de la pérdida de los territorios asiáticos y
africanos de Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Italia u Holanda, anulando la influencia de estos países en la
política mundial.
En el terreno cultural, pese a la americanización de las modas y costumbres y a la audiencia universal lograda
por el American Way Life, consecuencia de su poderío económico y político, la corriente filosófica dominante
en el Viejo Continente, el existencialismo, traduce el estado en el que se encontraba Europa, impactada por el
horror de la guerra, tiroteada por el nihilismo y el irracionalismo, deprimida por un mundo absurdo y
desenganchada de las corrientes históricas tan fuertes en su cultura de las etapas precedentes. Se produjo un
aumento de la prostitución, del alcoholismo, se desarraigaron familias, se elevó el número de enfermos
mentales desatendidos y de niños sin hogar, la droga aumentó su circulación entre la población civil y la
militar (aquejada de fuertes dolores corporales), la mortalidad infantil y las enfermedades venéreas llegaron a
alcanzar cifras impensables antes de la guerra, el hambre se hizo dueña de extensas regiones del mundo.
El final del conflicto haría descender en picado los nacimientos y aceptar la recepción por el cuerpo social del
mal llamado neomaltusianismo, que no amenguaría la capacidad inventiva, el genio creador que había
legitimado la hegemonía de la civilización occidental. Los progresos de la ciencia experimental y de la técnica
debidos al conflicto fueron de gran calado en el ámbito de la economía y la medicina, como lo serían
igualmente en el área química industrial y alimentaria, en la cibernética o la agronomía. Ramas como la
traumatología, la electrónica o la radiotelegrafía experimentaron un crecimiento espectacular, con los
consiguientes beneficios para la calidad de vida y el progreso de la especie humana.
En cuanto al espíritu, aunque la guerra abrió recelos y nacionalismos entre los pueblos, también se echaron
semillas de concordia. Una sociedad abierta, pluralista y solidaria eran los objetivos de la sociedad y de sus
mentores, pero el primer obstáculo para conseguirla se alzaba en la superación de los prejuicios nacionalistas,
muy vivos y pujantes en 1945 y posteriormente, con las reticencias galas ante la nueva Alemania o la
rivalidad entre Italia y Yugoslavia por Trieste. Firmadas las paces de los vencedores con los antiguos aliados
de Alemania, y comprobada por Estados Unidos la buena voluntad del Japón para conseguir un futuro
dialogante y antimilitarista, comenzaron a curar las heridas pasadas. En Japón, la Constitución de 1946
implicaría el nacimiento de un Estado Nuevo, en el que los vestigios del imperialismo se combatían con el
antimilitarismo. El propio emperador Hiro−hito ratificó en un escrito el error de atribuir a la monarquía
orígenes divinos.
Espíritus clarividentes como Jean Monnet, De Gasperi, Madariaga o Churchill se empeñaron en desarmar
fronteras y almas y empezó a recorrerse el camino hacia la unidad europea y la superación efectiva de las
secuelas de la Segunda Guerra Mundial. El clima de la guerra fría estimularía su labor, pero también la
dificultaría. También se producirá un mayor contacto entre las diferentes concepciones religiosas, que
desembocará en un incremento del diálogo entre religiones e ideologías.
La búsqueda de nuevos lenguajes literarios y estéticos se inscribió igualmente en los afanes que alimentaron el
quehacer cultural de los hombres que protagonizaron la guerra. Artistas y escritores de todo el mundo,
desesperanzados u optimistas, propondrían en la pintura, en la novela o en la música un discurso renovador
para las inquietudes y proyectos del hombre de su tiempo, tras un drama nunca conocido en la Historia.
87
HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL.
TEMA 5. LA GUERRA FRÍA.
LAS CONFERENCIAS DE YALTA Y POTSDAM
La guerra era desfavorable para las potencias del Eje y el Imperio Nipón. Por ello sus dirigentes habían
mentalizado a sus pueblos para perecer en un holocausto sin ofrecer mucha resistencia, antes de que sus
ejércitos se rindieran. Desde 1941, los responsables de las fuerzas aliadas estudiaron la táctica las operaciones
y planificaron el futuro con la esperanza de conseguir la victoria. El primer ensayo, en forma de conferencia
bipartita, reunió a Roosevelt y Churchill.
Antes de ingresar Estados Unidos en la contienda, el premier británico y el presidente norteamericano
cambiaron impresiones en la bahía de Argentia, en la Conferencia del Atlántico (agosto de 1941). Ambos
estadistas ratificaron un conjunto de principios organizadores del mundo de posguerra, en caso de vencer. Las
dos potencias renunciaron a nuevas expansiones, defendieron el derecho de los pueblos a elegir su forma de
gobierno y propusieron la colaboración de todas las naciones en el terreno económico. Asimismo,
garantizaron la libertad de los mares, exigiendo el futuro desarme de los países agresores.
Los tres grandes, Roosevelt, Stalin y Churchill, tratarían en Yalta la futura suerte de Alemania con arreglo al
esquema trazado en la Conferencia de Teherán (noviembre 1943). Fue la primera vez en que Stalin fue
invitado a una reunión estratégica, cuyo fin era preparar el asalto sobre Alemania. Stalin prefirió la apertura de
un frente occidental, Churchill prefirió uno mediterráneo, para alejar la contienda de Gran Bretaña y evitar un
fuerte expansionismo ruso por los Balcanes, como así sucedió. Ni siquiera los acuerdos de Viena han tenido
tanta vigencia como los acordados en esa localidad al sur de Crimea. Esta antigua residencia de reposo zarista,
mostraba los daños de la guerra, de manera que presentaba un aire fantasmagórico, pero era el comienzo de un
nuevo camino.
Roosevelt volvería a ser en ella un elemento arbitral. Reelegido presidente por cuarta vez el 7 de noviembre
del año anterior, hecho sin precedentes en Estados Unidos, abrigaba una indisimulada prevención hacia los
planes de Churchill, de mantener intacto el Imperio Británico y de cerrar el paso en la Europa oriental a una
U.R.S.S. que había soportado el peso del zarpazo alemán y convertida en la potencia militar del viejo
continente.
Los mismos mandatarios se volvieron a reunir en Casablanca (Marruecos) los días 14 al 23 de enero de 1943.
Los motivos del encuentro fueron diferentes. Estados Unidos, ya beligerante, acordó alargar la guerra hasta
lograr la rendición incondicional de Japón y Alemania. Por otra parte, decidieron abrir un frente en Sicilia,
como maniobra de distracción. Asimismo, intentaron reconciliar a los dos líderes de la resistencia francesa De
Gaulle y Giraud.
Posteriormente, se reunirían de nuevo en Quebec (agosto 1943) las cuestiones tratadas fueron, de modo
exclusivo, el reparto entre las dos democracias anglosajonas de las zonas de ocupación de Alemania, sin que
se hablase de una postura conjunta o de una acción conjunta ante la Unión Soviética. El Plan Morgenthau
contemplaba la desindustrialización alemana y se pensaba que el Kremlin la aceptaría de buen grado ya que
supondría la proletarización de extensos sectores urbanos proclives al comunismo.
A gran parte de los asistentes en segundo plano a la llamada conferencia Octógona les sorprendió que en sus
deliberaciones no se tratase el tema del libre acceso a Berlín de las dos potencias occidentales, ya que Francia
había sido omitida. Desde que se creara en Londres el Consejo Consultivo Europeo (enero de 1944), este era
el asunto más importante. Después de inacabables discusiones entre ingleses y norteamericanos sobre la
rendición alemana se llegó a un acuerdo a instancias de los soviéticos. Así, Alemania se dividiría en dos zonas
occidentales y una zona oriental. Berlín sería ocupado por las tres potencias y parcelado en sectores, con una
88
administración conjunta. En noviembre, un acuerdo sobre maquinaria de control comprometía a los tres
grandes a crear una administración municipal para Berlín y un Consejo de Control. Pero este asunto
significaba un problema, pues no se regulaba la forma de acceder a Berlín de los anglosajones, de manera que
esto provocaría una de las crisis de la posguerra. Tanto en Yalta como en Potsdam fue algo evitado por los
diplomáticos de uno y otro lado.
Ante la rusofilia de Roosevelt, Churchill intentó llegar a un acuerdo directo con Stalin en temas que le
preocupaban muy especialmente. Ambos no tardaron en llegar a un acuerdo en la Conferencia de Moscú
(9−19 de octubre de 1944), en torno al reparto de influencias en dicha zona del viejo continente. Mientras
Roosevelt estaba enfrascado en asuntos electorales, siendo representado por su embajador ante la U.R.S.S., A.
Harriman, a título de observador, Churchill lograba que Stalin le confirmase la influencia británica sobre
Grecia, en tanto que aceptaba la de la U.R.S.S. en Rumanía y Bulgaria y el reparto entre las dos naciones de
Yugoslavia y Hungría. El premier británico estaba comprometido con las monarquías helena y Yugoslavia
para ser restablecidas al final del conflicto. Lo mismo sucedía con Polonia, de manera que fue a visitarle el
presidente del gabinete polaco en el exilio, S. Mikolajczik, para obligarle a aceptar la Línea Curzon como
frontera polaca con la U.R.S.S.. En el terreno militar, se trató lo que quería Washington, la intervención
soviética en Manchuria.
Como Roosevelt no pudo intervenir en esta conferencia, no pudo participar en los compromisos a los que
llegaron Churchill y Stalin en relación con la influencia de las democracias anglosajonas y la U.R.S.S. en la
Europa central y oriental, algo opuesto al espíritu de la Conferencia de Teherán. Roosevelt se enfadó, de
manera que mostró reservas a entrevistarse con Churchill previamente. Poco después, a pesar de las
embestidas dialécticas de Churchill a Roosevelt, cuando se encontró con él en Malta camino de Yalta se
olvidaría de los convenios del octubre anterior, y no ocultó la necesidad de contentar a Stalin para ganarlo a la
causa de la democracia y la lucha final contra Japón. Roosevelt quería conciliar su actuación de gran estadista
para lo que atraería al comunismo soviético, convirtiendo a la U.R.S.S. en gran potencia que delimitara su
hegemonía con Estados Unidos. En noviembre de 1943, se sumó Chang−kai−Shek, líder de la resistencia
nacionalista china frente al expansionismo nipón, a los dos líderes anteriores en El Cairo. Estudiaron los
problemas relativos a la guerra y al porvenir de China.
Los tres dirigentes volvieron a reunirse en Yalta (febrero de 1945), comenzando un vergonzoso reparto del
mundo por influencias. Se fijaron las fronteras de Europa entre los tres piases y se jugaron el bienestar de
millones de personas en beneficio de sus menudos intereses. Stalin logró engañar a sus aliados políticos tras la
guerra, prometiendo respetar la independencia política de varios países balcánicos.
En Potsdam (julio−agosto de 1945) las escenas se repitieron, aunque el dirigente ruso tuvo frente a sí a
Truman y Attlee, pues el presidente norteamericano había fallecido y Churchill había dimitido, al perder las
elecciones en Gran Bretaña. La conferencia se limitó a concretar las vaguedades de Yalta. Alemania quedó
dividida en cuatro zonas de ocupación. Berlín, situado en zona rusa, dependió de un comité de ocupación
conjunta, que respondió a una bizona: rusa y anglo−franconorteamericana, germen de las dos futuras
Alemanias, la República Democrática Alemana y la República Federal de Alemania. Desde Yalta la
diplomacia norteamericana se dio cuenta de las intenciones de Stalin de hacerse con el control de media
Europa y el norte de Asia, pero no existía a los ojos de Truman otro camino que el de llevar a término el
programa trazado en esta conferencia.
El giro de los asuntos polacos en marzo y abril no era del agrado de Truman, pero envió al Kremlin a Henry
Hopkins para negociar. Este llevaba la misión de limar fricciones y asentar sobre el terreno de la mutua
confianza la nueva conferencia de paz. Hopkins volvió con la convicción de que Stalin era todo menos
imperialista, y con la promesa de éste de que el comunismo no era algo exportable, menos a Polonia.
Churchill era pesimista, no le gustaba la política de los últimos meses de Roosevelt, pero aún así veía la
necesidad de negociar con la U.R.S.S.. Aunque muy pronto tuvo que hacer frente a unas elecciones generales
en Gran Bretaña, la política internacional minaba las fuerzas de Churchill, pues debía sostener la permanencia
89
de los ejércitos aliados en las zonas alcanzadas por éstos en sus rápidos avances de abril de 1945 y
pertenecientes al territorio de ocupación soviético como medida de presión ante el tema de Polonia. Sin
embargo, en Estados Unidos la actitud era distinta pues, aunque los progresos en la bomba atómica eran
rápidos, se buscaba la participación de la U.R.S.S. en la guerra contra Japón, de manera que tal presupuesto
condicionaría la actitud norteamericana en la conferencia de paz que había de celebrarse por última vez entre
los tres grandes.
Según estaba previsto en la Conferencia de Casablanca, la capitulación de Alemania y Japón fue
incondicional. Ambas capitulaciones se produjeron el 9 de mayo y el 2 de septiembre de 1945
respectivamente. De ahí que fueran estos países los más afectados por la reducción de sus territorios. A pesar
del gran impacto que causó en el mundo la Segunda Guerra Mundial, la firma de los tratados de paz fue
menos solemne de lo que parecían pensar los contemporáneos, aunque su elaboración fue mucho más
complicada. Esta complicación se pudo apreciar no sólo por la división de los tratados a firmar en dos grupos
(tratados menores y tratados mayores), sino también porque las discusiones se vieron afectadas por la
creciente tensión entre aliados occidentales y soviéticos, que culminará en el estallido de la Guerra Fría. El
proceso se fue complicando de tal manera que aún hoy todavía no se ha cerrado el ciclo de discusiones en
torno a los tratados de paz que debían dar por finalizada la guerra mundial.
El punto de partida en las negociaciones sobre los tratados de paz se encuentra en la serie de conferencias que
se fueron desarrollando entre los aliados desde 1941, y más concretamente desde 1944. Los denominados
tratados menores, son aquellos que se firmaron en París el 10 de febrero de 1947 con Bulgaria, Finlandia,
Hungría, Italia y Rumanía. En esos tratados se recogieron los cambios fronterizos que se consideraron básicos
en cada uno de los Estados y la cuestión de las reparaciones, como aspectos más significativos.
Italia se benefició del hecho de haber capitulado antes del fin de la guerra y haber participado junto a los
aliados en su última etapa. Perdido su Imperio colonial, debió entregar a Grecia las islas del Dodecaneso, la
Venecia Julia a Yugoslavia y Trieste a un sistema de control internacional. Finlandia, Bulgaria, Hungría y
Rumanía, aliados del III Reich, firmaron tratados de paz y confirmaron las bases ya aprobadas en los
respectivos armisticios.
Polonia recibió nuevas fronteras, llevadas a la línea Oder−Neisse. No extraña, por lo mismo, que fueran
muchas las personalidades que recriminaran al presidente Roosevelt el sacrificio de Polonia y el abandono de
Europa oriental en manos de la Rusia de Stalin.
Los mayores cambios correspondieron a la anexión de territorios a la U.R.S.S.; istmo de Carelia y otras
pequeñas zonas cedidas por Finlandia; Besarabia y Bucovina, cedidas por Rumanía. Los Estados bálticos,
Ucrania y Bielorrusia, volvieron a ser dominados por la U.R.S.S..
Si bien no hubo grandes problemas en las negociaciones de paz con estos cinco Estados, la firma de los
tratados con Japón, Austria y Alemania, los tratados mayores, fue mucho más complicada de lo que se
esperaba. Se impusieron las condiciones propuestas por la U.R.S.S., cuyos ejércitos dominaban la zona.
Con Japón, y tras el armisticio y la ocupación del archipiélago por las fuerzas norteamericanas, el tema del
tratado quedó aplazado hasta que hubo una coyuntura más favorable. No obstante, la proclamación de la
República Popular China (1949) y el inicio de la guerra de Corea (1950), impulsaron a los dirigentes
norteamericanos a firmar el tratado. Este se firmó el 8 de septiembre de 1951 en San Francisco; sin embargo,
no fue aceptado por la República Popular China, la India y la U.R.S.S.. Por ese tratado, Japón se perdía todos
los territorios conquistados desde 1854, además de renunciar a sus derechos sobre el Sajalín meridional y las
islas Kuriles, que habían sido cedidas a la U.R.S.S. en Yalta (febrero 1945). Desde ese momento, el
contencioso de las Kuriles se convirtió en un elemento condicionante en las relaciones soviético−japonesas,
que no se resolvió con el acuerdo de 1956 por el que se reanudaban las relaciones entre los dos Estados. A
partir de esa fecha, el debate entre japoneses y soviéticos / rusos ha estado centrado en una simple pero difícil
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cuestión: restauración de la soberanía japonesa sobre las Kuriles a cambio de paz y ayuda económica a Rusia.
Mientras esa cuestión no se resuelva, el problema de los tratados de paz no quedará cerrado y, por
consiguiente, la Segunda Guerra Mundial no se podrá dar por finalizada.
El territorio austriaco fue ocupado por las cuatro potencias aliadas, creándose a continuación una comisión
aliada para Austria, con sede en Viena. Tras un periodo de dificultades en el proceso negociador, el 15 de
junio de 1955 se firmaba el Tratado de Estado sobre la reconstrucción de Austria soberana y democrática.
Entre sus disposiciones destacaban las referidas a la prohibición de Austria a entrar o formar coaliciones o
alianzas políticas y económicas con Alemania, al tiempo que se imponía al Estado austriaco un estatus de
neutralidad rigurosa y perpetua. ¿Qué trascendencia a tenido en este tratado la incorporación de Austria a la
Unión Europea?. Aunque a priori no parece haber sido mucha, lo que es indudable es que Austria ha perdido
su estatus de neutralidad al aceptar todo el acervo comunitario desde su integración en la Unión Europea, en el
que se incluyen, entre otros, los planteamientos de la llamada Política Exterior y de Seguridad Común, y se ha
unido a Alemania, lo que se prohibía claramente en el Tratado de Estado.
La cuestión alemana adquirió desde 1945 un nuevo protagonismo, aunque pareció quedar cerrada con la firma
el 12 de septiembre de 1990 del Tratado sobre un arreglo definitivo de la cuestión alemana, entre los dos
Estados alemanes y las cuatro potencias que habían ocupado el territorio alemán al final de la guerra. Desde
mayo de 1945, Alemania fue dividida en cuatro sectores, al igual que Berlín, fijándose la frontera oriental en
la línea Oder−Neisse. Esta demarcación fronteriza fue considerada como definitiva por los polacos y con un
carácter provisional por los alemanes hasta la firma de un tratado de paz. El Tratado de Paz de 1970 confirmó
el carácter definitivo de esta frontera, pero aún en 1990 el canciller Khol siguió manteniendo una ambigüedad
sobre el tema, vista con enorme temor en Polonia. La firma del Tratado de Paz de 1990 disipó estas dudas y
confirmó los límites fronterizos de Alemania.
Por otro lado, desde 1946 las dificultades para poner de acuerdo a las cuatro potencias ocupantes sobre la
firma del tratado, se fueron incrementando desde el inicio de la guerra fría y culminaron en la división
alemana en dos Estados: la República Federal de Alemania (23 de mayo de 1949) y la República Democrática
Alemana (7 de octubre de 1949). El desarrollo político, económico y social tan diferente de los dos Estados
alemanes, y la actuación de la U.R.S.S. en el este y de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña en el oeste,
impidieron cualquier posibilidad de cerrar la cuestión alemana. Solamente por los cambios habidos en la
Europa central y oriental desde 1989 y la actitud del dirigente soviético Gorbachov, posibilitaron en 1990 la
firma del definitivo Tratado de Paz con Alemania, posibilitando también con ello la reunificación alemana,
que se produjo el 3 de octubre de 1990.
Si en 1918 pudo hablarse del hundimiento de los grandes Imperios (Alemania, Austria−Hungría, Turquía y
Rusia), en 1945 asistimos a la reducción de las monarquías europeas. Como consecuencia de la implantación
del totalitarismo comunista, fueron depuestos violentamente Simeón II de Bulgaria, tras el asesinato del
regente, y Miguel I de Rumanía, declarándose finalizado el régimen regencialista en Hungría. El dictador
comunista Tito logró imponerse sobre los monárquicos en Yugoslavia, iniciando una terrible represión, de
manera que Pedro II jamás pudo volver al trono de Belgrado. En Albania, el líder bolchevique Hoxa proclamó
la república popular, impidiendo el retorno del rey Zog I y su familia. En Italia, un referéndum cambió el
régimen político, por lo que Umberto II tuvo que abandonar el trono de los Saboya. Mejor suerte tuvieron
Jorge II de Grecia y Leopoldo III de Bélgica en las respectivas consultas electorales, aunque el segundo
pronto tuvo que abdicar en su hijo Balduino I. Japón conservó el régimen imperial, de enorme popularidad, en
adelante limitado por una nueva Constitución democrática.
Por otra parte, como consecuencia del antifascismo imperante en el bando de los aliados, los partidos
socialistas y socialdemócratas resurgieron con fuerza en casi toda Europa. Incluso en Gran Bretaña, Churchill
y el partido conservador perdieron las elecciones, por lo que el partido laborista volvió a formar gobierno. En
la mayor parte de países europeos, los socialistas ocuparon varias carteras ministeriales tras la guerra. Los
votos de derecha y centro se agruparon en los partidos democristianos, auspiciados por la jerarquía de la
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Iglesia católica, logrando alzarse como la fuerza hegemónica en la República Federal de Alemania, Italia y
Bélgica, mientras el MRP francés, sin referencias confesionales, trataba de representar los intereses de este
sector del electorado. Los partidos comunistas, con fidelidad absoluta a la Unión Soviética, se desarrollaron en
Italia y Francia, participando en el gobierno hasta que el comienzo de la guerra fría hizo que pasaran a la
oposición parlamentaria.
No obstante, la distinta ocupación de Europa por los ejércitos aliados dividió el continente en dos zonas. En la
zona occidental, liberada por las fuerzas angloamericanas, se impuso y se restauró la democracia
parlamentaria y el sistema económico capitalista, donde −paradójicamente− los partidos comunistas fueron
muy fuertes. Frente a ésta, se alzó la zona oriental, al este europeo, ocupado por el ejército rojo, que implantó
dictaduras comunistas a la fuerza en Polonia, República Democrática Alemana, Hungría, Checoslovaquia,
Rumanía y Bulgaria, países donde, en cambio, los bolcheviques apenas habían contado con apoyo popular
anteriormente. Albania y Yugoslavia también tuvieron regímenes comunistas, aunque independientes de la
esfera de influencia de la U.R.S.S..
SAN FRANCISCO: LA CREACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS
La Carta de San Francisco y sus antecedentes
Ante la ineficacia manifiesta de la Sociedad de Naciones, y dado que los Estados Unidos no pertenecen y que
la U.R.S.S. ha sido expulsada, como salida al dilema de reformarla o sustituirla por otra, en diferentes
reuniones habidas en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, se va afianzando progresivamente el
proyecto de crear una organización nueva, aunque en los inicios no se alude expresamente a ella. En la
Declaración Interaliada (12 de junio de 1941), catorce países −nueve de ellos ocupados− al tiempo que
manifiestan su compromiso de continuar la lucha y no firmar la paz por separado, expresan la idea de que la
base de una paz duradera es la voluntaria cooperación de todos los pueblos libres. Por su parte, en la Carta del
Atlántico (14 de agosto de 1941), suscrita bilateralmente en Terranova por Roosevelt y Churchill, y que
desempeña un papel similar a los Catorce Puntos del Presidente Wilson, se habla de los principios
fundamentales de organización internacional en el futuro (respeto a la integridad territorial, cooperación
económica internacional, libertad de mares, desarme, seguridad colectiva.
La Declaración de las Naciones Unidas (1 de enero de 1942), suscrita por veintiséis países y que,
posteriormente, se adhirieron otros tantos, supone un hito clave en esta marcha, agrupando, al igual que en
1919, a las potencias que luchaban contra Alemania; de hecho, la Carta de Naciones Unidas considera como
miembros fundadores a aquellos países, que, aún sin participar en la Conferencia de San Francisco,
anteriormente habían ratificado esta declaración; y, concretamente, esta es la primera vez que se emplea el
término Naciones Unidas. Pero es en la Declaración de Moscú sobre Seguridad General (30 de octubre de
1943) −firmada por Estados Unidos, Gran Bretaña, la U.R.S.S. y China− , y en la Conferencia de Teherán (1
de diciembre de 1943) cuando se establece el compromiso de crear una organización internacional y cuando
se fijaron más concretamente sus principios y objetivos.
En Dumbarton Oaks (agosto−octubre 1944) las cuatro grandes potencias (Estados Unidos, Gran Bretaña, la
U.R.S.S. y China) redactaron un anteproyecto con doce capítulos, donde aparece su concepción sobre la nueva
organización, el cual, con algunas adiciones fijadas el 11 de febrero de 1945 en la conferencia de Yalta −v.
gr., el otorgar a los futuros miembros permanentes del Consejo de Seguridad el derecho de veto−, constituye
el texto base que se debate en San Francisco en la primavera siguiente. En líneas generales, pues, y si se
exceptúan algunos enfrentamientos producidos entre las grandes y las pequeñas potencias, deseosas estas
últimas de democratizar la organización, limitando las funciones y poderes del Consejo de Seguridad, así
como su estructura aristocrática, las disposiciones esenciales de Dumbarton Oaks se mantienen, siendo
aprobadas por delegaciones de 51 países tanto la Carta de las Naciones Unidas como el Estatuto de la Corte
Internacional de Justicia, en San Francisco (California), el 26 de junio de 1945.
92
Propósitos y principios de la organización
Los propósitos para los que se establece la ONU vienen reflejados tanto en el preámbulo inicial como en el
artículo primero:
1. Mantener la paz y la seguridad internacionales y, con tal fin, tomar medidas colectivas eficaces para
prevenir y eliminar las amenazas de la paz, al igual que lograr por medios pacíficos el ajuste o arreglo de
cualquier situación susceptible de conducir a quebrantamientos de la paz.
2. Fomentar entre las naciones relaciones de amistad, basadas en el libre respeto al principio de la igualdad de
derechos y al de la libre determinación de los pueblos.
3. Promover la cooperación internacional en el terreno económico, social, cultural y humanitario.
4. Desarrollar y estimular los derechos humanos y las libertades fundamentales del hombre, sin hacer
distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión.
5. Servir de centro que armonice los esfuerzos de las naciones para alcanzar estos propósitos.
A su vez, algunos de estos fines o propósitos vienen explicitados en artículos subsiguientes; incluso, en
ocasiones, el devenir de la Organización ha ido más allá de los horizontes inicialmente previstos.
Concretamente, mediante la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (10 de diciembre de 1948),
donde se explicitan exhaustivamente los derechos y libertades, o con la resolución 1514/XV de la Asamblea
General (14 de diciembre de 1960). En ella declaraba la ONU el derecho inalienable de todos los países
todavía colonizados a ejercer pacífica y libremente su derecho a la independencia, por lo que debían
traspasarse todos los poderes a los pueblos de esos territorios, sin condiciones ni reservas, en conformidad
con su voluntad y sus deseos libremente expresados, y sin distinción de raza, credo ni color, para permitirles
gozar de una libertad y de una independencia absolutas.
El capítulo 1º se completa con un segundo artículo donde se expresan los principios con arreglo a los cuales
procederán la Organización y sus miembros para alcanzar los antedichos propósitos. Estos principios son
siete, siendo algunos de ellos análogos, e incluso idénticos a los propósitos:
1. Igualdad soberana de todos los miembros.
2. Obligación de cumplir de buena fe las obligaciones, contraídas de acuerdo con la Carta.
3. Obligación de solucionar pacíficamente los conflictos internacionales.
4. Compromiso de abstenerse de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza tanto contra la integridad
territorial, como respecto a la independencia política de cualquier Estado.
5. Apoyo a la Organización en cualquier acción que ejerza de acuerdo con la Carta.
6. Extensión de las obligaciones de la Carta, en lo relativo a la paz y seguridad internacionales a los no
miembros.
7. La Carta no autoriza a la Organización a intervenir en los asuntos internos de cada Estado.
El principio de igualdad soberana se hace, sin embargo, compatible con una situación de privilegio para
ciertos Estados, los cuales son miembros permanentes del Consejo de Seguridad, y disfrutan del derecho de
veto. La prohibición del empleo de la fuerza admite, como excepción, el caso de la legítima defensa ante
93
ataque armado externo (art. 51). Y la extensión de las obligaciones a los no miembros, en lo relativo al
mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, se apoya en el carácter universal de la organización, que
permite considerar las disposiciones de la Carta como parte del derecho internacional universal; de hecho, a
diferencia de lo que ocurre en la Sociedad de Naciones, donde numerosos países se retiran, aquí esta
posibilidad se aleja, pues las obligaciones serían similares fuera, no pudiéndose entonces participar en el
debate de los asuntos que a un país directamente le conciernen.
Composición y estructura
Los miembros fundadores son cincuenta y uno, aunque cabe señalar que algunos de ellos no son Estados (v.
gr., Ucrania o Bielorusia, aceptadas por Roosevelt tras ser convencido por Stalin, justificándose la inclusión
por las penalidades que estos pueblos habían sufrido por la invasión alemana). Los restantes han sido
admitidos en virtud del art. 4º, por decisión de la Asamblea (mayoría de dos tercios) y previa recomendación
del Consejo de Seguridad (donde puede ejercerse el derecho a veto); todo ello, por supuesto, tras el
compromiso de acatamiento de la Carta.
De hecho la trayectoria de admisión ha experimentado diferentes vicisitudes. En los primeros años no hay
problema especial, siendo aceptados Afganistán, Islandia, Tailandia y Suecia (1946), Pakistán y Yemen
(1947), Birmania (1948), Israel (1949) e Indonesia (1950). Posteriormente, las tensiones de la guerra fría se
reflejan en la admisión, ya que cada bloque intenta disponer de mayoría en la Asamblea, por lo que el
procedimiento se bloquea. En 1955 se produce el desbloqueo entrando al tiempo dieciséis países, entre ellos
España (de ellos 6 europeoccidentales, 4 democracias populares y 6 afroasiáticos). La descolonización supone
una afluencia masiva (diecisiete países en 1960), alcanzándose la cifra de 126 en 1969. En las dos últimas
décadas el mecanismo ha funcionado con normalidad, aceptándose a cualquier país en el momento de
solicitud o de alcanzar la independencia. El último admitido, a principios de 1990, fue Namibia, que hace el
número 160, con lo que sen satisface la pretensión de universalidad.
No obstante, nos encontramos con situaciones especiales. Suiza no forma parte, por entender que la
pertenencia en algún modo puede afectar a su profesada neutralidad (aunque no parecen tener problemas en
idéntica línea, Austria, Finlandia y Suecia). Por otro lado, hay diferentes Estados minúsculos que no
participan (Andorra, Mónaco, Liechtenstein, San Marino, el Vaticano −siendo reseñable en este último caso
su carácter de Estado atípico−), aunque otros varios, que no parecen estar sobrados de extensión o de
población, son miembros activos (Dominica, Granada, Seychelles, Maldivas, Antigua y Barbuda, Vanatu).
Las dos Alemanias acaban entrando en 1973, y en 1977 lo hace el Vietnam unificado. Ambas Coreas
permanecen, sin embargo, fuera de la ONU constituyendo el único caso entre los países divididos. Israel, por
su parte, es uno de los miembros no originarios que ingresa más tempranamente, en el momento de obtener la
independencia (1949), y también pertenece la República Sudafricana (que, incluso, es miembro fundador).
El caso de China es un tanto atípico. Por un lado, es miembro fundador, aunque, por otro, desde el momento
en que se crea la República Popular China, la representación en la ONU corresponde al gobierno de Chang
Kai Shek, instalado en Formosa. A partir de 1950 la cuestión se plantea reiteradamente ante la Asamblea
General, siendo rechazada en todo momento. Por fin, en 1971 por 76 votos a favor, 35 en contra y 17
abstenciones, se reconoce la representatividad del gobierno de Pekín, ocupando éste un lugar permanente en el
Consejo de Seguridad. Formosa es excluida de la ONU, entendiéndose que como parte indisoluble de China
no cabe doble representación. Las ternas se invierten como parece lógico, ya que resultaba una anomalía
histórica mantener excluido al país más poblado de la Tierra, con gran peso específico en el Tercer Mundo, y
que, además, era fundador.
En la estructura administrativa de las Naciones Unidas se encuentran, como organismos más relevantes, la
Asamblea General, el Consejo de Seguridad, la Secretaria General, el Consejo de Administración Fiduciaria,
el Consejo Económico y Social y el Tribunal Internacional de Justicia.
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La Asamblea General (capítulo IV de la Carta) es decir, el foro que acoge a los pueblos amantes de la paz que
aceptan la Carta de San Francisco y están dispuestos a cumplir las obligaciones que comporta. Es el órgano
plenario donde se toman deliberaciones, pero sin que éstas sean vinculantes para los Estados miembros, ya
que sólo se limita a formular recomendaciones (arts. 10, 11, 13 y 14). Cada miembro dispone de un voto,
siendo suficiente la mayoría simple para decidir sobre los asuntos ordinarios, pero necesitándose la mayoría
de dos tercios para los asuntos importantes, entre los que cabe destacar: las recomendaciones relativas al
mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales, la admisión de algún miembro −sin ninguna
expulsión hasta la fecha−, los asuntos presupuestarios, así como cualquier otro que la Asamblea determine
como importante en un momento concreto. Si bien éste ha sido el foro elegido por los miembros más débiles
para formular sus exigencias a la sociedad internacional, en la práctica los asuntos más conflictivos acaba
monopolizándolos el Consejo de Seguridad.
El Consejo de Seguridad (capítulo V) inicialmente estaba formado por once miembros, seis de ellos no
permanentes. Al aumentar, con la descolonización, el número de países que signan la Carta, el Consejo
aumentó su número de miembros hasta quince (art. 23), de los que cinco son permanentes (Estados Unidos,
U.R.S.S./ Rusia, Francia, Gran Bretaña y la República Popular China) y diez no permanentes, que se reparten
del siguiente modo: cinco en representación de Asia y África, dos por América Latina, dos por Europa
Occidental y los países asimilados (Australia, Nueva Zelanda, Canadá etc.) y uno por los países de Europa
Oriental, elegidos por periodo bianual, aunque, para dar una cierta continuidad, cada año se renueva sólo la
mitad.
La función más importante del Consejo es mantener la paz y la seguridad internacional (art.24), para lo cual
debe proceder al arreglo pacífico de las disputas entre pueblos o bien, si fracasan los anteriores intentos, puede
optar por medidas de acción. Lo que es poco efectivo por la utilización del sistema de veto por alguna gran
potencia, cuando entendía lesionados sus intereses o los de algún país aliado, tanto en lo relativo a sanciones
económicas como al envío de fuerzas de seguridad, ya que, mientras que para las cuestiones de procedimiento
basta con el voto afirmativo de nueve miembros cualesquiera, para el resto de las cuestiones se necesitan
nueve votos afirmativos, pero que incluyan los de los cinco miembros permanentes (art. 27). Este hecho
confirma una característica polémica de la estructura de la ONU que la ha definido, como es la del déficit
democrático.
La Secretaría (capítulo XV) se compone de un secretario general y del personal que requiere la Organización.
El Secretario General es el funcionario más importante así como el representante de la Organización en el
exterior, y tiene definidas algunas funciones administrativas y ejecutivas, aunque en la práctica es su
capacidad política y sus dotes negociadores los que marcan el éxito de su acción, dado que sus facultades
están muy limitadas. Es nombrado por la Asamblea General previa recomendación por el Consejo (art. 97), y
en la práctica sólo han sido elegidos para el cargo diplomáticos o políticos de países neutrales: el noruego
Trigve Halvdan Lie, 1946−1953; el sueco Dag Hammarskjöld, 1953−1961; el birmano U. Thant, 1961−1971;
el austríaco Kurt Waldheim, 1972−1981; el peruano Javier Pérez de Cuellar, 1982−1991; el egipcio
Butros−Ghali, 1992−1996; y el ghanés Koffi A. Annam, 1997−. Y si la actividad del Secretario General debe
estar presidida por la imparcialidad y tener como mira el interés internacional, la selección del funcionariado
debe hacerse en función de su eficiencia, competencia e integridad, pero de modo que exista la más amplia
representación geográfica posible (art. 101).
El Consejo de Administración Fiduciaria (capítulos XI−XIII) es el heredero de la Comisión de Mandatos de la
Sociedad de Naciones. Su función estriba en supervisar la administración de los territorios en fideicomiso
tutelados por algún Estado miembro de la Organización, con el fin de que estos territorios se desarrollen
económica y socialmente hasta adquirir su independencia. Hoy día es un organismo a extinguir, pues, de los
once territorios en fideicomiso iniciales, sólo queda uno (el territorio de las islas del Pacífico, administrado
por Estados Unidos).
El Consejo Económico y Social (CES, capítulo X) es el principal órgano coordinador de la labor económica y
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social; sin facultades decisorias, prácticamente se limita a formular recomendaciones (adoptadas por mayoría
simple) y, de hecho, puede considerarse como un organismo residual, ya que sus atribuciones han pasado a los
organismos especializados. Aunque sus 54 miembros son elegidos por la Asamblea General (art. 61), los
cinco grandes han sido elegidos en todo momento (salvo China, sólo con relativa regularidad).
El Tribunal Internacional de Justicia (capítulo XIV), sucesor del Tribunal Permanente de Justicia
Internacional de la Sociedad de Naciones (ocupa su misma sede en La Haya), es el principal órgano judicial
de la ONU, del que todos sus miembros forman parte ipso facto (art. 93). Los Estados miembros pueden
someter cuestiones a su consideración, resultando entonces obligatoria la sentencia para las partes: a su vez, la
Asamblea y el Consejo pueden formular consultas sobre cualquier cuestión jurídica, y los dictámenes, aunque
no vinculantes, suelen tener gran influencia sobre la decisión posterior que se adopte. Integrado por 15
magistrados, elegidos por la Asamblea, y, en principio, en función de sus méritos profesionales −aunque
procurando que representen los principales sistemas jurídicos del mundo−,en la práctica, en ocasiones, los
criterios de honorabilidad y profesionalidad han cedido a los políticos.
Actuación de la ONU
El mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales ha exigido en distintos momentos la intervención de
la Organización, bien para resolver pacíficamente los conflictos, bien, en último extremo, para adoptar
medidas coercitivas. En lo relativo al arreglo pacífico de controversias, la Organización ha intentado en
diferentes ocasiones mediar entre los Estados, favoreciendo la negociación, la investigación, la mediación, la
conciliación y el arbitraje (art. 33), aunque en conjunto, su intervención puede juzgarse de decepcionante, ya
que la solución sólo ha venido cuando las partes han llegado a acuerdos entre sí.
Y en lo que respecta a medidas coercitivas, el balance no resulta más halagüeño. En el capítulo VII se prevé la
acción del Consejo en los casos de amenaza a la paz o actos de agresión, en los que cabe adoptar dos tipos de
medidas, según excluyan o impliquen el uso de fuerza armada. Las primeras, que suponen la interrupción total
o parcial de las relaciones económicas (art. 41) (v. gr., contra Rhodesia, −actual Zimbabwe−, o Sudáfrica), o
la ruptura de las relaciones diplomáticas (cual ocurre frente a España en 1946), no han sido muy decisivas, ya
que los países objeto de sanción han encontrado los oportunos subterfugios, ya porque las medidas lo han sido
sólo por tiempo limitado.
Las que implican el recurso a la fuerza (art. 42), en diferentes ocasiones han tenido que ser adoptadas por la
Asamblea o el Secretario General, en vez de por el Consejo de Seguridad, como sería lo lógico, y ello en
virtud de la resolución 377 Unión pro paz, que faculta a la Asamblea para adoptar medidas cuando el Consejo
se ha bloqueado en algún momento clave, por la utilización del veto por parte de algún miembro permanente.
De hecho, en el contexto de la guerra fría −y ello es aplicable hasta estos momentos− resulta difícil imaginar
que luchasen conjuntamente soldados de ambos bloques; por eso Colliard llega a afirmar que el capítulo VII
es una pieza de museo de las instituciones internacionales. Así, en el caso de Corea, las tropas pudieron ser
enviadas por la ausencia del representante ruso, y en los conflictos de Suez y el Congo (1956 y 1960−63)
hubo que apelar a la resolución 377. No obstante lo antedicho, y sobre todo en conflictos menores, la ONU ha
resuelto algunos, o quitado virulencia a otros, al tiempo que siempre ha constituido un foro permanente de
diálogo e intercambio de posturas.
En lo relativo al desarme, a pesar de que se ha llegado a algún interesante acuerdo (Antártida y América
Latina como zonas desnuclearizadas (1959 y 1967, Tratado de Tlatelolco), prohibición de ensayos nucleares
en la atmósfera, espacio extraterrestre y debajo del agua (1963), Tratado sobre la no Proliferación de Armas
Nucleares (1968), Convención sobre la prohibición de usar técnicas de modificación ambiental con fines
militares u otros fines hostiles (1976), Conferencia de Desarme), los resultados globales no pueden
considerarse esperanzadores ya que los gastos armamentísticos crecen progresivamente día a día, y no sólo en
los países más desarrollados.
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Su balance es más positivo en otros apartados. Ha jugado un papel clave en la descolonización ya que, por un
lado, de los territorios fideicomitidos, diez de ellos han accedido a la independencia; en estos momentos, tras
la emancipación de Nueva Guinea en 1975, sólo uno permanece bajo administración (norteamericana), el de
las islas del Pacífico (Marianas −excepto Guam− Carolinas y Marshall) que es un fideicomiso estratégico; por
otro lado, la ONU ha tenido una postura beligerante frente a las antiguas potencias colonizadoras, en pro de la
independencia de los países afroasiáticos, a lo que no resulta ajena la acción interna de los países
descolonizados, que prontamente son acogidos en su seno.
Y su actuación no es menos encomiable en lo relativo a formulación, promoción y defensa de los derechos
humanos, adoptando tempranamente la Declaración Universal de Derechos del Hombre (10 de diciembre de
1948), o luchando contra el apartheid (Comité Especial contra el apartheid (1974), Fondo Fiduciario de las
Naciones Unidas para Sudáfrica (1965), Año Internacional contra el apartheid (1978) y, sobre todo, a través
de sus organismos especializados, en la búsqueda de cooperación social, económica, técnica, así como en el
plano de las comunicaciones, entre los pueblos.
Organismos especializados de la ONU
Los organismos especializados de la ONU tienen diversos orígenes: algunos son más antiguos que la misma
organización, a la que posteriormente se han incorporado, cambiando en ocasiones de nombre. Así, la Unión
Postal Universal, la Organización Meteorológica Internacional, el Instituto Internacional de Agricultura, la
Oficina Internacional de la Salud, la Organización Internacional del Trabajo, o la misma Comisión
Internacional de Navegación Aérea − cuyos organismos sucesores pueden obviamente inferirse; otros surgen
en las conferencias internacionales que tienen lugar al final de la posguerra (Fondo Monetario Internacional,
Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo, Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio,
Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura; otros, finalmente, aparecen
en las últimas décadas como respuestas a necesidades nuevas: v. gr., el Organismo Internacional de Energía
Atómica y la Corporación Financiera Internacional (ambos de 1956), la Asociación Internacional de Fomento
(1960), la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (1966), o el Fondo Internacional
de Desarrollo Agrícola (1976). En conjunto, dieciséis de estos organismos son considerados como
especializados −dieciocho si se incluye la OIEA y el GATT−, atendiendo a los ámbitos de cooperación
económica, técnica, social, cultural, sanitaria y de comunicaciones.
OIT. La Organización Internacional del Trabajo, que en la Conferencia Internacional de Montreal (1946) pasa
a convertirse en el primer organismo especializado de la ONU, es creada en 1919, estando entonces vinculada
a la Sociedad de Naciones, y teniendo desde sus orígenes la sede en Ginebra. Su primer director general fue el
conocido sindicalista francés Albert Thomas (1919−1932), el cual, gracias a su incansable actividad, consigue
un prestigio para la OIT muy por encima de cualquier otro organismo internacional de por entonces. Sus
objetivos son: conseguir el pleno empleo y mejorar la calidad de vida del trabajador, facilitar la formación
profesional, fomentar políticas que favorezcan un reparto justo de la renta, luchar por la libertad sindical y la
seguridad social, atender a la elevación del nivel cultural del trabajador y vigilar las legislaciones laborales
nacionales. Aunque se trata de una organización gubernamental, lo cual ha dificultado la ratificación de algún
convenio (p. e., el de libertad sindical), la representación es un tanto atípica (dos miembros por el gobierno
respectivo, uno por los empresarios y otro por los trabajadores). Desde su fundación ha aprobado más de 300
convenciones (de obligado cumplimiento) y recomendaciones, atendiendo también al estudio e investigación
de los problemas laborales, mediante el Instituto Internacional de Estudios Laborales (con sede en Ginebra) y
el Centro Internacional de Formación Técnica y Vocacional Avanzada (con sede en Turín).
OMS. La Organización Mundial de la Salud, con sede en Ginebra, inicia su actividad en 1948, teniendo como
finalidad no sólo conseguir la erradicación de toda enfermedad sino también lograr un estado completo de
bienestar físico, mental y social. Para ello, ayuda a los países, −en especial a los subdesarrollados− a fortalecer
sus sistemas sanitarios mediante la creación de infraestructuras, coordinaciones internacionales contra el
paludismo, malaria, lepra, ceguera en África occidental, el SIDA; fomenta las investigaciones necesarias en
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diferentes sectores (nutrición, atención materno−infantil, seguridad medioambiental, rehabilitación), y
establece y colabora en programas y acciones específicos (Decenio Internacional del Agua Potable y del
Saneamiento Medioambiental, 1981−1990). Desde 1977, fijó el objetivo salud para todos en el año 2000,
elaborando estrategias en combinación con pueblos y gobiernos para lograr dicho objetivo.
FAO. La Organización para la Agricultura y la Alimentación, heredera del Instituto Internacional de
Agricultura, se estableció en la Conferencia de Québec (16 de octubre de 1945) y tiene su sede en Roma. Sus
objetivos consisten en mejorar la alimentación y aumentar los rendimientos de la tierra, la ganadería, la pesca
así como de las explotaciones forestales. Para conseguir una mayor eficacia en la producción se vale de la
investigación e información técnica, modernizando los métodos de cultivo, de la lucha contra las plagas y el
empobrecimiento del suelo, de las transferencias de tecnología hacia los países en vías de desarrollo,
mejorando al tiempo la distribución de los alimentos, en especial los excedentarios. Entre sus actividades
destacan el Programa Mundial de Alimentos y la Campaña contra el Hambre, ayudando mediante programas
especiales a que los países más desfavorecidos se preparen para situaciones de emergencia y proporcionarles
socorro, si por desgracia las crisis agrarias o plagas los dejan sumidos en la miseria.
UNESCO. La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, queda
constituida el 4 de noviembre de 1946 (tras la reunión de Londres del año anterior), fijando su sede en París.
Su finalidad se encamina a contribuir a la paz y seguridad internacionales promoviendo la colaboración entre
las naciones en los ámbitos de la educación, ciencia, cultura y comunicaciones de masas. Entre sus objetivos y
actividades destacan: la elaboración de programas para conseguir una educación primaria universal que
elimine el analfabetismo, el estímulo de las culturas nacionales y la conservación del patrimonio de la
humanidad, la promoción de la utilización de la ciencia en beneficio de todos los seres humanos, el trabajo
para un mejor entendimiento y cooperación entre los pueblos, la utilización de los medios de comunicación de
masas en pro de las causas de la verdad, la justicia y la paz a escala universal,... Asimismo ha realizado
programas concretos de gran eco mundial: campaña para salvar los monumentos egipcios de la Nubia,
amenazados por la presa de Assuam, campañas de alfabetización y educación integral en América Latina, y
declaraciones varias sobre el patrimonio histórico−artístico de la humanidad. Durante el mandato del español
Federico Mayor Zaragoza volvieron a su seno los Estados Unidos, el Reino Unido y Singapur, que habían
abandonado la organización por entender que se seguía una línea filocultural de sesgo antioccidental,
desmesuradamente favorecedora de los Países del Tercer Mundo.
El Banco Mundial comprende tres instituciones: el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo
(BIRD), creado el 27 de diciembre de 1945, la Corporación Financiera Internacional (CFI), nacida en 1956, y
la Asociación Internacional de Fomento (AIF), establecida en 1960, todos ellos con sede en Washington. Su
finalidad consiste en aportar recursos a los países en vías de desarrollo, provenientes de los países
industrializados. Ahora bien, mientras los créditos del BIRD se prestan en condiciones normales, para fines
productivos, y teniendo en cuenta las posibilidades de amortización (siendo garante el gobierno del país
respectivo), los préstamos de la AIF sólo se conceden a los países más pobres y en condiciones más
accesibles, aunque siempre se exige tener suficiente estabilidad económica, financiera y política para los
préstamos a largo plazo. La CFI completa su acción fomentando el establecimiento y la expansión de las
empresas privadas de cualquier país miembro, en especial en los que están en vías de desarrollo.
FMI. El Fondo Monetario Internacional, diseñado junto con el BIRD en la Conferencia de Bretton Woods
(1944), inicia su andadura el 27 de diciembre de 1945, siendo reforzado posteriormente en 1969 y 1978; tiene
también su sede en Washington. Su finalidad estriba en asegurar la estabilidad de los cambios, fomentando la
cooperación económica internacional y facilitando la expansión del comercio mundial, de modo que se
consiga una mejora en las condiciones económicas de los países miembros. Para ello, concede ayudas a los
países con dificultades en su balanza de pagos, los apoya técnicamente para mejorar la gestión y realizar
programas de reforma económica que contribuyan a sanear sus balanzas de pagos. Se trata de un organismo
que ha funcionado aceptablemente bien, aunque tal vez sería mejor aumentar sus recursos y democratizarlo
(ya que el voto guarda relación con la contribución de cada país) y, en última instancia, convertirlo en un
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banco central mundial.
GATT. El Acuerdo General de Aranceles y Comercio (1 de enero de 1948), con sede en Ginebra. es un
conjunto de normas para eliminar los obstáculos que puedan entorpecer el comercio internacional. Los
Estados firmantes del acuerdo se conceden recíprocamente la cláusula de nación más favorecida y se
comprometen a proteger su producción apelando sólo al arancel, excluyendo todo tipo de contigentación de
mercancías (salvo casos excepcionales, o cuando sufren graves desequilibrios en su comercio exterior). El
balance es positivo, a pesar de la aparición de agrupaciones económicas y comerciales diversas, tales como las
zonas de libre cambio, las uniones aduaneras y los mercados comunes muy activos, que en algún modo y
grado, invalidan el significado reflejado en lo de nación más favorecida. Los países subdesarrollados, por su
parte, por considerar que el Acuerdo no atiende oportunamente a sus intereses, fundaron en 1963 el Grupo de
los 77, logrando que la ONU pusiera en marcha la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y el
Desarrollo (CNUCED−UNCTAD) (1962), para atender a la problemática específica del comercio
internacional de los países subdesarrollados.
LA DISPUTA DE LAS ZONAS DE INFLUENCIA Y LA DIVISIÓN BIPOLAR
El destino de Europa oriental
Terminada la Segunda Guerra Mundial la coalición triunfante debía hacer frente a la necesidad de creación de
un nuevo orden en Europa. Un hecho resultaba obvio y era que, con excepción de la U.R.S.S., todas las demás
potencias, grandes o pequeñas, vencedoras o vencidas, eran capitalistas. Su interés, por tanto, una vez
desaparecida la amenaza nacionalsocialista, era reconstruir algún tipo de equilibrio político europeo que
garantizara la paz al estilo del Tratado de Versalles y en el que, por supuesto, no hubiera ninguna alteración
esencial del orden socioeconómico previo. La Unión Soviética era, desde luego, la menos interesada en que
esto sucediera.
Desde 1917 la política exterior soviética venía sosteniéndose sobre la difícil combinación de dos elementos
básicos, ideología y seguridad, con una prioridad suprema, ante todo preservar la existencia de la Patria de la
Revolución. La muerte de Lenin había abierto un agrio debate entre sus sucesores liquidado con el triunfo de
las tesis de Stalin en el sentido de aplazar la revolución mundial que propugnaba Trotsky. En cualquier caso,
bajo el punto de vista ideológico, el triunfo bolchevique implicó desde el principio una evidente amenaza para
Occidente. Los dirigentes de la Unión Soviética vivían en la creencia de que se hallaban cercados por un
mundo capitalista hostil contra en el que tarde o temprano tendrían que luchar. Asimismo pensaban que, de
forma inevitable, las contradicciones del sistema llevarían a los capitalistas a enfrentarse entre sí, lo que
abriría entonces posibilidades al progreso universal del socialismo. La agresión occidental en el contexto de la
guerra civil rusa no había hecho más que confirmar los peores temores de los dirigentes de la Revolución. En
el verano de 1939 Stalin no vaciló en estrechar la mano de Adolf Hitler si con ello se garantizaba participar en
el reparto del botín de la Europa Oriental, además de incentivar el enfrentamiento del nazismo con las
democracias.
Tras la agresión alemana de 1941, las apelaciones de Stalin al patriotismo tradicional ruso, la desaparición del
Komintern y el abandono de la Internacional como himno oficial soviético produjeron en Occidente, ahora
aliado, la sensación de que la U.R.S.S. abandonaba definitivamente sus designios de revolución mundial.
Nada más lejos de la realidad. Terminada la contienda mundial se presentaba a la U.R.S.S. una oportunidad
histórica de extender el comunismo y a la vez asegurar para siempre la seguridad de sus fronteras. Fue extraño
que su actitud provocara sorpresa. Después de todo, el Stalin de 1945 no era muy diferente de aquel de 1939
que había pactado con Hitler para repartirse Polonia, que se había anexionado los Estados bálticos o que había
hecho la guerra a Finlandia. Ahora que sus tropas habían liberado todo el Este europeo de la dominación nazi,
era natural que pretendiera obtener ventaja de ello para extender la Revolución y el dominio del Imperio
Soviético en una forma tan espectacular que nadie habría imaginado desde 1917. Contaba para ello con tres
instrumentos privilegiados: la fuerza del Ejército Rojo, la diplomacia soviética apoyada en un potente servicio
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secreto, y los partidos comunistas de toda Europa, fieles a la disciplina internacionalista. En carta al mariscal
Tito, Stalin manifestaba sin ambages que esta guerra no es como las del pasado; aquél que ocupe un
territorio, impone en él su propio sistema social. Todo el mundo impone su sistema tan lejos como su ejército
puede avanzar. No podría ser de otro modo...
La clave para la seguridad futura de la U.R.S.S. estaba en Alemania. Tras dos invasiones en veinticinco años,
Stalin quería dar por zanjada la cuestión para lo sucesivo con su definitiva neutralización. De momento, y en
virtud de los acuerdos de Yalta, los soviéticos se habían garantizado de forma provisional la ocupación de la
zona oriental alemana. Estrechamente ligado al problema alemán estaba Polonia, obligado territorio de paso
en el camino hacia Rusia. El cambio de las fronteras polacas con su movimiento hacia el Oeste decidido en la
Conferencia de Potsdam tenía una doble virtualidad. Por un lado alejar a la nueva Alemania de las fronteras
rusas y, por otro, hacer de Polonia la principal interesada en mantener el nuevo estado de cosas.
Checoslovaquia, Hungría y Rumanía, países todos con los que la nueva U.R.S.S. de posguerra se había
garantizado frontera común, debían ser otros eslabones de esa misma política. Bulgaria unía a su rusofilia
tradicional una larga frontera con Grecia, baluarte del capitalismo en el Mediterráneo Oriental. Yugoslavia y
Albania que, aunque no habían sido liberadas por el Ejército Rojo, estaban bajo el control de los comunistas
locales, parecían de momento sumisas a los dictados de Moscú. Un conjunto de un millón de Km2 y cien
millones de habitantes estaban destinados a convertirse en glacis defensivo de la Unión Soviética.
Así, entre 1945 y 1948, a la espera de encontrar una solución satisfactoria y permanente para el problema
alemán, la U.R.S.S. culminó el proceso de satelización de la Europa Oriental. En estos países los gobiernos de
coalición antifascista de primera hora fueron progresivamente dominados por los partidos comunistas, que se
habían reservado en ellos los puestos clave. Primero se mantuvo la ficción del pluralismo político, luego se
fue eliminando no sólo a los representantes de los partidos no comunistas sino incluso a los propios
comunistas que se mostraban más nacionalistas que pro soviéticos. De forma paralela los servicios secretos
soviéticos extendían sus tentáculos por toda la zona. La progresiva instalación de regímenes títeres soviéticos
en toda esta parte de Europa terminó en febrero de 1948 con el llamado golpe de Praga. Ese mismo año
estalló la ruptura con Yugoslavia que prefería buscar su vía nacional hacia el comunismo. Por toda la Europa
soviética se extendió la represión estalinista, el titismo era buena excusa para las purgas. En enero de 1949 se
creaba el COMECON, organismo de integración económica de todos los países del bloque. Por lo visto, Stalin
nunca había tomado demasiado en cuenta aquellas palabras contenidas en la Declaración de la Europa
liberada, aprobada en Yalta acerca de el derecho de todos los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la
cual quisieran vivir.
El 22 de septiembre de 1947 se reunían en Polonia los representantes de los ocho partidos comunistas
europeos para crear la Kominform, Oficina de Información Comunista en sustitución de la desaparecida
Komintern. En esa reunión el teórico soviético Andrei Jdánov, auténtico ideólogo del régimen, presentó un
informe en el que ofrecía una visión decididamente antagónica del escenario mundial: En el mundo se han
formado dos campos: por un lado el campo imperialista y antidemocrático que tiene como objetivo la
dominación mundial por parte del imperialismo norteamericano, así como el aplastamiento de la
democracia; por el otro lado, el campo antiimperialista y democrático, cuyo fin esencial consiste en minar el
imperialismo, fortalecer la democracia y liquidar los restos de fascismo.
Estados Unidos, potencia europea
La política soviética en Europa Oriental despertó creciente preocupación en Occidente. Para los británicos el
destino de Polonia encerraba una dolorosa paradoja, ya que, después de todo, el Reino Unido había ido a la
guerra en septiembre de 1939 precisamente en defensa de la libertad polaca amenaza por Hitler y Stalin. Entre
1945 y 1947 a muchos europeos les parecía algo más que una simple posibilidad la amenaza del comunismo
sobre Europa Occidental. Países como Francia, Bélgica o Italia se encontraban en pleno caos económico y
político. En ellos, además, los partidos comunistas −siempre fieles a los dictados de Moscú− tenían
responsabilidades de gobierno, fruto de su actividad y prestigio en la Resistencia. En estas circunstancias, el
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golpe de Praga adquiría aires casi premonitorios. A corto plazo toda Europa podía ser comunista, incluso sin
que mediase una agresión militar soviética.
La precaria situación británica resultó decisiva para terminar de definir la nueva política norteamericana. Fue
precisamente la voz de Winston Churchill la que primero denunció el expansionismo soviético y propugnó un
cambio en Washington respecto a Europa. En su famoso discurso del 5 de marzo de 1946 en Fulton
(Missouri) las palabras de Churchill fueron contundentes y su resonancia enorme: Desde Sttetin en el Báltico
a Trieste en el Adriático, ha caído sobre el continente un telón de acero (...) es preciso que los pueblos de
lengua inglesa se unan con urgencia para impedir a los rusos toda tentativa de codicia o aventura. A su
dramática llamada de atención se unía ese mismo año la de George F. Kennan, el embajador estadounidense
en Moscú, a través de un informe al presidente sobre Los orígenes del comportamiento soviético. La
preocupación de ambos era similar, conseguir que Estados Unidos no desmantelase tan rápidamente la
gigantesca maquinaria militar que se encontraba aún en Europa y Asia ya que el estallido de un nuevo
conflicto en Europa podía estar cerca. Y, ciertamente, la negativa soviética a participar en el Fondo Monetario
Internacional y el Banco Mundial, su actitud en Europa Oriental, su comportamiento provocativo en Irán o sus
presiones sobre Turquía para conseguir el control de los Estrechos, no eran muy tranquilizadores. A
comienzos de 1947 el gobierno británico, acosado por las dificultades económicas, anunciaba al presidente
Truman su incapacidad para seguir manteniendo la ayuda a Turquía y Grecia, ésta última en plena contienda
civil contra la guerrilla comunista del ELAS. Ante la decadencia del Imperio Británico, tradicional potencia
periférica equilibradora del concierto continental, Estados Unidos debía tomar una decisión que iba a
determinar su lugar en el mundo para los siguientes cincuenta años. Como afirma Truman en sus Memorias,
fue entonces cuando decidió alinear decididamente a los EEUU de América en el campo y a la cabeza del
mundo libre. Y lo hizo a través de dos iniciativas, las dos con nombre propio.
El 12 de marzo de 1947 Truman se dirigía al Congreso para anunciar un giro fundamental en la política
exterior de su país. El presidente manifestaba su voluntad de sostener económica, política y militarmente a
Grecia y Turquía y, por añadidura, a todos aquellos pueblos libres que estaban resistiendo a la presión
soviética. Su visión de la situación mundial coincidía con la que meses después expondría Jdánov ante el
Kominform, si bien obviamente con diferente reparto de papeles: En la fase actual de la historia del mundo,
cada país debe elegir entre dos modos fundamentalmente opuestos de encauzar su vida oficial y privada. Una
de estas formas se basa en la voluntad de la mayoría, y se distingue por sus instituciones y garantías
personales de libertad de expresión y religiosa. La otra se basa en el poder de una minoría que domina por la
fuerza a la mayoría. Para ello se apoya en el terror y en la opresión (...) Estoy convencido de que los pueblos
libres debemos acudir en ayuda de los sojuzgados, a fin de que ellos puedan ejercer su derecho soberano de
elegir su propia forma de gobierno. Entre marzo y mayo de 1947 los gobiernos belga, francés e italiano
excluyeron a los partidos comunistas. Quedaba definida la Doctrina Truman.
De forma complementaria a lo anunciado por el presidente, el 5 de junio de 1947 el secretario de estado,
George Marshall, hizo público en la Universidad de Harvard el programa de ayuda a Europa para evitar el
colapso económico que se creía precursor de la acción comunista. Aunque el Plan, según su autor, iba dirigido
únicamente contra el hambre y la miseria su trascendencia era evidente: El objetivo de nuestra política es el
restablecimiento de una economía mundial sana, de manera que aparezcan las condiciones políticas y
sociales en las cuales las instituciones libres puedan existir. Al recoger simbólicamente el relevo británico,
Estados Unidos definía para el futuro su política de contención frente al comunismo. Stalin declaró que el
Plan Marshall no tenía otra finalidad que aislar a la U.R.S.S. y, casi de inmediato, anunciaba su autoexclusión
de las ayudas americanas y obligaba a hacer lo mismo a sus futuros satélites. A partir del verano de 1947 el
clima de las relaciones internacionales se enfriaba irreversiblemente.
La cuestión más espinosa era el futuro de Alemania. En febrero de 1947 se firmaban en París los Tratados de
Paz con Italia, Rumanía, Hungría, Bulgaria y Finlandia. Sin embargo, el problema alemán quedaba sin
resolver. Ninguna de las dos conferencias de ministros de Asuntos Exteriores celebradas en 1947, en Moscú y
Londres, proporcionaron soluciones. Apenas dos años después de la derrota de Hitler, y ante el cariz que iban
101
tomando los acontecimientos en Europa Oriental, la política occidental iba consistiendo progresivamente en
insistir menos en la desnazificación todavía pendiente y más en la reconstrucción de la potencia germana.
Pronto, los tres aliados occidentales decidieron utilizar el territorio bajo su control. Primero económicamente,
luego políticamente, en un proceso creciente de crear una Alemania pro occidental, baluarte y escaparate a la
vez de cara al Este. Esto era inaceptable para los soviéticos que deseaban una Alemania unida y comunista o,
en su defecto, una Alemania unida pero neutralizada. El bastión alemán era clave para la seguridad futura de
la U.R.S.S. que había venido desarrollando en su zona de ocupación una política similar a la que practicaba
sobre toda Europa Oriental, absorción por parte comunista del poderoso Partido Socialista, nacionalizaciones,
colectivización de la agricultura y represión. Todo parecía indicar que nunca habría Tratado de Paz, y que los
límites provisionales trazados por los ocupantes tendrían el carácter de frontera entre dos mundos.
Sin embargo, antes de aceptar como definitivo este hecho, los soviéticos decidieron poner a prueba la
determinación de los occidentales por mantener una Alemania no comunista. El escenario más adecuado para
tal intento era Berlín, dividida en cuatro sectores. El bloqueo de los accesos terrestres a la ciudad el 24 de
junio de 1948 obligó a los occidentales a abastecer Berlín Oeste exclusivamente por aire durante casi un año,
en una operación sin precedentes y en medio de una tensión mundial que preludiaba una nueva guerra. El
pulso por la vieja capital del Reich marcó el techo de las aspiraciones soviéticas en el continente. Del mismo
modo que era ya imposible soñar con la unidad de Europa, fracturada por el Telón de Acero, habría que
acostumbrarse en lo sucesivo a una nueva idea, habría dos Alemanias. El bloqueo de Berlín aceleró el
proceso. En 1949, con una diferencia de pocos meses, nacían la República Federal (RFA) y la República
Democrática Alemana (RDA). La división del suelo germano iba a ser durante cuarenta años el símbolo más
vivo y sangrante del nuevo orden internacional surgido de la Segunda Guerra Mundial.
Estados Unidos había decidido no permanecer indiferente al futuro de Europa Occidental. Faltaba poco para
definir el status de esa presencia. El Plan Marshall era, por definición, un programa de acción transitorio.
Dada la inmensa superioridad soviética en armamento convencional y que por entonces los americanos eran
los únicos dotados con el arma atómica, era necesario que la defensa europea se anclase en un pilar
norteamericano, la única manera de hacerla convincente. En 1947 Francia y el Reino Unido habían firmado el
Pacto de Dunkerque, ampliado al año siguiente al Benelux por el de Bruselas. En marzo de 1949, y a
propuesta europea en vista de los sucesos berlineses, se firmaba en Washington el Pacto del Atlántico, carta
de nacimiento de la OTAN, una organización militar permanente en tiempos de paz que asociaba, como dijo
el analista norteamericano Walter Lippman, a los pueblos europeos de ambos lados del Atlántico. Doce países
la integraban: Bélgica, Canadá, Dinamarca, Estados Unidos, Francia, Islandia, Italia, Luxemburgo, Países
Bajos, Noruega, Portugal y el Reino Unido. Estados Unidos abandonaba así el aislacionismo que había
caracterizado su política exterior desde que en 1796 George Washington terminara su mandato con una
pregunta que era también una admonición ¿por qué entretejer nuestro destino con el de cualquier parte de
Europa y comprometer nuestra paz y nuestra prosperidad en los afanes de la ambición, la rivalidad, el interés,
el humor o el capricho de los europeos?.
Planteado en términos geoestratégicos, el hecho clave de la posguerra era que la U.R.S.S. había desplazado a
la presencia dominante alemana sobre Centroeuropa y que ni Francia ni Gran Bretaña estaban en condiciones
de reponer el equilibrio alterado. Sólo una decidida presencia económica y militar de los Estados Unidos que
compensase los avances soviéticos podía evitarlo. Estados Unidos debería ahora convertirse en potencia
europea con carácter permanente para hacer frente a las veleidades expansionistas soviéticas.
Antes de finalizar el año 1949 un bombardero estadounidense que patrullaba el Pacífico Norte aportó pruebas
concretas de que los rusos habían experimentado con éxito el arma atómica. El monopolio americano había
concluido. Si bien la tensión entre los dos nacientes bloques era extrema, la posibilidad de una hecatombe
nuclear obligaba a plantear el enfrentamiento en términos históricamente nuevos. La debilidad europea, junto
con la posesión de nuevas armas de destrucción masiva, conducían inexorablemente a lo que Lippman
popularizó bajo el término de Guerra Fría, es decir al estado de tensión permanente, excluyendo el
enfrentamiento armado directo, entre soviéticos y norteamericanos. Raymond Aaron lo sintetizó
102
perfectamente: guerra improbable, paz imposible. El político belga Henry Spaak lo resumió en una sola
palabra miedo. Era la herencia que Hitler dejaba a Europa.
Concepto y características de la Guerra Fría
La definición clásica viene a decir que la Guerra Fría fue un Estado de tensión permanente, primero entre las
dos superpotencias y luego entre los dos bloques liderados por ellas, que no provocó un conflicto directo ante
el peligro de destrucción mutua y asegurada por la utilización de las armas nucleares. No obstante, hoy hay
que ampliar esta definición a la luz de los acontecimientos que la caracterizaron y las nuevas fuentes primarias
a disposición de los historiadores.
A la luz de estos hechos la Guerra Fría puede caracterizarse por estas notas:
a) La Guerra Fría fue un enfrentamiento directo y no bélico, primero entre EE.UU y la U.R.S.S., después entre
los dos bloques liderados por estas potencias.
b) Un enfrentamiento que se inició en 1947 entre los dos Estados con mayor poder e influencia en el mundo,
que adquirieron un nuevo status en la política internacional: el de superpotencias.
c) Esta nueva relación de poder dio lugar a un sistema internacional bipolar y flexible, en el que junto a las
dos superpotencias y los bloques que estaban bajo su influencia, se encontraban actores no alineados y un
actor universal, la ONU, que trató de jugar un papel atenuador de la tensión internacional.
d) En este sistema bipolar ambas superpotencias trataron de distinguir entre aliados y enemigos, delimitaron
sus zonas de influencia o glacis de seguridad y trataron de ampliarlas a costa del bloque contrario, impidiendo
cualquier desviacionismo político o ideológico en sus respectivas zonas. No hubo posibilidad de que un
Estado se declarase neutral sin el consentimiento de las dos superpotencias.
e) Ocupada, controlada y delimitada una zona de influencia, su respeto por la otra superpotencia fue una regla
básica. Cuando esta regla se incumplió y muy especialmente cuando este incumplimiento afectó a territorios
incluidos en el perímetro de seguridad establecido por las dos superpotencias, el peligro de enfrentamiento
directo surgió y la tensión se agravó.
f) En este sistema ambas superpotencias y los bloques que lideraron, a pesar de las incompatibilidades de
objetivos y fines, reconocieron ciertos valores o principios comunes que tendieron a trasladar al actor
universal. A pesar de lo cual, ambos bloque utilizaron las Naciones Unidas para sus intereses y ello impidió
que la Organización alcanzase los objetivos para los que se creó en 1945.
g) El enfrentamiento entre los dos bloques se fue mundializando paulatinamente a partir de los primeros
choques en Europa. De forma progresiva el antagonismo ideológico y dialéctico se amplió y en él se
integraron factores políticos, psicológicos, sociales, militares y económicos, convirtiéndose de este modo en
un enfrentamiento global.
h) La tensión impulsó la elaboración de una política de riesgos calculados, con la disuasión nuclear como eje
básico, que adoptó una estrategia diplomática−militar cuyas bases fueron: la contención del enemigo y su
expansión; la disuasión de cualquier acto hostil ante la amenaza de recurrir al enfrentamiento bélico y
provocar cuantiosos daños; la persuasión en tanto en cuanto los factores ideológicos y psicológicos tuvieron
un papel clave; la subversión como medio de eliminar a las autoridades políticas o militares que no aceptaron
los valores o las reglas del bloque en el que estaban integrados; el espionaje ante la necesidad de conocer
rápida y verazmente las actividades y decisiones del enemigo.
i) El desarrollo de la Guerra Fría estuvo condicionado, principalmente, por tres factores: los cambios en la
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cúpula del poder de las dos superpotencias; el control que sobre la misma tuvieron siempre los políticos frente
a los militares; y las percepciones que desde Washington y Moscú se tuvieron de la política enemiga y de su
expansión regional o mundial.
La polémica sobre los límites cronológicos
Caracterizada la Guerra Fría, es necesario abordar otra de las cuestiones polémicas sobre este trascendental
hecho: los límites cronológicos. Éste fue uno de los debates historiográficos más intensos durante los años en
los que se mantuvo ese estado de tensión. Hoy, finalizada la Guerra Fría, ya se puede afirmar que existe un
consenso generalizado en cuanto a la duración de este peculiar conflicto.
En relación con el origen, tres han sido las fechas más repetidas: la primera, 1917, fue defendida por Fleming,
Fontaine o Parsons y venía a decir que, tras el triunfo de la Revolución bolchevique, comenzó el
enfrentamiento entre dos sistemas antagónicos, que alcanzó su punto culminante después de 1945. La
segunda, 1939−1945, fue utilizada por Rostow, Schlesinger o Gaddis en sus respectivos trabajos, poniendo de
manifiesto que Stalingrado, Yalta y Potsdam pusieron las bases de la expansión ideológica y territorial de la
U.R.S.S., que hubo de ser respondida por los norteamericanos provocando el enfrentamiento directo. Por
último, 1947, es la fecha que hoy tiene mayor consenso entre los especialistas.
Si polémico fue el tema de los orígenes, más aún lo ha sido el de la terminación del conflicto. Una fecha que
se mantuvo durante un largo periodo de tiempo fue la de 1962, a raíz de la tensión que vivió el mundo durante
la crisis de los misiles en Cuba; se decía, por sus partidarios, que tras este momento comenzó una larga etapa
de coexistencia pacífica entre los dos bloques. Posteriormente, se indicó por parte de algunos autores que el
periodo comprendido entre 1973−1975 supuso el final de una larga era de conflictos y enfrentamientos entre
las dos superpotencias: la firma del Tratado de Paz en Vietnam, el Acuerdo soviético−norteamericano sobre
Prevención de la Guerra y, sobre todo, la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa, que culminó en
Helsinki, constituyeron los hechos claves que permitieron afirmar que la Guerra Fría había terminado. La
invasión soviética de Afganistán en diciembre de 1979, y la elección del republicano Ronald Reagan como
presidente de los EE.UU. en 1980, dieron paso a un nuevo periodo de tensión internacional. Para algunos
autores (F. Halliday, N. Chomsky o J. Gittings) se iniciaba una Segunda Guerra Fría, para otros era una nueva
crisis en el desarrollo de la misma. Hoy, ante la evolución de los acontecimientos, cabe afirmar con
rotundidad que la Guerra Fría terminó entre 1989 y 1990.
No solamente los hechos que se produjeron después de esa fecha así lo confirman, sino que aceptado así lo
confirman sino que así fue aceptado por los principales protagonistas de la histórica tensión. En primer lugar,
los dirigentes de las dos superpotencias, Bush y Gorbachov, así lo acordaron en la cumbre de Malta celebrada
en diciembre de 1989. Un año después la cumbre de la CSCE en París terminaba con la firma de la Carta para
una nueva Europa, en la que establecía oficialmente por los 34 Estados miembros el fin de la Guerra Fría y de
la división Este−Oeste en Europa. Entre una y otra fecha habían desaparecido los signos más representativos
de este conflicto: el muro de Berlín, el Telón de acero, la división de Alemania y se iniciaba también el final
del comunismo que culminaría en 1991 con la desaparición de la U.R.S.S.. Uno de los más destacados
artífices de la política exterior y de seguridad norteamericana, Kennan, anunció en el Senado en abril de 1989:
La Guerra Fría ha terminado, la U.R.S.S. ha dejado de ser una amenaza.
En definitiva, la Guerra Fría se extendió entre 1947 y 1989−1990, pero ¿cómo evolucionaron los
acontecimientos a lo largo de estos cuarenta y tres años? Es indudable que no de una forma lineal. Se podría
hablar de una evolución cíclica de la Guerra Fría, dividida en cuatro fases, en cada una de las cuales se
sucederían una serie de características comunes.
Cada fase cíclica se iniciaría con un primer periodo de distensión, moderación en el enfrentamiento,
disminución de los conflictos y utilización de un lenguaje sereno y constructivo. En un segundo momento irán
apareciendo signos de tensión que se apreciarán, en primer lugar, en el lenguaje que utilizan los líderes y
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representantes políticos y militares de ambos bloques, a continuación se incrementarán los conflictos y los
presupuestos militares e incluso se romperán negociaciones o acuerdos. La tensión culminará con el estallido
de un conflicto−tipo, de un momento de máximo enfrentamiento bélico o de la quiebra absoluta del sistema
bipolar.
En función de estos caracteres podemos hablar de cuatro fases: a) 1947−1948 / 1950−1953, cuyo
conflicto−tipo será la Guerra de Corea; b) 1953−1962, cuyo conflicto−tipo será la crisis de los misiles en
Cuba; c) 1962 /1973−1975, cuyo conflicto−tipo será la Guerra de Vietnam; d) 1973 / 1988−1989, cuyo
conflicto−tipo será la Guerra de Afganistán.
La Guerra Fría así definida y caracterizada dio lugar a un nuevo sistema de relaciones internacionales que
estuvo vigente hasta 1991. ¿Cuáles son las características de este nuevo sistema?
a) El sistema creado vino a poner fin al fracasado sistema de seguridad colectiva vigente durante el periodo de
entreguerras y supuso también la alteración, que no la quiebra, del orden internacional establecido por la
U.R.S.S. y EE.UU a lo largo de las conferencias aliadas que se desarrollaron durante la Segunda Guerra
Mundial.
b) Este nuevo sistema vino en denominarse Sistema Bipolar y puede definirse como aquel sistema en el que se
mantuvo un equilibrio entre las dos superpotencias, que gozaban de capacidades de poder y destrucción
equivalentes y superiores a las de cualquier otro Estado y que establecieron un mecanismo para consolidar ese
equilibrado reparto bipolar, la disuasión nuclear mutua. El sistema así creado dio lugar a una tensión
Este−Oeste.
c) Este sistema bipolar se inserta en un contexto internacional heterogéneo, en el que ambas superpotencias
trataron de representar, defender e imponer un conjunto de valores antagónicos y permanentes. EE.UU se
presentó como un Estado que defendía el mundo libre y sus valores más representativos: la democracia, los
derechos de los ciudadanos, el libre mercado y la libertad; valores amenazados por la U.R.S.S. y el
comunismo, por lo que el anticomunismo (presente en el interior de EE.UU a través del maccartismo) será el
principio clave en el conjunto del bloque. La Unión Soviética se presentó como el primer Estado socialista del
mundo, amenazado y cercado permanentemente por el imperialismo agresivo que el capitalismo y la
burguesía internacional trataban de derribar, y por lo tanto, al que había que defender a través de instrumentos
que paulatinamente se fueron estableciendo y utilizando.
d) El sistema bipolar así establecido creó dos subsistemas. El subsistema atlántico−occidental, liderado por
EE.UU, que contaba con un conjunto de instrumentos para defender sus valores y extender su influencia: la
OTAN, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, las alianzas militares periféricas ANZUS,
1951; SEATO, 1954; CENTO, 1959), los acuerdos bilaterales y la ayuda económica. El subsistema socialista
mundial, al que se incorporaron 16 Estados en todo el mundo y estuvo liderado por la U.R.S.S., que disponía
también de sus instrumentos: la Kominform, el CAME, el Pacto de Varsovia, los tratados bilaterales de
Amistad y Cooperación y los partidos comunistas. Uno y otro utilizarían la carrera armamentística, tanto de
armamentos convencionales como nucleares, y la carrera espacial como instrumentos de amenaza,
competencia, confrontación y desarrollo económico−ideológico.
El reparto del mundo (1949−1962)
La Guerra Fría llega a Asia
La debilidad europea tras la Segunda Guerra Mundial estaba destinada a provocar nuevos efectos en todo el
planeta. En 1945 las potencias europeas dominaban aún unos imperios coloniales de enormes dimensiones.
Sólo el Imperio Británico tenía bajo su control más de un cuarto de la superficie y de la población del planeta.
Sin embargo, la guerra había provocado en el mundo colonial una revolución de las ideas que ya se venía
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prefigurando desde los Catorce Puntos de Wilson, tras la Gran Guerra. Las derrotas de los occidentales a
manos de los japoneses en Asia habían demostrado que la superioridad europea era un mito. Estaba además la
contradicción flagrante de defender en Europa y contra Hitler principios de libertad y democracia que luego
no eran aplicados en las colonias. Además, la ONU establecía claramente en su Carta fundacional el derecho
de autodeterminación de los pueblos: Los franceses en Indochina, los holandeses en las Indias Orientales y los
británicos en Malasia tuvieron pronto que emplear la fuerza para imponer de nuevo su presencia tras la derrota
del Mikado. Las guerrillas antijaponesas alentadas por los aliados en tiempo de guerra, y ahora con fuerte
componente comunista, se resistían a abandonar las armas condescendiendo al regreso de la potencia colonial.
Consciente de su debilidad, el Reino Unido concedía en 1947 la independencia a la India, auténtica perla de su
Imperio y, ese mismo año, se deshacía de su engorroso problema palestino, dando vía libre a la creación del
Estado de Israel. Era una premonición de lo que se avecinaba.
Así, en 1945 existía un enorme grado de turbulencia en la situación mundial que, como apunta Paul Kennedy,
si bien resultaba peligrosa para las viejas potencias que querían restablecer el orden colonial antiguo, resultaba
toda una oportunidad de expansión para las superpotencias. Los principios que defendían soviéticos y
estadounidenses eran de aplicación universal: liberalismo económico frente a planificación socialista,
parlamentarismo frente a partido único, etc. Y ambos eran anticolonialistas; los estadounidenses por historia y
por el obstáculo que los imperios representaban al libre comercio mundial; los soviéticos por su visión
revolucionaria del mundo. Cada nuevo país independiente era su socio en potencia. Para la Unión Soviética no
había duda, el apoyo a los movimientos de liberación nacional contra las potencias coloniales era un factor
más de debilitamiento del capitalismo, en la línea que ya apuntara en su día Lenin. Los Estados Unidos, sin
embargo, se hallaban envueltos en la contradicción. De entrada les repugnaba comprometerse en defensa de
los imperios coloniales de viejo cuño. Sin embargo, no hacerlo significaría franquear definitivamente las
puertas al comunismo.
La guerra había elevado a los Estados Unidos también a categoría de potencia asiática. Ya desde 1898, con la
ocupación de Filipinas y su política de puertas abiertas respecto de China, la presencia norteamericana se
había hecho sentir en aquella parte del mundo. Sin embargo, fue el desafío japonés el que finalmente obligó a
Estados Unidos a asumir nuevas responsabilidades. Tras la derrota del Imperio del Sol Naciente, el general
Mac Arthur ejercía un auténtico proconsulado sobre las islas con la histórica misión de conducir al país al
seno de las naciones democráticas. La negativa de Washington a las pretensiones soviéticas de reproducir en
Japón el modelo de ocupación compartida de Alemania había generado ya ciertas tensiones diplomáticas entre
las superpotencias. Stalin, satisfecho por sus adquisiciones territoriales en Extremo Oriente, fruto de una
declaración de guerra de última hora, y realmente mucho más preocupado por asegurar su dominio en la
Europa Oriental, no había insistido demasiado. Cabía pensar que en Asia el enfrentamiento entre los grandes
no llegaría a producirse.
Sin embargo, en octubre de 1949, mientras el enfrentamiento entre soviéticos y estadounidenses en Europa
tendía a la estabilización, ya que cualquier intento de alterar el precario equilibrio provocaría un conflicto
general de consecuencias funestas, un acontecimiento desviaba la atención mundial hacia Asia. Tras años de
guerra civil los comunistas de Mao Zedong convertían a la milenaria China en República Popular mientras los
nacionalistas seguidores de Chiang Kai−Shek buscaban refugio en la isla de Formosa. A comienzos de 1950,
el Secretario de Estado norteamericano, Dean Acheson, definía el perímetro defensivo de Estados Unidos en
el pacífico desde las Aleutianas al Japón, y desde allí a las Filipinas. En esos límites no se incluía Corea,
dividida en dos zonas de ocupación desde 1946, tras la expulsión de los japoneses, y en dos Estados, uno
comunista y otro no, desde 1948. El 25 de junio de 1950 las tropas de la República Democrática Popular de
Corea del Norte, con armamento soviético, cruzaban la frontera con su vecina del Sur por el paralelo 38. De
inmediato Washington consiguió un mandato de las Naciones Unidas para hacer frente a la agresión. Por esas
fechas la U.R.S.S. no asistía a las deliberaciones del Consejo de Seguridad en protesta por la no aceptación en
la ONU de la China comunista, por lo que no pudo usar su derecho de veto. La fuerza multinacional integrada
por catorce países bajo las órdenes del general Mac Arthur −que se desplazó con las primeras tropas
norteamericanas desde Japón− rechazó pronto a los invasores hasta la frontera norte de Corea, lindando con
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China. Quizá Mao pensara entonces que Estados Unidos pretendía aprovechar la ocasión para derribarle. En
noviembre de 1950 medio millón de voluntarios chinos cruzaban el río Yalu haciendo retroceder a los aliados.
Mac Arthur solicitó el empleo del arma atómica y fue destituido por Truman. Los soviéticos por su parte
presionaron a China. Nadie quería un conflicto total. Finalmente la guerra se estabilizó en torno a la antigua
frontera y allí permanecería transformada en guerra de posiciones hasta la firma del armisticio de Punmunjon,
cinco millones de muertos más tarde, en 1953.
La lección que de la Guerra de Corea extrajo la administración norteamericana fue clara, era necesario
redefinir una nueva política de contención también en Asia. Sus anteriores reparos fueron olvidados. Estados
Unidos se comprometía en el sostenimiento del régimen de Corea del Sur y del de los exiliados chinos de
Taiwán con sendos pactos firmados en 1954. También había que proporcionar ayuda a los viejos imperios, a
Francia en Indochina −a la que posteriormente incluso sustituiría con sus propias tropas− y a los británicos en
Malasia. En 1951 se firmaba un pacto de alianza con Filipinas. De forma paralela a lo ocurrido en Europa con
Alemania, el planteamiento de la guerra fría en Asia hizo a los Estados Unidos reconsiderar su política con el
vencido Japón. Era necesario confirmar la inclusión de Japón en el sistema capitalista, haciéndola capaz de
competir con el incipiente comunismo asiático y, a la vez, iniciar el proceso de remilitarización de la industria
japonesa. El 8 de septiembre de 1951 se firmaba en San Francisco el Tratado de Paz con el Japón, que incluía
un pacto de alianza con los Estados Unidos.
El mundo había estado muy cerca de la catástrofe, pero lo más positivo fue comprobar como ni soviéticos ni
norteamericanos estaban interesados en llevar su hostilidad hasta las últimas consecuencias. Corea marcaba
una pauta. Como señala Lozano Bartolozzi, tras la guerra coreana los objetivos de las superpotencias fueron
localizar los conflictos, aislarlos, no perder posiciones ni prestigio y mantener las relaciones. Corea significó
también que el desafío entre la Unión Soviética y los Estados Unidos desbordaba el escenario europeo. El
tablero del enfrentamiento sería, desde entonces, el mundo.
Viejos y nuevos imperios
A partir de la década de los cincuenta, pero sobre todo a comienzos de la siguiente, los imperios coloniales
europeos se fueron viniendo abajo sucesivamente. Entre 1945 y 1960 cuarenta nuevos países y una cuarta
parte de los habitantes del planeta alcanzaron la independencia. Era una revolución sin precedentes en la
historia de las relaciones internacionales. Los últimos intentos de las potencias tradicionales para mantener su
prestigio internacional estaban condenados al fracaso. Así sucedió en 1956, cuando la intervención
franco−británica en Suez contra la nacionalización del canal por Nasser, terminó por convertirse en el
auténtico canto de cisne del colonialismo. El enorme vacío de poder que dejaban los viejos provocó la
movilización de las superpotencias. Se podría decir que en cierto sentido, la guerra fría fue principalmente un
complejo enfrentamiento a la vez ideológico, estratégico, económico y político por lo que Sauvy pronto
denominará Tercer Mundo. No es que la tensión hubiera abandonado la vieja Europa, donde las
superpotencias admitían tácitamente ya como definitivas las fronteras del Telón de Acero, sino que era fuera
de Europa donde los contendientes podrían conseguir victorias de envergadura tal que llegaran a desestabilizar
y aislar de forma definitiva al contrario, propiciando, tal vez, su derrota.
La iniciativa estaba indudablemente en manos de los soviéticos que esgrimían el argumento propagandístico
de la lucha contra el imperialismo para ganar adeptos entre los países recién independizados que deseaban
escapar del neocolonialismo e instituir una economía planificada. Tras la muerte de Stalin en 1953, Kruschov
se volvió hacia el Tercer Mundo para apoyar por todos los medios a los pueblos que se sacudían el yugo
extranjero en todas sus formas. Kruschov supuso también un cambio respecto a la concepción de la política
exterior soviética al desempolvar el viejo concepto leninista de la coexistencia pacífica. La posibilidad del
holocausto nuclear aconsejaba aparcar la tesis estalinista sobre la inevitabilidad del enfrentamiento con el
capitalismo, sustituyéndola por la idea de la competencia pacífica entre ambos mundos, que iba a desembocar
en el triunfo final del comunismo. Se hizo necesario un deshielo. En 1955 tuvo lugar en Ginebra la primera
cumbre entre los grandes posterior a la Segunda Guerra Mundial. Ese mismo año se firmaba el Tratado de
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Estado con Austria, por medio del cual se restablecía su soberanía a cambio de su neutralidad política. Hubo
otro encuentro en Viena en 1961. En 1959 el mismo Kruschov visitó Estados Unidos.
Convencido de la superioridad de la U.R.S.S., Kruschov proporcionó un gran empuje a la política exterior
soviética. Los años cincuenta registraron grandes éxitos para su país. En 1953 estalló la primera bomba de
hidrógeno de fabricación soviética, apenas nueve meses después de la norteamericana. Los avances en
misiles, gracias sobre todo a la ayuda proporcionada por los técnicos alemanes, provocaron la alarma en
Washington. En 1957 la U.R.S.S. sorprendía al mundo con el primer satélite artificial de la historia, el
Sputnik. Aún por detrás de los Estados Unidos en la carrera de armamento, indudablemente los soviéticos
estaban realizando progresos. En el plano estratégico, aunque podía considerarse a la U.R.S.S. como una
superpotencia encerrada en tierra, los progresos de su flota, sobre todo submarina, pero también de superficie,
le permitían comenzar a proyectar su poder por todo el mundo. En 1953 se concedió ayuda a la India; en
1955−56 la U.R.S.S. sustituyó a Occidente en la financiación de la prensa de Assuán en Egipto, con lo cual
inició su penetración en esa área sensible, contribuyendo a transformar la hostilidad árabe−israelí en un
episodio más de la guerra fría. En esos años se concertaron ayudas para Irak, Afganistán, Yemen del Sur,
Argelia, Siria, Vietnam, Mongolia, Ghana, Mali o Guinea, En 1960 se firmó un acuerdo comercial con Cuba.
El apoyo a los movimientos de independencia afroasiáticos aseguró el continuo crecimiento del número de
aliados o satélites. En un discurso del 6 de enero de 1961 Kruschov expresaba su convencimiento de que la
victoria comunista no llegaría mediante la guerra nuclear, que destruiría a la humanidad, sino gracias a las
guerras de liberación nacional que minarían al imperialismo. Su destitución en 1964 no alteró estos
planteamientos.
Junto a su creciente presencia extraeuropea, la Unión Soviética tuvo también que hacer frente a nuevos
problemas en el Este de Europa, como se demostró en 1953 con su intervención en Berlín Oriental. En mayo
de 1955, como respuesta a la entrada de Alemania Federal en la OTAN, se creó el Pacto de Varsovia,
integrado por la U.R.S.S., RDA, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria, Rumanía y Albania. Parecía
claro que su función para más la de justificar la continuada presencia de las tropas soviéticas en el Este
europeo que la de hacer frente a la Alianza Atlántica. El sentido real del Pacto se puso de manifiesto en 1956
con la entrada de sus tropas en Hungría, segando la posibilidad de una vía nacional húngara hacia el
socialismo. La edificación en 1961 de un muro en la vieja capital alemana para poner freno a la sangría de
deserciones hacia Occidente (tres millones en diez años) recordaba la verdadera naturaleza de la presencia
soviética en Centroeuropa.
La guerra fría era un tipo de conflicto que resultaba incomprensible y extraño a los Estados Unidos,
acostumbrados a guerras habitualmente cortas y victoriosas. Eisenhower la definió como la paz incómoda.
América tenía que hacer frente a sus responsabilidades como líder de una parte del mundo. Sin embargo, no
había un plan preconcebido. Como apunta Jonson, el Imperio Americano se fue formando al estilo del Imperio
Británico, sin una lógica o coherencia global, puede hablarse más bien de una serie de expedientes prácticos,
con enormes fallas y huecos y muchas contradicciones, respondiendo de forma desordenada en función de los
retos que el rival fuera presentando. En cierto sentido, al igual que Estados Unidos había sustituido al Reino
Unido en Europa como contrapeso al poder continental soviético, también a escala internacional los
norteamericanos desplazaban al de la Gran Bretaña. La ONU condenó la invasión de Hungría y se exige la
retirada soviética. Se vuelve al Imperio Británico en su papel de policía mundial, como factor de equilibrio.
Estados Unidos se decantaba finalmente por la estabilidad y el interés estratégico en detrimento de los
principios. La libertad de los pueblos colonizados se convirtió pronto en algo secundario. Los norteamericanos
daban su apoyo sin prejuicios a las viejas potencias coloniales en su lucha contra las guerrillas comunistas, y
en los casos en que la independencia era irreversible, concedía su ayuda a los nuevos gobiernos, con tal de que
garantizaran su anticomunismo. El Secretario de Estado de Eisenhower, el inflexible Foster Dulles, sintetizó
en la llamada teoría del dominó la principal preocupación de su país frente al emergente Tercer Mundo. Según
esta doctrina la caída de un país en manos del comunismo arrastraría inexorablemente a sus vecinos y
desestabilizaría todo un área del globo. Para evitarlo, su Departamento desarrolló una extensa política de
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alianzas regionales, lo que en su tiempo fue conocido por la pactomanía. En 1951 se firmaba el ANZUS con
Australia y Nueva Zelanda. En 1954 nacía la SEATO que vinculaba a Estados Unidos con Australia, Gran
Bretaña, Francia, Nueva Zelanda, Pakistán, Filipinas y Tailandia. En 1959 se creaba el CENTO, formado con
Irak, Turquía, Pakistán y Gran Bretaña. En 1957 se definía la Doctrina Eisenhower por la que se garantizaba a
los Estados de Oriente Medio ayuda militar contra los ataques comunistas. Dulles complementaba la política
exterior americana con la aplicación de su doctrina de represalias masivas −llamada gráficamente al borde
del abismo− según la cual todo desafío soviético debería ser respondido con la amenaza de la guerra nuclear
total.
Sin embargo, la política de los Estados Unidos no se hizo realmente mundial hasta principios de los años
sesenta, ante la sensación generalizada de que el mundo libre estaba en franco retroceso frente al comunismo
en todos los ámbitos, ya fuera en la carrera de armamentos, ya en la competencia desatada en el Tercer
Mundo. Bastaba un somero vistazo al mapa del mundo y compararlo con el previo a la Segunda Guerra
Mundial. Se hablaba incluso de un vacío de misiles. En su famoso discurso de toma de posesión en enero de
1961 John F. Kennedy se comprometía como ningún presidente antes había hecho, con aquellos pueblos que
en chozas y aldeas en la mitad del Globo, luchan por romper con la miseria. A ellos ofrecía nuestros mejores
esfuerzos para ayudarles a que se ayuden a sí mismos durante todo el tiempo que sea necesario (...) no porque
los comunistas lo estén haciendo, no porque busquemos sus votos, sino porque es justo. Estaba naciendo la
Presidencia Imperial. En 1970 Estados Unidos tenía un millón de soldados en treinta países, tratados de
defensa mutua con cuarenta y dos naciones y proporcionaba ayuda militar o económica a casi cien Estados. El
planeta se ha vuelto muy pequeño argumentaba el Secretario de Estado Dean Rusk en 1965. Efectivamente,
como señala Paul Kennedy, era una red de compromisos que habría puesto un poco nerviosos a Luis XIV o
Palmerston.
El proceso de mundialización de la guerra fría colocó de nuevo al planeta al borde de la catástrofe en 1962. En
1959 Fidel Castro había tomado el poder en La Habana, liquidando a la corrupta dictadura de Batista. Castro
había topado con la hostilidad norteamericana, lo que le inclinó a firmar un pacto de colaboración con la
U.R.S.S. en 1960. La guerra fría llegaba al continente americano, considerado como coto privado por los
Estados Unidos desde la Doctrina Monroe. En 1947 se había creado el TIAR (Tratado Interamericano de
Asistencia Recíproca) y en 1948 la OEA (organización de Estados Americanos), organismos ambos
controlados por Washington, destinados a imposibilitar la entrada del comunismo en el hemisferio occidental.
La violación de esta frontera psicológica era inaceptable para los norteamericanos que ya en 1961 intentaron
la ocupación de Cuba mediante un fallido intento de desembarco en Bahía de Cochinos. La decisión de
Kruschov en 1962 de instalar misiles de largo medio en la isla antillana, como forma de garantizar su
seguridad, era inaceptable para el presidente Kennedy. Durante una semana, en octubre de 1962, el mundo
vivió al borde de la Tercera Guerra Mundial. Sólo la retirada soviética, con el acuerdo tácito de Kennedy de
no invadir la isla como contrapartida, evitaron la catástrofe.
Si en 1945 componían la ONU 51 países, en 1975 eran ya 144. La descolonización se presenta como uno de
los acontecimientos más importantes del S. XX. Quizá el cambio en el equilibrio estratégico a nivel mundial
más importante desde la Edad Moderna, cuando la Historia se hizo auténticamente universal con el
descubrimiento de América. El retroceso de la presencia europea en el mundo fue acompañada por la
proyección general de la guerra fría. La misma expresión Tercer Mundo hace referencia a la existencia de
otros dos, diferentes y antagónicos. Hubo, sin embargo, un intento por parte de los pueblos descolonizados de
permanecer al margen del conflicto abierto entre capitalismo y comunismo. En 1955 se reunieron en Bandung
(Indonesia) representantes de veintinueve países de Asia y África que aspiraban a crear una tercera vía, lo que
tras la conferencia de Belgrado de 1961 sería conocido como Movimiento de los No Alineados. Tito, Nasser o
Nehru lo personificaron. En realidad, su opinión era en general fuertemente antioccidental, y la mayor parte
de estas naciones se acabaron comprometiendo de una manera u otra con alguno de los bloques. Su valor
consistió, sobre todo, en hacer llegar a la escena política internacional la voz de los más desfavorecidos y
hacer ver que, junto a la maniquea dialéctica Este−Oeste, existía otra Norte−Sur no menos importante.
109
En general las relaciones de soviéticos y norteamericanos con los países del Tercer Mundo fueron cambiantes
y complejas. Se producían frecuentes revoluciones, cambios de regímenes, guerras civiles que a menudo
sorprendían a las superpotencias. El mensaje universalista de capitalistas y comunistas no siempre era
automáticamente aceptado −y, menos, comprendido− por otras sociedades y culturas. El mundo no era tan
sencillo como se pretendía desde Washington y Moscú.
Límites y contradicciones de las superpotencias (1962−1979)
En 1962 Cuba colocó al mundo en el umbral de la guerra nuclear. Soviéticos y norteamericanos
comprendieron que, quizá, habían llegado demasiado lejos. Se imponía la distensión, y tal vez, la coexistencia
pacífica. La instalación del llamado teléfono rojo, en realidad un telex, para facilitar un contacto fluido entre
el Kremlin y la Casa Blanca en caso de crisis, era un buen paso en este sentido. En 1972 Richard Nixon
visitaba la U.R.S.S. y al año siguiente Leonidas Breznev le devolvía la visita. En este ambiente fue posible
adoptar los primeros acuerdos concretos en materia de limitación de armamentos, especialmente nucleares. En
1968 se firmó el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, en 1972 se alcanzó el mayor logro en ese
terreno con los acuerdos SALT 1 para limitar las armas estratégicas y en 1973 se adoptaba el Acuerdo sobre la
Prevención de la Guerra Nuclear.
Muchos autores creyeron ver el final de la guerra fría en la distensión posterior a 1962 pero, como explica
Juan Carlos Pereira, se trataba simplemente de la apertura de un nuevo ciclo en un conflicto que adoptaba
grados de tensión variables. Lo cierto era que los presupuestos militares seguían creciendo en el mundo,
pasando de 100.000 millones de dólares en 1950 a 210.000 en 1970. Los acuerdos para limitar un tipo de arma
sencillamente llevaban a transferir los recursos a otra. Las guerras localizadas continuaban, preferentemente
en el Tercer Mundo, totalizando hasta 1976 la cifra de ciento veinte conflictos armados en los territorios de
setenta y un países, con una pérdida de veinticinco millones de vidas. Y la carrera espacial llevaba la rivalidad
de los bloques a la estratosfera, desviando fondos que tal vez hubieran podido emplearse de mejor manera. La
ONU no se había mostrado precisamente como esa suerte de idílico gobierno mundial que algunos habían
esperado sino que, más bien, se había convertido en un foro donde las superpotencias escenificaban sus
disputas con fines puramente propagandísticos. Después de veinte años del final de la Segunda .Guerra
Mundial el mundo se preguntaba si esto no era lo más parecido a la paz que las generaciones futuras podrían
llegar a conocer. La prolongación sine die del enfrentamiento provocaba también las primeras dudas y fisuras
en el interior de los bloques, a la vez que sus contradicciones internas quedaban cada vez más al descubierto.
Grietas en el Imperio del proletariado
Tras la abrupta caída en desgracia de Kruschov en 1964, Breznev heredaba el poder en un país cuyo poderío
alcanzaba cotas impresionantes. Nunca desde 1917 había sido la U.R.S.S. tan importante en el mundo. Como
afirmó el casi eterno ministro de exteriores Andrei Gromiko: Hoy ningún problema de importancia puede ser
solventado sin contar con la U.R.S.S. o en oposición a ella. A comienzos de los años 70 la Unión Soviética
alcanzaba la paridad atómica con los Estados Unidos. La expansión de la flota rusa no era sólo un hecho
numérico, sino también geográfico. Cada vez con más frecuencia escuadras rusas dejaban sentir su presencia
en los puertos de todo el mundo, y sus salidas al Mediterráneo Oriental empezaban a ser preocupantes para la
VI Flota de los Estados Unidos. Su dotación de submarinos era superior a la occidental y comenzaban los
trabajos para proveer a la Armada soviética de los primeros portaviones. Finalmente, la crisis económica
occidental de 1973 llevó a muchos entusiastas a percibir que el capitalismo agonizaba.
El reforzamiento militar acelerado en todos los campos en la época de Breznev hizo posible una política
soviética más agresiva en el Tercer Mundo. En los años setenta y tras guerras civiles muy prolongadas,
acabaron por imponerse diversos movimientos revolucionarios que mostraron distintos grados de proximidad
con la U.R.S.S.. Fueron los casos de Angola, Mozambique, Somalia o Etiopía. Se consolidaron también
regímenes aliados en Vietnam, Camboya y Laos. Libia, Irak o Argelia podían considerarse como Estados
amigos. Se demostraba así la mayor facilidad para engrosar el bloque socialista por parte de aquellos países
110
con independencias traumáticas; mientras que, en general, en los casos de descolonización pacífica y rápida,
Occidente había sido capaz de mantener los lazos con sus antiguos súbditos imperiales. Sin embargo, a pesar
de estos éxitos en apariencia espectaculares, eran numerosos los claroscuros que podían detectarse en la
política exterior soviética.
El acontecimiento esencial, por lo negativo, de la década de los sesenta para la U.R.S.S. fue la ruptura del
monolitismo en el bloque socialista mundial derivada del enfrentamiento con China. Entre 1959 y 1963 se
había producido un paulatino alejamiento de posturas en relación con la interpretación general del socialismo,
pero también por la definición de esferas de influencia, algo sorprendente en el contexto de la solidaridad del
proletariado universal. La suspensión por los soviéticos de la ayuda al programa nuclear chino y su anuncio de
apoyo económico a la India, fueron seguidas de la denuncia de Mao del entreguismo de Kruschov en la
cuestión cubana. En 1963 se produjo el primer choque fronterizo entre tropas rusas y chinas. La tensión fue en
aumento hasta los graves incidentes de la isla de Damansky (o Chenpao) en 1969. Desde 1964 China estaba
en posesión de la bomba atómica con lo que la tensión entre ambos países alcanzó una temperatura
elevadísima.
Estratégicamente, esta división del mundo socialista era el acontecimiento más importante desde 1945. Esto
no quería decir que China hubiera accedido súbitamente al rango de superpotencia, ya que a su enorme
debilidad económica sumaba su atraso tecnológico y militar. Pero sí significaba que las relaciones
internacionales se estaban diversificando y que el eje de enfrentamiento Washington−Moscú dejaba de ser el
único. La existencia de un franco enemigo en retaguardia obligó a la U.R.S.S. a replantearse su política de
defensa, lo cual se tradujo en que, a finales de los sesenta, se daba la circunstancia de que mantenía más tropas
en la frontera china que en Europa Oriental. La idea de tener que luchar con otro Estado marxista además de
contra los Estados Unidos, acentuada tras el viaje de Nixon a Pekín en 1972, era realmente una hipótesis
preocupante para el Kremlin. La secesión china obligaba a Moscú a potenciar las conversaciones de desarme
y a mejorar sus relaciones con Occidente. A partir de estos momentos comenzó en el Tercer Mundo una
extraña rivalidad entre las dos potencias socialistas por ganarse el favor de los pueblos. Así, Pekín apoyó a
Pakistán en sus choques con la India, condenó la invasión de Afganistán y se enfrentó con el Vietnam aliado
de Rusia.
Era cierto que las heterodoxias respecto a Moscú habían sido relativamente frecuentes desde el cisma
yugoslavo de 1948, pero jamás habían alcanzado este nivel. Otros intentos similares habían sido abortados en
Polonia y en Hungría o, simplemente, ignorados, como en Albania. En previsión de nuevos problemas
Breznev definió como doctrina de la soberanía limitada, es decir, que los pueblos socialistas, sobre todo los
que configuraban su baluarte defensivo en Europa Oriental, tenían su independencia condicionada a sus
buenas relaciones con la U.R.S.S.. Su aplicación práctica se plasmó pronto en el aplastamiento de la
primavera de Praga de 1968 y su intento por crear un socialismo de rostro humano. Este nuevo uso de la
violencia para imponer el dogmatismo moscovita dañó seriamente la posición de privilegio de la Unión
Soviética en el movimiento comunista internacional. El monopolio del camino hacia el socialismo quedaba en
entredicho; los líderes comunistas nacionales empezaron a buscar otras vías para la política proletaria. Así
surgió el eurocomunismo, teoría que preconizaba la aceptación del parlamentarismo para alcanzar el poder en
Occidente.
Paralelamente a estas disensiones familiares la política imperial en el Tercer Mundo pasaba su factura. El
grado de control que la U.R.S.S. conseguía sobre sus aliados era muy alto, mientras que el costo económico
de sus relaciones con esos países resultaba desproporcionado. El gasto militar soviético, entre tanto, alcanzaba
niveles claramente desmesurados para una economía en pleno estancamiento a la vez que su relativa
inferioridad tecnológica se hacía notar cada vez más. Las relaciones con sus aliados tercermundistas no eran
precisamente fáciles y en 1972, p. e., Moscú tuvo que soportar la expulsión por Sadat de sus 20.000
consejeros en Egipto. A pesar de que en aquellos momentos podía resultar difícil de detectar, lo cierto era que,
en materia de relaciones exteriores, la U.R.S.S. se había embarcado en una política de exportar las
dificultades. Una huída hacia delante que podía ofrecer a veces resultados espectaculares, como lo fueron la
111
cadena de éxitos en el Tercer Mundo en la década de los 70. Pero estos beneficios propagandísticos a corto
plazo ocultaban una dramática realidad interna que no tardaría en emerger en los 80.
Bajo el síndrome de Vietnam
El crecimiento económico, unido a la relajación de la tensión mundial que se vivió tras 1962, propició que en
los años sesenta comenzaran a surgir en el mundo occidental algunas matizaciones al liderazgo, hasta
entonces raramente discutido, de los Estados Unidos. Europa, tras veinte años de penitencia por su pecado de
soberbia de 1939, estaba otra vez en condiciones de hacer sentir su presencia en el concierto mundial. Una voz
muy tímida todavía, pero diferenciada. La confianza europea en sus propias posibilidades había ido creciendo
al compás de su recuperación de posguerra. La creación de la Comunidad Económica Europea en 1957
significó un paso en la construcción de un proyecto de futuro, en principio sólo económico, aunque con
pretensiones de llegar más lejos. Los dos países más importantes de Europa volvían a ser Francia y la nueva
República Federal de Alemania. Gran Bretaña parecía ausente, inmersa en sí misma, entregada a su proceso
de desmantelamiento imperial, basculando entre la dependencia de Washington y el acercamiento a la CEE.
Sobre el entendimiento franco−alemán descansaba la construcción europea. Tras enterrar antiguas rencillas,
ambos países parecían vivir un apasionado idilio. Su voz volvió a sonar con personalidad propia en estos años.
En Francia, el general De Gaulle, tras su vuelta al poder, criticaba severamente lo que él consideraba como el
sometimiento de Europa Occidental a los intereses norteamericanos. Como los ingleses una década antes, vio
en las armas nucleares la posibilidad de conservar la condición de gran potencia. En 1960 Francia realizaba su
primer experimento atómico con éxito. Desde entonces los desvelos de Charles De Gaulle se centraron en la
constitución de una fuerza de disuasión nuclear gala. Además, en un gesto teatral, decidió la salida de Francia
de la estructura militar de la OTAN y de ésta de su territorio en 1966. Cerró las bases norteamericanas en
suelo francés y se decidió a mejorar las relaciones con la U.R.S.S. y a proclamar la necesidad de que Europa
se valiera por sí misma. Eso sí, sin los británicos −cuyo ingreso en la CEE vetó sin contemplaciones por dos
veces− y con la guía inestimable de Francia. En realidad, aunque contribuyó a acentuar la sensación de que el
mundo bipolar se estaba rompiendo, la actitud de De Gaulle tuvo más de forma que de fondo. Sus tropas
abandonaron la estructura de la OTAN, pero nadie en Francia dudó nunca de la utilización que de ellas se
haría en caso de un ataque soviético. En 1962, en plena crisis de los misiles, De Gaulle comunicó a Kennedy
su plena disposición. Francia podía ser un aliado incómodo pero nunca desagradecido.
Menos espectacular que la escenificación francesa, pero probablemente más importante para el futuro de la
paz y la seguridad en las relaciones internacionales, fue la política llevada a cabo por su socio alemán a partir
de 1969. Alemania −que estaba en el centro y origen de la guerra fría− continuaba siendo un peligroso foco de
tensión mundial. Entre 1969 y 1973 el canciller socialdemócrata, Willy Brandt, puso en marcha una nueva e
imaginativa política, la Ostpolitik (o política hacia el Este) que suponía el inicio del proceso de normalización
de relaciones entre la República Federal y los países del bloque comunista. El 12 de agosto de 1970 se firmaba
un tratado germano−soviético que declaraba la inviolabilidad de las fronteras europeas y confirmaba el
derecho de ocupación de Berlín por las cuatro potencias. Una vez conseguida la aquiescencia de la U.R.S.S.,
sin la cual obviamente nada podría moverse en Europa Oriental, Brandt dio el paso decisivo de firmar el 21 de
diciembre de 1972 un Tratado entre las dos Alemanias. La idea del canciller germano occidental era que, en
vez de continuar en la ignorancia mutua, sería mucho más positivo para una futura y siempre hipotética
unidad alemana, ir estableciendo la más vasta gama posible de relaciones humanas, políticas y económicas
entre los dos Estados hermanos. Algunos meses más tarde la RDA era reconocida por numerosos países
occidentales y el 18 de septiembre de 1973 ambos Estados germanos fueron admitidos en la ONU.
Consecuencia directa de la Ostpolitik fue la convocatoria de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en
Europa que tuvo lugar en Helsinki entre 1972 y 1975. En ella, entre otras cosas, se reconocían como
definitivas las fronteras surgidas de la Segunda Guerra Mundial en toda Europa. Era el mayor logro en las
relaciones internacionales después de 1945. La aceptación por los soviéticos de la Ostpolitik había coincidido
sospechosamente con el acercamiento chino−norteamericano pero, después de todo, era una buena noticia.
112
Tras treinta años de guerra fría los bloques, al fin, se aceptaban mutuamente en Europa.
Las iniciativas francesas y alemanas indicaban que algo estaba cambiando en Occidente. Pero no tanto como
para poner en cuestión el liderazgo estadounidense. Los auténticos problemas de Washington no habían de
venir precisamente de Europa. Ya desde los comienzos de la guerra fría se habían detectado algunas
contradicciones en la política de los Estados Unidos. La histeria anticomunista en los años de guerra coreana
provocó una caza de brujas que en cierta medida relativizaba esos ideales de libertad y democracia que los
americanos aseguraban defender por todo el mundo. La Casa Blanca tuvo que aprender a convivir con la idea
de que numerosos sectores intelectuales, en su país y en todo el mundo occidental, simpatizaban con las ideas
izquierdistas o claramente comunistas, y de que los universitarios de los años sesenta parecían seducidos por
ideologías, a primera vista tan excéntricas, como el maoísmo. Kissinger llegaría a afirmar que ningún país
importante se ha sentido tan incómodo en el ejercicio del poder como los Estados Unidos. A pesar de todo, su
papel en el mundo nunca fue seriamente cuestionado por el pueblo estadounidense, convencido de que su país
tenía realmente una misión poco menos que providencial. Esto cambio de raíz en los años sesenta, y la razón
de ese cambio tuvo un nombre: Vietnam.
Ante la virtual amenaza comunista, Estados Unidos se había visto obligado a sostener económica, política y
militarmente a una cadena de países llamados amigos −en realidad marionetas− más caracterizados por su
feroz anticomunismo que por su respeto a los derechos humanos o su amor a la democracia. El gravísimo
error de cálculo en Vietnam fue llevar esa política hasta sus últimas consecuencias comprometiendo tropas
sobre el terreno en una guerra que nunca se podría ganar. Indochina era una preocupación para Washington
desde los tiempos finales de la dominación francesa, pero hasta Kennedy nunca se habían mandado unidades
de combate. Con Eisenhower había en Vietnam unos 700 asesores, con Kennedy eran ya 15.000 incluido
personal combatiente. En 1968, bajo la presidencia de Lindón B. Johnson, medio millón de soldados
norteamericanos sostenían al corrupto régimen de Vietnam del Sur. Las indefiniciones en la dirección de la
guerra, su costo creciente en vidas humanas y la repercusión que tuvo el conflicto en los medios de
comunicación convirtieron Vietnam en un auténtico calvario nacional. En 1973 el último soldado americano
salía de Saigón y dos años más tarde Vietnam del Norte ocupaba militarmente a su vecino del Sur. La guerra
se saldaba con un doloroso fracaso que obligaba a Estados Unidos a replantearse profundamente sus
prioridades políticas y estratégicas. Vietnam mostraba también cuales eran los límites del poder americano.
De nada valía todo su arsenal nuclear si no podía ser utilizado porque, después de todo, aquél pequeño país
del sudeste asiático nunca podría haber sido considerado como una amenaza realmente vital para sus intereses.
La guerra demostraba por añadidura que, a pesar de la imagen de infinita opulencia americana, los gastos
militares excesivos podían conducir a un recorte de los presupuestos sociales, algo que el presidente Johnson,
al presentar su programa Great Society, había predicho que nunca ocurriría.
Otros hechos contribuyeron a crear la sensación de que se asistía a una auténtica crisis terminal del siglo
americano inaugurado en 1945. La recesión económica de los primeros setenta puso en crisis el sistema
monetario internacional creado en Bretón Woods, que colocaba al dólar como punto de referencia de la
economía mundial. La crisis del petróleo recordó de pronto que la llave del bienestar podía encontrarse en
manos de un grupo de Estados árabes simplemente interesados en hostilizar al Estado de Israel. En 1974 el
caso Watergate obligaba a dimitir al presidente Richard Nixon, abriendo una crisis constitucional inédita.
Nunca fue tan alta la impopularidad de los Estados Unidos en el mundo, ni nunca su representante en la ONU
pareció tan aislado y asediado. Las alianzas se debilitaron ante la duda de que Estados Unidos fuera capaz de
cumplir con sus compromisos. La patria de Washington atravesaba una crisis de identidad sin precedentes.
Todo un conjunto de desgraciadas circunstancias calificado expresivamente por Paul Johnson como el intento
de suicidio de los Estados Unidos.
A comienzos de los años setenta pareció que algo estaba cambiando en el mundo heredado de 1945. Henry
Kissinger, Secretario de Estado con Nixon y su sucesor Gerald Ford, fue quien mejor sintonizó con los nuevos
tiempos. Kissinger se dio cuenta de que el mundo ya no era bipolar en términos económicos aunque siguiera
siéndolo en términos estrictamente militares. Su visión de las relaciones internacionales era historicista y
113
relativista. No se podía aspirar a la seguridad absoluta porque eso equivaldría a la inseguridad de los demás.
Identificaba en el mundo cinco grandes potencias: Estados Unidos, Unión Soviética, China, Japón y Europa
Occidental. El mundo sería más seguro y mejor si era dirigido por el concierto de estas naciones,
equilibrándose entre sí. Fue esta visión la que le aconsejó el acercamiento a China en 1972, provocando una
auténtica revolución diplomática y anunciando el fin de la guerra fría en Asia.
Sin embargo, nuevas tensiones mundiales en la segunda mitad de los setenta eclipsaron temporalmente las
acertadas predicciones de Kissinger. La debilidad de la presidencia de James Carter, imbuido de principios
wilsonianos que ofrecían recetas sencillas para un mundo demasiado complejo, fue acompañada de un
recrudecimiento de la hostilidad soviética. El año 1979 marcaba el comienzo de una nueva etapa que algunos
autores como Chomsky calificaron como de segunda guerra fría, cuando, en realidad, seguía obedeciendo a
las mismas reglas que imperaban en el mundo desde 1945. La intervención en Afganistán, la primera acción
militar directa de los soviéticos fuera de su reconocida esfera de influencia desde la Segunda Guerra Mundial,
puso al mundo en grave tensión. Las conversaciones de desarme SALT II finalizadas ese año quedaban en
suspenso. Carter se veía obligado a endurecer su política, embargaba las ventas de cereal a la U.R.S.S. y
anunciaba un aumento en los presupuestos de defensa, que en 1978 habían sido los más bajos de los últimos
treinta años.
Volvía a planear sobre América el fantasma de Castro con el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua
y el prestigio estadounidense quedaba, una vez más, bajo mínimos a consecuencia del derrocamiento del Sha
de Persia y la subsiguiente crisis de los rehenes. Los sucesos iraníes repercutieron en el seno de la OPEP
provocando el aumento de los precios petrolíferos lo que daba lugar a una segunda crisis económica mundial
en seis años. La OTAN decidía la instalación de los euromisiles en Europa Occidental para hacer frente a los
SS−20 soviéticos. Vietnam invadía Camboya y China, a su vez, atacaba a Vietnam. La noria de la guerra fría
iniciaba pesadamente un nuevo giro. Sin embargo, nadie sospechaba que sería el último.
Hacia un nuevo equilibrio (1979−1995)
Del declive americano al final de la guerra fría (1979−1989)
A comienzos de los años ochenta los Estados Unidos atravesaban su peor momento desde el final de la
Segunda Guerra Mundial. Su declive parecía visible en todos los órdenes y, lo que era peor aún,
psicológicamente el pueblo americano parecía aceptarlo con una mezcla de fatalismo y resignación. El
capitalismo estadounidense atravesaba una crisis sin precedentes, la sociedad seguía traumatizada por las
nefastas consecuencias de Vietnam y en el exterior Estados Unidos estaba en fase de franco retroceso ante la
política agresiva de la U.R.S.S.. A finales del año 1980, el republicano Ronald Reagan resultaba elegido
presidente de los Estados Unidos. Su presencia en la Casa Blanca se hizo notar en seguida. Su política
económica neoliberal, que prometía un nuevo milagro económico americano, pronto fue tomada como modelo
por la mayor parte del mundo desarrollado. En el plano exterior su pensamiento se resumía en una mezcla de
nacionalismo sublimado y anticomunismo beligerante, enérgico en la condena de la pasividad estratégica de la
política exterior de los Estados Unidos frente a los males que acechan al mundo. Su acción exterior se basaría
en tres pilares básicos.
En primer lugar, su aportación más novedosa quedaba plasmada en la llamada Doctrina Reagan, que defendía
la necesidad de plantear guerras de baja intensidad en aquellos escenarios en los que un triunfo soviético
amenazara con provocar un desequilibrio regional. Su aplicación tendría lugar principalmente en
Centroamérica. Estados Unidos consideraba que en esa área tenía que hacer frente a un enemigo ya instalado
al que había que desalojar o cuando menos bloquear su expansión. El centro de experimentación fue
Nicaragua, mediante el apoyo a la guerrilla antisandinista, la contra. Si en Nicaragua se trataba de desalojar a
un gobierno revolucionario apoyado por Cuba, en Honduras, Guatemala o El Salvador, Estados Unidos se
comprometía en el sostenimiento de gobiernos acosados por guerrillas de izquierda. Sólo El Salvador recibiría
entre 1982 y 1983, la cifra de 700 millones de dólares, es decir, casi un millón diario. La complicidad
114
gubernamental con las extendidas prácticas de guerra sucia ponía en tela de juicio ante la opinión pública la
moralidad de la actuación norteamericana.
Pero, cuando la acción mediante intermediarios no era posible, la Administración Reagan era partidaria de las
demostraciones de fuerza, mediante una política de intervención directa. Así, el 25 de octubre de 1983, los
marines invadían Granada ante el temor de radicalización del régimen socialista de la isla caribeña. Era la
lección que Reagan había extraído de Vietnam: si se decidía la intervención, había que emplear con decisión
todos los medios para obtener la victoria de la manera más rápida posible. Esa misma política fue empleada en
varias ocasiones en el Mediterráneo contra el régimen libio del coronel Ghadafi, ese nido comunista en gran
parte responsable del terrorismo internacional. En 1981 cazas de la VI Flota derribaban dos aviones libios
sobre el golfo de Sidra. En 1986 Trípoli y Bengasi eran bombardeadas por la aviación norteamericana. De
todo el mundo llovieron las condenas sobre Reagan.
Junto a la Doctrina Reagan y la política de fuerza, el tercer elemento configurador de la acción exterior
norteamericana en esos años fue el espectacular incremento de los presupuestos de defensa. Entre 1980 y
1985 los gastos mundiales en armamento se triplicaron, pero no era sólo cuestión de cantidad. Con Ronald
Reagan en la Casa Blanca se produjo un salto cualitativo sin precedentes en el proceso armamentístico con la
llamada guerra de las galaxias (Iniciativa de Defensa Estratégica). La creación de un escudo espacial que
hiciera invulnerables a los Estados Unidos suponía romper con el principio de la Destrucción Mutua
Asegurada (MAD) aceptado por las superpotencias desde los años sesenta. Sin embargo, el desafío de fondo
que Reagan planteaba a los soviéticos, no residía simplemente en la construcción de un nuevo tipo de arma
que, por revolucionario que fuese, no dejaba de ser un jalón más en la carrera emprendida desde 1945. La
importancia del envite norteamericano estribaba en que la guerra de las galaxias exigía un volumen de
inversiones y unos niveles de innovación tecnológica que podían suponer un reto inalcanzable para los
soviéticos.
Todo parecía indicar que los ochenta iban a ser los años de Reagan, pero la década contenía aún grandes
sorpresas. Paralelamente a su primer mandato presidencial, la situación de la Unión Soviética se agravó en
todos los terrenos. En el orden interno, el país vivía en pleno estancamiento industrial. Un aparato productivo
centrado en la industria pesada −militar y espacial, principalmente− se traducía en un bajo nivel de bienestar
de la población, mientras que una agricultura ineficaz necesitaba sistemáticamente de las importaciones desde
Occidente. En lo social, cada vez era más escandalosa la profundización de las desigualdades: la diferencia
entre el trabajador de base y el gran dirigente soviético era al menos igual, si no superior, a la existente en el
sistema capitalista. En el plano político, la U.R.S.S. padecía desde 1982 un vacío de poder con dos
presidencias fugaces: Andropov y Chernenko. En el orden externo se acumulaban también las dificultades.
Los años de Breznev pasaban factura con un rosario de aliados que sostener por todo el mundo. Desde 1979,
además, el país se hallaba comprometido en una complicada guerra en Afganistán. Por si fuera poco, el bloque
de satélites en Europa Oriental hacía crisis desde la rebelión polaca de 1980−81. Sólo la Ley Marcial había
evitado entonces la intervención rusa. Junto a todo esto, el rearme impulsado por el comunismo, y con él el
sistema que se creó en torno a esta ideología, colocaba a la U.R.S.S. en una situación imposible. Los
soviéticos venían manteniendo su política exterior con un PIB equivalente a un tercio del de Estados Unidos.
El 11 de marzo de 1985 Mijail Gorbachov resultó elegido Secretario General del PCUS, el primero que no
había vivido la revolución de 1917. Consciente de las hondas dificultades de su país anunció un programa de
perestroika (reestructuración) definida según sus propias palabras como una vuelta a Lenin, un recuperar todo
el aliento democrático del partido, y todo el dinamismo económico de la revolución. Mediante una parcial
liberalización del sistema socialista se pretendía aumentar la producción para mejorar el nivel de vida la
población, la competitividad y la productividad. También pretendía reformar la administración para disminuir
la burocracia. Pero este plan de reformas no era posible sin un cambio radical en la política exterior imperial
que hipotecaba la economía de la U.R.S.S.. Se imponía terminar con las intervenciones exteriores y reducir
drásticamente el presupuesto de defensa. Así, Gorbachov formuló su denominado nuevo pensamiento en
política internacional, consistente en una apuesta por la sana rivalidad entre los bloques que sustituyera al
115
anterior antagonismo aniquilador. Se trataba en apariencia de una nueva definición de la coexistencia pacífica.
Con una sutil diferencia; y es que, mientras Kruschov proponía la competencia con Occidente convencido de
la superioridad del modelo comunista, Gorbachov lo hacía desde el reconocimiento implícito de su
inferioridad. Era la crítica situación interna, agravada por la agresiva política de Reagan, la que obligaba a
establecer negociaciones de desarme con Estados Unidos.
Gorbachov se aplicó a ello con dedicación, todo el plan de reformas dependía de su éxito. Ya en 1985,
tuvieron lugar dos reuniones en la cumbre con el presidente americano, en Ginebra y Reykiavik. Tras
conversaciones insólitamente sencillas, el 8 de diciembre de 1987 se llegaba al histórico Tratado de
Washington que, por primera vez, establecía una reducción, no sólo detención, en el terreno de los misiles de
corto y medio alcance. Un nuevo clima de paz se adueñó rápidamente de las relaciones internacionales, un
auténtico deshielo. En 1989 Gorbachov se entrevistaba con el nuevo presidente George Bush en la isla de
Malta. En 1991 se llegaba al acuerdo START sobre reducción de armas estratégicas. Esta nueva temperatura
posibilitó que algunos conflictos en las más remotas partes del globo, enquistados durante años y sin aparente
relación entre sí, iniciaran entonces sus vías de solución. Entre 1988 y 1990 los cubanos salieron de Angola,
los vietnamitas de Camboya, hubo elecciones libres en Nicaragua con derrota sandinista, terminó la guerra
entre Irán e Irak y los soviéticos evacuaron Afganistán. Era la herencia de Reagan.
Pero los aires de libertad en la U.R.S.S. y el nuevo clima Este−Oeste tuvieron unas consecuencias inesperadas
y no deseadas por Gorbachov. La más leve esperanza de apertura en Moscú bastaba para ocasionar una
tormenta en los países satélites. En mayo de 1989 Hungría comenzó la apertura del telón de acero
franqueando su frontera con Austria. En junio el sindicato libre Solidaridad obtuvo un éxito resonante en las
primeras elecciones parcialmente libres celebradas en Polonia. Al finalizar el año el desmantelamiento del
bloque era un hecho. La U.R.S.S. no intervino como hiciera en 1956 ó 1968. Simplemente, no podía volver a
la guerra fría. En 1990 se produjeron elecciones libres que dieron paso a gobiernos no comunistas en Europa
Oriental por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En octubre de 1990 reunidos en París,
los antiguos adversarios sellaban oficialmente el final del conflicto abierto en 1945. En 1991 se disolvían el
Pacto de Varsovia y el COMECON.
Las consecuencias de estos revolucionarios hechos no se hicieron esperar en Alemania. En octubre de 1989,
Gorbachov visitaba la RDA para celebrar el 40º aniversario del nacimiento del Primer Estado Alemán de
Obreros y Campesinos. El 9 de noviembre las autoridades germanas ordenaban abrir el muro de Berlín. En
marzo de 1990 se celebraban elecciones generales. El programa de los ganadores era culminar la unión entre
las dos Alemanias lo antes posible. La Guerra Fría se había gestado en Alemania, ante la incapacidad de los
vencedores en la Segunda Guerra Mundial de llegar a un acuerdo sobre su futuro. Alemania fue el eje de la
confrontación entre los bloques, su división en dos Estados y la partición en dos de su capital por 40 Km de
muro de cemento y alambradas representaban mejor que otra cosa el símbolo de la división del mundo. Pues
bien, allí mismo, en Berlín, en Alemania, quedó definitivamente enterrada la guerra fría. Con los acuerdos
entre los dos Estados germanos y las cuatro potencias vencedoras de la guerra en septiembre de 1990 cesaba
la ocupación de Alemania que recuperaba su plena soberanía e independencia. Desaparecida la voluntad
política rusa de mantener a su satélite, el 3 de octubre de 1990, tras un rápido proceso, nacía la nueva
Alemania unificada. La U.R.S.S. aceptaba lo impensable, una Alemania unida dentro de la OTAN y de la
CEE. Al fin, se cerraba el capítulo de la posguerra en Europa. La Unión Soviética, después de largos años y
duros sacrificios para forjar un inmenso imperio y una formidable máquina de guerra, estaba derrotada,
irónicamente sin disparar un solo tiro.
Un mundo más libre, pero menos estable (1989−1995)
Entre 1989 y 1991 el mundo asistió a una extraña reedición de aquella Gran Alianza que derrotara al nazismo.
Después de la solución de la cuestión alemana, Estados Unidos y la Unión Soviética habían recuperado el
consenso perdido desde 1945. La nueva situación se tradujo en una aparente revitalización de la ONU,
desbloqueada por fin después de tantas décadas de vetos indiscriminados. En realidad, era el imparable
116
declive soviético lo que determinaba el nuevo panorama internacional.
Estados Unidos, bajo la recién estrenada presidencia de George Bush, experimentaba lo que podríamos
denominar complejo de hiperliderazgo, es decir, la natural necesidad de subrayar su condición de virtual
vencedor en la competencia de la guerra fría. Así, cuando en agosto de 1990 Irak invadía Kuwait, amenazando
con hacerse con el control de las principales reservas petrolíferas del planeta, Estados Unidos reaccionó de
inmediato. A comienzos de 1991 una coalición internacional de veintitrés países liderada por Washington y
amparada por la ONU −con la obligada aquiescencia de una moribunda Unión Soviética− machacaba
literalmente a Irak y reestablecía el orden internacional alterado. La consecuencia más positiva de la guerra,
ya que no se conseguía la caída del dictador iraquí, fue permitir el desbloqueo de las negociaciones entre
árabes e israelíes, como pudo verse en la Conferencia de Madrid abierta el 30 de octubre de 1991.
La breve era de entendimiento entre los bloques inspirada por Gorbachov terminó súbitamente a finales de
1991. Las contradicciones eran demasiadas para que fructificase. Si Mijail Gorbachov se convertía en
Secretario General en marzo de 1985, la Unión Soviética, la patria del socialismo, desaparecía antes de que
concluyera 1991. La pésima situación interna de la U.R.S.S. que había sido decisivo motor de la perestroika,
fue, de nuevo, factor determinante. A pesar de su enorme popularidad en Occidente, el líder soviético se
enfrentaba en su país con una creciente oposición y descontento ante el evidente estancamiento de sus
reformas políticas y económicas. El intento involucionista de agosto de 1991 selló definitivamente la suerte de
la perestroika. A partir de ese momento las diferentes repúblicas integrantes de la U.R.S.S. dieron la espalda
al presidente Gorbachov y al poder central constituyendo una nueva realidad geopolítica, la CEI (Comunidad
de Estados Independientes). El 24 de diciembre de 1991, Gorbachov presentaba su dimisión. El día de
Navidad la bandera roja se arriaba definitivamente en el Kremlin.
La desaparición de la Unión Soviética revolucionaba la sociedad internacional. Su sucesora, la CEI, carecía de
personalidad jurídica y estaba concebida como paso intermedio hacia la definitiva desintegración del conjunto
exsoviético. Nacían nuevos Estados independientes con armamento nuclear, las repúblicas de Ucrania,
Bielorrusia y Kazajstán. La Federación Rusa, bajo el mando de Boris Yeltsin, heredaba el sillón permanente
en el Consejo de Seguridad de la ONU, si bien, el alud de problemas internos que la acosaban aconsejaban su
retraimiento, siquiera momentáneo, del panorama internacional. Con la eficacia de la ONU puesta
nuevamente en cuestión por el conflicto yugoslavo, se hacía urgente la reconstrucción de algún tipo de nuevo
equilibrio planetario. Mientras el tantas veces anunciado nuevo orden se concretaba, el mundo se preguntaba
por la actitud que adoptarían los Estados Unidos.
En el discurso de 1991 sobre el Estado de la Unión el presidente Bush apuntaba: somos la única nación con la
fuerza moral y material para acaudillar al mundo, lo cual ciertamente recordaba bastante las palabras de
Truman en 1947. Sin embargo, la ecuación no era tan sencilla ahora como podía haberlo sido hace treinta o
cuarenta años. Como anunciara Kissinger, desde los años setenta en el mundo se había venido registrando la
crisis o, cuando menos, matización del modelo bipolar. Nuevos centros de decisión habían emergido con
fuerza: Japón, la Comunidad Europea. La Guerra del Golfo pareció diseñar el nuevo modelo de relaciones
internacionales, unos Estados Unidos superpotencia militar, pero necesitados del aporte económico germano y
japonés. La debilidad de la economía americana se manifestaba en la herencia de Reagan que dejaba al país
convertido en el mayor deudor del mundo. Por otra parte, los productos europeos y japoneses hacían la
competencia cada vez de forma más eficaz a los americanos en su propio mercado. No eran éstos sólidos
cimientos desde los cuales ejercer la hegemonía.
De forma sorprendente, en las elecciones presidenciales de 1992, el victorioso presidente Bush que había
exorcizado el fantasma de Vietnam con su avasalladora victoria sobre Saddam Hussein y asistido a la
desaparición de la Unión Soviética, era derrotado en las urnas. Después de tres mandatos republicanos
consecutivos, que tan decisivos habían resultado para el mundo, llegaba a la Casa Blanca el demócrata
William J. Clinton, que había basado su campaña electoral precisamente en la necesidad de que América
volviera a pensar en sí misma. La delicada situación interna unida al final de la guerra fría hacían que el
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tradicional aislacionismo americano cobrara fuerza.
Durante la primera mitad de su mandato la ausencia norteamericana se dejó sentir en el panorama
internacional. La tan esperada, por algunos, democratización de las relaciones internacionales basada en un
mayor papel de la ONU, que alcanzaba en 1994 la cifra record de 185 miembros, no terminaba de cuajar
después de las ilusiones iniciales. Tras la euforia de los primeros tiempos de posguerra fría, la realidad de un
mundo en proceso de transformación se dejaba sentir, a veces con perfiles siniestros. Desde 1991 una sucesión
de guerras civiles sacudía la antigua Yugoslavia. Los Estados sucesores de la U.R.S.S. se hallaban envueltos
en un complejo e históricamente inédito proceso de tránsito hacia el capitalismo, sazonado por conflictos
étnicos y amenazas de involución. En Argelia, desde la frustrada victoria islámica en las elecciones de 1991,
la guerra civil larvada amenazaba la estabilidad de todo el Norte de África. Hambrunas en un contexto de
guerra tribal conducían a países como Somalia al caos con un sonoro fracaso de la intervención de la ONU en
1992. Odios atávicos llevaban el genocidio a Ruanda en 1994. China avanzaba en la apertura de su economía,
pero su fruto político continuaba planteando serias incógnitas. El régimen de Corea del Norte, convertido tras
la muerte de Kim Il−Sung en 1994, en el primer caso conocido de comunismo hereditario, alarmaba al mundo
con su agresiva política nuclear. La Unión Europea, nacida del Tratado de Maastricht el 1 de noviembre de
1993, proclamaba la necesidad de contar con una política internacional única y más activa, pero fracasaba
estrepitosamente a la hora de imponer la cordura en Bosnia. El mundo, como reconocía el mismo Clinton en
su toma de posesión como 42º presidente de La Unión Americana era sin duda más libre, pero menos estable.
Los sonoros fracasos de su política interior unidos a la necesidad objetiva de recomponer el escenario
internacional condujeron al presidente Clinton a un progresivo giro en su política exterior, visible desde 1994
y acentuado en 1995. Si bien, según sus propias palabras, Estados Unidos no puede ni debe ser el gendarme
del planeta, (...) existen momentos y lugares en los que nuestro liderazgo puede representar la diferencia
entre la paz y la guerra, (...) defender los valores fundamentales de nuestro pueblo y servir a los intereses
estratégicos de Estados Unidos. Clinton apostaba así por un liderazgo selectivo que ya se hizo sentir desde
1993 en el impulso de la solución al conflicto de Oriente Medio apadrinando la paz entre Israel y sus vecinos.
En enero de 1994, a instancias del Secretario de Estado, Warren Christopher, nacía en Europa la Asociación
para la Paz, una plataforma de cooperación entre la OTAN y veintiséis Estados europeos, antiguos
adversarios y neutrales. Era una respuesta a la inestable situación rusa que mantenía en estado de permanente
inquietud a la mayor parte de sus exsatélites, temerosos del renacimiento de la agresividad paneslava de
Moscú. Washington también conseguía de Ucrania y Kazajstán el desmantelamiento de sus arsenales
nucleares. Pero, cuando el liderazgo americano se hizo sentir de nuevo con fuerza fue a finales de 1995. Tras
años de exasperante impotencia europea, Clinton, por medio de una insólita diplomacia de fuerza, arrancaba a
los líderes de Serbia, Croacia y Bosnia, recluidos en la base norteamericana de Dayton (Ohio), un acuerdo
sobre la pacificación de Bosnia que era ratificado en París el 14 de diciembre. Con la misma energía se
impulsaban también las negociaciones pendientes entre Siria e Israel para lograr la pacificación completa del
Oriente Medio. A la espera de un hipotético y futuro gobierno mundial, la presencia norteamericana, con
todas sus fallas y contradicciones, volvía a ser un factor estabilizador en un panorama internacional de una
complejidad probablemente sin precedentes en la Historia.
HACIA UN NUEVO ORDEN MUNDIAL
El término Nuevo Orden, Nouvel Ordre o New Order tiene su origen en los movimientos totalitarios del
periodo de entreguerras. Será en Japón, en diciembre de 1938, donde se hable por primera vez de un Nuevo
Orden al elaborar el programa de conquista en Asia Oriental. Posteriormente, en junio de 1940, Hitler lo
utilizará también al elaborar los planes de conquista en Europa: el Nuevo Orden Europeo tendrá unos
fundamentos teóricos y pragmáticos más elaborados que el propugnado por los japoneses. El Pacto Tripartito,
firmado en Berlín en 27 de septiembre de 1940, entre Alemania, Italia y Japón, confirmará documentalmente
los objetivos de las tres potencias totalitarias en relación con ese Nuevo Orden Mundial.
A lo largo de la evolución de la sociedad internacional moderna y contemporánea, y tras algún evento
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significativo y condicionante −por lo general una gran guerra, por el número de beligerantes y su extensión
geográfica−, las grandes potencias que salieron victoriosas, y a través de sus principales representantes, se
dedicaron a formular el Nuevo Orden que habría de estar vigente en el sistema internacional que desde ese
momento se estaba iniciando. Westfalia, Viena, París, Yalta y Potsdam son lugares o puntos de encuentro
básicos en la discusión y formulación del conjunto de normas y reglas a través de las cuales se trata de buscar
y alcanzar una estabilidad internacional, un equilibrio entre las potencias, en el sistema internacional;
definición clásica de lo que se entiende como Orden Internacional. No obstante, éste es un concepto rico y
complejo que los politólogos y juristas han estudiado con algún detenimiento, y que se compone, al menos, de
tres elementos: el diplomático, el estratégico y el simbólico.
Desde 1989 comienzan a producirse en el centro de Europa un conjunto de acontecimientos que van a
culminar con la desaparición de los símbolos más destacados del sistema internacional bipolar: la cortina de
hierro o telón de acero, el muro de Berlín, el comunismo. El 2 de agosto de 1990, el líder de Irak, Saddam
Hussein decidió invadir el pequeño territorio, pero rico en recursos, de Kuwait; se iniciaba desde ese momento
una guerra en una zona geoestratégica vital para los intereses de Occidente, que provocaría la mayor
movilización bélica desde la Segunda Guerra Mundial., liderada por EE.UU y con una directa participación de
la ONU. La Guerra del Golfo, que terminó el 28 de febrero de 1991, fue considerada ya desde su inicio como
el primer conflicto de la postguerra fría. El 3 de octubre de 1990 se producía de nuevo en Europa otro
acontecimiento clave: la reunificación alemana, algo contra lo que habían luchado las potencias vencedoras de
la Segunda Guerra Mundial, que habían decidido la existencia de dos Alemanias, convertidas en Estados
independientes pero no soberanos y que ahora se presentaba como una gran potencia económica y un Estado
poblado por más de 80 millones de habitantes. Por fin, el día de Navidad de 1991, el presidente soviético
Mijail Gorbachov anunciaba a través de la televisión la desaparición de la U.R.S.S., segunda superpotencia
mundial durante cincuenta años y pilar de una bipolaridad, fundamento básico del sistema internacional que
desaparecía con esa decisión pública.
Todo este conjunto de acontecimientos, que se enmarcan entre dos términos ya históricos como son la
revolución y la guerra, van a marcar, efectivamente, el final del sistema surgido en Yalta y Potsdam. Con todo
ello terminaba una era −no la Historia−, pero también comenzaba una nueva fase en la evolución de la
Humanidad. Quizá más incierta, más segura pero más inestable, con nuevos retos, pero también más
apasionante de vivir y estudiar por parte de los historiadores, uno de los colectivos con más responsabilidades
en esta coyuntura.
En este contexto es cuando ha surgido de nuevo la necesidad de formular un Nuevo Orden Mundial, que
vamos a delinear a través de tres niveles de análisis: la estructura en la que se inserta esa nueva configuración
del poder; los actores principales que pueden tener un papel relevante en el nuevo sistema internacional y los
procesos de cooperación y enfrentamiento que en él se pueden desarrollar.
La transición del Viejo al Nuevo Orden Mundial
En 1989 el mundo se disponía a celebrar el bicentenario de una revolución tan importante como decisiva para
el mundo como la francesa de 1789. Sin embargo, los periódicos y otros medios de comunicación informaban
de una aceleración histórica desconocida desde hacía muchos años, de una nueva revolución que se estaba
desarrollando en Polonia, Hungría, Checoslovaquia, etc.; es decir, en el seno de uno de los dos bloques
creados entre 1945 y 1949, el soviético−socialista. La U.R.S.S., la potencia hegemónica en el mismo, sumida
en un proceso de cambio a través de la Perestroika no estaba actuando sobre esta revolución como lo había
hecho en 1948, 1956, 1968 ó 1980/81, y parecía permitir que de forma paulatina se fueran desmontando las
estructuras políticas, ideológicas y económicas de las llamadas irónicamente democracias populares. ¿Qué
estaba ocurriendo realmente? ¿Era el presagio de un nuevo conflicto en Europa tras una calma tensa?
¿Estábamos asistiendo realmente al final del comunismo?
Desde la perspectiva que nos proporciona hoy la lejanía de los acontecimientos, se puede afirmar que los
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temores eran infundados, y que las esperanzas renacieron entre muchos hombres y mujeres. No estábamos
como dijo F. Fukuyama, un oscuro funcionario del Departamento de Estado norteamericano, ante el fin de la
historia; sí era, sin duda, el fin de una era, pero también el punto de partida de una etapa de transición que
finalizó en diciembre de 1991, con la desaparición del primer Estado socialista del mundo, la U.R.S.S., tras 74
años de existencia. Por lo tanto, entre 1989 y 1991, se produce la transición entre el viejo orden internacional
y el nuevo orden mundial. Es el momento de las valoraciones desde la perspectiva histórica.
En efecto, podemos preguntarnos: ¿Qué significado tienen todos los acontecimientos que se produjeron en
este periodo? ¿Qué importancia han tenido para la Historia del Mundo Actual?
En primer lugar, estos eventos han producido una ruptura en la Historia y muy especialmente en la Historia
Contemporánea. Una ruptura que supone el fin de una época, pero ¿de qué época? Aquí el debate sigue
abierto: ¿del moderno sistema mundial, 1450−1989?, ¿de la contemporaneidad, 1789−1989?, ¿de la era
comunista, 1917−1989?, ¿de la Historia del Mundo Actual, 1945−1989? Se apoye una u otra alternativa lo
que ha ocurrido, sin duda, es que el siglo XX ha terminado y que en 1991 ha comenzado el siglo XXI.
En este periodo el comunismo y con él el sistema que se creó en torno a esta ideología y se extendió por 16
Estados en todo el mundo, ha fracasado. Un fracaso que cabe entenderlo de tres formas: caída o ruina de algo
con estrépito; suceso lastimoso, inopinado y funesto, o como resultado adverso de una empresa. Desde marzo
de 1985 Gorbachov intentó reconstruir el sistema, primero económicamente, luego políticamente y, después,
globalmente, pero no lo consiguió. La descomposición territorial de la U.R.S.S. en 15 repúblicas soberanas e
independientes, 12 de las cuales se han integrado en la Comunidad de Estados Independientes (CEI), así como
su transformación paulatina, con mayor o menor fortuna, en Estados con un sistema económico de mercado,
unas estructuras políticas democráticas y un desigual respeto de los derechos y libertades de los ciudadanos,
hacen que, por vez primera en la historia, principios tales como los de la libertad, Estado de derecho, mercado,
derechos humanos, etc., se extiendan tanto por Europa como por el resto de los continentes, tras más de 200
años desde su formulación y aplicación en un territorio concreto.
Parece importante destacar también que, con el fracaso del comunismo, ha desaparecido uno de los dos
grandes ejes de tensión y confrontación desde 1947; para algunos, desde 1917, para otros, la tensión
Este−Oeste, de características político−ideológicas. En efecto, durante más de setenta años, los gobiernos
occidentales y las clases dirigentes estuvieron obsesionados y perseguidos por el espectro de la revolución
social y el comunismo. Durante esos años, y especialmente tras el inicio de la Guerra Fría, la política
internacional de Occidente estuvo concebida como una cruzada contra el comunismo y, en sólo tres años, el
comunismo, sus principales instrumentos e incluso la U.R.S.S., habían desaparecido. De esta forma se ponía
fin a uno de los grandes condicionantes de la evolución histórica del mundo, desde aquel octubre de 1917, y
con ello se dejaba patente la necesidad de buscar nuevas alternativas y formas de actuación frente al nuevo
reto que tiene la sociedad internacional: la tensión Norte−Sur, de características económicas, sociales y
medioambientales.
En cuarto lugar, la desaparición del orden internacional vigente desde la Segunda Guerra Mundial ha
provocado un retorno a la historia. Los sucesos que se produjeron entre 1989 y 1991 no sólo han puesto en
cuestión Yalta y Potsdam, sino también los Tratados de paz firmados en la Conferencia de Paz de París de
1919. Versalles, Trianón, Sevres, Neuilly y Saint Germain, dieron paso, entre otras consecuencias, a una
importante redistribución del espacio territorial europeo, a un amplio desplazamiento de población siguiendo
el tradicional eje Este−Oeste o el establecimiento de un cordón sanitario que aislara a Europa Occidental y al
mundo del contagio revolucionario soviético. Gran parte de lo allí acordado se ha puesto en cuestión desde
1991, renaciendo con fuerza en Europa conflictos fronterizos o enfrentamientos nacionales; reclamaciones
históricas, en definitiva, que se han extendido a otros continentes: en América los litigios fronterizos, en
África los conflictos étnicos y religiosos, en Asia los problemas territoriales y la soberanía. Muchos de estos
enfrentamientos no hubieran sido posibles bajo el orden bipolar; desparecido éste, vuelven a resurgir y la
historia, para bien o para mal, vuelve a ser recordada y utilizada, como se ha visto en el conflicto en el que
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mejor se refleja la historia y el nuevo orden (¿desorden?) mundial: la guerra en la ex Yugoslavia.
Por último, si la interdependencia y la globalidad fueron dos de las notas más determinantes del sistema
internacional bipolar, con la desaparición de uno de los bloques esos caracteres acrecientan su importancia.
Hablar ya de una aldea global en el campo de las comunicaciones; de una economía de mercado globalizada;
de una revolución científico−técnica mundial; de un campo estratégico unificado; de una multilateralización
definitiva de las relaciones internacionales; de un sistema planetario, es, en definitiva, definir al nuevo
sistema internacional que se está formando desde 1991. El informe del Club de Roma presentado a finales de
ese año llevaba por expresivo el título siguiente: La primera revolución global, y en él se decía, entre otras
cosas, que esta nueva revolución carece de base ideológica: la conforman factores sociales, económicos,
tecnológicos y éticos. Más recientemente, el director del Fondo Monetario Internacional, Michel Camdessus,
al referirse al impacto internacional que tuvo la crisis monetaria mexicana a finales de 1994, la caracterizó
como la primera crisis de un mundo nuevo con mercados financieros globalizados.
De una u otra manera estamos en presencia de una nueva etapa, cuyas características a cualquier nivel se están
aún formando, al igual que las respuestas a los retos planteados. Ahora bien, si la Guerra Fría había terminado,
¿cuál habría de ser el nuevo orden que configurase las normas y reglas de conducta para los diferentes actores
en el nuevo sistema?
El primero de los estadistas que formuló las primeras alternativas al sistema bipolar fue Mijail Gorbachov, en
el discurso pronunciado en la ONU el 7 de diciembre de 1988. En él hacía un análisis de las características
que definían la situación internacional en ese momento, y planteaba sus propuestas para sanear la situación
internacional, el modo de construir un mundo nuevo. Los fundamentos básicos eran: el desarme, la no
politización y la democratización de las relaciones internacionales, la internacionalización del diálogo, la
revitalización del papel de la ONU, la actuación inmediata sobre el deterioro del medio ambiente y la defensa
del principio de la libre elección.
Los acontecimientos en Europa a las pocas semanas de este discurso, más los problemas a los que tuvo que
hacer frente Gorbachov, hicieron olvidar por algún tiempo sus propuestas. Sin embargo, otro acontecimiento
destacado de esta fase de transición, la Guerra del Golfo, fue el marco adecuado para que otro líder político,
en este caso el presidente norteamericano George Bush, pronunciara un discurso en el Congreso el 11 de
septiembre de 1990, en el que anunció la redefinición del sistema internacional, describiéndolo como un
Nuevo Orden Mundial, en el cual la acción de la comunidad internacional, representada por la ONU, debería
basarse en el derecho internacional y en criterios objetivos y precisos. La operación Tormenta del Desierto
contra Irak fue el primer ejemplo de una efectiva aplicación del sistema de seguridad colectiva de Naciones
Unidas.
Desde ese momento, estrategas, diplomáticos, líderes políticos e intelectuales, comenzaron a intervenir en el
debate sobre ese orden que a todos concernía e interesaba formular. También algunas instituciones plantearon
sus propuestas. La ONU, a través de su secretario general, Butros Butros−Gali, presentó su Programa de Paz,
o el Pentágono, en su Directiva para la planificación de la Defensa, hizo públicas las directrices que debían
establecerse en el mundo en materia de seguridad y defensa, y en función del mantenimiento del liderazgo de
EE.UU. y la cooperación sostenida entre las mayores potencias democráticas.
La estructura del nuevo sistema internacional en formación
1. En el Nuevo Orden Mundial (NOM), ninguna potencia puede garantizar por sí sola la estabilidad y el
equilibrio internacional. Los Estados Unidos bajo Clinton siguen buscando su papel en el mundo y parece que
no pueden ejercer un papel planetario de guardián del orden internacional, por cuanto que no disponen de los
recursos suficientes, se ha producido un replegamiento hacia el interior, tal y como demandaba la opinión
pública tras el gran peso que adquirió la política exterior en detrimento de la interior durante el mandato de
Bush, y el dilema tradicional de la acción exterior norteamericana −el idealismo o el pragmatismo− parece
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que continúa sin resolverse. Esta vuelta a un aislacionismo moderado, por otra parte, ha ido acompañada de un
interés por los asuntos regionales tras la firma del NAFTA (North American Free Trade Association) en 1992,
y el apoyo al proyecto de creación de un Área de Libre Comercio en América (ALCA) que debe conseguirse
en el 2005; unido a una mayor valoración de las relaciones con Asia, como se ha demostrado con el
reforzamiento del Foro de Cooperación Económico Asia−Pacífico (APEC), impulsado desde 1993 por los
dirigentes norteamericanos. Todo ello, sin duda, en detrimento del interés que tradicionalmente han tenido las
diversas Administraciones norteamericanas por Europa. El desinterés por la guerra en la antigua Yugoslavia
ha sido interrumpido el 14 de diciembre de 1995 tras la firma en París del Acuerdo−marco que ha impulsado
el proceso de paz en Bosnia −iniciado en Dayton (Ohio)− tras más de 250.000 muertos y casi 3 millones de
refugiados o desplazados, pesando, sin duda, en este cambio de actitud, las elecciones presidenciales de 1996.
La Rusia de Yeltsin permanece en una situación de crisis interna permanente, debilidad exterior, fuertes
debates internos entre los eslavófilos y los occidentalistas, y falta de concreción en sus complejos y amplios
objetivos externos. Sin duda, los dirigentes de la Federación rusa insisten una y otra vez en una vieja idea de
la política exterior soviética: nada puede hacerse en el mundo sin el conocimiento y el consentimiento de la
U.R.S.S./Rusia. A partir de este planteamiento los dirigentes rusos tratan de ser considerados por los
norteamericanos en pie de igualdad, ha vuelto a renacer un discurso imperial sobre lo que Taibo denomina el
extranjero cercano (ex repúblicas soviéticas) y recurren a la amenaza cuando se sienten cercados ante la
posibilidad de que las fronteras de la OTAN lleguen hasta el territorio de Rusia. Un renacimiento imperial y
un lenguaje amenazador que no ocultan la dependencia económica de Rusia del G−7 o de la Unión Europea,
las imposibilidad de triunfar sobre los rebeldes chechenos desde 1991 y la falta de alternativas para conservar
la integridad de la Federación Rusa, una amalgama de pueblos que han sobrevivido a la caída de dos imperios
pero que, de no hallarse los mecanismos que sustenten ese mal construido federalismo, puede verse muy
afectado por una nueva implosión autodestructora.
En Europa Occidental no existe ninguna potencia con la influencia y los recursos necesarios para ejercer ese
papel de liderazgo; la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea sigue teniendo un sentido
provisional y genérico. En Asia, ni la República Popular China, que desea actuar de forma más independiente
y con un sentido más regional que mundial, ni Japón, que sigue siendo un gigante económico y un enano
político, pueden ocupar ese vacío de liderazgo.
2. Ante la situación creada han de ser las principales organizaciones internacionales las que en su seno han
de adoptar las decisiones permanentes para hacer frente a los cambios y retos de la sociedad internacional.
Aparecerá, de este modo, un predominante sistema de relaciones internacionales en vertical tanto a nivel
mundial como regional, consolidándose con fuerza la diplomacia multilateral que surgió desde 1945. ¿Qué
organizaciones internacionales pueden tener un papel relevante en el proceso de toma de decisiones?
A) A nivel mundial, la Organización de las Naciones Unidas. Durante más de cuarenta años, la ONU ha
estado bloqueada, utilizada y condicionada por las decisiones y los vetos de las cinco grandes potencias
permanentes del Consejo de Seguridad, y más específicamente por la confrontación política e ideológica entre
EE.UU. y la U.R.S.S.. Por otro lado, la confrontación Norte−Sur, a raíz del incremento del número de Estados
miembros pertenecientes al Tercer Mundo, fue utilizada también por los dos bloques, y los países no
alineados, produciéndose un nuevo enfrentamiento que afectó a la credibilidad de la Organización. Los
cambios que se han producido en el mundo desde 1989 y el final de la Guerra Fría han provocado que esta
crisis de la ONU se haya transformado en una revitalización permanente, aunque aún en proceso de discusión,
provocando que hayan aumentado enormemente las exigencias que se hacen a las Naciones Unidas, según el
Secretario General.
El proceso puede darse por iniciado desde el momento en el que el entonces Secretario General, Javier Pérez
de Cuellar, alentó una diplomacia discreta pero eficaz entre los miembros permanentes del Consejo de
Seguridad. Los resultados fueron inmediatos: la intervención de Naciones Unidas fue clara y efectiva en los
conflictos entre Irán−Irak, Namibia, Nicaragua, Camboya, El Salvador y Afganistán. El 31 de enero de 1992,
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el Consejo de Seguridad se reunió por primera vez en la historia, contando con la presencia de todos los Jefes
de Estado y de Gobierno. En esa cumbre, se invitó al nuevo Secretario General, Butros−Gali, a que presentara
un conjunto de recomendaciones que fortalecieran la Organización. El resultado fue la presentación de un
amplio informe titulado Un programa de paz.
Los objetivos eran claros: a) tratar de poner fin a las causas más profundas de los conflictos y actuar
diplomáticamente para evitarlos; b) en los casos en los que estallen conflictos, tomar medidas para el
establecimiento de la paz; c) mediante actividades de mantenimiento de paz tratar de preservar la paz por
frágil que sea, poniendo en práctica los acuerdos a los que lleguen las partes enfrentadas; d) estar dispuestos a
ayudar para consolidar la paz en sus distintos contextos, restableciendo las instituciones y la infraestructura de
las naciones devastadas; e) tratar de poner fin a las causas más profundas de los conflictos: desesperación
económica, injusticia social y opresión política. Todo ello debía contar con el apoyo de los Estados, las
organizaciones regionales y no gubernamentales.
En un Suplemento a un programa de paz de principios de enero de 1995, Butros−Gali, aún reconociendo los
importantes logros que se habían conseguido hasta el momento −Conferencia de Río sobre el medio ambiente
y desarrollo (1992); Conferencia de Viena sobre los derechos humanos (1993); Conferencia sobre el
desarrollo y el cambio demográfico (1994); fuerte incremento de las operaciones de mantenimiento de paz (de
13, entre 1947 y 1987 a 21 desde 1988) y, por último, la incorporación a la Organización de 185 Estados−,
ponía de manifiesto las dificultades para ejercer el papel que correspondía a Naciones Unidas. La
imposibilidad de llevar a cabo acciones coercitivas, la crisis económica (sólo EE.UU. debía 1.400 millones de
dólares, Rusia, unos 500 y Ucrania unos 238 millones) y la necesidad de reforzar las estructuras organizativas,
podían destacarse como las más importantes.
Durante la Sesión Especial Conmemorativa del cincuenta aniversario de la ONU, que tuvo lugar en Nueva
York del 22 al 24 de octubre de 1995, los más de los 150 máximos representantes de los Estados miembros
pusieron de manifiesto la necesidad de reforzar al máximo la Organización, como institución clave del NOM.
Las bases de este reforzamiento se recogieron en la Declaración Final: a) Revitalización de la Asamblea
General; b) Ampliación del Consejo de Seguridad y revisión de sus métodos de trabajo; c) Fortalecimiento del
papel del Consejo Económico y Social; d) Robustecimiento de la base financiera de la Organización; e)
Incremento de la eficiencia y eficacia de la Secretaría en la administración y gestión de los recursos que se le
confían. Esos, pues, serán los retos para el inmediato futuro de una Organización, que si no hubiera existido
habría que haberla creado, pero que seguirá siendo clave en el Nuevo Orden Mundial.
B) A nivel regional destacarán las instituciones político−defensivas y económicas. En relación con el proceso
de regionalización de los espacios al que se asiste en el NOM, ciertas organizaciones regionales irán
incrementando el número de sus miembros, sus competencias y los medios de actuación en el ámbito propio
de actuación territorial. Con ello se irán creando una cohesión y una solidaridad que permitirá a la institución
que representa a la región poder competir en la sociedad global en la que se insertan y solucionan los
conflictos latentes.
En Europa, el pilar de seguridad y defensa de la Nueva Arquitectura Europea estará representado por la
OTAN; reformada con la nueva estrategia adoptada en 1991 y abierta a la cooperación con los Estados no
integrados a través de dos iniciativas: el Consejo de Cooperación del Atlántico Norte (al que pertenecen 38
Estados más Finlandia como observador) y la Asociación para la Paz (hasta mayo de 1995 han sido 26 los
Estados que forman parte de la misma). Desde un punto de vista político y cultural, la institución clave será el
Consejo de Europa, en especial para la definición de una identidad europea; a esta institución se ha
incorporado recientemente Rusia, con lo que el número de miembros se ha incrementado a 38. El pilar
económico y monetario lo constituye la Unión Europea, hoy integrada por 25 Estados; tras alcanzar los retos
planteados para el 2002, convirtiéndose progresivamente en el núcleo central del proceso de regionalización
europeo. Estos tres pilares sostienen un amplio frontón paneuropeo que viene representado por la
Organización para la Seguridad y Cooperación Europea, en la que están integrados 53 Estados, es decir, todos
123
los Estados Europeos que se extienden geográficamente del Atlántico a Vladivostok.
En América, la Organización de Estados Americanos, integrada por 35 Estados (Cuba fue suspendida en
1962), sigue dedicada a reforzar la colaboración, proteger la independencia de los miembros, favorecer la
integración económica y social y, de una forma especial en el NOM, consolidar la democratización del
continente.
En África−Oriente Próximo son importantes la Organización para la Unidad Africana, en la que se integran 51
Estados y la Liga de Estados Árabes, con 22 miembros. En Asia la organización que va incrementando su
papel regional es la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, integrada por 7 Estados, que ha fortalecido
sus lazos económicos y políticos con EE.UU. en el seno de la APEP (1994) y con la Unión Europea (1996).
3. La falta de un liderazgo internacional y el impulso que se está produciendo en el proceso de cooperación
regional, impulsarán una importante reorganización del espacio, incrementándose la tendencia hacia la
regionalización del mundo que impulsa a la integración pero también a la confrontación. En efecto, en el
NOM parece alejarse el peligro de una destrucción mutua y global del planeta a través de la utilización de las
armas nucleares; la confrontación mundial entre las grandes potencias parece que ha desaparecido. Este es un
primer factor que aliente el reforzamiento de la cohesión regional. Junto a él, está el hecho contrastado de que
los conflictos han sido y serán en este nuevo periodo localizados y de un carácter regional, lo que de nuevo
impulsa a la búsqueda de fórmulas de cooperación y de seguridad comunes en un ámbito territorial más
limitado. La competencia económica internacional ya no puede resolverse con fórmulas elaboradas a nivel
estatal o bilateral; la exigencia de una diplomacia macroeconómica internacional es una realidad indiscutible,
así como la creación de mercados regionales que bajo las reglas de una unión aduanera, un área de libre
comercio o de un mercado común, vayan conduciendo a un proceso cada vez más fortalecido en esta nueva
era: la integración económica. Por último, las amenazas o desafíos que han surgido en el NOM exigen la
unión y la cooperación.
Ante esta nueva situación, la regionalización de los espacios está siendo un proceso muy significativo. En esa
regionalización destacarán tres hechos: por un lado, se tratará de establecer una jerarquización estatal, una
relación de poder, bien definida y no siempre respetada por todos, lo que alentará, a su vez, la lucha por el
poder entre las grandes potencias de cada área; por otro lado, se producirá una competencia pacífica entre las
diversas áreas regionales, especialmente de contenido económico o geoeconómico, que sólo puede verse
alterada si irrumpe un fenómeno que siempre ha resultado peligroso como es el de la amenaza a la seguridad
mundial. Por último, se irá consolidando un nuevo concepto, como es el del orden regional, propugnado por
las organizaciones regionales de seguridad y defensa o las grandes potencias regionales.
¿Cuáles serán las principales áreas regionales que fortalecerán su unión? Sin duda alguna, las más importantes
serán Europa Occidental a través de la Unión Europea, la OTAN/ UEO y el Consejo de Europa, aunque en
éste área la occidentalización se irá llenando de contenido y se irá ampliando el número de Estados que la
integrarán; América del Sur, a través del MERCOSUR o Mercado Común del Sur (1991), integrado por
Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, más Chile, que se ha asociado en 1996; su consolidación como Unión
Aduanera desde el 1 de enero de 1995, más el acuerdo con la Unión Europea de 1992 confirman a esta
organización como la más sólida frente a otras agrupaciones regionales; en América del Norte, el Tratado de
Libre Comercio o NAFTA, entre Canadá, Estados Unidos y México, puede ser el embrión de una integración
continental dado el peso de las tres economías y la influencia de EE.UU., que se ha convertido en un impulsor
decidido de la integración económica regional, tras superar los recelos que sobre estos proyectos tenía
anteriormente; en Asia los siete Estados integrantes de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático o
ASEAN se van configurando como los impulsores de un área de libre comercio y de cooperación regional,
complementada con una política de acercamiento a otros bloques como se ha podido apreciar tras la reunión
de Foro de Cooperación Económica Asia−Pacífico (APEC) creado en 1990 y la Cumbre Asia−Europa
(ASEM), celebrada en marzo de 1996.
124
Si la cooperación regional se verá consolidada en esta nueva estructura internacional, es cierto también que
surgirán o resurgirán con fuerza áreas regionales conflictivas, que exigirán una intervención directa de la
ONU o de las organizaciones regionales. ¿Cuáles serán esas regiones?
a) La región de Oriente Próximo seguirá siendo el centro de crisis permanentes, endémicas, en las que
confluyen factores económicos, religiosos, nacionalistas y estratégicos. El enfrentamiento entre Irak y el
mundo árabe seguirá condicionando la evolución de la zona a pesar de los esfuerzos de pacificación que se
desarrollan desde 1991.
b) la región Mediterránea, dividida en cuatro Mediterráneos: el Noroeste, el más rico y desarrollado; el
Sudoeste, el espacio magrebí, fuertemente ligado económicamente al anterior y sometido a una presión
demográfica elevada; el Sudeste, integrado por un conjunto de Estados heterogéneos sometidos a la influencia
del conflicto árabe−israelí; el Nordeste, o entramado político complejo que bascula entre el occidentalismo y
el fundamentalismo religioso. Los 15 Estados que integran esta área han tratado de resolver sus diferencias y
buscar fórmulas adecuadas de cooperación desde la Conferencia Euromediterránea de Barcelona de 1995,
pero la aplicación de las decisiones adoptadas o la asignación de recursos financieros por parte de la Unión
Europea siguen estando obstaculizados por las rivalidades entre algunos de los integrantes de esta área.
c) La región Balcánica seguirá, por desgracia, identificada como lo ha sido a lo largo de la historia por una
serie de palabras como polvorín, embrollo o conflicto. La cadena montañosa de menos de 500 Km con que se
identifica la zona separa ríos, religiones, pueblos y lenguas. La unidad de hombres y culturas se consiguió
siempre por la fuerza de un Imperio, de una dictadura o de un ejército. Desaparecidos estos factores
integradores, el conflicto surgió pronto. Primero en la antigua Yugoslavia, con el alto coste humano que ha
supuesto, pero puede volver a estallar entre los Estados que la integran por los diferentes enfrentamientos
latentes: minorías nacionales, conflictos fronterizos o choques religiosos.
d) La región del Cáucaso ha sido una zona estratégica fundamental para Rusia, que comenzó su colonización
en el S. XVIII. Tras más de dos siglos no han podido ser resueltos los conflictos interétnicos, territoriales y
económicos en el área. Desde la desaparición de la U.R.S.S. en 1991, la conflictividad ha ido creciendo: en la
Federación Rusa el conflicto osetio−ingush de 1992 constituyó la primera explosión sangrienta de este
polvorín que ha tenido su continuidad entre otros, en Chechenia en Azerbaiján, el conflicto del alto Karabaj,
iniciado en 1988, abrió una era de inestabilidad en la zona; en Georgia, las guerras con Osetia del Sur y
Abjazia han provocado su independencia de facto. La presencia de Turquía, Irán o Arabia Saudí en la zona
está incrementando la tensión.
e) La región del Caribe, en la que la cuestión cubana sigue constituyendo un contencioso abierto entre EE.UU.
y el régimen de Fidel Castro, cuyas repercusiones se trasladan al continente americano, vía OEA, o a Europa,
a través de las relaciones entre los miembros de la Unión Europa y La Habana. Cuba constituye hoy una isla
no sólo geográficamente hablando sino también política y económicamente, en un océano continental que ha
visto consolidados sus regímenes democráticos y sus estructuras económicas capitalistas. La falta de una
solución a corto plazo impulsará al gobierno de Washington a seguir utilizando la estaca o la zanahoria en su
política hacia el régimen castrista.
f) La región de los mares chino−japonés han sido tradicionalmente una zona de gran interés geoestratégico,
acrecentada desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Tanto la U.R.S.S., con sus posesiones territoriales,
sus alianzas y la Flota del Pacífico, como EE.UU., con sus bases militares, su VII Flota y sus aliados,
mantenían una presencia activa en la zona, alentadas por los conflictos que surgieron en la misma durante la
Guerra Fría. Desde 1991, el valor de esta zona ha aumentado especialmente por el desarrollo económico de
los llamados Nuevos Países Industrializados. No obstante, la consideración de esta región como área
conflictiva no puede dejarse de lado por las siguientes razones: la irresolución del conflicto entre las dos
Coreas; el contencioso por las islas Kuriles entre Japón y Rusia; las fricciones entre seis Estados por el
archipiélago de las Spratly en el mar de China; el enfrentamiento entre Corea del Sur y Japón por las islas de
125
Takashima / Tokdi, de gran valor económico; las disputas entre la República Popular China y Taiwán.
g) La región del África Central es un amplio espacio geográfico que abarca desde el Senegal y Gambia hasta
Somalia. Desde el final de la Guerra Fría, el continente africano dejó de ser un punto de fricción entre los dos
bloques, provocando un cierto vacío que pronto fue ocupado por EE.UU. y Francia, principalmente. En 1992,
los representantes de los 42 Estados africanos que se reunieron en Dakar y se comprometieron a desarrollar la
democracia y el multipartidismo. Las instituciones financieras internacionales prometieron ayudas a aquellos
países que demostraran una verdadera voluntad democratizadora. Las intenciones allí manifestadas no se han
cumplido, y tan sólo en unos pocos Estados africanos se puede hablar de democracia. Esta situación general, a
la que se han añadido los conflictos interétnicos, el hambre, las epidemias y los desastres naturales, han
convertido al África Central en un verdadero polvorín: Somalia, Sudán, Liberia, Sierra Leona, Ruanda, etc.,
han sido protagonistas de intensas guerras civiles, importantes movimientos de población y, entre otras cosas,
la matanza humana desde la Segunda Guerra Mundial −más de un millón de muertos− centrada en Ruanda. Y
todo ello ante la pasividad del mundo o la retirada vergonzosa de EE.UU., tras la intervención televisada en
Somalia, todo lo cual alentará la conflictividad en esta región.
4. Esta nueva configuración del poder mundial va a provocar que los principales actores internacionales deban
actuar permanentemente para mantener el orden internacional frente a las nuevas amenazas y desafíos para la
paz y la seguridad internacional. Amenazas y desafíos que pueden ser sintetizados de esta manera: el
terrorismo internacional; el integrismo religioso, los fanatismos ideológicos y políticos; la violación de los
derechos fundamentales del hombre y los
En el NOM, podemos definir una nueva jerarquización del poder y la participación, junto con los actores
internacionales clásicos, de un conjunto de nuevas unidades del sistema internacional, utilizando la
terminología de Barbé, que van a competir en influencia y capacidad de actuación con ellos.
La jerarquización del sistema internacional puede establecerse de este modo:
a) Una potencia hegemónica mundial representada por EE.UU. Sigue teniendo una influencia económica
internacional destacada, dispone de un amplio arsenal de armas convencionales y nucleares más unas fuerzas
armadas desplegadas por la mayor parte del mundo, así como de una influencia político−ideológica nada
desdeñable. Aún y así, EE.UU. ha estado sumido en una profunda crisis económica que hace, según Robert
Slow, que el país se encuentre con la primera generación en la historia norteamericana cuyos hijos son más
pobres que los padres. A su vez, y a pesar de sus recursos, dice Inmanuel Wallerstein, EE.UU. conserva aún
un cierto poder sobre sus aliados europeos y japonés, pero ser líder significa algo más y es que los otros le
sigan de forma automática, y a EE.UU. ya nadie le sigue de una forma tan fiel como durante la Guerra Fría.
Dominique Mise llegará a decir que, para que una potencia garantice el equilibrio mundial, es necesario que
sea amoral y, sin embargo, EE.UU. quiere ser más moral que los demás, y eso le impedirá desempeñar ese
papel de liderazgo.
b) Una potencia hegemónica intercontinental representada por Rusia. Una potencia cuyos problemas internos
condicionan permanentemente su política exterior. Las dificultades económicas, la difícil articulación de la
estructura federal, los problemas políticos e institucionales permanentes y la insatisfacción de la sociedad,
marcan el rumbo de la acción exterior. Una acción que bascula entre Europa y Asia, entre Occidente y el
Mundo Eslavo, entre la Confederación de Estados Independientes, la resurrección de la U.R.S.S. y el deseo de
integración en el grupo de las 7 potencias más ricas del mundo. Rusia, por lo tanto, desea ejercer una política
de supervivencia y como tal quiere que se la reconozca, pero su dependencia de otros Estados y su debilidad
interna es una realidad incuestionable que no parece ser compensada, a pesar de las amenazas, con el temor
que causa por el número de armas convencionales y nucleares de que Rusia aún dispone y que se duda que
controle.
c) Cinco grandes potencias, representadas por la República Popular China, Francia, Gran Bretaña, Japón y
126
Alemania. Las tres primeras basan su posición destacada en su papel en el Consejo de Seguridad como
miembros permanentes, integran el Club Nuclear, disponen de recursos económicos y tienen una cierta
capacidad de influencia en el mundo. Las dos últimas disponen de recursos financieros y comerciales
suficientes para que sus intereses y opiniones sean tenidas en cuenta en la configuración del NOM.
d) Un conjunto de potencias medias que disponen de recursos materiales, influencia, voluntad y capacidad de
asumir responsabilidades que les permiten participar también en la configuración del NOM, desde su posición
de potencias regionales. En este grupo integraríamos principalmente a España, Italia, México, Brasil,
Argentina, Israel, Turquía, Irán, Arabia Saudí, Egipto, India e Indonesia.
e) El resto de los Estados y territorios del mundo, 210 en 1996, se integrarían en dos grupos. Estados con
influencia regional, es decir, con alguna capacidad para movilizar recursos y ejercer una influencia localizada
y Estados sin influencia internacional.
La estatalización de la vida internacional en ese proceso jerárquico no excluye la presencia de otros actores
internacionales que compiten, e incluso ocultan y suplen la labor de los Estados en el NOM.
Esos otros actores pueden ser clasificados de la siguiente manera:
a) Las Organizaciones Internacionales Gubernamentales, entre las que destaca la ONU, y el propio sistema
de Naciones Unidas, junto a las Organizaciones regionales tales como la de OCDE, OTAN, UEO, Liga de
Estados Árabes, etc. También se integrarían las agrupaciones de Estados con fines específicos como la Unión
Europea, la Confederación de Estados Independientes, Unión Euroasiática, Grupo de Río, etc.
b) Las Organizaciones Internacionales No Gubernamentales. El fenómeno de las ONG´s se remonta a la
Edad Media, según el Yearbook of International Organizations, aunque cuando adquiere un verdadero auge es
desde los años sesenta del S. XX y, más concretamente, desde el final de la Guerra Fría. En la actualidad hay
casi 5.000 ONG´s cuyas sedes se reparten principalmente entre Bruselas, París, Londres y Ginebra. De las
más conocidas, como Amnistía Internacional (1960) Greenpeace (1971), Médicos sin Fronteras (1971) o, al
Comité Internacional de la Cruz Roja, la Unión Interparlamentaria o el Club de Roma, todas han
protagonizado el interés creciente de los medios de comunicación, y algunas de ellas, especialmente las
dedicadas a actividades humanitarias y a la protección del medio ambiente, han aumentado fuertemente en los
últimos años el número de sus socios, sus recursos financieros y el apoyo de la opinión pública internacional.
El fenómeno de las ONG´s es uno de los hechos más relevantes del NOM.
c) Las empresas multinacionales o transnacionales han adquirido también un protagonismo destacado en esta
nueva era. Definidas por M. Merle como los movimientos y corrientes de solidaridad de origen privado que
tratan de establecerse a través de las fronteras y que tienden a hacer valer o imponer sus puntos de vista en el
sistema internacional, integran un número muy heterogéneo de miembros. En primer lugar, por el aumento de
las mismas: de 7.000 en 1970, a más de 37.000 en 1992. En segundo lugar, por su importancia económica:
controlan los 2/3 del comercio mundial, por su posición en el PNB. mundial, por el control de los sectores
claves de la economía internacional, etc. En tercer lugar, por su influencia política, como grupo de presión,
tanto sobre el Estado en el que se asienta la empresa matriz como en todos aquellos en los que invierten y
construyen sus instalaciones. De este modo, algunos autores han hablado de la cosmocorp para enfatizar su
poder, y otros prevén que, en el S. XXI, la economía mundial estará controlada por unas pocas decenas de
empresas multinacionales.
d) Por último, los Grupos religiosos, en especial los de tipo fundamentalista, que se aferran a los valores
primordiales propios, que adquieren un papel preponderante desde la revolución iraní de 1979. El ayatolá
Jomeini dirá: Nuestra consigna: Ni Este ni Oeste es el lema fundamental de la Revolución Islámica en el
mundo de los hambrientos y de los oprimidos. Sitúa a la verdadera política de no alineamiento de los países
islámicos y de los países que acepten el Islam como la única escuela para salvar a la humanidad, con la ayuda
127
de Dios, en un futuro próximo. El mensaje fundamentalista islámico se ha extendido por el Norte de África,
Oriente Próximo, y los Balcanes, constituyendo un foco de inestabilidad, una nueva amenaza, pero también
convirtiéndose en un protagonista internacional, de acuerdo con la definición que hemos utilizado. Un
fundamentalismo islámico que está comenzando a influir en otros fundamentalismos religiosos.
Los procesos de cooperación y enfrentamiento
Definida la estructura internacional y los actores del NOM, estamos en condiciones de estudiar las formas en
que se relacionan los actores, atendiendo a los factores condicionantes del entono en el que se desenvuelven y
al orden internacional vigente.
La reflexión sobre estos procesos ha sido quizá la tarea a la que se están dedicando con más entusiasmo
intelectuales, economistas, politólogos o periodistas, pero también instituciones dedicadas a los estudios
estratégicos o al análisis de la sociedad internacional, desde que terminó la Guerra Fría. Por ello, sería
conveniente comenzar por presentar algunas de estas propuestas.
El profesor Lester Thurow, en su trabajo La guerra del siglo XXI, señala que la característica principal del
NOM será una guerra económica entre los tres bloques estratégicos: el europeo, liderado por Alemania, el
oriental, dirigido por Japón, y el norteamericano. Para este autor el sistema económico mundial, desde 1945,
se caracterizaba por una complementariedad entre un centro de gran magnitud y elevada tecnología, que
actuaba como autoridad monetaria y mercado de demanda universal, y una serie de satélites clientes (Europa
Occidental y Japón más el Tercer Mundo exportador), que se beneficiaban del papel de la locomotora
norteamericana. Pero el éxito del modelo provocó el avance de las economía satélites desarrolladas, que
incluso han superado al centro, dando lugar a un equilibrio multipolar de poderes. Por ello, de unas relaciones
de cooperativa complementariedad asimétrica, se ha pasado a unas relaciones de competencia simétrica no
cooperativa y el proteccionismo acelerado de los bloques comerciales se ha acelerado. Esta modificación de
las reglas de juego de la competencia internacional obliga a una nueva competencia basada en la eficacia
(productividad) y no de la eficiencia (rentabilidad). Con el mercado mundial dividido en bloques comerciales
y en ausencia de una superpotencia económica que actúe de locomotora central, las nuevas condiciones de la
competencia internacional sólo pueden basarse en unas nuevas reglas de juego, compartidas por todos, que
exige la coordinación internacional de las políticas fiscales y monetarias, si se quiere evitar esa guerra
económica que no será beneficiosa para nadie.
Otra de las propuestas que más polémica ha causado ha sido la del profesor de la Universidad de Harvard,
Samuel P. Huttington, recogida en la revista Foreing Affairs. En este artículo, plantea que el conflicto más
característico del NOM no será el ideológico o el económico, sino el conflicto entre civilizaciones. Este
choque entre naciones y grupos de civilizaciones diferentes representará la última fase de la evolución de los
conflictos en el mundo, desarrollados principalmente dentro de la civilización occidental. Tras el final de la
Guerra Fría el conflicto será global y se desarrollará entre las ocho grandes civilizaciones: occidental,
confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslavo−ortodoxa, iberoamericana y africana. Las razones de este
conflicto son las siguientes: a) las fuertes diferencias entre las civilizaciones; b) el empequeñecimiento del
mundo hace que las interacciones entre las diferentes culturas vayan aumentando, lo que intensifica la
conciencia civilizatoria y la percepción de las diferencias, que se van haciendo más intensas; c) el desigual
proceso de modernización económica y social está disociando a los pueblos de sus antiguas identidades
regionales y la religión va ocupando un hueco entre ellos; d) la conciencia de civilización se va creando
también frente a la hegemonía del occidentalismo; e) frente a la adaptación de los pueblos a los cambios
políticos y económicos es difícil alterar o transformar las características y diferencias culturales y adaptarlas a
la nueva situación internacional; f) la conciencia civilizatoria ha aumentado fuertemente en relación con el
regionalismo económico.
En una interesante obra colectiva, titulada El Orden Mundial tras la crisis de la Guerra del Golfo, los
profesores Brucan, Gunder Frank, Galtung y Wallerstein exponen sus respectivas propuestas. De ellas vamos
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a destacar, en primer lugar, la del profesor rumano Silviu Brucan para el que el NOM se basará más en la
importancia que adquieren los factores económico−tecnológicos frente al poderío militar o armamentístico,
por ello el principal campo de batalla es ahora el mercado mundial y los enfrentamientos entre los bloques o
áreas económicas que irán sustituyendo a las alianzas militares; el nuevo juego del poder se organizará en
torno a EE.UU., la Unión Europea y Japón, que desarrollarán un conjunto de acuerdos comerciales de carácter
regional, antes que de orden mundial, lo que conducirá a un crecimiento de las desigualdades económicas que
en el año 2000 hace que el PIB mundial se reparta entre el 74 % que les corresponderá a los países más
desarrollados y un 26 % a los países del Sur. Para J. Galtung el NOM puede ser considerado como un intento
de institucionalizar el statu quo en forma de una estructura sin posible cambio; una estructura que él define
como multipolar en un sistema hegemónico unipolar en el que se producirá un reparto del mundo de este
modo: EE.UU. tratará de dominar el hemisferio occidental y Oriente Medio; la Unión Europea tratará de
dominar los países del Centro y el Este de Europa y los 68 países del conjunto ACP; Japón tratará de dominar
el Este y el Sudeste de Asia; y Rusia tratará de dominar el espacio de la ex U.R.S.S.; en un ámbito periférico
estará China que intentará mandar sobre sí misma, la India sobre el Sur de Asia y aparecerá un superpoder
árabe−islámico; las implicaciones políticas y militares de esta estructura serán enormes y ello alentará el
conflicto, y hará el mundo aún más peligroso.
El Informe del Club de Roma titulado La primera revolución mundial, publicado en 1991, caracterizaba el
NOM por las siguientes notas: a) un fuerte crecimiento urbano; b) una explosión demográfica en los países del
Sur; c) un despertar de las minorías y el nacionalismo, como reacción a un proceso uniformizador; d) una
interdependencia más intensa de las naciones; e) una extensión de la economía de mercado a través de tres
grandes bloques económicos liderados por EE.UU., Unión Europea y Japón; f) un desigual crecimiento
económico; g) una mundialización de las finanzas con tendencia a lo especulativo; h) profundos cambios en el
medio ambiente; i) grandes avances en las altas tecnologías; j) pérdida de valores éticos, que conducen a la
indisciplina y la violencia, k) extensión de nuevas plagas tales como la mafia, el narcotráfico o el SIDA.
A este conjunto de reflexiones se han unido también los historiadores. Por nuestra formación, conocimiento
del pasado y vivencia del presente, estamos en condiciones para poder juzgar el presente en función del
pasado. Un presente que ha conducido a la subespecialidad dentro de la contemporaneidad que venimos en
denominar en España Historia del Mundo Actual. Nada mejor, pues, que terminar presentando tres propuestas
que desde la Historia presentamos para el debate final.
En primer lugar, la realizada por el historiador británico Eric J. Hobsbawm en su libro Historia del siglo XX y
en algunos artículos publicados recientemente. Su propuesta parte del principio de que por primera vez en dos
siglos el mundo carece de cualquier sistema o estructura internacional. También están bien definidos la
naturaleza de los peligros a que se enfrenta el mundo, aunque ya se considera improbable una tercera guerra
mundial. No obstante, la conflictividad del mundo parece aumentar cuantitativa y cualitativamente, por cuanto
las perspectivas de conflicto y violencia se extienden a cualquier parte del mundo. Las tendencias del NOM
apuntan, según Hobsbawm, en este sentido: a) la brecha entre ricos y pobres se ampliará; b) el crecimiento
demográfico se acelerará en el mundo y sólo los países que consigan estabilizar su población serán los que
afronten en mejores condiciones los retos del futuro; c) la crisis ecológica del globo nos afectará a todos y
exigirá medidas radicales y realistas; d) hay un debilitamiento del Estado−Nación, que ha visto erosionar su
poder por la pérdida de competencias en favor de instituciones supranacionales y por la disminución de su
fuerza y privilegios históricos dentro del marco de sus fronteras. En definitiva, nos dirá, si la humanidad ha de
tener un futuro, no será prolongando el pasado o el presente. Si intentamos construir el tercer milenio sobre
estas bases, fracasaremos. Y el precio del fracaso, esto es, la alternativa a una sociedad transformada, es la
oscuridad.
El catedrático de la Universidad de Yale, Paul Kennedy, ha realizado también su aportación en su libro Hacia
el Siglo XXI, sobre las tendencias que marcan este nuevo periodo intersecular. Para él, los retos serán los
siguientes: a) el problema demográfico y medioambiental, con especial referencia a las migraciones y el
efecto invernadero; b) el avance tecnológico, especialmente en el ámbito de la robotización, que provocará
129
una selección entre los países que estarán en cabeza en el desarrollo tecnológico; c) los avances en
biotecnología provocarán una menor demanda de productos agrícolas tradicionales del Tercer Mundo; d) el
papel de las multinacionales será clave en la creación de un mercado global de bienes y servicios y en la
generación de un capitalismo monopolista que trascenderá las fronteras para optimizar sus beneficios, gracias
al control informático que le permitirá operar las 24 horas al día en los mercados internacionales de finanzas;
e) la relativización, que no la desaparición, del papel del Estado como órgano de gestión administrativa de
supuestas entidades soberanas.
Como conclusión, para el profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Juan Carlos Pereira Castañares, el
NOM podría caracterizarse por las siguientes notas:
a) Desaparecida la tensión Este−Oeste, se incrementará hasta cotas desconocidas la tensión Norte−Sur, que se
manifestará principalmente a través del aumento de los desplazamiento humanos del Sur al Norte, tal y como
se indica en un reciente informe de la Trilateral, confirmado por ACNUR; el incremento de las desigualdades
sociales y económicas entre los dos mundos; el deterioro del medio ambiente en el Sur, que afectará a las
condiciones climáticas globales; la desesperación y frustración en el Sur conducirán a la inestabilidad política,
el narcotráfico, el terrorismo y la violencia; la competencia por el espacio vital será permanente y el desigual
poder mundial basado en el control por el Norte de la información, la electrónica y la informática, será
también fuente de conflictos y desigualdades.
b) El mundo será más seguro, en el sentido de que la posibilidad de una guerra mundial desaparecerá, pero
más inestable. Una inestabilidad que se manifestará a través de un aumento de los conflictos localizados,
calificados por la OTAN como riesgos de naturaleza polifacética y multidireccional, de difícil predicción y
valoración. Estos conflictos serán peculiares por cuanto se desarrollarán, por lo general, en el interior de los
Estados, sin una clara distinción entre guerra civil o conflicto regional; las armas utilizadas se limitarán
tecnológicamente a las armas convencionales o de corto alcance; el número de bajas será mayor entre la
población civil que entre los integrantes de las fuerzas armadas; la paz se logrará con un mayor esfuerzo o con
más dificultades y será más inestable.
c) La catástrofe de Chernobil, en abril de 1986, dio paso a una tercera característica del NOM: la preocupación
por el medio ambiente y los cambios climáticos. Durante la Guerra Fría estas cuestiones pasaron a un segundo
plano, e incluso se cometieron verdaderas atrocidades como en la actualidad se está poniendo de manifiesto.
No obstante, la explosión de Chernobil, que según la OMS desprendió radiactividad equivalente a 200 veces
las emisiones conjuntas de las bombas nucleares arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, alentó un debate más
serio y amplio sobre las cuestiones medioambientales, al constituir la peor catástrofe nuclear civil de la
historia de la Humanidad. La posible repetición de una catástrofe en los 432 reactores que hoy siguen activos
repartidos en 31 naciones y su reducida participación en la producción energética mundial, tan sólo el 6 %, ha
abierto la era del declive de esta fuente de energía. No obstante, el accidente de la central ucraniana puso de
manifiesto el deterioro del medio ambiente en el mundo, que muy bien reflejaba el Informe del Worldwatch
Institute: desde 1970, el mundo ha perdido 200 millones de hectáreas de árboles, los desiertos han aumentado
120 millones de hectáreas y se han perdido 480.000 Tm. de capa vegetal, entre otros datos. Todo ello ha
hecho que se hable de la necesidad de crear un Nuevo Orden Ecológico, cuyas bases se pusieron en la
Conferencia de Río, celebrada en junio de 1992, en donde se firmó el Convenio sobre la Diversidad Biológica.
A partir de entonces, se ha impulsado a los Estados a que cumplan tres reglas si desean sentirse seguros y
mantenerse en una posición privilegiada en el NOM: sustituir el crecimiento por la protección del medio
ambiente en las políticas económicas nacional y de desarrollo internacional; el liderazgo internacional se
basará en fundamentos económicos y ecológicos, más que en los militares; los Estados deben ir reduciendo
drásticamente el consumo de combustibles sólidos (petróleo y carbón), principales causantes del efecto
invernadero, además de no derrochar la energía si quieren seguir teniendo un crecimiento económico y un
desarrollo sostenible.
d) El Estado−Nación deberá adaptarse a las nuevas circunstancias internacionales. En el orden interno deberá
130
hacer frente al nacionalismo de carácter territorial, en demanda del derecho de la libre autodeterminación de
los pueblos (sólo en Europa hay 123 etnias diferentes), pero también el nacionalismo de carácter racial y
xenófobo que es más peligroso, porque es excluyente y es la base de los movimientos neofascistas; junto a
este proceso se desarrollará otro paralelo como será el que conduzca a una pérdida de las competencias
nacionales y soberanas, para cerrar el proceso hay que destacar la ofensiva lanzada por los gobiernos,
empresarios y ciertos partidos políticos contra el Estado del Bienestar, lo que creará problemas sociales y
económicos, aún difícil de valorar. En el ámbito internacional la reaparición de las divisiones históricas y
territoriales, que el sistema bipolar había controlado u oscurecido, ha incrementado la tensión regional; por
otro lado, los Estados, ante la falta de liderazgo internacional y la regionalización del espacio, buscarán un
nuevo acomodo en el NOM, confirmando su posición internacional pero también extendiendo su influencia
sobre áreas de influencia anteriormente ocupadas por las superpotencias.
e) Por último, la inseguridad, la falta de valores o la preocupación por el deterioro del medio ambiente y el
aumento de la pobreza, que todos conocemos a través de la aldea global de las comunicaciones en la que
estamos insertos, ha conducido a un aumento de los movimientos sociales que pueden definirse según Arturo
García en la revista Documentación Social, como: un intento colectivo de promover un interés común, o de
asegurar un objetivo compartido, mediante la acción colectiva en el exterior de la esfera de las instituciones
establecidas. Se tratará, en definitiva, de impulsar a la sociedad civil en los Estados y a nivel internacional
para que intervenga ante el vacío que ha dejado el orden de la Guerra Fría, para que presione a las autoridades
y organismos gubernamentales y que actúe allí donde sea necesario en pro de la supervivencia de la
humanidad. Estos movimientos han impulsado, principalmente, el ecologismo, el derecho humanitario, el
pacifismo y la ayuda humanitaria, en la que están fuertemente comprometidos los jóvenes, sin cuya ayuda el
mundo del S. XXI no podrá superar los errores del pasado.
HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL
TEMA 6. LA DESCOLONIZACIÓN Y EL DESARROLLO DE LAS NACIONES EXTRAEUROPEAS.
EL MOVIMIENTO DESCOLONIZADOR
Concepto de descolonización y sus orígenes.
El mundo de hoy no puede comprenderse sin la atención a la descolonización, proceso que ha modificado las
relaciones entre los continentes, cuya importancia ha sido resaltada por René Remond: Si se quiere reducir la
historia política del mundo de los dos últimos siglos a algunos elementos constitutivos, habría que retener la
revolución de 1789, la Revolución rusa de 1917 y la emancipación de los continentes sometidos desde hace
siglos a la dominación de Europa y del hombre blanco. El término descolonización es utilizado por vez
primera por el periodista francés Henri Fronfrede en un manifiesto De la descolonización de Argelia, incluido
en el Memorial Bordelés (1837). Durante el S. XIX el término se olvidó para ser recuperado por el comunista
indio Roy en una obra de 1927. Después de la Segunda Guerra Mundial se multiplican los libros y ensayos
que analizan el proceso de disolución de los imperios coloniales. Siguiendo a E. J. Osruñczyk, pude definirse
la descolonización como el proceso de liquidación del sistema colonial en el mundo y la creación de Estados
independientes en los antiguos territorios dependientes. La descolonización es, pues, la lucha de los pueblos
asiáticos y africanos contra el predominio europeo que hace desaparecer así, en treinta años, (1945−1975), los
poderosos imperios coloniales creados a fines del S. XIX.
En un sentido amplio, no sólo a partir de la Segunda Guerra Mundial los territorios dependientes de las
naciones europeas logran su independencia, pues ya durante los S. XVIII y XIX las colonias americanas
habían conseguido separarse de las metrópolis: los EE.UU. (1776), de Inglaterra, las repúblicas
hispanoamericanas (1820−21 y 1898) de España, y el Brasil de Portugal (1822). No obstante, en todos estos
casos no existe descolonización sino secesión, protagonizada por los descendientes de los colonos de estos
países.
131
La Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias sobre los imperios coloniales europeos.
Los orígenes inmediatos de la descolonización se encuentran realmente entre las dos guerras mundiales, y es a
partir de 1945 cuando aparecen los elementos favorables que aceleran este proceso. Los más importantes son
los siguientes:
a) Las consecuencias de las dos guerras mundiales.
Los dos grandes conflictos bélicos que tienen su centro en Europa principalmente, y el segundo también en
Asia, durante la primera mitad del S. XX −la era de la violencia entre 1914 y 1945− tienen unas inmediatas
consecuencias en las relaciones entonces existentes entre las metrópolis y sus respectivas colonias, creando
una nueva situación en sus vínculos de intercambio y dependencia. Las repercusiones de ambas guerras en la
alteración y transformación de tales relaciones se producen no sólo por el progresivo debilitamiento del poder
europeo, sino también, y principalmente, por la propia evolución y situación de los Imperios coloniales
durante los conflictos y por algunas de las medidas y actitudes internacionales adoptadas por los países
vencedores en las respectivas posguerras.
Las consecuencias en la situación y evolución de los Imperios coloniales fueron principalmente de cuatro
tipos, siendo más acusadas con ocasión de la Segunda Guerra Mundial que en la Primera: 1º. Territoriales, al
realizarse una redistribución colonial tras la Primera Gran Guerra, y transformarse amplias regiones
geográficas, tanto de Asia como de África, en escenarios de combates y frentes de batallas durante la Segunda
Guerra Mundial; 2º. Económicas, ya que las colonias contribuyen de manera decisiva al esfuerzo bélico con la
aportación de sus materias primas y la creación de industrias complementarias al servicio de la metrópoli; 3º.
Sociales, por la utilización de contingentes humanos coloniales que, integrados en los ejércitos europeos
victoriosos, experimentan un profundo cambio, tanto individual como colectivo, en sus actitudes mentales y
sociales ante los europeos; y 4º. Políticas, principalmente en el caso de Asia durante la Segunda Guerra
Mundial por la actitud de Japón que, al expandirse y ocupar los países orientales, representa un auténtico
poder asiático que va logrando la victoria sobre el colonialismo occidental, fomentando los nacionalismos
asiáticos latentes en las colonias frente al poder europeo.
Las actitudes internacionales adoptadas por los países vencedores en las respectivas posguerras van a tener
inmediatas repercusiones sobre el mundo colonial, favoreciendo su transformación, lo que se aprecia, en
primer lugar, en las orientaciones políticas seguidas al término de la Primera Guerra Mundial en el marco de
la Sociedad de Naciones, y sobre todo durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, cuando, desde
algunos sectores entre los aliados, va surgiendo la idea de la internacionalización y la autodeterminación y
soberanía de los territorios dependientes, que tiene una primera formulación en la Carta del Atlántico firmada
por el presidente norteamericano Roosevelt y el primer ministro británico Churchill en agosto de 1941, y que
dio lugar a diversas interpretaciones; al terminar el conflicto bélico, las nuevas circunstancias mundiales
hacen que esta inicial y moderada política sea proseguida e intensificada por la ONU.
b) La evolución de los pueblos afroasiáticos colonizados.
Un factor de importancia fundamental para la eclosión del proceso descolonizador fue la propia evolución en
el sentido de progreso y desarrollo de los pueblos afroasiáticos colonizados, que ha llevado a algunos autores
a hablar del ascenso de los pueblos de color; estos pueblos han ido adquiriendo, con el transcurso de los años,
conciencia de su situación y han organizado su resistencia contra la dependencia colonia, manifestada desde la
hostilidad de las poblaciones hacia el predominio europeo hasta la organización de movimientos nacionalistas
de lucha antioccidentales; esta evolución puede apreciarse en una serie de aspectos y actividades.
En primer lugar, las sociedades afroasiáticas han experimentado un continuo proceso de transformaciones y
crecimiento interno en sus diversos planos económico−sociales, tanto en relación con lo que los autores
llaman el impacto de Occidente, por la acción del colonialismo, como por la dinámica propia de estas
132
sociedades, actuando así y siendo muestra de tal evolución los siguientes factores: 1º. Las transformaciones
económicas operadas por la vinculación al desarrollo económico colonial y que se manifiestan en el
crecimiento demográfico, los nuevos puestos de trabajo, la expansión de las comunicaciones, la producción de
los sectores económicos, y el aumento del nivel de vida y el bienestar; 2º. Los cambios sociales motivados por
la alteración, al sufrir el contacto con el colonialismo, de las estructuras sociales indígenas, que si mantienen
la base social de las oligarquías tradicionales, que se someten y se adaptan al hecho colonial, provocan la
aparición y formación de las nuevas clases sociales de las burguesías nacionales y los grupos medios, así
como la configuración como masas sometidas de obreros y campesinos; y 3º. Los movimientos culturales e
ideológicos a partir de la extensión de la enseñanza y formación intelectual: por un lado, por la asimilación de
los sistemas ideológicos occidentales, como el cristianismo, la democracia, el liberalismo y el socialismo, y,
por otro, por la reacción antioccidental y la búsqueda y la renovación de las propias ideas y valores
tradicionales, con la afirmación de las identidades históricas propias frente al colonialismo occidental.
Unido a los indicados factores de crecimiento y transformación económico−social y cultural se ha producido,
también como factor de evolución de tales pueblos, el despertar de estas sociedades colonizadas basando en
unos sistemas de valores propios la afirmación de su personalidad histórica que será el soporte ideológico de
los movimientos nacionalistas, de la lucha contra el imperialismo y el fundamento de sus independencias;
estos movimientos de renovación ideológica y de afirmación antioccidental son, principalmente: 1º. El
Asiatismo, tal como lo define H. Grimal; 2º. El Arabismo, entre los pueblos árabes, y el Islamismo, entre los
árabes y los musulmanes no árabes, a través de las distintas tendencias de renovación y modernización, en
cada caso, como las representadas por la Universidad de El−Azarh en El Cairo, de carácter reformador
puritano, y la de los reformadores modernistas, asimilando aspectos occidentales, como la experimentada en
Turquía, quedando para más adelante los intentos de ensamblar islamismo y socialismo; y 3º. La Negritud
como exaltación de los valores tradicionales negroafricanos, que fue un concepto elaborado por L. S. Senghor,
A. Césaire y L. Damas cuando, en 1934, fundan la revista El estudiante negro en París, siendo después
extendido y ampliado por Senghor y vinculado al concepto de africanidad, mientras que más adelante se
intentará también elaborar unas afinidades entre africanismo y socialismo por otros dirigentes africanos que
dan como resultado las llamadas vías del socialismo africano.
Un tercer conjunto de factores que actúan a favor de la descolonización de los pueblos afroasiáticos y que son
muestra en este caso de su evolución y madurez política está representado por el desarrollo del nacionalismo,
y se concreta en la formación de los movimientos y partidos nacionalistas que surgen entre estos pueblos y
que si, por un lado, tienen como base unas realidades previas de carácter económico, social e ideológico, por
otro, se proyectan en un nacionalismo político que se manifiesta rápidamente a través de los partidos que
actúan a favor de la independencia. Para G. Barraclough, que ha tratado sobre los diversos tipos de
nacionalismos afroasiáticos, se pueden distinguir tres tendencias: los nacionalismos conservadores y
oligárquicos de base y expresión cultural e ideológica; los nacionalismos liberales con proyección política
moderada, y los nacionalismos populares de carácter revolucionario. Al mismo tiempo, hay que señalar que
los nacionalismos afroasiáticos se expresan y desarrollan a partir de un doble marco: por un lado, sobre la
base de la tradición y la historia del propio pueblo como herencia de una identidad y comunidad nacionales, y,
por otro, a través de las coordenadas creadas por el colonialismo como configuradoras de la nueva nación.
Los movimientos y partidos nacionalistas más activos políticamente a favor de la independencia de sus
respectivos países han sido: 1º. En Asia, el Partido del Congreso fundado en 1885 en la India Británica, la
Liga Musulmana creada en 1906 para los musulmanes de la India y que dará nacimiento a Pakistán, el
Kuomintang en la China republicana de 1911, el Viet−Minh en 1941 en la Indochina francesa, y en Indonesia
encuentra su cauce en los cinco principios del Pantjasila del Partido Nacional Indonesio; 2º. En los países
árabes se desarrollan los nacionalismos entre los pueblos del Próximo Oriente y los norteafricanos, como son,
en este último caso, en Marruecos el movimiento de Abd−el−Krim en 1923−1925 con la República del Rift, y
después el partido nacionalista conservador del Istiqlal fundado en 1937, en Argelia se expresa en la
organización de varios grupos y a través del Manifiesto del Pueblo Argelino en 1943, en Túnez esta
representado por los partidos Destur en 1920 y Neo−Destur en 1934, y en Egipto en la organización de los
133
Hermanos Musulmanes, fundada en 1928, y después en torno a los Jóvenes Egipcios; y 3º. En África
subsahariana, los movimientos nacionalistas tienen unos caracteres peculiares: son más tardíos en su
formación y menos radicales en su origen, se encuentran más apegados a los marcos administrativos
coloniales, oscilan en sus comienzos entre unas bases regionales amplias y tribales más que estrictamente
nacionales, y si bien se orientan pronto hacia la acción política, en algunos casos se afirman y radicalizan
como movimientos guerrilleros de lucha anticolonialista. En el África británica, las primeras organizaciones
políticas de tipo nacionalista se encuentran en Costa de Oro, donde hacia 1920 se creó el National Congress of
British West África, y en 1949 el Convention People´s Party por K. Nkrumah, mientras en Nigeria se
manifiesta en la Carta del Atlántico y el África Occidental Británica, de N. Azikiwe en 1943; en el África
francesa se registran, más limitados e imprecisos, en Senegal, en torno a las actividades de L. S. Senghor,
quien en 1948 fundó el Bloque Democrático Senegalés, y en Costa de Marfil, donde F. Houphouet−Boigny
creó en 1946 la Unión Democrática Africana, que se propagó por África Occidental y Ecuatorial francesas.
Por último, en el conjunto de la evolución de los pueblos colonizados, son también factores de singular relieve
los movimientos de solidaridad entre los pueblos afroasiáticos, que fomentan sobre la base de una identidad
racial, cultural o continental, las relaciones y la unidad entre ellos, así como la acción común, tanto
sociopolíticas como ideológicoculturales, en su enfrentamiento global contra el colonialismo europeo, y que
se concreta en una serie de tendencias y corrientes que celebran reuniones y organizan asociaciones a nivel
internacional de creciente talante antioccidental. Los principales movimientos de solidaridad afroasiáticos,
según expone Butros Gali, son: 1º. El Panasiatismo entre los pueblos de Asia, que celebran reuniones desde
1926 y que desemboca, tras distintas fases, en la Conferencia de Bandung en 1955, cuna del afroasiatismo no
alineado; 2º. El Panislamismo como movimiento de unión entre los pueblos islámicos de Asia y de África,
que celebra diversas conferencias desde 1902 con predominio de los aspectos religiosos y socioculturales
sobre los políticos; 3º. El Panarabismo que es la corriente favorable a la unión de los pueblos árabes, iniciado
en Egipto, y que desembocará en la constitución en la Liga de Estados Árabes en 1945; y 4 º. El
Panafricanismo o movimiento de unión y solidaridad entre los pueblos africanos, cuyo desarrollo se inicia en
1919 por el negro norteamericano W. E. B. Du Bois y, tras la celebración de cinco Congresos internacionales
entre 1919 y 1945, desembocará, tras la independencia de Ghana en 1957 y la actividad de su presidente K.
Nkrumah en la constitución de la OUA en 1963.
c) La acción de las fuerzas internacionales.
La evolución de las ideas y de la conciencia internacional, tanto en lo que respeta a la posición de la Iglesia
como de las fuerzas ideológicas y políticas mundiales, que se fueron mostrando opuestos a los abusos del
colonialismo expresando una crítica anticolonialista y defendiendo las ventajas de la descolonización,
contribuyó también de manera decisiva en la iniciación de este proceso. Existe en el pensamiento occidental
una tradición anticolonialista, con base histórica de siglos, desde Las Casas a Marx −como han estudiado M.
Merlé y R. Mesa− y que se han continuado hasta nuestro tiempo a través de diversas tendencias y corrientes,
manteniendo una común actitud crítica hacia el colonialismo en amplios sectores públicos, tanto nacionales
como internacionales.
Entre los sectores intelectuales y religiosos es muestra de tal actitud, entre los primeros, la fundación en
Bruselas, en 1927, de la Liga contra el Imperialismo, integrada por intelectuales y políticos que proclaman la
necesidad de la independencia de las colonias, coordinando su acción en este sentido con otras fuerzas y
corrientes anticolonialistas. Y entre los sectores religiosos toman igualmente posturas las Iglesias cristiana y
católica a favor de la descolonización, en especial desde 1942, con ocasión de la Conferencia de las Iglesias
reformistas americanas, y con la declaración de 1946 de las Iglesias protestantes.
La orientación política de Estados Unidos ha sido también claramente favorable a la descolonización,
manifestada en declaraciones y actitudes políticas que aunque en ocasiones van a incurrir en contradicciones
prácticas, desean mantener la posición tradicional norteamericana, iniciada en su propia historia, de ayuda a
los pueblos sometidos para la obtención de su independencia. Antecedente claro, en este sentido, es la
134
Doctrina Monroe en 1823, y en esta tendencia contra el colonialismo se expresa modernamente el presidente
W. Wilson en su mensaje de 1913 sobre Filipinas y en su programa de Catorce Puntos en 1918; más adelante
mantuvo esta misma línea el presidente F. D. Roosevelt, manifestada en la Carta del Atlántico de 1941 y en
sus declaraciones de 1942, así como en la Declaración de las Naciones Unidas sobre la independencia
nacional del Departamento de Estado en 1943. Desde 1945, con la nueva situación internacional creada al
final de la guerra, se aprecian matizaciones correctoras en esta política, si bien mantiene vigente la teoría,
suponen modificaciones en su aplicación práctica −de ahí las contradicciones en ocasiones− y que, ya
expresadas en la Conferencia de Yalta en febrero de 1945, se continúan durante los tiempos de la Guerra Fría.
El socialismo marxista ha sido siempre, desde sus comienzos, claramente anticolonialista habiendo realizado
en todo momento una fuerte crítica del colonialismo y manifestándose a favor de la libertad y contra la
explotación de los pueblos oprimidos. La acción de la ideología marxista contra el colonialismo se puede
seguir en sus distintos momentos y manifestaciones: 1º. La postura del socialismo como ideología y actitud
política fue claramente anticolonialista: la II Internacional se planteó, en sus Congresos celebrados con
anterioridad a la Primera Guerra Mundial, la cuestión colonial expresando una condena de la explotación
colonialista, como en el de Stuttgart en 1907; 2º. La política de la Unión Soviética, como socialismo marxista
estatal tras el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia, fue favorable a la independencia de las colonias:
expresiones de esta política fueron la declaración del Segundo Congreso de los Soviets, y el plan de
emancipación de los pueblos de la Unión Soviética en 1921, para las propias colonias rusas, y, en el plano
internacional, las declaraciones contra el imperialismo de los Congresos de la Internacional Comunista, como
las tesis sobre las cuestiones coloniales y nacionales, expuestas en 1920, en el II Congreso por iniciativa de
Lenin, que ya se había manifestado sobre este asunto en 1916; la actitud de Lenin fue continuada como
política oficial de la U.R.S.S., que apoyó en todo momento las independencias de las colonias frente a su
explotación por los países capitalistas occidentales; 3º. El marxismo actuó también al ser la ideología aceptada
y seguida por diversos movimientos y partidos nacionalistas y revolucionarios de las propias colonias, que
realizan su lucha por la independencia siguiendo los principios de la revolución marxista, y que llegan a
constituir los nuevos países independientes, donde triunfan, sobre la base del socialismo, con varios matices y
tendencias; y 4º. El marxismo actúa, igualmente, a favor de la descolonización en el plano de los partidos
socialistas y comunistas de los países europeos colonialistas, al hacer una crítica de la situación y la política
nacionales de los partidos capitalistas burgueses y mostrase en general a favor de la concesión de la
independencia, y otros beneficios a las colonias, aunque prestándose en ocasiones a interpretaciones y
matices.
d) La actitud de las potencias colonialistas.
La actitud política seguida por las potencias europeas poseedoras de Imperios coloniales respecto a sus
colonias, en sus intentos de adaptarse a las realidades del mundo al término de la Segunda Guerra Mundial, va
a tener el doble carácter, por un lado, de ser consecuente con la tendencia general a favor de la
descolonización, y, por otro, de actuar como causa y favorecedora de las independencias coloniales. Al final
de la Primera Guerra Mundial la posición política europea era todavía sólidamente partidaria del
mantenimiento del sistema colonial en todo su vigor, convencidos aún los gobiernos metropolitanos de la
conveniencia y beneficios del colonialismo.
Durante los años de entreguerras, y en especial desde la Segunda Guerra Mundial, las potencias europeas van
tomando conciencia del cambio que se ha ido operando, tanto en las colonias afroasiáticas a nivel nacional de
cada colectividad, como en relación con el nuevo talante internacional. Con la finalidad de adaptarse a las
nuevas realidades de posguerra, se adoptaron y establecieron por los gobiernos europeos una serie de normas
y medidas sobre la administración colonial, que aunque inicialmente estuvieron motivadas por el deseo de
continuar manteniendo el control sobre las colonias, modificando de alguna manera y formalmente el régimen
colonial, fueron estableciendo unas nuevas relaciones entre las metrópolis y las colonias y preparando la
marcha de éstas hacia la independencia política.
135
Entre las potencias colonialistas fueron especialmente Gran Bretaña y Francia las que llevaron la iniciativa en
este sentido, consiguiendo la primera crear un modelo nuevo de estructura imperial, con originales y
perdurables relaciones entre la metrópoli y los territorios coloniales cuando éstos acceden a la independencia.
En segundo lugar, Holanda y Bélgica intentaron tardíamente establecer esas nuevas relaciones, pero no
acertaron en la consecución de ese nuevo y necesario modelo. Por último, Portugal y España ni siquiera se lo
propusieron mostrándose opuestos a la descolonización, y desplegaron una errónea política de
provincialización de sus colonias que desembocó en la ruptura y el conflicto coloniales. Los modelos, por
tanto, de una acertada y programada política descolonizadora son los realizados, sobre todo, por Gran Bretaña,
y en segundo lugar por Francia.
Gran Bretaña inició una política de transformación en sus colonias de poblamiento de origen británico que
marcó la evolución del Imperio a la Comunidad Británica, y que como modelo de descolonización sirvió para
ser aplicado a todas sus colonias. En esta evolución del Imperio a la Comunidad se distinguen varias fases,
señaladas por H. Grimal: 1ª. Desde el S. XVII hasta 1919 se registra la formación, expansión y desarrollo del
gran Imperio colonial británico que llega a alcanzar la plenitud de su poder político y economía imperialista,
al tiempo que en su último periodo comienzan a concederse Constituciones de federación y autonomía a las
colonias de poblamiento británico transformándose en Dominios: Canadá en 1867, Australia en 1901, Nueva
Zelanda en 1907 y la Unión Sudafricana en 1909; 2ª. Entre 1919 y 1945 se da el paso definitivo y jurídico del
Imperio a la Commonwealth, al promulgarse en 1931 Estatuto de Westminster que es la carta constitucional
del nacimiento de la Comunidad Británica, integrada por los Dominios independientes; 3º. De 1945 a 1965 se
registra la transformación de la Comunidad al irse integrando en ella las antiguas colonias de Asia y África
que van accediendo a la independencia; y 4ª. Desde 1966, tras unos años de crisis y conflictos internos, la
Comunidad se renueva y se adapta con su nuevo carácter a los nuevos tiempos, con la integración de las
últimas colonias de Oceanía y el caribe, recuperando en nuestro tiempo su papel internacional y sustituyendo
al viejo Imperio, del que sólo quedan residuos aislados. De esta manera, la Comunidad Británica es muestra
de lo acertado de la política descolonizadora seguida por Gran Bretaña.
La política francesa de descolonización fue más tardía que la británica, no siguió unas líneas tan coherentes de
actuación, estuvo más vinculada al proceso político nacional francés, y no llegó a consolidar un marco
constitucional como la Commonwealth; pero a pesar de todo ello hubo, en determinados momentos,
conciencia de la nueva realidad colonial, de la necesidad de los cambios y adaptaciones, y de la realización de
rectificaciones y ajustes a tiempo, y los sucesivos gobiernos franceses fueron estableciendo las disposiciones
administrativas y jurídicas convenientes para realizar una determinada política descolonizadora. En el proceso
descolonizador francés se observan varias fases, señaladas por X. Yacono: 1ª. Entre 1919 y 1939, en la época
de plenitud del poder imperialista francés bajo la III República, se aprecian ya los primeros síntomas de
cambio con la evolución hacia la autonomía de los Mandatos del Próximo Oriente; 2ª. Durante la Segunda
Guerra Mundial, con la metrópoli ocupada y dividida, el Imperio queda también fraccionado, apreciándose los
rasgos de la crisis colonial en Indochina y en el Magreb, y siendo exponente de la necesidad de nuevas
medidas la Conferencia de Brazzaville, con asistencia de De Gaulle, en 1944; 3º. Desde 1946 hasta 1958 son
los años de la Unión Francesa como institución que enmarca las relaciones metrópoli−colonias, contenida en
la Constitución de la IV República, hasta que los conflictos y las rupturas coloniales en Vietnam y en el
Magreb determinaron la promulgación de la Ley−marco en 1956; y 4ª. Por último, entre 1958 y 1960, con la
Constitución de la V República se da nacimiento a la Comunidad Francesa como nuevo organismo que
sustituye las viejas estructuras coloniales en las relaciones entre la metrópoli y los territorios dependientes del
África subsahariana que evolucionan ya decididamente hacia la independencia, rompiendo cualquier superado
condicionamiento colonial, y provocando seguidamente la disolución de tal Comunidad al crearse nuevas
vinculaciones entre la metrópoli y las nuevas Repúblicas africanas independientes.
e) La política de los organismos mundiales.
Otro factor que ha actuado en el plano internacional a favor de la descolonización ha sido la política seguida
en relación con los territorios coloniales por las dos más importantes organizaciones mundiales creadas en
136
ambas posguerras: la Sociedad de Naciones y las Naciones Unidas.
La Sociedad de Naciones al término de la Primera Guerra Mundial, se ocupó de regular la situación en que
habían de quedar los territorios dependientes de los países derrotados en el conflicto: Alemania y Turquía, y
se creó el sistema de Mandatos internacionales, establecido por el artículo 22 del Tratado de Versalles de 1919
que afectó a los países árabes del Próximo Oriente −Mandatos A−, las colonias africanas, excepto África del
SO. −Mandatos B−, y las islas y archipiélagos alemanes del Pacífico −Mandatos C−.
Tras la Segunda Guerra Mundial, fue la ONU la que asumiendo la herencia de la Sociedad de Naciones y
recogiendo los principios contenidos en la Carta del Atlántico y en otros documentos análogos, sostuvo la
política de internacionalización de las colonias y planteó la cuestión colonial en términos favorables a la
progresiva autodeterminación de todos los territorios dependientes y el acceso a la independencia de la
totalidad de las colonias. La ONU se comprometió así desde sus comienzos en una política descolonizadora
que evolucionó desde unas primeras formulaciones de compromiso a favor del proceso autonómico, ante las
rivalidades en su seno entre los partidarios del viejo colonialismo y los defensores de la descolonización, hasta
la expresión de un radical anticolonialismo con la condena del colonialismo y el apoyo decidido a la
independencia y la descolonización de todas las colonias.
La ONU realiza, así, en el marco de sus diversas instituciones y organismos, una activa política de
descolonización, en cuya evolución hay que señalar varios momentos: 1º. La Carta de las Naciones Unidas,
firmada en la Conferencia de San Francisco en junio de 1945, contiene una declaración relativa a territorios no
autónomos −capítulo XI− y otros sendos capítulos −XII y XIII− sobre Régimen internacional de
Administración fiduciaria y el Consejo de Administración fiduciaria; 2º. La Declaración sobre la
independencia de los países y pueblos coloniales, aprobada por la Asamblea General en diciembre de 1960,
creándose seguidamente, en 1961, el Comité de Descolonización; y 3º. En noviembre de 1972 la Asamblea
General aprobó una resolución en la que se hacía constar que el mantenimiento del colonialismo constituía
una amenaza para la paz y la seguridad internacionales. Pero para estas fechas, la descolonización, o al menos
la independencia política , se había conseguido ya prácticamente en todo el mundo.
−−>Los movimientos de emancipación de posguerra: tipologías y consecuencias[Author:.].
Barrraclough distingue tres vías distintas que va a seguir el movimiento descolonizador: la vía pacífica es
aquella en que la independencia se adquiere sin derramamiento de sangre, bien por la concesión de plenos
derechos a los ciudadanos de las colonias (asimilación), o bien mediante pasos graduales hasta la definitiva
independencia (vía pactada). Ésta fue propugnada fundamentalmente por Inglaterra (el ex gobernador Robert
Delavignette), y en menor medida por Francia, supuso la preparación de la emancipación de los pueblos
afroasiáticos mediante la asunción progresiva de mayores cotas de autogobierno y la implantación de
instituciones políticas a imagen y semejanza de las europeas, hasta que, de común acuerdo metrópoli y
colonia, se proclaman la independencia y soberanía de esta última.
Aunque este procedimiento descolonizador no está exento, a veces, de tensiones, e incluso disturbios, la
violencia incontrolada por ambas partes es característica de la vía revolucionaria (Franz Fanon sostiene que la
descolonización es siempre un fenómeno violento). . En ella, la resistencia de la metrópoli a conceder la
independencia genera un malestar entre la población colonial, que se organiza en movimientos clandestinos,
frecuentemente guerrilleros, capaces de provocar una guerra colonial de desgaste que obliga, por fin, a la
opinión pública de la potencia colonial a conceder la independencia y transferir el gobierno a grupos políticos
radicalizados
En determinados casos, fases de negociación y etapas caracterizadas por el uso de la fuerza se entrelazan por
los más variados motivos en el desarrollo del proceso descolonizador, en lo que se llama vía mixta.
Fases y características comunes.
137
El proceso descolonizador casi completo a niveles formales en nuestros días ha traído una secuela de
inadaptaciones, zozobras e incertidumbres sobre los nuevos países y los pueblos que accedieron a la
independencia. Los fenómenos internos observables en las sociedades afroasiáticas pueden sintetizarse en los
siguientes puntos:
a) Neocolonialismo. Supone el acceso a la independencia política, mientras que el control económico y la
explotación de las riquezas continúa en manos de la antigua nación colonizadora o de las nuevas potencias
económicas capitalistas (EE.UU., Alemania, Japón). Así se perpetúa la dependencia colonial, se impide el
desarrollo de una industria y una agricultura que responda a las necesidades nacionales, y se mantiene la
injerencia foránea en los problemas internos de los nuevos países.
b) Subdesarrollo económico. Caracterizado por la influencia de una serie de elementos: baja renta per cápita,
hambre generalizada, enfermedades infecciosas crónicas, alto crecimiento demográfico, atraso de la
agricultura, insuficiente infraestructura de comunicaciones, industrialización escasa, mayoritario
analfabetismo y ausencia de suficientes cuadros técnicos preparados. Como causas desencadenantes de esta
situación se han apuntado tanto el bajo nivel de desarrollo de estas sociedades antes de la colonización, como
los efectos de la explotación colonial que se perpetúan a través del neocolonialismo.
c) Ausencia de una estructura social estable. Perviven arcaicas estructuras tribales o de castas junto a
oligarquías dominantes y nuevas clases sociales surgidas en los últimos años: burguesías comerciales
conservadoras o avanzadas y grupos populares con tendencia revolucionaria formados por obreros y
campesinos.
d) Multiplicidad de sistemas políticos. A pesar de la influencia de las potencias coloniales, los nuevos países
raramente han logrado establecer y mantener unos sistemas de democracia liberal representativa según los
modelos europeos. La carencia en su estructura social de clases medias o burguesías e incluso la inarticulación
de cada país, que se adapta en su configuración territorial a las fronteras coloniales y no a las culturales o
naturales son los elementos que han impedido este logro, Por el contrario, se han buscado otras fórmulas que
intentan modelos originales basados en la tradición de estos pueblos o bien soluciones autoritarias o
revolucionarias más o menos radicales. En la práctica, los modelos más seguidos son: las dictaduras militares
bajo protección de los países occidentales (Zaire); las dictaduras de partido único de contenido vagamente
socialista y nacionalista (Irak); las monarquías tradicionales y feudales aliadas de EE.UU. (Arabia Saudí); los
regímenes comunistas llegados al poder tras una revolución o guerra civil (Vietnam, Cuba) y regímenes
populistas autoritarios (Perú). Sólo en pocos países perviven, al menos formalmente, sistema de democracia
parlamentaria (India).
Este proceso tiene sus antecedentes históricos en las independencias americanas, entre finales del S. XVIII y
comienzos del XIX, y en su desarrollo durante la época actual ofrece diversas fases y caracteres, a partir de
sus orígenes en el periodo de entreguerras, que son:
1ª. Entre 1945−1955, en la inmediata posguerra, que constituye la primera fase de la descolonización, se
extienden los movimientos nacionalistas principalmente por Asia, y se registran revoluciones e
independencias de la casi totalidad de los países de Asia Oriental, Meridional y del Sudeste, así como del
Próximo Oriente, culminando este proceso en la Conferencia de Bandung (1955), que reúne por primera vez a
los países afroasiáticos independientes y los configura como una nueva fuerza internacional.
2ª. De 1955−1975 es la fase central de la descolonización en la que toma carácter toma carácter formal el
llamado Tercer Mundo, y a través de varios movimientos, que tienen como antecedente inmediato la
revolución egipcia de 1952, se propagan los movimientos nacionales y de liberación africanos, y se producen
igualmente las revoluciones e independencias de los países de África que se constituyen como Estados
independientes. También durante esta fase se completan y culminan las independencias y revoluciones de los
países árabes y asiáticos.
138
3ª. Entre 1975−1995 se extiende la última fase de la descolonización en la que se registran las independencias
de los países de África Austral, foco de resistencia blanca, que completan el proceso junto con las últimas
revoluciones africanas. Igualmente a lo largo de esta fase culminan las independencias de los países y
territorios de Oceanía y el Caribe, y finalmente la obtienen los países de Asia Central. Se cierra así el proceso
de descolonización, y al final del mismo no existen ya prácticamente territorios dependientes en el mundo,
excepto algún residuo colonial diferenciado y singular en su problemática precisa, de los viejos y superados
imperialismos, como resto aislado de la época colonial.
EL LEJANO ORIENTE ASIÁTICO
La rebelión de Asia, concepto utilizado por R. Levy y otros autores, contra el colonialismo occidental que
dominaba el continente, puede precisarse en torno a unos rasgos y caracteres concretos, que también recoge
Lenin cuando escribió sobre el despertar de Asia. En primer lugar, es expresión de un sentimiento colectivo
antioccidental que se manifestó a través de un largo proceso de sucesivos levantamientos asiáticos contra los
europeos durante la misma época colonial, que van configurando el despertar de la conciencia asiática, y
consolidando su afirmación de libertad frente al poder occidental. Los momentos claves de la rebelión de Asia
están señalados por una serie de acontecimientos: la revolución Meijí en Japón en 1868, la victoria japonesa
sobre Rusia en 1905, las repercusiones de la revolución soviética de 1917 en Mongolia y en las colonias rusas
de Asia Central, que se transforman en Estados autónomos de la U.R.S.S., el largo proceso de la revolución
china iniciado en 1911, el resurgimiento de los nacionalismos árabes, la resistencia y la perseverante lucha en
la India, y los comienzos de la revolución Indochina, todo lo cual cristaliza en las consecuencias de la
Segunda Guerra Mundial sobre el mundo asiático, y lleva a escribir sobre la reacción asiática contra Europa.
En segundo lugar, la rebelión de Asia contra Occidente va a tener una doble formulación: por un lado, va a
tomar la forma de lucha por parte de los nacionalismos a favor de la independencia contra el régimen colonial
europeo, y, por otro, va a consistir en una revolución nacional, de carácter socialista y popular en ocasiones,
contra las estructuras hasta entonces dominantes, favorecedoras del poder y la dependencia colonial europeas;
resultado de ambos hechos, la independencia y la revolución será la descolonización de Asia.
Y en tercer lugar, como indica R. Levy, son un amplio conjunto de pueblos y naciones los que se rebelan
contra Occidente: pueblos y naciones cuyo nacionalismo, por un lado, se afirma en una tradición y una
historia que han sido alteradas por el dominio occidental y que desean recuperar, y que, por otro, se basan en
unas nuevas realidades con nuevas ideas y nuevos medios que han de renovar esa historia recuperada.
Expresión de tales pueblos y sus nacionalismos son sus dirigentes respectivos, que han llegado a ser los
símbolos de la lucha contra Occidente y de las nuevas naciones independientes: son los casos de M. Gandhi y
J. Nehru en India, de Sun Yat−Sen y Mao Tse−Tung en China, de Ho Chi Minh en Indochina, y de Sukarno
en Indonesia, entre otros.
Esta descolonización de Asia cubre principalmente tres fases: 1ª. El periodo de entreguerras se caracteriza por
el comienzo de la revolución china y el desarrollo de los nacionalismos asiáticos; 2ª. Entre 1945 y 1955 se
registran la mayoría de las independencias asiáticas, que llevan a la Conferencia de Bandung; y 3ª. Desde
1955 hasta nuestros días se completan las últimas independencias asiáticas y se configura la definitiva Asia de
las naciones. Además, en el mundo asiático hay que distinguir entre sus distintas regiones geohistóricas: Asia
Oriental, Meridional del Sureste, Suroccidental (árabe−islámica), y Central, a las que puede añadirse
Australasia−Oceanía.
Los factores y componentes que animan la rebelión de Asia contra Europa son diversos y complejos y se
encuentran íntimamente unidos entre sí, actuando a lo largo del S. XX, principalmente durante el periodo de
entreguerras.
La formación y el desarrollo de los nacionalismos asiáticos que surgieron entre estos pueblos son un factor
clave que actuó de manera decisiva en esa rebelión de Asia, y que es a la vez expresión y medio de lucha por
139
parte de los pueblos asiáticos; por un lado, tienen como base unas realidades previas de carácter económico,
social e ideológico, y, por otro, son la manifestación de la formación de una nueva conciencia nacional, al
principio difusa, que por último se proyecta en unos movimientos nacionalistas de carácter político que se
pronuncia en fecha temprana a favor de la revolución y la independencia.
Los nacionalismos asiáticos se expresan y desarrollan a partir de un doble marco: por un lado, sobre la base de
la tradición y la historia del propio pueblo como herencia de una identidad y comunidad nacional que hunde
sus raíces en el pasado histórico precolonial, y, por otro, a través de las coordenadas creadas por el
colonialismo, como configuradoras de la nueva nación, por medio de cuyas nuevas realidades actúan y se
expresan. Los principales y más activos movimientos nacionalistas asiáticos a favor de la independencia de
sus respectivos países fueron, entre otros, en la India, el Partido del Congreso fundado en 1885 y la Liga
Musulmana creada en 1906 que dará nacimiento a Pakistán; el Kuomintang, en la China republicana en 1911;
el Partido Nacional Indonesio en 1927 en Indonesia, y en 1930 se funda en la Indochina francesa el Partido
Comunista que dará origen a la Liga Viet−Minh.
En cuanto a la dinámica interna de tales movimientos nacionalistas, G. Barraclough señala que su desarrollo
se verificó en tres etapas: la primera puede identificarse con el protonacionalismo, que se esforzaba por salvar
lo que se pudiera de la vieja herencia, y una de sus principales características era su propósito de revisar y
rehacer la cultura autóctona a la luz de las innovaciones occidentales; la segunda fase consistió en la aparición
de un nuevo grupo dirigente de tendencias liberales, generalmente con la participación de la clase media y las
burguesías nacionales, y con un cambio de mandos y de objetivos; y la tercera etapa está representada por la
ampliación de la base de resistencia contra las potencias coloniales mediante la organización de una masa de
afiliados entre los campesinos y los obreros, y el establecimiento de vínculos entre los dirigentes y el pueblo.
Este proceso se desarrolla a distinto ritmo en los diferentes países. Y resulta evidente que se han de buscar en
el interior de Asia los resortes de su dinamismo y evolución encontrándose entre sus rasgos básicos una
evolución política complicada por el juego recíproco de los problemas de modernización, liberación nacional
y lucha social, y que se encarna a través de tales nacionalismos asiáticos.
El Asiatismo o Panasiatismo como movimiento de solidaridad y cooperación que sobrepasa el marco nacional
influye en las resistencias nacionales antioccidentales de los pueblos asiáticos. Se trata de un movimiento de
naturaleza histórica que tiende a lograr la aproximación y la colaboración entre los pueblos de Asia en su
actitud común contra Europa. El Panasiatismo, en el marco de un continente tan complejo, tiene en sus
comienzos y contenido difuso, y un desarrollo irregular, como un viejo sueño de fraternidad continental entre
los pueblos asiáticos frente al generalizado dominio europeo, y es expresión de una vaga conciencia
continental común. Pero consigue su desarrollo desde sus orígenes en los comienzos del S. XX, concretándose
en la celebración de Congresos continentales desde 1936 bajo la influencia de Japón, y desde 1947 de la India,
y alcanza su importancia histórica en la formulación de esa conciencia y en la expresión de la lucha
antioccidental que desemboca y se materializa en la Conferencia afroasiática de Bandung en 1955. Este
renovado Panasiatismo se presenta así como un fundamental movimiento de emancipación de los pueblos
asiáticos.
El marxismo, en su expresión como marxismo−leninismo o comunismo, ocupa un lugar destacado entre las
fuerzas de Asia Oriental, Central y del Sudeste desde el término de la Segunda Guerra Mundial y es otro
factor fundamental en la rebelión de Asia. Ante todo, con la elaboración del plan de emancipación de los
pueblos de la Unión Soviética en 1921, para las propias colonias rusas de Asia Central, que se transforman en
Estados autónomos dentro de la U.R.S.S., y con su influencia inmediata en Mongolia. Sobre la existencia del
comunismo asiático, escribe J. Chesneaux que durante el periodo de entreguerras, y en especial
inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, se implantó sólidamente tal comunismo en Asia y se
convirtió rápidamente en una fuerza político−social, haciendo así el continente asiático que el marxismo fuera
mucho más que una corriente política occidental. Para explicar este hecho se han de tener en cuenta tres
factores básicos: las condiciones sociales, el momento histórico y el aspecto cultural.
140
El comunismo asiático nació de la conjunción entre la acción de un proceso interno −la evolución del ala
radical de los movimientos nacionales−, y otro proceso externo −la extensión a Asia del campo de actividad
del Komintern−, existiendo una íntima interdependencia entre ambos procesos. La historia de los Partidos
Comunistas de Asia se subdivide en dos amplias fases: la primera, durante el periodo de entreguerras, en la
que fueron sólo secciones locales de un aparato internacional de acción revolucionaria, como era el
Komintern; y la segunda, desde la Segunda Guerra Mundial, tras la disolución de aquel organismo en 1943, se
constituyeron en organizaciones políticas nacionales autónomas. Una de las cuestiones fundamentales de la
historia de estos Partidos Comunistas asiáticos es la de las relaciones entre tales Partidos y los movimientos
nacionales de sus respectivos países; y otra cuestión también es la de las alianzas tácticas entre el movimiento
comunista y las burguesías en las luchas de liberación nacional.
Las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial en Asia fueron igualmente decisivas. Japón se afirmó como
un temible adversario de los países occidentales, y con sus victorias a lo largo de la primera fase del conflicto
barrió todo el sistema colonial europeo en Asia Oriental, Meridional y del Sureste, precipitando la guerra, por
todas partes, la caída del poderío occidental en Asia. La guerra cambió completamente el equilibrio de fuerzas
en el orden diplomático y militar de esas regiones, y al mismo tiempo provocó hondas transformaciones
económicas y sociales al constituir Japón la esfera de coprosperidad extremo−oriental, teniendo también
amplias repercusiones políticas.
El poderío japonés, intacto hasta 1944, se hundió en 1945, y cuando con la capitulación japonesa se
derrumbaron los gobiernos que había establecido en los países invadidos, los movimientos nacionales
representaron, en cada uno de tales países, la principal, si no la única, fuerza política organizada que se
dispuso a controlar el poder antes del regreso de los occidentales y del restablecimiento de sus regímenes
coloniales. Así, destruido y derrotado el Imperio Japonés, y extinguidos y desarbolados los Imperios
occidentales, quedó en estos países asiáticos un vacío de poder que sólo las organizaciones nacionalistas
podían cubrir, consiguiéndose en los inmediatos años de posguerra las sucesivas e incontenibles
independencias nacionales de los países asiáticos.
Malasia, independiente desde 1957, se unió seis años después a los territorios de Sarawak, Singapur y el norte
de Borneo para formar la Federación de la Gran Malasia. En 1965 se volvió a separar Singapur
(transformándose en República un año después), aunque se mantendría una estrecha relación por la
dependencia económica que tienen entre sí ambos Estados. En aquellos años prácticamente el 40 % del
comercio malasio pasaba por Singapur a la vez que la infraestructura industrial de este último necesitaba de
las materias primas malayas para su subsistencia.
La evolución de ambos Estados ha estado marcada por un gran desarrollo económico que les ha hecho
convertirse en dos de los dragones asiáticos con unas tasas de crecimiento industrial y volumen de inversión
muy notables: en 1989 el PNB malayo rebasaba los 2.000 dólares por año y habitante mientras Singapur, p. e.,
mantenía una reserva de divisas más alta que la de Suiza en ese mismo año. El Partido de Acción del Pueblo
en Malasia y el Frente Nacional, amplia coalición electoral, en Singapur, ostentan desde hace muchos años el
poder y han sido capaces de mantener la estabilidad institucional, tan necesaria para el despegue económico.
Indonesia, la antigua Insulindia, colonia de explotación holandesa desde el S. XVIII, es un numeroso conjunto
de islas densamente pobladas y con una gran diversidad cultural y étnica. Las aspiraciones independentistas
que surgieron tras la Primera Guerra Mundial fueron pronto capitalizadas por el Partido Nacional Indonesio y
su líder Sukarno desde 1927, quién no dudará en colaborar con los ocupantes japoneses durante la Segunda
Guerra Mundial para lograr un alto grado de autogobierno interno. Al finalizar el conflicto, se proclamó en
agosto de 1945 la independencia del país, aunque sin la aceptación holandesa, lo que originó un agitado
periodo de enfrentamiento bélico, represión e intento de crear una Unión Holando−Indonesia (1946−1949)
hasta llegar a la independencia total (1950).
Desde entonces el país emprende el camino de su propia construcción como nación sobre la base de la
141
peculiar ideología, mezcla de elementos religiosos, nacionalistas y socialistas de su líder Sukarno: la
Pantjasila: soberanía popular, justicia social, creencia en Dios y no alineación internacional, que convirtió a
Sukarno en uno de los principales líderes del movimiento de países no alineados (convocatoria de la
conferencia de Bandung). Desde 1966, se produjo un importante giro en esta política con la caída de Sukarno
y el establecimiento de la dictadura militar del general Suharto. Los problemas derivados de la estricta
dependencia económica − ingresos basados en la explotación de petróleo y caucho− y el aumento continuo y
desmesurado de la población no han podido ser solventados ni siquiera con la estrecha alianza de Suharto con
Estados Unidos. No obstante, la contundente posición anticomunista de Suharto le sirvió para legitimar su
poder y obtener recursos económicos del gobierno estadounidense útiles para la mejora de la red viaria y un
primer despegue industrial. Lo que no han sido capaces de solucionar los mandatarios indonesios han sido los
enfrentamientos entre confesiones religiosas y los sentimientos nacionalistas en algunas regiones donde
incluso se produjeron golpes de mano a mediados de la década de los cincuenta, caso de Sumatra o
Kalimanten.
En definitiva, el proceso seguido desde 1967 ha supuesto, por un lado, un continuado esfuerzo de mejorar las
estructuras económicas potenciando la liberalización a todos los niveles. En el sistema bancario esta práctica
aperturista fomentó, ya en los años ochenta, las inversiones de capital extranjero que trataron de conjugarse
con una lucha contra la especulación muy extendida en el país. Por otra parte, la gravedad de los problemas
secesionistas sigue presente, en especial en Timor Oriental y la antigua Nueva Guinea Occidental portuguesa.
Suharto, el Padre del desarrollo, y la cúpula militar en el poder no aceptaron el derecho de autodeterminación
de Timor como lo había reconocido en 1983 la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, con lo que se
endurecieron las luchas entre el Ejército regular y la guerrilla del FRETLIN. La situación era cada vez más
grave para el presidente, al que discutían tanto sectores de la oficialidad, como algunos sectores de su propio
partido, el Golkar, único autorizado, hasta que Suharto fue sustituido en 1998 por su vicepresidente Yusuf
Habibie.
Filipinas ha intentado desarrollar un sistema político institucional semejante al de Estados Unidos, país con
quién tiene firmes lazos de amistad. El periodo que nos ocupa ha estado profundamente influido por la
dictadura de Ferdinand Marcos quién, desde 1972 hasta comienzos de 1986, se mantuvo en el poder gracias a
la extensión del sistema oligárquico y la amplitud de la corrupción a todos los niveles. Las prebendas
otorgadas a los grandes latifundistas tabaqueros y arroceros −especialmente de Luzón− llegaron incluso a
obstaculizar el proceso industrializador porque podía ir en detrimento de sus intereses. El irresoluble problema
étnico empezó cuando los musulmanes de Mindanao, integrados en el Ejército Moro de Liberación, hicieron
frente al Ejército regular, impidiendo una normalización de la vida política tras iniciar Corazón Aquino el
proceso de democratización posterior a la caída de Marcos. La deuda exterior continúa aumentando y el
desequilibrado presupuesto estatal amenaza al gobierno Aquino, aún cuando el reconocimiento internacional
de su posición ha sido unánime.
El vacío de poder producido en Indochina en un primer momento por la defección francesa y después por la
derrota del ejército de ocupación japonés, fue aprovechado por los movimientos revolucionarios y
nacionalistas de la zona para intentar hacer valer sus derechos irrenunciables a la soberanía y a la
independencia, tal como proclamaron entre agosto y septiembre de 1945 N. Sihanuk en Camboya, Ho Chi
Minh en Vietnam y Pathet Lao en Laos. Sin embargo, en octubre de 1945, las autoridades de la metrópoli gala
volvieron a hacerse con el control del poder en el territorio durante casi una década. Tras la derrota francesa
de Dien Bien Phu en 1954 y el consiguiente reconocimiento de la independencia de Vietnam, Laos y
Camboya, la evolución de la antigua Indochina colonial ha mostrado hasta hace bien poco los efectos más
dramáticos de la guerra fría.
El escenario de los trágicos acontecimientos de la historia reciente de Indochina ha sido Vietnam, territorio
partido en dos según las áreas de influencia de las superpotencias. En el Norte, la edificación del Estado
socialista trató de conjugarse, a partir de la nueva Constitución de 1960, con un teórico respeto a los derechos
y libertades formales. No obstante, la nacionalización de los medios de producción y la colectivización
142
forzosa siguió su rumbo, mientras el plan quinquenal de 1961−65 intentaba hacer despertar la lánguida
industria del país, tanto en el subsector textil o maderero como en la producción de bienes de equipo. Pero la
vida cotidiana estaba marcada por la guerra. Las fuerzas comunistas, apoyadas por el Norte, no aceptaron en
ningún momento la división del país y se agruparon en un autodenominado Frente de Liberación Nacional
para hostigar con insistencia al régimen anticomunista de Saigón. Para resistir los embates, las autoridades sur
vietnamitas entraron en un proceso de dependencia cada vez mayor respecto a Estados Unidos, quién ya en
1962 había creado un Mando de Asistencia Militar con apoyo material y humano. Desde 1965 la actuación
bélica del Ejército norteamericano contra posiciones del Vietnam del Norte se hicieron constantes sin que la
guerrilla comunista del Viet Cong fuera eliminada o el gobierno surcoreano de Nguyen Van Thien ganara
popularidad entre las masas campesinas de su país. El enfrentamiento abierto y continuado mermaba el
prestigio y las arcas del gobierno estadounidense, el cual aceptó en 1968 el inicio de conversaciones con todas
las partes implicadas si bien la guerra continuó e incluso alcanzó sus cotas más destructivas entre 1969 y
1972.
En Vietnam del Sur, los años posteriores a la independencia había visto consolidarse al régimen de Ngô Dinh
Diem, sostenido gracias a la ayuda estadounidense, y que había derivado en una dictadura anticomunista y
profundamente corrompida conocida como de las tres D, ya que todos los cargos importantes de la
administración y el ejército provenían del Dao (vietnamitas de religión católica a la cual pertenecía el
presidente), Dang (miembros del partido del dictador) y Dia−phuong (normalmente eran personas nacidas en
las áreas norteñas del país de donde procedía Diem). La oposición creciente de los sectores religiosos
budistas, el auge de los comunistas y la pérdida de confianza de Estados Unidos, determinaron el fin del
sistema en noviembre de 1963. Un golpe de Estado bajo la supervisión norteamericana trató de cambiar las
formas sin conseguirlo, pues la única legitimidad residía en el anticomunismo de los dirigentes
survietnamitas.
Después de la gran ofensiva del Norte de enero de 1968, los Estados Unidos se avinieron a negociar y un
acuerdo de paz ponía fin a la guerra el 27 de enero de 1973 y creaba un Consejo Nacional de Reconciliación y
Concordia. No obstante, Vietnam del Norte, apoyado por la Unión Soviética y China, continuó el
enfrentamiento bélico hasta el 30 de abril de 1975, fecha en que las tropas comunistas entraron en Saigón,
rebautizada como Ciudad de Ho Chi Minh. Desprovista del apoyo norteamericano, las autoridades del Sur no
pudieron en ningún momento hacer frente al embate de las fuerzas del Viet Cong y del ejército regular del
Norte.
La unificación del país a través de la vía socialista era ya un hecho en 1976, cuando se proclamó la República
Popular Democrática de Vietnam, con predominio de los comunistas, la cual se convirtió en una potencia
importante en el área, tras la caída de Laos y Camboya en manos de los partidos comunistas respectivos.
Vietnam, sin embargo, mantuvo su contencioso particular en China e hipotecó en buena medida su economía
por los gastos militares derivados de su presencia ampliamente extendida en todo el área, como se pudo
comprobar en 1979 al invadir Camboya para terminar con el régimen revolucionario del khmer rojo prochino.
Los cambios generados por la aplicación de la perestroika en la U.R.S.S. y el bloque comunista del Este de
Europa no fueron bien recibidos por los mandatarios vietnamitas que, a pesar de aceptar ciertas reformas
económicas (sobre todo con el paulatino abandono de la colectivización), mantuvieron en el VII Congreso del
Partido Comunista celebrado en 1991 su lealtad al legado de Ho Chi Minh y a los principios inspiradores del
marxismo−leninismo.
Finalmente, Corea fue ocupada por los aliados tras la derrota japonesa en la segunda contienda mundial entre
1945 y 1948 quedando después dividida en dos Estados, separados por el paralelo 38, con las proclamaciones
de sus respectivas independencias: en agosto de 1948 la República de Corea del Sur bajo influencia de
EE.UU, y en septiembre del mismo año la República Democrática Popular de Corea del Norte con apoyo
soviético.
En el Sur, la República de Corea, la transformación socioeconómica del país llevó aparejada una evolución
143
política convulsa por las dictaduras más o menos enmascaradas que han jalonado su historia desde la
independencia. Syngman Rhe, el hombre fuerte del país tras la guerra con la República Popular norcoreana,
resultó incapaz de armonizar la vida del país y el corolario fue el aumento de los conflictos sociales, el
recrudecimiento de las acciones opositoras contra su gestión y la paulatina pérdida del apoyo militar. En una
atmósfera cada vez más enrarecida abandonó el poder en abril de 1960 y, después de un brevísimo lapso de
tiempo que apuntaba un proceso de democratización, un golpe de Estado en mayo de 1961 lanzó a la
presidencia al general Park Chung Hee, puesto desempeñado hasta su muerte en atentado en octubre de 1979.
Sus objetivos prioritarios fueron pacificar la levantisca situación interna dentro de una línea anticomunista y
pronorteamericana, ya que Estados Unidos facilitaba recursos económicos para potenciar la industria nacional.
En este sector se logró un rápido y creciente aumento de la producción oficial y la productividad, gracias a los
bajos salarios y reducidos costos de explotación conseguidos gracias a las facilidades otorgadas a las
empresas. La textil algodonera y la electrónica constituyen dos de las ramas más avanzadas.
El sucesor de Hee, el general Chun Doo Hwan, protagonizó un intento de profundizar en el camino hacia la
democratización, consciente del ambiente social tan desencantado existente en el país. Se propuso transformar
las anquilosadas estructuras educativas, ampliar la legislación social y emprender una vasta campaña en
contra de la corrupción administrativa y económica, fruto de la cual fue el encarcelamiento de algunos
militares y altos cargos de las instituciones del Estado con responsabilidades en el régimen anterior. En
febrero de 1988, a la llegada a la presidencia de Roh Tae Woo se entendió como una afirmación de los
principios del gobierno liberal frente a la tendencia fuertemente autoritaria que, pese a todo, mostró su
antecesor. Sin embargo, una vez en el poder, Roh, que controlaba la Asamblea legislativa y tenía la
legitimación de su partido, el Demócrata liberal, abandonó parte de su discurso propio previo a la elección.
Incluso la economía se ha resentido en los últimos años. La infraestructura industrial no se ha modernizado al
ritmo requerido, la inflación alcanzó cifras muy preocupantes en 1990 y la política gubernamental de apoyo a
las empresas no ha servido de acicate para relanzar la productividad.
Después del conflicto bélico entre las dos naciones coreanas, la Guerra de Corea, entre junio de 1950 y julio
de 1953, en el norte, la autodenominada República Popular Democrática de Corea afianzó las bases de poder
propias de un Estado socialista. Una vez completada la colectivización de la tierra y la socialización de los
medios de producción, el V Congreso del Partido de los Trabajadores, celebrado en noviembre de 1970,
definió las pautas del que se entendía que debía ser un desarrollo institucional y económico definitivo. Esto se
logró con la aprobación dos años después de la Constitución, cuyo órgano máximo de poder era en teoría la
Asamblea Suprema Popular, de la cual saldrían nombrados el presidente del gobierno y el jefe del Estado. En
la vertiente económica, el plan de 1971−76 implicaba la aplicación de los recursos disponibles
fundamentalmente en la potenciación de las industrias de bienes de producción, sobre todo químicas y
metalúrgicas, aunque no se lograron los resultados apetecidos y, sí, en cambio, un aumento de la deuda
pública y los débitos a la U.R.S.S. y Japón.
La centralización del poder en la figura de Kim Il Sung, presidente vitalicio en la práctica y mito de la lucha
antiimperialista por la independencia, fue un hecho evidente. Sus ideas sobre las particularidades de cada país
en cuanto a las posibles vías de acceso al socialismo y sobre su postura neutral ante el contencioso
chino−soviético en los setenta, fueron aceptadas sin problemas y dieron lugar a una teoría política propia, el
Juche, que también legitimaba su dominio absoluto sobre los resortes del poder. Incluso la convocatoria del
VI Congreso del Partido en 1980 reforzó su posición si bien no fue aceptado de buen grado entre algunos
sectores el nombramiento de su hijo, Kim Il Chong Il como miembro del Buró político y del Presidium, a la
vez que como Secretario del Comité Central. Pero, a la muerte de su padre en 1994, Kim Chong Il se convirtió
en el máximo dirigente del país. La profunda crisis económica en la que se encuentra inmersa Corea del
Norte, con graves disfunciones en el sistema productivo y con desequilibrios estructurales y regionales, se ve
agravada en los últimos años por el déficit de la balanza de pagos, los excesivos gastos militares y la caída de
los regímenes comunistas de Europa del Este. Sin embargo, el Partido de los Trabajadores ha preferido
mantener la ortodoxia comunista, lo cual continúa obstaculizando cualquier intento de unificación con el Sur.
144
LA EMERGENCIA DE CHINA ( y la cuestión de Taiwán).
China, el mayor y más poblado país de Asia, vivía desde 1911 un proceso revolucionario complejo, cuyos
hitos fundamentales habían sido la abolición de la monarquía ese mismo año, la fundación del Partido
Comunista chino por Mao Tse−tung (1921) y el enfrentamiento y permanente guerra civil que se mantuvo
entre los comunistas y los nacionalistas del Kuomintang, fundado por Sun Yat−Sen, durante los años veinte y
treinta.
Concluida la Segunda Guerra Mundial, que había supuesto al principio una tregua, el país se encontraba
destrozada pero, en vez de iniciarse la reconstrucción, se reanudó la guerra civil. Hay dos bandos, con
situaciones diferentes: por un lado, el Kuomintang lejos de ser un bloque estaba dividido, a la derecha por la
facción liderada por los hermanos Chen, que creen que la vuelta a las tradiciones de Confucio es la salvación;
en el centro, están los generales de la academia militar de Whampoa leales a Chang Kai−Shek; a la izquierda,
un grupo de financieros y técnicos liberales. Por otro lado, el bando comunista también está dividido en el
grupo liderado por Mao Tse−tung en la dirección del partido, el grupo de Lin Piao vinculado al ejército y el
tercero es un grupo de oportunistas con Chu En−Lai a la cabeza que mantiene una estricta neutralidad.
Los nacionalistas del Kuomintang se limitaron a decretar una ley que situaba las tarifas de arriendo de tierras
en un nivel razonable. Los comunistas procedieron a repartos de tierras y a campañas de alfabetización. En el
campo económico el problema más grave para los nacionalistas fue la inflación, pues trataron de basar su
economía en una industria precaria y arruinada por la guerra. Los comunistas podían prescindir del dinero,
apoyándose en una economía rural. Aunque el poder político y la potencia militar parecían estar en manos de
los nacionalistas, las bases socioeconómicas de los comunistas eran más auténticas. A pesar de que Chang
Kai−Shek disponía de un ejército de tierra de dos millones y medio de soldados, además de tropas
provinciales al servicio de los señores de la guerra, y de marina y los comunistas no poseían otra fuerza
armada que 300.000 soldados, los nacionalistas no conseguían victorias decisivas.
Fitzgerald ha señalado una constante de la historia militar de China, la existencia de dos planteamientos
estratégicos: el horizontal, consistente en ocupar una zona paralela al río Amarillo desde el Shenshi a la costa,
y el vertical, conquistando una franja norte−sur para expulsar a los enemigos hacia el interior, hacia el oeste.
Conocedor de ello, Mao intentó por sorpresa el planteamiento horizontal en 1945, pero la ayuda
norteamericana al Kuomintang le impidió realizarlo. El general Marshall intentó que los dos bandos llegaran a
una tregua, pero ésta fue violada.
Las operaciones de 1946 demuestran que la superioridad militar nacionalista era inoperante debido a la
hostilidad de los campesinos. Entonces se produjo la bancarrota del bando nacionalista y la indisciplina
cundió entre los soldados. La corrupción del gobierno del Kuomintang inutilizaba la ayuda norteamericana,
las medicinas eran vendidas, se especulaba con alimentos y se vendían las armas al ejército enemigo. Esto
explica la ofensiva comunista en Manchuria en 1947, y las continuas derrotas nacionalistas en Hopel, Shansi,
Shantung etc., hasta que pierden el norte del país. Incluso Mao indica en un discurso que en el bando
comunista no se lucha y sólo hay guerra entre los nacionalistas. El apoyo popular va a inclinar la balanza. El
año 1948 es decisivo: en mayo los comunistas llegan a las puertas de Shangai y Nanking, controlan la mitad
norte del país y empiezan a tener superioridad militar, dirigidos por Chu Teh.
De marzo a abril de 1949 se abrió un periodo de negociaciones que terminó en fracaso. La gran ofensiva final
se inició el 20 de abril. En el desmoronamiento nacionalista influyeron los grupos de guerrillas, que controlan
áreas extensas y estratégicas del sur. Shangai fue cercado el 16 de mayo, y el 25 los comunistas entraron en la
ciudad, haciendo más de 100.000 prisioneros. En octubre tomaron Cantón, en cinco meses ocuparon casi la
mitad de la China litoral, luego Amoi, el oeste del país y Hainan.
La guerra terminó con la victoria definitiva del Partido Comunista y la huida del Kuomintang a la isla de
Formosa. A partir de esta fecha (1949), al proclamarse la República Popular China, se inicia una etapa nueva
145
en la historia de este país, en la que se inició la construcción del socialismo marxista en Asia. Todo el proceso
está presidido por la compleja y atractiva figura de Mao Tse−tung en China.
La historia de China pasó desde ese momento por seis grandes fases. La primera se desarrolló entre 1949 y
1957. En ella, desde el punto de vista social, el Partido Comunista logró hacerse con todo el poder en China,
en dos momentos: en primer lugar, a través de la práctica del terror indiscriminado contra los sectores
considerados como contrarrevolucionarios y de las campañas de los tres anti (depuración de los cuadros del
Partido acusados de corruptos, derrochadores y burócratas) y de los cinco anti (depuración de las élites
sociales y económicas acusadas de cohecho, fraude fiscal, apropiación indebida, fraude comercial y
especulación) con la finalidad de reeducar y reformar sus ideas y pensamientos; en segundo lugar, por la
campaña conocida como las Cien Flores, dirigida entre 1956−57 a captar a los intelectuales no adictos y que
terminó en una persecución contra ellos que fueron deportados y obligados a realizar trabajos físicos en los
confines del país.
Desde el punto de vista político−institucional, en 1954 se promulgaba la Constitución de la República
Popular, cuya entrada en vigor no redujo el ejercicio del poder real por parte del Politburó del PC chino. La
Constitución organizaba el ejercicio de la soberanía sobre asambleas de base (cantón, provincia, Estado). El
sistema político se articuló según el modelo soviético, aunque con las modificaciones propias de otra
sociedad. El órgano legislativo y constituyente es la Asamblea Nacional Popular, de 1.226 miembros elegidos
por sufragio universal cada cuatro años, pero la mayoría de las atribuciones de la Asamblea están delegadas en
el Comité Permanente, formado por 65 miembros. El Consejo de Estado, liderado por el primer ministro Chu
En Lai, está formado por ministros, viceministros, pero el poder absoluto está en manos del Presidente de la
República, Mao Tse Tung. Una Corte Suprema, Asambleas Provinciales, Gobiernos locales, Consejos
municipales complementan el sistema. En otras dos instituciones, el Consejo Nacional de Defensa, formado
por 100 militares, y la Conferencia Consultiva del Pueblo Chino, se incluyen a personalidades no comunistas,
entre ellas al último emperador chino. En teoría se acepta el pluripartidismo, reconociendo partidos como el
Kuomintang o la Liga Democrática, pero sus candidatos van en listas conjuntas con los comunistas, no
pudiendo difundir sus programas en las campañas. La U.R.S.S. consideraba que China es el ejemplo del
triunfo del comunismo, que se puede exportar al tercer mundo, de manera que le proporcionó ayuda en todos
los órdenes. Esta ayuda hace que en los medios de comunicación chinos se exalte lo soviético (Diario del
Pueblo como órgano oficial del Partido y Bandera Roja como revista del ejército y el partido consagrarán
muchas páginas a hablar de la experiencia soviética) y en la erección de gigantescos retratos de Stalin en la
plaza de Pekín.
En relación con la economía, la entrada en vigor del primer plan quinquenal (1953−1957) supuso el punto de
arranque del proceso de estatalización de la economía en todos los aspectos, con lo que se acabó con las
prácticas económicas anteriores. Teniendo en cuenta el caos imperante al triunfar la revolución, durante esta
primera fase la economía china se reanimó y logró crecer de manera óptima para las circunstancias del país,
aunque esto no significa que lo hiciera uniformemente; se potenció la industria pesada en detrimento del
sector agrícola −un 90 % del mismo ya estaba organizado en régimen de cooperativas en 1956−. En las
relaciones exteriores, estos años estuvieron marcados por la firma del tratado de amistad, alianza y asistencia
mutua con la U.R.S.S., por la ayuda prestada a los norcoreanos durante la Guerra de Corea, o por el
restablecimiento de la soberanía china en el Tíbet, así como por un apoyo del proceso descolonizador a través
de la Conferencia de Bandung.
La segunda fase, entre 1958 y 1962, se definió como el Gran Salto Adelante. El experimento pretendió cubrir
todo un plan quinquenal en sólo dos años para paliar el atraso industrial de China sin reparar en costes. El
resultado no pudo ser más desastroso desde el punto de vista económico, sobre todo en la agricultura, lo que
supuso un freno al desarrollo general del país. El momento del Gran Salto Adelante se aprovechó para
reestructurar en profundidad las formas de vida del campesinado chino con la creación de las comunas
populares −26.000 durante 1958−, en las que se reagrupó al 90 % de la población rural china. Esta
experiencia radicalizó todavía más si cabe la construcción del socialismo chino, pero marcó indeleblemente al
146
Partido Comunista con el estigma de la división. En el campo internacional supuso el distanciamiento de la
U.R.S.S. y posterior ruptura ideológica del mundo socialista.
Los años comprendidos entre 1963 y 1965 corresponden a la tercera fase en la evolución del socialismo en
China. Después del desbarajuste económico anterior se impuso el pragmatismo económico que inició la
recuperación. La nueva política económica prestó especial atención al sector agrícola y cambió las prioridades
industriales para potenciar la industria ligera y, en general, la relacionada con la agricultura, con lo que dejó
en segundo lugar la industria pesada; todas estas medidas contribuyeron a lograr el equilibrio económico
necesario, así como el crecimiento de las tasas económicas. En la política interior continuaban las divisiones
en el seno del PC chino, que preludiaban un cambio radical en el mismo. En cuanto a la política exterior por
una parte se recrudeció el eterno conflicto con la China nacionalista de Taiwán y, por otra, terminó el secular
aislamiento del país (su gran aliado era Albania) con el reconocimiento de la República Popular por parte del
gobierno de Francia
La cuarta fase fue la de la Revolución Cultural, entre 1966 y 1969. En esencia se trató de una lucha
encarnizada por el poder en China, aprovechada por Mao para purgar y depurar por completo el Partido (Deng
Xiaoping, Liu−Chao−Chi), el gobierno y la Administración. Al mismo tiempo, el máximo líder comunista
chino, por medio de la organización de los Jóvenes Guardias Rojos desde mayo de 1966 potenció el culto a su
personalidad y a su pensamiento para terminar la construcción del socialismo chino en un ambiente de
revolución permanente. Estos años de histeria y de miedo colectivo supusieron el momento más turbio y
caótico de China a todos los niveles. El final de esta dramática fase coincidió con la celebración del IX
Congreso del PC chino, en abril de 1969, que confirmó el triunfo −más aparente que real− de las tesis de Mao,
convertido en el Gran Timonel.
La quinta fase corresponde a los últimos años de Mao, de 1970 a 1976. En este periodo, y a pesar del
mantenimiento de las formas radicales que había puesto de moda la Revolución Cultural, se produjo un nuevo
intento de reconstrucción nacional, sobre todo en la economía. Se prestó especial atención a la agricultura, al
permitir a los campesinos el acceso a parcelas de tierras individuales; en todos los sectores se empezaron a
pagar salarios en función las aptitudes, conocimientos y productividad de los trabajadores. En la política
exterior, la República Popular de China consiguió en estos años un gran éxito en las relaciones
internacionales: el 26 de febrero de 1971 ingresó en la ONU, pasando a formar parte como miembro
permanente de su Consejo de Seguridad; y en febrero de 1972 visitaba China el presidente de los Estados
Unidos, Richard Nixon. Los buenos oficios de Chu En−Lai abrieron las puertas del mundo a la República
Popular y clausuraron la doctrina de las dos Chinas con la expulsión de Taiwán de la ONU (sin que por ello se
produjera la reunificación nacional: al finalizar el S. XX la cuestión de Taiwán sigue sin resolverse; al
contrario tanto Hong Kong en 1997 como Macao en 1999 se incorporarán a la República Popular).
El final de la época de poder personal de Mao coincidió con la revitalización del principio de la lucha de
clases, que ahondó la división del Partido e hizo posible que el control político en China lo detentase la
llamada Banda de los Cuatro con la viuda de Mao, Chiang Ching, a la cabeza. En el mencionado 1975 se
reelaboró la Constitución marxista. Poco tiempo después, el 9 de septiembre de 1976, moría Mao. A partir de
ese momento los acontecimientos evolucionaron vertiginosamente: con Hua Quo Feng al frente de los
destinos de China, el grupo de la señora de Mao era encarcelado y, en julio de 1977, Deng Xiaoping era
rehabilitado. A renglón seguido comenzó la desmaoización del país, proceso que debía suponer el comienzo
de una nueva época en China.
El comienzo de la sexta fase coincidió con el momento inicial de las reformas puestas en marcha con la
celebración del III Pleno del XI Comité Central del PC chino a finales de 1978. A partir de ese instante, los
cambios que anunciaban el comienzo de una primera transición en China se hicieron efectivos a todos los
niveles, con Deng Xiaoping como hombre fuerte del país. Desde el punto de vista político institucional dichos
cambios no fueron excesivamente importantes: la Constitución se reformó por dos veces, en 1978 y en 1982 −
en esta última ocasión se anotó fehacientemente lo que concierne a los derechos fundamentales de la persona
147
− pero el dominio político continuaba exclusivamente en manos del PC chino. En esencia, el sistema seguía
siendo totalitario. Mucha mayor trascendencia tuvieron los cambios en materia económica: de manera gradual
se abrió la puerta a la inversión extranjera, así como a la instalación de empresas multinacionales o foráneas; y
en cuanto a la agricultura se desmanteló en la práctica el régimen de comunas, reconociéndose de manera
inmediata la tendencia, uso y usufructo de parcelas de tierra y cuantas actividades económicas realizaba el
campesinado. Los dirigentes chinos se decidieron por la vía del desarrollo económico (una economía
socialista de mercado, tal como se definió el sistema en 1993) para impulsar la ineludible modernización de
China.
En lo que no cambió China fue en la identificación de la marcha de la revolución con una personalidad
emblemática, Deng Xiaoping. En julio de 1983 una edición de 12 millones de ejemplares de los Escritos
Escogidos del nuevo Timonel se repartió por bibliotecas y centros de enseñanzas, mientras pasaban a lugares
de más difícil consulta los escritos y el Libro Rojo de Mao.
Las transformaciones económicas no iban a tardar en crear la necesidad de los cambios políticos. A finales de
1986, éstos empezaron a ser reclamados por distintos sectores de la población −en primer lugar por los
universitarios, que no aceptaban las rigideces del sistema político− y, al mismo tiempo, rechazados
tajantemente por los dirigentes del país, que en el XIII Congreso del Partido donde fue elegido Secretario
General Zhao Ziyang, (25 de octubre al 1 de noviembre de 1987) recordaron a los sectores más inquietos de la
ciudadanía china que no debían poner en cuestión las cuatro reglas de oro del sistema: el pensamiento
marxista−leninista, el socialismo como práctica política, la dictadura del proletariado y el papel dirigente del
Partido.
En la primavera de Pekín, de 1989 se produjo la reacción gubernamental ante la situación de protestas
permanente que vivían la capital y otros núcleos importantes del país. En un ambiente crispado por la crisis
económica que ponía en tela de juicio todo el proceso de reformas, al amparo de la ley marcial decretada el 3
de junio de 1989, la intervención del Ejército Popular en la plaza de Tiannanmen terminaba a sangre y fuego
con la protesta ciudadana ante el asombro del mundo entero. Se impuso el sector más inmovilista del partido y
Zhao Ziyang fue la primera víctima política, perdiendo la Secretaría. Las protestas internacionales no
rebasaron la línea de la condena verbal de la represión y China no ha perdido el status que le otorgó Occidente
en materia económica tal como se demostró cuando Estados Unidos le renovó la cláusula de nación más
favorecida. Al comenzar la década de los noventa la tranquilidad volvía a reinar en China por la fuerza de la
represión, pero los hechos conocidos como la primavera de Pekín y, más en general, el proceso de reforma
económica y desmaoización pueden representar el principio del fin del sistema comunista y el comienzo de
una nueva era en China.
Una vez normalizadas en mayo de 1989 las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética, de las demás
cuestiones de índole internacional que afectaban directamente a la política exterior de la Republica Popular de
China −la crisis camboyana, las disputas fronterizas con la India, el problema tibetano o la reunificación con
Taiwán−, era ésta última la que mayor interés y preocupación suscitaban en el gobierno de Pekín. En la isla de
Taiwán −Formosa− se instalaron, tras perder la guerra civil con los comunistas en 1949, la administración y
las tropas del Kuomintang con Chang Kai−Shek a la cabeza.
A partir de ese momento, la Republica Nacionalista de Taiwán contó con el apoyo de la comunidad
internacional (formó parte de la ONU hasta octubre de 1971) y continuó oficialmente en guerra con la
Republica Popular. Con la apertura de la China de Mao en política exterior, que supuso su ingreso en la ONU
y la posterior visita del presidente Nixon, el futuro de Taiwán como país independiente se hizo problemático.
Sin embargo, como tal Estado soberano ha llegado hasta nuestros días y sólo el avance hacia la normalidad
política y económica de la Republica Popular harán posible la reunificación. Teniendo en cuenta el desarrollo
de los acontecimientos más recientes en el continente −y como gesto de buena voluntad− el 1 de mayo de
1991 el presidente de Taiwán, Lee Teng Hui, ponía fin a cuarenta y tres años de conflicto entre ambas partes
de China al clausurar oficialmente el periodo de movilización nacional para la supresión de la rebelión
148
comunista. Años más tarde, en marzo de 1996, Taiwán ponía en marcha nuevas reformas democráticas que,
entre otras cosas, posibilitaron la elección por sufragio universal del máximo representante del país.
EL SUBCONTINENTE INDIO
La India ya conocía con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial unos movimientos nacionalistas, el hindú y
el musulmán, que actuaban a favor de la descolonización y que la estaban preparando para la independencia
de acuerdo con la administración británica. Tanto el Partido del Congreso (fundado en 1885 y dirigido por M.
Gandhi y J. Nehru) como la Liga Musulmana, representante de esta importante minoría religiosa (fundada en
1906 y dirigida por Alí Jinnah), se inclinaban decididamente por independizarse de Gran Bretaña, y así lo
hacían también los sindicatos indios que congregaban un importante movimiento de masas. Pese a la
diversidad racial y religiosa se había conformado en el país una auténtica conciencia nacional, y el gobierno
británico, oscilando entre la represión y los intentos negociadores, concedió la Ley de Gobierno de la India
(1935), que tendía a crear un gobierno interno autónomo basado en el federalismo de las regiones y en la
implantación del modelo parlamentario, que no llegó a aplicarse totalmente por el estallido de la Segunda
Guerra Mundial. Por tanto, Inglaterra pretendía controlar el proceso que llevara a la independencia: las
negociaciones y consultas se extendieron durante estos años, como fue la misión Cripps en 1942, con el fondo
de la Segunda Guerra Mundial, votando el Partido del Congreso la campaña de desobediencia cívica, con la
moción Quit India − fuera los ingleses de la India − lo que motivó una dura represión por parte británica.
Con el final del conflicto mundial, la llegada al poder de los laboristas en Inglaterra en 1945 precipitó el
proceso de la independencia. Al no poder lograr el mantenimiento de la unidad del país con una estructura
federal, el gobierno presidido por Attlee preparó entre 1945−1947, con el acuerdo de musulmanes, hindúes y
británicos, al Plan de Independencia y Partición de la India, de cuya realización se encargó el último virrey
británico del país, Lord Mountbatten. Su resultado fue la constitución de dos Estados independientes: la Unión
India, de mayoría hindú, y el Pakistán musulmán. Ello no impidió la proliferación inmediata de otros
conflictos permanentes entre comunidades, especialmente virulentos en las regiones del Punjab, Bengala o
Cachemira, repartidas entre la India y Pakistán.
La Unión India se articuló como un Estado democrático, recogiendo en la Constitución de 1950 la idea de la
unidad en la diversidad sobre la base de la democracia, la libertad, el laicismo y la igualdad. Desde la
independencia india, y concretamente desde las primeras elecciones de 1952, el Partido del Congreso
capitaneado por Nehru, y después de su muerte en 1964 por su hija, Indira Ghandi, había impulsado un cierto
despegue económico y una estabilidad institucional, dentro de un sistema parlamentario que solía ponerse
como ejemplo de la validez de las fórmulas democrático−occidentales en países descolonizados donde la
pobreza tan extendida, los altos índices de analfabetismo y una masa poblacional abrumadora y poco uniforme
en cuanto a la tradición cultural no favorecían en principio la aplicación de dichas fórmulas. Sin embargo, los
largos años en el poder y las características peculiares del propio Partido del Congreso −organización
heterogénea donde tenían cabida desde liberales radicales a partidarios de una planificación estricta del
desarrollo económico− comenzaron a generar un desgaste cada vez más palpable en los escándalos por
corrupción e incluso, ya en 1967, cuando su control del Parlamento de la Unión estuvo a punto de ser
eliminado. El conflicto latente alcanzó su máxima expresión en 1975, año en el que Indira Ghandi declaró el
estado de excepción y procedió al encarcelamiento de grupos opositores, impidiendo la celebración de nuevas
elecciones hasta 1977. Parecía evidente el declive del Partido fundado por Nehru y, efectivamente, por
primera vez desde la independencia, triunfó una coalición de organizaciones conservadoras, el Janata o
Partido del Pueblo. Su debilidad interna y el fracaso en algunas medidas modernizadoras de la economía
llegaron nuevamente al poder al Congreso en las elecciones de 1980.
Los graves problemas estructurales se han mantenido y agravado. La de por sí lamentable situación de los
sectores económicos ha empeorado en un proceso paralelo a los enfrentamientos sociales, en muchas
ocasiones de cariz religioso o nacionalista. En el caso del conflicto en Assam, cuyos hechos más luctuosos
tuvieron lugar en febrero de 1983, las acciones del ejército regular provocaron numerosísimos muertos en
149
aquella región; o las reivindicaciones de los sijs en 1984 que culminaron trágicamente con la ocupación por
las fuerzas armadas indias del Templo Dorado de Amritsar. Las violentas luchas entre hinduistas y sijs,
desencadenadas a partir de aquel momento, desestabilizaron la vida política india, como se demostró con el
asesinato de Indira Ghandi en 1983 por miembros sijs de su escolta. El Partido del Congreso, presidido desde
entonces por el hijo de Indira, Rajiv, que ostentaba ya la Secretaría General de la formación política, obtuvo
una aplastante victoria electoral en 1984.
El programa de actuación política de Rajiv Ghandi centraba su foco de atención en las prácticas
liberalizadoras de la economía, a la par que fomentaba las transformaciones modernizadoras en la
infraestructura. El problema era la financiación del proceso que iba a repercutir muy negativamente en el
presupuesto y la deuda externa, hipotecando en buena medida los recursos del país. La coalición de partidos
políticos dispares agrupados en el Frente Nacional lograba apartar del poder a la saga Gandhi en las
elecciones de 1989. Hacer frente a las necesidades de una población estimada en 830 millones de habitantes
en 1990 no parecía labor fácil para el Frente, más aún cuando con el único objetivo claro de arrebatar el
control institucional al Partido del Congreso, habían aceptado formar parte de él, tanto el partido comunista
como los conservadores Janata. La crisis profunda de la economía no recupera su rumbo, la herida abierta
décadas atrás en Cachemira o las tensiones con los sijs, son cuestiones las cuales la Guerra del Golfo y el
enfrentamiento latente con Pakistán en los primeros meses de 1990, o hicieron sino agravar. La vida política
se ha conducido con una estabilidad cada vez más precaria, como lo demuestra la sucesión de primeros
ministros y el asesinato del propio Rajiv Ghandi (22 de mayo de 1991) dentro de una crisis generalizada de
los partidos políticos indios que deben plantearse nuevas estrategias para el futuro próximo.
La evolución de Pakistán se ha caracterizado por la ausencia de instituciones democráticas firmes, lo que ha
facilitado desde muy pronto el recurso al golpe de Estado y el establecimiento de dictaduras militares. La
corrupción política, muy extendida desde los primeros momentos de la independencia, favoreció también la
tendencia antes indicada e incluso es útil para explicar el hecho de que el golpe de mano de Ayub Khan en
1958 fuese aplaudido por sectores amplios de la población. Su gobierno impulsó la aprobación de un texto
constitucional en 1962 que consagraba u sistema de tipo presidencialista para el país al considerar prioritaria
la consolidación de un poder fuerte. Favorecía la liberalización de la economía, lo cual produjo una cierta
mejora en los sectores primario y secundario. Cuando, en 1969, Ayub Khan era relevado en la cúspide del
poder efectivo por Yahya Khan, jefe supremo de las fuerzas armadas, y éste daba paso a la celebración de
elecciones para diciembre de 1970, el principal problema político de los años posteriores a la independencia
se hacía notar con toda su fuerza: la cuestión bengalí.
Pakistán estaba formado por dos grandes territorios separados por una amplia franja de tierra perteneciente a
la Unión India, fruto del proceso descolonizador. Muy pronto desde la parte oriental del Estado pakistaní −el
que fuera antiguo Estado indio de Bengala durante el Imperio británico−, con una economía en precario y una
abrumadora superpoblación, se comenzó a criticar al gobierno por su trato desigual a cada parte del país. El
agravamiento de las diferencias culturales a pesar de la común tradición musulmana, y la negativa a aceptar
una autonomía real con amplias prerrogativas, enconaron las actitudes de los dirigentes orientales, agrupados
en la Liga Awani, la cual fue el partido vencedor de las elecciones de 1970 en Bengala: Poco después, ya en
1971, y arropados por el pueblo, los independentistas de la Liga proclamaron la plena soberanía del Pakistán
oriental o Bangla−Desh. Pakistán no reconoció la independencia y se lanzó ese mismo año a una guerra que
terminó en derrota debido a la ayuda que La India otorgó a Bangla−Desh.
Pakistán concentró entonces sus esfuerzos en la puesta en marcha de un proceso constituyente que terminara
con la omnipresencia militar en el gobierno y en la Administración: para ello, el Partido del Pueblo de Bhutto,
que había salido victorioso de las elecciones de 1970, elaboró una carta magna finalmente aprobada en 1973.
El descontento generado por la penuria económica y la influencia militar en todos los estamentos
político−institucionales, creció desmesuradamente con la ley marcial impuesta para todo el país en 1977, a la
vez que las voces discrepantes se canalizaban a través de las organizaciones políticas ilegales, cuyo objetivo
era lograr auténticas garantías constitucionales en un Estado donde prevaleciera el poder civil. En buena
150
medida, y como se vio en el llamamiento a la desobediencia civil que estas fuerzas hicieron en agosto de
1983, lo que pretendían era el respeto a la Constitución de 1973, y la puesta en práctica de todo su articulado.
A pesar de la ayuda norteamericana al gobierno de Pakistán −siempre fiel aliado suyo− la situación se
degradaba por momentos y los militares aceptaron ciertas licencias como la convocatoria de elecciones para
finales de 1988 de las que saldría ganador el tradicional Partido del Pueblo Pakistaní encabezado por Benazir
Bhutto. Su gobierno, hasta octubre de 1990, cuando fue ampliamente derrotado por la Alianza Democrática
Islámica, se caracterizó por una confrontación constante con el Presidente de la República, Ghulam Isaac
Khan, que gozaba de amplios poderes; como con el Ejército, que después de 1988 no controlaba teóricamente
el poder aunque seguía siendo pieza clave en la evolución política del país. De hecho en los años Bhutto, con
una población analfabeta de más del 65 %, todavía el sector militar acaparaba cerca del 40 % de los gastos
presupuestarios. El resultado fue el freno, cuando no paralización absoluta, de las reformas prometidas por el
Partido del Pueblo, lo que minó la confianza de sus votantes. La Alianza Democrática Islámica de Nawaz
Sharif fue la gran beneficiada del descontento y, desde finales de 1990 su líder pasó a ser primer ministro en
un momento especialmente crítico por la inmediata repercusión de la crisis del Golfo y la alarmante situación
de la hacienda pública. En el campo económico, sin embargo, su acción liberalizadora para atraer capital
extranjero y mejorar la infraestructura industrial y de servicios públicos parecía ofrecer posibilidades al
desarrollo con el objetivo de resolver el hasta ahora problema del reparto equitativo de las rentas, aunque
permanece presente el temor al golpe militar.
En cuanto a Bangla−Desh, el poder estuvo en manos del jeque Mujibur Rahman líder de la Liga Awani,
organización ganadora de las primeras elecciones del nuevo Estado en 1973. La Liga era un complejo
entramado de intereses e ideologías aunadas por el afán independentista en torno a un abstracto lema:
nacionalismo, democracia, socialismo y secularismo. La tendencia hacia el autoritarismo de Arman quedó
patente cuando en diciembre de 1974 instauraba un régimen de partido único a la vez que suspendía las
garantías constitucionales; sin embargo, en el año siguiente, un grupo de oficiales dio un golpe de mano que
acabó con la propia vida del líder de la independencia.
Después de unos años de inestabilidad provocada por la sucesión de ejecutivos efímeros, el general Ziaur
Rahman se hacía con el poder en 1977 y legitimaba su posición apoyando la formación de un nuevo partido,
el Yagodal. Sin embargo, la carrera política del general Rahman fue truncada al ser asesinado en otro golpe de
Estado, realizado en mayo de 1987. Precisamente, fue el general Ershad, aquel con cuya rápida actuación se
frenó el golpe, quién un año después protagonizó la toma incruenta del poder y logró reforzar su situación
hasta 1990, cuando dimitió ante la incapacidad de sacar al país de la profunda crisis en la que estaba sumido:
las catástrofes naturales golpean sin cesar a una población cada vez más empobrecida, dentro de la cual sólo
una exigua minoría se beneficia de la explotación agraria a gran escala y de la industria textil. En las
elecciones celebradas a comienzos de 1991, el Partido Nacional de la begun Ziá, viuda del presidente
asesinado Ziaur Rahman, alcanzó la mayoría con un programa basado en la liberalización de la economía, y la
consolidación de los amplios poderes presidenciales para manejar con firmaza los destinos del país. Sin
embargo, la presión demográfica, la intransigencia islámica, el atraso estructural de todos los sectores
económicos y la constante amenaza de la intervención militar, son todo un reto para el gobierno Ziá y no
presagian un futuro fácil para el país.
Camboya, que había sido reconocida como Estado independiente en la Conferencia de Ginebra en 1954, llevó
durante los primeros años una vida política muy normalizada con ausencia de problemas graves en el
abastecimiento alimenticio, inexistencia de conflictos sociales y religiosos de importancia y la política de no
alineación seguida por Norodom Sihanuk. Pronto, sin embargo, el conflicto vietnamita le afectaría de forma
nítida. En 1970, el general Lon Nol daba un golpe de Estado y establecía un régimen republicano que pedía
ayuda rápidamente a Estados Unidos con el objetivo de atajar la amenaza comunista. Desde ese momento, los
levantamientos militares, exitosos o no, fueron moneda corriente mientras la situación socioeconómica se
degradaba. Por su parte, Sihanuk concertó una alianza con los comunistas vietnamitas y laosianos, y desde
Pekín formó el Frente Unido Nacional, cuyas fuerzas armadas llegaron a controlar los dos tercios del territorio
151
nacional en 1973.
Sin embargo, la guerrilla del khmer rojo no dejó de avanzar desde el norte hacia la capital y, en diciembre de
1975, proclamó el Estado Democrático de Camboya−Kampuchea, procediendo a la eliminación de todo
enemigo e instaurando un régimen de terror, que produjo en los cuatro años de vigencia del régimen entre uno
y dos millones de muertos. La economía salió muy mal parada en este panorama de conflictividad
permanente. El desarrollo industrial fue muy irregular y de escasa entidad si consideramos que todavía en
1975 sólo constituía el 17 % del PNB. Las lacras derivadas del analfabetismo y de algunas formas de vida
tradicionales siguen siendo también una rémora para el progreso camboyano.
En Camboya, el apoyo de la República Popular China fue relevado a partir de 1980 por la U.R.S.S. que, tras la
intervención armada vietnamita, se convirtió en su más firme garante. El cambio reconstructor por Gorbachov
obligó a las autoridades camboyanas a iniciar una apertura económica mientras su ejército, después de la
retirada de las fuerzas vietnamitas en 1986, era incapaz de derrotar a las distintas facciones guerrilleras, desde
los khmer rojos al Movimiento de Liberación Nacional de Kampuchea de Norodom Sihanuk. La
imposibilidad de obtener una victoria clara para ninguna de las partes impulsó las conversaciones de paz y el
alto el fuego provisional se alcanzó en mayo de 1991. Tres meses después la guerra finalizaba con un acuerdo
auspiciado por las Naciones Unidas. Un Consejo Supremo Nacional en el que estaban representadas todas las
fuerzas implicadas era el encargado de promover elecciones libres e intentar poner orden en el devastado país.
Laos era ya independiente desde 1945. No obstante, la influencia de Estados Unidos fue ampliándose desde
los años cincuenta ante el temor de que el país cayera en manos de los comunistas del Pathet Lao, como
finalmente sucedió tras la práctica retirada norteamericana de Indochina y el apoyo de Hanoi a la
proclamación de la República Democrática Popular de Laos a comienzos de 1973. En este país, uno de los
Estados más pobres de la tierra, la liberalización de la economía y la tolerancia para con la iniciativa privada
dieron sus primeros pasos en 1980 ante la desastrosa situación económica, si bien su firme alianza con
Vietnam le ha llevado a rechazar posibles reformas del sistema al modo de la perestroika soviética y el V
Congreso del Partido Revolucionario del Pueblo Lao, reunido en marzo de 1991, rechazó el pluripartidismo y
afirmó su ideología comunista.
Reacción diferente ante la caída de los regímenes socialistas en Europa fue la adoptada por Birmania (la
actual Unión de Myanmar). Independiente desde 1948, su evolución política fue común a la de otros países
del sudeste asiático. La larga dictadura militar prohibió los partidos políticos a favor del Partido del Programa
Socialista de Birmania del general Ne Win. Un Consejo Revolucionario formado por militares detentaba el
poder efectivo y fue el que desarrolló la política socializadora sin obtener una mejora de las condiciones
económicas del país. Por otro lado, los problemas étnicos derivados de la amplia población no birmana fueron
insolubles a pesar de la apelación constante a la solidaridad entre los pueblos hermanos.
Fue en agosto de 1981 cuando Win anunció su dimisión, relavándole otro general, San Yu, que no varió
ostensiblemente la línea marcada por su predecesor, si bien aumentó la inestabilidad del país desgarrado por
luchas intestinas entre facciones guerrilleras de distintas etnias e inclinaciones políticas. Aun cuando en los
años finales de la década de los ochenta el gobierno de otro militar, Saw Mawng, acabó con los
enfrentamientos armados y prometió una liberalización política (cambiando incluso el nombre del país que
pasó a denominarse Unión de Myanmar, para evitar el predominio del pueblo birmano sobre los demás), la
brutal represión contra los opositores ha continuado y no se han resuelto los problemas económicos, cerrando
además el país a las influencias extranjeras.
Tailandia representa un modelo ejemplar en este sentido. Desde 1947 los golpes de Estado se han sucedido
impidiendo un desarrollo armónico de las instituciones políticas. Tampoco sirvió la ayuda material constante
de Washington a partir de 1950 para dotar al país de una infraestructura industrial suficiente. El aumento
poblacional y las cíclicas crisis agrarias contribuyeron a empeorar la situación hasta la década de los setenta,
cuando inversiones crecientes de capital japonés y de Taiwán produjeron primero un paulatino y luego un
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rápido crecimiento económico del que se ha beneficiado sólo una parte exigua de la población. El control
militar de la vida política ha variado muy poco. En febrero de 1991 otro golpe de Estado abolía de nuevo el
ordenamiento constitucional vigente y prometía, una vez saneada la situación, elecciones libres.
La evolución de Ceilán, independiente desde 1948, y convertida en 1972 en República de Sri Lanka, ha estado
también caracterizada por la conflictividad permanente y el desastre económico que han sido incapaces de
superar desde gobiernos de tipo marxista hasta liberales. La violencia desatada entre tamiles (minoría de
origen indio) y cingaleses ha degenerado en una auténtica guerra civil de enormes dimensiones de la que
todavía hoy en día no se ve una salida negociada. Las Islas Maldivas son independientes desde 1965,
transformándose en República 1968. Por último, el Sultanato de Brunei obtiene la independencia de Gran
Bretaña en enero de 1984.
EL PANARABISMO Y LOS CONFLICTOS ÁRABE−ISRAELÍES
La descolonización en el S. XX tiene una primera fase en su desarrollo al iniciarse el proceso, casi paralelo y
en los mismos años, que se registra en Asia Oriental, por un lado, y en el Próximo Oriente, por otro, que lleva
en esta última región hacia las independencias de los países árabes administrados desde el término de la
Primera Guerra Mundial bajo el sistema de Mandatos por Gran Bretaña. Así el mundo árabe del Próximo
Oriente es el primero en ser descolonizado en su conjunto, en un proceso en el que se distinguen varias fases:
1º. El periodo de entreguerras se caracteriza por el desarrollo del nacionalismo en los Mandatos y la obtención
de las primeras independencias; 2º. De 1945 a 1952 es la fase de las independencias árabes y la creación de la
Liga Árabe; 3º. Entre 1952 y mediados de los años setenta es el periodo de las revoluciones árabes, de la
consecución de todas las independencias y del agravamiento del conflicto con Israel; y 4º. Desde la segunda
mitad de los años setenta hasta nuestros días es la fase, por un lado, del surgimiento de nuevos conflictos, y
por otro, de los comienzos de las negociaciones en la búsqueda de la pacificación de la región.
Además, dentro del mundo árabe−islámico hay que distinguir tres regiones geohistóricas: 1ª. Los países
árabes del Próximo Oriente; 2ª. Los países musulmanes no árabes de Oriente Medio; y 3ª. Los países árabes
del norte de África.
Durante el periodo de entreguerras el pueblo árabe desarrolla su conciencia nacional o arabidad, iniciada en la
fase anterior, y va a dando nacimiento a los nuevos Estados árabe−islámicos de Asia Sudoccidental, al mismo
tiempo que mantienen vivo el ideal de la unidad árabe. Este proceso descolonizador del despertar árabe,
históricamente paralelo al de la rebelión de Asia, tiene sus propios factores y componentes históricos.
El nacionalismo árabe se fue configurando progresivamente desde mediados del S. XIX al reencontrarse en la
ideología colectiva social elementos étnicos −el pueblo árabe−, y religiosos −el Islam−, con una cultura y
expresión común: la lengua árabe, así como la conciencia de una gloriosa historia de unidad y esplendor, que
constituyen el andamiaje del nuevo nacionalismo árabe. Las manifestaciones iniciales de este movimiento
están representadas por la fase denominada por M. Rodinson como de protonacionalismo árabe, que
corresponde a la segunda mitad del S. XIX y que tiene un doble carácter: de renacimiento cultural y de
concienciación política contra el poder turco dominante.
A comienzos del S. XX se produce una reactivación cultural, ideológica y política del nacionalismo árabe que
da nueva animación y talante al movimiento, quedando debilitado y dividido durante la Primera Guerra
Mundial. Tras este conflicto, a lo largo del periodo de entreguerras, se reactiva y renueva el nacionalismo
árabe registrándose el desarrollo de la conciencia nacional en un proceso de rebelión y lucha en favor de una
auténtica independencia y unidad frente al poder y la presencia franco−británica, hasta la Segunda Guerra
Mundial. Al término de esta contienda, en la posguerra, el nacionalismo árabe ha alcanzado alguno de sus
objetivos, aunque de forma limitada, con la obtención de la plena independencia política, pero no de la
unidad.
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El Panarabismo, o movimiento de unidad árabe, se ha manifestado de forma paralela e íntimamente unido al
nacionalismo árabe: independencia y unidad árabes han sido aspiraciones históricas comunes, que se han
mantenido durante un tiempo esencialmente interrelacionadas, incluso en nuestros días. El Panarabismo se
define como el movimiento de carácter histórico que tiende a la unión y la cooperación de todos los pueblos y
Estados árabes de Asia y de África para la formación de una única y gran nación árabe, durante la segunda
mitad del S. XIX. Ya en el S. XX el Panarabismo vive su replanteamiento en los años de la Primera Guerra
Mundial, al mismo tiempo que las aspiraciones a la independencia en un esfuerzo de acción común. A lo largo
del periodo de entreguerras y al término de la Segunda Guerra Mundial, el Panarabismo, como ideal de esa
unidad se mantiene y llega a expresarse en algunos proyectos de unión y en declaraciones de sus dirigentes y
organismos, así como llega a contar con el apoyo formal británico, desembocando en la constitución en El
Cairo de la Liga de Estados Árabes en 1945 que, si por un lado es la expresión de esa vieja aspiración a la
unidad, por otro, se encuentra muy lejos de la misma tal como se concebía en sus orígenes ideológicos,
decepcionando a amplios sectores del pueblo árabe.
El Panislamismo, como movimiento de más amplitud y mayores pretensiones formales que el Panarabismo,
pero por ello también menos concreto y de menor conciencia y coherencia políticas, pretende la colaboración
y unificación ideológica de todo el mundo islámico, no limitado sólo a los árabes. El movimiento panislámico
surgió como ideología a lo largo de la segunda mitad del S. XIX, tras la crisis del Sultanato turco, con la
celebración de una serie de congresos internacionales en un contexto que intentaba ensamblar esta corriente
islámica con los pueblos árabes, y con la formulación de un islamismo modernizado. Tras la Segunda Guerra
Mundial resurgió una vez más el movimiento panislámico, ya con renovadas orientaciones y características.
Durante y desde los momentos finales de la Primera Guerra Mundial se inician en el Próximo Oriente los
cambios que conllevan la descolonización del Islam árabe asiático y la organización de los pueblos árabes en
un conjunto de Estados independientes, a lo largo de un proceso constituido por una serie de fases con unas
especiales características, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, la obtención de las independencias
en torno a la Segunda Gran Guerra, y el estallido de las revoluciones desde 1952.
Durante el periodo de entreguerras (1919−1945), el Próximo Oriente quedó organizado por la Sociedad de
Naciones bajo el sistema de Mandatos con la tutela de Gran Bretaña y Francia. Gran Bretaña administró sus
territorios como monarquías árabes, que evolucionan pronto hacia una independencia controlada. en primer
lugar, y vecino e integrado en esta región, puso fin a su Protectorado sobre Egipto, al que concedió una
independencia formal en 1922, organizando el Estado como monarquía bajo la soberanía del rey Fuad hasta
1936, y luego sucedido por su hijo el rey Faruk hasta 1952, promulgándose una Constitución en 1923 y
firmándose en 1936 un tratado de alianza con Gran Bretaña. En el Próximo Oriente, el mandato de Irak,
regido por el hachemita Feysal, es independiente desde 1932; el mandato de Transjordania fue organizado por
Inglaterra como Emirato en 1923, siendo gobernado por el también hachemita Abdullah; y el mandato de
Palestina quedó bajo administración directa británica al registrarse el choque entre las promesas y los intereses
de los árabes, por un lado, y de los judíos sionístas, por otro. Los Mandatos franceses se organizan como
Repúblicas, y tanto Siria como Líbano acceden a una autonomía controlada en 1936.
En la Península Arábiga, mientras tanto, se registra de 1919 a 1932 el enfrentamiento entre el reino hachemita
de Hedjaz y el saudita de Nejd, que al terminar con la victoria de Ibn Saud, sometiendo a su poder a los
pequeños reinos peninsulares, expulsó a los hachemitas de la Península y consagró la unidad de toda Arabia
bajo la monarquía feudal de los sauditas, excepto las regiones costeras del sur y del este donde se mantuvieron
algunos soberanos árabes menores bajo la protección británica, proclamando en 1932 la creación del reino
unificado de Arabia Saudí. Entre 1919 y 1937,Yemen se organizó también como reino independiente. De esta
manera queda completado el mapa de las modernas naciones árabes del Próximo Oriente, y este panorama
general se mantiene sin grandes cambios a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual los árabes
permanecen unidos a los aliados.
Entre 1945 y 1952 se extiende la fase en la que al término de la Segunda Guerra Mundial se consolidan e
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incrementan las independencias de los países árabes del Próximo Oriente, aunque en unas condiciones y
circunstancias muy determinadas. Estas independencias fueron la fórmula política que representa los deseos
de las respectivas oligarquías nacionales árabes, vinculadas con los intereses económicos occidentales y que
se combinan en la expresión de un nacionalismo conservador aliado con Occidente: en 1945 Irak es ya un
reino plenamente independiente, y en 1946 lo son las Repúblicas de Siria y Líbano, y también Transjordania,
que en 1949 se convierte en el reino de Jordania; así como la monarquía de Omán en 1951, con lo que todos
los países árabes del Próximo Oriente son ya independientes.
El ideal de la unidad árabe se materializa, si bien de forma limitada, en la constitución de la Liga de Estados
Árabes que nace en El Cairo en marzo de 1945, que si, por un lado, venía a hacer realidad la vieja aspiración
de unidad del nacionalismo árabe, por otro, debido a sus propias características y a la influencia y protección
británicas en su creación, no llegó a satisfacer plenamente las aspiraciones de los pueblos árabes, que
quedaron en parte defraudados. El Pacto de constitución de la Liga Árabe se firmó en El Cairo por Egipto,
Arabia Saudí, Yemen, Irak, Transjordania, Siria y Líbano. A estos países fundadores se fueron uniendo
sucesivamente: Libia en 1953, Sudán en 1956, Marruecos y Túnez en 1958, Kuwait en 1961, Argelia en 1962,
Yemen del Sur en 1967, Qatar, Bahrein, Omán y Emiratos Árabes Unidos en 1971, Mauritania en 1973,
Somalia en 1974 y Yibuti en 1977, también se integró en la Liga desde 1964 la OLP.
Los objetivos de la Liga Árabe, cuya sede se fijó en El Cairo, son los de estrechar las relaciones entre los
Estados miembros, coordinar su política y preservar su independencia. La organización posee un Secretariado
General, un Comité político y Comités encargados de los asuntos económicos y financieros, de las
comunicaciones de los asuntos culturales, de las cuestiones de nacionalidad, de la salud y de asuntos sociales.
Pero la Liga Árabe va a ser sometida muy pronto a una dura prueba: el nacimiento del Estado de Israel y la
primera guerra árabe−israelí consiguiente.
Como ha señalado J. Chesneaux, la historia de Asia en la época contemporánea no es monolítica: su herencia
tradicional era budista, confucionana o musulmana; los sistemas de dominación colonial ligaron los países
asiáticos a Inglaterra, Francia, Holanda, España, Portugal y Estados Unidos; y las opciones políticas seguidas
desde las independencias han sido también muy diversas. Estos países de Asia ocupan una posición original
en el mundo contemporáneo, y la historia de Asia no se ha desarrollado en un compartimento estanco, sino
que ha tenido una dinámica propia.
A mediados del S. XX, al cumplirse el proceso de descolonización asiático, ha surgido así lo que F. Doré
define como el Asia de las naciones, un Asia independiente que se ha edificado sobre el desorden y la
confusión, un Asia que libre del dominio de Occidente se ha construido en gran parte contra éste, que ha
pensado hallar su fuerza en el nacionalismo, en un nacionalismo agresivo. En todos los casos, el nacionalismo
es la levadura necesaria de las nuevas sociedades estatales, ya que la independencia de éstas es quizás
demasiado reciente para que la búsqueda de su identidad no sea la preocupación dominante, y a veces
exclusiva, de los gobernantes. La afirmación de la supremacía y la permanencia del Estado resultan entonces
la característica principal de los diferentes regímenes políticos a través de la singularidad de los perfiles
nacionales.
La mayor parte de los Estados asiáticos han adoptado una estructura unitaria con un grado más o menos
acentuado de descentralización: la imposición de estas estructuras resultó, no obstante, imposible cuando la
diversidad de tradiciones y culturas era demasiado grande, los factores históricos de la unidad política
demasiado inmediatos o la voluntad de los gobernantes insuficientemente compartida por los gobernados.
Pero sigue habiendo tendencia a imponer nuevos modelos constitucionales a los Estados, y a instaurar
relaciones de desigualdad interna entre las distintas regiones y el poder central, por una suerte de
neoimperialismo interno que asemeja a los Estados federales con los Estados unitarios: la índole política de
los regímenes es, en estas condiciones, el elemento esencial de la diferenciación entre los Estados.
Como escribe H. Deschamps, la historia es movimiento. Europa, que ayer era reina del planeta, conoce como,
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después de América, Asia ha repudiado el colonialismo, el Islam se levanta, y África lentamente despierta,
dando nacimiento a un mundo nuevo. En definitiva, como señala G. Barraclough, la historia del S. XX es en
gran parte la historia del cambio de condiciones y de la situación en Asia y en África. Su resultado ha sido una
revolución en la posición relativa que han venido a ocupar Asia, y después también África, en la escena
mundial y que representa casi de seguro la revolución más sintomática de nuestro tiempo actual.
El resurgimiento de estos continentes ha impreso a la historia de la época actual un carácter diferente a cuanto
se había conocido hasta ahora: el hundimiento de los Imperios coloniales es uno de sus aspectos, pero el otro,
el más significativo, es el progreso que han realizado los pueblos de Asia y de África en nuestro tiempo por
conquistar un nuevo puesto de honor entre los Estados del mundo, y un protagonismo de primer plano en la
historia contemporánea.
En cuanto a la orientación política de los nuevos Estados independientes asiáticos, en el orden nacional, la
democracia parlamentaria de tipo occidental ha sufrido muchas vicisitudes en estos países desde 1947; entre
los Estados sucesores del orden colonial sólo India, Ceilán, Malasia y Singapur la han mantenido, entre
tensiones y problemas. Los restantes países han conocido conflictos y regímenes autoritarios, salidos de
golpes de Estado militares, de distinto contenido y expresión: así, inestabilidad y régimen militar popular en
Birmania; oligarquías y militarismo en Filipinas, Tailandia, Pakistán, Corea del Sur y Taiwán; Indonesia
evoluciona del autoritarismo popular al militar y oligárquico, mientras que el sistema comunista se impuso en
China, Mongolia, Corea del Norte y Vietnam, y regímenes populares de corte marxista han dominado
Camboya y Laos.
En el plano internacional hay que tener en cuenta que el acceso a la independencia de estos nuevos Estados ha
coincidido con la iniciación y el desarrollo de la Guerra Fría, lo que dificultó su orientación política
internacional, además de la elección de un determinado régimen político y la vía de su desarrollo económico,
agrupándose en el sistema mundial de acuerdo con sus tendencias. Por un lado, están los que se integraron en
el bloque comunista. China, Mongolia, Corea del Norte y Vietnam del Norte −tras la unificación en 1975,
todo Vietnam−; por otro, están los aliados de EEUU: Filipinas, Corea del Sur, Taiwán, Tailandia y Pakistán, a
los que se unió más tarde Indonesia. Entre ambas tendencias se encuentra el grupo de los cinco países de
Colombo: India, Birmania, Ceilán, Indonesia y Pakistán −estos dos últimos unidos después al bloque
pronorteamericano− que iniciaron y desarrollaron el movimiento de no alineación o neutralismo activo entre
ambos bloques, que tuvo su primera manifestación en la Conferencia afroasiática de Bandung.
La evolución de los acontecimientos en Turquía resultó mucho menos traumática que en el resto de los
Estados de la zona. Este país, heredero del antiguo Imperio Otomano −aunque circunscrito casi
exclusivamente a la península de Anatolia− es el que, de la mano de Mustafá Kemal Attaturk y sus seguidores
durante los años de entreguerras, inició y consolidó con más éxito el proceso de modernización política, social
y económica de corte occidental, aunque ha preservado la religión islámica como seña de identidad más
importante. A pesar de la muerte de Kemal en 1938, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Turquía,
dirigida por el general I. Onönü, logró mantenerse neutral prácticamente hasta el final del conflicto momento
en el cual (febrero de 1945) declaró la guerra a las potencias del Eje; así pudo vincularse más estrechamente a
las potencias aliadas, en especial a Estados Unidos.
Mirando más a Europa que a Asia, y teniendo en cuenta su situación estratégica (auténtica encrucijada entre
Oriente y Occidente), en 1952 formalizó su adhesión a la OTAN. No obstante tampoco le han faltado
problemas a Turquía. En política interna, las épocas de poder personal o de dictaduras civiles encubiertas,
caso de Menderes en los años cincuenta, así como golpes de Estado de las fuerzas armadas en 1960 y en 1980
−con las consiguientes reformas del ordenamiento constitucional− han mediatizado el funcionamiento de la
democracia parlamentaria; en los últimos años, sin embargo, la principal preocupación de las autoridades
turcas no es otra que evitar el avance del fundamentalismo islámico en el país. En otro orden de cosas, la
cuestión del Kurdistán, que también afecta a otros países de la zona, sigue sin resolverse, lo que ha obligado al
gobierno de Ankara a vivir en una permanente vigilia armada para evitar los golpes de mano de la guerrilla
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kurda.
Al mismo tiempo, la evolución de la cuestión de Chipre, especialmente desde la crisis de los años cincuenta
entre las comunidades griego−chipriota y turco−chipriota (que llevó a la independencia de la isla en agosto de
1960), y, sobre todo, de los años sesenta (teniendo que actuar la ONU en 1963) ha preocupado
permanentemente a la diplomacia turca. Ante los sucesos ocurridos con motivo de un golpe de Estado en
Chipre, inspirado en julio de 1974 por el régimen de Atenas, el Ejército turco se vio en la necesidad de
intervenir ocupando el noroeste de la isla, forzando de hecho la partición de la misma con la creación en dicho
sector de un Estado Autónomo Federado Turcochipriota (febrero de 1975), situación que fue consolidándose a
medida que avanzaba el proceso de turquificación en la zona norte; los acontecimientos de Chipre enfrentaron
diplomáticamente al gobierno de Turquía con la ONU al no facilitarse las negociaciones que hicieran posible
el establecimiento en la isla de un Estado federal bizonal, e incluso con Estados Unidos (la crisis de las bases),
resolviéndose este último ante la escalada del fundamentalismo en Irán. En 1983 era proclamada la República
Turca de Chipre del Norte, sin que haya sido posible hasta el momento resolver el contencioso de manera
favorable para ambas partes conforme a las directrices de la ONU.
El problema del Kurdistán está enraizado con la desaparición del Imperio Otomano tras la Primera Guerra
Mundial. En el Tratado de Lausana de 1923 no se estipuló ninguna cláusula respecto a una posible autonomía
ni tampoco creó la Sociedad de Naciones un Mandato sobre el Kurdistán (en los años cincuenta se fundó en el
Kurdistán iraní la República Kurda de Mahabad que, sin embargo, no pudo subsistir). En la actualidad su
territorio y población se encuentran divididos entre Turquía (el 50 % de ambos), Irak e Irán (casi el otro 50 %)
y, en mucho menor grado, Siria y algunos países de la Comunidad de Estados Independientes (CEI). A tal
problema no se le ha dado todavía solución ya que los países a los que les afecta lo consideran como algo
meramente interno. Todo el Kurdistán ha vivido en una permanente inestabilidad política debido a su fuerte
sentimiento nacionalista que ha afectado en primer lugar a Turquía durante los últimos años tras las acciones
emprendidas en 1985 por el Partido de los Trabajadores Kurdos, marxista−leninista (PKK), a través de la
guerrilla armada o por el Frente de Liberación Nacional del Kurdistán (ERNK), brazo político del anterior.
Especialmente conflictiva ha sido también la vida del pueblo kurdo en Irak, país que en los años sesenta y
setenta tuvo que actuar militarmente contra la comunidad kurda. El último brote de la permanente rebelión de
esta comunidad se produjo al finalizar la invasión de Kuwait.
Para evitar la extensión del virus kemalista en Irán y seguir controlando la vida del país, los clérigos chiítas
apoyaron en los años de entreguerras la instauración de un régimen monárquico con el general Pahleví al
frente que se proclamó Sha. Sin embargo, en un ambiente de insatisfacción general por parte de la población y
ante la cada vez más estrecha vinculación a Occidente por parte de la monarquía, los clérigos chiítas
comenzaron a actuar a partir de la década de los cincuenta en abierta oposición al régimen. En estos años Irán
−con el Sha Mohamed Reza Pahleví− era la potencia hegemónica del Medio Oriente desde el punto de vista
económico y militar. Socialmente, sin embargo, el país sufría un trauma debido a las pretensiones oficiales de
transformación radical de la sociedad −la llamada revolución blanca−, proyectada sobre el modelo de
desarrollo occidental− que para nada tenía en cuenta las tradiciones seculares del país, de raíz musulmana.
El proceso se complicó a partir de la década de los setenta, sobre todo, por motivos económicos, lo que
produjo la recesión de los sectores productivos y un gran descontento popular en todo el país. La situación fue
aprovechada por toda la oposición religiosa y política (Frente Nacional) al régimen del Sha para desestabilizar
Irán. A partir de 1978, la Universidad de Teherán y las mezquitas cobraron un protagonismo inusitado y,
reafirmando los valores del Islam −el fundamentalismo− contra todo lo ateo y extranjerizante, se hicieron con
las riendas del país bajo la dirección del imán Jomeini, que se encontraba en el exilio. La revuelta popular
−auténtico movimiento social− hizo suya la principal consigna de los clérigos de derribar la monarquía de los
Sha Pahleví e instaurar la República, que también aceptó la oposición política. El resultado de la movilización
no se hizo esperar: el 16 de enero de 1979 el Sha salía del país; el 1 de febrero el ayatola Jomeini regresaba a
Irán y el 11 de febrero de 1979 el Consejo Revolucionario Islámico se hizo con todos los resortes del poder.
Finalmente, el 1 de abril de 1979 era proclamada oficialmente la República Islámica de Irán, apoyada en
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baluartes como las masas enfervorizadas por la fe musulmana radical, los guardias de la revolución, los
clérigos chiítas como últimos garantes de la ortodoxia y de la legalidad islámica o el culto a la personalidad
encarnado en Jomeini. La oposición, a derecha e izquierda, y las restantes minorías religiosas fueron
depuradas sin contemplaciones. Como ha escrito J. P. Derrienic la revolución fundamentalista iraní es el más
grande movimiento popular que ha conocido Oriente Medio en el siglo XX.
La irrupción y triunfo del fundamentalismo islámico en Irán trastocó las conciencias de numerosos
musulmanes y añadió un nuevo motivo de conflicto en el Próximo y Medio Oriente. Los aires de renovación
del Islam comenzaron a expandirse desde las mezquitas de Teherán a todos los países de la zona gracias al
entusiasmo de los chiítas y al descontento de las masas ante una situación de crisis permanente. El
fundamentalismo jomeinista prometía un nuevo paraíso y reclamaba para sí la exclusiva dirección de la vida
de los creyentes en Alá desde todos los puntos de vista: ideológico, político, social y cultural. En esencia se
trataba de instaurar un absolutismo político−religioso según los postulados coránicos, ya que la religión del
Islam tiene preceptos para todo cuanto incumbe al hombre y a la sociedad. Este nuevo totalitarismo de tipo
teocrático basado en el igualitarismo, la nomocracia y el republicanismo −que pretendía llevar la revolución
iraní a todos los países islámicos− fijó su primer objetivo en Irak. Ante las pretensiones panislamistas del
régimen fundamentalista iraní, países como Arabia Saudí, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Omán, Qatar o
Kuwait crearon el 26 de junio de 1981 el Consejo de Cooperación del Golfo con el objetivo de actuar
preventivamente contra todo intento desestabilizador en la zona, aunque la evolución de los acontecimientos
demostró la imposibilidad de preservar la paz en el Próximo Oriente.
La proclama de Jomeini para que los chiítas de Irak −el 60 % de la población, la comunidad más numerosa−
se sublevaran contra el régimen baazista, ateo, enemigo del Islam y del pueblo iraquí puso en pie de guerra al
Ejército de Saddam Hussein, que desde julio de 1979 era el hombre fuerte del país. Para R. King y E. Karsk la
guerra Irán−Irak fue una consecuencia directa de la revolución iraní. Los objetivos bélicos fueron frenar el
fundamentalismo chiíta, salvar el régimen baazista y hacer de Irak la primera potencia de la zona. El pretexto
para iniciar las hostilidades lo encontró el líder iraquí en el humillante tratado de Argel de 1975 que su país se
vio obligado a firmar con Irán para que éste dejara de apoyar la sublevación kurda, y según el cual Irán pasaba
a controlar la vía de agua de Chatt−el−Arab de vital importancia para Irak. El momento escogido para el
ataque por sorpresa −el inicio de la guerra preventiva− fue el 23 de septiembre de 1980. Después de los
primeros triunfos iraquíes, el ejército de Irán logró recomponer sus posiciones y resistir la invasión de Irak.
Había comenzado una larga y terrible guerra de posiciones y de desgaste total. En 1986, el ejército del de Irán
revolucionario pasó a la iniciativa, tomando posiciones en el país rival, hasta que las partes en conflicto se
vieron obligadas, el 20 de agosto de 1988, a aceptar el alto el fuego impuesto por la ONU. Paradójicamente,
los ocho años de guerra sin victoria para ningún contendiente supusieron el fortalecimiento del régimen del
ayatola Jomeini, mientras que, por el contrario, la firma del armisticio supuso un duro golpe para el régimen
de Saddam Hussein−
Afganistán, antiguo Estado tapón del Medio Oriente, adquirió un valor estratégico de primer orden durante los
años de la Guerra Fría. Teniendo en cuenta que Irán era un firme aliado de Estados Unidos, la Unión Soviética
prestó gran atención a la evolución interna del Estado afgano durante la época actual. Afganistán no encontró
la necesaria estabilidad política con la monarquía constitucional de 1953, que fracasó a la hora de modernizar
al país social y económicamente. En 1973 cayó la monarquía y en su lugar se constituyó una república
tradicional con Mohammed Daud al frente.
En 1978, el Partido Democrático del Pueblo −inspirado en el comunismo soviético y con apoyo de la
U.R.S.S.− derrocó al presidente Daud e instituyó una república de tipo soviético con Hafizallah Amin como
máximo dirigente. Los comunistas afganos comenzaron la transformación del país conforme al modelo
imperante en la Unión Soviética con Amin como dictador único. El proyecto de cambio maximalista (la
revolución roja) de Amin chocó frontalmente con la oposición armada de los muyahidines musulmanes,
conflicto que alcanzó su momento más intenso en 1979. Ante la extensión del levantamiento de los
guerrilleros afganos, los acontecimientos adquirieron una nueva dimensión de carácter internacional. Amin
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solicitó la intervención de la U.R.S.S. para sofocar la rebelión armada. Los motivos de la Unión Soviética
estaban claros: en primer lugar, por solidaridad internacionalista; en segundo lugar, para evitar que Estados
Unidos adquiriera un recambio en su política de alianzas una vez que había perdido Irán tras la revolución
fundamentalista.
A partir de septiembre de 1979, entraban en Afganistán las primeras unidades militares del Ejército Rojo. La
U.R.S.S. había decidido actuar abiertamente y, al mismo tiempo, propiciaba un cambio en la cúspide del
Estado afgano: Kamal sucedía a Amin. La intervención soviética movilizó a los países musulmanes, los cuales
promovieron rápidamente una Conferencia Islámica, en la que los 35 Estados asistentes condenaron dicha
invasión de forma tajante. Ante el apoyo diplomático recibido por sus hermanos de religión, y la ayuda militar
que les suministraron (fundamentalmente Estados Unidos, China, Pakistán e Irán), los muyahidines afganos
declararon la guerra abierta al régimen comunista de Kabul, en la que se vio envuelta la propia U.R.S.S.. El
conflicto alcanzó proporciones de guerra civil − que aún dura en nuestros días − y amenazó con extenderse a
otros países de la zona; especialmente tirantes fueron las relaciones del régimen de Afganistán con Pakistán.
A mediados de los años ochenta, Mohamed Najibulá sustituyó a Kamal al mando del Estado, pero este cambio
no contribuyó a parar la guerra, la cual en 1986 ya se había demostrado desastrosa para los intereses
soviéticos. A partir de ese momento, sobre todo teniendo en cuenta el nuevo pensamiento de la U.R.S.S. en
política exterior, las diplomacias soviética y estadounidense comenzaron a buscar para el conflicto una salida
pactada, y con ella el fin del Ejército Rojo en Afganistán. El 14 de abril de 1988 los ministros de Asuntos
Exteriores de la U.R.S.S., Estados Unidos, Afganistán, Pakistán y el Secretario General de la ONU, llegaron a
un acuerdo sobre la evacuación soviética de Afganistán: ésta comenzó el 15 de mayo de 1988 y finalizó el 15
de marzo de 1989.
La repatriación del Ejército Rojo no significó el comienzo de la paz en Afganistán. Después de tantos años de
lucha, las posiciones eran irreconciliables. Los muyahidines siguieron combatiendo hasta la caída del gobierno
comunista de Najibulá. Una vez que esto ocurrió, en abril de 1992, la Gran Asamblea de Afganistán (la Loya
Jirga) proclamaba en diciembre a entró etapa convulsa favorecida por enfrentamiento contra tropas que a
Burhanundin Rabani presidente de la República. Este, no obstante, no fue aceptado por la guerrilla radical de
Hekmatyar, quién a su vez se consideraba como la única persona legitimada para el cargo. Después de 14 años
de conflicto, en Afganistán (un país absolutamente destruido y con más de un millón de muertos en combate)
no ha terminado aún la guerra, convertida ahora en una lucha fratricida de carácter étnico y tribal entre las
diferentes facciones de muyahidines, cada cual más radical y fundamentalista.
La evolución del Próximo Oriente ha estado marcada de forma indeleble por el conflicto árabe−judío a
propósito de Palestina. La idea de un Estado judío en Palestina fue tomando cuerpo a lo largo de la segunda
mitad del S. XIX. El primer Congreso Sionista (1897) reivindicaba el derecho de todos los judíos dispersos
por el mundo a reagruparse en la tierra de sus antepasados. En 1901 se instauró un Fondo Nacional Judío para
la compra de tierras en Palestina, un territorio que formalmente pertenecía al Imperio Turco. Gracias a este
organismo se creó Tel Aviv (La colina de la primavera), donde, poco antes del inicio de la Primera Guerra
Mundial, únicamente se alzaba una cincuentena de casas. El inicio de la Primera Guerra Mundial favoreció la
expansión británica en la región del Próximo Oriente, aprovechando que el Imperio Turco se alineó con
Alemania. Así, las tropas británicas se asentaron en el sur de Palestina desde 1915, actuando coordinadamente
con los líderes árabes, deseosos de librarse de la ocupación turca. Al mismo tiempo, Londres buscó el apoyo
sionista a su expansión por la región. En este sentido hay que citar la llamada Declaración Balfour, realizada
por el ministro de Asuntos Exteriores británico el 2 de noviembre de 1917: El Gobierno de Su Majestad tiene
bajo su consideración y patrocinio el establecimiento en Palestina de un Hogar Nacional Judío, en el bien
entendido de que nada se hará que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no
judías de Palestina.
Tras el fin de la Primera Guerra Mundial y la derrota de Alemania y de su aliado turco, Gran Bretaña obtiene
los frutos de su política en el Oriente Próximo. Confirmando los Acuerdos Sykes−Picot, firmados en Londres
159
y París para el reparto de la región, Gran Bretaña obtuvo el Mandato de la Sociedad de Naciones sobre
Palestina en la Conferencia de San Remo, en abril de 1920.
Bajo control británico hay tres organismos que defienden los intereses de la población de la zona: El Consejo
Nacional Judío (Vaad Leumi), que representa a la comunidad judía de Palestina; el Ejecutivo Árabe y el
Consejo Supremo Musulmán (donde domina el muftí de Jerusalén, Hadj Amil al−Husaymi). Además, la
Organización Sionista Internacional, con sede en Londres, tenía numerosos representantes en Palestina. Esta
organización es la que dirigió la lucha para la creación de un Estado judío y la que favoreció, con el inicial
beneplácito británico, la emigración hacia Palestina de los judíos de Europa y América: en 1939 había en
Palestina alrededor de 445.000 judíos frente a un millón de árabes.
Mejor organizados que los musulmanes, más dinámicos y sostenidos financieramente por el Fondo Nacional
Judío, los judíos crearon cooperativas locales (moshav ovdim) y aldeas colectivas (kibbutzim) en Palestina,
defendidas por una milicia creada en tiempos de la dominación turca: la Haganah (defensa), una organización
paramilitar que será el embrión del futuro ejército del Estado de Israel. De esta forma Tel Aviv pasó de 2.000
habitantes en 1919 a 150.000 en 1939, casi todos judíos. La mayor parte de las organizaciones judías se
fusionaron en la Agencia Judía (1922) en la que se perfilaron dos tendencias: la sionista y la no sionista.
Existían también grupos llamados revisionistas, partidarios de la creación inmediata de un Estado judío
teocrático, que consideran traidores a los judíos no sionistas.
La revitalización de la inmigración judía durante los años veinte, así como una creciente y desconocida
prosperidad, actuaron de fomento para el nacimiento de la conciencia nacional de los árabes palestinos, los
cuales tomaron posiciones cada vez más radicales en contra de los judíos (a los acusaban de expoliar sus
tierras) y, por extensión, contra la Administración británica. Los judíos, por su parte (y más especialmente los
judíos) se consideraban víctimas de un timo, la Declaración Balfour. Deseoso de mantener el orden y de
permanecer en Palestina, el gobernador de Su Graciosa Majestad se vio obligado a emplear la fuerza contra
unos y otros.
A partir de 1936 Gran Bretaña optó por oponerse al sionismo, lo que puso en peligro el equilibrio económico
del Próximo Oriente, especialmente a causa de sus conexiones con las finanzas estadounidenses. Los
británicos estimularon de nuevo el nacionalismo árabe y provocaron con ello el recrudecimiento de la revuelta
violenta, preconizada sobre todo por el muftí de Jerusalén, que encontró un apoyo formal en la Alemania
antisemita hitleriana y en Italia, países ambos con intereses estratégicos en la región.
La situación se hizo insostenible cuando ese año estalló una insurrección generalizada de los árabes contra los
judíos y los británicos. La revuelta duró tres años y obligó a Londres a recortar drásticamente el cupo de
inmigrantes judíos en un momento especialmente difícil para la comunidad hebrea, ya que se estaba
acentuando la persecución antisemita en Europa Central y Oriental. Ante las posiciones irreconciliables de
judíos y árabes, Gran Bretaña o vio otra solución que proponer la partición de Palestina en 1937 y establecer
un periodo de diez años para conceder la independencia, pero el plan no fue aceptado por los judíos, situación
que se repetiría en 1947, momento en el cual la ONU acordó la partición de Palestina entre árabes y judíos: a
los primeros les correspondería el 45 % del territorio que albergaba prácticamente en su totalidad a población
árabe; los hebreos, por su parte, contarían con 55 % restante, con una población formada en su mitad por
judíos.
La resolución de la ONU no fue aceptada por los representantes de los árabes de Palestina ni tampoco por las
demás naciones árabes de la zona, pero sí fue aprobada mayoritariamente por las autoridades judías.
Aprovechando el vacío de poder creado al retirarse las tropas británicas de Palestina, David Ben Gurión
proclamó unilateralmente la independencia del Estado de Israel el 14 de mayo de 1948, con Chaim Weizmann
como presidente a partir de 1949. Al día siguiente, los ejércitos de Siria, Jordania, Irak y Egipto invadían
Israel, tras dar garantías a los palestinos de una inmediata recuperación de toda Palestina y la total expulsión
de los judíos. El desenlace de la primera guerra árabe−israelí fue totalmente negativo para las aspiraciones
160
árabes: al decretarse el armisticio (8 de enero de 1949) el nuevo Estado israelita dominaba el 78 % del
territorio de Palestina, mientras que Cisjordania y Gaza pasaron a ser controladas por Jordania (emirato
convertido en 1949 en reino de la casa hachemita) y Egipto; países estos últimos que no consideraban
oportuno impulsar en dichas zonas la creación del Estado árabe−palestino. Inmediatamente, en el mismo año,
las autoridades judías lograron que la ONU reconociese el Estado de Israel.
Sin embargo, dicho reconocimiento internacional no fue secundado por los países árabes que obligaron a
Israel a vivir en permanente vigilia armada. Los aires de guerra abierta llegaron de nuevo a la zona en 1956
con motivo de la crisis del Canal de Suez, ante el anuncio de su nacionalización y cierre con el objetivo de
asegurar su supervivencia. Años más tarde, en junio de 1967, Israel lanzó un ataque preventivo −la guerra de
los Seis Días− contra los países árabes de la zona, logrando el control de los altos del Golán, Cisjordania,
Gaza y la península del Sinaí, con el objetivo de formar unos cordones de seguridad.
En octubre de 1973, precisamente el día del Yom Kippur, los países árabes lanzaron una ofensiva militar
contra Israel, pero no consiguieron sus objetivos y el ejército judío conservó las zonas de seguridad tal como
habían quedado después de la Guerra de los Seis Días. A lo largo de todo el conflicto, la actitud de algunos
Estados árabes varió ostensiblemente. Si en la cumbre de jefe de Estado árabes celebrada en Jartum (Sudán)
en agosto de 1967 se llegó al acuerdo de mantener el rechazo a la existencia del Estado de Israel, la
unanimidad no se consolidó al negociar Egipto directamente con el Estado judío para resolver su conflicto
bilateral. Sólo con los acuerdos de Camp David de 1978 se hicieron posibles la firma de la paz definitiva entre
Israel y Egipto en 1979 y la restitución total de la península del Sinaí en 1982: por primera vez se ponía en
práctica la fórmula paz por territorios.
Sin embargo, las guerras de Palestina han dejado una huella imborrable en los países desarrollados; ante el
apoyo a Israel de Estados Unidos y sus aliados occidentales, los miembros árabes de la OPEP decidían en
1973 −después de la cuarta guerra árabe−israelí− la reducción de la producción y exportación de crudo, así
como la subida de los precios del mismo. Esta decisión arrastró a las economías de los países más
industrializados del mundo a una crisis de larga duración.
Quince años más tarde de la proclamación del Estado de Israel, la Liga de Estados Árabes aspiró a lavar su
error histórico de antaño (dejar pasar la ocasión de crear el Estado de Palestina) al auspiciar la creación de la
Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en 1964. Sin embargo, la evolución de los
acontecimientos no se mostró nada favorable con el destino del pueblo palestino. La Guerra de los Seis Días
de 1967 terminó por convertirlo en dramático al multiplicar las calamidades de la población de los territorios
ocupados e incrementar el éxodo de la misma a los países circundantes, fundamentalmente a Jordania, Líbano,
Kuwait y Siria.
La negativa de los Estados árabes a reconocer la existencia del Estado de Israel −lo que exigían las
resoluciones 242 y 388 de Naciones Unidas− tampoco contribuyó al éxito de la causa árabe en Palestina,
sobre todo después de la decisión de Egipto de negociar por su cuenta y riesgo. lo hizo. La situación de virtual
desamparo internacional que sufría la OLP se quebró cuando la ONU le concedió la condición de Movimiento
Nacional y, en 1974, la de miembro Observador de Naciones Unidas. Este primer reconocimiento, la
perseverancia de Yaser AR.A.F.at (líder de la OLP desde 1969), la lucha de los feyadines o guerrilleros
palestinos, la resistencia pasiva y puntual de la población a partir de 1976 con la celebración del día de la
tierra −desde 1976− y la intifada o revuelta permanente de las nuevas generaciones de palestinos en los
territorios ocupados a partir del 9 de diciembre de 1987, contribuyeron a mantener viva la aspiración nacional
de este pueblo. Todo ello desembocó en la proclamación de la independencia de Palestina en 1988, tal como
había acordado un año antes el Consejo Nacional Palestino. Esta decisión llevaba implícita el reconocimiento
de todos los Estados de la zona, incluido el Estado de Israel: cuarenta años después se daba el visto bueno a la
partición de Palestina.
El siguiente paso para zanjar el secular conflicto consistió en reunir una magna Conferencia de Paz para la
161
zona en virtud de la conocida fórmula de paz por territorios. Los buenos oficios de la diplomacia
internacional, con Estados Unidos y la Unión Soviética al frente, dieron finalmente sus frutos. El 30 de
octubre de 1991 comenzaba en Madrid la Conferencia de paz para Oriente Próximo. Participaban en la misma
delegaciones de Israel, Líbano, Siria, Egipto y una conjunta jordano−palestina. Dicha Conferencia −cuya
primera fase se celebró en Madrid durante cinco días− tenía su fundamento en las celebérrimas resoluciones
242 y 338 de la ONU, que databan de 1967 y 1973 respectivamente. La segunda remitía a la primera, en la
cual se exhortaba a Israel a retirarse de los territorios ocupados y consagraba el derecho de todos los Estados
de la zona a vivir en paz y con fronteras seguras; en todo momento se insistía para que ambas partes
entablaran negociaciones de paz.
De todo ello se comenzó a hablar en Madrid y, posteriormente, en diciembre de 1991, en Washington.
Finalmente, se llegó a un acuerdo sobre concesión de autonomía para la Franja de Gaza y Cisjordania, que
abría el camino para una futura devolución de territorios y que fue firmado en Washington el 13 de septiembre
de 1993; días antes, el 9 de septiembre, se había dado otro paso importante hacia la paz en la zona con el
reconocimiento mutuo y explícito entre el gobierno de Israel y la OLP, proceso al que se adhirió seguidamente
la Jordania del rey Hussein. Posteriores contactos bilaterales hicieron posible el llamado Compromiso de Oslo
entre ambas partes, del cual salió un nuevo acuerdo, firmado en Washington en 1995, que establecía la
retirada del ejército israelí de los territorios autónomos, ampliaba la autonomía a otros siete municipios de los
antiguos territorios ocupados −además de Gaza y Jericó−, y disponía la celebración de elecciones para elegir
al Consejo Nacional Palestino y al presidente de los territorios autónomos, proceso que consolidó a AR.A.F.at
como máximo dirigente. Sin embargo, los acontecimientos vividos en Israel a partir del otoño de 1995
(empezando por el asesinato de Isacc Rabin) demuestran el equilibrio inestable en el que descansa el
inacabado proceso de paz entre árabes e israelitas en relación con Palestina.
Una consecuencia directa del conflicto árabe−israelí fue la guerra civil que comenzó en Líbano en 1975. A
ella se llegó por un doble motivo de carácter externo e interno. En primer lugar, por la ruptura del Pacto
Nacional entre comunidades que regía en el país desde 1943, un año antes de su independencia. El
movimiento panarabista nasserista estuvo en el origen de la inestabilidad que sufrió el Líbano desde 1958: la
división de las comunidades cristiana y musulmana. En segundo término, porque, debido al conflicto
árabe−israelí, el país se convirtió en destino obligado de una parte del éxodo palestino (400.000 en 1970, el 15
% de la población total de Líbano).
La palestinización de Líbano coadyuvó radicalmente a enturbiar la ya de por sí dificil convivencia de
comunidades desde la crisis de los años cincuenta. El creciente protagonismo de los feyadines palestinos fue
la chispa que encendió la guerra civil. Entre abril de 1975 y octubre de 1976 se desataron las hostilidades
entre cristianos y musulmanes libaneses por controlar un país que, en la práctica, había dejado de ser suyo. En
el sur imperaban los guerrilleros de la OLP y demás facciones propalestinas; y en el norte, desde mayo de
1976, actuaba el ejército sirio. Ante la gravedad de la situación, la Conferencia Árabe, reunida en Ryad,
intentó imponer el orden y creó una Fuerza Árabe de Disuasión que adscribió a Siria. Los acuerdos de la
Conferencia no hicieron sino refrendar lo que era una realidad: la división total del Líbano. Los problemas a
finales de 1976 no habían sido resueltos, pero la guerra había destrozado el país.
La presencia beligerante de palestinos y sirios en suelo libanés terminó por complicar las cosas. Los
campamentos de feyadines palestinos en el sur era en la práctica bases de operaciones militares contra los
territorios del norte de Israel. Ante el hostigamiento continuo de los grupos guerrilleros, el ejército judío, en
1978, entró en Líbano y creó al sur del país un cinturón de seguridad. En 1978, Líbano estaba dividido
militarmente de la siguiente manera: en el sur los israelitas habían dado el control de la situación al
comandante libanés Hadad (que proclamó en abril de 1979 el Estado de Líbano Libre) −aunque no se había
terminado con la presencia palestina−; en tono al río Litum, como tierra de nadie, se encontraban las fuerzas
de interposición −FINUL− (cascos azules) de la ONU; y desde esta posición hasta la frontera norte estaba el
ejército de Siria. Para terminar con la acción palestina en Líbano, Israel invadió de nuevo el país con la
justificación de una acción militar, Paz en Galilea, el 6 de junio de 1982. El combate fue resuelto rápidamente
162
a favor del ejército hebreo, que llegó hasta las mismas puertas de Beirut. Los judíos forzaron entonces el
cumplimiento del plan especial del enviado de Estados Unidos a la zona, Aviv, según el cual los feyadines de
la OLP y demás grupos paramilitares de los palestinos debían salir de Líbano. Comenzada la evacuación
forzosa hacia Túnez, Israel mantuvo su ocupación del sur hasta febrero de 1985 con la finalidad de reducir a la
mínima expresión la capacidad operativa de las milicias fundamentalistas como las chiítas de Hezbolá y
Amal.
Sólo a partir del 25 de noviembre de 1989 entró la cuestión libanesa en vías de solución con la elección de
Elías Haraui −cristiano maronita− como presidente del país. Éste nombraba primer ministro a Selim Hoss, y
más tarde a Omar Karame (musulmanes). En septiembre de 1990 una nueva Constitución, pensada para lograr
la reconciliación y la reconstrucción nacional, se convertía en la gran esperanza de la nueva República de
Líbano.
Los intentos modernizadores en el Próximo Oriente −la llamada vía árabe− protagonizados por el baazismo y
el nasserismo −movimientos de masas configurados en los años cuarenta y cincuenta−, produjeron también
una gran inestabilidad en toda la zona. Ambos pretendían la recuperación de la identidad nacional erosionada
por el neocolonialismo y se apoyaban en un nacionalismo a ultranza aderezado de un socialismo árabe. Su
objetivo común era la construcción de la gran nación árabe. El panarabismo fracasó por la competencia de
ambos movimientos, pero en Egipto, Siria e Irak se intentó edificar el arabismo en un solo país.
El triunfo del movimiento nasserista en Egipto en 1954 le otorgó a este país − y a su líder Nasser − el máximo
prestigio en todo el mundo árabe, pero no pudo ser exportado en su totalidad a ningún otro Estado (aunque
tuvo gran influencia en la zona, caso de Líbano). La República Árabe Unida −unión de Egipto, de Siria
(independiente desde 1946) y de Yemen− tan querida por Nasser, sólo fue realidad por un corto periodo de
tiempo, desde comienzos de 1958 hasta finales de 1961. El movimiento baazista, por su parte, estuvo en el
origen del Partido Bazz Árabe Socialista. Éste se hizo con el poder en Siria en 1963 y en Irak en 1968 a través
de sendos golpes de Estado y repitió en su seno las disputas por la hegemonía política, lo que le privó de un
apoyo más generalizado entre los demás países árabes.
Tras el final de la Gran Guerra y la subsiguiente desaparición del Imperio Otomano, Yemen del Norte alcanzó
la independencia. La dependencia de Gran Bretaña de los territorios del sur duró hasta 1967 en que Yemen del
Sur logró la independencia; en 1968 se convirtió en República Democrática Popular del Yemen. Desde ese
momento las relaciones entre ambos Estados pasaron por diversas fases, que fueron de clara hostilidad,
incluso conflictos fronterizos, como en los años 1972 o 1979; pero también de buena vecindad en aras de la
futura unión tan largamente esperada. Los esfuerzos en pro de la unidad terminaron por fructificar. Ambos
gobiernos decidieron la unificación del Yemen, lo que fue ratificado por las respectivas asambleas nacionales,
el 21 de mayo de 1990. Un día más tarde se anunciaba oficialmente el nacimiento de un nuevo estado: la
República del Yemen. A partir de 1993 se producía la fusión definitiva de las más altas instituciones de ambas
Estados y comenzaba a funcionar una única administración. Sin embargo, todavía un año más tarde se
producía un intento de secesión que finalmente fue abortado.
Desde 1930, momento de la independencia de Irak, la monarquía hachemita instaurada en el país padeció una
permanente inestabilidad política, debiendo soportar numerosas intentonas golpistas. En 1958, un golpe de
Estado militar derrocaba a la monarquía e instauraba la república en Irak. Sin embargo, el nuevo régimen
debió soportar la oposición frontal de los nasseristas iraquíes así como de los nacionalistas del partido
baazista; hasta que en 1963 ambos movimientos protagonizaron un golpe de mano. Finalmente, en 1968,
triunfaba en Irak un nuevo golpe de Estado dirigido por el general Al−Bakr (con Saddam Hussein como
lugarteniente) y apoyado por el partido Baaz. En 1979, Saddam Hussein lograba hacerse con el poder,
instaurando de hecho una dictadura personal, gracias al control ejercido a todos los niveles por el partido Baaz
y a la lealtad de la cúspide militar. En esta situación, y ante el desenlace negativo del conflicto con Irán, el
dictador no tardó en generar uno nuevo: la invasión y guerra de Kuwait.
163
Desde el mismo momento de su independencia, Irak ha mantenido un contencioso internacional sobre el
derecho a la existencia misma de Kuwait como país independiente y soberano (situación a la que accedió el
emirato desde 1961), lo cual nunca fue aceptado de buen grado por los dignatarios iraquíes al considerar que
Kuwait era parte irrenunciable de su territorio: en esta postura maximalista encontramos las causas remotas de
este segundo conflicto del Golfo. Las causas inmediatas del mismo no son otras que la actitud belicista de
Saddam Hussein ante una situación límite en el interior de su propio país tras el largo e inútil conflicto con
Irán. El 2 de agosto de 1990, las unidades de vanguardia del ejército iraquí invadieron el pequeño emirato
kuwaití, llevando de nuevo la inestabilidad al Próximo Oriente. Era la primera vez después de la Segunda
Guerra Mundial que un país miembro de la ONU (como lo era Kuwait desde 1963) era invadido y anexionado
por otro país. Dicha conculcación del derecho internacional pareció a los ojos de los países occidentales
−incluso en el mundo árabe moderado− especialmente grave teniendo en cuenta la importancia geoestratégica
de la zona en conflicto y la ruptura del statu quo en la misma con el ascenso político de una potencia hostil a
sus intereses que, además, pasaba a controlar automáticamente las mayores reservas de petróleo y a
convertirse en el segundo productor mundial, con las consecuencias económicas que ello podía suponer.
Una vez consumada la agresión a Kuwait, el Consejo de Seguridad de la ONU −a instancia de Estados Unidos
y sus aliados − estudiaba la crisis planteada en la zona del Golfo y condenaba sin reservas la invasión instando
a Irak a retirarse inmediatamente de Kuwait. Durante cinco meses las recomendaciones y resoluciones de
Naciones Unidas −doce comenzando con la 660 y 670− no amedrentaron al dictador iraquí, quién siguió firme
en sus pretensiones. Finalmente, el Consejo de Seguridad −sin veto alguno, lo que no debió advertir Saddam,
como tampoco advirtió que la Guerra Fría había terminado− autorizó, el 17 de enero de 1991, a la coalición
militar formada contra Irak (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Arabia Saudí y los restantes países del
golfo, Egipto, Siria y Marruecos) el uso de la fuerza bélica para acabar con la invasión. La operación militar
aliada dio por concluidas sus operaciones el 28 de febrero de 1991 al liberarse a Kuwait. Pocos días más tarde,
el 3 de marzo, Irak aceptaba todas las condiciones impuestas por los vencedores, conforme a la resolución 686
de la ONU (la resolución de rendición, que incluía las doce anteriores).
Indirectamente, los aliados, una vez derrotado Saddam Hussein en Kuwait, alentaron al pueblo de Irak a
rebelarse contra el dictador iraquí con el propósito de propiciar su caída a manos de la oposición a su régimen.
Rápidamente, los chiítas del sur y los kurdos del norte (el 20 % de la población) se levantaron contra Hussein,
pero éste y su Guardia Republicana lograron sofocar el conato de guerra civil a sangre y fuego ante la
pasividad del mundo occidental y de la ONU, con la secuela de un nuevo éxodo de estas poblaciones a los
países limítrofes de Turquía e Irán.
NACIONALISMO Y SOLIDARIDAD AFRICANAS
La descolonización de África, proceso que lleva a la independencia política y a la configuración de los nuevos
Estados africanos tiene, obviamente, los mismos caracteres generales y factores, orígenes y causas que el
proceso general de la descolonización que se ha experimentado en primer lugar en el mundo árabe y después
en Asia, actuando igualmente en África, aunque con todas las peculiaridades y elementos diferenciadores
propios de este continente, para llevar a sus pueblos a alcanzar la independencia política y se constituyen
como nuevos Estados soberanos. Desde la Segunda Guerra Mundial, y especialmente en torno a finales de los
años cincuenta y la primera mitad de los sesenta, tanto los factores internacionales como los continentales y
nacionales africanos actúan sobre estas complejas sociedades generando un vasto proceso de descolonización
e independencia que se estaba perfilando desde algún tiempo atrás, durante la primera mitad del S. XX, y que
se manifestaba en los iniciales movimientos nacionalistas y revolucionarios. Se produce, como escribe J.
KI−Zerbo el despertar de África, o la historia comienza de nuevo.
Nació así, a lo largo de los años sesenta, una nueva África independiente, configurada políticamente en una
gran diversidad de nuevos Estados. El cambio registrado en África por la descolonización, durante los
cuarenta años centrales del S. XX, ha sido históricamente trascendental. Al término de la Segunda Guerra
Mundial, sólo existían en África tres estados formalmente independientes: Etiopía, Liberia y Egipto, a los que
164
puede añadirse la Unión Sudafricana. En 1990, prácticamente toda África es independiente, ofreciéndose la
totalidad del continente como un gran mosaico de naciones soberanas. Entre ambos momentos se desarrolla el
proceso de las independencias africanas sobre el que es preciso tener en consideración, en cuanto a su
planteamiento, orígenes y causas, que el estudio de la historia del África desde una perspectiva actual exige la
confrontación permanente y global, de los estratos precolonial, colonial y descolonizador, como ha señalado
C. Coquery−Vidrovitch.
La descolonización de África puede dividirse en tres fases: 1ª. De 1945 a 1956 son los años del desarrollo y
consolidación de los nacionalismos africanos, y de la revolución y las luchas por las independencias, que
comienzan a ser alcanzadas en 1952 por Egipto y en 1956 en el Magreb; 2ª. Entre 1957 y 1975 se extiende la
fase central en la que se va consiguiendo la descolonización política al acceder a la independencia la gran
mayoría de los países del África subsahariana, y, además, se consolida el ideal panafricanista al constituirse en
1963 la OUA; y 3ª. Desde 1975 hasta 1994 se prolonga la última fase del proceso al registrarse la
descolonización de los países de África Austral, hasta entonces foco de resistencia blanca, que completan las
independencias, se registran sendas revoluciones en Etiopía y en Liberia, y, por último, tienden a desaparecer
los regímenes dictatoriales y afrocomunistas que son paulatinamente sustituidos por sistemas democráticos y
multipartidistas, así como se liquida el régimen racista de Sudáfrica que, al adoptar reformas básicas, da paso
a la nueva República democrática y multirracial.
Además, el proceso descolonizador africano se produce en el marco determinado de unas determinadas áreas
geohistóricas, que influyen decisivamente en la configuración política del África independiente y que, de
norte a sur, son: el África septentrional, caracterizada por su pertenencia a la civilización árabe y
mayoritariamente islámica; el África subsahariana, verdadero mosaico de tribus y culturas organizadas
políticamente en Estados, de manera muy arbitraria en la mayor parte de las ocasiones y que, con unos
elevados índices de analfabetismo y de conflictividad social y un escaso desarrollo económico, la convierten
en una de las regiones más pobres del planeta; y el África austral, mediatizada en su evolución después de
1945 por una importante presencia del hombre blanco y por la influencia que ejerce en toda el área la
República Sudafricana.
En el proceso histórico de la descolonización de África actúan un conjunto de factores y componentes que con
las peculiaridades propias de este continente tienen un especial significado, y que son exponentes de una serie
de transformaciones profundas acaecidas en el seno de las sociedades africanas, que se han ido gestando a lo
largo de una evolución de años, durante la fase anterior y en el mismo S. XX, y que se han ido incubando a lo
largo del periodo colonial, para desembocar como fuerzas activas en el momento de las independencias.
Las transformaciones económico−sociales constituyen un primer factor básico. Junto a la continuidad de las
tradiciones africanas, hay que destacar la gran amplitud de los cambios, tanto económico−sociales como
ideológico−culturales, operadas en África durante la primera mitad del S. XX, con anterioridad a la Segunda
Guerra Mundial y a lo largo del transcurso de ésta, así como en la posguerra, que constituyen los fundamentos
del nacimiento del nacionalismo africano y de su lucha revolucionaria por la independencia política. Los
pueblos africanos han experimentado, en este sentido, un continuo proceso de transformación y crecimiento
internos en los distintos aspectos y actividades económico−sociales, tanto en relación con la acción del
colonialismo como por la dinámica interna propia de tales sociedades. Actúan así y son muestra de tal
evolución los siguientes factores: las transformaciones económicas, los cambios sociales, el crecimiento
demográfico y los progresos culturales e ideológicos entre los que se encuentra la formulación de los
conceptos de negritud como exaltación de los valores tradicionales africanos por L. S. Senghor, A. Césaire y
L. Damas en 1934, y años más tarde el de africanidad por el mismo L. S. Senghor.
Todo este entramado de transformaciones económico−sociales e ideológico−culturales experimentan un giro
decisivo por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, cuya trascendencia tiene repercusiones
decisivas en el destino de África, y cuyo antecedente se encuentra en la ocupación de Etiopía por la Italia
fascista en 1935. Estas consecuencias se manifiestan y afectan a distintos planos de la vida africana: en el
165
orden económico, en el social por sus repercusiones entre las poblaciones africanas, y en el ámbito militar y
territorial. De esta manera, como se recoge en el volumen 8 de The Cambridge History of África, la Segunda
Guerra Mundial rompió la paz colonial en África, y por muchas razones y en todos los aspectos el conflicto
mundial representa un momento decisivo en la historia colonial del continente africano, lo que ha sido
señalado unánimemente por los autores, como B. Davidson cuando escribe que la Segunda Guerra Mundial
fue el acontecimiento más importante de los que llevaron al cambio político en África.
Las transformaciones económicas, los cambios sociales y los progresos ideológicos y culturales constituyen
los fundamentos sobre los que se va a producir el desarrollo de los nacionalismos africanos, que son expresión
de la madurez de una nueva conciencia nacional, se orientan hacia la acción política organizándose como
partidos, y se manifiestan rápidamente a favor de la pronta independencia. Para B. Davidson la historia de
África contemporánea es, ante todo, la historia del desarrollo del nacionalismo a lo largo del siglo XX. Los
nacionalismos africanos se expresan y desarrollan a partir de un doble marco: por un lado, sobre la base de la
tradición y la historia del propio pueblo como herencia de su identidad y comunidad nacionales, y, por otro, a
través de las coordenadas creadas por el colonialismo como configuradoras de algunos de los elementos
componentes de la nueva nación. En opinión de F. Morán, el nacionalismo africano, a pesar de su ambigüedad
esencial, es un impulso para la vida política y social del continente.
También escribe J. Ki−Zerbo, en este sentido, que el nacionalismo africano se trata de un verdadero despertar
nacional, del risorgimento de una personalidad que intenta formarse oponiéndose al poder establecido. El
movimiento nacionalista va a ser orquestado por diferentes organismos, pero el instrumento específico en este
campo va a ser el partido político. Los grupos motores del nacionalismo africano son: los sindicatos, la
actividad de los intelectuales, los movimientos estudiantiles, las Iglesias y, sobre todo, los partidos políticos.
Para R. Bureau, entre los objetivos de los movimientos nacionales africanos se distinguen principalmente tres:
un movimiento de reforma social, el deseo de unificación del país, y un movimiento hacia la independencia
nacional.
Cada movimiento nacional por la independencia en una situación colonial, según escribe K. Nkrumah,
contiene dos elementos: la exigencia de libertad política y la revolución contra la pobreza y la explotación.
Estos movimientos nacionales fueron surgiendo y organizándose como asociaciones y partidos políticos entre
1920 y 1950 por todos los países colonizados de África, teniendo todos en común la determinación de luchar
por el fin del dominio colonial y la consecución de la independencia, así como el mejoramiento de las
condiciones económicas y sociales de los pueblos africanos. Desde ese momento nada puede detener la
impetuosa marea del nacionalismo en favor de las independencias africanas.
Otro factor decisivo de concienciación y de impulso hacia la independencia entre los dirigentes y los pueblos
africanos está representado por el Panafricanismo. El movimiento panafricano constituye la expresión de la
solidaridad y unión entre los pueblos de África en su lucha contra la opresión colonial europea y a favor de la
independencia y la unidad de todo el continente africano. La historia del Panafricanismo se extiende a lo largo
de un proceso en una serie de factores: los antecedentes y las primeras y ambiguas formulaciones se
encuentran entre 1881 y 1914; desde 1919 hasta 1937 es la fase de fundación y organización del Movimiento
Panafricano en torno a la figura central del negro norteamericano Du Bois y a través de la celebración
sucesiva de cuatro Congresos Panafricanos; en 1945 se recupera el movimiento con mayor fuerza y sentido
político con la celebración del V Congreso en Manchester y que llega en su empuje e influencia hasta 1957; y
de 1957 a 1963 se extiende la fase más activa bajo el impulso de K. Nkrumah, presidente de Ghana,
cristalizando en la creación en 1963 de la OUA en la nueva África independiente.
El África septentrional y el mundo árabigo−islámico
Si bien estos países están inmersos en el área cultural arábigo−islámica, las diferencias internas entre sus
Estados son más llamativas que las similitudes. Desde el punto de vista económico − y en función del PIB−
tenemos países ricos −Libia−, menos ricos −Argelia y Túnez− y pobres −Mauritania, Marruecos, Egipto o
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Sudán−. Y lo mismo sucede respecto a los regímenes políticos; tenemos una monarquía tradicional,
marcadamente autoritaria, −Marruecos−, y seis repúblicas de los más variados colores políticos, desde las que
se denominan islámicas −Mauritania o Sudán− a las populares −Libia− pasando por las presidencialistas
−Egipto Argelia o Túnez−. Sin embargo, los actuales jefes de Estado son militares con la excepción de
Marruecos, donde el rey lo es por derecho divino. Esta última circunstancia − la militarización de los
Estados− tiene un origen común que determinó la vida de estos países durante los años sesenta: el nasserismo.
Con la toma del poder en Egipto por el coronel Gamal Abdel Nasser en 1954, una vez depuesta la monarquía
por el golpe de Estado de los Oficiales Libres, se reavivó la llama del nacionalismo árabe y entre estos años y
1967 se forjó el nasserismo como forma de gobierno y modelo para todos los demás países árabes de la zona.
El nasserismo fue una extraña mezcla de nacionalismo, islamismo y socialismo con la pretensión de
convertirse en la base ideológica de un régimen político de partido único. La fórmula, que funcionó mientras
vivió Nasser y que transformó las estructuras políticas del mundo árabe, se caracterizó por su pretensión
panarabista (la creación de una gran nación árabe); en lo sociocultural, la búsqueda de un renacimiento árabe
gracias a la tradición del Islam; y en lo económico, el intento de llevar a buen puerto una vía árabe al
socialismo a través de la dirección centralizada de la economía y el control y la nacionalización de los sectores
básicos de la misma. Todo ello apareció pergeñado en la célebre Carta de Acción Nacional, en 1962.
El nasserismo tuvo una gran influencia en todos los países del Magreb, a los que sirvió de modelo para
conseguir la modernización una vez conquistada la independencia. En Túnez y Libia, donde se derrocaron las
respectivas monarquías; en Argelia, donde alimentó la resistencia contra Francia así como la posterior
evolución del país bajo el Frente de Liberación Nacional. Sin embargo, donde el nasserismo fracasó de
manera más ostensible fue en su intento de unidad árabe. No logró hacerlo por la vía de la Liga Árabe
(fundada en el Cairo en 1945), aunque entre 1953 y 1962 todos los países del Magreb −excepto Mauritania−
se adhirieron a la misma, la cual a partir de la desaparición de Nasser cifró todos sus esfuerzos en la lucha
contra Israel. Tampoco lo pudo conseguir por la vía de las uniones nacionales: el proyecto de República Árabe
Unida sólo contó con la anuencia de Siria y Yemen y eso durante 1958 y 1961. Después de algunos años de
proyectos fallidos capitaneados sobre todo por Libia, que a este respecto se pretendió heredera del nasserismo,
el vacío dejado por este movimiento en su pretensión unionista será llenado una década más tarde por el
panislamismo fundamentalista.
El nasserismo influyó como ningún otro movimiento en el mundo árabe de los años sesenta. En el Magreb se
inauguró toda una época de golpes de Estado protagonizados por militares para forzar el cambio de las élites
gobernantes, tildadas todas ellas de ineficaces y corruptas: los ejemplos de Túnez, Libia e incluso Argelia son
suficientemente ilustrativos. A partir de este momento, la forma de gobierno de Nasser −dictadura personal,
nacionalismo arabista, populismo, islamismo y control de la economía socializada− se aplicó a todos estos
países de la zona teniendo en cuenta las diferentes realidades nacionales. Sudán, Túnez Argelia y Libia
siguieron la estela del nasserismo. En todos estos países se instauró un régimen surgido de un golpe de
Estado, cuyas señas de identidad eran el socialismo árabe y el islamismo, salvo en el caso de Túnez, que
apoyó su modernización en el laicismo de corte kemalista. En todos ellos se vive en la actualidad un rebrote
del fundamentalismo islámico que, sobre todo en el caso de Argelia, está poniendo en cuestión las bases de los
sistemas políticos impuestos tras el proceso descolonizador.
Sin embargo, ya en el tercer milenio, el panislamismo radical o fundamentalismo islámico se está
convirtiendo en un elemento característico del mundo árabe e islámico y en la gran fuerza transformadora de
las sociedad existentes en la actualidad. Los intentos acometidos desde los años veinte o cincuenta de este
siglo por los nuevos países del Oriente Medio y Próximo y del Norte de África para crear Estados laicos o, en
todo caso, deslindar los campos de la política −vida pública− y de la religión −vida privada− no han dado por
lo general (con las posibles excepciones por el momento de Turquía y Túnez) los resultados esperados. Dicho
movimiento panislamista, por lo que al Magreb y a Egipto se refiere, se basa en el wahhabismo saudí
(recuérdese que el de tipo iraní, imperante en Sudán, es chiíta), en el que Estado y religión constituyen una
unidad según los postulados de la charia o ley islámica, de ahí que la pretensión de este movimiento sea la
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instauración en todo el mundo árabe del Estado islámico a imagen y semejanza de Arabia Saudí, país
considerado el Estado islámico por excelencia.
La secta wahhabista más antigua en el Norte de África es la de los Hermanos Musulmanes en Egipto. La
influencia de los postulados islámicos creció considerable en Egipto tras la muerte de Nasser y surgieron
nuevos grupos cada vez más radicales. Los islamistas egipcios y su consigna −El Corán es nuestra única
Constitución− han gozado de un gran predicamento sobre todo en Argelia, donde ha aparecido el Frente
Islámico de Salvación (FIS). La actuación del movimiento islamista en el valle del Nilo y en el Magreb
consiste en la llamada revolución desde abajo, es decir, en ganarse a los sectores más activos de la sociedad
−los universitarios− y a los desheredados −los grupos populares de las grandes ciudades− a través de la labor
de la clerecía en las mezquitas predicando la instauración de la charia en contra de los valores occidentales.
Esta labor cotidiana ha tenido sus mejores frutos en Argelia, un país dominado durante treinta años por un
partido único −el Frente de Liberación Nacional (FLN)− de corte occidental.
Los revolucionarios egipcios del movimiento de los Oficiales Libres tenían dos grandes objetivos cuando en
1952 decidieron dar un golpe de Estado para derrocar al rey Faruq y abolir la monarquía: en primer lugar,
recuperar el prestigio y la dignidad nacional perdidos después de la guerra de 1948 contra el ejército judío; y
en segundo término, modernizar el país. Pero la evolución de los acontecimientos facilitó la toma del poder
por Nasser, que en 1954 se convirtió en el hombre fuerte del nuevo régimen republicano instaurado un año
antes en Egipto. Sin embargo, el esfuerzo de Nasser no se dedicó a la política interior sino al prestigio
internacional y, por ende, a su exaltación a la jefatura del movimiento panarabista, e incluso, de los No
Alineados.
Para poder consagrarse a esta forma de hacer política, el líder egipcio terminó con las disidencias internas
protagonizadas, sobre todo, por los Hermanos Musulmanes −que tan útiles habían resultado para la toma del
poder− y la oposición de ultraizquierda −el Partido Comunista−. Acallada la oposición, prometió al pueblo
egipcio la consecución de la justicia social y, por ende, la mejora de las condiciones de vida y trabajo, a través
del control y nacionalización de la economía, especialmente encaminada a la mejora de la agricultura, aunque
para ello dependió en exceso de la tutela soviética; El hito más espectacular de esta política nasserista fue la
nacionalización en 1956 del canal de Suez. Precisamente la defensa que el político egipcio hizo de los
intereses de su país en la cuestión del canal frente a Israel y frente a la coalición internacional formada por
Francia y Gran Bretaña, le valió el respeto del mundo entero y un carisma sin discusión entre sus compatriotas
y en la comunidad árabe durante más de diez años. Así pudo intentar la unidad árabe a través del control de la
Liga Árabe o bien de uniones con terceros países, como fue el intento de la República Árabe Unida con Siria
y Yemen; ninguna de estas vías hacia el panarabismo fructificó, dando al traste con uno de los proyectos
básicos de Nasser.
Cuando el líder egipcio murió el 28 de septiembre de 1970, la modernización de Egipto, la transformación de
su sociedad, estaba pendiente de lograrse; se habían dilapidado los recursos necesarios para elevar el nivel de
vida de los egipcios en apuntalar la revolución nasserista y en una política exterior de prestigio personal que, a
la postre, no logró ninguno de sus objetivos básicos: ni la unidad árabe ni la derrota del Estado de Israel.
La muerte de Nasser propició un giro radical en la política de Egipto en la década de los setenta que,
básicamente, llega hasta nuestros días. Con Sadat al frente de los destinos del país, los objetivos en lo que a
las relaciones exteriores se refiere tendieron a estrechar los lazos con los países árabes moderados (lo que
supuso el enfrentamiento, p. e., con Libia), a terminar con la tutela de la U.R.S.S. y procurar el acercamiento
con Estados Unidos, así como lograr la recuperación de los territorios ocupados por Israel en 1967. La mayor
parte de los esfuerzos del Estado se dedicaron a la acción exterior, por lo que en el interior poco variaron las
condiciones económicas o sociales, aunque Sadat procuró y logró unas mejores relaciones con los Hermanos
Musulmanes, que fueron legalizados y pudieron reemprender su actividad siempre y cuando ésta no supusiera
un peligro para el poder constituido; al calor de la permisividad islámica que propició Sadat, surgieron grupos
cada vez más radicales que, con el tiempo, se convirtieron en los peores enemigos de su política de apertura
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social −nuevo papel de la mujer− y económica −potenciación del turismo− además de jurarle odio eterno tras
la firma de la paz con Israel en 1978, lo que consumó la facción fundamentalista yihad con su asesinato el 6
de octubre de 1981.
Con Hosni Mubarak como nuevo jefe de Estado, la actuación de Egipto no varió ostensiblemente. No
obstante, el nuevo presidente logró en 1990 el restablecimiento de la unidad árabe en torno a la Liga que había
decidido el rehermanamiento con Egipto y la vuelta de sus instituciones a El Cairo. La actuación de Egipto
durante la invasión de Kuwait por Irak no supuso una nueva perturbación de estas relaciones y en el plano
interior contó también con el apoyo de la mayoría de la sociedad egipcia. Sin embargo, los grupos radicales
islámicos siguieron en su oposición al régimen, lo que ha supuesto el restablecimiento de la ley de excepción
o emergencia decretada en el país tras el asesinato de Sadat, y que es renovada cada tres años. Ello ha
significado la desnaturalización de la vida política −ya de por sí desvirtuada por la práctica del
presidencialismo a ultranza− con anulación de elecciones, boicot de las mismas por la oposición y control
sistemático de las instituciones del Estado por el gubernamental Partido Nacional Democrático.
Sudán siempre estuvo vinculado a Egipto, aunque este último país fracasó en su empeño de crear una unión
egipcio−sudanesa nada más llegar Nasser al poder. Salvado el momento de absorción, Sudán siguió su
andadura como país independiente el 1 de enero de 1956. El nuevo régimen republicano sudanés se enfrentó
rápidamente con un intento de secesión de las provincias del sur, y que de una u otra forma ha llegado hasta
nuestros días. Esta circunstancia motivó una serie de golpes de Estado (1958, 1969 y 1971) que finalmente
instaló al general El−Numeiry en el poder apoyado por la Unión Socialista Sudanesa como partido único. Esta
situación política se mantuvo inalterable hasta la década de los ochenta, en que afloraron todos los problemas
que el país arrastraba desde hacía años: sociales y económicos −colapso de los servicios y crisis económica
que estaba produciendo la miseria y la protesta generalizada de la población− y también políticos con la vuelta
a las armas en el sur. En 1985 se produjo un golpe de Estado que se repitió en 1989 con Omar al−Bachir al
frente. Con un nuevo hombre fuerte en Jartum, Sudán pasaba a convertirse en un Estado islámico, cuya ley
máxima era la charia, apoyado en el exterior por Irán. Este cambio de rumbo, sin embargo, no contribuía al
apaciguamiento interno, especialmente en el sur, donde el Ejército Popular de Liberación de Sudán
(MLL−APLS) de John Garong (vinculado a la tradición africana y animista) protagonizó un nuevo golpe de
Estado fallido, en abril de 1991, contra el régimen fundamentalista proiraní de al−Bachir.
El caso de Túnez guarda una gran similitud con el primer intento modernizador laicista en el mundo islámico:
la Turquía de Kemal Attaturk. En Túnez, tras la abolición de la monarquía, en 1957, se proclamó la República
con Burguiba a su frente. Este nuevo régimen, fuertemente presidencialista según la Carta Nacional de 1959,
autodefinido también como socialista árabe, no era otra cosa que un sistema de partido único con un programa
radical de modernización económica y social, sin interferencias islamistas y con reconocimiento expreso de
los derechos de la mujer. Estos postulados de Burguiba −su Código de status personal− fueron combatidos sin
éxito por el islamismo militante, fuertemente reprimido por el régimen. Con una política económica más
acertada que la de sus vecinos magrebíes, unas relaciones exteriores prooccidentales, y el interior del país
controlado política y socialmente por el partido Neo−Destur, de corte socialista en el poder, Burguiba se
convirtió en 1975 en presidente vitalicio del país.
Fue también en la década de los ochenta cuando comenzaron los problemas más graves en Túnez por la
acción del Movimiento de Tendencias Islámicas, que aún ilegalizado conseguía movilizar a los descontentos
del régimen, en especial a la juventud universitaria. Esta situación se mantuvo durante toda la década y en
1987, tras unas fuertes protestas populares, logró la caída en desgracia y posterior alejamiento del poder de
Burguiba y su sustitución por el nuevo hombre fuerte del régimen, Zine el Abidine Ben Alí. Este cambio en la
cúspide del poder no ha variado sustancialmente la política tradicional de Túnez, que en la actualidad se afana
por proseguir en el camino de la recuperación económica, así como por la marginación política y social de los
fundamentalistas islámicos, aspectos ambos en los que parece salir airoso por el momento.
La peculiaridad del proceso descolonizador argelino arranca de la consideración que Francia tenía del país
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como colonia de poblamiento (más de un millón de franceses) y su deseo de que se aceptara
internacionalmente al territorio como francés. Tras la Segunda Guerra Mundial el movimiento nacionalista se
agrupó en tono a Ferhat Abbas y su Manifiesto del Pueblo Argelino (1943) cuyas reivindicaciones fueron
desoídas por el gobierno francés ante la presión de sus colonos. La concesión de un Estatuto de Autonomía
(1947) con asamblea paritaria (mitad franceses, mitad argelinos) abrió un periodo de enfrentamientos entre
ambas comunidades, que desembocaron en una guerra a la vez civil y colonial (1954−1962). El Frente de
Liberación Nacional (FLN), dirigido por Ben Bella, inmovilizó durante años a un numeroso ejército francés y
provocó, finalmente, la caída de la IV República (1958) y un intento de golpe de Estado por el general Salán
(1961); sin embargo, la habilidad de De Gaulle y el apoyo internacional a los independentistas facilitaron la
retirada francesa tras los acuerdos de Evian (1962) y la proclamación de la independencia el 2 de junio de
1962. Argelia desde un primer momento se constituyó como una república democrática, popular y socialista
árabe, que en la práctica era un régimen de partido único. La institucionalización definitiva del nuevo Estado
se produjo tras el golpe de Estado de H. Bumedian, que en 1965 derrocó al presidente Ben Bella.
Los postulados que habían definido al régimen desde su fundación se plasmaron en la Carta Nacional de 1976,
que afirmaba textualmente: la opción irreversible del pueblo soberanamente expresada en la Constitución es
el socialismo. La esencia del régimen se extraía del islamismo y del socialismo. Un islamismo con rango
oficial y amordazado por el poder; y un socialismo de tipo soviético con la nacionalización y el control
planificado de la economía, basada en el petróleo (lo que resultó fatal en la década de los ochenta ante el
descenso del precio del crudo), así como con escaso acierto en la agricultura. Por tanto, desde los años sesenta
parecía no tener límite el dominio del FLN sobre la vida argelina, hasta que las revueltas populares del 5 de
octubre de 1988, lo pusieron en entredicho.
Cuando estalló la crisis antes mencionada, el poder dictatorial del FLN empezó su caída en picado: a los ojos
de los opositores al mismo −en especial el movimiento fundamentalista− y de la población en general no
podía esgrimir ni parapetarse por más tiempo en la conocida trilogía legitimista: legitimidad revolucionaria,
legitimidad desarrollista y legitimidad independentista. Además, los esfuerzos liberalizadores del presidente
Benyedid chocaron con el núcleo duro del régimen, los militares del FLN. Éstos, ante el ascenso electoral del
Frente Islámico de Salvación (FIS) en las elecciones municipales del 12 de junio de 1990 y, sobre todo en las
legislativas del 26 de diciembre de 1991 −en cuya primera vuelta se afirmaba como la fuerza política
victoriosa−,indujeron el 3 de enero de 1992 un golpe de Estado institucional que interrumpía el proceso
electoral ante la amenaza que, según los militares en el poder, suponía para el país el FIS, que, ciertamente,
había abogado por la instauración de un régimen islámico, inspirados en la revolución desde abajo para
terminar con el régimen ateo y de partido único del FLN.
Dicho golpe ponía fin al mandato del presidente Benyedid, y creaba el Alto Comité de Estado (ACE), no
previsto en la Carta Nacional, con el objetivo de terminar con el fundamentalismo islamista; lo cual, sin
embargo, no se ha cumplido sino que ha provocado aún mayor inestabilidad con un corolario de atentados
terroristas a gran escala que la ilegalización del FIS y la represión subsiguiente no han logrado mitigar.
En cuanto a Libia, independiente desde 1951, Libia estuvo de hecho bajo el control de países occidentales
interesados en su riqueza petrolera, en especial Estados Unidos. Esta situación provocó el descontento del
ejército, protagonista del golpe de Estado de 1969 que terminó con la monarquía del rey Idriss. A partir de ese
momento, el régimen impuesto por el coronel Ghadafi se basó en los mismos supuestos ya conocidos de
islamismo y socialismo. La revolución libia se institucionalizó en 1977 con la entrada en vigor de la nueva
Carta Nacional basada en el célebre Libro Verde de Ghadafi (publicado en 1973), según el cual la articulación
democrática se conseguía con el ejercicio del poder del pueblo (de ahí el nuevo nombre del país: Jamahiriya o
gobierno por las masas) y el desarrollo económico con la vía árabe al socialismo, es decir, la tercera teoría
universal. Ghadafi también pretendió erigirse en el sucesor de Nasser por lo que a la unidad árabe se refiere:
entre 1969 y 1986 los intentos sucesivos fracasaron en crear la unión con Egipto, Sudán, Siria, Túnez, Chad y
Marruecos. Igual de errática ha sido la política exterior de Libia tanto en la zona del Sahara, donde sus
apetencias imperiales provocaron la animadversión de los Estados vecinos, como por sus injerencias continuas
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en asuntos de otros gobiernos soberanos, siendo acusado de potenciar y amparar el terrorismo internacional, lo
que le valió la condena de Occidente y el bombardeo de sus ciudades de Trípoli y Benghazi por la fuerza
aérea de Estados Unidos en 1986.
En la parte más occidental del Magreb, nos encontramos con el reino de Marruecos y la república de
Mauritania. El reino de Marruecos se ha caracterizado por su estabilidad política: la monarquía alauí se ha
mantenido en el trono desde el mismo momento de la independencia (1956) cuando el rey Mohamed V
lograba además la unificación del reino tras los acuerdos firmados con los gobiernos de Francia y España. La
historia reciente de Marruecos corresponde, sobre todo, al reinado de Hassan II (1961−2000), quién ha tenido
que afrontar graves problemas sociales (revueltas periódicas de la población en demanda de mayor justicia) e
institucionales (periodos de suspensión de la carta fundamental e, incluso, sustitución de la de 1962 por la de
1972, que instituía por primera vez un régimen de monarquía constitucional). El último exponente de la crisis
social se vivió en 1990 fruto de la pervivencia de enormes desigualdades todavía por corregir, las cuales no ha
logrado capitalizar el clandestino movimiento fundamentalista.
En cuanto a los problemas exteriores, éstos han servido de válvulas de escape para los conflictos interiores.
Así ocurrió en los años sesenta con Mauritania a propósito de su independencia (1960), en principio no
aceptada por Marruecos al considerar a aquel país como parte de su territorio nacional; con Argelia (1963) a
propósito de problemas fronterizos; con España hasta la devolución en 1969 de Sidi Ifni y también en 1975
por la cuestión del Sahara Occidental. La reivindicación del antiguo Sahara español ha modelado la política
exterior de Marruecos desde los Acuerdos de Madrid de 1975 −que convirtieron al reino alauí y a Mauritania
en administradores del territorio− hasta nuestros días. En la práctica estos dos países se repartieron el Sahara
Occidental en 1976, lo que provocó un conflicto armado con el Frente Polisario, el cual además de no aceptar
el Tratado de Madrid, proclamaba unilateralmente la independencia del territorio y la creación de la República
Árabe Saharaui Democrática. Ante la extensión del conflicto y el apoyo argelino a la causa saharaui,
Mauritania renunció a sus pretensiones sobre el Sahara en 1979, lo que supuso la virtual ocupación del mismo
por Marruecos. En 1984 la República Saharaui (en el exilio de Tindouf, Argelia) fue admitida en la OUA
−con el consiguiente abandono de dicha organización por parte de Marruecos− y la ONU proclamó el derecho
del Sahara Occidental a la autodeterminación a través del correspondiente referéndum. En 1991 se alcanzó un
alto el fuego entre las partes en conflicto, aunque Marruecos continuó obstaculizando el cumplimiento de la
resolución de la ONU sobre la consulta popular en el Sahara.
Por lo que respecta a la República Islámica de Mauritania, la guerra contra el Frente Polisario le costó el cargo
al presidente Daddah (en el poder desde el momento de la independencia), depuesto en 1978 por un Comité
Militar de Recuperación Nacional, inaugurándose una época de golpes de Estado hasta la llegada al poder en
1984 del coronel Taya; el nuevo dirigente iniciaba la transición hacia un Estado de derecho con la celebración
de elecciones presidenciales en 1992, las cuales le otorgaron el poder durante seis años más.
Estos países del Magreb han protagonizado a finales de los años ochenta un nuevo intento de unidad. El 17 de
febrero de 1989 los máximos dirigentes de Argelia, Marruecos, Libia, Túnez y Mauritania refrendaban en la
ciudad de Marrakech el tratado de la Unión del Magreb Árabe (UMA) con el objetivo de favorecer la libre
circulación de capitales, bienes y personas. Sin embargo, para que este proyecto embrionario de una futura
comunidad económica árabe pueda consolidarse, los países de la UMA deberán superar la heterogeneidad de
sistemas políticos hoy imperante en el Magreb, solucionar la cuestión del Sahara y encauzar la corriente
fundamentalista que amenaza con desbordarse y propiciar una nueva realidad socio−política en la zona. Todo
ello sin olvidar el crecimiento demográfico, problema que preocupa en ambas orillas del Mediterráneo, tal
como lo puso de manifiesto la Conferencia sobre la Población y el Desarrollo de los países del Magreb,
celebrada en Túnez del 7 al 10 de julio de 1993, cuyas conclusiones alertaban a los responsables con un triple
reto: poblaciones en aumento, necesidades crecientes y recursos escasos.
El África subsahariana: miseria e inestabilidad sociopolítica
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El África subsahariana occidental representa todo un cuadro de situaciones políticas y sociales muy variadas.
En la zona saheliana −Malí, Níger, Burkina Fasso y Chad−, la región más frágil desde el punto de vista
económico, el golpismo ha marcado la vida política de todos estos países, desde el golpe de 1966 en Burkina
Fasso (antiguo Alto Volta, independiente desde 1960) −que se convertía en 1983 en República popular e
instituía el afrocomunismo− hasta el golpe ejecutado en Malí en 1991 − donde dicha práctica comenzó en
1968 con la instauración de un régimen de partido único de inspiración afrohumanista y que deponía al
presidente Keita, en el cargo desde 1960 cuando Malí se convirtió en República independiente al romperse la
Federación formada entre este país y Senegal−.
Tampoco Níger, independiente desde 1960, quedó al margen del golpismo (el último golpe militar se ha
producido en enero de 1996), aunque su principal problema radica en la comunidad de los tuaregs, lo mismo
que en Malí, donde recientemente se ha podido poner fin después de dos años a una rebelión armada de dicha
comunidad marginal. Más problemática ha sido la evolución política en el Chad, donde han sido constantes
los golpes de Estado y conflictos civiles desde el mismo momento de la independencia en 1960, cuando el
Frente de Liberación Nacional (FROLINAT) planteó, apoyado por Libia, la secesión del norte del país; la
situación degeneró en guerra civil y en la práctica división del país durante la década de los ochenta,
lográndose la pacificación en 1986. En estos países entre 1991 y 1992 se han iniciado procesos de transición
política a regímenes democráticos, que en Malí y Níger han supuesto la celebración de elecciones
presidenciales y legislativas plurales, mientras que en Burkina Fasso dicho proceso no ha sido tan abierto, y
en el Chad una Conferencia nacional puso en marcha el proceso de cambio político y económico.
El África Extremo−Oriental (Cabo Verde, Senegal, Gambia, Guinea−Bissau, Guinea, Sierra Leona y Liberia),
por su parte, representa todo un variado mosaico de situaciones políticas. Gambia es un ejemplo de estabilidad
desde el momento de la independencia en 1965, al ser uno de los pocos países donde el golpismo no ha
logrado triunfar. En 1979 el país se transformaba en República, y a partir de la década de los ochenta estrechó
sus vínculos con Senegal, hasta que en febrero de 1982 uno y otro constituyeron la Confederación de
Senegambia, aunque ambos continúan siendo Estados plenamente soberanos. Senegal, país donde se aplicó el
afrohumanismo de Sedar Senghor −en realidad régimen de partido único−, se ha convertido en un modelo
para los demás países de la zona por la limpieza y transparencia de su proceso de transición a la democracia
iniciado con las elecciones presidenciales; sin embargo, este país debe hacer frente al problema secesionista
planteado en la provincia de Casamance.
En Guinea, donde la vida política estuvo dominada desde 1958 −momento de la independencia− hasta los
años ochenta por el presidente S. Touré, también el sistema político estaba basado en el socialismo
afrohumanista. El proceso subsiguiente tuvo su origen en el golpe de Estado de 1984 y llega hasta nuestros
días; el proceso de reformas democráticas iniciado en 1992 −contestado masivamente por la oposición− ha
sido paralizado por el poder militar que gobierna el país. La transición democrática no ha podido ni tan
siquiera iniciarse en Sierra Leona, que desde los días de la independencia sufre permanentes problemas
tribales, óptimo caldo de cultivo para la práctica del golpismo como lo ponen de manifiesto el golpe de abril
de 1992 y un contragolpe abortado en diciembre del mismo año.
En cuanto a Guinea−Bissau y Cabo Verde, cada uno de ellos ha seguido su propio camino, una vez fracasado
el intento de unificación tras la independencia de Portugal (en 1974 y 1975 respectivamente) que había
auspiciado el Partido Africano para la Independencia de Guinea y Cabo Verde (PAIGCV). En Cabo Verde se
ha podido iniciar la transición a la democracia: elecciones de enero de 1991 y triunfo del Movimiento por la
Democracia. En Guinea−Bissau, tras renunciar al régimen de partido único de inspiración afrocomunista, se
considera primordial consolidar las reformas económicas antes de acometer la democratización pluripartidista.
Un caso especial lo constituye Liberia, país independiente desde el S. XIX. Inopinadamente, la tranquilidad y
la estabilidad de Liberia (en realidad un régimen oligárquico dominado por los colonos llegados de Estados
Unidos) se truncó tras el triunfo del golpe de Estado −el primero que sufría− del sargento Doe en abril de
1980. A partir de este momento, el nuevo hombre fuerte del país, rápidamente convertido en general,
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instauraba un régimen de poder personal y anunciaba el comienzo del proceso revolucionario liberiano. Sin
embargo, lo que de hecho tuvo lugar en el país fueron la división del mismo y los posteriores enfrentamientos
guerrilleros con el gobierno hasta desembocar en 1990 en una guerra civil que ha terminado con la vida de
Doe y ha arrastrado al país a la catástrofe con un interminable conflicto entre las fuerzas gubernamentales y
las guerrillas, entre las cuales destaca el Frente Nacional Patriótico de Liberia (NPFL). Sólo a partir de los
primeros meses de 1993, con la actuación decidida contra el NPFL de la Fuerza de Interposición del Oeste
Africano −dirigida por Nigeria− se ha podido comenzar a pensar en la paz y posterior reconstrucción del país.
Por lo que respecta a los países del golfo de Guinea (Costa de Marfil, Ghana, Togo, Benín y Nigeria) su
evolución política, social y económica ilustra a la perfección la tendencia de todo el África subsahariana. Así
se ve, p. e., en Nigeria (en donde la contestación al dominio británico data de los años cuarenta, y logró la
independencia en 1960, transformándose tres años más tarde en República), con una economía maltrecha e
ineficaz a pesar de la enorme riqueza del país, y un sistema social desarticulado y generador de múltiples
conflictos étnicos y tribales: las matanzas de los ibos, causa en mayo de 1967 de la secesión de la provincia
oriental −que se convirtió en el Estado de Biafra, con Ochumegwu, Ojukwu al frente− y la guerra civil a
continuación. El conflicto de Biafra −país independiente entre 1967 y 1970− conmovió al mundo por su
violencia y crueldad; el ejército federal nigeriano −con el apoyo de Gran Bretaña y la U.R.S.S.− se empleó sin
contemplaciones contra los secesionistas −reconocidos por Costa de Marfil, Gabón, Zambia y Tanzania− que,
apoyados por Francia, capitularon en enero de 1970 y renunciaron a su independencia.
Nos encontramos aquí con unos regímenes políticos autoritarios de todas los colores, desde la dictadura
paternalista de Costa de Marfil (con el presidente Houphouet−Boigny desde 1960), hasta el afrocomunismo
marxista−leninista instaurado en Dahomey en 1975, que pasó a denominarse República Popular de Benín,
pasando por el socialismo afrohumanista de Ghana (antigua Costa de Oro, independiente desde 1957) durante
el mandato de Nkrumah, considerado el padre del panafricanismo, quién no consiguió ninguno de sus sueños
políticos ya que un golpe de Estado terminó en 1966 con su régimen de partido único en medio de una gran
crisis económica. Especialmente terrible ha sido la dictadura de Togo (independiente desde 1960) durante los
últimos veinticinco años, con Eyademá en el poder y mantenida todavía al comienzo de la década de los
noventa, como ponen de manifiesto los cientos de miles de togoleños exiliados desde 1993 en Benín y Ghana.
Así las cosas, las transiciones a la democracia no se presentan fáciles en esta parte de África, como ha puesto
de manifiesto la evolución de estos países en los años noventa.
Por último, vamos a ocuparnos de la zona centro−occidental (Santo Tomé y Príncipe, Guinea Ecuatorial,
Camerún, Gabón, Congo, República Centroafricana y Zaire), que guarda grandes similitudes con las otras
áreas ya estudiadas. También aquí han proliferado los problemas étnicos y tribales con secesiones y conflictos
civiles, como demuestra la historia reciente del Zaire. El antiguo Congo Belga, que contaba con grandes
riquezas mineras (cobre, uranio, carbón), mantenía a su población autóctona en un grado de subdesarrolla
cultural y económico, que propició que en los años cincuenta se multiplicaran los partidos independentistas
(ABAKO, dirigido por Kasavubu; Movimiento Nacional Congolés de P. Lumumba) y también las revueltas
sociales y los enfrentamientos, Ante una situación insostenible se precipitó e improvisó, en 1960, un proceso
de independencia que dejó al país sumido en el caos de una guerra civil y tribal. La rica provincia minera de
Katanga, liderada por M. Tshombé, se proclamó independiente inducida y apoyada por las multinacionales, lo
que provocó la intervención de la ONU, hasta que en 1965 una dictadura militar prooccidental (Mobutu)
restableció la paz del país, que tomó el nombre de Zaire, ensayándose en el país a partir de 1971 un proceso
de africanización a ultranza.
Al mismo tiempo, y en medio del caos económico, los regímenes de partido único, desde el afrocomunismo
del Congo −cuyo régimen revolucionario proclamó en 1968 la República Popular− o de Santo Tomé y
Príncipe (independiente desde 1975) hasta las dictaduras personales de los demás países, han dominado las
escenas políticas, resaltando el caso de la República Centroafricana, donde en tiempos del dictador Bokassa
(en el poder desde 1966 a 1979) se llegó a proclamar incluso el Imperio. Por todo ello, los cambios
democráticos no terminaron de cuajar por oponerse los antiguos dictadores a poner en marcha auténticos
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procesos de transición que faciliten la normalización política de sus respectivos países −tal es el caso de
Camerún, República Centroafricana o del Gabón− llegándose al paroxismo en Zaire, donde coexisten varios
poderes al mismo tiempo, con la fantasmal figura de Mobutu Sese Seko como árbitro político.
Constituyen las únicas excepciones en cuanto a transiciones democráticas se refiere Santo Tomé y Príncipe,
precursor de los cambios en la zona con las elecciones presidenciales de 1991; y, en menor medida, el Congo
−donde también se han celebrado en 1992 elecciones generales y presidenciales, con el triunfo en las primeras
del Partido Congolés para la Democracia y el Desarrollo y con el de a Unión Panafricana para el Desarrollo
Social en las segundas− ello ante la actitud desestabilizadora que está protagonizando después de las consultas
electorales el Partido Congolés del Trabajo, antiguo partido marxista−leninista de la época afrocomunista.
El mismo patrón sirve a la hora de referirnos a Guinea Ecuatorial, antigua colonia española en la zona. Una
vez consumada la independencia (octubre de 1968) se consolidó en Guinea un gobierno dictatorial con el
propio Macías Nguema a la cabeza, y con el apoyo del Partido Único Nacional de los Trabajadores, creado en
1970. La evolución de los acontecimientos, determinada por la crítica situación de la economía, la represión y
el subsiguiente exilio de guineanos, y el descontento generalizado de la población coadyuvaron al golpe de
Estado −golpe de libertad− de agosto de 1979 protagonizado por Teodoro Obiang Nguema, que se convertía a
renglón seguido en Presidente de la República. Sin embargo, el cambio de régimen ha sido puramente
nominal, ya que Obiang se ha hecho con todo el poder gracias a prácticas dictatoriales y a la creación de su
partido −único− el Partido Democrático de Guinea Ecuatorial. Para no ser menos que los demás países de la
región, también se anunció en Guinea Ecuatorial la puesta en marcha de reformas democráticas, con un nuevo
texto constitucional (octubre de 1991) y posterior legalización del pluripartidismo (octubre de 1992). No
obstante, el proceso de transición está lejos de poder darse por terminado, tal y como se han desarrollado las
cosas a partir de 1993.
La independencia de África Oriental tuvo lugar entre 1961 y 1963. Aunque durante el dominio británico todos
estos territorios habían compartido algunos servicios comunes, las discrepancias tribales y las nuevas formas
de organización estatal surgidas hicieron impensable la continuidad de la cooperación. De hecho, a finales de
1968 se firmó un tratado de colaboración entre Kenia, Uganda y Tanzania que, aun cuando no se derogó hasta
1977, careció de toda efectividad.
El protectorado de Uganda alcanzó la independencia en octubre de 1962 gracias al apoyo prestado por los
británicos al partido interétnico de Milton Obote, el Congreso del Pueblo de Uganda. Los diversos territorios
integrantes del país, gobernados por monarcas tribales, vivían de la agricultura de auto subsistencia y de
algunos productos de exportación como el algodón o la caña de azúcar. Entre ellos destacaba Buganda, con
cuyo concurso tuvo que contar Obote para formar el primer gobierno, por ser allí más fuertes los sentimientos
nacionalistas. No obstante, la cada vez más sólida posición del líder de la independencia dentro de las
estructuras de poder le permitió inspirar la redacción de un texto constitucional favorable a sus intereses
centralizadores, para lo cual suprimía los cuatro reinos antiguos a la vez que le convertía en Presidente de la
República.
Los abundantes casos de corrupción, el escaso desarrollo económico y las tensiones ínter territoriales fueron
agravándose en Uganda sin que el presidente ofreciera otra solución que la proclamación del Estado de
emergencia. En enero de 1971, el comandante en jefe del ejército, Idi Amín Dadá, protagonizó un golpe de
Estado que dio paso a una sangrienta dictadura, hasta que tropas tanzanas lo derrocaron en 1979. El regreso al
poder de Obote al año siguiente, el golpe de mano del general Okello y la caída de su régimen entre 1985 y
1986, una vez derrotado con las armas por el Ejército de Resistencia Nacional de Musevini, y la consiguiente
reconstrucción del Estado pretendida por este último, han supuesto hasta ahora años de desastre generalizado
en todos los sectores económicos, un desarrollo mínimo si no nulo de la cultura democrática y el
agudizamiento de las rivalidades étnicas todavía no superadas.
En Kenia también existen problemas similares entre las tribus, así como serias discrepancias sobre la forma
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constitucional que debía adoptar el país. La Unión Nacional Africana de Kenia (KANU), presidida por Jomo
Kenyatta, supo imponerse a las demás tendencias políticas, y su líder, después de que se lograse la
independencia en diciembre de 1963, ocupó la presidencia del Estado. Inmediatamente procedió a instaurar un
sistema monopartidista, fuertemente centralizado en torno a su persona gracias al apoyo de la tribu
mayoritaria en el país, los kikuyus, lo que le permitió mantener el control de la situación hasta su muerte en
1978. El traspaso de poderes al vicepresidente, Daniel Arap Moi, no generó ningún desorden especial, como
tampoco su reelección en el verano de 1983. Sin embargo, la endémica crisis económica por la mala gestión y
las prácticas de corrupción −característica común a toda la región− han radicalizado progresivamente la
actitud de los grupos sociales que más directamente la sufren −campesinos y funcionarios−, quienes acuden
con frecuencia a huelgas y manifestaciones violentamente reprimidas por la férrea dictadura de Moi.
Tanzania nació en abril de 1964, fruto de lo que había sido el Fideicomiso de Tanganica y el Protectorado de
Zanzíbar. Tanganica, independiente desde 1961 estaba controlada por la Unión Nacional Africana de
Tanzania (TANU), fundada por Julius Nyerere, el TANU se convirtió en partido único de carácter socialista
después de la conocida Declaración de Arusha en 1967. Nyerere fue reelegido en sucesivos ocasiones como
presidente del nuevo país hasta 1980, aunque fracasó estrepitosamente en la aplicación del programa de
Uljamaas, socialismo africano o de aldea, que obligaba a la población a volver al campo, donde se establecían
granjas colectivizadas: a finales de los años setenta sólo el 5,5 % de las tierras estaban colectivizadas aún
cuando más del 80 % de la población trabajaba en el sector primario.
Las relaciones de Tanzania con sus vecinos no fueron tampoco ejemplares. Su definición como Estado
socialista le acarreó el rechazo de la prooccidental Kenia, y con Uganda ha mantenido querellas territoriales
que estallaron en octubre de 1978 cuando el régimen de Idi Amín se anexionó el saliente de Kagera, unos
1.840 km2 de territorio tanzano. El despliegue de tropas de este último país puso las cosas en su sitio y, a la
postre, terminó con la dictadura del propio Amín. En mayo de 1990, sin el apoyo del bloque soviético y con
una deuda que rebasaba los 5.000 millones de dólares, Nyerere comunicaba su decisión de apartarse de la vida
pública de forma definitiva al abandonar la presidencia del partido, abriendo la transición hacia un régimen
pluripartidista −en 1992 fue legalizada la existencia de otras organizaciones−, hasta ahora más teórica que
real, pues el partido de Nyerere, fiel al programa Uljamaas, controla las instituciones así como la mayor parte
de los medios de comunicación.
Los pequeños Estados de Ruanda y Burundi, administrados por Bélgica antes de su independencia en los
primeros años sesenta, han seguido una trayectoria parecida. La precariedad de su estructura económica y los
constantes enfrentamientos entre etnias son características que han llegado hasta nuestros días impidiendo una
mínima estabilidad institucional. El asesinato del presidente rwandés en abril de 1994 desató una violencia
inusitada entre hutus y tutsis que degeneró en un genocidio étnico cuyas dramáticas consecuencias
convulsionaron las conciencias de todo el mundo.
El cuerno de África por su situación geoestratégica y su naturaleza peculiar al ser cruce de culturas muy
distintas enraizadas en tradiciones religiosas diversas, ha sido y continúa siendo una zona enormemente
conflictiva, característica acentuada en las últimas décadas por la intervención en toda el área de las grandes
potencias en apoyo de uno u otro régimen. En Etiopía, el vetusto imperio de Haile Selassie, el Negus, fue
inflexible ante los cambios y las transformaciones experimentadas en el mundo después de 1945. Trató de
perpetuar una anacrónica forma de dominación mediante una compleja red jerárquica de señores casi feudales,
cuyo vértice era la figura del emperador, al mismo tiempo que se abría a los Estados africanos de reciente
creación (Addis Abeba fue elegida sede de la OUA en 1963).
El obsoleto sistema político dio lugar a unas abismales diferencias socioeconómicas entre la exigua élite
aristocrática y una población mayoritaria casi indigente sometida en muchos casos al hambre. Selassie fue
depuesto en 1974 mediante un alzamiento militar que provocó violentas luchas entre las facciones que
deseaban hacerse cargo de la situación. Por fin, en 1977 logró imponerse el general Mengistu Haile Mariam,
quién pronto buscaría el amparo soviético para llevar a cabo la transformación socialista del país. El tratado de
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cooperación con la U.R.S.S. firmado en 1978 ponía las bases para este entendimiento. Un año después
comenzaba a organizarse el Partido de los Trabajadores de Etiopía, cuya constitución formal no llegó hasta
1984, si bien la formación política estaba en la práctica completamente dominada por los cuadros del Ejército.
La socialización de la agricultura y la creación de granjas colectivas con ayuda de la República Democrática
de Alemania no dio los frutos esperados y la gravedad del estado general de la economía empeoró debido a
los crecientes gastos militares (hasta un 75 % del presupuesto nacional) del régimen de Mariam para hacer
frente a los independentistas eritreos y otros grupos guerrilleros.
El final de la guerra fría y el hundimiento de los regímenes comunistas en Europa pusieron en evidencia a
Mariam, quién en marzo de 1990 proclamaba el abandono del socialismo, dejando la vía expedita al
pluripartidismo y a la economía de mercado. Mientras tanto, la guerrilla golpeaba cada vez con más dureza. A
mediados del año siguiente, fuerzas del Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope, que
coordinaba la actuación de los diferentes grupos armados contra el régimen de Addis Abeba, entraron en esta
capital después de huir Mariam a Zimbawe. Meles Zenawi, líder del Frente, se convertía en jefe provisional
del Estado, iniciándose un proceso de transición a la democracia bajo los auspicios de Estados Unidos.
Por su parte, en Eritrea, incorporada a Etiopía en 1952 y convertida en provincia etíope en 1962, se había
mantenido una guerrilla nacionalista durante más de treinta años −el Frente de Liberación de Eritrea,
rebautizado posteriormente como Popular− que aprovechó la caída de Mariam para convocar un referéndum
sobre la independencia del país en abril de 1993. Con más del 99 % de votos afirmativos, conseguía su
separación total de Etiopía y lograba al mismo tiempo su reconocimiento internacional.
Los primeros años de Somalia a partir de su independencia en julio de 1960 fueron relativamente sosegados y
estuvieron muy marcados por la personalidad del presidente Osman, El golpe de mano del coronel Siad Barré
en 1969 empujó a la política somalí hacia la órbita soviética, y la ayuda material y militar de este país fue
fundamental para la ruptura de hostilidades con Etiopía, enemigo territorial a causa de antiguas
reivindicaciones territoriales. La guerra del Ogadén entre 1977 y 1978 provocó la derrota somalí y el
alejamiento paulatino de la U.R.S.S. al descubrir Barré el fortalecimiento de los lazos etíope−soviéticos. El
que se mantuviera la centralización del poder en el Partido Revolucionario Socialista de Somalia no impidió la
mejora de relaciones con Estados Unidos y la firma de tratados comerciales con este país, aún cuando la
economía somalí estaba devastada y crecía la oposición a la dictadura. La tibia apertura puesta en marcha a
finales de 1990 con la aprobación de una nueva Carta Magna que incluía expresamente el pluripartidismo no
frenó las rebeliones generalizadas hasta el derrocamiento de Siad Barré en enero de 1991. Después de esta
fecha ninguna de las facciones en lucha ha podido controlar la situación y el conflicto civil, que ha
degenerado en vandalismo, está asolando todo el país sin que las conferencias de paz ni la intervención directa
de los cascos azules hayan podido mejorar el panorama.
Finalmente, el pequeño territorio de los Afars y los Issas, abandonado por la metrópoli francesa en 1975, se
convirtió en la República de Djibuti en 1977. Desde entones el presidente Asan Guled Aptidon −reelegido a
los 87 años en 1993 −gobierna con la ayuda económica y militar francesa en una situación cada vez más
inestable por las tensiones étnicas.
La influencia de la República Sudafricana en el África austral
La trayectoria histórica del sur continental ha estado marcada desde los años sesenta por los procesos
descolonizadores que, con mayor o menor fortuna, salieron adelante hasta que los territorios alcanzaron su
independencia, al menos política. Además, en este ámbito geográfico concreto, el desarrollo de los
acontecimientos ha estado y continúa estando condicionado por el papel del gobierno de la República
Sudafricana y la propia evolución interna de dicho país, que ha intervenido con constancia en los asuntos de
los territorios vecinos con la finalidad de mantener su peculiar dominio sobre la zona. En el resto de los países
africanos del sur, la mayoría abrumadora de población autóctona acabaría por imponerse a los colonos
europeos, ya fuera por una vía negociada o por la lucha armada, puesto que aquellos no dejaban de ser en la
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mayoría de los casos una exigua élite económica y política vinculada a la explotación de los recursos más
lucrativos del territorio en común, capaces de detentar su posición dominante gracias al poder de la metrópoli.
En el caso de la República Sudafricana, la presencia de los habitantes blancos, aunque siempre en franca
minoría (a finales de los años ochenta suponían, más o menos, un 25 % de la población total,
fundamentalmente descendientes de holandeses y británicos), no había sido meramente accidental o
transitoria, sino permanente a lo largo de varias generaciones. Representantes de un poder económico notable
y un nivel cultural alto, sentían el país como algo propio, unidos por lazos de solidaridad sobre la base de la
preeminencia blanca, Más de 1,2 millones de km2 de superficie estaban muy bien dotados de yacimientos
ricos en diamantes, oro y numerosos minerales básicos para la industria, caso del manganeso, necesario para
las acerías, o estratégicos, como el vanadio y el uranio. Por si fuera poco, no hay que olvidar la enorme
riqueza carbonífera, ya que Sudáfrica tiene en su suelo el 40 % de los recursos mundiales. Por otro lado, la
población blanca, fruto del asentamiento ya antiguo, no está concentrada únicamente en las grandes ciudades
sino que los descendientes de los bóers −quienes todavía mantienen con orgullo el afrikaner como lengua− se
hallan repartidos en granjas por las regiones del Transvaal u Orange, donde preservan sus formas de vida
propia. A tenor de estas características, Sudáfrica progresó económicamente durante el siglo pasado gracias a
sus riquezas naturales y a la oferta muy amplia de mano de obra barata proporcionada por la población negra,
que dio estabilidad a la población blanca descendiente de europeos. El problema principal para esta última iba
a venir del hecho de que pese a su posición privilegiada continuaba siendo numéricamente minoritaria, no
sólo dentro del Estado sudafricano, sino también en los países de su entorno.
El final de la Segunda Guerra Mundial desencadenó los procesos descolonizadores allí donde no se habían
iniciado, en el caso sudafricano, la toma de conciencia de la población negra de su sometimiento absoluto y de
la necesidad de organizarse para reivindicar sus derechos. La actitud de la población blanca quedó expuesta
con contundencia en los sucesivos mandatos del Partido Nacional que, interrumpidamente desde 1948, ha
mantenido el gobierno de la nación, y que podemos sintetizar en la puesta en marcha y perfeccionamiento
paulatino de la política de apartheid o desarrollo separado, cuyo objetivo último era perpetuar el dominio
blanco. Como en 1948 dejó entender el primer formulador de esta teoría, el senador Hendrik Verwoerd, quién
alcanzó la presidencia del gobierno diez años después, la única forma de mantener el control del país estaba
en diferenciar tajantemente los derechos y la forma de vida de los distintos grupos sociales, proporcionando
incluso gobiernos aparte para cada uno de ellos, eso sí, siempre bajo la supervisión blanca.
La independencia definitiva de la metrópoli en agosto de 1961 y la consiguiente retirada de la Commonwealth
facilitaron el desarrollo del programa segregacionista a lo largo de los años sesenta y setenta. La legislación
aprobada durante esas décadas separaba en todos los ámbitos de la esfera pública y privada a las dos
comunidades raciales, e incluía desde la prohibición de matrimonios mixtos a la existencia de áreas de
residencia distintas en las ciudades, o la participación política restringida a la minoría blanca, quién elegía con
exclusividad a los representantes en el Parlamento. La discriminación económica constituía un hecho
palmario: a mediados de la década de los sesenta, la cuarta parte de la población del Estado (blancos) obtenía
cerca del 68 % de la renta nacional, mientras que el 72 % (la mayoría negra) únicamente recibía el 27 %.
En este mismo orden de cosas, y como desarrollo explícito del apartheid, los territorios mayoritariamente
habitados por negros recibían a partir de 1959 una suerte de autogobierno basado en formas de autoridad
tradicionales, e incluso una independencia ficticia, que en realidad no era otra cosa sino reservas de obra
barata: los bantustanes. Eran éstos siete territorios divididos según las divisiones étnicas con una extensión
global del 13 % del territorio nacional si bien debían agrupar al 70 % de la población. Al proporcionarles la
carta de independencia se les privaba del derecho de ciudadanía sudafricana con el objeto de evitar peticiones
o reivindicaciones de derecho al voto, asociación etc. El primer bantustán independiente fue Transkei, del
grupo racial sosa, en 1976, al que siguieron Bophuthtswana en 1977 y Venda en 1979. Por supuesto no fueron
reconocidos por ningún otro Estado.
En esta gravosa situación no era extraño que, a pesar de las reiteradas prohibiciones, fueran surgiendo
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organizaciones opositoras con el fin primordial de acabar con la política de apartheid, objetivo frente al cual
las discrepancias ideológicas se convertían en cuestiones menores. En 1955, una serie de movimientos
políticos, entre los cuales destacaba el Congreso Nacional Africano, fundaron la Alianza del Congreso, e
hicieron pública una denominada Carta de la Libertad en solicitud de una democracia igualitaria y
representativa para Sudáfrica. La Carta no suscitó sino el rechazo completo de los gobernantes blancos, los
cuales incluso procedieron a la prohibición del Congreso Nacional Africano en 1961, con la consiguiente
radicalización y el nacimiento de su brazo armado.
Sin embargo, a pesar del apartheid, de la consolidación de los grupos negros de oposición y del rechazo
internacional generalizado al gobierno de Pretoria, la economía sudafricana no sufrió quebrantos en la década
de los sesenta, antes bien todo lo contrario. El crecimiento fue tan intenso como extenso, aún cuando las
diferencias de ingresos entre las comunidades raciales aumentaran, calculándose que el 40 % de la población
sobrevivía en precario con una economía de auto subsistencia, sobre todo en los bantustanes.
Los años setenta sirvieron para fortalecer la política de apartheid y, al margen de la teórica firmeza de las
relaciones internacionales contra ella, en el terreno económico hubo una mejora ostensible, una vez superadas
las consecuencias más negativas de la crisis del petróleo. En gran parte la causa fue la elevación del precio del
oro, tan beneficiosa para las arcas estatales de Sudáfrica. De hecho, la deuda externa pudo ser enjugada y la
balanza de pagos no sólo se equilibró sino que conoció un crecimiento positivo. En esta situación tan
paradójica, los resultados de las elecciones de 1978 no supusieron ninguna sorpresa. El electorado blanco
sudafricano siguió apoyando mayoritariamente al Partido Nacional y su dirigente Pieter Botha fue nombrado
primer ministro. Cualquier amaga aperturista que pudiera haberse pensado a tenor de la remodelación del
gabinete desapareció cuando Botha, asesorado por los órganos de su partido y por los mandos del Ejército,
insistió en mantener y perfeccionar el apartheid y en proclamar la política de estrategia total. El sentido de
ésta era poner a disposición del Estado todos los recursos necesarios para sacara el país adelante y preservar el
dominio blanco. En esta línea de actuación, la nueva Constitución aprobada en 1983 consagraba el
segregacionismo con leves matizaciones. Al lado de la Cámara de Representantes, elegida por la población
blanca, configuraba otras dos para las minorías asiáticas y mestizas, con un poder ficticio, lo que enojó aún
más a una oposición negra cada vez más radicalizada.
Las elecciones de septiembre de 1989 confirmaron la victoria, una vez más, del Partido Nacional, Sin
embargo, el nuevo primer ministro, Frederik W. De Klerk, y su equipo dieron un giro sorprendente a los
planteamientos tradicionales de su partido. En un discurso, ya histórico, pronunciado por De Klerk el 2 de
febrero de 1990 afirmaba con rotundidad la legalización de la oposición sindical y política y la puesta en
libertad de presos de conciencia y el inicio del diálogo con el Congreso Nacional Africano. Nueve días
después abandonaba la cárcel el líder indiscutible del Congreso, Nelson Mandela, tras 27 años de privación de
libertad. A partir de ese momento las conversaciones entre el gobierno y la oposición encabezada por el
Congreso comenzaron a dar sus primeros frutos: en agosto de 1990, por los Acuerdos de Pretoria, el Congreso
renunciaba a la lucha armada; las leyes anti−apartheid comenzaron a ser aprobadas en el Parlamento blanco
mientras la tensión crecía ahora entre la propia comunidad negra, muy especialmente entre los zulúes
agrupados en la organización Inkhata y los partidarios del Congreso que, sobre todo en el Natal, provocaron
numerosas muertes. Pero el proceso abierto siguió su curso: en abril de 1994 se celebraron elecciones
multirraciales que dieron el triunfo al Congreso Nacional Africano, con más del 62 % de los votos, seguido
por el Partido Nacional, con un 26,5 %. Nelson Mandela fue así elegido el primer Presidente negro de la
República Sudafricana, si bien integró en su gobierno a De Klerk como vicepresidente con el objetivo de
consolidar la transición en marcha, lograr la integración racial e incorporar a todos los sectores sociales en la
tarea de reconstrucción nacional.
La hegemonía blanca daba a Sudáfrica unas características muy especiales dentro del panorama del África
austral, generadoras de su actitud recelosa y defensiva, no sólo frente a la oposición interna sino ante sus
vecinos más cercanos. De hecho, el proceso descolonizador en estos territorios australes hizo sentir al
gobierno de Pretoria la necesidad de intervenir en los asuntos internos de los nuevos países, cuyos
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gobernantes negros no veían con buenos ojos las prácticas segregacionistas. Por otro lado, la presencia de las
compañías sudafricanas y, en general de los intereses económicos de Pretoria en todo el sur del continente,
venía además de lejos, y el advenimiento de regímenes proclives al socialismo representaba también un
peligro real al que se debía poner coto. De ahí la intervención solapada o directa, pero constante, del régimen
sudafricano en el proceso descolonizador de los Estados limítrofes:
África del Sudoeste −denominada Namibia− amplia y estéril área geográfica rica en yacimientos minerales y
colindante con la República de Sudáfrica, estuvo sometida a ésta en calidad de mandato. Había sido estipulado
por la ONU que dicho mandato terminaría en octubre de 1969. Pretoria no tomó en consideración la
resolución de las Naciones Unidas y organizó una elecciones restringidas a la población blanca en 1970, de las
que el Partido Nacional resultó vencedor absoluto al copar los 18 escaños en juego. A partir de entonces la
situación creció en tensión, por un lado, debido a las presiones internacionales sobre Sudáfrica para obligarla a
retirarse pacíficamente del territorio y, por otro, a la inestabilidad provocada por la guerrilla independiente del
SWAPO, aceptada por la ONU como el representante auténtico del pueblo de Namibia. Las innumerables
conversaciones que hubo bajo los auspicios de la ONU para llegar a un acuerdo pacífico entre el SWAPO y
Sudáfrica no condujeron a nada concreto. En enero de 1983, y ante el cariz que tomaban los acontecimientos
por el recrudecimiento de la lucha armada guerrillera, el territorio pasó otra vez al control total del gobierno
de Pretoria, con lo que éste anulaba la autonomía teórica de Namibia.
La independencia de Namibia también sirvió para mejorar las relaciones exteriores del régimen de Pretoria y
liquidar un espinoso asunto que le generaba cuantiosos gastos militares. Por fin, en abril de 1989, y con la
supervisión de fuerzas de la ONU, se iniciaba el proceso de independencia, cuyo hito principal fueron los
comicios celebrados en el mes de noviembre. El SWAPO venció con holgura y tres meses después el nuevo
Estado aprobaba un texto constitucional, si bien la presencia sudafricana se mantenía en el sector económico,
ya que la mayor parte de las compañías de explotación minera son todavía de aquel país.
No menos importante fue la influencia de Sudáfrica en la evolución de las colonias británicas en el África
central, las dos Rhodesias y Nyassalandia. En 1953, después de algún intento fallido y del rechazo de la
mayoría negra, había surgido una Federación de dichos territorios con el objetivo de otorgar a la minoría un
cierto autogobierno y consolidar la cooperación entre ellos, bastantes de cuyos servicios sociales e
infraestructuras mantenían en común. Sin embargo, después de varios años de incertidumbre, acabó por
disolverse en enero de 1963.
En Rhodesia del Sur, rica en minerales −sobre todo en carbón−, la población europea, con ser reducida, era
mucho más importante que en los otros dos territorios y se hizo rápidamente con el control de la situación con
el objetivo de crear un Estado a imagen y semejanza de su poderoso vecino del sur, a quién apelaría en cuanto
surgieran las primeras dificultades. En las elecciones celebradas en diciembre de 1962 (tenían derecho al voto
63.000 blancos y 2.500 negros), el Frente Rodhesiano ganaba por mayoría abrumadora y, al poco tiempo, las
principales organizaciones nacionalistas negras −la Unión del Pueblo Africano de Zimbawe (ZAPU) de Josué
Nkomo, y la Unión Nacional Africana de Zimbawe (ZANU) de Sithole− fueron puestas fuera de la ley. La
minoría blanca elaboró a renglón seguido una Constitución, que pretendía ser aceptada por Londres, cuya
finalidad era la obtención inmediata de la independencia y la consagración del predominio blanco en el
legislativo y, por ende, en todas las altas instituciones. Tras un forcejeo diplomático, y tan sólo con los
significativos apoyos de Sudáfrica y Portugal, el gobierno rodhesiano de Ian Smith proclamaba la
independencia unilateral el 11 de noviembre de 1965.
La comunidad internacional y sus organizaciones representativas condenaron esta declaración, lo que se
tradujo en una amplia serie de sanciones, fundamentalmente económicas (recortes en el suministro de
petróleo, supresión de todo tipo de créditos etc.), cuyo colofón fue la imposición en 1967 de un boicot
comercial por parte del Consejo de Seguridad de la ONU. La situación extremadamente dificil que comenzó a
atravesar Rhodesia sólo pudo salvarse gracias al soporte de Sudáfrica, de la que pasó a depender en la práctica
la casi totalidad de la economía rodhesiana. No obstante, y aparte de los problemas económicos, la crisis
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generalizada aumentó de tono a partir de 1967 cuando los partidos ilegales negros pasaron a la acción armada.
La emigración progresiva de ciudadanos blancos a Europa ante el empeoramiento del ambiente en el país y el
fortalecimiento de la guerrilla fueron mermando las posibilidades de un Estado regido por los descendientes
de colonos, mientras el propio gobierno sudafricano comenzaba a poner en duda su estrategia de apoyo
incondicional al régimen de Smith. Con el final del colonialismo portugués en el continente y el inmediato
surgimiento de dos Estados socialistas, la llegada de un gobierno negro a Rhodesia−Zimbabwe y el
empeoramiento de la situación en Namibia, acentuaron cada vez más la sensación de aislamiento de la
República Sudafricana, que a mediados de la década de los setenta perdió su cordón sanitario frente a los
sistemas de mayoría negra, poco proclives a entenderse con el régimen de Pretoria.
En Rhodesia−Zimbawe el robustecimiento de las guerrillas dio un salto cualitativo con el acuerdo alcanzado
por sus líderes −en especial el ZANU y el ZAPU− para formar en 1976 un denominado Frente Patriótico de
Zimbawe. Ante lo comprometido de la situación, Ian Smith comenzó a abrirse a los sectores nacionalistas
negros menos radicales. Así, el dirigente moderado del Congreso Nacional Africano de Rhodesia, Abel
Muzorewa, fue designado en 1979 primer ministro de un gobierno en el que Smith desempeñaba un papel
preponderante. El intento de ganarse las simpatías de Occidente y reducir la operatividad del Frente Patriótico
no dio los frutos esperados y poco después se iniciaba un proceso de discusiones entre todas las
organizaciones políticas − incluidas el ZANU y el ZAPU− con el fin de convocar elecciones generales, cuya
limpieza estarían encargados de velar observadores de la Commonwealth.
Los comicios, celebrados en febrero de 1980, dieron la victoria al ZANU de Robert Mugabe. Convertido en
jefe de un gobierno en el que entraron también el resto de fuerzas, incluida la minoría blanca, las diferencias
empezarían pronto. Las inclinaciones autoritarias de Mugabe provocaron el abandono de Nkomo, el líder del
ZAPU, en 1982; el apartamiento del poder de los blancos e, incluso, el encarcelamiento de Muzorewa.
Mientras el líder del ZANU trataba de poner los primeros jalones en la consecución de un partido único y el
establecimiento de un régimen socialista, el clima social se degradaba. La intolerancia y la represión ejercida
antes por la población blanca se trasladó ahora a las distintas etnias africanas del territorio.
Las pretensiones monopolistas de Mugabe no pudieron ponerse en práctica por la pérdida de prestigio del
ZANU y por la necesaria liberalización de la economía a la que accedió el presidente a comienzos de 1990.
Gracias a todo ello, las inversiones de capital extranjero han aumentado y ha mermado el déficit de la balanza
de pagos.
Malawi (la ex Rhodesia del Norte) consiguió la independencia en 1963, y el líder de ésta pasó a ser el primer
presidente de la República: Hastings K. Banda. Éste no tuvo reservas en llegar a un importante tratado
comercial y diplomático con Sudáfrica en 1967, el cual favoreció el desarrollo de la agricultura del país,
sector en donde trabajaba el 90 % de la población. De igual forma, la colaboración sostenida por Banda con el
Mozambique portugués y la Rodhesia de Smith le acarrearon el desprestigio y un cierto aislamiento entre sus
colegas africanos. No se arredró el líder malawita, fiel a su postura prooccidental y anticomunista y, en 1971,
Banda convirtió en vitalicia su presidencia.
La invariable postura prooccidental del gobierno de Malawi, en manos todavía del octogenario Banda, y la
política económica liberal han conseguido crear algunas grandes fortunas, sobre todo favorecidas por el
comercio del maíz. No obstante, la mayor parte de la población sigue viviendo en condiciones míseras en uno
de los países más pobres no sólo de África sino de todo el mundo.
Zambia (la antigua Nyassalandia consiguió la independencia en 1963, y el líder de la independencia pasó a ser
el primer presidente de la República: Kenneth Kaunda. En Zambia, mucho más rica en minerales, en especial
cobre, y con mejores condiciones para la explotación agrícola (si bien estaba fundamentada, al igual que en
Malawi, en cultivos de autoconsumo como el maíz y la mandioca) el negocio del cobre reportó importantes
beneficios a las arcas estatales en los años sesenta. Este hecho fortaleció el prestigio y la posición dentro del
país de su presidente Kaunda; sin embargo, tuvo su reverso negativo en la década siguiente con la pérdida de
180
valor del cobre en los mercados internacionales (a principios de los setenta este mineral aportaba cerca del 60
% de los ingresos del Estado) y con la degradación de las relaciones con Rhodesia del Sur, país del que
dependía en buena medida su estructura comercial al necesitar de los ferrocarriles rodhesianos para importar
carbón y para exportar cobre hacia el sur.
La oposición interna a Kaunda se fortaleció en los ochenta en un proceso paralelo al fracaso de la puesta en
práctica de un ambicioso programa económico que contaba con ayuda foránea. Aunque el presidente continuó
siendo elegido por abrumadora mayoría hasta octubre de 1991, la corrupción generalizada, la deuda externa
cifrada en 7.000 millones de dólares y la pérdida de confianza de los países inversores le impelieron a
convocar elecciones pluripartidistas, en las cuales ganó Frederik Chiluba, líder de una coalición de los
principales grupos opositores.
La evolución de Basuto y Swazilandia, países incrustados en la República de Sudáfrica y que alcanzaron la
independencia en 1966 y 1968 respectivamente, se ha caracterizado por la sucesión de gobiernos autoritarios y
la supeditación económica al gobierno de Pretoria. Al acceder a la independencia fueron transformados,
respectivamente, en los reinos de Lesotho y Ngwame. Botswana (el antiguo protectorado británico de
Bechuana), ha sido gobernado desde su independencia en 1966 por el Partido Democrático de Seretste
Khama, presidente del país hasta su fallecimiento en 1980. Botswana ha logrado un crecimiento sostenido de
su economía, en buena medida por su estrecha vinculación con Sudáfrica.
La República Malgache mantuvo buenas relaciones con su antigua metrópoli −Francia− y con la potencia
regional −Sudáfrica−, una vez obtenida la soberanía nacional en julio de 1960. Después de 1975, el nuevo
presidente, Didier Ratsiraka, dio un giro a las relaciones exteriores y comenzó a edificar un Estado socialista
inspirado en El Libro Rojo Malgache. El país se encuentra actualmente en transición al pluripartidismo y a la
economía de mercado.
El desplome del sistema colonial portugués en esta parte del mundo a mediados de la década de los setenta
fue, con todo, más determinante en el cambio de la correlación de fuerzas en el sur del continente africano.
Mozambique, por su posición estratégica y por sus puertos en Beira y Lourenço Marques, representaba un
bastión muy necesario para la seguridad de Sudáfrica, cuyas relaciones con Lisboa eran de buen
entendimiento. Desde 1952 la colonia había pasado a ser provincia de ultramar y como tal mandaba sus
representantes al Parlamento portugués. En realidad, no había cambiado nada más que la dominación, puesto
que quien enviaba sus diputados a Lisboa era la élite económica asentada en Mozambique, sin que se diera en
la práctica posibilidad alguna para la participación política a la población autóctona, salvo a un exiguo grupo
cuyos intereses estaban más cercanos a los de los colonos portugueses.
Durante los años sesenta hizo su aparición con especial virulencia la guerrilla nacionalista. El Frente para la
Liberación de Mozambique (FRELIMO) agrupaba a las fuerzas más vivas de la oposición y su importancia
creciente había provocado un auténtico estado de guerra en todo el territorio. A la altura de 1970 el 6 % del
PNB portugués se consumía en los gastos bélicos derivados del conflicto en sus colonias africanas. Este grave
problema afectaba hasta tal punto al futuro de la metrópoli que estuvo en la base del golpe de Estado de corte
izquierdista producido en Portugal en 1974, cuyos protagonistas prometieron la soberanía plena a sus
territorios de ultramar. El FRELIMO se hizo con el poder, mientras que el gobierno sudafricano, atónito ante
el desarrollo tan precipitado de los acontecimientos, no pudo reaccionar en un primer momento y aceptó la
nueva situación. El 25 de junio de 1975, Mozambique se convirtió en un Estado independiente. El gobierno
del país, en manos de Samora Machel establecía un régimen monopartidista, convocaba una Asamblea
popular con representantes únicamente del FRELIMO y adoptaba el marxismo−leninismo como doctrina
oficial del Estado; en 1977 firmaba un tratado de colaboración con la U.R.S.S..
Desde 1981 Sudáfrica armaba y asesoraba a la Resistencia Nacional Mozambiqueña (RENAMO) en su lucha
contra el Estado socialista instaurado en el país. El objetivo perseguido era debilitar el afianzamiento del
régimen, golpeando con insistencia los centros económicos más importantes de Mozambique, donde la
181
confusión y el caos generalizado fueron un hecho a lo largo de toda la década. En marzo de 1984, Botha y
Machel llegaban a un acuerdo en Nkomati que obligaba a las autoridades de Maputo a negar el asilo y
expulsar de su territorio a los opositores al régimen sudafricano, mientras que el gobierno de Sudáfrica se
comprometía a abandonar la ayuda prestada a RENAMO. Los años de guerrilla constante, el fracaso de las
medidas socializadoras y las consecuencias dramáticas de las sequías impidieron una mejora de los índices
económicos e incluso se extendió el hambre.
Tras morir Machel en 1988, su sucesor Joaquím Chissau mantuvo los principios de la ortodoxia comunista
hasta que, con el fin de la Guerra Fría y la disolución del bloque comunista en Europa, una nueva
Constitución votada en noviembre de 1990 reconocía el pluripartidismo y la economía de mercado. El 4 de
octubre de 1992, el presidente Chissau y el jefe guerrillero de la RENAMO llegaban a un acuerdo de paz, que
puede dar paso a la reconciliación y la reconstrucción económica.
En Angola el panorama previo a la independencia resultaba mucho más complicado porque eran varias las
organizaciones nacionalistas en pugna por hacerse con el control, lo que posteriormente favorecería una
intervención directa de Sudáfrica. La lucha contra la metrópoli era a la vez una guerra sorda entre el Frente
Nacional para la Liberación de Angola (FNLA), el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA),
capitaneado por Agostinho Neto y la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA) de
Jonás Savimbi.
Tras el golpe de 1974, las autoridades portuguesas apostaron por el MPLA, de filiación marxista, y el 3 de
septiembre, por boca del almirante Rosa Coutinho, anunciaban la formación de un gabinete controlado por
Neto como paso previo para preparar la independencia final. La inestable situación permitió a Pretoria llevar a
cabo una acción armada rápida, invadiendo el sur del país en apoyo de UNITA, un movimiento minoritario
fundado en 1966 y caracterizado por su militante anticomunismo. A pesar de las múltiples conversaciones y
acuerdos teóricos de alto el fuego entre los grupos nacionalistas, el clima sociopolítico continuó
deteriorándose hasta que, en noviembre de 1975, el MPLA declaró la independencia del país en Luanda, la
capital angoleña; por su parte, UNITA y el FLNA hicieron lo propio en Nova Lisboa, si bien estas dos
organizaciones no terminaron por entenderse. UNITA, con la ayuda militar y material de la República
Sudafricana, aseguró sus posiciones en el sur, mientras el FLNA se replegó a algunas áreas norteñas, donde
fue perdiendo eficacia combativa e influencia política hasta que desapareció en 1984. La guerra siguió
adelante en Angola. UNITA aumentó su ámbito de actuación a las regiones del norte del país y, como había
ocurrido en la otra ex colonia portuguesa, las conversaciones de paz sirvieron de muy poco.
Los violentos enfrentamientos en territorio angoleño continuaron hasta el Acuerdo de Londres de mayo de
1988, en el que quedaba estipulada la retirada de fuerzas armadas extranjeras del país (unos 3.000
sudafricanos y más de 35.000 cubanos), cuyo plazo final de salida expiraba en el verano de 1991. Se
celebraron elecciones legislativas y presidenciales en septiembre de 1992, con participación de todas las
organizaciones políticas, y de ellas salió triunfador el MPLA frente a UNITA. Jonás Savimbi no lo aceptó y
volvió a la acción guerrillera, ya sin la ayuda de Estados Unidos ni de la República de Sudáfrica.
EL MOVIMIENTO DE LOS NO−ALINEADOS
El sociólogo francés Alfred Sauvy adjudicó en 1956 a los pueblos colonizados la denominación de Tercer
Mundo, a partir de una transposición del término Tercer Estado, empleado durante la Revolución Francesa.
Este concepto se difundió pronto, imponiéndose al de naciones proletarias, que propugnaba el historiador
Arnold Toynbee, pero, en cualquier caso, ambas denominaciones sirven para designar a los nuevos países que
intentan mantenerse alejados de los otros dos mundos: el bloque capitalista y el bloque comunista.
Desde su acceso a la independencia surgió entre los distintos Estados afroasiáticos la necesidad de constituir
un grupo de presión coherente en un mundo bipolar (EE.UU., U.R.S.S..), que evitara el enfrentamiento directo
entre las dos superpotencias y propiciara un cambio radical en las relaciones internacionales mediante el
182
reconocimiento de la igualdad de derechos de todos los Estados del mundo. El camino no resultó en absoluto
fácil, pues era preciso poner de acuerdo en unas líneas comunes de acción internacional a países con sistemas
políticos diversos e incluso enfrentados.
El primer jalón en de la articulación de un movimiento político del Tercer Mundo independiente de las
grandes potencias se produjo en la Conferencia Afroasiática de Bandung (Indochina, 17 al 24 de abril de
1955), y promovida por Nehru y Sukarno. A ella asistieron 29 países afroasiáticos, incluida la República
Popular China, representada por Chu En−Lai, y aunque las discusiones de los delegados revelaron la
oposición entre países moderados o prooccidentales y los radicales, se llegó a un fructífero comunicado final
en el que se aunaban las aspiraciones de las jóvenes naciones: respeto a los derechos humanos según los
postulados de la ONU, respeto a la soberanía e integridad territorial de todos los países, igualdad internacional
entre todas las razas y naciones, no intervención extranjera en los asuntos internos de los países, rechazo de la
intervención o de la presión militar para subordinar la trayectoria de cualquier Estado, solución de los
conflictos internacionales por medios pacíficos y promoción de la cooperación económica internacional en
base al interés y al respeto mutuo. Quizá la mayor concordancia y la mayor dureza se vertió sobre la aún
importante pervivencia del colonialismo.
Con todas sus limitaciones, la Conferencia de Bandung supuso el final de la preponderancia europea en Asia y
África y la necesidad de mantener los contactos, la solidaridad y la cooperación entre los antiguos pueblos
colonizados.
Apareció así, en 1960, recogiendo la herencia de Bandung, el Movimiento de los Países No Alineados, cuyos
líderes naturales fueron Nehru de la India y Sukarno de Indonesia, a los que se unieron Nasser de Egipto y
Tito de Yugoslavia, tras su ruptura con la U.R.S.S..
Este numeroso grupo de países que hoy alcanza la cifra de 97, ha celebrado toda una serie de conferencias: La
I, en Belgrado (1961) como continuación y ampliación de Bandung, y con asistencia de 25 países miembros,
hizo un llamamiento a la paz mundial y un ofrecimiento de la no alineación para conseguirla. La II, en el
Cairo (1964) un programa de no alineación por la paz y la colaboración internacional, y los principios de la
coexistencia pacífica, con acusaciones contra el colonialismo, el imperialismo y el neocolonialismo. La III, en
Lusaka (1970), formuló una declaración sobre la paz, la independencia, el desarrollo, la cooperación y la
democratización de las relaciones internacionales, y otra sobre la no alineación y el progreso. a IV, en Argel
en 1973, realizó una declaración política y otra económica con el programa de un nuevo orden económico
mundial; la V, en Colombo en 1976, hizo una declaración política y otra económica. La VI, en La Habana
(1979) contó con 96 países miembros y con la asistencia, por última vez, de Joseph Broz Tito, pasando a ser
su dirigente Fidel Castro y elaboró una declaración política y otra económica. La VII, en Nueva Delhi en
1983, con asistencia de 97 países miembros, elaboró una declaración política y otra económica, el llamado
Mensaje de Nueva Delhi un programa de acción para la cooperación económica y una declaración sobre una
acción colectiva a favor de una prosperidad mundial. La VIII, en Harare (Zimbabwe) en 1986 con la
participación de 101 países, donde se hizo especial hincapié en la desaparición del apartheid en Sudáfrica y en
el desarme. La IX, en Belgrado en 1989, donde el entonces primer ministro indio Rajiv Gandhi propugnó la
necesidad de crear un Fondo Mundial para el Medio Ambiente. La X, en Yakarta (1992): crisis de identidad
del movimiento. La XI, en Cartagena de Indias (1995), intentó revitalizar la organización.
A lo largo de estos años, el Movimiento de Países No Alineados ha adoptado los siguientes principios de
política internacional común:
Seguir una política independiente fundada sobre la coexistencia y el no alineamiento o mostrar su inclinación
hacia esta política.
Apoyar los movimientos de liberación nacional.
183
No pertenecer a ningún pacto militar colectivo que pueda implicar al país en un conflicto entre las grandes
potencias.
No formar parte de ninguna alianza multilateral con una gran potencia.
No aceptar el establecimiento sobre su territorio de bases militares pertenecientes a una potencia extranjera.
La muerte de los líderes históricos del Movimiento de los Países No Alineados, la desintegración de la
U.R.S.S. y del bloque comunista y las enormes contradicciones y diferencias políticas dentro de este grupo de
países ha conducido a su languidecimiento y práctica disolución a lo largo de la década de los noventa.
Perdida su coordinación internacional, los países del Tercer Mundo siguen expuestos a estallidos de violencia
interna con guerras civiles de carácter tribal en el caso de África. En Ruanda, p. e., donde el enfrentamiento
entre hutus y tutsis a lo largo de 1994 se ha saldado con más de 500.000 muertes y tres millones de
refugiados, es sintomático del escaso arraigo de las estructuras políticas de tipo europeo allí implantadas y de
la inoperancia de la ONU y de la comunidad internacional para evitar estos horrores.
Desde su acceso a la independencia, y por encima incluso de la preocupación compartida por hallar sistemas
de organización política estables y adaptados a sus necesidades y de coordinar sus esfuerzos como grupo de
presión internacional, los nuevos países se encuentran ante el tremendo desafío de superar su crónico
subdesarrollo económico y lograr cubrir las necesidades básicas de su población.
Aunque economistas como W. W. Rostow articularon ya hace años la teoría de las etapas del crecimiento y
del despegue (take off) para llegar al estadio de sociedad industrial, lo cierto es que la evolución económica
del Tercer Mundo ha sido, en los últimos años, decepcionante, manteniéndose e incluso incrementándose la
distancia que les separa de los países ricos. Esta cruda realidad, que autores como Josué de Castro o
Boyd−Orr han señalado hace años en el sentido de que dos terceras partes de la Humanidad no come lo
suficiente para calmar el hambre, está condicionada por una serie de factores:
a) La diversa evolución económica de los nuevos países, que ha creado, desde un inicial estado de
subdesarrollo, dependencia y neocolonialismo, cuatro grupos: 1º) países productores de petróleo, que aún con
deficiencias han mejorado su nivel de actividad económica (Arabia Saudí, Irán, Kuwait etc.); 2º) países en
vías de desarrollo, que a través del colectivismo o de un capitalismo agresivo han logrado un inicio de
industrialización y bienestar (R. P. China, Corea del Sur, Singapur, Sudáfrica etc.); 3º) países dependientes
que han entrado en un proceso acelerado de deterioro económico con paralización de la producción, inflación
galopante y abultada deuda externa (Argentina, Méjico, Perú etc.); 4º) países auténticamente subdesarrollados,
que viven de la caridad internacional, padecen hambre crónica y constituyen el denominado Cuarto Mundo
(Etiopía, Chad, Sudán etc.).
b) Crecimiento galopante de la población, en torno al 2 % anual, lo que supone la multiplicación por 13 de los
habitantes de cada país en un siglo. Esta circunstancia, producida por la mejora de la sanidad con la
erradicación de muchas enfermedades infecciosas (viruela, paludismo) y disminución de la mortalidad, hace
que sea preciso mantener un alto índice de crecimiento económico (12% anual) sólo para mantener el nivel de
vida de esta creciente población.
c) Alta tecnificación de la agricultura y la industria actuales. Mientras que los países que llevaron a cabo su
revolución industrial en el S. XIX partieron de una tecnología simple, cuya progresiva complejidad fue, por lo
paulatino, fácilmente absorbible, a los países del Tercer Mundo los separa un abismo, por su carencia de
preparación técnica, de los complejos equipos industriales o agrícolas actuales, que deben importar y aprender
a utilizar, lo que aumenta su dependencia y endeudamiento con el mundo industrializado.
d) Deficiencias en su estructura agrícola industrial y de transportes. Tanto los medios de transporte como la
184
navegación, así como las escasas industrias o plantaciones altamente tecnificadas, se encuentran en manos de
los países industriales, que explotan los recursos económicos, los elaboran y los transportan sin que la riqueza
generada permanezca dentro del Tercer Mundo. De este modo los salarios son pocos y bajos, no existe
demanda interna y no se articula un mercado nacional.
e) Expansión del armamentismo. Paradójicamente, los países subdesarrollados, carentes de recursos, gastan
cantidades ingentes en sofisticado armamento, que proporciona pingües beneficios a los países fabricantes (las
potencias capitalistas y comunistas) pero sumerge al Tercer Mundo en interminables guerras que agravan aún
más su desesperada situación económica, y constituye un poderoso instrumento del neocolonialismo.
f) El problema de la deuda exterior. Durante años, gran parte de las ayudas económicas en forma de créditos
internacionales (FMI, Banco Mundial) y bancos privados supuso una inyección de recursos al Tercer Mundo,
pero, al mismo tiempo, significó también una mayor dependencia de éste, que debía devolver lo recibido más
los intereses. Esta hipoteca ha impedido, sobre todo en Sudamérica, cualquier expectativa de desarrollo.
Actualmente, tras varias crisis e impagos, los deudores exigen una negociación política del problema (el Plan
Baker).
En definitiva, el final de siglo deja un planeta dividido por la falla horizontal que no deja de agrandarse y que
está haciendo posible la conformación de un sur (casi 4.000 millones de personas) sumido en la pobreza ante
la falta de desarrollo autosostenido, sin derechos sociales, con sistemas educativos y sanitarios muy endebles,
sin trabajo permanente y unas condiciones laborales degradadas que hacen posible la explotación de mano de
obra, en especial de mujeres y niños, y con sistemas políticos corruptos e ineficaces. Al menos así lo
demuestran las cifras: según un informe elaborado en 1994 por el Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo, los diez países más pobres del mundo eran los siguientes: India, China, Bangladesh, Brasil,
Indonesia, Nigeria, Vietnam, Filipinas, Pakistán y Etiopía. De igual manera, según el Banco Mundial (Informe
del desarrollo mundial, 1990) en el África subsahariana se contabilizaban 180 millones de pobres (120 de los
cuales eran pobres extremos o absolutos); en Asia del este, 280 (120 de pobres extremos); en China, 210 y 80,
respectivamente; y en Asia del sur, 520 (300 de pobres extremos); 420 y 250, respectivamente en la India. De
hecho, el 90 % de los pobres del mundo están distribuidos en cuatro zonas: el 40 % de los mismos en el sur de
Asia, el 13 % en el Asia sudoriental, el 23 % en el África subsahariana y el 14 % restante en Iberoamérica. De
ahí que, en general, los países no occidentales se opongan a que las decisiones tomadas por, los países
occidentales, aunque lleven el sello de las grandes organizaciones supranacionales −ya sea la ONU o el FMI−,
se presenten como emanación de los deseos de la comunidad internacional, cuando en realidad sólo obedecen
a los intereses particulares de Occidente, a su afán de preservar el dominio político, económico y militar,
además de a su deseo de fomentar sus propios valores culturales e intentar ampliar su influencia en todo el
mundo.
Reducir las diferencias existentes no es, por tanto, tarea fácil. Buen ejemplo de lo anterior lo constituyen las
resoluciones de la última Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social (Copenhague, del 6 al 12 de marzo de
1995), que pueden resumirse en los siguientes aspectos:
Se ha acordado que hay que erradicar la pobreza, pero no se ha dicho como. Se ha fijado como objetivo de
máxima prioridad la lucha contra el desempleo; se ha ratificado la prohibición del trabajo infantil; la extensión
de la educación universal primaria en todos los países antes del 2015 [...]. Pero todo aquello que implicara
desembolso económico ha sido relegado al olvido. Así, no se ha aprobado el Principio 20/20; la cancelación
de la deuda externa a los países pobres se estudiara cada caso, y la propuesta de creación de un fondo social,
hecha por los países en desarrollo, ha sido pospuesta para una mejor ocasión.
Es evidente que para evitar el conflicto entre el norte y el sur en sus distintas variantes de choque de
civilizaciones o crisis socioeconómica, Occidente debe, dada su situación de preeminencia actual, impulsar
con decisión y generosidad la colaboración y participación de todos los Estados del mundo en los foros
económicos y en las organizaciones supranacionales, especialmente en la ONU. Al mismo tiempo debe buscar
185
la cooperación entre todos los pueblos, con el objetivo primordial de frenar toda posible confrontación que
ponga en peligro la paz, la estabilidad y el desarrollo integral de la humanidad.
LA RECUPERACIÓN JAPONESA
Con la capitulación ante los aliados el 2 de septiembre de 1945 comenzaba para Japón una nueva etapa. Ante
la magnitud del desastre postbélico, las autoridades de ocupación, a través del Mando Supremo de las Fuerzas
Aliadas en el Pacífico (SCAP), pergeñaron todo un programa de reconstrucción político, social y económico,
encargando su puesta en marcha a Estados Unidos. Sobre la base del triple principio de la desmilitarización,
democratización y descentralización debía apoyarse la transformación de las instituciones y de la propia
sociedad japonesa. Una vez que el emperador Hiro−hito renunció, el 1 de enero de 1946, al atributo de
divinidad, los cambios comenzaron a hacerse efectivos. Después de los aspectos militares, el principal
objetivo de los aliados era la reforma institucional basada en la elaboración de una Carta Magna. La
Constitución de 1947, elaborada por los expertos del SCAP, que fue aprobada por el pueblo japonés y
refrendada por el emperador, entraba en vigor el 3 de mayo de 1947. El texto constitucional indicaba, entre
otras cosas, que la soberanía nacional radicaba en el pueblo japonés, quedando el emperador como símbolo
del Estado y de la unidad de la Patria, y que todos los japoneses eran iguales ante la ley y tenían los mismos
deberes y derechos; al mismo tiempo establecía como norma de buen gobierno la democracia parlamentaria
como garantía del Estado de derecho y la división de poderes, con un sistema bicameral para el legislativo: la
Cámara de Representantes o baja y la Cámara del Consejo.
En cuanto a las reformas socioeconómicas, en el sector primario se acometió en octubre de 1946 una reforma
agraria que derogó el tradicional sistema de arrendamientos rústicos y facilitó el reparto de tierras. También la
normativa de los sectores industrial y terciario fue ampliamente reformada (los trust fueron abolidos); en el
terreno laboral se reguló la participación sindical de las organizaciones de trabajadores. Al mismo tiempo, se
potenció la educación y la cultura. Como ha señalado Richard Storry, con estas y otras reformas Japón se
convirtió en una sociedad libre, casi de la noche a la mañana. El individualismo empezó a desplazar a la
comunidad y a los lazos familiares. El pacifismo desbancó a la beligerancia. Los ideales samuraide
autosacrificio cedieron paso al hedonismo. Una escritura completa de ideas tradicionales acerca del
emperador, el Japón y la raza japonesa, acerca de las obligaciones del individuo para con la sociedad, se
derrumbó. En su lugar se asentaron dos modestos, pero satisfactorios, ideales: el trabajo duro y la búsqueda de
la felicidad personal. Sólo faltaba para lograr la plena normalidad en el país la firma del tratado de paz. Ante
la escalada de la crisis de Corea, en el verano de 1951, después de seis años de ocupación militar, el tratado de
paz era una realidad, y el 28 de abril de 1952 entraba en vigor junto a un acuerdo bilateral de seguridad
firmado con Estados Unidos; el 20 de diciembre de 1956 Japón ingresaba en la ONU. Todo lo anterior
corroboraba el informe presentado por D. MacArthur al Congreso estadounidense el 19 de abril de 1951: No
conozco nación más serena, ordenada e industriosa ni en la que pueden estar puestas esperanzas más altas para
el futuro servicio constructivo en el avance de la raza humana.
La característica de la vida después de la Segunda Guerra Mundial ha sido su estabilidad socio política basada
en la Constitución de 1947, que ha podido mantenerse, entre otras cosas, por el alto grado de participación de
la población en los procesos electorales. La solidez del aparato del Estado se ha favorecido, además, por la
práctica del bipartidismo entre el Partido Liberal Democrático (PLD) y el Partido Socialista. Ya desde antes
de promulgarse la Carta Magna, el PLD, de talante conservador, se había hecho con el control del ejecutivo y
ha continuado ganando las elecciones generales hasta 1993 frente a su eterno rival, el también moderado
Partido Socialista.
El PLD había basado su éxito político en el mantenimiento de la unidad de su organización −a pesar de la
existencia de múltiples facciones internas y de las acusaciones de corrupción y financiación ilícita que
recayeron sobre él− y, sin que los numerosos cambios gubernamentales hubieran puesto en peligro su dominio
de la vida parlamentaria. Sólo a partir de los años noventa la unidad monolítica del PLD se resquebrajó al no
poder resistir el empuje de fuerzas centrífugas generadas en su seno, las cuales propiciaron la escisión de
186
aquél y la formación de nuevos partidos independientes del PLD.
Sin duda, el hecho que suscita más admiración cuando no perplejidad en la historia reciente del Japón es el
impresionante poderío económico alcanzado por un país devastado por la guerra mundial, que a finales de los
años setenta era ya una potencia económica. Las razones explicativas son múltiples y están estrechamente
relacionadas; dejando de lado la ayuda financiera y técnica de Estados Unidos en los momentos iniciales de la
reconstrucción, entre las de índole interno podemos resaltar las siguientes: la gran disponibilidad de mano de
obra barata y eficaz (sobre la base de un crecimiento considerable de la población); las enormes posibilidades
de movilidad social en una sociedad abierta en función de la labor bien hecha; un mundo empresarial sentido
como algo propio tanto por directivos como por trabajadores, aceptando todo tipo de ideas pensadas para
mejorar el sistema productivo; una estructura económica dual, con la convivencia armoniosa de un sector
tradicional −vinculado sobre todo al primario y terciario− con otro moderno e integrado en los sectores punta
con una elevada concentración industrial y que cuenta con el apoyo de toda la estructura económica del país
de cara a la exportación para ganar permanentemente mercados extranjeros; y, por último, una gran capacidad
de ahorro de todos los sectores sociales con el objetivo de coadyuvar a un mejor desarrollo socioeconómico.
En la evolución económica del Japón pueden establecerse dos etapas: en primer lugar, la que va de 1952 a
1973, denominada las décadas doradas o el milagro japonés; en segundo lugar, la comprendida entre 1973 y
principios de la década de los noventa, definida como los años de madurez económica.
En las décadas de los cincuenta y sesenta, una potente industria de bienes de equipo, sobre todo la de
construcción naval, la siderurgia y la química, tiró de todos los sectores productivos gracias a la aportación de
capitales privados −en donde la capacidad ahorrativa del japonés con constantes inyecciones de capital a
bancos y entidades financieras ha desempeñado un importante papel−, los bajos costes salariales, la disciplina
estricta en el trabajo y la aplicación exitosa de tecnologías de importación muy avanzadas. A partir de los
sectores básicos, la producción se extendió a los bienes de consumo, con igual fortuna desde los automóviles
hasta los electrodomésticos. Así, entre 1952 y 1971, la economía japonesa crecía con una tasa media anual del
15 % y quintuplicaba su PNB, mientras que de 1955 a 1965 se triplicaba el volumen de manufacturas
industriales, y en la misma proporción la extracción minera y las exportaciones alcanzaban en 1967 el 10 %
del PNB.
Su mayor problema ha sido la casi absoluta dependencia energética del exterior cuya constatación negativa
pudo observarse al desencadenarse la crisis del petróleo en 1973, que generó reacciones rápidas ante las
posibles repercusiones. A finales de 1974, en uno de los momentos más difíciles, T. Miki asumió el gobierno
tras la dimisión de Tanaka, y adoptó una serie de medidas para superar la crisis mediante ayudas de los
presupuestos estatales a la industria nacional y un aumento de los gastos de infraestructura viaria y obras
públicas en general. El sector empresarial también reaccionó, potenciando nuevos sectores necesitados de
menor gasto energético pero muy rentables como la informática, electrónica etc. El corolario de todo este
proceso había sido positivo y Japón superó la crisis en mejor situación que el resto de los países desarrollados
para así encarar con optimismo los años de la madurez económica.
A partir de los años ochenta la economía nipona alcanzaba la consideración de segunda potencia mundial,
superando ampliamente a países como Alemania o Francia, convirtiéndose en el primer productor de
numerosas manufacturas tanto tradicionales como ultramodernas y en el más importante acreedor mundial. No
obstante, las dificultades le vienen a Japón de su comprometida posición en el equilibrio mundial de los
intercambios comerciales, puesto que su sólida y saneada economía provoca reticencias cuando no rechazos
en el intento de acapara mercados. Según K. Tokado, la clave para que Japón superara con éxito la difícil
coyuntura de los años setenta estuvo en la interrelación de varios factores que hicieron posible poner en
marcha un importante cambio estructural en el proceso productivo y ocupacional (la terciarización de la
economía) para adaptarlo a las nuevas exigencias tecnológicas, sin que ello deteriorara el tejido económico del
país.
Por su solidez política, a pesar de algunas tensiones sociales por parte de sectores de oposición, y por su gran
187
poderío económico de alcance mundial, Japón es en la actualidad una potencia capitalista que ha generado su
propio neoimperialismo (Halliday, Mac Cormack). En enero de 1989, con la muerte del emperador Hirohito,
finaliza la era Showa, y se inicia la nueva era Heisei del emperador Akihito.
HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL
TEMA 7. LA EVOLUCIÓN DE ESTADOS UNIDOS EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX.
El final de la Segunda Guerra Mundial marcó el inicio de una clara hegemonía de los Estados Unidos en el
mundo. Frente a una Europa que sufría las graves secuelas del enfrentamiento bélico, comenzó a sobresalir un
país que cambiaba su anterior tendencia aislacionista por un papel protagonista en el nuevo orden mundial.
Los años de la guerra significaron para la población estadounidense un auténtico cambio social, sólo
comparable al que años atrás había representado el New Deal del presidente Roosevelt (1933−1945),
consistente en la aplicación de un ambicioso programa legislativo dirigido a paliar las consecuencias de la
Depresión de 1929.
LA ESTADOS UNIDOS DE LA POSGUERRA
La participación de los Estados Unidos en la contienda mundial implicó la movilización de once millones de
habitantes, hombres y mujeres que sirvieron directamente en las fuerzas armadas, de los cuales murieron cerca
de 250.000. Sin embargo, a diferencia de lo que sucedió en Europa en la posguerra, en Estados Unidos el paso
de la época de guerra a los tiempos de paz fue realizado sin traumas. Diversas medidas legislativas, entre las
que cabe destacar la Ley sobre reincorporación de veteranos de guerra de 1944 o la Ley de empleo de 1946,
sirvieron para recompensar tanto a la población civil como a aquellos que habían participado de forma directa
en el conflicto. Asignaciones económicas destinadas a los veteranos, préstamos a bajo interés para la compra
de viviendas y granjas, bolsas de estudio y pensiones alimenticias dieron como resultado un relanzamiento
económico hasta entonces desconocido. Rápidamente, la gran demanda de artículos por parte de la población,
impulsó la transformación de la industria militar en fábricas de bienes de consumo. La adquisición de
electrodomésticos y automóviles o el empuje dado a la construcción provocaron que el principal problema de
la época de posguerra en Estados Unidos fuera, frente a la depresión que sufría el Viejo Continente, la
aparición de una acusada inflación.
El artífice de la floreciente situación económica que vivió en esos años fue el presidente demócrata Harry S.
Truman (1945−1953), que había accedido al cargo tras el fallecimiento del carismático Franklin Delano
Roosevelt. Su mandato significó un intento de dar continuidad a la labor llevada a cabo durante cuatro
legislaturas por Roosevelt y estuvo marcado por acontecimientos tales como los lanzamientos de las bombas
atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki los días 6 y 9 de agosto de 1945, cuyo resultado fue la rendición
japonesa que puso fin a la Segunda Guerra Mundial, el Plan Marshall de ayuda a Europa, el nacimiento de la
Guerra Fría, la Caza de Brujas o el conflicto bélico de Corea que, en última instancia, sería el causante del
debilitamiento de la hegemonía del Partido Demócrata al frente de la Casa Blanca, detentada durante una
larga etapa.
En el terreno económico, la inflación que causó el fuerte incremento de la demanda provocó agudas tensiones
entre los empresarios, que aspiraban a una elevación substancial de los precios para obtener mayores
beneficios, y también entre los trabajadores, que a su vez ansiaban un aumento de salarios a cambio del
sacrificio que habían realizado durante los años de guerra. La difícil situación originó que, en 1946, se
sucedieran diversas huelgas en los sectores industriales más importantes del país como las fábricas de
automóviles, acero, minería y ferrocarril, siendo necesaria incluso la intervención del gobierno federal en
algunas de ellas. A pesar de todo, la economía de estos años siguió un imparable crecimiento acompañado de
un óptimo nivel de empleo.
En cuanto a la actividad política, el enrarecido clima social que provocaron las huelgas de 1946 y el
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crecimiento de las corrientes conservadoras fueron determinantes para que ese mismo año se produjera un
grave quebranto para la presidencia Truman. Fue entonces cuando los republicanos, después de una larga
etapa en minoría, alcanzaron el dominio de ambas Cámaras y lograron aprobar la norma que prohibía la
elección de un presidente por tiempo superior a dos mandatos. Así mismo, se adoptaron inmediatamente las
primeras medidas destinadas a conseguir un descenso del poder de los sindicatos. De este modo, y a pesar del
veto presidencial, se aprobó la Ley Taft−Harley que, entre otras cosas, imponía el transcurso de un periodo de
treinta días entre la convocatoria y la realización de la huelga, declaraba ilegal la obligatoriedad de afiliación
sindical y las contribuciones económicas de los sindicatos a las campañas políticas.
En 1947 se produjeron dos importantes acontecimientos íntimamente relacionados: en política exterior, el
nacimiento de la Guerra Fría y en el interior, la manifestación social conocida como Caza de Brujas, que
provocó la acusación pública, exclusión social y persecución de gran parte de la intelectualidad
norteamericana.
El final de la Segunda Guerra Mundial, junto al hecho de que Estados Unidos asumiera el papel de líder del
mundo occidental, significó también el nacimiento de la Unión Soviética como gran potencia. Aunque
arruinada económicamente, el conflicto bélico había servido a la U.R.S.S. para llevar a cabo una política de
expansión tanto territorial, mediante la anexión de 684.000 km2 de territorio, como de población, lo que la
convertía en un poderoso enemigo. Así, la existencia de dos superpotencias que tratan de representar papeles
protagonistas en el escenario internacional provocó que se iniciara lo que se ha denominado Guerra Fría.
El concepto de Guerra Fría ha sido analizado desde diferentes puntos de vista y su valoración es muy diversa
para cada una de las corrientes surgidas en torno a este tema. Por un lado, se encuentra la postura ortodoxa
que defiende la actitud de los Estados Unidos como la respuesta del hombre libre ante la expansión y agresión
del comunismo, y, por otro, la posición más revisionista estima que los norteamericanos, gracias al poder
nuclear demostrado al final de la guerra, abandonaron conscientemente la política de colaboración con la
U.R.S.S., iniciada entre Roosevelt y Stalin durante el conflicto, y trataron de imponerse al resto del mundo
como únicos valedores de la democracia, con el velado propósito de aumentar su poder político y económico.
Puede ser que la explicación de este fenómeno se encuentre en el conjunto de ambas teorías y la Guerra Fría
fuera el resultado de una errónea interpretación de intenciones por parte de las dos potencias. Así, la Unión
Soviética, tras el desgaste sufrido en la conflagración, en la época de posguerra se encontró ocupada en la
defensa de su propia seguridad, al tiempo que se mostraba temerosa y vigilante de que Estados Unidos, en su
nuevo papel de líder occidental, se volcara en una labor de dominación tanto ideológica como militar sobre el
mundo. Por su parte, Estados Unidos se sintió a su vez amenaza por una U.R.S.S. ansiosa por imponer el
comunismo en Europa y conseguir la ruina del sistema capitalista. El temor mutuo sirvió de sustento a la
Guerra Fría y a su permanencia durante décadas en el panorama de unas relaciones internacionales que se
distinguirán por cuatro notas significativas: estructuración de un sistema bipolar rígido en el que no tenían
cabida las posiciones intermedias, tensión permanente entre las potencias, política de riesgo calculado y
utilización de la ONU como lugar de discusión y negociación.
En directa relación con la Guerra Fría se halla la Teoría de la Contención (containment), que guió las
relaciones exteriores de la época Truman. Estuvo inspirada por el embajador norteamericano ante la Unión
Soviética George Kennan, y fue incorporada a la Doctrina Truman formulada en el mes de marzo de 1947. La
Teoría de la Contención planteaba que, aceptada como estaba la exclusión de los Estados Unidos de los
territorios de la Europa Central y Oriental dominados por la U.R.S.S., era prioritario consolidar posiciones en
la Europa Occidental, los Balcanes y Oriente Medio, para evitar, entre otras circunstancias, que surgieran
nuevas fricciones como las que habían tenido lugar en Irán (1946) y Grecia (1947).
Consecuentemente, el temor a las posibles intenciones expansionistas de la Unión Soviética y al poder de los
partidos comunistas europeos, llevó a la administración Truman a poner en marcha el Plan Marshall, un
proyecto de colaboración económica presentado al Congreso en 1947 y aprobado en 1948, cuyo objetivo fue
el impulso de la recuperación económica de Europa. Para su formulación se partía de la base de que uno de
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los principales obstáculos para la consolidación de la democracia en aquellas naciones y la contención de la
propagación de las ideas comunistas, era la difícil situación económica por la atravesaban tras la guerra, por lo
que se hacía necesario apoyar la reconstrucción de las economías europeas. Con ello, los Estados Unidos,
además de congraciarse alianzas en su política anticomunista, lograban la creación de mercados en el exterior
para la exportación de los productos norteamericanos, lo que, al incidir en el desarrollo de la propia industria,
aseguraba la prosperidad durante la posguerra. En la misma línea, un año después la administración Truman
puso en funcionamiento el Programa de Cuatro Puntos de ayuda financiera, técnica y militar hacia los países
del Tercer Mundo, extendiéndose a otras áreas el mismo principio que había inspirado el apoyo a la
reconstrucción europea. Por otro lado, las sucesivas incursiones soviéticas en territorios de Europa oriental
−corte de accesos a Berlín en 1948 para forzar la salida de los aliados y golpe comunista en Checoslovaquia−
convencieron a Truman de la necesidad de crear un sistema de seguridad colectiva, que se plasmó en la
creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) el 4 de abril de 1949.
Como un reflejo de la Guerra Fría en la vida interior de los Estados Unidos hay que ver la aparición del
fenómeno de la Caza de Brujas, que trató de eliminar dentro de la nación cualquier vestigio comunista,
entendiendo como tal toda idea de matiz progresista o incluso liberal. Con ello se trataba de impedir que en la
sociedad estadounidense surgieran actitudes no coincidentes con una visión radical y ultra conservadora de lo
que en la historia habían representado los Estados Unidos y de su actual protagonismo en defensa de los
principios democráticos frente a la amenaza totalitaria de la U.R.S.S..
El mayor representante de la defensa de los principios que guiaron la Caza de Brujas fue sin duda el senador
republicano de Wisconsin Joseph McCarthy, que actuaba convencido de que sobre Estados Unidos había
recaído el designio divino de cumplir la misión anticomunista. McCarthy, que alcanzó su momento de
máxima actividad entre 1950 y 1954 a través de una sabia utilización de los medios de comunicación, fue el
principal inspirador del Comité de Actividades Antiamericanas del Senado, el cual, en el periodo 1947−1954,
investigó las posibles desviaciones ideológicas de personajes tan significativos como Bertold Brecht, Arthur
Miller, Charles Chaplin, Elia Kazan, Hemingway, Orson Welles o el matrimonio Rosemberg. La presión
ejercida en todos los estamentos sociales fue desde el principio tan intensa que Truman se vio forzado a
aplicar el Decreto de Verificación de Lealtad de 1947, con el que se pretendía realizar una investigación sobre
la actitud de los funcionarios federales. Nunca se obtuvo un resultado con respecto a ello, pero sirvió, junto
con el posterior conflicto bélico de Corea, como decisivo argumento para debilitar a los demócratas en las
elecciones de 1953 y facilitar el triunfo del republicano Eisenhower.
Por otro lado, la Caza de Brujas tuvo una proyección en el desarrollo de medidas legislativas de carácter ultra
conservador. Ejemplo de ello fueron la aprobación de las Leyes McCarran, aprobadas en 1950 y 1951
respectivamente, que significaron un recorte en los derechos civiles reconocidos en la Constitución, la
creación del Comité de Actividades Antiamericanas, destinado a investigar las acciones comunistas dentro del
país, y dos años después, la promulgación de la Ley de Inmigración y Nacionalización, orientada a exigir
pruebas de lealtad a los extranjeros de paso en Estados Unidos.
Sin embargo, a pesar del cúmulo de problemas internos que surgieron en aquella época, la administración
Truman no abandonó su talante progresista y trató de adoptar medidas importantes en defensa de los derechos
civiles. No obstante, el crecimiento de las corrientes ultra conservadoras comenzó a reflejarse en los
comportamientos sociales y durante los años 1946 y 1947 los veteranos de guerra negros de diversos estados
fueron objeto de continuas agresiones. Ante tales hechos, Truman decidió la creación de un Comité de
Derechos Civiles desde el cual se trabajó en principio para implantar medidas antidiscriminatorias en las
fuerzas armadas. La creación del comité causó una severa crisis política en los estados del Sur, provocando la
escisión del partido demócrata y el nacimiento de dos nuevos grupos políticos: el Partido de los Derechos de
los Estados, de clara inspiración sudista y contrario a la introducción de medidas que condujeran a la
integración racial, y el Partido Progresista, liderado por H. Wallace.
El desarrollo que alcanzó la sociedad norteamericana en la época de posguerra y la evidente defensa de los
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derechos civiles sirvieron a Truman para conseguir la reelección y obtener nuevamente la mayoría demócrata
de ambas cámaras en las elecciones de 1948.
Durante el segundo mandato, Truman presentó al Congreso un programa legislativo progresista, el Fair Deal,
que pretendía convertirse en una prolongación del New Deal. El proyecto se apoyaba fundamentalmente en
seis puntos básicos: desarrollo de una legislación sanitaria de alcance nacional, ley de defensa de los derechos
civiles, construcción de viviendas, concesión de subsidios agrícolas, control de precios y salarios y derogación
de la Ley Taft−Harley. El Fair Deal contó con la oposición tanto de los republicanos como del ala
conservadora del Partido Demócrata por lo que, rechazado su ambicioso proyecto, el presidente tuvo que
conformarse con obtener la subida del salario mínimo, el aumento del número de población acogida al sistema
de la Seguridad Social y una ley de vivienda que aspiraba a la abolición del chabolismo.
En 1949 apareció la primera recesión grave de esta etapa. El desempleo afectó a 4.500.000 trabajadores −el
7,5 % de la población activa−, y el PNB disminuyó de forma alarmante. Ante esta situación, que pareció
poner fin a la época de desarrollo, se adoptaron una serie de medidas que sirvieron de freno a la caída, de las
que la más significativa fue la reducción de los impuestos, seguida rápidamente por un alza del consumo de
bienes. Sin embargo, el factor más influyente en la recuperación lo constituyó el incremento del gasto estatal
como resultado del inicio de la Guerra de Corea en 1950.
El episodio de la invasión de Corea del Sur por el ejército de Corea del Norte en junio de 1950, sirvió a
Truman de excusa para poner en práctica la política de contención y decidir el envío de tropas
estadounidenses hacia aquella zona al mando del general Mac Arthur. A ellas se unirán inmediatamente
fuerzas de la ONU. El contingente militar tenía como objetivo defender las posiciones surcoreanas y reponer
la frontera en el paralelo 38. La participación de los Estados Unidos en el nuevo conflicto bélico estuvo
guiada por la pretensión de lograr diversas metas: mantener las bases americanas en Japón, proteger el
régimen de Formosa, donde se había refugiado el líder nacionalista Chang−Kai−Shek tras ser derrotado por
Mao−Tse−tung, y ante todo tuvo que demostrar que, a pesar de que la U.R.S.S. también contaba con armas
nucleares (en el mes de agosto de 1949 la U.R.S.S. realizó con éxito su primer experimento atómico), Estados
Unidos, como baluarte del mundo occidental, estaba en condiciones de dar respuesta al comunismo. Todo ello
contó inicialmente con el apoyo generalizado de la sociedad estadounidense, fundamentalmente porque la
contienda obró en la economía de la nación efectos similares a los que causó la intervención en la Segunda
Guerra Mundial: aumento del gasto militar, crecimiento del PNB y disminución de la tasa de desempleo, lo
que desvanecía el terror de una nueva depresión.
En el aspecto militar, la intervención en Corea, que en un principio pretendió ser un paseo triunfal de las
tropas norteamericanas y de la ONU, se convirtió para la administración Truman en una fuente inagotable de
problemas. Las primeras actuaciones bélicas realizadas por Mac Arthur permitieron liberar Seúl, entrar en
territorio de Corea del Norte en octubre de 1950 y llegar casi a la frontera con China. Pero la firma de un
acuerdo entre la República Popular China y la U.R.S.S. para apoyar a los norcoreanos significó la
participación del ejército chino en la guerra, dando rápidamente al traste con los éxitos obtenidos por las
fuerzas internacionales. Tanto es así que el 4 de diciembre de ese mismo año las tropas de Corea del Norte y
sus aliados ocupaban nuevamente la capital surcoreana.
A la complicada situación se unieron los desacuerdos entre Truman y Mac Arthur sobre la trayectoria de la
intervención bélica en Corea, mostrándose este último veladamente partidario de una internacionalización del
conflicto y de la necesidad de bombardear China utilizando incluso armas nucleares. Por otro lado, la
propuesta del primer ministro británico; Attlee, de una paz negociada como salida más ventajosa fue
rechazada por Truman, con lo cual el conflicto, ya totalmente estancado, se prolongó durante dos años más.
Finalmente, la Guerra de Corea, que se cerró con un saldo de 33.000 víctimas norteamericanas, concluyó con
la firma del armisticio de Panmunjon el 27 de junio de 1953.
Este conflicto tan poco esperanzador, simultáneo con la etapa de mayor eco de la corriente ultra conservadora
191
plasmada en la Caza de Brujas señaló el hundimiento demócrata y el alza del Partido Republicano.
EISENHOWER. LA CONSOLIDACIÓN DE LA PROSPERIDAD
Cuando tuvieron lugar las elecciones de 1952, la población estadounidense, más preocupada por consolidar el
bienestar obtenido durante la época de posguerra que tentada por nuevos programas de reforma, se inclinó a
favor del Partido Republicano, poniendo fin a 24 años de hegemonía demócrata. Se hacía evidente que tanto
la sociedad como los partidos se orientaban hacia posiciones más conservadoras. Al hilo de esta tendencia
surgió la corriente ideológica del New Conservatism defensora de los valores liberales del S. XIX, que
caracterizaría buena parte de la década de los cincuenta.
El candidato republicano era un símbolo nacional más que un líder político, Dwight D. Eisenhower
(1953−1960), héroe de la Segunda Guerra Mundial, Jefe del Estado Mayor y mando supremo de la OTAN en
Europa, resultó ser el modelo presidencial ansiado por la generalizada tendencia conservadora y obtuvo 34
millones de votos a la vez que recuperaba de nuevo la mayoría republicana en ambas Cámaras.
Eisenhower personificaba la tranquilidad anhelada por el electorado, lo que se reflejó inmediatamente en la
política interna. Sus objetivos prioritarios se centraron en obtener la paz, la prosperidad y configurar un
moderno republicanismo. Así, pocos meses después de su toma de posesión, se puso fin a la Guerra de Corea,
al tiempo que se trataba de afianzar el auge económico poniendo en marcha los resortes oportunos para
consolidar y aumentar los logros ya obtenidos. Sobre el moderno republicanismo, basado principalmente en
una reducción de la actividad federal, no fue nunca bien entendido por los republicanos más conservadores
que hubieran deseado liquidar todo rastro tanto de New Deal como de Fair Deal.
En el terreno económico, la nueva administración republicana se presentó como defensora de la iniciativa
privada y desde el primer momento se dispusieron reformas fiscales favorables a las grandes empresas y se
entregó a manos privadas la gestión y producción de importantes sectores económicos como el de la energía,
canalizando su obtención en centrales nucleares.
Sin embargo, durante la presidencia de la política de aumento y conservación de la prosperidad se vio frenada
por recesiones de los años 1953−54 y 1957−59, que obligaron a abandonar las tendencias no intervensionistas
del Estado y pusieron en evidencia las contradicciones entre las propuestas de la política conservadora y la
aceptación del nuevo papel y posición del gobierno federal como responsable del bienestar de los ciudadanos.
Para afrontar la recesión fue necesario disminuir la presión fiscal, incrementar los subsidios de desempleo y
aumentar las asignaciones destinadas a la seguridad social. En la misma línea, al comienzo de su segundo
mandato, Eisenhower sometió al Congreso un programa conteniendo subvenciones a la agricultura, mayor
inversión en la red de carreteras, fondos federales para la educación y vivienda, la ampliación de la legislación
sobre seguridad social y el perfeccionamiento de la laboral. Gran parte del proyecto no pudo ponerse en
práctica debido al enfrentamiento entre el presidente y el Congreso, dominado entonces por los demócratas
que exigían reformas más amplias. A pesar de ello, el rechazo no fue obstáculo para la aprobación de nuevas
enmiendas a la ley de seguridad social y la elevación de las prestaciones a los ancianos.
Frente a la óptima situación de los obreros industriales, cuyas rentas crecían paulatinamente, el panorama para
los agricultores era mucho más pesimista, lo que obligó al gobierno a tomar medidas proteccionistas. El
desarrollo de nuevos métodos de cultivo provocaba un exceso de producción que, lógicamente, repercutía en
el descenso de los precios. La administración republicana, en un principio partidaria de imponer una solución
a través de una escala móvil de precios, en 1956 tuvo que aceptar la propuesta demócrata de primar a los
agricultores para que dejaran sin cultivar las tierras. Como resultado, en 1958 el gasto federal en agricultura
fue seis veces mayor que el que se efectuó en 1952.
Pese a las etapas de recesión, el panorama económico fue optimista. El pleno empleo, el ascenso del PNB, el
incremento de la renta y de los salarios colocaron a la población estadounidense en lo que se ha venido
192
llamando la sociedad de la abundancia. El clima de prosperidad y estabilidad fue favorecido también por la
existencia de unos sindicatos igualmente proclives al conservadurismo, que abandonaron la combatividad para
convertirse en una pieza más del engranaje económico. En 1955 las dos grandes centrales sindicales,
American Federation of Labour (AFL) y Congress of Industrial Organizations (CIO), se fusionaron y fijaron
unos nuevos objetivos, más limitados, dirigidos a obtener un salario mínimo anual garantizado, acuerdos
sobre productividad, participación en beneficios e intervención en la gestión de las empresas. Pero el
desarrollo económico causó, asimismo, agudos problemas, ya que la automatización del trabajo desplazó de la
industria a muchos obreros que, sin la adecuada preparación, tuvieron dificultades para encontrar nuevo
empleo. Entre los años 1955 y 1961 más de un millón de trabajadores perdieron su puesto en la industria y el
5,6 % de la población activa, cerca de 4 millones de norteamericanos, carecía de trabajo.
Por otra parte, durante la presidencia de Eisenhower la vida interna de los Estados Unidos sufrió cambios
substanciales. El 17 de mayo 1954 una sentencia del Tribunal Supremo (caso Brown versus Topeka Board of
Education) proclamaba la anticonstitucionalidad de la segregación racial en las escuelas públicas, lo que no
fue aceptado por algunas ciudades del sur que retardaron hasta seis años la puesta en práctica de las medidas
antidiscriminatorias y levantó las iras tanto de la población blanca partidaria de la no integración como de una
parte de los miembros de las Cámaras que hicieron llamamientos a la resistencia. Como respuesta, el Ku Klux
Klan reanudó sus actividades intimidatorias, proliferaron las protestas racistas a través de los White Citizen´s
Councils (grupos de presión que operaban desde la legalidad) y se produjo gran número de incidentes
violentos. La tensión alcanzó el punto máximo cuando el gobernador de Arkansas, Orval Faubus, recurrió a la
guardia nacional, respaldada por una multitud vociferante, para impedir el acceso de un puñado de niños
negros a la escuela pública de Little Rock (1957). Aunque Eisenhower hizo cumplir la ley enviando
quinientos paracaidistas a la ciudad, en general las autoridades del sur se las arreglaron bastante bien durante
los siguientes años para obstruir el proceso de integración escolar. De hecho, Faubus fue reelegido en su
cargo, lo que resulta sintomático sobre la mentalidad predominante entre los blancos sureños.
La intolerancia de la población a la política de integración comenzó a obtener respuesta en la resistencia
pasiva contra el racismo y la discriminación. En este sentido, uno de los hechos más significativos tuvo lugar
en 1955 en la ciudad de Montgomery (Alabama), lugar en el que comenzó a practicarse el sistema del boicot.
Allí, la población negra, dirigida por el reverendo Martín Luther King, se negó a utilizar los autobuses que
sólo admitían que los negros viajaran en la parte trasera. El que durante un año este grupo racial no empleara
medio de transporte forzó a la compañía a poner fin a las medidas segregacionistas. El éxito de la campaña
lanzó a la fama a Martín Luther King, que creó la Southern Christian Leadership Conference (SCLC) con el
objetivo de organizar acciones similares en otras partes de la nación. El fuere movimiento reivindicativo
obligó a aprobar en 1957 la Ley de Derechos Civiles de carácter moderado que garantizaba el derecho de
sufragio de los negros a través de mandamientos judiciales.
Sin embargo, la circunstancia que en mayor proporción impulsó la movilización de la población negra fue el
deterioro de su situación económica. Las recesiones de los años 1953−54 y 1957−59 significaron para este
sector una elevación muy considerable de los índices de desempleo: en 1954 pasó del 4,5 % al 9,9 % y en
1958 llegó al 12, 6 %. El clima de tensión se agudizó en 1960 y las reivindicaciones de la población negra se
hicieron generales en todos los Estados. Comenzaba así la revuelta negra que trató de frenarse por la
administración Eisenhower a través de la aprobación de una nueva ley de derechos civiles.
Además del problema racial la evolución de la vida interior de los Estados Unidos durante la década de los
cincuenta se vio condicionada por el espectacular crecimiento de la población: el número de habitantes en
1940 era de 123 millones, que pasaron a ser 151 en 1951 y 179 millones en 1960. Se asistió entonces a un
considerable aumento del índice de natalidad, el 25 por mil anual, y a la disminución del de mortalidad a
causa de la aparición de nuevos productos farmacéuticos como la penicilina, las sulfamidas o las vacunas. Con
ello, la esperanza de vida, que en 1940 se situaba en 64,2 años, llegó a ser en 1960 de 70,6 años.
Igualmente, se produjeron en esta etapa importantes movimientos de la población: del Noroeste hacia el
193
Sudoeste, del campo a la ciudad y de los centros urbanos a las áreas residenciales. La población de California
aumentó en un 50 %, mientras que los Estados del Este crecían únicamente el 12 %. Por otro lado, el
abandono de los centros urbanos, donde tradicionalmente habitaban las clases acomodadas, en beneficio de las
zonas residenciales, planteó serios problemas a las administraciones municipales, ya que ello privó a las
ciudades de una parte importante de sus ingresos. Como resultado, los servicios públicos de tales áreas fueron
deteriorándose, al tiempo que eran ocupados por grupos de población económicamente más desfavorecidos.
En cuanto a las relaciones internacionales, la administración Eisenhower se caracterizó por la continuidad de
la política de contención dentro del clima de la Guerra Fría. Pero, contrariamente a lo que había sucedido en
épocas pasadas, la diplomacia se movió guiada por el convencimiento, alentado por el presidente, de que la
guerra fría nunca se solucionaría por medios militares. De acuerdo con este criterio, Eisenhower limitó la
carrera armamentística y frenó los intentos ofensivos del Secretario de Estado John Foster Dulles. Así, con el
fin de la Guerra de Corea en 1953 se abrió una etapa de intervenciones exteriores que no supusieron el inicio
de nuevos conflictos bélicos. Fue entonces cuando se firmaron con España los acuerdos de ayuda militar y
económica que sirvieron para el establecimiento de las bases militares.
En el mismo marco hay que situar el acuerdo al que llegaron en 1954 Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña
con la U.R.S.S. en Berlín para celebrar la conferencia de Ginebra contando con la participación de la
República Popular China, en la que se trataría el restablecimiento de la paz en Corea e Indochina. A pesar de
las intensas negociaciones no se consiguió el abandono del apoyo chino−soviético al líder vietnamita Ho Chi
Minh, por lo que en septiembre de ese año, Francia y Estados Unidos firmaron en Washington un acuerdo
para sustentar un régimen fuerte y anticomunista en Vietnam del Sur, delegando el gobierno francés en el
estadounidense su compromiso de responsabilidad sobre la zona. Se sembraba de esta forma la semilla de la
posterior Guerra del Vietnam. Fue entonces también cuando la CIA intervino activa y triunfalmente en
Guatemala para evitar la implantación del programa de reformas iniciado por el presidente Jacobo Arbenz,
que era visto como una amenaza para los considerables intereses estadounidenses en aquel país
centroamericano.
De igual manera, es de destacar la participación de la administración Eisenhower en Egipto, concretamente en
la Crisis de Suez de 1956. Tras la nacionalización del canal por el líder egipcio Gamal Abdel Nasser el
presidente norteamericano tuvo que poner freno a las iniciativas de intervención militar que estaban
manifestando Gran Bretaña, Francia e Israel, al tiempo que solicitaba al Congreso el aumento de la presencia
del ejército estadounidense en el Medio Oriente para proteger a los países democráticos de las agresiones
externas. En realidad, el desarrollo de los acontecimientos vino a suponer la extensión hacia aquella zona de la
Guerra Fría debido al ofrecimiento de apoyo que hizo la U.R.S.S. a los gobiernos de Egipto y Siria.
Dentro del clima de tensión que definía las relaciones con la Unión Soviética, fue muy llamativo el suceso que
tuvo lugar en 1957, que conmocionó tanto a la clase política como a la opinión pública estadounidense. El 4
de octubre la U.R.S.S. lanzaba al espacio el primer satélite artificial de la historia, el Sputnik, y ponía en
evidencia no sólo el equilibrio de fuerzas entre las dos superpotencias sino incluso que los Estados Unidos,
ocupados en mantenerse como primera potencia nuclear, se veían sobrepasados por el avance tecnológico
soviético. Ello motivó serias acusaciones del partido demócrata al presidente de descuidar la seguridad
nacional por su negativa a aumentar los presupuestos de defensa.
El final del mandato de Eisenhower estuvo marcado por el triunfo de la Revolución Cubana en diciembre de
1959, que incidirá decisivamente en la evolución de la política exterior norteamericana, por cuanto suponía
una grave ruptura del orden existente en Iberoamérica al haber logrado implantar un régimen comunista en el
propio continente.
Durante esta etapa se consolidaron los avances obtenidos en la posguerra. La paz y la prosperidad fueron las
características más notables de los ocho años de gobierno de Eisenhower al frente de la Casa Blanca. Sin
embargo, también se evidenció entonces la existencia de graves desequilibrios que caracterizarían la década
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de los sesenta: empobrecimiento de amplias capas de la población, −más de 20 millones de estadounidenses−,
desempleo, inflación, deterioro de las condiciones de vida de las ciudades y, sobre todo, la extensión del
problema racial.
LA ERA KENNEDY
En 1960, la hegemonía norteamericana en el mundo se había debilitado y la nación acusaba los efectos de
serios problemas sociales y económicos generados en periodos anteriores. La abundancia que, en todos los
órdenes, caracterizó los años pasados, en realidad había servido para enmascarar las graves dificultades que
rápidamente van a salir a la luz.
En la campaña a las elecciones de 1960 se produjo la confrontación entre dos jóvenes candidatos: John
Fitzgerald Kennedy, representante del Partido Demócrata y miembro del Senado desde la época maccarthysta,
y Richard Nixon del Republicano, que contaba con la experiencia de haber ocupado la vicepresidencia durante
el gobierno de Eisenhower. El resultado no pudo ser más equilibrado: con la mayor participación de la historia
de los Estados Unidos −68 millones de votantes−, Kennedy obtuvo el 49,7 % frente al 49,6 % de Nixon. Los
demócratas conseguían la presidencia por tan sólo 112.881 votos, aunque el candidato republicano obtenía
mayoría en 27 de los 50 Estados. Así, las tradicionales tendencias en cuanto al reparto del voto por Estados se
truncaban por primera vez. Un reflejo de esa circunstancia será el comportamiento de las Cámaras, donde
surgió una compleja situación que entorpecerá la labor legislativa del nuevo Ejecutivo demócrata, ya que el
también tradicional comportamiento de rivalidad entre los partidos fue sustituido por la coalición de los
representantes demócratas del Sur con los republicanos.
En enero de 1961, J. F. Kennedy se convertía en el presidente más joven −47 años− de la historia de la nación
y también en el primer presidente católico. Su campaña, argumentada básicamente en la necesidad de lograr el
compromiso por parte de todos los ciudadanos para enfrentar de forma renovada el futuro, interesó a una
sociedad hasta entonces apática ante la vida política y ante una clase dirigente anclada en el pasado.
Conjuntamente con la exigencia de sacrificio, esfuerzo y participación, Kennedy presentó sus medidas
reformistas a través del programa The New Frontier. Inspirado en los planteamientos realizados en la década
de los cincuenta por Arthur Schlesinger, Joseph Schumpeter y John K. Galbraith la Nueva Frontera se
convirtió en un ambicioso programa de política interior y exterior que trató de convertirse en el New Deal de
los sesenta. Sin embargo, la nueva formación de fuerzas en el Congreso hizo que la gran mayoría de las
propuestas fueran sistemáticamente rechazadas.
Ante los preocupantes problemas interiores, como el descenso del PNB, el desempleo, que se situaba en torno
al 8 % de la población activa, lo que suponían cinco millones de parados, o las escalofriantes cifras de
pobreza, parea obtener resultados positivos la administración Kennedy puso inmediatamente en
funcionamiento instrumentos de la política económica tradicional. El incremento de prestaciones por parte de
la Seguridad Social, el aumento del salario mínimo y del subsidio de desempleo, la reducción de los tipos de
interés hipotecarios, el mayor gasto militar, la construcción de obras publicas y proyectos legislativos como el
Area Development Act destinado a prestar ayuda a las zonas menos desarrolladas de la nación, concretamente
los once Estados de los territorios de los Apalaches, fueron decisivos para que un año después los Estados
Unidos entraran en una vía de franca recuperación. En 1962 Kennedy logró la aprobación de la Ley de
Expansión Comercial que permitió reducir los derechos de importación y, consecuentemente, impulsar la
exportación, reducir la inflación y disminuir los costes empresariales. Además, en 1963 se presentaron otras
propuestas más radicales que planteaban la reducción impositiva y medidas de apoyo tanto a las clases menos
favorecidas como a los mayores de 65 años, que no fueron aceptadas por el Congreso.
Fiel a las promesas electorales, la administración Kennedy afrontó de manera decidida el grave problema
racial. Un gesto inicial importante pero insuficiente para poner freno a la ola de movimientos antirracistas que
se extendían por el país, fue la incorporación de negros en puestos de responsabilidad. No obstante, las
marchas pacíficas, las sentadas y los boicots de los grupos antisegregacionistas siguieron produciéndose y la
195
violencia ocasionada requirió incluso la intervención de la Guardia Nacional para proteger el normal
desarrollo de las acciones reivindicativas y de la aplicación de la política de integración. Esto fue lo que
sucedió en la Universidad de Missisipi cuando fue preciso defender la entrada en el recinto universitario del
primer alumno negro, James Meredith, o en Birmingham, Alabama, para controlar las continuas
manifestaciones de la población de color en apoyo de las medidas del presidente tendentes a garantizar el
derecho de sufragio de los negros y los derechos civiles que finalizaran con la discriminación racial en los
estamentos públicos, que, a pesar de las presiones, no fueron aceptadas por el Congreso.
En cuanto a la política exterior, durante la presidencia de Kennedy se llegó al momento culminante de la
Guerra Fría, en un intento de recuperar el debilitado prestigio de los Estados Unidos. El Ejecutivo demócrata
aspiraba a conseguir la unidad del mundo occidental frente al bloque comunista encabezado por la U.R.S.S. y
la República Popular China, y delimitar las respectivas áreas de influencia. Para ello, se aumentó de forma
substancial el presupuesto militar y sobre todo las partidas destinadas a la fabricación de armamento nuclear,
con el objetivo de reafirmar la superioridad estratégica norteamericana ante la U.R.S.S., que, a su vez,
también incrementó el arsenal de armas disuasorias y agudizó la tensión en Alemania Oriental hasta llegar a la
instalación del Muro de Berlín (1961).
Uno de los primeros incidentes de esta etapa se produjo en un territorio al que los Estados Unidos prestaban
especial atención: la isla de Cuba, ya que la existencia del régimen castrista significaba una seria amenaza de
injerencia soviética en el continente americano. Nada más llegar a la presidencia, Kennedy se vio obligado a
respaldar un plan gestado por la administración republicana anterior consistente en la invasión de la isla por
tropas anticastristas entrenadas por la CIA, que, saliendo desde Puerto Cabezas (Nicaragua), tenían intención
de desembarcar en la bahía de Cochinos e iniciar las operaciones oportunas para acabar con la Revolución
Cubana. La empresa resultó un rotundo fracaso pero sirvió a Castro para justificarse internacionalmente y a la
U.R.S.S. para iniciar una política más agresiva dentro del marco de la Guerra Fría.
Por otra parte, el convencimiento de que la inestable situación económica, política y social de Iberoamérica
era la causa fundamental que alentaba la expansión del comunismo en los territorios del sur del Río Bravo
llevó a Kennedy a proponer en la Conferencia de Punta del Este de agosto de 1961 la llamada Alianza para el
Progreso, que con una dotación de 100.000 millones de dólares durante diez años tenía el objetivo de
fomentar el crecimiento y desarrollo económico y social de aquellas naciones para crear las condiciones
precisas que frenaran cualquier iniciativa revolucionaria como la cubana.
La aguda tensión entre las dos superpotencias que caracterizó estos años, tuvo una de sus mejores
manifestaciones en el episodio denominado la crisis de los misiles, que surgió cuando en 1962 pareció quedar
claro que los soviéticos, además de respaldar económica y militarmente al régimen de Fidel Castro, estaban
instalando en suelo cubano misiles nucleares de medio y largo alcance con los que se podía atacar a las
ciudades norteamericanas. La postura de fuerza adoptada por Kennedy, llevó a pensar entre el 14 y el 28 de
octubre que podía estallar una nueva guerra mundial. El bloqueo naval de la isla por parte de la armada
estadounidense impulsó a Kruschev a retirar los misiles con la condición de que Estados Unidos hiciera lo
propio en Turquía. Contra lo esperado, el grave incidente, que evidenció la posibilidad de que las dos
superpotencias pudieran destruirse mutuamente, sirvió para iniciar un periodo de distensión entre ellas que
tuvo su plasmación en la forma en 1963 del Tratado de prohibición de pruebas nucleares no subterráneas.
Otra de las zonas objeto de una especial atención por parte de Kennedy fue Vietnam, donde se actuó
siguiendo el convencimiento de que si se retiraba el apoyo al régimen de Ngo Dinh Diem en Vietnam del Sur
y se perdía ese territorio, se produciría un efecto dominó y tras Vietnam del Sur caerían el resto de los países
del Sureste asiático, máxime cuando la China de Mao aparecía ya como un nuevo enemigo comunista. En
consecuencia, Kennedy adoptó la misma postura de su antecesor y procedió al envío de los primeros soldados
americanos, aunque de momento no se iniciaron operaciones militares de la importancia de las que tendrían
lugar después.
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También durante esta etapa se impulsó la carrera espacial y en 1961 se puso en marcha, a través del proyecto
Apolo, el nuevo y ambicioso objetivo de llevar al hombre a la Luna. El país quedó conmocionado cuando el
22 de noviembre de 1963 se produjo el magnicidio de Dallas, que terminó con la vida de un presidente que
había impuesto un nuevo estilo elegante y juvenil en la Casa Blanca, al tiempo que su inesperada desaparición
truncaba una etapa de esperanza y confianza en el futuro. Con la muerte de John F. Kennedy llegó a la
presidencia el hasta entonces vicepresidente Lyndon B. Johnson (1963−1968), quién, a pesar de no tener el
carisma de su antecesor, pudo desde el primer momento recoger y poner en práctica gran parte de las
iniciativas antes paralizadas. Quizá por ello en las elecciones de 1964 Lyndon B. Jonson, obtuvo 27 millones
de votos más que su rival republicano Barry Goldwater. La substancial diferencia ayudó también a obtener la
mayoría demócrata en las Cámaras. Asimismo, la coalición del ala conservadora del Partido Demócrata quedó
interrumpida hasta 1966, cuando, tras la celebración de elecciones al Congreso, reapareció para oponerse a los
proyectos del presidente en materia de bienestar.
Si bien durante los meses de su primer mandato Johnson se manifestó continuador del programa The New
Frontier, tras el triunfo de 1964 propuso su propio programa político que, bajo el lema de The Great Society,
aspiraba a conseguir la prosperidad y la libertad para todos los norteamericanos. Así, contando con el total
respaldo del Congreso, abordó diversas medidas para atajar los principales problemas sociales. La reducción
de impuestos unida a otros proyectos legislativos como el incidente con la instalación de (algo inaceptable
para la seguridad territorial) sobre. Durante la inevitable prueba que siguió, conocida como la Ley de Igualdad
de Oportunidades Económicas (20 de agosto de 1964), o la de Desarrollo Regional de los Apalaches de 1965,
trataron de reducir la pobreza y prestar ayuda a las zonas más debilitadas de la nación como Virginia
Occidental, Kentucky, Tenesse, Alabama o Georgia. Otro importante apoyo a las áreas donde el número de
desempleados alcanzaba cifras preocupantes y las rentas familiares eran bajas, llegó con la aprobación de la
Ley de Trabajo Público y Desarrollo Económico. Asimismo, entre 1964 y 1968, se pusieron en marcha las
normativas de transportes públicos, la Medical−Social Security Act, la Ley de Educación Elemental y
Secundaria o las de vivienda de 1965 y 1968, todas ellas destinadas a suplir las carencias de los menos
favorecidos en aspectos como el transporte, la asistencia sanitaria, la educación y la vivienda.
La administración Johnson tuvo también que afrontar el grave problema racial. Aunque en 1964 se aprobó el
proyecto de ley de derechos civiles, completado por la Voting Rights Act de agosto de 1965, que aseguraba el
derecho de los negros al voto, el descontento continuaba en ascenso. La resistencia pasiva y pacífica
propugnada por Martín Luther King perdió terreno ante los movimientos radicales que aparecieron
principalmente en 1966 bajo la denominación de Black Power, que aspiraba a obtener la igualdad con los
blancos. Al unísono emergían posturas aún más extremistas como el nacionalismo negro inspirado por
Malcom X o el nacionalismo revolucionario de los Black Panthers, partidarios de la autodefensa armada.
Alentado todo ello, además, por las desastrosas consecuencias que para este sector estaba teniendo la guerra
de Vietnam, en la que los negros llevaron sin ninguna duda la peor parte por su obligada participación masiva
y el riesgo en que, en mayor medida que a los blancos, se ponían sus vidas. El 4 de abril de 1968 el
movimiento pro derechos civiles sufrió un duro golpe con el asesinato en Memphis de Martín L. King, premio
Nóbel de la paz y su líder más carismático. El suceso ocasionó un brutal aumento de la violencia en toda la
nación, siendo necesaria en muchas ciudades la intervención del ejército para restablecer el orden.
En cuanto a las relaciones exteriores, la presidencia de Lyndon B. Johnson fue continuadora de la corta etapa
Kennedy. Con la U.R.S.S. se mantuvo la política de distensión dentro del marco de la Guerra Fría aunque
salpicada por dos graves hechos como el Conflicto de Oriente medio en 1967 y la invasión de Checoslovaquia
por las tropas soviéticas en 1968.
Una excepción a la regla de continuidad fue el abandono de los proyectos de colaboración con el Sur, la
Alianza para el Progreso, y la inclinación a lograr una mayor estabilidad del mapa político del continente
americano, aunque para ello fuera preciso prestar apoyo a las dictaduras militares. Reflejo de esta nueva
circunstancia fue la intervención en Santo Domingo en 1965 para evitar la vuelta al gobierno del anterior
presidente, Juan Bosch, y facilitar la llegada al mismo de Joaquín Balaguer, antiguo colaborador del dictador
197
R.A.F.ael Leonidas Trujillo.
Sin embargo, el problema exterior más acuciante lo constituyó la intervención norteamericana en Vietnam. La
decisión de Johnson de participar activamente en un conflicto que la sociedad estadounidense nunca
comprendió muy bien, igual que las razones que movían al envío masivo de tropas estuvo guiada por el
convencimiento de que era posible ganar una guerra de liberación con bajo coste, desoyendo incluso el
mandato de la ONU de no interferir en los asuntos internos de otras naciones. El apoyo al gobierno de
Vietnam del Sur obligó a trasladar hacia aquella zona numerosos contingentes militares −en 1968 superaban
los 500.000 soldados− que se enfrentaron con las guerrillas del Vietkong y el ejército de Vietnam del Norte sin
obtener apenas éxitos militares y provocando la destrucción del país. Lógicamente, el coste en vidas humanas
y el gasto económico de la intervención alcanzó tal cuantía que incluso fue ocultada a la opinión pública. En
1968 el gasto militar supuso el 56 %del presupuesto total e implicó recortes importantes en los proyectos y
programas dedicados a los problemas internos.
El desastroso panorama bélico se manifestó tanto en un sentimiento de frustración de la población
estadounidense como en la reacción de los movimientos de protesta −especialmente violentes entre los
universitarios y los negros− ante una guerra no deseada. La insostenible situación en Vietnam también
provocó la división en el seno del Partido Demócrata a través del enfrentamiento entre el senador Robert
Kennedy, partidario de finalizar de inmediato el conflicto, con el presidente, que estaba convencido de poder
lograr la victoria. Las presiones recibidas obligaron a detener los bombardeos sobre Vietnam del Norte y
emprender el proceso de la negociación de paz, que se inició en mayo de 1968 en París. Asimismo, las
consecuencias de la guerra forzaron a Johnson a desistir de presentarse a la reelección. Con ello, tras el
asesinato de Robert Kennedy, la candidatura del Partido Demócrata estuvo encabezada por el vicepresidente
Hubert Humphrey que tendría como rival en el Partido Republicano a Richard Nixon.
LA CRISIS DE LOS AÑOS SETENTA
La muerte de Robert Kennedy y los negativos resultados de la guerra de Vietnam fueron decisivos para que en
las elecciones de 1968 se inclinara la balanza electoral a favor del candidato republicano.
Con la llegada Richard Nixon a la Casa Blanca (1969.1974) se iniciaba uno de los periodos más conflictivos
de la historia reciente de Estados Unidos. El estilo de gobierno se caracterizó durante estos años tanto por el
aislamiento frente al propio Partido Republicano como por el control personal exhaustivo del presidente de los
resortes del gobierno. Muestra de ello fue la creación en 1971 en la Casa Blanca del denominado Domestic
Council que, con la única excepción de la política económica, diseñaría las diferentes actuaciones y proyectos
legislativos, menospreciando así la labor de los diversos departamentos de la Administración. Se provocó de
esta manera una tensa relación y confrontaciones continuas entre el Congreso y la Presidencia, que utilizó
sistemáticamente el veto en contra de las medidas legislativas y la congelación de los fondos presupuestarios
de los departamentos.
Sin embargo, la etapa Nixon no supuso, en lo que a circunstancias económicas y sociales se refiere, grandes
diferencias con respecto a las presidencias anteriores. Así y a pesar de las tensiones entre el Ejecutivo y las
Cámaras, se elaboraron legislaciones favorables a la integración racial, la igualdad de la mujer, y se dieron los
primeros pasos en cuanto a la protección del medio ambiente.
El conflicto racial, que durante los años sesenta mostró su cara más violenta, se volcó ahora en las
reivindicaciones a favor del ascenso de la población negra a las escuelas y universidades. Buena prueba fue la
medida adoptada por el Tribunal Supremo para conseguir terminar con la segregación en los centros
educativos utilizando medios de transporte que facilitaran la enseñanza en las escuelas más elitistas, situadas
en los extrarradios de las grandes poblaciones, a los alumnos residentes en los centros de las ciudades. Sin
embargo, los tribunales fueron incapaces de poner en marcha las disposiciones del Supremo ante el temor de
que nuevamente surgiera la violencia.
198
Otro fenómeno social que recuperó toda su importancia durante la década de los setenta fue el movimiento
feminista. En sintonía con él y para conseguir eliminar las desigualdades entre ambos sexos, en 1972 el
Congreso dirigió a los Estados un proyecto de enmienda al texto constitucional que prohibía la adopción de
medidas discriminatorias. Asimismo, la preocupación por la creciente y peligrosa agresión a la naturaleza
impulsó a adoptar, en los primeros años de la década, medidas legislativas dirigidas a la protección del medio
ambiente. La asunción de este tema como competencia exclusiva del gobierno federal, dio como resultado la
Ley Nacional de Vigilancia Medioambiental de 1970 así como la creación de la Agencia de Protección del
Medio Ambiente, además de la aplicación de normas sobre la purificación del aire y de las aguas, y medidas
más drásticas como la Ley sobre insecticidas de 1972 que serviría para prohibir el uso del DDT en Estados
Unidos.
Quizá el problema de mayor gravedad y trascendencia para la primera administración Nixon lo constituyó la
crisis monetaria, que afectó tanto a la economía estadounidense como a la del resto del mundo. Durante la
década de los sesenta, el dólar había inundado todos los mercados a través del disparatado gasto militar, de
préstamos a otros países o de las inversiones externas de empresas norteamericanas. Esta circunstancia
actuaba negativamente en la cada vez más desequilibrada balanza de pagos de Estados Unidos, al tiempo que
se iniciaban en el exterior movimientos especulativos en torno al dólar. Para superar el incierto panorama
económico fueron aprobadas en agosto de 1971 una serie de medidas internas como la congelación de precios
y salarios, la reducción del gasto federal y la aplicación de incentivos a la inversión, que se alternaron con
otras extremas como la supresión de la convertibilidad de la moneda en oro, el incremento de tasas sobre la
importación y la reducción de la ayuda exterior, que rápidamente repercutieron en las economías más débiles
de los países en vías de desarrollo. Finalmente, en diciembre de 1971 Nixon se vio obligado a llevar a cabo la
devaluación del dólar y procedió al aumento substancial del ya desmesurado gasto militar como base de un
plan encaminado a un relanzamiento de la economía.
Por lo que se refiere a la política exterior, esta época se caracterizó por actitudes aparentemente
contradictorias. Así, mientras el presidente proclamaba sus intenciones de iniciar negociaciones con los
gobiernos de la U.R.S.S. y la República Popular China, con el propósito de obtener un equilibrio de poder
global entre las potencias, se producía el recrudecimiento del conflicto vietnamita.
Para favorecer las relaciones con la U.R.S.S., en 1969 Nixon promovió conversaciones en Helsinki y Viena
encaminadas a concretar los acuerdos sobre limitación de armas estratégicas. Guiado por este objetivo, incluso
viajó a Moscú para firmar los acuerdos SALT 1 con Leonidas Breznev.
De acuerdo con los principios que guiaron la nueva época de distensión, en junio de 1972 tuvo lugar la firma
del acuerdo cuatripartito de Berlín entre los representantes de asuntos exteriores de la U.R.S.S., Estados
Unidos, Gran Bretaña y Francia, en el que se reconoció la vinculación de la parte occidental de la ciudad con
la República Federal Alemana y a la República Democrática Alemana como un Estado de pleno derecho. A
partir de entonces, Berlín dejó de ser definitivamente un foco de tensión.
Asimismo, las relaciones con la República Popular China también se sumergieron en el panorama de la
distensión, abriendo para ello el aislamiento político en que se tenía al régimen de Mao. Demostración del
interés por afianzar los vínculos con China y gesto de captación de simpatías de cara a la campaña electoral de
1972 fue el viaje de Nixon a Pekín ese mismo año, perfectamente diseñado por el consejero en política
exterior, Henry Kissinger, quien fue realmente el artífice de los éxitos logrados en ese terreno. La otra cara de
las relaciones internacionales se encuentra tanto en el apoyo a los regímenes dictatoriales de España e
Iberoamérica −España, Portugal, Grecia o Brasil−, como de manera más patente y cruenta con el conflicto de
Indochina.
En la campaña de 1969, Nixon había encontrado su mejor reclamo electoral en la promesa de poner un rápido
final al conflicto de Vietnam. Ello implicaba la retirada progresiva de las tropas estadounidenses y su
sustitución por las fuerzas vietnamitas, produciéndose, así, la llamada vietnamización del conflicto, favorecida
199
por un mayor apoyo aéreo y naval de Estados Unidos y un reforzamiento de las ayudas económicas para el
sostenimiento del régimen de Nguyen Van Thieu. La vietnamización supuso el recrudecimiento de las
intervenciones y la expansión del conflicto a los países vecinos, Laos y Camboya, donde se creía que se
hallaba el centro neurálgico del enemigo, al tiempo que los bombardeos sobre Vietnam del Norte alcanzaron
cotas estremecedoras durante el mes de abril de 1972.
A pesar de la promesa incumplida de poner fin al conflicto de Vietnam, suavizada en parte con los proyectos
de obtener una paz con honor, que se plasmaron en las conversaciones de París iniciada en octubre de 1972,
los éxitos en política exterior, la eficacia frente al escaso carisma personal del presidente y una nueva
campaña electoral basada en el lema Ley y Orden y en el llamamiento a las clases medias, así como la
utilización de sistemas más o menos lícitos para perseguir y sabotear a sus rivales demócratas, sirvieron a
Nixon para obtener la reelección en 1972 con una victoria aplastante: 47 millones de votos a favor frente a los
29 millones del candidato demócrata McGovern que fracasaba, así, en su intento de construir una nueva
mayoría. Sin embargo, el triunfo republicano en la presidencia no se correspondió a las votaciones en las
votaciones del Congreso y en las elecciones de los gobernadores de los Estados puesto que el electorado se
inclinó a favor del Partido Demócrata.
Las expectativas creadas en la población estadounidense con la promesa de paz se vieron nuevamente
frustradas con la ruptura de las conversaciones de París. En respuesta, el reelegido presidente ordenó el 17 de
diciembre de 1972 los mayores bombardeos de toda la guerra contra las ciudades norvietnamitas de Hanoi y
Haiphong. Pocas semanas después, el 23 de enero de 1973, se iniciaron nuevas conversaciones de paz en París
en un esfuerzo por conseguir la finalización definitiva del conflicto. Se llegó entonces a la firma de un
acuerdo entre Le Duc Tho, por parte del gobierno de Vietnam del Norte, y el representante estadounidense
Henry Kissinger, que les valdría a ambos la concesión del premio Novel de la Paz. En marzo de ese mismo
año se retiraron de Vietnam del Sur las últimas tropas estadounidenses. Sin embargo, el conflicto,
aparentemente resuelto, se prorrogó hasta 1975, cuando se produjo la ocupación del Sur por Vietnam del
Norte.
La época de distensión iniciada durante el primer mandato encontró algún grave escollo durante la segunda y
breve presidencia de Nixon, tal como sucedió a raíz del apoyo que los Estados Unidos prestaron a Israel en el
conflicto árabe−israelí de octubre de 1973 frente a Egipto, apoyado a su vez por la U.R.S.S.. La guerra de
Yom Kippur tuvo una trascendencia más allá del plano político y provocó una crisis energética de alcance
mundial. La ayuda a Israel implicó que los países árabes exportadores de petróleo impusieran el embargo de
sus productos a Estados Unidos y a Europa, a la vez que aumentaban cuatro veces el precio del barril,
encareciéndose de esta manera todos los costes de producción y transporte.
Por otro lado, una evidencia más de la importancia que se dio a la política de intereses frente a la de principios
durante estos años, fue la intervención de la CIA. en Chile en 1973 para derrocar al gobierno de Salvador
Allende.
Pero, sin duda alguna, el acontecimiento que marcó la presidencia de Nixon fue el haberse convertido en el
primer mandatario de los Estados Unidos obligado a dimitir por su intervención en una operación delictiva
como fue el escándalo Watergate.
Durante la precampaña a las elecciones de 1972 se produjo el asalto a la sede del Partido Demócrata situada
en el hotel Watergate de Washington el 17 de junio. La profunda investigación llevada a cabo sobre el asunto
por periodistas del diario The Washington Post, a quienes informaba un confidente situado en el equipo
presidencial (Garganta Profunda), convirtió aquel episodio en un escándalo de trascendencias insospechadas,
al confirmarse que la acción provino del Partido Republicano y en ella habían intervenido la CIA y
colaboradores directos del presidente.
A lo largo de 1973, las declaraciones de los implicados comenzaron a desvelar la situación y, mientras Nixon
200
negaba su participación en ello, se produjeron las renuncias de un miembro del gabinete y de varios asesores
presidenciales. La crisis abierta forzó también la dimisión del vicepresidente Spiro Agnew, tras la cual la
investigación se trasladó al Comité de justicia de la Cámara de Representantes iniciándose el proceso para la
destitución del presidente. Finalmente, el 9 de agosto de 1974, Nixon se vio obligado a presentar su dimisión
para evitar que se realizara el juicio de destitución (impeachment).
La salida forzada de Nixon llevó a la presidencia al hasta entonces vicepresidente Gerald Ford (1974−1976).
Su breve periodo al frente de la Casa Blanca se caracterizó por la continuidad de la labor emprendida por la
administración anterior.
En política exterior, Ford siguió las negociaciones con la U.R.S.S., que dieron como resultado la firma en el
mes de noviembre de 1974 del acuerdo de Vladivostok sobre limitación de sistemas de cohetes y
bombarderos.
En política interna, el mandato de Ford estuvo determinado por sus varios intentos de hacer olvidar el
resultado de la guerra de Vietnam y el escándalo Watergate. Además, se enfrentó a una grave recesión que
situó los resultados económicos de su etapa como los peores de las últimas décadas, lo que trató de superarse
aplicando fórmulas de la economía liberal clásica. Aunque el PNB alcanzaba cifras altas, muy por encima de
los resultados de la CEE. y Japón, en los Estados Unidos comenzó a surgir un nuevo fenómeno económico, la
staflagtion, provocado por la combinación de unas altas tasas de inflación y la caída de los índices de
producción. En 1975, el desempleo afectaba a 7.800.000 personas, el 8,5 % de la población activa,
alcanzándose las cotas más elevadas desde 1941. A pesar de todo, en 1976 se asistió a una disminución tanto
de la inflación como del paro y a un incremento de la producción industrial.
En cuanto al problema racial, comenzó entonces a tomar otros matices debido a la importancia que empezó a
adquirir la llegada de población procedente de los países iberoamericanos. Así, en 1974 de un total de 395.000
inmigrantes que entraron legalmente en los Estados Unidos, un 42 % procedía de las naciones del sur y de
éstos un 18 % provenía de Méjico. Se iniciaba de esta forma la masiva corriente de emigración del sur hacia el
norte que provocó el aumento de la población de origen hispano residente en Estados Unidos de 9,1 millones
en 1970 a 14,6 en 1980, anunciando la tendencia que hará que en nuestros días los latinos disputen a los
negros el lugar de mayor grupo minoritario.
Ante un panorama poco o nada atractivo para el electorado, que motivó una baja participación, en las
elecciones de 1976 el voto popular se inclinó hacia el candidato del Partido Demócrata James Earl Carter
(1977−1980). La elección de Carter como trigésimo noveno presidente de los Estados Unidos respondía, más
que a un rechazo a la política del candidato republicano Gerald Ford, al deseo de olvidar el gran fracaso de la
guerra de Vietnam y el escándalo político del Watergate.
En política interna, Carter abrió varios frentes dirigidos a dar un nuevo estilo a la Administración. Con tal
motivo, se inició una reforma que se tradujo en el nombramiento de mujeres y miembros de las minorías
étnicas para ocupar cargos de responsabilidad. Asimismo, la presidencia inició una depuración de la CIA con
el propósito de recortar lo que se consideraba eran excesivas atribuciones.
Los problemas interiores de mayor importancia se hallaban centrados en las pesimistas cifras económicas y en
la agudización de los males heredados de etapas anteriores. El aumento de la inflación, que alcanzó en 1980 el
14 % anual, forzaba a tomar medidas para enfriar la economía, que a su vez causaron un inevitable
crecimiento del número de desempleados, hasta alcanzar el 8 % de la población activa. Íntimamente
relacionado con los escasamente óptimos resultados económicos estaba el problema energético que los
Estados Unidos padecían desde 1973, ya que, al no poder abastecerse con su propia producción petrolífera,
dependían de los países productores a los que importaba el 43 % del crudo necesario.
A pesar de que en esta etapa los problemas económicos no encontraron soluciones satisfactorias, en cambio
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provocaron la protección y apoyo del gobierno federal a las iniciativas encaminadas al desarrollo de industrias
productoras de alta tecnología. Esta nueva actividad además conllevó el desplazamiento geogR.A.F.ía
industrial de los Estados Unidos hacia los Estados del Sur y del Oeste.
Será en política exterior donde la presidencia de Carter imponga los cambios más radicales con respecto a sus
antecesores, caracterizándose por el intento de establecer un nuevo orden mundial. Desde su discurso
inaugural, el presidente demócrata se comprometía a anteponer la defensa de los derechos humanos sobre
cualquier otro criterio. Prueba de ello fue la negativa a prestar ayuda a los regímenes de Vietnam, Camboya,
Nicaragua, Chile, Argentina, Cuba, Uganda, Mozambique, Etiopía o Sudáfrica. El celo con que se cuidaron
las acciones exteriores a través de la Oficina de Derechos Humanos del Departamento de Estado, serviría para
terminar con la imagen de enemigo de la libertad que tenían los Estados Unidos en aquellos países que sufrían
los regímenes dictatoriales respaldados antes por Estados Unidos.
Una de las mejores manifestaciones del cambio de actitud fue la firma del Tratado sobre el Canal de Panamá.
El acuerdo suscrito por Carter y el líder nacionalista Omar Torrijos en 1977 reconociendo la soberanía
panameña sobre el canal y situando en el año 2000 la fecha de la cesión de los derechos sobre esa zona,
aunque con la oposición mayoritaria de los miembros del Senado, evidenciaba una distinta consideración
hacia los países iberoamericanos. En la misma línea hay que situar la retirada del apoyo al régimen de
Anastasio Somoza en Nicaragua, que propició el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional en
1979.
Ese mismo año se establecieron definitivamente relaciones diplomáticas con la República Popular China tras
siete años de amistosas conversaciones iniciadas durante la presidencia de Richard Nixon. En cambio se
rompieron con el régimen de Taiwán, antigua Formosa, a quien los Estados Unidos habían prestado apoyo
durante décadas.
Asimismo de máximo interés y uno de los más importantes éxitos de la diplomacia de Carter fue la mediación
entre Egipto e Israel para lograr la paz entre ambos, lo que se trató en las conversaciones celebradas en Camp
David durante 1979.Finalmente, se llegó a la firma de un acuerdo que implicaba la devolución del Sinaí a
Egipto y el compromiso de negociar una futura patria para el pueblo palestino.
En el Medio Oriente tuvo lugar uno de los hechos más significativos de la etapa de Carter. Desde la crisis de
1973, los Estados Unidos sólo contaban con Irán como aliado entre el conjunto de los países árabes. Sin
embargo, circunstancias entonces aparentemente revolucionarias, propiciaron en 1979 el exilio del Sha y su
sustitución por un régimen asentado en el fundamentalismo islámico. Poco después, el hecho de que el Sha
fuera recibido en Estados Unidos para recibir ayuda médica, provocó la ocupación de la embajada
estadounidense de Teherán por parte de estudiantes iraníes armados y el secuestro de todo el personal durante
un largo año y medio. Medidas como la expulsión de 183 diplomáticos iraníes de los Estados Unidos en
diciembre de 1979 o las sanciones económicas impuestas en 1980, no sirvieron para poner fin a la crítica
situación, que se prolongó hasta enero de 1981, coincidiendo con la toma de posesión de Ronald Reagan.
También en 1979 se firmaron en Helsinki los acuerdos SALT II con la U.R.S.S., orientados a establecer la
limitación de armas de largo alcance. Sin embargo, la invasión de Afganistán por el ejército soviético paralizó
su ratificación en el Senado. De nuevo el clima de la Guerra Fría hizo su aparición y Carter, ante el sorpresivo
desafío lanzado por la U.R.S.S., dio un giro total a su política de distensión y propuso al Congreso la
aprobación del proyecto sobre la fabricación de nuevos misiles de alcance intercontinental, al tiempo que se
ordenaba la congelación de las ventas de cereal y tecnología a la U.R.S.S. así como el boicot a los Juegos
Olímpicos que en 1980 tendrían como sede la capital soviética.
La falta de acierto en política exterior de Carter, debido fundamentalmente a la incapacidad para combinar de
manera adecuada distensión y contención, dieron como resultado una aparente debilidad de los Estados
Unidos que la U.R.S.S. aprovechó para practicar la política de expansión tanto en Afganistán como en el
202
continente africano con la intervención en la antigua colonia portuguesa de Angola.
EL CONSERVADURISMO DE REAGAN Y BUSH
Los problemas económicos por los que atravesaba la nación al finalizar el mandato de Carter y las dificultades
de la política exterior, decidieron el triunfo del partido republicano en las elecciones de 1980. Con el llegó a la
presidencia Ronald Reagan (1981−1988), antiguo actor de cine y el mandatario elegido con mayor edad en la
historia de Estados Unidos. La Administración Reagan se caracterizó por haber emprendido una línea política
diferente a la de sus inmediatos antecesores, retornando a la puesta en práctica de una fórmula más clásica de
entender y practicar la acción política, definida por la defensa de los principios abiertamente conservadores en
el interior y por una vuelta a la agresividad en sus relaciones con el exterior. Lo cual ha provocado una gran
polémica en torno a sus actuaciones.
Fiel a las promesas realizadas en su programa electoral, que está considerado como el punto de partida de la
revolución conservadora, Reagan se propuso devolver a los Estados Unidos su tradicional pujanza económica
que había sido seriamente reducida en los años anteriores. Para el nuevo presidente, la excesiva intervención
gubernamental en el desarrollo económico suponía un freno para la evolución del país y, consecuentemente,
era necesario reducir el papel intervencionismo estatal. Así, las bases en las que sentó su política económica
−conocida como la reaganomics− fueron el recorte del gasto federal, la reducción de la presión fiscal y
también la regulación empresarial, con lo que pretendía favorecer la iniciativa privada, promover la inversión
y conseguir un crecimiento económico general.
Para compensar la disminución de los ingresos del Estado que provocó el descenso impositivo, se facilitaron
los créditos de apoyo a la inversión −aumentando así el gasto público− y sobre todo se recortaron las partidas
destinadas a prestaciones sociales, lo que se realizó no sin una gran oposición del Congreso, sobre todo en la
segunda legislatura cuando los demócratas tenían mayoría en la Cámara. Al mismo tiempo, se multiplicaron
los gastos de defensa, por considerarlos prioritarios para mantener la hegemonía estadounidense. Todo ello
generó un cuantioso déficit presupuestario y la necesidad de solicitar abultados préstamos que hasta 1984
elevaron considerablemente los tipos de interés. Sin embargo, la inflación fue descendiendo paulatinamente y
tras el periodo de recesión que se vivió en 1981 y 1982, la economía norteamericana conoció hasta el final del
mandato de Reagan una etapa de despegue sumamente llamativo, con un crecimiento de un tercio y la
creación continuada de puestos de trabajo.
Pero el crecimiento económico no afectó a todos los sectores por igual, ya que la fuerte subida del dólar
provocó el incremento del déficit de la balanza comercial al perder competitividad las empresas
norteamericanas por el encarecimiento en el exterior de los productos estadounidenses. Se produjo, de esta
manera, una considerable baja en la rentabilidad de la industria −salvo la armamentística que consiguió
substanciosos beneficios−, influyendo decisivamente en la crispación del clima social, agudizado si cabe por
el arrinconamiento de que fueron objeto las organizaciones laborales. Consecuentemente, la industria
norteamericana conoció durante el mandato de Reagan el mayor pasivo de su historia. En realidad, puede
decirse que durante esta etapa se ampliaron enormemente las diferencias entre la población, tanto en ingresos
como en disponibilidad económica, al tiempo que la disminución de las partidas dedicadas a gastos sociales
incrementó notablemente las bolsas de pobreza.
En cuanto a la política exterior, estuvo guiada básicamente por el objetivo de hacer prevalecer la hegemonía
estadounidense frente al bloque soviético, hacia el que el presidente manifestó siempre una abierta hostilidad,
y frenar lo que consideraba que había sido una continua expansión de éste en la década anterior por el Tercer
Mundo, Centroamérica, África y Asia. Para lograr ese fin, la Doctrina Reagan planteaba la necesidad de
apoyar a las fuerzas antimarxistas en las naciones en las que se consideraba que el poder soviético estaba
ejerciendo su influencia, y defendía la posibilidad de llevar a cabo guerras de baja intensidad en las zonas en
las que la presencia marxista supusiera un peligro para su estabilidad.
203
Con tales presupuestos y llevado por el deseo de lograr un tratado de control de armas cuya negociación sólo
sería posible si los Estados Unidos conseguían la superioridad militar, Reagan emprendió un considerable
desarrollo militar que supuso el aumento de los gastos de defensa hasta en un 40 % en los primeros años de su
gobierno. En este marco se encuadra la continua producción de bombas de neutrones y sobre todo la
costosísima Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), más conocida como Guerra de las Galaxias, iniciada en
1983 y consistente en un programa de investigación cuyo objetivo era neutralizar los misiles antibalísticos
destruyéndolos en el aire. Así, frente a los intentos de negociación llevados a cabo en los años anteriores entre
Estados Unidos y la U.R.S.S. sobre la limitación de armas nucleares dentro de los acuerdos SALT II, cuyo
principal escenario había sido la ciudad de Ginebra, se inició en 1982 la carrera armamentística entre las dos
superpotencias, plasmada sobre todo en el despliegue soviético de misiles nucleares de alcance medio en
Europa Occidental y la correspondiente instalación norteamericana de misiles de crucero en Gran Bretaña,
Italia y Alemania Occidental. Todo ello implicó el deterioro de las relaciones entre ambas naciones, que
intentó suavizarse estableciendo un diálogo entre sus mandatarios, tal como se plasmó en 1987 a raíz de la
primera visita de Gorbachov a los Estados Unidos y se confirmó con la de Reagan a Moscú en 1988.
La política exterior de Reagan estuvo movida más por criterios de fuerza que por una intención negociadora y
pretendía lograr una contestación militar y estratégica de la U.R.S.S., por lo que intervino activamente en
todos aquellos países amenazados por la presencia marxista, como Libia, a quien se acusaba de ser un refugio
del terrorismo internacional. El enfrentamiento con esta nación pasó por el embargo de los bienes libios en
Estados Unidos. En abril de 1986, aviones de la VI flota bombardearon diversos objetivos en Trípoli y
Bengasi, como represalia contra la ayuda prestada por el coronel Ghadafi al terrorismo internacional. Y lo
mismo puede decirse de la invasión militar de Granada, una diminuta isla del Caribe en la que había triunfado
un golpe de Estado filosoviético, el 25 de octubre de 1983.
Por otro lado, las acciones norteamericanas se centraron también en Oriente Medio y Centroamérica, donde, a
pesar de los esfuerzos para conseguir los objetivos pretendidos, la política estadounidense no tuvo excesivo
éxito.
En Medio Oriente la diplomacia norteamericana tuvo como meta prioritaria obtener el apoyo de Israel para
frenar la influencia soviética en la zona y el expansionismo de Siria, aliada de la U.R.S.S.. En 1982, y con el
apoyo de los Estados Unidos, se produjo la invasión israelita del Líbano, lo que desencadenó en este país una
guerra civil entre cristianos y musulmanes y entre las tropas israelitas y las sirias. La fuerza de pacificación
enviada por el presidente Reagan apoyaba abiertamente al minoritario gobierno cristiano, contribuyendo así a
agravar la magnitud del conflicto. Pronto fue evidente la imposibilidad de reconducir los acontecimientos y,
finalmente, en 1984 la incapacidad de la fuerza extranjera para poner fin a la contienda del Líbano y su alto
coste humano y económico obligaron a abandonar aquel país, a pesar de la oposición del presidente que
consideraba esta medida como una pérdida de prestigio para Estados Unidos.
Por otro lado, también se intentó mediar en el conflicto que existía entre Irán e Irak, en lo cual no sólo se
obtuvieron grandes logros sino que incluso se provocó en 1987 el escándalo llamado Irangate cuando se
comprobó que, con la aquiescencia del gobierno, el denostado régimen del Imám Jomeini estaba recibiendo
ilegalmente armas norteamericanas a cambio de la liberación de los rehenes estadounidenses retenidos por los
terroristas iraníes y el producto de la venta se canalizaba hacia Centroamérica para apoyar a la contra, la
guerrilla anticomunista que luchaba para derrocar al gobierno sandinista. El propio presidente se vio
implicado en este asunto que provocó un gran debate político, alentado por el fracaso de las acciones en Irán y
porque la venta de armas tampoco evitó la toma de rehenes.
Con todo, el principal escenario donde se aplicó la Doctrina Reagan en política exterior fue Centroamérica,
una zona en la que se consideraba que había aumentado el poder soviético desde que en 1979 los sandinistas
se instalaron en el poder en Nicaragua, al tiempo que los conflictos de Guatemala y el Salvador ponían en
peligro los intereses estratégicos de los Estados Unidos. Para frenar el avance del comunismo, se apoyó
militar y económicamente a los regímenes militares que gobernaban en estos países y en Hondura,
204
convirtiéndose este último en la base desde la que los grupos paramilitares financiados por Estados Unidos, la
contra, lanzaba continuos ataques a Nicaragua. En esta pugna se llegó incluso a minar los puertos
nicaragüenses del pacífico. Para evitar que llegaran los suministros de la U.R.S.S., lo que motivó que en 1984
el Congreso prohibiera la continuación de los envíos de ayuda militar a la contra. Ni las contribuciones
financieras ni el despliegue militar que se llevó a cabo en Centroamérica, fueron capaces de terminar con el
régimen sandinista y con las guerrillas de izquierda existentes en el resto de los países. Habrá que esperar a
1989 para que los sandinistas abandonen el poder.
El resultado de la política exterior desarrollada a lo largo de los años ochenta fue más bien irregular. Se logró
un acercamiento a la U.R.S.S., movido también indudablemente por las especiales características del
interlocutor de Reagan, ya que Gorbachov poseía mayor flexibilidad que sus antecesores a la hora de tratar los
puntos de fricción y se mostraba crítico en la valoración del fracaso del sistema soviético. Al tiempo, el apoyo
a los movimientos anticomunistas y la crisis que se anunciaba en el bloque soviético propiciaron que al final
de la etapa de Reagan los rusos comenzaron a retirarse de Afganistán, los vietnamitas de Camboya y los
cubanos de Angola. En contrapartida, las intervenciones en Oriente Próximo constituyeron un auténtico
fracaso. Sin embargo, ello no impidió que al concluir el mandato de Reagan su popularidad casi la misma que
al inicio y que los norteamericanos continuaran apoyándole a pesar de las controvertidas decisiones que tomó.
No en vano es considerado el presidente que devolvió al país el orgullo y la confianza en sí mismo y restauró
a la presidencia el prestigio que había perdido.
Como consecuencia de la favorable acogida que tuvo entre la población la gestión de Reagan, las elecciones
de 1988 dieron un fácil triunfo a George Bush (1988−1992), que durante ocho años había sido su
vicepresidente. En un principio Bush contó con las mismas adhesiones y apoyo popular que su antecesor,
debido sobre todo a los éxitos alcanzados en las relaciones exteriores. Pero el constante deterioro de la
economía de la nación durante su periodo de gobierno produjo ya en 1990 una seria oposición a su política, de
manera que al final del mandato la popularidad del presidente se encontraba bajo mínimos.
Debido al déficit público generado en la etapa anterior y a la baja productividad de la industria norteamericana
en un momento de gran competitividad entre las grandes potencias −Europa, Japón y países de Extremo
Oriente−, Bush heredó una nación con serias dificultades económicas que se fueron agudizando
paulatinamente. En estos años el desempleo creció en proporciones inusuales, alcanzando a diez millones la
población activa en 1992, se sucedieron las bancarrotas, tanto empresariales como personales, y descendieron
progresivamente los valores de la propiedad. Además, frente a lo que había sucedido en anteriores ocasiones
de estancamiento económico cuyas víctimas fueron sobre todo los trabajadores industriales y los agricultores,
a quienes afectó fundamentalmente la recesión de comienzos de los noventa fue a los profesionales y
directivos empresariales: abogados, banqueros, ejecutivos, periodistas y técnicos en general. Ni siquiera las
grandes empresas como la telefónica ATT o IBM se vieron libres de tener que aplicar recortes a sus efectivos
laborales.
Por otro lado, el descenso de la popularidad de Bush fue debido también a un cambio de actitud con respecto a
la política impositiva. Uno de los puntos básicos de la campaña electoral había sido la promesa de no elevar
los impuestos, pero el déficit que padecía la tesorería federal evidenció en 1990 la necesidad de aumentar los
impuestos fiscales y subir las tasas tributarias, al tiempo que desaparecieron un gran número de exenciones y
se incrementaron los impuestos indirectos. Lógicamente, tales medidas mermaron la credibilidad del
presidente ante los votantes. Sin olvidar las críticas que su gestión sufrió, así mismo, por lo que se consideraba
incapacidad para terminar con los disturbios raciales que en aquella etapa se sucedieron en las principales
ciudades, de lo que es una buena muestra el grado de violencia que se alcanzó en Los Ángeles en 1992 a raíz
de la sentencia absolutoria de cuatro policías blancos acusados de golpear brutalmente a un ciudadano negro,
que terminó con un saldo de 58 muertos.
En política exterior, los años de la presidencia de Bush fueron testigos de los mayores cambios del escenario
internacional desde el final de la Segunda Guerra Mundial, que requirió prestar una viva atención a los
205
asuntos diplomáticos. La caída del imperio soviético en 1989 significó el fin de la guerra fría, concluyendo así
la pugna de las dos superpotencias en los asuntos mundiales, al tiempo que desaparecía el factor −el
anticomunismo− que había movido la política externa norteamericana en las últimas décadas.
Con respecto a los cambios que estaban teniendo lugar en la Europa del Este, Bush se mostró sumamente
prudente y, lejos de actuar guiado por el triunfalismo, trató de facilitar el proceso de reforma iniciado por
Gorbachov y contribuir para que los acontecimientos discurrieran en un clima exento de violencia, sobre todo
en relación con la oposición de los Estados bálticos y la aceptación del líder soviético a la reunificación
alemana. En este sentido fue muy valiosa la actitud personal del presidente norteamericano, que estableció
con Mijail Gorbachov unos estrechos vínculos capaces de modificar las relaciones Este−Oeste. Su mejor
resultado fue la forma en 1991 del Tratado sobre Reducción de Armas Estratégicas (START), que preveía el
recorte en un 30 % de las armas nucleares de largo alcance durante siete años, y que fue seguido por otros
acuerdos de limitación armamentística.
Sin embargo, aún siendo Europa uno de los principales lugares de atención mundial en esos momentos, la
diplomacia estadounidense no desatendió la vigilancia de los acontecimientos que se estaban desarrollando en
otras partes del globo, fundamentalmente en Centroamérica, donde la presidencia de Daniel Ortega en
Nicaragua al frente del gobierno sandinista seguía siendo vista como una amenaza y un claro ejemplo del
poder soviético y cubano. En consecuencia, Bush continuó enviando ayuda a la contra y manteniendo el
bloqueo económico sobre el pequeño país, no aceptando incluso el plan de paz para la zona propuesto por el
presidente costarriqueño Oscar Arias (Tratados de Esquípulas). La situación se mantuvo hasta que,
sorprendentemente, en 1990 Ortega fue derrotado en las elecciones por Violeta Barrios y se inició el proceso
de transición democrática.
También durante la presidencia de Bush, otra nación centroamericana, Panamá, requirió la especial atención
de los Estados Unidos para derrocar al dictador Manuel Antonio Noriega, quién, después de haber colaborado
estrechamente con Estados Unidos, comenzó a manifestar un nacionalismo que puso en entredicho los
derechos de la potencia del norte sobre la Zona del Canal. En un principio se intentó desestabilizar al régimen
panameño mediante el bloqueo económico y la acusación a Noriega de tráfico de drogas y blanqueo de dinero,
con el fin de privarle del apoyo popular con que contaba. Pero la ineficacia de tales medidas decidieron la
intervención militar de diciembre de 1989 que tuvo el efecto de provocar la huída de Noriega, quién se refugió
en la misión del Vaticano en del planeta. También, podría añadirse, a la defensa de los intereses vitales de
Estados Unidos en Panamá hasta que en enero de 1990 se entregó a las tropas invasoras y fue conducido a
Miami para ser juzgado. Parece claro que la acción estuvo encaminada a defender los cuantiosos intereses
económicos estadounidenses en Panamá y crear las condiciones internas necesarias para que la Zona del
Canal siga estando en poder de Estados Unidos después del año 2000, que es cuando según los Tratados
Torrijos−Carter deben ceder a la República de Panamá la soberanía sobre ese territorio.
Igualmente, los factores económicos fueron determinantes en lo que sin duda puede considerarse la más
llamativa de las intervenciones norteamericanas en el exterior durante el gobierno de Bush, como fue la
Guerra del Golfo de 1991, promovida por el deseo de frenar el expansionismo del dictador iraquí, Saddam
Hussein, que en agosto de 1990 invadió el emirato de Kuwait y amenazaba con controlar gran parte de las
reservas petrolíferas mundiales. A los pocos días de producirse la invasión y con el respaldo internacional, el
presidente estadounidense envió al Golfo Pérsico los primeros contingentes militares, cuyo número fue
creciendo paulatinamente, máxime cuando la ONU autorizó el uso de la fuerza si Irak no abandonaba Kuwait
en unas pocas fechas. Al mismo tiempo, otras naciones como Gran Bretaña, Francia, Egipto, Siria y Arabia
Saudí remitieron a la zona un gran número de soldados −250.000− que, junto a los estadounidenses formaron
un considerable ejército aliado integrado por más de 700.000 hombres.
La guerra entre Irak y las tropas internacionales comenzó el 17 de enero de 1991 (Operación Tormenta del
Desierto), y puede decirse que, en realidad, fue un conflicto norteamericano, ya que superioridad en el
conjunto de la fuerza aliada era evidente e incluso uno de los generales −H. Norman Schwarzkopf− dirigió las
206
operaciones. La desigualdad que existía entre los contendientes, fue decisiva en la rápida solución del
conflicto, que concluyó el 27 de febrero con un saldo de más de 100.000 muertos iraquíes y 137
estadounidenses además de cuantiosos daños al medio ambiente debido a la quema de los pozos de petróleo.
Sin embargo, no se logró terminar con el régimen de Saddam.
En el interior de la nación, la decisión de Bush de intervenir activamente en esta crisis contó en un principio
con fuerte respaldo popular, pero, según fueron produciéndose los acontecimientos, el apoyo a la medida del
presidente fue siendo más tibio. La guerra fue calificada de moralmente injustificable, se temía que se
produjera un gran número de bajas norteamericanas y no se auguraban favorables consecuencias de la
explosión islámica que se podía provocar. Ni siquiera la victoria se celebró con manifestaciones de júbilo por
estimarse que el conflicto no fue decisivo en la estabilización de la zona y que la participación de los Estados
Unidos fue precipitada y excesivamente costosa para la recesiva economía interior.
LOS PROBLEMAS ACTUALES Y DEL FUTURO
Igual que había sucedido en anteriores ocasiones, la agudización de los problemas internos impulsó a que en
1992 se produjera el cambio político. Así, el demócrata William Jefferson Clinton se convirtió en el
cuadragésimo segundo presidente de los Estados Unidos el 20 de enero de 1993, tras haber triunfado en las
elecciones con el 43 % del voto popular, frente al 38 % obtenido por el candidato republicano, el mandatario
George Bush. El independiente Ross Perot consiguió el 19 % de los votos emitidos. Los resultados y la misma
campaña electoral habían dejado claro que los éxitos internacionales de Bush eran insuficientes. Los
norteamericanos estaban preocupados por problemas interiores, de los cuales el más ascendente era el
estancamiento de la economía.
En consecuencia, desde su llegada a la Casa Blanca, el gobierno demócrata dio prioridad a la recuperación de
los indicadores económicos nacionales, cuya solidez garantizaría, en opinión de Clinton, la hegemonía
internacional del país. para lograr su objetivo, cuando todavía era candidato a la presidencia anunció la
reducción del déficit público en un 50 %; prometió un sistema fiscal más equitativo, aunque semanas después
de su toma de posesión tuvo que reconocer la necesidad de subir los impuestos; planeó la reducción del gasto
militar, limitándolo a unas cifras −11.500 millones de dólares frente a los 289.000 fijados por la anterior
administración −que serían suficientes para mantener el poder y prestigio de las fuerzas armadas y avanzó su
deseo de fomentar la inversión, pública y privada, como modo de asegurar la creación de empleo y el aumento
de la competitividad de la industria norteamericana en los mercados internacionales. En consonancia con esta
política, es preciso destacar la fundación del Consejo Económico Nacional, creado como un organismo
encargado de coordinar las directrices económicas internacionales del gobierno, siempre teniendo en cuanta
las políticas de seguridad.
Por otro lado, el presidente emprendió su mandato como un consciente emulador del compromiso social y el
estilo de J. F. Kennedy, lo que entre otras cosas se manifestaría en el reconocimiento de la influencia ejercida
por la primera dama (la enérgica abogada Hillary Rodham Clinton) en la Casa Blanca. Así pues, junto a las
mejoras en las áreas de bienestar, sanidad y medio ambiente, era razonable esperar un nuevo impulso a las
causas predilectas −y más polémicas− de la izquierda liberal: promoción legal de los colectivos marginados,
plena laicización de la enseñanza, más facilidad para abortar, control a la posesión de armas de fuego. Sin
embargo, cualquier tentación extremista se vería frenada por los republicanos que, por primera vez en cuatro
décadas, pasaron a controlar en 1994 las dos cámaras, y proclamaron su intención de realizar la revolución
conservadora. En esquema, ésta insistía en la defensa de los valores tradicionales (como eran familia, trabajo,
moral y religión); la lucha contra el crimen, la droga y la inmigración ilegal; la reducción de los impuestos,
del aparato burocrático y del déficit presupuestario. En el curso de los inevitables choques con el legislativo,
Clinton demostró su talento táctico al apropiarse de las ideas más razonables del programa conservador
(Reagan afirmó haberse sentido robado), y aún de su discurso: Está gobernando como Lyndon Johnson y
hablando como Ronald Reagan, denunció Newt Gingrich, presidente del Congreso, tras oír el informe sobre el
estado de la Unión en enero de 1996. Así planteado, el debate político se centró más en el alcance que en la
207
orientación de las reformas. Entre otras cosas, el presidente aceptó el fin del big goverment y se resignó a
reequilibrar el presupuesto, pero sin ceñirse a los plazos exigidos por la oposición, y más bien prolongándolos
hasta el año 2002. Defensa fue el principal departamento afectado por los recortes, mientras que se
preservaban las prestaciones de Medicare (seguro médico a los ancianos), Medicaid (atención a los más
desprotegidos) y otros servicios sociales, ya considerados como derechos adquiridos por la mayoría de los
ciudadanos. Frente a la intransigencia republicana, el presidente supo proyectar una imagen de
responsabilidad en la batalla del presupuesto de 1996, cuando numerosas oficinas del gobierno, incluidas
embajadas, tuvieron que cerrar por falta de fondos.
La política exterior de Clinton inicialmente se basó en los mismos postulados que defendieron anteriores
gobernantes: promoción de la democracia en el mundo, control de armas de destrucción masiva (renovación
del Tratado de No Proliferación en 1995) y fidelidad a los tratados y organismos internacionales en que
participaran los Estados Unidos. Todo ello se ha puesto de manifiesto en su decisiva intervención en los
actuales problemas europeos. La administración Clinton ha recurrido alternativamente al embargo comercial,
a la acción diplomática, al despliegue de tropas y aún al bombardeo estratégico para forzar el logro de sus
objetivos. Con éxito desigual, su atención se ha centrado en nuevas presiones sobre Cuba; en la pacificación
−fallida− de Somalia (1993), y en la de Bosnia, que culminó en los acuerdos de Dayton (1995); en la
mediación entre Israel y Palestina y en la contención del militarismo iraquí en el Próximo Oriente. Sin
embargo, la evolución de este último escenario, donde las crisis se han venido repitiendo cíclicamente hasta
nuestros días, expresan tanto las limitaciones del país más poderoso del mundo, como la extendida convicción
sobre la necesidad de un tipo de acción más bien multilateral.
Por lo que se refiere a Iberoamérica, el presidente se ha adherido a las ideas de Bush sobre la creación de un
área regional de libre comercio −Iniciativa para las Américas de 1990 y Tratado de Libre Comercio con
Canadá y Méjico (NAFTA), en noviembre de 1993−. Al mismo tiempo, mantiene la tendencia a restringir la
entrada de haitianos refugiados tras el derrocamiento de Aristide, incumpliendo con ello las promesas
electorales.
Precisamente, el problema de la inmigración constituye uno de los asuntos más preocupantes para la clase
política y la opinión pública norteamericanas. Según el censo de 1990, la nación contaba con más de 248
millones de habitantes. A esa cifra han contribuido indudablemente los inmigrantes, cuyo volumen más
importante −45 %− , bien sea de forma legal o ilegal, procede desde la década de los ochenta del resto del
continente americano. Entre ellos destacan fundamentalmente los mejicanos con 1.665.000 llegadas legales en
los últimos años, a los que siguen salvadoreños, dominicanos y jamaicanos, que superaron la cantidad de
200.000 inmigrantes respectivamente. Los problemas derivados de las condiciones socioeconómicas de los
países de origen actúan decisivamente para que se produzca tal movimiento de población, lo que actualmente
se ha convertido en una preocupación ligada a la seguridad nacional norteamericana, una vez que el fin de la
guerra fría ha puesto término a la amenaza ideológica y militar del comunismo.
Su mensaje de moderación en la campaña de 1996, unido a sus extraordinarias dotes de comunicador −en la
tradición de Roosevelt, Kennedy o Reagan−, convirtieron a Clinton en el primer presidente demócrata
reelegido desde 1944. No sin contratiempos, ha mantenido ante la opinión pública su prestigio como líder
(aunque no como persona privada) a pesar de las cacicadas y escándalos, tanto de índole financiera como
sexual, que periodistas y magistrados sospechosamente celosos han rastreado desde los tiempos en que fue
gobernador de Arkansas. Sin embargo, el síndrome de Watergate se ha abatido sobre Clinton, que a principios
de 1999 hubo de afrontar la apertura de un proceso de impeachment, acusado de perjurio y obstrucción a la
justicia.
HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL
TEMA 8. LA U.R.S.S. DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX.
208
LOS ÚLTIMOS AÑOS DE STALIN: LA U.R.S.S. COMO POTENCIA MUNDIAL
La Segunda Guerra Mundial sirvió a los objetivos de Stalin en tanto en cuanto unió a la población bajo el
manto protector del Partido Comunista y del Estado soviético en contra del enemigo alemán. Se produjo en
palabras de Martín Malia la fusión entre el régimen estalinista y el nacionalismo ruso, más aún desde que los
progresivos avances soviéticos en el frente de guerra fueron sabiamente interpretados por la máquina
propagandística oficial como una victoria de todo el pueblo, encabezado por el Partido como su legítimo y
único valedor; Interpretación que, en efecto, tuvo al menos su reflejo en el índice de militancia de la
organización comunista, el cual pasó de los dos millones de afiliados en 1941 a siete al finalizar la contienda
mundial.
El sistema de dominación socialista estaba bien implantado en la U.R.S.S. ya desde 1939. La agricultura
colectivizada, la planificación de la producción y distribución de la industria se conjugaban con el control que
las estructuras del Partido ejercían sobre todos los resortes de la administración y el Estado. La guerra no hizo
sino apuntalar ese predominio.
Sin embargo el afianzamiento de la política diseñada por Stalin y la cohesión interior no lo eran todo. El líder
soviético debía enfrentarse a una tarea ingente después de 1945: la reconstrucción material del país. Las
estimaciones más fidedignas nos hablan de veinte millones de muertos, la destrucción de la práctica totalidad
de la infraestructura de transporte y de más del 25 % del capital industrial, sin contar la devastación sufrida
por los campos y el ganado. Ante este panorama, Stalin mantuvo la validez de los principios planificadores. El
IV y el V Planes Quinquenales, puestos en marcha entre 1946 y 1955, respondieron a la necesidad de dotar a
la Unión Soviética posbélica de una estructura industrial básica, en especial en los sectores pesados, como
primer paso para la conversión del país en la primera potencia económica mundial. El IV Plan plasmaba a la
perfección estas inquietudes y anhelos de grandeza estalinistas. A la prioridad más absoluta otorgada a las
industrias pesadas se unía un programa urgente de transformación de los sectores bélicos en industrias civiles
como elemento potenciador del desarrollo industrial apetecido, sin olvidar las inversiones en la mejora y
modernización del material del ejército soviético. Con una regulación espartana del trabajo que presentaba
muy pocas variaciones con respecto a la de guerra, el esfuerzo de la población resultó exitoso. El crecimiento
industrial fue innegable: las fábricas reconvertidas, las inversiones en regiones hasta hacía poco sometidas al
poder alemán, gracias al pago de reparaciones de guerra y a la llegada de material de todo tipo, la mejora de
cualificación personal en sectores clave y una enorme riqueza de yacimientos mineros y fuentes energéticas,
cada vez mejor utilizadas, contribuyeron a un incremento productivo sobresaliente. En el año 1950 se
alcanzaron e incluso superaron las cotas prebélicas de producción (hierro, acero, petróleo, carbón).
Sin embargo, este proceso tan espectacular llevó aparejado un exceso de burocracia que terminaría por
asfixiarlo. La puesta en funcionamiento de un sistema de planificación rígido y centralizado en un país tan
extenso como la Unión Soviética generó un número paulatinamente más amplio de ministerios, oficinas y
funcionarios con cometidos a veces duplicados o triplicados, interferencias entre unos niveles de decisión y
otros o falta de coordinación entre ellos. Según la mayor parte de los analistas los problemas provocados por
la desconexión o desconocimiento entre los distintos ámbitos de poder económico, la dejación de las
funciones y la corrupción generalizada, detectados ya en los años estalinistas, estarían en la raíz del fiasco
posterior.
Por otra parte, la conversión de la Unión Soviética en una máquina de producir bienes de equipo e industrias
básicas −necesidad sentida como tal por Stalin− tenía una finalidad que rebasaba la propia conformación de la
U.R.S.S. como potencia económica. Así, la idea del líder soviético era poder medir fuerzas con el bloque
occidental si en algún momento la situación lo reclamaba y preservar la integridad de lo que él entendía como
logros revolucionarios, tanto dentro del país como, muy pronto, en lo que iban a ser sus países satélites. Con
ello cargaba sobre los recursos y la potencialidad económica soviética la reconstrucción no sólo de la U.R.S.S.
sino también de los Estados del Este de Europa controlados indirectamente desde Moscú.
209
En definitiva, la economía estalinista se sustentaba sobre el fomento de la industria pesada a costa de una
extraordinaria reducción de la de bienes de consumo dentro de prolijos programas de planificación
obligatoria. En este misma línea resultó muy empobrecedora la política agrícola, fundamentada en la
imposición de los koljoses o granjas colectivas estatales a lo largo y ancho del país. Esta política colectivista a
ultranza actuaba sobre una base muy poco estable por las destructivas consecuencias del desarrollo de la
contienda mundial en suelo soviético. No debemos olvidar que en los últimos meses de 1942 el ejército
alemán tenía bajo su control cerca del 45 % de las zonas cerealísticas y que, con su retirada hacia el oeste,
procedió a la eliminación de ganados, cosechas y aldeas. Con la paz, no sólo se esfumó la esperanza de que
Stalin aceptara un sistema mixto de propiedad privada y pública de la tierra, sino que se reforzó la
colectivización en todo el país e, incluso, a partir de mayo de 1947 se extendió a los Estados bálticos donde no
había tenido casi presencia.
Las condiciones de vida del campesinado, con salarios, viviendas y posibilidades de promoción muy
inferiores a las de los trabajadores industriales, generaron un sentimiento de apatía entre la población que tuvo
su reflejo en la baja productividad. Al mismo tiempo la obsesión por rentabilizar la agricultura mediante la
creación de inmensos koljoses que agrupaban varias aldeas no dio los frutos apetecidos: Por el contrario, las
dificultades día a día en el campo impulsaron un éxodo masivo de jóvenes hacia los centros urbanos, donde
pensaban que encontrarían con mayor facilidad una mejora de su estatus socioeconómico. Todos estos
problemas trajeron consecuencias graves para el desarrollo posterior del agro soviético. Si entre 1948 y 1951
la recogida de cereal alcanzó unos niveles muy aceptables, en 1954, p. e., la sequía generalizada en las
regiones productoras de trigo hizo muy presente la amenaza del hambre; el racionamiento alimenticio había
sido un hecho hasta diciembre de 1947.
El proceso descrito hasta ahora (potenciación de las industrias pesadas, extensión de los koljoses, emigración
campo−ciudad) contribuyó a crear un urbanismo peculiar después de la guerra estrechamente vinculado a las
necesidades del crecimiento industrial tal como lo entendía Stalin. Pierre Sorlin nos ofrece un caso
paradigmático del diseño estalinista de grandes centros fabriles en ciudades adecuadas a la actividad
manufacturera más que a la vida de las personas: Sverdlovsk, centro comercial en medio de la inmensa
llanura, nudo ferroviario importante, ofrecía un aspecto imponente con sus fábricas siderúrgicas y
construcciones metálicas. En 1939 contaba con 400.000 almas. De 1940 a 1955 la población urbana aumentó
en 300.000 personas; la población de la región se elevó en un 1.000.000, el 80 % de los cuales se concentró en
la capital o en las ciudades satélites industriales o mineras como Revda o Polevskoj. A pesar de que los
terrenos eran fértiles la agricultura se desarrolló poco. Sverdlovsk era sólo un centro manufacturero que se
había desarrollado en función de sus solas posibilidades industriales. Un fenómeno parecido se produjo en
Siberia occidental, en particular en torno a Kemenovo y Novosibirsk.
El centralismo como principio rector de la economía soviética se siguió también en el terreno de las
decisiones políticas. La acumulación de poderes en la persona de Stalin y la desvirtuación del sentido de los
órganos colegiados corrieron paralelas −todavía más después de finalizada la Segunda Guerra Mundial− aún
cuando fuera la constatación de un proceso que venía de antes. Entre 1939 y 1952, el pleno del Comité
Central se reunió en contadas ocasiones y fue Stalin quién, en su nombre, dictaba qué líneas maestras seguir.
El Politburó, si bien mantenía reuniones con mayor asiduidad, fue en la práctica un órgano asesor más que
ejecutor. En 1952, trece años después que el anterior, tuvo lugar un Congreso del Partido Comunista (en el
que precisamente esta organización pasó a denominarse Partido Comunista de la Unión Soviética) donde se
reafirmó la autoridad estalinista en la teoría y en la práctica.
El hecho de que todas las decisiones importantes, e incluso muchas secundarias, tuvieran que pasar
indefectiblemente por el criterio de Stalin acentuó el culto a la personalidad del líder soviético. En realidad, el
proceso venía de lejos y, al menos desde 1934, estaba claramente definido. Con motivo de la clausura del
XVII Congreso del Partido Comunista celebrado en dicho año, a la hora de las conclusiones, no hubo
resoluciones que tomar ni acuerdos que aprobar. Se proclamó que, desde entonces, sería un honor para todos
cuantos figuraban en las distintas organizaciones del Partido seguir las directrices emanadas del discurso
210
pronunciado por Stalin en tan magna asamblea. La evolución de la centralización de poderes en su persona
aumentó con la guerra y paralelamente a las manifestaciones que supravaloraban su persona: Stalin se había
convertido en la única persona imprescindible del régimen soviético.
Muy relacionados con el culto al líder, las líneas maestras de lo que en Occidente se denominó realismo
socialista, es decir, los fundamentos de la cultura oficial soviética, estuvieron vinculadas a la obra de Andrei
Zidanov entre 1946 y 1948. La críticas severas a cualquier elemento artístico o cultural innovador proveniente
del bloque capitalista, el uniformismo del método de creación materialista dialéctico (tal y como lo había
asumido en 1934 la Asociación de Escritores Proletarios), un nacionalismo ruso a ultranza, la imposibilidad
de plantearse críticamente cualquier aspecto de la sociedad soviética y una censura rígida de los medios de
comunicación asfixiaron las manifestaciones culturales soviéticas hasta reducirlas en la mayoría de los casos a
la reiteración de mensajes estereotipados, de lemas y slogans extraídos de las obras teóricas de Stalin. Este
marxismo de analfabetos −como Isaac Deutscher denominó a la visión estalinista de la cultura− consolidado
por Zidanov, fue continuado por Malenkov después de que, a la muerte del primero en 1948, éste se hiciera
con las riendas de la depuración ideológica para neutralizar a todos los sospechosos de connivencia con
Occidente o de titoísmo.
Stalin falleció el 5 de marzo de 1953, al parecer por una hemorragia cerebral. El legado que dejaba era un país
convertido en potencia ideológica y económica mundial, capaz de mantener bajo su hegemonía a las
denominadas democracias populares del Este de Europa y con un claro reconocimiento entre la clase
intelectual occidental que veía en la consolidación del país de los soviets una alternativa válida al mundo
capitalista dominado por los Estados Unidos. Para llegar al estadio de evolucionen el que se encontraba la
U.R.S.S., Stalin había implantado un sistema de organización basado en la dictadura personal y en la
aplicación del terror para todos aquellos considerados enemigos del régimen, potenciando el nacionalismo
ruso y el culto a la personalidad hasta límites desconocidos (la celebración del cumpleaños de Stalin en 1949
fue festejada por Pravda, p. e., al dedicar las tres cuartas partes de la superficie del periódico a lo largo de
nueve meses para recoger las felicitaciones que el líder soviético tuvo por dicho motivo).
Por su parte el Partido Comunista había devenido en una compleja y extensa maquinaria burocrática al
servicio del poder de Stalin y de una élite de colaboradores muy reducida. Poco o nada quedaba ya del
dinamismo y de los afanes movilizadores propios de una organización que no se cansaba de repetir su esencia
revolucionaria. Con todo, continuó sirviendo de manera muy notable a la difusión e inculcación de los valores
definidos por el régimen. Como sarcásticamente ha subrayado Alfred Meyer, la organización administrativa
dedicada a manejar el Estado, la economía, el ejército y el aparato represivo condujo a la burocratización de la
lucha de clases.
En cualquier caso, la Unión Soviética de 1945 aparecía ante los ojos del mundo como un ejemplo de país
atrasado económica y socialmente que había sido capaz en muy pocos años de dejar atrás esa herencia gravosa
hasta convertirse en una de los dos superpotencias que se perfilaban en el horizonte del nuevo orden
internacional surgido de la guerra. Pero, además, para conseguir llegar a esta situación, había tenido que
luchar contra enemigos internos y externos, superar una invasión y una devastadora guerra y, por si fuera
poco, erigirse en guía del socialismo mundial. El prestigio del país como alternativa factible a la concepción
capitalista ampliaba los apoyos soviéticos entre los partidos comunistas y en general entre la izquierda de la
Europa Occidental, y sobre todo, entre las fuerzas revolucionarias de algunos países asiáticos y africanos.
Estos veían en el proceso soviético una forma de entrar en la contemporaneidad, una vez finalizado el control
colonial, al margen de las vías que ofrecían sus antiguas potencias imperialistas.
LA DIFÍCIL SUCESIÓN DE STALIN. KRUSCHOV Y EL FALLIDO PROCESO DE
DESESTALINIZACIÓN
La sucesión de Stalin recayó en un poder colegiado para evitar las disensiones internas ante los varios grupos
que, dentro del Partido, pugnaban por hacerse con el poder. Nikita Kruschev asumió la secretaría general del
211
PCUS mientras Malenkov pasaba a ostentar la presidencia del Consejo de Ministros, rodeado de Beria,
Bulganin, Kuganovich y Molotov como vicepresidentes. De alguna forma, los nuevos dirigentes máximos
representaban las distintas tendencias presentes en la élite de la organización comunista. Una vez eliminado
Beria en diciembre de 1953 (hombre demasiado peligroso para el equilibrio entre facciones al haber sido
quien dirigía la policía secreta con Stalin), Malenkov aparecía como el baluarte de una cierta liberalización del
sistema, partidario de fomentar la producción de bienes de consumo para atenuar la dureza de las condiciones
de vida de la posguerra y ganarse así la anuencia de la población. Molotov adoptó una posición más
continuista, mientras Kruschev, por su parte, trataba de mantenerse en una línea intermedia: si bien aceptaba
la necesidad de mejorar los contactos con el bloque occidental para serenar las tensas relaciones
internacionales, lo hacía sin poner en entredicho las estructuras fundamentales del Estado soviético. Kruschev
fue poco a poco ganándose los apoyos del Comité Central −Malenkov, presionado por todos los frentes y con
un grupo de acólitos cada vez más reducido, dimitió de su cargo, que fue ocupado por Bulganin− y, desde
1956, una vez desterrado el peligro de purgas dentro del Partido, se hizo con las riendas de la organización y,
por ende, del país. Por un lado, y aún cuando oficialmente fue aceptada la acumulación progresiva de poderes
en la persona de Kruschev, se quiso evitar a toda costa el surgimiento de un autócrata del estilo estalinista con
quien ni sus colaboradores más directos estaban seguros de mantener su privilegiada situación de un día a
otro; las nuevas autoridades pretendían desmontar el engranaje estalinista para dar un salto adelante, sin que
este cambio hiciera mella en el Estado soviético.
A la voluntad renovadora de Kruschev y su equipo se unió la desaparición de Beria del panorama político, y la
reestructuración de los organismos de seguridad nacional al darse luz verde en 1954 a un nuevo Comité de
Seguridad del Estado (KGB), más fácilmente controlado por los nuevos líderes. Precisamente este cambio
propició una de las medidas cuyas repercusiones sociales, tanto en el interior como en el exterior del país, más
impacto causaron: la eliminación casi total del gulag de los campos de prisioneros, entre 1954 y 1956. Como
era lógico, el retorno de éstos a sus regiones de origen fue muy bien recibido entre la población afectada, pero
el conocimiento en el Occidente −ya más generalizado a partir de este momento− de que existía una
disidencia interior nada desdeñable en el país de los soviets, junto a la constatación de lo que habían sido las
prácticas brutales del estalinismo respecto a esta disidencia, comenzaron a poner en entredicho las bondades
del régimen. Abierta la espita, Kruschev se vio de alguna forma impelido a continuar su programa reformista
si deseaba mantener el prestigio del país en todos los órdenes. La cuestión era que, como ha escrito Martín
Malia, el Secretario General del PCUS era incapaz de comprender que el diluvio controlado no existe. La
celebración del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética iba a ser la constatación de este
hecho.
Dicho Congreso tuvo dos partes bien diferenciadas. Entre el 14 y el 24 de febrero de 1956 se desarrollaron las
sesiones ordinarias con la retórica habitual en este tipo de acontecimientos. Pero la sorpresa fue mayúscula el
día 25 cuando Kruschev, en su cargo de Secretario General del Partido y como representante máximo de éste,
leyó una declaración extensa en la que, sin ningún rubor, hacía un repaso enormemente crítico de la política
estalinista.
El Informe secreto aludía al triunfo final del socialismo en el mundo, pero no se mostraba tan beligerante con
el Occidente capitalista al afirmar que dicha victoria podría producirse no sólo a través de una confrontación
directa con el otro bloque, sino gracias a un proceso paulatino durante el cual la superioridad en todos los
órdenes del comunismo acabara por imponerse a los caducos y degenerados valores de las plutocracias
capitalistas. En realidad, abría las puertas a lo que poco después se denominaría coexistencia pacífica. Pero el
centro de atención prioritario fue la denuncia explícita de las prácticas estalinistas en materia represiva así
como del culto a la personalidad de Stalin. Para muchos estudiosos de la realidad soviética, el proceso
iniciado a instancias de Kruschev no fue ni mucho menos todo lo completo y definido que en principio
pudiera parecer. El problema del sistema soviético no consistía en exclusividad en la persona de Stalin, sino
en el régimen por él consolidado. Al no criticarse ni ponerse en cuestión con la misma fuerza los distintos
fundamentos de la organización del país, la burocracia del Partido y del Estado mantuvo su preeminencia en
todos los órdenes de la vida, lo cual resultaría fatal incluso para la propia carrera política de Kruschev.
212
En cualquier caso, la convulsión provocada por la lectura del Informe secreto sacudió a todos los sectores del
PCUS. Si bien la apuesta de Kruschev había sido fuerte, éste calculó bien las posibilidades de sus adversarios,
y el apoyo del Comité Central fue definitivo para asentarse en el poder y postergara los viejos colaboradores
de Stalin, que fueron pronto juzgados como grupo antipartido. Kruschev logró superar la resistencia de esta
vieja guardia que, en un último y desesperado intento de desbancar a aquél de la Secretaría General del
Partido en junio de 1957, trataron de aislarle en el Presidium del Comité Central. La operación no prosperó, y
quienes sí tuvieron que dimitir fueron Molotov y sus acólitos, acusados también de formar una facción
antisocialita dentro de la organización comunista. La consecuencia más destacada del polémico Informe fue el
triunfo de Kruschev como mandatario máximo de la U.R.S.S. y, con ello, la esperanza e que una vía
renovadora de las estructuras políticas y económicas tuviera cabida en el monolitismo heredado de la era
estalinista.
Si el Informe secreto y la práctica desestalinizadora tuvieron un eco propagandístico amplio tanto en el
interior como en el exterior de la U.R.S.S., que resultó muy beneficioso para el afianzamiento de Kruschev en
el poder, las necesidades de regeneración del sistema debían ir más allá si el Secretario General del PCUS
quería realmente dar un impulso a la economía del país. En relación con la agricultura, el talón de Aquiles
más desprotegido del engranaje productivo, los ensayos propuestos no alcanzaron sus objetivos. Ciertamente
la descapitalización en el sector, postergado por las inversiones masivas en industria pesada durante los años
estalinistas, fue un factor muy decisivo. Pero el estupor de los dirigentes soviéticos fue mayúsculo cuando, a
pesar del aumento significativo de las partidas dedicadas a reanimar el primario −las inversiones en
maquinaria agrícola y en modernización de las explotaciones−, los resultados anuales no mejoraron. La
ausencia prácticamente total de incentivos al campesinado y la organización colectivista del trabajo no
variaban, y ahí residían dos grandes fallos del sistema. Uno de los fracasos más sonados en este ámbito lo
constituyó la roturación de tierras sin trabajar en Kazajstán cuya finalidad era implantar un sistema estatal de
explotaciones extensivas. Aun cuando se abrió una amplia y nueva zona cerealística de casi 35 millones de
hectáreas, algo de lo que estaba muy necesitada la Unión Soviética para cubrir los déficits de grano en años de
malas cosechas, la operación Tierras vírgenes reprodujo los fallos del régimen general de explotación del
agro: realización de cuantiosas inversiones que no se correspondían con los crecimientos productivos
esperados. Tampoco los esfuerzos para mejorar la producción sectorial de maíz, cárnicas y derivados de la
leche obtuvieron resultados apreciables.
El programa reformista en agricultura debía complementarse con la mayor libertad de acción para los koljoses
al definir éstos sus propias necesidades y estrategias productivas. Esto estaba dentro de los planteamientos
diseñados en el Plan Septenal (1959−1965), el cual había sustituido en su aplicación al VI Plan Quinquenal,
iniciado en 1956. Dentro del mismo, y aparte de considerar prioritarias a ramas industriales como la química y
la aeronáutica, el plan pretendía reducir la burocracia centralizada de la economía, que había mostrado su
ineficacia en aplicar criterios de mayor rentabilidad, ahorro de recursos y crecimiento de la productividad. La
meta del equipo reformista de Kruschev era neutralizar el poder de la dirección económica moscovita dando
entrada a unos Consejos Económicos Regionales, más cercanos a los problemas reales en las principales zonas
industriales del país y capaces de poner más fácilmente remedio a los males de los distintos sectores del
secundario. Sin embargo, al igual de lo acontecido en agricultura, no se atacaban de raíz las deficiencias del
sistema. Al no dar iniciativa a la base, ni tampoco una autonomía real a las factorías, no se consiguieron los
objetivos de racionalización económica y la reforma generó un creciente malestar entre los dirigentes locales
y los funcionarios del Partido: la fuerza de la herencia estalinista era mayor que la imaginada por Kruschev,
pues las recomendaciones hechas por Stalin en su última obra, Problemas económicos del socialismo en la
U.R.S.S., acerca de la necesidad de perseverar en el sistema jerárquico y centralista en la toma de las
decisiones económicas, parecían imponerse con tesón ante cualquier amago liberalizador.
La precariedad de la vida cotidiana en las aldeas colectivizadas siguió impulsando una emigración
campo−ciudad cuya consecuencia fue el desequilibrio funcional de ciudades que no estaban preparadas para
recibir esa marea poblacional. Casi trece millones de personas se instalaron en los centros urbanos soviéticos
entre 1956 y 1959; años durante los cuales hubo que construir cinco millones de pisos. El resultado fue un
213
crecimiento anormal de las ciudades mediante largas calles con monótonos bloques de hormigón, elevados
con materiales de muy poca calidad, para aliviar, al menos en un primer momento, las necesidades de la
población emigrada.
Para tratar de obviar los fracasos de la vía reformista en economía y mantener la adhesión de la mayor parte
del Partido, Kruschev profundizó a partir de 1961 en la labor desestalinizadora. No sólo se difundieron con
amplitud los crímenes de Stalin, sino que continuó desapareciendo la simbología vinculada a su persona y se
acentuó la lucha contra las situaciones privilegiadas de una nomenclatura encastillada desde los años
estalinistas que seguía sirviéndose de su posición en beneficio propio. También el sistema toleró una cierta
apertura cultural, cuyo ejemplo más espectacular sería la publicación de Un día en la vida de Iván Denisovich,
de Alexander Solzhenitsyn en Novy Mir −una revista de tirada amplia−, obra en la que la crítica social y
política del sistema comunista era muy explícita.
De igual forma en 1961, y durante las sesiones del XXII Congreso del PCUS, Kruschev propuso un nuevo
programa para la organización, el tercero en la historia del Partido. Según la teoría del Secretario General, los
niveles económicos y la cohesión social logrados en el país de los soviets hacían presumible el fin de la fase
de dictadura del proletariado y el paso inmediato a la sociedad comunista, con lo cual había que adecuar las
estructuras existentes para iniciar el periodo de transición. Pero si el cálculo de probabilidades había sido muy
acertado al programar años atrás la desestalinización, ahora Kruschev iba demasiado lejos. Al poner en tela de
juicio el sentido de una parte de la nomenklatura, se enfrentaba ante una élite cada vez más preocupada por
perder lo que era su esencia: la seguridad y estabilidad de sus posiciones de privilegio. Estando en juego la
supervivencia de estos sectores o la política, inquietante para muchos, de Kruschev, la balanza se inclinó por
el continuismo. El Secretario General fue destituido en octubre de 1964. Por supuesto no fue sólo este último
hecho lo que determinó la sustitución de Kruschev al frente del Partido. Las reticencias que había suscitado en
la nomenklatura venían de mucho atrás, al menos desde que en 1957, en plena vorágine reformista, intentó
desvincular a la élite funcionarial del Estado de sus puestos en Moscú y proceder a enviarla a otros destinos
con el fin de disolver el poder de la misma. El fracaso fue ya entonces absoluto. La inercia de la
administración se resintió y no logró regenerar la nomenklatura: un lustro después hubo que dar por finalizado
el ensayo. En otro orden de cosas, la subida substancial de precios −entre el 20 y el 30 % para la carne y los
productos lácteos− decretada por el gobierno en junio de 1962, resultó, aún cuando tuvo que ser revisada, muy
negativa para las posibilidades de los trabajadores más modestos, y le granjeó la enemistad de estos grupos. A
ello hay que unir el hecho de que el programa de colonización agraria en las estepas de Kazajstán no cumplió
las expectativas previstas, como tampoco las cumplió el Plan Septenal.
La espinosa cuestión de las nacionalidades tampoco obró a favor de Kruschev. Aunque en el Informe secreto
había incidido en la falta de sensibilidad de Stalin para con los diferentes pueblos que formaban la Unión
Soviética, condenando sin paliativos las deportaciones de chechenos, alemanes del Volga o tártaros de Crimea
(Los ucranianos se salvaron de este destino sólo porque eran demasiados y no había lugar donde deportarlos,
reconoció en el XX Congreso), la puesta en práctica de medidas encaminadas al reconocimiento de
peculiaridades culturales, religiosas e incluso sociopolíticas fue muy difícil. Kruschev abogó por el
fortalecimiento de las culturas no rusas como propias también de la U.R.S.S. y devolvió sus derechos como
territorios autónomos a chechenos, calmucos o balkares. Pero la agitación producida en los países
centroeuropeos sometidos al control indirecto de Moscú llegó hasta las regiones más problemáticas del
Imperio soviético (las repúblicas bálticas e incluso Ucrania) e hizo reflexionar a la dirección del PCUS, el cual
paralizó cualquier intento liberalizador al respecto. Curiosamente, en el XXII Congreso del Partido se
destacaba el paso hacia un nuevo estado en el desarrollo de las relaciones nacionales en la Unión Soviética, en
el cual las naciones se irían acercando hasta alcanzar una completa unidad.
Tras su destitución, Kruschev vivió sin pena ni gloria en la capital rusa hasta su fallecimiento en 1971. Desde
luego, el año antes de su muerte estaba muy lejos de cumplirse uno de sus más conocidos deseos, expresado
en numerosas ocasiones: alcanzar en 1970 la producción per cápita de los Estados Unidos de Estados Unidos.
214
EL ESTANCAMIENTO DE LA ÉPOCA DE BREZNEV
Era evidente que los afanes renovadores de Kruschev habían conseguido la aquiescencia de los grupos de
poder hasta que la función de éstos dentro del sistema fue replanteada de forma crítica. A la altura de 1964, el
peso de las contradicciones, fruto de una política errática en todos los órdenes de la vida soviética, incluido el
peso de la balanza a favor de los opositores a la política de Kruschev. Con la victoria de éstos últimos, el
nuevo hombre fuerte y Secretario General, Leonidas Breznev, se impuso como objetivo salvaguardar las
estructuras del Partido manteniendo invariada la esencia del sistema de dominación, e intentar a la vez
mejorar la calidad de vida del ciudadano como modo de no perder por completo su apoyo. No obstante, el
aparato del PCUS optó una vez más desde la muerte de Stalin, por la dirección colegiada. En el XXIII
Congreso del Partido (marzo−abril de 1966), Breznev. asumía la Secretaría General; Aleksei Kosiguin, el
cargo de Primer Ministro y Nicolai Podgorni, el más honorífico de Jefe de Estado. Pero, en la práctica, al
menos desde 1966, fue Breznev, y a su sombra una nomenklatura. que con el tiempo se convirtió en
gerontocracia, quién dirigió los destinos de la U.R.S.S..
La economía soviética a partir de los años sesenta
Con todo el poder para era Breznev y su equipo, las primeras actuaciones del nuevo líder estuvieron
destinadas a apaciguar a la nomenklatura y a acabar con todos los experimentos de su antecesor. Sin embargo,
consciente de que el panorama económico del país estaba clamando por un cambio revitalizador, Breznev
insistió en las reformas periódicas para mejorar la estructura productiva, reformas que nacieron muertas ante
la oposición, ya activa, ya pasiva, de los grandes ministerios sectoriales.
La agricultura continuó su trayectoria decadente. Todavía en 1970, más de las tres cuartas partes del
campesinado soviético todavía trabajaba con útiles manuales y, si fueron ciertas las inversiones en maquinaria
y en la modernización de las explotaciones, la negativa a crear incentivos al trabajo agrícola actuó como un
freno ante las expectativas de mejora (sólo hubo algunos éxitos en determinados cultivos extensivos como el
del algodón, gracias al riego artificial y al uso de fertilizantes industriales y al riego artificial. De hecho, la
producción de pequeñas tierras de propiedad privada (unas 20 áreas por familia) permitidas a los trabajadores
de las granjas estatales ofrecía unos rendimientos mucho mayores que los de las tierras colectivizadas.
Únicamente por esta cerrazón del sistema puede explicarse que, siendo las extensiones de cereal tan
importantes en la U.R.S.S., las cosechas fueran en ocasiones tan desastrosas que el Estado hubo de importar
masivamente grano −canadiense o estadounidense− para evitar la escasez, como ocurrió en 1972 o en 1975.
Sin embargo, la preocupación por el sector primario fue una constante de la era Breznev. Éste se prodigó en
reuniones con expertos y técnicos, realizó numerosos viajes para comprobar la situación sobre el terreno y,
fruto de ello, impulsó algunas medidas liberalizadoras. En 1969 las granjas colectivas de tipo koljós recibieron
un nuevo estatuto jurídico para dotarlas de una cierta autonomía financiera y de libertad de movimiento para
entablar relaciones más estrechas con otros koljoses, garantizando una mayor estabilidad. De todas formas, el
índice del fracaso colectivizador se reflejaba una vez más en el papel asumido por las parcelas privadas dentro
de la economía agraria. Al aumentar éstas en la década de los setenta, llegaron a proporcionar el 25 % de la
producción total del primario, contando tan sólo con el 3 % de la superficie cultivable. Por otro lado, la
dirección de la economía agraria asignó partidas mucho mayores para abonos artificiales, extensión de nuevas
plantas y mejora de la capacitación del campesino a través del estudio en granjas−piloto. La operación Tierras
vírgenes de Kazajstán volvió a recuperarse tanto para los cultivos agrícolas como para la ganadería extensiva.
Incluso en el verano de 1970 el Partido adoptó un programa de actuación para el primario con el fin de que
alcanzase el puesto que, desde la potencialidad de los territorios soviéticos, debía tener la U.R.S.S..
El tejido industrial seguía siendo, a pesar de lo dicho hasta ahora, la mayor preocupación de los dirigentes
comunistas. Ya en mayo de 1965, el Jefe del Estado, Podgorny, declaró en Bakú que el pueblo soviético había
aceptado conscientemente ciertas restricciones materiales que proporcionarían el desarrollo prioritario de la
industria pesada para reforzar la capacidad defensiva del país, y añadió que esta época de privaciones había
215
acabado; por tanto, los trabajadores pronto verían recompensado su esfuerzo con la mejora generalizada de
sus condiciones de vida. Ciertamente, y aunque el periodo de Breznev acabó caracterizándose por un
estancamiento económico, cuando no por la recesión, los planes de renovación para el secundario estuvieron
muy presentes en aquellos años. Los problemas a los que debía enfrentarse el plan habían variado poco desde
1945. En primer lugar, estaba la rigidez de la planificación centralizada que imponía el control y la ineficacia
de la burocracia a la racionalidad productiva. En segundo, la hipertrofia de la industria pesada, muchos de
cuyos sectores habían mostrado ya una rentabilidad nula, pero que seguían considerándose necesarios, sobre
todo por su vinculación a los intereses militares. El despilfarro de recursos y la asignación de éstos según
criterios políticos más que estrictamente económicos hipotecaba además la inversión en tecnología punta de la
que el país adolecía, excepción hecha de algunas industrias estratégicas. Todo ello se sumaba a los bajos
índices de productividad y al desinterés del mundo obrero a tenor de los escasísimos estímulos al trabajo que
proporcionaba el sistema. Se trataba de deficiencias estructurales que, como no se les ponía coto, contribuían
paulatinamente a degradar la economía industrial. Con todo, el crecimiento extensivo y la explotación de los
ingentes recursos naturales de la Unión Soviética hacían aparecer al país como el primer productor mundial de
algodón, carbón o petróleo. Además, el periodo brezneviano coincidió con una gran expansión en el exterior:
la carrera nuclear y armamentística, aunque dilapidaba una parte amplia de los beneficios obtenidos, favorecía
la presencia de los intereses estratégicos soviéticos en África (Angola, Etiopía), América (Cuba) y Asia (sobre
todo en Vietnam), lugares donde mantenía su estatus de superpotencia.
Pero esta visión grandilocuente chocaba con los informes reservados de los economistas, nada esperanzados
sobre el futuro de la economía soviética. Se sentía la necesidad de una reforma incluso entre los dirigentes del
Estado, quienes espoleados por Kosiguin, aprobaron la ejecución de un plan renovador pergeñado por uno de
los economistas soviéticos más relevantes. Sin embargo, el programa de Liberman, puesto en práctica en
algunas factorías rusas en 1966, no atacaba al núcleo del problema económico (planificación obligatoria,
rigidez de las decisiones centralizadas), sino que venía a racionalizar el proceso productivo socialista,
suprimiendo ministerios y organismos planificadores para agilizar y modernizar la gestión del aparato
productivo y la importación por todos los medios posibles de tecnología japonesa, norteamericana o europea.
Por otra parte, las autoridades estimaron necesario dar ciertas satisfacciones a la clase trabajadora, toda vez
que parecía consolidarse una importante industria pesada. Así, a finales de los años sesenta, el octavo plan
quinquenal llegó a plantearse el aumento de los bienes de consumo pero, como en otras ocasiones, la
deteriorada situación económica obligó a corregir y paralizar el proyecto inicial. Los planes siguientes
incidían otra vez en los sectores pesados, p. e., a través de la mejora de la calidad o de la aplicación de
técnicas innovadoras. A partir del noveno plan (1971−75), las previsiones sobre crecimiento se redujeron
constantemente hasta colocarse en índices muy modestos. El tejido industrial no parecía dar más de sí
El corolario del defectuoso desarrollo económico fue la repercusión negativa que tuvo en la vida del
ciudadano soviético. En la década de los años setenta, los fundamentos sociales eran todavía un reflejo fiel de
la sociedad edificada en su momento por Stalin: todo funcionaba de acuerdo con los valores de jerarquía,
estabilidad y conservadurismo.
En cuanto a la estructura ocupacional, entre 1959 y 1979, sobresale la reducción − casi a la mitad − de los
campesinos que trabajaban en sovjoses y koljoses y que continuaban emigrando a los centros fabriles o a
engrosar las filas del funcionariado. En lo relativo a los indicadores sociales, el aumento espectacular de los
divorcios (a partir de 1965 afectaba al 34 % de las parejas) indicaba claramente la desintegración de la célula
familiar. El crecimiento de la mortalidad entre los varones de edades comprendidas entre 25 y 44 años, entre
cuyas causas estaban el abuso del alcohol y la precariedad del sistema sanitario, o la reducción de la esperanza
de vida y una elevada tasa de mortalidad infantil, ponían en evidencia un panorama social nada halagüeño. A
ello se unía la degradación del nivel de vida, puesto que las promesas de mejora que se venían haciendo desde
la etapa de Kruschev eran sistemáticamente incumplidas. Carlos Taibo nos recuerda que todo ello originó en
el país de los soviets una cierta respuesta obrera: la falta de vivienda y las malas condiciones de las existentes
motivaron protestas en Kiev (1969); la carestía y falta de alimentos de primera necesidad provocaron
216
agitaciones populares en Sverdlovk (1969) o Gorki (1980); la reivindicación de mejoras salariales hizo
reaccionar a los trabajadores de Dnepropetrovsk (1972); y lo mismo sucedió con el fin de lograr la
dignificación del reglamento de trabajo en Kiev (1981).
Si en algún momento la educación (altas cifras de escolarización de estudiantes universitarios) o la sanidad
(aumento del número de médicos y de camas hospitalarias) parecían ser la otra cara de la situación social, lo
cierto es que, una vez alcanzados ciertos mínimos, estos servicios sociales básicos se fueron deteriorando al
ritmo de la evolución económica al no poderse mantener las partidas presupuestarias.
La política en la época de Breznev
Breznev había aprendido del fracaso de su antecesor en la Secretaría General del PCUS. Si moderadas fueron
las reformas en el terreno económico, ni siquiera existieron −al menos con un calado profundo− en las
estructuras políticas. La Constitución aprobada en 1977 venía a dejar las cosas como estaban. El Partido
continuaba siendo el centro neurálgico de todo el sistema y a él se reservaba el papel de dirigente último del
país. El texto especificaba con claridad que por encima de todo derecho o libertad individual estaban los
intereses del pueblo y del Estado soviéticos.
La división teórica de poderes era también la misma. El Soviet Supremo, constituido por el Soviet de la Unión
y el Soviet de las Nacionalidades, era elegido cada cinco años entre los candidatos propuestos por el Partido y
sus diferentes organizaciones. Dado que el Soviet Supremo se reunía en sesión plenaria en contadas ocasiones,
el poder supremo recaía en el Presidium, formado por unos cuarenta miembros del Soviet siempre adictos al
Secretario General del PCUS. El propio Soviet Supremo elegía a los miembros del Consejo de Ministros,
órgano muy amplio por la cantidad de ministerios sectoriales y porque en él figuraban también los presidentes
de los Comités de Estado. Aunque mantenía funciones ejecutivas, el Consejo era responsable ante el Soviet
que lo había elegido, y cada ministerio ponía en práctica las directrices marcadas por el Partido.
El organigrama, tanto del PCUS como del Estado, se repetía prácticamente igual en las repúblicas federadas y
en las autónomas, reduciendo su complejidad en las entidades territoriales de menor envergadura. La
configuración del sistema propiciaba la continuidad en el poder de la élite cercana a los postulados de Breznev
y, en general, de la nomenklatura y del funcionariado del Partido, con tal de que no se pusiera en entredicho la
distribución de tareas y poderes en el Estado. Seweryn Bialer ha demostrado la permanencia de esta élite en
sus puestos de responsabilidad durante los cuatro Congresos del PCUS celebrados durante la era Breznev. La
renovación de los dirigentes del Comité Central, p. e., fue meramente testimonial: un 20,6 % en el XXIII
(1966), el 23,5 % en el XXIV (1971), 16,6 % en el XXV (1976), y el 11 % en el XXVI (1981).
La estabilidad política a lo largo de estos años −uno de los objetivos perseguidos por Breznev desde su acceso
a la Secretaría General− fue indudable, pero a cambio de ello se perpetuó en la dirección del país un grupo
monolítico, ajeno cada vez más la situación real de la U.R.S.S. y sólo preocupado por mantener sus
privilegios. De hecho, algunas cuestiones derivadas del sentimiento nacionalista, resurgido con fuerza ante la
dejadez del centro moscovita respecto a los problemas de algunos de sus territorios más alejados, comenzaban
a poner en peligro la tan ansiada estabilidad. Para la mayoría de los especialistas era patente que el
fundamento federalista soviético se tambaleaba. Si la doctrina oficial explicaba que las transformaciones
económicas del socialismo producirían un crecimiento armónico de todas las repúblicas soviéticas, el proceso
parecía ser el contrario: aumentaban las diferencias, sobre todo entre las regiones rusas y las no rusas. Nadie
podía negar, p. e., que los territorios centroasiáticos seguían siendo predominantemente agrarios y tenían unos
ingresos per cápita mucho menores: marginados de los principales centros de decisión −la presencia de no
eslavos en puestos de dirección era mínima−, refugiados en sus tradiciones religiosas y culturales, el
sentimiento de supeditación a Rusia estaba más generalizado que el de acercamiento a ella o el de solidaridad
entre los pueblos soviéticos. Sin embargo, en 1971, cuando todas estas contradicciones afloraban a la vida del
país, Breznev proclamó el nacimiento de una nueva comunidad histórica de pueblos: el pueblo soviético,
afirmación difícil de creer cuando las estadísticas de todo tipo indicaban que las diferencias entre, p. e., las
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tres repúblicas bálticas y Armenia o Kazajstán, eran tan acusadas que los ingresos por habitante en estas
últimas eran menos de un tercio que los de las primeras. Sin embargo, esta realidad contrastaba con el hecho
de que las repúblicas asiáticas eran las productoras, p. e., de más del 50 % del hierro, del acero o de la energía
hidroeléctrica de la Unión.
Desde la muerte de Breznev en noviembre de 1982 hasta la llegada de Gorbachov al poder en marzo de 1985,
la U.R.S.S. pasó por un interregno durante el cual dos ancianos Secretarios Generales, Yuri Andropov
(noviembre de 1982 a febrero de 1984) y Konstantin Chernienko (febrero de 1984 a marzo de 1985), hicieron
frente a uno de los periodos más delicados de la historia soviética. Sin duda alguna, Yuri Andropov, quien a lo
largo de catorce años había ostentado el cargo de jefe del KGB conocía mejor que nadie la auténtica situación
socioeconómica del país, así como los entresijos de la vida política. No es extraño, pues, que ante el panorama
que tenía delante, comenzara su andadura como dirigente máximo del país atacando dos de los cánceres más
extendidos y perniciosos: la corrupción administrativa y el deterioro económico. Todos los autores coinciden
en señalar que la sustitución paulatina de los viejos cuadros del Partido por personas más jóvenes, mejor
preparadas y, en principio, al margen de las corruptelas, fue una política diseñada por Andropov y luego
seguida por Gorbachov en sus afanes reformistas.
Tampoco Andropov desdeñó el denominado Informe de Novosibirsk, redactado por expertos soviéticos y
puesto a la consideración del partido en 1983, en donde se analizaba de forma muy negativa el
desenvolvimiento de la economía soviética: a la altura de los años ochenta, la planificación centralizada, aún
cuando se tuvieran en cuenta los distintos intentos de reajuste, no resultaba en modo alguno efectiva. El
informe iba todavía más allá al proponer a la dirección comunista que tuviera en cuenta la posibilidad de dar
entrada a mecanismos propios de la economía de mercado −al menos como factores complementarios− si se
quería salir de la aguda crisis. En la práctica, el equipo de Andropov auspició una autonomía en la gestión y
en los objetivos de producción de algunas factorías industriales, atenuando las imposiciones de los planes
obligatorios, a la vez que puso en marcha extensas campañas para mejorar la disciplina en el trabajo, todo ello
en aras de conseguir una mayor eficacia y rentabilidad. En esta ocasión, la enfermedad renal del veterano líder
soviético le impidió perseverar en su política: falleció en febrero de 1984, poco después de cumplido el año en
la Secretaría General del PCUS.
En cuanto a Chernienko, lo que parecía una vuelta a los fundamentos de la era Breznev, era en realidad su
apuesta por una reforma política y económica matizada pero continuadora a grandes rasgos de la trazada por
Andropov. Una rápida muerte, once meses después de ser designado para el cargo de más responsabilidad del
Partido, le impidió concretar su reforma en algo significativo.
Por razones de tiempo ni Andropov ni Chernienko pudieron consolidar grandes proyectos de transformación
para la U.R.S.S.. Sin embargo, su corta estancia en el poder sí sirvió para que comenzaran a despuntar dentro
del panorama político algunos personajes que muy pronto tendrían altas responsabilidades: Ligachov,
Románov y el propio Gorbachov.
LA ÉPOCA GORBACHOV: DE LA PERESTROIKA A LA DESINTEGRACIÓN
Ante la sucesión de hechos luctuosos, y para preservar la imagen del régimen, los jerarcas de la nomenklatura,
con Gromiko, −el vitalicio ministro de Asuntos Exteriores− a la cabeza, apostaron para el cargo de Secretario
General por un hombre de otra generación y, por lo tanto, joven en relación con la clásica gerontocracia:
Mijail Gorbachov. El 11 de marzo de 1985 el Comité Central nombraba a Gorbachov Secretario General del
PCUS. El nuevo líder soviético, formado en las filas del Partido conforme a los más estrictos cánones
comunistas, reclamó para sí la legitimidad que dimanaba exclusivamente de V. I. Lenin para investirse de toda
la autoridad moral y política que requerían los nuevos tiempos de reforma en profundidad del sistema
soviético.
Dentro de la tradición política soviética, la perestroika supuso un cambio de suficiente envergadura como para
218
requerir legitimidad ante el pueblo y, sobre todo, ante las instituciones estatales y el aparato del Partido
Comunista. En primer lugar, el programa renovador no debía ofrecer ni en su forma ni en su contenido dudas
que lo alejaran de la trayectoria marcada por el socialismo avanzado. En segundo término, debía mostrar una
identidad propia, distinta de algunas prácticas del pasado y capaz de asumir en sus principios informantes las
peculiaridades regionales, culturales o religiosas de la Unión, así como la necesidad de cambios sustanciales
en la planificación económica y en gestión político−administrativa. El objetivo era claro: demostrar la perfecta
acomodación de la perestroika a los criterios objetivos del espíritu socialista, sin olvidar la necesidad de
introducir modificaciones para regenerar el sistema y avanzar por la senda del marxismo−leninismo. No
había, por tanto, contradicción ni aparente ni real entre el programa reconstructor y la vía socialista.
Cuando, en 1986, el Secretario General del PCUS, Mijail Gorbachov pergeñaba lo que pretendía ser ese
cambio reconstructor del sistema soviético, inauguraba al mismo tiempo un nuevo modo de actuación en
todos los órdenes cuyo objetivo era la transparencia informativa o glasnost. Según su inspirador, por medio de
la glasnost
el gobierno de la U.R.S.S. debería actuar con total transparencia de cara a la ciudadanía, y ésta a su vez, en
justa correspondencia, debería denunciar de forma inmediata cuantos abusos de autoridad o negligencia
percibiese por parte de las autoridades, así como cuantas críticas considerase oportunas en relación a todos los
órganos de poder y funcionarios del Estado. En palabras de Gorbachov: Quizá sea la glasnost donde más
vividamente se manifiesta la nueva atmósfera. Queremos mayor apertura en todo lo tocante a cuestiones
públicas, en todas las esferas de la vida.
Gorbachov entendió siempre la glasnost como un medio privilegiado para llevar a cabo su programa
reformista, es decir, para poder beneficiarse de esta apertura como punto de apoyo a su actividad política.
Necesitaba informaciones veraces, cierto debate y crítica sobre las actitudes de funcionarios y burócratas para
que éstos no se sintieran arropados por la manta de silencio que existía sobre ellos. Además, Gorbachov
apostaba por mejorar la circulación de noticias dentro del engranaje de toma de decisiones para hacer
efectivas las reformas político−económicas. Pero estaban lejos de su pensamiento unos medios de
comunicación libres, al margen de la autoridad del Partido y, en última instancia, de sí mismo. Lo expresó
claramente el mandatario soviético en enero de 1988: Estamos por la glasnost sin reservas ni límites, pero
estamos por la glasnost en interés del socialismo. A la cuestión de si la glasnost, la crítica y la democracia
tienen límites contestamos con firmeza: si la glasnost, la crítica y la democracia están en interés del socialismo
y las necesidades de la población, ¡no tienen límites¡. Este es nuestro criterio.
La apertura informativa trajo aparejada una libertad mayor a la hora de expresarse en todos los ámbitos
culturales. El realismo socialista dejó de inspirar por obligación a los artistas plásticos y poetas, y de la misma
forma comenzaron a permitirse ediciones de libros prohibidos, los poemas del monárquico Gumilov en abril
de 1986 o las obras malditas de Ajmatova − autora del conocido Réquiem, publicado en la U.R.S.S. en marzo
de 1987−; el Doctor Zhivago de Boris Pasternak o la muy notable Vida y Destino de Vassili Grossman, ambos
en enero de 1988, aunque esta última todavía amputada. Especialmente sangrante fue, sin embargo, el caso del
disidente Alexander Solzhenitsyn que todavía en 1987 era vetado por la censura soviética.
Las transformaciones económicas de la Perestroika
El peso específico de la U.R.S.S. en la política y economía mundiales ponía de manifiesto que el sistema
consolidado por Stalin, a pesar de sus numerosas carencias, había sido suficientemente estable hasta la década
de los ochenta como para garantizar los mínimos indispensables a la población soviética y, en el exterior,
convertirse en el gran abastecedor de los países socialistas. Pero los costes habían sido muy elevados. La
planificación y la centralización de la economía introducida de forma rígida por Stalin desde finales de la
década de los años veinte había sido continuada por sus sucesores y había conducido progresivamente a un
desorden generalizado de la economía, a la hipertrofia de algunos sectores en detrimento de otros, el más
absoluto desprecio del medio ambiente, a un caos en el sistema de distribución y al desarrollo inusitado de la
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economía sumergida y del mercado negro.
Ante el desolador panorama que mostraba el resultado del balance económico efectuado por Gorbachov y sus
colaboradores nada más hacerse cargo de la más alta magistratura del Estado, el nuevo Secretario General del
PCUS decidió impulsar la reforma de la economía que inició en su día Andropov −su padrino político y
antecesor en la dirección del Partido−. Los nuevos bríos se fundamentaron en la necesidad de la uskoreniye
(aceleración) de todo el proceso económico, y que hizo suyos el Partido Comunista en el Pleno del Comité
Central celebrado en abril de 1985.
Las medidas adoptadas por Gorbachov y su equipo entre 1985 y 1987 no suponían un cambio radical en la
política económica soviética. Es cierto que pretendían atajar algunos de los problemas más gravosos que
aquejaban desde tiempo atrás a la estructura productiva, para dar paso a una mejora acelerada de la economía,
ya comentada. Así, era absolutamente necesario recobrar el dinamismo industrial perdido en los últimos años,
pues la tasa de crecimiento alcanzada en 1986 estaba en un 3,6 %, en la práctica igual a la ya existente al final
de la era Breznev.
La uskoreniye se concibió con un doble objetivo que en su conjunto debía incidir en los fines previstos −una
mejor calidad de vida− y en los medios para lograrlo −el funcionamiento equilibrado de la economía desde el
punto de vista de los recursos, de las empresas, de la productividad y la responsabilidad−; en resumidas
cuentas, todo aquello que posibilitara una economía más eficaz.
El primer tipo de medidas para lograr los objetivos ya descritos se refería a la morigeración general de la
sociedad soviética. En este sentido pretendía reducir el absentismo laboral de la población trabajadora, así
como lograr incentivarla para alcanzar una mayor productividad. Paralelamente se intentó arrancar de raíz el
florecimiento de la economía sumergida y el mercado negro que habían demostrado ser capaces de saltarse las
estrictas reglamentaciones del Estado. En mayo de 1986 fue puesta en vigor una Ley contra los ingresos
encubiertos que, en última instancia, pretendía liquidar los beneficios de estos grupos que funcionaban al
margen de la ley, encauzando hacia los canales estatales todas esas ganancias. Como complemento de ésta, en
noviembre de 1986 eran legalizadas las actividades profesionales individuales a la vez que se aprobaba una
ley de cooperativas.
Si hemos comentado con anterioridad los enormes perjuicios causados por la burocratización de la economía
soviética, parecía lógico que el nuevo Secretario General del PCUS fomentara una reducción del aparato
administrativo que llegaba a asfixiar al propio proceso productivo. Por ello el equipo de Gorbachov optó por
reducir el número de ministerios así como por crear algunos nuevos −súper ministerios− con el objetivo de
agrupar muchos de los existentes cuyas competencias acababan por solaparse, así como aminorar las
plantillas. Especial relevancia tuvo la fusión, en noviembre de 1985, de cuatro Ministerios Agro−industriales
y un Comité Estatal que se fundieron en el Gosagroprom, a la vez que reducían sus efectivos humanos en un
47 %: Con la misma finalidad de mejorar la investigación científico−técnica, evitar duplicaciones y confusión
de funciones, mejorar la gestión, calidad y productividad, en octubre del mismo año nacía la Oficina para la
Construcción de Maquinaria; en marzo de 1986 la Oficina para el Complejo Energético y de Combustible; y
en septiembre, el Comité Estatal para la Construcción.
Si algo ponían de manifiesto estas medidas reformistas era, en primer lugar, que, en estos años, Gorvachov y
su equipo no trataban de transformar sino de hacer más eficaz la máquina planificadora estatal; y, en segundo
lugar, que su proyecto había fracasado. El viejo sistema funcionaba muy mal, pero funcionaba. La
introducción de cambios condujo a una confusión mayor en los resortes de la burocracia y, por ende, en una
distorsión también mayor en los eslabones del proceso de toma de decisiones. Con lo cual no existía una
estructura nueva −era imposible pues no se habían puesto las bases− pero además se habían comenzado a
desencajar las piezas del descomunal sistema heredado, y todo él se resentía.
Ante la evidencia de que las primeras medidas contra la crisis no habían logrado la reactivación de la
220
economía, que se degradaba a pasos agigantados, en la primavera de 1987, Gorbachov llegó a la conclusión de
que era necesario un nuevo impulso reformista, todo un cambio reconstructor o perestroika de la economía,
que en junio de 1987 aprobaba el Comité Central del PCUS.
El intento de reestructuración económica que se abordó entre 1988 y 1989 se dirigió a la reforma de la
empresa, de las cooperativas y de la agricultura. La Ley de Empresas del Estado, de 30 de junio de 1987, y
que entraba en vigor el 1 de enero de 1988 con el propósito de conseguir autonomía financiera y una mayor
descentralización, no consiguió dinamizar la economía soviética puesto que el todopoderoso Plan no fue
recortado, ni se llevó a cabo la imprescindible eliminación de los ministerios sectoriales, ni se pudo crear el
mercado libre al por mayor de bienes del que se nutrirían las empresas estatales en paralelo a la reforma de la
empresa.
También en 1988 se decidió potenciar la actividad cooperativa, tal como se había previsto en 1986. La Ley de
26 de mayo de 1988 sobre actividades industriales en el cuadro cooperativo, que entró en vigor el 1 de julio
incrementó de forma muy notable este tipo de empresas. En un primer momento la Ley produjo unos
resultados aceptables. Después de un año habían surgido unas 133.000 cooperativas que producían bienes y
servicios por un valor cercano al 2 % del PNB. Aunque fueron bien recibidas por la población, acostumbrada
a adquirir antes estos productos en el mercado negro, los precios podían llegar a ser 3 ó 4 veces superiores a
los de las tiendas oficiales. No obstante, este tipo de empresas continuaba siendo una mera anécdota dentro de
una economía estrechamente vinculada al aparato estatal del que, en última instancia, seguía dependiendo.
Por lo que se refiere a la agricultura, se intentó su reactivación, algo fundamental para la subsistencia de la
población, en un doble sentido. Para empezar, se pretendió que los ingresos de los agricultores crecieran por el
procedimiento de abonarles una parte de la producción en divisas, y al mismo tiempo que aumentara la
productividad del agro. Sin embargo, este esbozo de reforma agraria contó, desde un primer momento, con la
oposición frontal de los responsables de las granjas colectivas, que no podían permitir que el entusiasmo y el
trabajo bien hecho de los agricultores espoleados ante la perspectiva de ver aumentar sus rentas pusieran en
cuestión sus privilegios y el de la propia organización colectivista soviética.
Por último, debemos citar también otras medidas reformistas. Era imprescindible abordar la reforma de
precios y salarios, tal como había anunciado Gorbachov en la Conferencia del Partido de 1988, con la
finalidad de ahorrar recursos, especialmente, a través de la reducción de subvenciones, cuyos gastos eran ya
desmesurados y estarían fuera de lugar en el nuevo régimen económico que se pretendía instaurar. No
debemos olvidar que, p. e., el alquiler de las viviendas se había fijado en 1928; el precio de productos básicos,
como el pan, el azúcar y los huevos, venía de 1954 y el de la carne, de 1962. En este último caso, el Estado
subvencionaba con 3 rublos en los establecimientos estatales cada kilo de carne que se vendía a 1,80 rublos.
Aunque quizá el caso más espectacular, por conocido en Occidente, era el de los 5 kopecks del Metro
moscovita, tarifa fijada en 1935. En cuanto a los salarios, y a la vez que la reforma de precios, el Estado
pretendió subir el nivel adquisitivo de los trabajadores con un aumento de las remuneraciones nominales
aunque el proceso inflacionista fuera un obstáculo, en la práctica insalvable para el crecimiento de los salarios
reales. En cualquier caso, entre 1986 y 1990 los sueldos de profesores ascendieron en un 30 %, el de
ingenieros y técnicos en general entre un 30 y un 35 %, los de médicos en un 40 %, y los de trabajadores
manuales únicamente entre un 20 y un 25 %. De cara a potenciar la inversión extranjera y las exportaciones,
el 1 de enero de 1990 se procedía a devaluar el rublo en un 50 %, lo que se tendría que repetir cada año hasta
conseguir la paridad de la moneda.
Todas estas medias, sin embargo, tampoco lograron reconstruir la economía: las ambigüedades y
contradicciones habían conducido al fracaso de la reforma. Gorbachov y sus asesores económicos lograron
que se aprobara a finales de 1990 el denominado Plan Chatalin. Éste dejaba patente que una economía de
mercado sólo podía existir gracias al libre juego de la oferta y la demanda, amparado por unas instituciones
democráticas que sirvieran de garante al mismo. Pero ello, era una ruptura clara, sin falsos maridajes con el
aparato comunista del Estado y debido a esto, se frustró. La pugna entre el viejo sistema y el transformador
221
plan se descartó por la pervivencia de las viejas estructuras, e incluso supuso el final del proceso privatizador
puesto en marcha a finales de 1986.
Los cambios político−institucionales
Al comienzo de su mandato, Gorbachov sólo hizo referencias a la mejora necesaria en el funcionamiento del
sistema político así como al excesivo protagonismo del Partido en el aparato estatal. Bastante tenía con
afianzar su puesto de Secretario General, desplazando de los cargos de alta responsabilidad a los herederos de
la era Breznev para colocar a hombres de confianza: según Richard Sawka, ya a lo largo de 1985, el nuevo
líder soviético había logrado desbancar a cerca de los dos tercios de los puestos claves del Estado.
Una vez obtenido el apoyo de los dirigentes del Partido, Gorbachov decidió poner en marcha el programa
renovador que había diseñado para transformar las estructuras políticas. Durante el primer periodo de la
reforma, el 1 de diciembre de 1988 el Soviet Supremo de la Unión aprobaba una Ley sobre modificaciones y
adiciones a la Constitución de la U.R.S.S. que afectaba a una tercera parte de la Ley Fundamental soviética,
sobre todo en lo concerniente al sistema electoral, a partir de la cual se elegiría un Congreso de Diputados
populares, institución a su vez novedosa, que elegiría al Soviet Supremo. De otra parte, el equilibrio y la
separación entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, de los cuales desaparecería el control del Partido,
deberían ser garantizados. La Ley electoral vigente a partir de diciembre de 1988 extendía el derecho de
nominación hasta un número ilimitado de candidatos a quienes se requería que presentaran programas propios
ante el cuerpo electoral. Los diputados electos no podían desempeñar puestos gubernamentales al mismo
tiempo que ejercían sus labores de representación y debían vivir o trabajar en el distrito por el cual habían sido
designados. Con todo, conviene no olvidar que, aún garantizándose el sufragio secreto, las elecciones futuras
no serían unas elecciones democráticas ya que el Partido Comunista continuaba siendo el único legalizado.
Además, las Comisiones electorales locales, garantes del buen desarrollo de los comicios, estaban manejados
por el aparato del Partido que, a su vez, mantenía un notable poder en la nominación de candidatos.
A pesar de todas las limitaciones, los resultados de las elecciones celebradas el 1 de diciembre de 1988 fueron
relevantes si consideramos los nuevos derroteros por los que iba a moverse la política soviética. Aunque
curiosamente el 87 % de los miembros del nuevo Congreso eran militantes del Partido −proporción mayor a la
que había en 1984 (71 %)− fueron mucho más significativas algunas de las derrotas sufridas por dirigentes
comunistas en distintos territorios del país. Los alcaldes de Moscú y Kiev, los primeros secretarios del PCUS
en Kiev, Minsk y Alma−Ata, el primer ministro de Letonia y el presidente de Lituania no obtuvieron su
escaño. La victoria del reformista Yeltsin en Moscú con un 89,4 % de los sufragios t la abrumadora derrota en
Leningrado del primer secretario regional (candidato del Politburó), eran más que una seria advertencia a la
nomenklatura, así como la evidencia de una hostilidad creciente contra el propio Partido Comunista,
manifiesta en el apoyo a los candidatos independientes sobre todo en los grandes núcleos de población.
Precisamente estos acontecimientos favorecieron la posición de Gorbachov en relación con la necesidad de
variar la estructura de la organización comunista, así como de replantear su función dentro del sistema. Los
cambios sustanciales que afectaron de lleno al Partido Comunista, y que pretendían terminar con su
predominio secular en el gobierno de la Unión Soviética, se produjeron entre febrero y marzo de 1990. El 12
de febrero el Comité Central del PCUS rechazaba como eje central de su actuación el principio de la
dictadura del proletariado, y diez días después, el Comité Central debatía y aprobaba, a propuesta de su
Secretario General, la supresión del importantísimo artículo 6º, según el cual el papel dirigente de la sociedad
soviética lo ejercía en solitario el PCUS. Al afectar esta última medida al corazón de la Constitución soviética,
dicho acuerdo lo refrendó el Congreso de los Diputados populares el 14 de marzo de 1990, poniendo fin a
toda una era de dominio ideológico del PCUS, y abriendo paso de esta manera al pluripartidismo en la
U.R.S.S..
En efecto, aunque la aprobación de la Ley de asociaciones políticas, dentro de la cual se moverían los nuevos
partidos políticos, no tuvo lugar hasta octubre de 1990, distintas fuerzas políticas fueron toleradas a partir de
222
la reforma constitucional de marzo. Así, a mediados de 1990 se calcula que existían unas 20 organizaciones
con un campo de actuación a lo largo y ancho de toda la Unión, y otras 500 que operaban a nivel
independiente. Incluso en el seno del PCUS las diferencias entre facciones eran cada día más insalvables,
agravando la ya de por sí deteriorada situación dentro del Partido.
Por si fuera poco y debido a la nueva situación política, las elecciones que se desarrollaron desde finales de
1989 hasta bien avanzado 1990 a los parlamentos republicanos y a los soviets locales, supusieron un serio
revés para las aspiraciones hegemónicas del Partido Comunista, . En las grandes ciudades de Rusia, entre ellas
Moscú y Leningrado, triunfó la candidatura no oficialista del Partido, y la oposición de los Frentes Populares
se hizo con un número variable de escaños en las distintas asambleas republicanas, consiguiendo, incluso, la
mayoría en dichas cámaras los candidatos independentistas de Lituania, Letonia, Estonia, Georgia, Armenia y
Moldavia.
La posición de Gorbachov se hizo cada vez más difícil dentro del Partido y de las instituciones estatales, pues
tanto los comunistas más ortodoxos como los renovadores le acusaban de no saber hacer frente a los males del
país e incluso de contribuir a agravarlos. Ante las crecientes dificultades Gorbachov perdió el norte en su
actuación política. Si durante los meses estivales de 1990 había apoyado −parecía que sin reservas− a las
fuerzas proclives a una reforma democrática más rápida y profunda simbolizada en el Plan Chatalin, en otoño
del mismo año −y ante el rechazo de dicho plan por parte del Soviet Supremo− trató de encontrar aliados en el
sector antirreformador del Partido, al designar para puestos claves a conocidos comunistas del sector
ortodoxo: Valentín Paulov como primer ministro, Gennadi Yanaev como vicepresidente y Boris Pugo como
ministro del interior. Por otro lado, Yeltsin y los presidentes de otras ocho Repúblicas presionaban sobre el
mandatario soviético para que iniciara una ronda de conversaciones para establecer en un futuro próximo un
nuevo Tratado de la Unión, que se iniciarían en abril de 1991.
La situación terminó por hacerse insostenible. La confusión de poderes llegó al paroxismo entre la práctica
desarticulación del Partido y la nula coordinación entre las instituciones del Estado, tanto nuevas como
antiguas, sin que Gorbachov fuera capaz de reconducir el marasmo político −y económico− existente. Ello
benefició que la vieja guardia del Partido Comunista intentara frenar manu militari el proceso reformista que,
a su juicio, estaba acabando con las conquistas de la revolución de octubre, protagonizando un fallido golpe
de Estado en agosto de 1991.
El problema nacional
La exacerbación del problema nacional en la U.R.S.S. que se vivió entre 1986 y 1991 hunde sus raíces en la
falsedad de los principios federalistas e igualitarios entre las Repúblicas, que había conducido a la primacía
rusa sobre el resto de los pueblos soviéticos. Según la tipología del problema nacional de la Unión Soviética
−territorial, étnico, religioso, cultural, colonial o puramente independentista− se puede hacer un seguimiento a
través de las siguientes áreas en conflicto: Transcaucasia, Asia Central y las Repúblicas bálticas.
La crisis en el Cáucaso asoló a las tres Repúblicas de la zona −Armenia, Azerbaiyán y Georgia−, dando lugar
a situaciones de auténtica guerra civil, como la que protagonizan armenios y azeríes por el control del enclave
armenio de Nagorno−Karabaj en Azerbaiyán. El conflicto entre armenios y azeríes viene marcado por la
pugna que ambos pueblos sostienen por Nagorno−Karabaj, aunque sus causas no sólo se encuentran en la
nueva reivindicación territorial, sino que hunden sus raíces en aspectos tales como la religión −armenios,
cristianos; y azeríes, musulmanes− o la ecología, pasando por la propia crisis económica. Ante el fracaso de
todas las soluciones de compromiso que arbitró Moscú, las hostilidades se recrudecieron hasta degenerar
prácticamente en guerra civil, que Gorbachov y su gobierno trataron de frenar a través de la intervención
directa del Ejército soviético en Bakú el 20 de enero de 1990. La medida de fuerza contra Azerbaiyán no puso
fin al conflicto. Sin embargo, Moscú fue perdiendo protagonismo por la súbita descomposición del sistema
para cederlo a las partes beligerantes, sin que éstas hayan logrado solventar la crisis de ninguna de las
maneras.
223
En las repúblicas asiáticas (Kazajstán, Uzbekistán, Turkmenia, Tajikistán y Kirguizia) dos factores
importantes han determinado la evolución del nacionalismo. Por un lado, la deplorable situación
socioeconómica de las mismas, en general alejadas del proceso industrializador y sometidas a una
sobreexplotación de la tierra que las ha convertido en abastecedoras masivas de productos agrarios sin
transformar. En segundo lugar, el peso que el Islam ha tenido y tiene en todos estos territorios como
articulador y unificador de los pueblos que allí viven. La perestroika, con su tolerancia hacia los cultos
religiosos, permitió un florecimiento del islamismo en estas Repúblicas que viven a las puertas de Irán. Así, a
partir de 1985 y hasta 1992, se calcula que el número de mezquitas con culto se ha multiplicado por cinco,
aparte de la paulatina apertura de escuelas inspiradas y dirigidas por los principios islámicos.
El poder central soviético achacó el estallido de las crisis interétnicas en Asia Central a .las acción interesada
de políticos corruptos capaces de manipular a grupos de población marginada −quienes en última instancia
habrían provocado los incidentes− para hacer ver a Moscú que las reformas sólo podrían ponerse en práctica
siempre y cuando pasaran por el filtro de las autoridades republicanas. Este hecho, junto al efecto del
fundamentalismo islámico sobre una población sin demasiadas esperanzas, habría producido la eclosión de la
violencia. Sin embargo, los mandatarios soviéticos obviaban de forma interesada la dejadez sufrida por la
economía tradicionalmente en estos territorios, la escasa, por no decir nula, modernización social, así como
los odios latentes entre algunas de las etnias allí residentes.
Un carácter muy distinto presentó el conflicto surgido en las tres repúblicas bálticas: Estonia, Lituania y
Letonia. Aquí, soñando a partir de junio de 1988 con la identidad perdida, la crisis se convirtió en una
auténtica revolución democrática que, con el tiempo, al reivindicar la independencia política, supondría el
jaque mate al antiguo imperio de los zares. Por otra parte, el hecho de que este conflicto se diera en estos
territorios de la U.R.S.S. no debe sorprendernos si consideramos que estas repúblicas tenían un desarrollo
económico mayor en general que el resto de la Unión, unas relaciones tradicionalmente más fuertes con
Occidente y una sociedad civil que había tomado conciencia de sus derechos históricos, sabedores de que
habían sido países independientes entre 1918 y 1939, cuando se produjo la incorporación de la Unión
Soviética fruto del pacto Molotov−Ribbentropp. Así, la aparición de los Frentes Populares en estas Repúblicas
a lo largo de 1988 respondió, más que un apoyo formal a la perestroika, a la necesidad sentida por la mayor
parte de los ciudadanos de recuperar su soberanía nacional.
Así, y después de haber tenido numerosísimos incidentes con la autoridad de Moscú, un paso fundamental
−cualitativamente hablando− para el triunfo de las tesis bálticas en convertirse en Estados libres se produjo
cuando, tras las elecciones de 1990, los dirigentes de las repúblicas de Georgia, Bielorrusia y Moldavia
reconocieron el derecho inalienable de las Repúblicas de Lituania, Estonia y Letonia a la secesión toda vez
que esto era proclamado conforme a los procedimientos democráticos al uso, lo que, además, suponía la
reparación de una injusticia histórica.
La fuerza de los acontecimientos hizo comprender a los dirigentes soviéticos, y en especial a Gorbachov, que
de todos los problemas planteados en la U.R.S.S., el principal de ellos en 1985 no era otro que el problema
nacional. La falta de perspectiva política, así como la impericia en el tratamiento de las sucesivas crisis
nacionalistas, que se fueron planteando en el país de los soviets desde 1986 le llevaron a un callejón sin salida.
Si al principio de la era Gorbachov todavía hubiera sido posible preservar la U.R.S.S. a través de la puesta en
marcha de una Confederación de Estados Soberanos, a finales de 1990 o a principios de 1991 esta aspiración
ya no tenía sentido. Así, fracasaron los primeros conatos de negociación en el mes de julio del 90 sobre el
futuro tratado de la Unión, pues las Repúblicas Bálticas, que iban ya por otros derroteros, ni siquiera
participaron, y pronto se descolgaron Armenia, Georgia y Moldavia. Las nueve restantes, encabezadas por la
República Rusa, obligaron a Gorbachov a negociar durante abril y hasta julio (el 9 + 1) en la ciudad de Novo
Ogarievo. El texto aceptado por todas las partes que suponía la base de un nuevo Tratado de la Unión, debería
ser firmado solemnemente el día 20 de agosto de 1991.
El Tratado de la Unión fijaba una Unión de Repúblicas Soviéticas que eludía cualquier llamada al socialismo.
224
La Unión tenía derechos exclusivos en materias como la dirección del ejército, declaración de guerra y firma
de la paz, policía, aprobación y puesta en marcha del presupuesto federal y de las grandes líneas de política
económica interna y externa, reserva de divisas y emisión de monedas, investigación espacial y militar o
regulación y control de la energía nuclear. Sin embargo, y como era lógico a tenor de la estructura federal que
se intentaba implantar, los poderes debían en su mayor parte ser desempeñados conjuntamente por las
Repúblicas y los órganos centrales: política impositiva, sistemas de créditos y financiación, gestión de
recursos y protección del medio ambiente, transporte, comunicaciones, política de bienestar social, educación,
promoción de la actividad científica y tecnológica o puesta en práctica del programa de la Unión para los
desarrollos regionales.
Los desequilibrios sociales
En un país con tan acusadas diferencias étnicas, comportamientos sociales y formas de entender la vida, la
propaganda oficial se empecinaba en tratar de demostrar lo imposible, negando evidencias como el hecho de
que en las Repúblicas Asiáticas, abrumadoramente volcadas a la agricultura, las infraestructuras sanitarias o
de transportes eran, por poner dos ejemplos, más que precarias. En Tajikistán la mayor parte de la población
continuaba viviendo en clanes, como en las épocas ancestrales, en cabañas sin saneamientos, agua corriente o
electricidad; mientras que las ciudades de las repúblicas del Báltico o de la Federación Rusa contaban con un
desarrollo económico basado en la industria o en el terciario que les permitía contar con una serie de
comodidades muy superiores a los territorios de la periferia.
No eran sólo las abismales diferencias regionales. La rígida política planificadora, obsesionada desde el
periodo estalinista por crear una potente red de industrias de bienes de equipo, había generado un proceso de
modernización rápido que indujo la aparición de fuertes desequilibrios sociales por las inevitables
disparidades salariales. No era lo mismo ser un obrero no cualificado, un ingeniero que ocupara un puesto
clave en el proceso de producción o un técnico intermedio. Además, la complejidad creciente del aparato
funcionarial del Estado y del Partido generó el surgimiento de grupos con intereses parecidos según el nivel
de decisión política en el cual actuaran. La nomenklatura, como élite político−económica, recibía un salario
mucho más elevado que el resto de la población y gozaba de una serie de privilegios al margen de cualquier
otro grupo social.
Para ilustrar todo lo anterior nada mejor que acercarnos a la estructura ocupacional: bien por sectores de
actividad (Sector Primario, 18 %; Secundario, 39 %; y Terciario −transportes y comunicaciones, comercio,
servicios y otros− 43 %), bien por la categoría social de ocupados activos (el 62 % de obreros, el 29 % de
empleados y el 9 % de campesinos koljosianos), la considerada segunda potencia mundial (el 71 % de los
activos desempeñaba en 1989 tareas manuales) no había alcanzado todavía a finales de la década de los 80 la
etapa posindustrial. Si nos fijamos a continuación en la percepción salarial de los trabajadores soviéticos,
tenemos que distinguir una doble vía de ingresos: los dinerarios y los llamados no salariales. En cuanto a los
primeros, en 1988 el jornal mensual medio de obreros y empleados se estimaba en 220 rublos, aunque con
grandes diferencias regionales (249 rublos en Estonia y sólo 171 en Azerbaiyán); mientras que los ingresos
medios mensuales de los campesinos koljosianos no pasaban de 182 rublos (305 en Estonia y 145 en
Georgia). El 82,8 % de los trabajadores soviéticos recibía en 1988 un salario medio mensual de 200 rublos o
por debajo de dicha cantidad.
Sin embargo, al menos en teoría, el sistema dotaba de seguridad a la población, al dotar a éstos de unos
mínimos indispensables proporcionados por el Estado y su política de pleno empleo y subvenciones,
tradicional en la historia de la U.R.S.S.. Esta situación estacionaria,. generadora de apatía entre la mayor parte
del pueblo que veía prácticamente el cambio de status a lo largo de su vida, se consolidó en esa alianza de
despotismo y parasitismo, como un periodista, Karpinskii, definió la sociedad soviética durante la era de
Breznev y sus sucesores, que provocó un deterioro evidente en el espíritu de trabajo de la población.
La relajación de las normas sociales afectaba también a la institución familiar. Las consignas gubernamentales
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para fomentar la natalidad no eran cumplidas por los matrimonios soviéticos, que estaban siendo víctimas de
la propia crisis degenerativa del sistema. Todo ello incidió claramente en el aumento del número de los
divorcios o de los abortos. En una situación de crisis económica sin solución, donde la caída del nivel de vida
demostraba su gravedad, no es de extrañar que se hubiera enseñoreado de la sociedad la corrupción, el
alcoholismo, la drogadicción, la delincuencia organizada, los suicidios o la prostitución. En resumidas
cuentas, un estado de descomposición moral absoluto, que, entre otras cosas, ponía en entredicho el sistema
educativo soviético, por ser la juventud la primera víctima de todo ello. Además de convivir penosamente con
las lacras sociales anteriormente citadas, la sociedad soviética en general, y los poderes públicos en particular,
terminaron por aceptar la existencia de otros tres grandes problemas, aunque de diverso signo. Nos estamos
refiriendo al problema medioambiental, a los conflictos laborales y al renacimiento religioso.
El intento de golpe de Estado
El descontento generalizado de la población ante las fracasadas reformas pudo constatarse a lo largo de 1990
y 1991; la crisis económica era absoluta y no se veía salida a corto o medio plazo; la desintegración de las
instituciones, la degradación moral y la escasa fe en los dirigentes políticos quedaban plasmadas en las
encuestas de opinión. Por si fuera poco, el nuevo Tratado de la Unión venía a refrendar los temores de los
sectores comunistas más ortodoxos ante una posible desaparición de la U.R.S.S. a tenor de los poderes que se
concedían a las Repúblicas en detrimento del tradicional centralismo. Los crecientes titubeos de la política
desarrollada por Gorbachov, cuyo predicamento dentro de la Unión Soviética menguaba día a día, parecían
conducir a un callejón sin salida. La situación era propicia para maquinaciones entre quienes nunca habían
comulgado con los cambios democratizadores y, más aún, cuando algunos de sus más conspicuos elementos
ostentaban cargos de responsabilidad en el Partido y en el Estado.
Con este difícil panorama político, y a partir de septiembre de 1990, el mandatario soviético optó por un
acercamiento a los sectores comunistas ortodoxos, lo que provocó un aumento de poder del KGB a cuya
cabeza se puso a Kriuchkov, futuro golpista, y del Ministerio del Interior donde el exjefe de la KGB en
Letonia, Pugo, sustituyó al reformista Bakatin en la gestación política nacional. En diciembre, otro reformista
que había desempeñado un papel importante para lograr el apoyo y el reconocimiento internacional de la
perestroika, el ministro de Asuntos Exteriores Shevardnadze, dimitía al no estar de acuerdo con los nuevos
derroteros que atravesaba el país.
Estos nuevos responsables de la política soviética pensaron que el desbarajuste económico, la pérdida de
prerrogativas constitucionales del Partido Comunista, la falta de liderazgo internacional de la U.R.S.S. y la
desesperación de la población ante el deterioro de su calidad de vida actuarían como caldo de cultivo para el
triunfo del golpe de Estado que pretendían dar. A pesar de no tener las ideas claras sobre la forma actuar, ni
una estructura organizativa suficiente, los futuros golpistas habían comenzado a hablar sobre la posibilidad de
una solución de fuerza desde el invierno anterior y estimaron como buenas las fechas previas a la firma final
del nuevo Tratado de la Unión. En estas circunstancias, los objetivos de los golpistas estaban muy claros:
regresar a la senda del marxismo−leninismo; preservar la unidad del Estado soviético; dar por concluidas las
desastrosas reformas de la perestroika; apartar a Gorbachov de la Secretaría General del PCUS, y por ende de
la presidencia de la U.R.S.S.; y volver al statu quo de guerra fría salvando al país del enemigo de siempre.
Con Gorbachov de vacaciones en Crimea, desde primeros de agosto, los partidarios de la solución de fuerza
para terminar con la crisis generalizada que padecía la U.R.S.S. decidieron poner en marcha sus planes sin
más dilación. Según los indicios, el 16 de agosto, los dirigentes principales del golpe de Estado constituyeron
el autodenominado Comité de Emergencia. Así, conforme al plan previsto, el 18 de agosto, se desplazó a
Crimea una comisión de conspiradores enviada por el Comité que no logró persuadir a Gorbachov de que se
sumara a las propuestas del Comité, declarara el Estado de emergencia, presentara la dimisión de sus cargos y
firmara el traspaso de poderes pertinente. Ante esta negativa, lo aislaron del mundo exterior y se hizo oficial
su estado de incapacidad por enfermedad. Ante tal evidencia el Comité tenía la obligación patriótica de
reclamar para sí todos los poderes y hacerse con las riendas de la situación. El 19 de agosto se informaba a la
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población sobre la incapacidad del presidente de la U.R.S.S. y se establecía el estado de excepción. Sin
embargo, ante las presiones internacionales y el escaso apoyo en el interior, el golpe fracasó. En la madrugada
del día 22, Gorbachov llegaba por fin a Moscú. Una vez instalado en el Kremlin y en el uso de sus
prerrogativas como Secretario General del PCUS y de presidente de la U.R.S.S., procedía a anular todos los
decretos y demás órdenes de rango inferior emitidos por el extinto Comité de Emergencia y ordenaba sin
dilación la detención de todos los conspiradores que todavía se encontraban en libertad.
Definitivamente se podía dar por terminado el intento de golpe de Estado del 19 de agosto. La falta de
respaldo y la clara incompetencia de los golpistas, incapaces de articular en torno suyo una red jerarquizada y
compacta, susceptible de tomar decisiones rápidas, debido a la falta de previsión e ineficacia a la hora de
llevarlo a cabo, dieron al traste con la conspiración. Yakovlev comentó posteriormente a James Baker,
Secretario de Estado Norteamericano, que los golpistas hicieron por nosotros en tres días lo que hubiéramos
tardado en conseguir quince años. Las consecuencias inmediatas del estrepitoso fracaso de la conspiración
fue, por un lado, la liquidación casi definitiva de las instituciones comunistas y, por otro, la desintegración de
la U.R.S.S..
En el camino de la desintegración
El 24 de agosto Gorbachov renunciaba a la Secretaría General del PCUS y exigía la disolución de su Comité
Central y de las células existentes en el Ejército, la policía y la KGB. Cinco días más tarde el Soviet Supremo
de la Unión suspendía las actividades del Partido, esto es, firmaba prácticamente su carta de defunción. El 2
de septiembre se disolvía el Congreso de los Diputados Populares y, con él, el Soviet Supremo y el gobierno
de la U.R.S.S..
El día 27 las tres Repúblicas Bálticas lograban por fin el tan deseado reconocimiento de la Comunidad
Económica Europea y el 6 de septiembre el nuevo Consejo de Estado de la U.R.S.S. aceptaba su
independencia: una serie de decretos traspasaban el control de los ministerios y el Banco Estatal soviético a
manos de la Federación. El 29 de agosto se daba el golpe de gracia a los futuros planes de Gorbachov para
preservar la Unión: Rusia y Ucrania firmaban un tratado bilateral de cooperación económica y seguridad que,
al día siguiente, repetiría la Federación Rusa con Kazajstán.
Dentro de este proceso de extinción del antiguo sistema, la figura protagonista de los últimos tiempos no
podía quedar a salvo. Gorbachov, que a su vuelta de Crimea todavía insistía en la vía reformista de la
perestroika −aunque se había demostrado a todas luces frustrada− si bien ya no se sabía a que idea socialista
se refería− había sido ampliamente desbordado por los acontecimientos. El agotamiento de su carrera política
estaba fuera de toda duda mientras la estrella de su gran rival, Boris Yeltsin, alcanzaba su apogeo. La
inequívoca posición de este último en contra del conato golpista, el amplio apoyo popular, el vacío de poder
creado y su rápida intervención, propiciaron una serie de decretos firmados por el Presidente de la Federación
Rusa que, a pesar de su dudosa constitucionalidad, no fueron rebatidos. De este modo, el día 20 de agosto,
transfería por decreto las instituciones centrales soviéticas a la jurisdicción de Rusia, colocando en puestos
claves a gentes de su confianza y acaparando las competencias y funciones del viejo aparato gubernamental
soviético. El día anterior había asumido personalmente −aunque fuera retórico− el mando de todo el Ejército
diseminado en el territorio de Rusia. Gorbachov, a su regreso a Moscú, y en la práctica sin que nadie la
avalase dentro de la U.R.S.S., se plegó a las imposiciones de Yeltsin en la sesión extraordinaria del Soviet
Supremo el 23 de agosto. Quizá también era el momento adecuado para dimitir como presidente de la
U.R.S.S., pero no lo hizo.
Este giro radical en los acontecimientos abortó el último intento de unidad política auspiciado por Gorbachov.
El golpe de gracia definitivo a lo que quedaba de Unión Soviética se lo dieron los presidentes de las tres
Repúblicas eslavas −Rusia, Ucrania y Bielorrusia− con la forma de un tratado en Minsk por el cual se creaba
una nueva Comunidad de Estados Independientes (CEI), el 8 de diciembre. El día 21 se cerró este proceso en
Alma−Ata con la vinculación a la de ocho Estados más, quedando Georgia al margen. Ante la marcha de los
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acontecimientos, y abandonado a su suerte, Gorbachov renunció a su cargo en un mensaje retransmitido a su
país y al mundo entero por televisión el 25 de diciembre.
La CEI se constituyó sin pretensiones de carácter confederal y menos aún federal, que siempre rechazaron de
manera expresa Ucrania y más solapadamente los Estados de Asia Central, escarmentadas de la experiencia
soviética. Su estructura interna −Consejo de Jefes de Estado, Consejo de Jefes de Gobierno y Comités
Ministeriales− era meramente nominalista, y sus objetivos, por el momento, no iban más allá de potenciar en
la medida de lo posible los acuerdos bilaterales y multilaterales entre los Estados miembros.
Los problemas económicos de los Estados surgidos de la antigua Unión Soviética se han agravado con el
tiempo. La mayor parte de sus dirigentes pensaba en la economía libre de mercado como en la panacea, pero
la realidad se mostró mucho más compleja, y la vía privatizadora no ha hecho sino comenzar. Desde el punto
de vista político, los problemas eran igualmente acuciantes. En general, ha existido una falta de entendimiento
entre el legislativo, cuyos miembros fueron elegidos en la última época de la U.R.S.S., y el ejecutivo, con
mayor representatividad popular; así como entre los poderes centrales y locales, éstos últimos en gran medida
controlados por la antigua nomenklatura. El resultado ha sido la potenciación de las atribuciones
presidenciales con el objeto de encauzar la confusión reinante.
En cuanto a Rusia, una vez superada la crisis institucional después de la disolución por el presidente Yeltsin
del Soviet Supremo y el Congreso de los Diputados Populares −herencia de la época comunista− a principios
de octubre de 1
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