Los intereses de Millás

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Opinión
Los intereses de Millás
por
Lorena Rodríguez
Fue hace un par de semanas, durante
la emisión de un programa de radio en
el que colabora. Un oyente, que
intervenía en antena para plantear una
pregunta sobre la previsión del tiempo
al meteorólogo de la SER, aprovechó la
presencia de Millás en ese espacio para
manifestar su sorpresa porque el
escritor no había firmado el manifiesto
contra el canon de bibliotecas públicas.
Los personajes mediáticos, aunque lo sean por razón de su oficio, están
tan acostumbrados a ser requeridos sobre lo que marca el guión, que se
quedan desarmados si se les piden opiniones o datos que se salgan del
tema del día: sirvan para ilustrar la afirmación precios del café, cuantía de
nóminas de políticos o cánones artísticos.
El desconcertado flamante ganador del Premio Planeta no pudo más que
contestar la verdad: que CEDRO le había aconsejado que no lo hiciera
porque iba en contra de sus intereses económicos.
Entendiendo el derecho que cada quién para velar por sus bienes, lo que
me dejó de una pieza fue su discurso posterior que trataba de justificar, sin
tener por qué, su legítima decisión y que podría resumirse en la duda de
que el acceso a la cultura tenga que ser gratuita.
No sé cómo debería financiarse el producto cultural, ni siquiera sé bien
qué es “cultura”. De lo que sí estoy segura es de que debe ser de libre y
universal su acceso, que no es lo mismo.
Los autores, evidentemente, han de cobrar por su obras y los editores por
la fabricación y distribución del formato en el que se comercialicen, así
como los consumidores de ese producto industrial pagarlo. Pero no estamos
hablando de la compra de un libro sino de su consulta en el domicilio del
lector durante unos días: del préstamo bibliotecario, derecho que existe en
nuestro país desde 1901.
Así, que cuando Millás, realimentando su propia argumentación, se
entretuvo en soltar aquello de que si alguien no quería pagar 30 céntimos
de euro por leerle no le interesaba como lector, no pude menos que
llevarme las manos a la cabeza.
En España la inmensa mayoría de los escritores viven de los premios
literarios de forma directa o indirecta, inmediata o diferida. Porque, en el
mejor de los casos, el reconocimiento obtenido por los premios les
proporcionará no pocos ingresos en actividades adyacentes a la literatura.
Tanto el premio como los saraos literarios son, también en gran parte,
financiados por organismos públicos que aportan la dotación y el fiestorro
consecuente, gracias a sus recaudaciones vía impuestos. Las editoriales que
ponen en el mercado el texto ganador ajustan sus costes por medio de
subvenciones a obra publicada o a proyecto de libro, amén de que el
ganador queda reconocido como futuro jurado de otros eventos que
también pagaremos nosotros. Y nosotros, los consumidores finales, lo
compramos. ¿Cuántas veces tenemos que pagar el acceso al libro
resultante?
Otra cuestión es por qué debemos hacerlo. Los autores cobran en tanto
que su ingenio y oficio son la materia prima de un producto industrial.
Perfecto. Pero yo, particularmente, no quiero que con mis impuestos se
financie a la industria privada.
Si todo el jolgorio literario se paga de nuestros bolsillos es porque a la
literatura, incluso a la mala literatura, se la considera un hecho cultural y,
por tanto, su acceso ha de ser libre y gratuito para la sociedad a la que
representa diga lo que diga la normativa comunitaria.
Acostumbrados como estamos a que hasta el más liberal de los Gobiernos
se meta y condicione el aspecto más recóndito de nuestra existencia,
resulta que no terminan de implicarse en lo único en debieran: sanidad,
seguridad ―proliferan las empresas privadas en ambos casos por dejación
de las públicas― y cultura.
Siento un inmoderado respeto hacia los intereses particulares del señor
Millás y admiro su obra. Además, hay que reconocer que no es de los que
ha abusado del erario público para publicar: sus premios son
mayoritariamente privados y no participa en exceso de los jurados. Sin
embargo, sus reflexiones, que fluctúan entre la genialidad de sus
articuentos y las salidas de pata de banco que nos ocupan, tienen la
capacidad cierta de crear opinión, de modificar puntos de vista, de
transformar la sociedad, y por ello ha de tener más cuidado en sus
planteamientos.
Olvida el autor de El mundo que no solo se va a la biblioteca en busca del
Premio Planeta, texto prescindible independientemente de la calidad de
cada edición. Somos muchos, la mayoría, los que hemos cursado nuestros
estudios apoyándonos en los textos de consulta de la biblioteca pública ya
que es imposible asumir el coste de todos los libros a consultar. Olvida,
también, que en muchas pequeñas zonas rurales no existen las librerías y
de haberlas, suponen una exigua sección entre las de papelería y regalos. Y
tiene que tener presente que la situación social y económica de muchos
ciudadanos es lo bastante precaria como para que tengan que renunciar
hasta de la lectura si es que cada consulta le va a detraer de sus precarios
ingresos un canon por muy escueto que éste sea.
Si los intereses de los creadores comienzan a estar en contra de los
intereses culturales y de formación de los miembros de la sociedad que
representan, tendremos todos que empezar a plantearnos si tiene algún
sentido que vivan de nuestros tributos. Yo, al menos, lo tengo claro.
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