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TEMA VII/2
3. VALOR Y VALOR MORAL
Según la formulación scheleriana, los valores morales son axiomáticoformales, dependiendo de las relaciones jerárquicas entre los distintos
dominios de valor: la anteposición de un valor superior a otro inferior (o
bien del valor correspondiente a su antivalor) hace aparecer un valor moral
positivo; y, de modo inverso, las postergaciones en el mismo sentido son
sede del valor moral negativo. En vez de poseer el valor moral una materia
o contenido característico, le viene éste transmitido por los otros valores.
Por ejemplo, la mentira consiste en posponer el valor más alto de la verdad
a una ventaja utilitaria; o bien, poner por delante un placer sensible al
bienestar vital es perjudicar inmoralmente la propia salud. En ambos casos
se está infringiendo la escala axiológica objetiva.
También se diferencian los valores morales de los demás en que no
podrían venir ya dados en sus contenidos al conocimiento, precisamente
por cualificar aquellos actos de querer y disposiciones subyacentes en que
se plantea la prevalencia (y correlativa posposición) de un ámbito
axiológico respecto de otro. Claro está, que los actos de signo moral no
consisten sin más en las anteriores relaciones, sino que en concreto sólo
son posibles para Scheler desde los diversos niveles de tendencias,
orientadas hacia una u otra esfera de valor y no siempre de acuerdo entre sí.
De aquí la diferencia entre deber-ser ideal y deber-ser normativo, el
segundo destinado a contrarrestar las tendencias que se oponen a la
realización del primero. Estas tendencias son las que hacen frente
primariamente al acto de querer, haciéndole debatirse entre el actuar y el
sufrir, o entre el superar y el rendirse..., así como las que están en pugna
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con el querer-hacer subsiguiente, vale decir, con los propósitos
intencionales ya formados, orientados a la realización de los valores. Así,
pues, el objeto práctico, que primero viene dado como contenido de la
voluntad, una vez que ella se ha sobrepuesto a las resistencias internas,
aparece en el momento posterior del querer-hacer como debiendo resistir a
la efectividad de lo espaciotemporal que se le opone. Es por lo que la
especificación del querer no es completa hasta su transformación en quererhacer, enfrentado a los impedimentos provenientes del exterior.
La oposición de Scheler al imperativo categórico kantiano, como
factum moral normativo no fundado en datos axiológicos, le lleva, según se
advierte, a derivar la normatividad, indirectamente, de los estratos anímicos
no armónicos con los valores dados y a establecer de este modo una
separación a radice entre deber-ser ideal y deber-ser normativo. Sin
embargo, a ello cabe replicar con la advertencia de que el deber moral lo es
ya desde su inicio para un sujeto, que se sabe reclamado por él. De acuerdo
con ello habría que modificar las premisas schelerianas en el siguiente
sentido: la noción de deber hace de mediadora entre el valor que obliga y el
sujeto al que el valor obliga, y el enlace entre el valor y su realización no
depende de una instancia ajena o tercero interpuesto que hubiese que
sortear, como son en Scheler las tendencias de signo antitético al valor,
sino que depende más bien de una decisión por parte de la voluntad.
De un lado, el valor moral de la acción no se confunde con el
contenido valioso del estado de cosas que ella instaura, en tanto que fin
advertible de modo primario. Así, se llega a ser veraz para mantener
informado a otro, se es generoso para que alguien reciba tales obsequios,
se es buen maestro procurando formar buenos discípulos..., no en primer
término para ser moralmente bueno. La valiosidad moral recae, por tanto,
sobre los actos "auf den Rücken", a tergo (según repiten Scheler, Hartmann
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y Hildebrand), es decir, al pretender otro valor, que puede por su parte ser o
no moral. Pero, de otro lado, no puede ser el estado de cosas por realizar, o
bien por salvaguardar, lo que dota de todo su valor al acto moral, ya que
son inconmensurables el valor del estado de cosas objetivo (restituir unos
bienes materiales, por ejemplo) y el de aquel acto (la justicia debida, según
el mismo ejemplo). El sentimiento específicamente moral de la obligación
es distinto, en efecto, del contento engendrado por el estado de cosas a cuya
realización el acto que es término ad quem de la obligación se dirige. El
carácter incondicionado de la obligación moral constituiría, por tanto, una
respuesta inadecuada, desproporcionada por exceso, al valor limitado del
estado de cosas por realizar o por mantener.
Se puede expresar también del modo inverso la anterior duplicidad.
Por la parte segunda, la subordinación y respeto ante la ley moral —
destacados por Kant— no pueden referirse al objeto como efecto de la
acción, ya que subsisten antes de realizarla y cuando se actúa en contra.
Pero, por la otra parte, la derivación del valor moral a partir de los otros
ámbitos de valor se muestra en que hay cierta proporcionalidad entre la
importancia objetiva del estado de cosas y el rango de la obligación: es
mayor sin duda la obligación de salvar la vida de otro que la de atender a
un malestar suyo momentáneo; lo cual hace que se cumpla el deber no sin
más por el deber, sino atendiendo también a la importancia de lo realizado
por deber, frente al punto de vista exclusivamente deontológico de Kant.
Pero, con ello, encontramos una doble vertiente de la motivación en el
valor moral, destacada por Hildebrand. Tanto el estado de cosas valioso
como la obligación vivida tienen su parte en la cualificación moral de los
actos. Una vez que el valor ajeno al acto motiva la respuesta adecuada
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(respeto por la fama, fidelidad a lo prometido, justicia hacia lo que se debe
a alguien, etc.), se hace precisa seguidamente la motivación por el deber o
vivencia de la obligación, toda vez que la toma de posición ante el valor y
la decisión a favor del deber constituyen propiamente dos fases o
momentos, por sí solos no enlazados, sino más bien conexos en el sujeto
que hace del valor al que responde el principio de su actuación.
Ahora bien, tampoco la obligación desemboca por sí sola en la
actuación debida, aunque se ordene a ella. Se requiere una tercera
intervención de la voluntad que se dirija in recto a la acción. La obligación
patentemente no es lo realizado, sino la vivencia que expresa el vínculo con
el bien debido y que se prolonga en la correspondiente realización. Por
ejemplo, devolver a alguien la fama es vivido como una obligación ya antes
de su cumplimiento. Se podría realizar por otros móviles, como el
conseguir un beneficio o secundar un impulso noble. De ellos distinguimos
la obligación moral como la respuesta adecuada por parte de nuestra
voluntad al valor moral, que desde sí mismo la solicita. La mayor
proximidad que la obligación observa a la acción en relación con las
respuestas de valor se debe a que solo ella consiste en un requerimiento a
nuestra libertad para que realice cierta acción, trayendo la libertad misma a
la existencia el estado de cosas debido y sin venir para ello condicionada
por otro bien distinto del debido.
La actitud correlativa a la obligación la designamos con expresiones
como "ser moralmente consciente" o "tener sentido del deber". De aquí que
tenga por nota distintiva, en tanto que respuesta a lo moralmente
significativo, su carácter unitario, cualquiera que sea la realización moral
concreta que le corresponda, y a diferencia de las respuestas de valor antes
señaladas, que se diversifican con sus motivos. La vivencia de la obligación
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no es abstraída a partir de las diferentes obligaciones determinadas, sino
que se reconoce como única en la solicitación que a la libertad hace el bien
humano debido. Lo que varía de unas a otras obligaciones son los estados
de cosas respectivos por realizar, la importancia objetiva de cada uno o la
respuesta anímica debida a ese estado de cosas valioso, pero ninguno de
estos factores es suficiente para fundar la incondicionalidad de la
obligación moral, tal que no puede ser anulada convencionalmente por
ninguna voluntad. Cuando esa obligación queda eventualmente cancelada
lo es o por otra obligación de mayor peso o porque los motivos que la
definían han perdido su vigencia; en ambos casos lo cancelado es el
momento material variable, no el carácter formalmente obligante.
4. Los límites de los valores morales
Un análisis detenido de la vivencia de la obligación moral nos hace
ver que no siempre es la respuesta de valor el medio necesario que conduce
a ella. Así, por ejemplo, mientras el agradecimiento como deber o la
indignación como respuesta debida a una injusticia se legitiman a partir del
valor moralmente significativo al que responden, las obligaciones de
retribuir un trabajo, cumplir lo prometido o respetar la fama y la propiedad
ajenas no pasan necesariamente por la mediación de tener que responder a
un valor presente a la conciencia. Con ello advertimos la necesidad de
algún criterio en el que fundar el carácter moral de las obligaciones, tal que
pueda valer igualmente para aquellos casos que han de venir precedidos por
una respuesta de valor y para aquellos otros en que la apelación a la
libertad es el único rasgo descriptivo del bien moral que obliga, sin
necesidad de un coeficiente axiológico afectivo concomitante al juicio en
que se presenta el bien como debido.
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Si el bien moral antes de realizado se hace presente en el juicio que
guía las acciones, el supuesto primario de estos juicios habrá de estar a su
vez en una actitud que se oriente por el bien que dota de significación a los
actos moralmente cualificados. Para Hengstenberg esta actitud moral
primera estriba en una voluntad de objetividad (Sachlichkeit), previa a las
decisiones acerca de las acciones y consistente en dirigirse al otro por él
mismo, con-spirando con su proyecto constitutivo. Como decisión a favor
de la pretensión que proviene del ser del otro, la Gesinnung (actitud o
disposición interior) se corresponde con el Sinn o sentido originario del
destinatario. Porque quiero el bien del otro, podría decirse, estoy dispuesto
a ayudarle con las acciones requeridas en cada caso.
En la base antropológica de esta actitud está la imparcialidad u
objetividad, que distingue al hombre, haciéndole que se interese por las
cosas por sí mismas, ateniéndose prospectivamente a lo que dan de sí. La
actitud
moral
básica
es,
así,
objetividad
confirmada
(gewährte
Sachlichkeit), voluntariamente ratificada, en continuidad con la posición
fundamental del hombre en el mundo.
La voluntad de objetividad real es lo que explica que los valores sean
no sólo aprehendidos cualitativamente, sino también identificados con sus
sujetos como predicados reales suyos. El bien moral que vincula a mi
libertad (ob-ligándome) para que no mienta, por ejemplo, se funda, no
simplemente en el valor de la veracidad, sino más radicalmente en la
objetividad de aquello que resulta falseado con la mentira. Esta misma
actitud objetiva está también en la base de los deberes contractuales (como
el cumplimiento de la promesa o la retribución del trabajo). Es cierto que
los beneficios recíprocos de la cooperación pueden constituir ya un móvil
suficiente para cumplir lo estipulado. Pero el origen de la validez del deber
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moral correspondiente es anterior a estas condiciones de hecho. Pues tanto
la verdad de lo que se estipula como la dignidad de las dos partes que van
implicadas en los contratos no podrían venir reguladas por el contrato. No
acuerdan las partes ponerse de acuerdo (lo cual sería circular), sino que la
validez ética del acuerdo se funda en la verdad objetiva de lo acordado y en
la capacidad de las personas para ligarse al acuerdo, como un signo de su
dignidad objetiva.
El valor de la existencia de un objeto valioso no es el mismo
ciertamente que el del objeto valioso aprehendido, pero sin el primero no se
explicaría la obligación moral que apunta a la realización del segundo. La
mentira es, por ejemplo, una infracción moral porque prescinde
intencionadamente ante otro de la existencia del estado de cosas verdadero;
inversamente, responder a una verdad exigente es una actitud moral que se
opone a la ilusión de fingir que no existe esa verdad. Gabriel Marcel
mostró asimismo cómo el propio asentimiento al ser es un acto moral, al
tratarse de una opción existencial no dada con necesidad. Análogamente, la
esperanza no se basa en un cálculo de posibilidades objetivas, sino que
remite a una presencia situada más allá de los hechos y afirmada como
existente. No hay en ella la distancia objetivante que es propia del yo
observador. Basten estos ejemplos para poner de relieve la apertura a la
realidad existente de alguien otro que está en el origen de las actitudes
moralmente significativas.
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