1 Propiedad y Constitución: del “derecho terrible” a la democracia económica Gerardo Pisarello y Sebastián Tedeschi El derecho de propiedad ocupa un lugar fundamental en el orden económico recogido en la Constitución. La Constitución argentina reformada en 1994 se refiere a la propiedad en siete ocasiones. Sin embargo, los elementos centrales del derecho se encuentran consagrados en los artículos 14 y 17. Las reflexiones sobre estos preceptos han generado interpretaciones contradictorias. A veces, se ha entendido que lo que allí se recoge es un freno contra la arbitrariedad y un instrumento imprescindible para el libre desarrollo de la persona. Otras veces, en cambio, el derecho de propiedad se ha presentado como amenaza para la vigencia del resto de derechos y como fuente potencial de abusos e injusticias de diferente tipo. Un análisis crítico del derecho de propiedad, realizado desde una perspectiva igualitaria, democrática, debería comenzar por despejar algunas cuestiones que no se deducen de la formulación abstracta de la cuestión. Para comenzar, cuando se habla del derecho de propiedad: ¿quiénes son los sujetos activos involucrados?, ¿cuáles son los objetos, los bienes sobre los que se pretende hacer recaer el derecho?, ¿cuáles son las facultades, límites y obligaciones que el reconocimiento del derecho de propiedad comporta para su titular? y ¿cuáles son las consecuencias de la falta de cumplimiento de estas obligaciones? Propiedad, sí; pero ¿de quiénes? ¿sobre qué? ¿para hacer qué? De la manera en que se responda a estos interrogantes pueden desprenderse concepciones diferentes, incluso contradictorias, del derecho de propiedad. No es lo mismo, en efecto, el derecho de propiedad ejercido por el pequeño que por el gran propietario, por el Estado que por las grandes empresas, por un Estado dotado de facultades discrecionales que por un Estado sometido a estrictos controles democráticos. Tampoco pueden equipararse, sin más, el derecho de propiedad privada, individual, y el derecho de propiedad colectiva, cooperativa o comunitaria (como la propiedad indígena a la que se refiere el artículo 75.17 de la Constitución). Este tipo de distinciones, en realidad, explican que el derecho de propiedad haya sido considerado, en sus diferentes configuraciones, tanto la ley del más fuerte como la ley de los más débiles. Que haya reflejado el interés de quienes ya eran propietarios en conservar lo adquirido, pero también las expectativas de los desposeídos por acceder a aquello que sistemáticamente les había sido negado. Que haya expresado las prerrogativas de quienes, en razón de su clase, de su condición sexual o de su origen étnico, ocupaban una posición especial de poder en el orden social, pero también las reivindicaciones de quienes, precisamente por su situación de vulnerabilidad, han visto en la propiedad una condición material para su inclusión social y para la conquista de su autonomía. Si la expresión “derecho de propiedad”, a secas, dice poco acerca de los sujetos activos del derecho, tampoco ofrece demasiada información acerca de los bienes y recursos que constituyen el objeto del derecho. Los derechos de propiedad no encierran las mismas connotaciones sociales cuando se proyectan sobre ciertos bienes de uso personal, imprescindibles para llevar adelante una vida digna, que cuando se refieren a los 2 principales bienes de producción, intercambio y comunicación, como las grandes industrias, las minas, los bancos, las televisiones o Internet. La generalización de derechos de propiedad, personales y colectivos, sobre los bienes de uso, constituye una condición necesaria para profundización de la democracia. La limitación, en cambio, de la concentración privada de los bienes de producción, intercambio y comunicación, representa un freno imprescindible frente a su degeneración oligárquica. Igualmente importantes son las facultades jurídicas que el derecho de propiedad pueda atribuir a sus titulares. El derecho romano, por ejemplo, llegó a reconocer que el derecho de propiedad comportaba la posibilidad de usar, gozar e incluso abusar de los propios bienes. Este principio absolutista fue en parte recogido por los autores del Código Civil, que se inspiraron tanto en el viejo adagio romano como en el modelo napoleónico. Sin embargo, las facultades reconocidas al propietario de un bien pueden ser muy diferentes dependiendo, una vez más, de quién sea el sujeto y de los bienes de que se trate. Pueden existir buenas razones, por ejemplo, para establecer que ciertos bienes privados sólo pueden venderse o alquilarse bajo ciertas condiciones, sobre todo si los destinatarios son personas o grupos en una situación especial de vulnerabilidad. También puede establecerse que determinados bienes sólo pueden permutarse, pero no venderse. O que otros, como el agua, el aire o las tierras deban quedar excluidos del comercio privado y ser protegidos como bienes comunes de la humanidad. La función social, la tutela del interés general (o mejor, de intereses generalizables) o la protección del más débil aparecen así como elementos que condicionan las facultades de disposición reconocidas a los propietarios. Una concepción democrática, igualitaria, del de derecho de propiedad, debería prestar atención a estas distinciones. Sólo así contribuiría a explicar por qué el blindaje del derecho de propiedad privada sigue siendo un obstáculo serio para la extensión a todas las personas de los derechos civiles, políticos y sociales básicos y con ello, de la propia democracia. Y por qué, ligado a la satisfacción de necesidades básicas, el derecho de propiedad sigue presentándose como un arma de los más vulnerables contra la arbitrariedad, tanto del Estado como de los grandes poderes de mercado. La propia historia del derecho de propiedad en Argentina, antes y después de la aprobación de la Constitución de 1853, da cuenta de esta complejidad. El papel desempeñado por la propiedad desde un punto de vista jurídico es inseparable del orden político y económico vigente dominante en cada momento histórico y de la manera en que este último ha concebido tanto a los sujetos titulares del derecho como a los bienes titulados por el mismo. Un repaso sucinto de esta evolución histórica puede ofrecer algunas pistas interesantes para repensar el derecho de propiedad desde una perspectiva genuinamente democrática. No ya como el “derecho terrible” en el que pensaba el marqués de Beccaria, sino como un derecho capaz de garantizar el disfrute real e igualitario del resto de derechos. En otras palabras: no como un privilegio al servicio de pocos, sino como un instrumento capaz de garantizar la democracia económica, asegurando a todas las personas, de manera sostenible y sin odiosas distinciones de clase, sexo o “raza”, las condiciones materiales para el autogobierno personal y colectivo. Los derechos de propiedad en la conformación del Estado “nacional” 3 Cuando se analizan los orígenes del derecho de propiedad en el territorio que hoy ocupa el Estado argentino, a lo que se asiste es a una historia dramática y violenta, no siempre recordada pero fundamental para entender el presente. La construcción del Estado colonial, primero, y del Estado “nacional”, más tarde, fue una larga y cruel historia de desapropiación de bienes hasta entonces comunes como la tierra, los pastizales o el ganado salvaje. Las víctimas de este proceso de despojo y de cercamiento privado fueron sobre todo los pueblos indios originarios. Pero a ellos se sumó muy pronto una parte importante de la población negra, mestiza o mulata, así como los criollos de clase baja. Ya en la sociedad colonial, el derecho de propiedad, comenzando por el derecho de propiedad de la tierra, fue el trofeo obtenido por los principales beneficiarios de la conquista: los militares y altos funcionarios, españoles y criollos, el clero, los grandes estancieros y comerciantes, los abogados, médicos y, en general, todos los que se desempeñaban un trabajo “intelectual”. Los derechos de propiedad, en realidad, coincidían con los derechos políticos y llegaron a ser una prerrogativa que descansaba tanto en razones económicas como étnicas (la mayoría de la “gente decente” era gente blanca, aunque algunos lograron ocultar su origen mestizo). Este mundo colonial claramente dividido en dos se vio fuertemente sacudido a partir de 1810. El impulso igualitario de las guerras de la independencia trajo consigo algunos intentos de democratización de las relaciones de propiedad. En ese contexto, se propusieron diferentes programas de distribución de la tierra entre los criollos pobres. Algunos líderes independentistas como Moreno, Belgrano o Artigas defendieron la necesidad de incluir en estas políticas distributivas también a los negros libres, a los zambos y a los indios. La movilización de las clases populares en las guerras previas y posteriores a la Independencia determinó el colapso del viejo orden. Pero este orden jerárquico no fue reemplazado por otro democrático e igualitario. Muy pronto, las nuevas elites políticas y económicas, empezando por las de Buenos Aires, vieron la necesidad de construir un orden nuevo que aprovechara las oportunidades ofrecidas por el desarrollo del capitalismo industrial europeo a un país como Argentina. Este nuevo orden exigía, ante todo, la construcción de un Estado “nacional” capaz de asegurar la producción orientada a la exportación. Este proceso comportó una nueva ola de despojos contra los sectores más vulnerables del antiguo régimen. Desde el Estado emergente, se impulsaron sendas campañas de exterminio dirigidas a “pacificar” el desierto, se organizó un gigantesco proceso de privatización de la tierra y se propició el reemplazo de la población nativa por inmigrantes dispuestos a proveer la mano de obra que la nueva economía requería. La extensión de alambrados, la creación de catastros, escrituras y registros, la conversión forzada de parte de la población mestiza en peones rurales fueron el acta de nacimiento de unas relaciones de propiedad pensadas al servicio de un modelo de sociedad elitista y excluyente1. La Constitución de 1853 fue pensada, en gran medida, como un instrumento para construir el nuevo modelo de sociedad elitista. Tal como se recogía en los artículos 14 y 1 Ya en 1865, el Código Rural encomendó a los jueces de paz la aplicación del delito de vagancia con el objeto de presionar a los pobres libres del campo a encuadrarse en el nuevo mercado laboral. 4 17, el derecho de propiedad aparecía, por un lado, como garantía de la tarea expropiadora ya realizada, y por otro, como promesa de inclusión para la nueva población inmigrada. Esta concepción absolutista de la propiedad, plasmada en el Código Civil de 1871, permitiría a las élites que gobernaban el país a finales del siglo XIX ufanarse de haber cumplido con creces su proyecto “modernizador”. Los derechos de propiedad en la crisis del Estado liberal oligárquico El proceso de “modernización” liberal oligárquico desencadenó procesos importantes de migración del campo a las ciudades, así como la aparición de poderosos monopolios y oligopolios ligados al nuevo modelo económico. Las duras condiciones de vida y de trabajo determinaron la articulación de un enérgico movimiento obrero, alentado por las ideas socialistas y anarquistas y por hechos como las revoluciones mexicana y rusa. El impulso de huelgas y movilizaciones importantes, como la “huelga de inquilinos” y la “marcha de las escobas” de 1907, llevaron a este movimiento de trabajadores a cuestionar duramente las relaciones de propiedad existentes. Las leyes y la propia jurisprudencia de la Corte Suprema reflejaron parcialmente esta impugnación de las concepciones absolutistas del derecho de propiedad privada. En las primeras décadas del siglo XX se dictaron algunas leyes relevantes que limitaban los derechos de los empresarios en las fábricas, en beneficio de los trabajadores, o los derechos de los propietarios de inmuebles, en beneficio de los inquilinos. En el caso Ercolano c. Lanteri de Renshaw, de 1922, la Corte entendió, en la línea del constitucionalismo de la época, que la propiedad también generaba deberes y que el derecho de propiedad estaba delimitado por sus fines sociales. Reputados juristas socialistas, como Carlos Sánchez Viamonte o Alfredo Palacios, vieron claro que no era posible democratizar las relaciones de producción si no se ponía en cuestión la concepción liberal conservadora de los derechos de propiedad. Sánchez Viamonte entendía que la Constitución protegía el derecho de propiedad “conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio”, lo cual incluía la posibilidad de limitarlo y regularlo tanto en beneficio de los individuos como de la propia comunidad2. Palacios, por su parte, pensaba que la socialización de los medios de producción y el nuevo derecho que la haría posible cabían en el marco constitucional de 1853, sin que fuera imprescindible una reforma del artículo 173. El ascenso de movimientos populares como el radicalismo y el peronismo supuso una democratización parcial de la vida política y tuvo un impacto decisivo en la manera tradicional de concebir las relaciones de propiedad. Por un lado, estos movimientos pusieron de manifiesto los criterios racistas, además de clasistas, con los que se había atribuido la propiedad y el poder en la Argentina (algo que socialistas y anarquistas, por su propia ascendencia “europea”, no siempre alcanzaban a advertir). Por otro, porque consiguieron incorporar a la agenda política cuestiones nuevas como la propiedad estatal de recursos estratégicos como el petróleo, el sistema financiero, o los grandes medios de transporte. 2 3 Así, entre otros, en C. Sánchez Viamonte, Hacia un nuevo derecho constitucional, Buenos Aires, 1938. Ver, por ejemplo, A. Palacios, El nuevo Derecho, Editorial Claridad, Buenos Aires, 1920 (se cita por la 3ª edición de 1934) pp. 75 y ss. 5 La Constitución peronista de 1949 consagró expresamente la función “social” de la propiedad. Al mismo tiempo, reconoció numerosos derechos, también “sociales”, en el ámbito de las relaciones urbanas y agrarias, así como diferentes mecanismos de gobierno público de la economía. En muchos casos, la propiedad pública se entendió simplemente como propiedad estatal, limitando las posibilidades de autogestión de los trabajadores en la vida económica (no era una cuestión menor, de hecho, que la Constitución no reconociera el derecho de huelga). Lo cierto, sin embargo, es que este impulso, en lo que tuvo de democratizador, fue frontalmente resistido por los poderes fácticos y sus aliados externos, que recurrieron al golpe de Estado como única manera de preservar sus intereses. Con el peronismo ya prescrito, la convención de 1957 retomó la antigua formulación del derecho de propiedad. Y si bien agregó al artículo 14 un apartado –el artículo 14 bis- en el que se mantenían algunos derechos sociales, dejó prácticamente intacto el orden constitucional económico tradicional. Al calor de experiencias como la revolución cubana, durante las décadas de los 60 y los 70 tuvieron lugar nuevas movilizaciones a favor de la democratización del régimen político y económico. Muchas de estas movilizaciones fueron duramente reprimidas, mostrando la estrecha relación entre concentración de la propiedad, restricción de los derechos sociales y vulneración de los derechos civiles y políticos. En ese contexto, el jurista Arturo Sampay, inspirador de la Constitución de 1949 y asesor, más tarde, del gobierno de Salvador Allende, defendería enérgicamente la necesidad de nacionalizar las grandes empresas industriales, comerciales, financieras, de transportes y extractivas de minerales. En opinión de Sampay, los excedentes sobre las ganancias razonables obtenidas por dichas empresas debían ser considerados como reintegración del capital invertido4. El golpe de Estado en Chile marcaría los límites de esta esperanza de reforma democrática en diversos países de América Latina. El jurista chileno Eduardo Novoa Monreal denunciaría la concepción dominante sobre la propiedad privada como un obstáculo para el cambio social5. En Argentina, la dictadura inaugurada en 1976 suspendió la vigencia de la Constitución de 1853 y puso en marcha un programa basado en el desmantelamiento de los mecanismos de regulación económica en manos del Estado y en la estatización de deudas de origen privado. Esta nueva variante de Estado, neoliberal en lo económico y despótico en lo político, propició el desmantelamiento de los mecanismos comportó nuevas concentraciones de propiedad y la abierta restricción de derechos sociales, civiles y políticos elementales. En 1983, un nuevo impulso democratizador generó algunas expectativas de reforma de las relaciones de propiedad vigente. Este fue el caso de la ley de locaciones urbanas, que introdujo gravámenes diferenciales para las viviendas deshabitadas. Algunos juristas como el liberal igualitario Carlos Nino mantendrían la necesidad de llevar los principios 4 Así, por ejemplo, en “La reforma de la Constitución de Chile y el artículo 40 de la Constitución argentina de 1949” o en “El cambio de las estructuras económicas y la Constitución argentina”, ambos recogidos en A. Sampay, Constitución y pueblo, Cuenca Ediciones, Buenos Aires, 1974, pp. 169 y ss. y 225 y ss. 5 Véase, E. Novoa Monreal, El Derecho como obstáculo al cambio social, Siglo XXI Editores, México, 1975; El derecho de propiedad privada, Temis, Bogotá, 1979. 6 de la democracia deliberativa también a las relaciones económicas y a los lugares de trabajo6. La imposibilidad o la incapacidad para acometer estas tareas, sumadas a un severo ataque hiperinflacionario, propiciaron una nueva restauración neoliberal. El nuevo gobierno emprendió una nueva ola de privatizaciones de servicios públicos y defendió la necesidad de pasar de un modelo de “proletarios a uno de propietarios”. El endeudamiento privado se convirtió así en vía de acceso a bienes básicos que el Estado dejaba de garantizar. Este programa neoliberal se reflejó en parte en la reforma constitucional de 1994. Esta reforma, pensada sobre todo para asegurar la reelección presidencial, recogió contenidos contradictorios. Por un lado, otorgó rango constitucional a declaraciones y convenios internacionales de derechos humanos (uno de ellos, la Convención Americana de Derechos Humanos, subordina el uso y goce de los propios bienes al interés social, y prescribe la prohibición de la usura y de “toda forma de explotación del hombre por el hombre” (art. 21). Por otro lado, empero, apuntaló objetivos como “la defensa del valor de la moneda” (art. 75 inc. 19) que, en el contexto de la época, tenían inequívocas resonancias neoliberales. Paradójicamente, estas políticas, desplegadas bajo el signo de la “emergencia económica”, acabaron en la confiscación de derechos de propiedad adquiridos e intereses legítimos de importantes sectores medios y bajos. El intento de mantener estas políticas y de implantar el Estado de sitio desencadenó en 2001 una rebelión popular que supuso un fuerte cuestionamiento del orden político y económico. Una de las consecuencias de este fenómeno fue el surgimiento de numerosas experiencias de autoorganización popular y vecinal, que se sumaron al reclamo de otros movimientos sociales, como el de los piqueteros, el de las fábricas “recuperadas”, puestas a funcionar por sus propios trabajadores, o las múltiples experiencias de “comercio justo” y clubes de trueque. En realidad, la crisis del constitucionalismo neoliberal de los años 90, con su concepción neo-absolutista del derecho de propiedad privada y de la libertad de empresa, no ha sido un fenómeno exclusivamente argentino. Más bien, es un elemento común a buena parte de la historia constitucional latinoamericana reciente. En la mayoría de los casos, esta crisis no ha supuesto una revisión de la Constitución económica neoliberal ni de las relaciones de propiedad dominantes. Sin embargo, sobre todo allí donde la movilización de los excluidos por los programas neoliberales ha sido más intensa, ha contribuido a introducir en la agenda constitucional algunos temas fundamentales para repensar los derechos de propiedad en un sentido democrático e igualitario. Los derechos de propiedad y los desafíos del nuevo constitucionalismo latinoamericano La expresión “nuevo constitucionalismo latinoamericano” no es pacífica. Algunos autores han entendido que se trata de una tendencia originada en procesos 6 Sobre este punto, en el que Nino reenvía explícitamente a la obra de R. Dahl A Preface to Economic Democracy, ver La constitución de la democracia deliberativa, trad. R. Saba, Gedisa, Barcelona, 1997, p. 214. 7 constituyentes como el de Brasil, de 1988, o el de Colombia, de 1991, y que ha encontrado nuevo impulso en los recientemente abiertos en Venezuela, Ecuador y Bolivia. Estos procesos, con sus peculiaridades y con su diferente implantación práctica, presentarían una serie de elementos comunes. Por un lado, el protagonismo otorgado a actores constituyentes nuevos y plurales, como los movimientos campesinos, indígenas, de derechos humanos, sindicales, de desocupados, de mujeres y organizaciones feministas, de pobres urbanos y afrodescendientes. Por otro lado, el impulso dado a algunos temas relegados por el constitucionalismo liberal oligárquico o por las democracias representativas excluyentes de las últimas décadas. Así, por ejemplo, a) el reconocimiento colectivo, además de individual, de un vasto elenco de derechos, no sólo civiles y políticos, sino también sociales, culturales y ambientales; b) la delimitación de su contenido a partir de los estándares más avanzados del derecho internacional de los derechos humano; c) el perfeccionamiento del sistema de garantías de dichos derechos, incluidas las jurisdiccionales; d) la previsión de nuevos instrumentos de participación, tanto en las instituciones como fuera de ellas, en la vida económica y comunitaria; e) la consagración de diferentes instrumentos de control público (estatal y/o social) de los principales recursos productivos, financieros y energéticos; f) el reforzamiento de la unidad latinoamericana y de la autonomía en la relaciones internacionales como elemento de garantía del contenido global de la constitución. Estas notas, ciertamente, no son del todo originales, puesto que recogen el mejor legado del constitucionalismo social forjado en Europa y en la propia América Latina a lo largo del siglo XX. Sin embargo, reflejan también el intento de refundar este legado en clave republicano democrática con el objeto de liberarlo de sus lastres paternalistas o burocratizantes y de dar respuesta a algunos de los principales retos que el siglo XXI plantea a la región. Naturalmente, no se trata ni de idealizar estos modelos, cuya aplicación práctica no deja de presentar problemas, ni de trasladarlos de manera acrítica a la realidad argentina. Pero sí de utilizarlos como contrapunto para repensar algunos de los desafíos que cualquier lectura igualitaria, o simplemente democrática en materia de derecho de propiedad debería tener en cuenta. 1) Una Constitución igualitaria y democrática, que otorgara al principio de cooperación primacía sobre el de competencia, debería comenzar por supeditar la garantía del derecho de propiedad al cumplimiento de su función, no sólo social, sino también ambiental (en la línea de constituciones como la brasileña de 1988 o la ecuatoriana, de 2008). Esta caracterización excluiría de la tutela constitucional los ejercicios abusivos, anti-sociales o anti-ecológicos del derecho de propiedad, como el abandono injustificado y permanente de viviendas, la precarización del trabajo dependiente, el patentamiento de semillas o plantas medicinales, la restricción del libre acceso a la cultura en Internet o la explotación irracional de los bienes naturales y de los recursos energéticos. De este modo, fenómenos como la especulación, el productivismo insostenible o la privatización y mercantilización de servicios y bienes básicos, dejarían de aparecer como hechos normales con los que habría que convivir. Comportarían, más bien, patologías que sería necesario erradicar, tanto a través de la prevención como, llegado el caso, de la sanción. 8 2) Una Constitución democrática, igualitaria, debería garantizar un sistema de acceso a la propiedad, personal y colectiva, basado en la prioridad de los más desaventajados. Ello exigiría, no sólo prever mecanismos que impidan la discriminación directa o indirecta, sino también acciones positivas que aseguraran el acceso a diferentes formas de propiedad a grupos históricamente colocados en una posición de vulnerabilidad por razones económicas, sexuales o de origen étnico (como ocurre con buena parte de las trabajadoras y trabajadores nacionales, pero también extranjeros, provenientes de países vecinos). El principio de protección de los más vulnerables en el acceso al derecho debería tener como contrapeso un sistema de límites y controles dirigido a quienes ya son propietarios, comenzando por aquellos que más poder y peso tienen en el mercado. Esta distinción entre no propietarios, pequeños propietarios y grandes propietarios debería desempeñar un papel central a la hora de modular los diferentes deberes tributarios, así como las respuestas en caso de ejercicios anti-sociales y abusivos del derecho (que podrían ir desde las multas hasta la expropiación sanción). 3) Una Constitución democrática, igualitaria, en otras palabras, debería proteger el derecho a la propiedad de aquellos bienes económicos y culturales necesarios para la tutela de otros derechos fundamentales y para el fortalecimiento de la autonomía y la dignidad personales. En cambio, debería establecer un sistema complejo de obligaciones y límites a un derecho de propiedad que, concebido como derecho patrimonial absoluto y proyectado sobre los principales medios de producción, distribución e intercambio, sería un freno para cualquier proyecto de democratización política y económica. De ahí que un ordenamiento constitucional genuinamente democrático deba prever la presencia, e incluso la primacía, de formas públicas, estatales y no estatales, de propiedad de los medios de producción e intercambio. De lo que se trataría, así, es de convertir el derecho de propiedad, de fuente de exclusión y explotación, en un instrumento de democratización de la economía y de los lugares de trabajo (la nada radical Constitución española de 1978, por ejemplo, contempla en su artículo 129.2 el deber de los poderes públicos de facilitar “el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción”). 4) En realidad, una Constitución democrática e igualitaria debería evitar la reducción del derecho de propiedad a la propiedad privada. Por el contrario, debería admitir una pluralidad de formas de propiedad, estatal y no estatal, mixta, cooperativa, comunitaria, etcétera, tanto de los bienes de uso como de los grandes medios de producción, distribución, intercambio y comunicación. De la misma manera, debería reconocer que la propiedad no es el único título jurídico capaz de asegurar un control estable y asequible sobre los recursos necesarios para llevar adelante una vida digna. Así, por ejemplo, el arrendamiento, el usufructo o la cesión de uso a largo plazo son títulos jurídicos capaces de proporcionar un acceso a ciertos tipos de bienes (como la vivienda o la tierra) tan seguro como los que brinda la propiedad, aunque sin los elementos especulativos que pueden venir aparejados a ésta. Muchos de estos objetivos democratizadores podrían alcanzarse, como pensaban Palacios o Sánchez Viamonte, simplemente a través de una interpretación garantista de la Constitución de 1853 y de sus diferentes reformas. Una interpretación, por ejemplo, que admitiera un recurso más audaz al derecho internacional de los derechos humanos o que diera cabida a principios hermenéuticos como el principio pro homine o el favor 9 debilis. Otros, en cambio, exigirían cambios más profundos, acaso constituyentes, capaces de colocar el ordenamiento jurídico argentino a la altura de la mejor tradición constitucional latinoamericana e internacional. Cualquiera sea la vía que se imponga, ninguna dependerá de un mero ejercicio intelectual o de la simple voluntad coyuntural de los operadores jurídicos autorizados. La máxima, enunciada por Ferdinand Lasalle, de que las cuestiones constitucionales son, ante todo, cuestiones de poder, es aplicable también a las grandes tareas de reforma. Una reconfiguración igualitaria, democrática, de las relaciones de propiedad, sería inviable sin la existencia de contrapoderes sociales capaces de imponerla. En las instituciones, como siempre, pero también más allá de ellas y, llegado el caso, en contra de sus inercias jerarquizadoras y excluyentes.