Perspectivas de diálogo ante el siglo XXI

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Ante el siglo XXI
Perspectivas de dialogo
Mons. Dr. Gustavo Eloy Ponferrada
Año 2000
I
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Lo nuevo, cualquiera que fuere su índole, despierta simpatía por su frescura, su limpidez, su vitalidad naciente, por
la ausencia del desgaste que trae aparejada la marcha del tiempo. Nos hace mirar el futuro con esperanza.
Es lo que nos sucede al comenzar un año nuevo. Nos saludamos sonrientes, decimos a todos “Feliz año nuevo” con
sinceridad, olvidándonos que hasta el día anterior hacíamos pronósticos sombríos que al menos por un rato olvidamos.
Es que, aunque no lo hayamos formulado y aun sin haberlo reflexionado, tenemos confianza en la capacidad
humana de superación. El pesimismo no es una actitud espontánea: es el fruto de fracasos o de frustraciones.
El primer día de este ano 2000 ha sido celebrado jubilosamente en todo el mundo como el inicio de un nuevo siglo y
de un nuevo milenio. Sin embargo se trata de un error ya enunciado y en el que voluntariamente se ha incurrido. Esto
merece una puntualización.
El Papa LEÓN XIII, proclamó, en 1897, el año santo jubilar, el 1900, ultimo del siglo XIX que terminaba el 31 de
diciembre de 1900, por lo tanto el siglo XX comenzaba en el primer minuto del 1901. No faltaron muchos impacientes
o apresurados que rechazaron esta observación.
El famoso astrónomo CAMILE FLAMMARION (más célebre por sus numerosos trabajos de divulgación científica que
por sus valiosos estudios sobre la rotación de los astros y sobre las estrellas cobles) creyó su deber aclarar públicamente
esta cuestión cronológica que para los hombres de ciencia era algo obvio. Pero no se hacía ninguna ilusión: pronosticó
que en el año 2000 muchos iban a repetir el error, Y así ocurrió: el vaticinio se cumplió con creces.
Son muchísimos los que han discutido sobre este tema. Al parecer la mayoría ignora que el calendario no es objeto
de opinión: es objeto de una de las ciencias matemáticas más precisas, la Cronología. De ella hay complejos tratados y
accesibles manuales, ambos muy poco frecuentados, salvo por los estudiantes de Astronomía. El profano puede
marearse por la profusión de tablas y de cálculos. Pero vale la pena asomarse al menos a las páginas introductorias y
retener sus afirmaciones capitales.
El tiempo es la medida numérica de la duración de las cosas. En todas las civilizaciones se tomó como base de esta
medida el día: se la llama “medida solar” aunque sabemos que es Tierra la que al girar sobre su eje nos da esa ilusión.
Se añadió el ano, también “medida solar” aunque sea la Tierra la que orbita alrededor del Sol. En algunas culturas se
usó el mes, “medida lunar”. Y otras combinaron ambas medidas.
El sistema universalmente usado es el decimal, del uno al diez. Es muy antiguo y sin duda proviene de que se
calculaba con los dedos de las manos, como muchos siguen haciendo cuando no tienen cerca un aparatito que nos
ahorra pensar. Los mayas y los aztecas tenían un sistema duodecimal, más practico por ser el doce más divisible.
Hubo en la antigüedad muchos calendarios. En Roma, donde están las raíces de nuestra cultura había uno lunar.
Sabemos que en el siglo VII a. C. lo reformó N UMA POMPILIO. Con diversas variantes se usó hasta el siglo I, en el que
JULIO CÉSAR impuso el que había elaborado su matemático y astrónomo SOSÍGENES. Se trata de un calendario de base
solar pero con meses lunares y se lo denomina “juliano” y rigió desde el año 46 a. C.
Por decreto del emperador CONSTANTINO, ya en el siglo IV d.C., se incorporaron las “semanas”, de origen oriental.
El comienzo de este calendario era el “juliano”, correspondiente al 754 a. C , el año que correspondería al año I de
Cristo. El matemático DIONISIO EL EXIGUO, monje cristiano, propuso, en el siglo V, numerar los años como hacemos
ahora, a partir del nacimiento de Cristo. Este calendario se difundió rápidamente con retoques y cambios. El Concilio de
Trento, que lo adoptó, pidió reformas. El Papa GREGORIO XIII, tras consultas con astrónomos y matemáticos, promulgó
en 1582 el actual calendario, suprimiendo diez días.
Es de notar, para lo que hace a nuestro tema, que hasta muy entrada la edad moderna, se usó para designar los años
la numeración romana. Como es sabido. los números se escriben con letras mayúsculas: se emplean tres, I, V y X:
indican uno, cinco y diez, combinándose para expresar los otros números al ubicarse antes o después de otro signo. No
existe en este sistema, el cero.
A fines del medioevo se conoció en Europa la notación “arábiga”. Desde el Renacimiento se difundió entre los
matemáticos. En ella entra el número cero (del árabe “sifa”, vacío, nada) que indica la ausencia de cantidad pero que
puede añadirse a los números naturales y así facilitar las operaciones. Así se agrega al “uno” y significa “diez” (10) y
luego “cien” (l00), “mil” (1000),”cien mil” (100.000) etc. “Trescientos dos”(302) expresa: tres centenas ninguna
decena, dos unidades.
Es claro que nunca hubo (ni pudo haber) en ningun calendario un día “cero”; sería un día sin duración (lo que es
absurdo), ni una “semana cero”, “ni un año cero”. Estamos en el año 2000: “se cumplen” dos mil años de la era
cristiana; es “año jubilar”. Los hebreos celebraban (y celebran) el ultimo día de la semana, el sábado, para la oración y
el descanso; el séptimo año de su calendario es “jubilar”. de alegría y de perdón y cada cincuenta años el “jubileo” es de
remisión de deudas y de culpas. Para los cristianos los Papas instituyeron, en el año 1300, un “jubileo” cada cincuenta
años.
El actual pontífice, JUAN PABLO II, al anunciar en su encíclica “ Tertio milenio adveiente” la celebración del año
santo jubilar 2000, señala que este año termina el “segundo milenio” y lo hace en tres pasajes del solemne documento.
Quienes conocen la secular prudencia vaticana y los estrictos controles que los dicaterios romanos ejercen sobre toda
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declaración pontificia para evitar cualquier error, saben que resulta imposible que pueda afirmarse que estamos
finalizando el segundo milenio cuando ya habría comenzado el tercero.
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Es notorio que el comercio en todas partes anuncie productos que serían los del tercer milenio, es decir, mejores que
los actuales y muy superiores a los del pasado Es que los ojos de la gran mayoría se dirigen al futuro. Conocemos el
presente, sabemos bien o mal lo que ocurrió en el pasado del que se ocupan los historiadores. Nuestra curiosidad se
vuelca al futuro; quisiéramos atisbar el porvenir. Pero por más que miremos no veremos nada: el futuro no existe. Ni
siquiera es un vacío: es la nada.
A mediados de este siglo que termina, hubo un auge de la “futurología” una pretendida disciplina científica que
tentó a algunos no sólo por avances científicos como los vuelos espaciales, sino también por los cambios sociopolíticos
y sociales. Pero la futurología no pudo mantenerse: cayó en desgracia porque olvidó que una ciencia (en el sentido
actual del término) sólo es de lo experimentable y ¿a quién se le podría ocurrir experimentar lo que no existe?
Sin embargo los hombres no se resignan fácilmente a abandonar sus utopías. Y así han substituido la “futurología”
por la “prospectiva” que de un análisis cuidadoso del pasado y del presente trata de predecir el futuro en determinado
ámbito de la realidad, generalmente mercantil. Esta proyección tiene en cuenta las posibles variantes que se pueden
presentar; o tal vez no.
En el orden humano las actividades dependen de, la voluntad que es libre y por ello a veces coherente, a veces
caprichosa y muchas veces imprevisible.
En el orden físico rige el determinismo: a tal causa tal efecto y puesto este fenómeno se sigue este otro. Si planto un
grano de trigo no originará un rosal o un ombú. Pero puede suceder que la semilla no esté en buen estado, que la tierra
no sea la apropiada, que sobrevengan heladas o inundaciones. Recordemos la parábola evangélica del sembrador. Las
leyes de la naturaleza no se cumplen sino en determinadas condiciones. Y hay un entrecruzamiento de líneas causales
que produce choques e impedimentos que no falsean las leyes, como cree el contingentismo de principios de siglo o las
recientes teorías epistemológicas, sino que obstaculizan su realización.
Todos tenemos experiencia de “pronósticos”. Los más conocidos son los meteorológicos. Gracias a ellos casi nunca
sabemos si debemos salir con paraguas o sin él, si abrigarnos o desabrigarnos:
Si esto sucede en el mundo físico, será poco serio adivinar cómo será el futuro. No es necesario subrayar que se
trata del futuro humano, el que más nos interesa. Porque a nadie preocupa saber que dentro de cinco mil millones de
años el sol va a explotar, convirtiéndose en una “nova” y arrasará los planetas cercanos, entre ellos la Tierra.
Sobre qué será el futuro humano sólo caben conjeturas. Podemos observar el avance o el desgaste de las líneas de
acción y de las tendencias ideológicas vigentes. Pero ante todo tomar conciencia de que este futuro que no existe lo
debemos hacer los hombres. “Debemos”: estamos en el campo del “deber” y por lo tanto de la responsabilidad. Es una
frase hecha pero expresa una verdad el decir que son las ideas las mueven el mundo.
Es obvio que las ideas pueden hallar buena o mala acogida. Y también que son los intelectuales los que, tocando una
veta de las esperanzas, de las ambiciones o de los intereses humanos, las sistematizan y difunden. En el siglo que
termina han asolado al mundo tres totalitarismos, el comunista, el nazi y el fascista. Y el mentor de estas ideologías fue
un profesor universitario, Hegel, El liberalismo económico y social reconoce como padre a Locke. Podríamos citar más
casos. Pero advirtamos que una teoría se hace realidad si toca algún aspecto de la realidad humana.
Los pensadores auto titulados “postmodernos” han estudiado críticamente la “modernidad”. Lo decisivo de lo
moderno es la centralidad acordada al sujeto: de ahí el inmanentismo, el relativismo, el subjetivismo. Y en esto
coinciden con lo señalado por filósofos realistas, especialmente tomistas. Pero no con la reacción: los estructuralistas
niegan el sujeto y entronizan el objeto: se llega a decir “el hombre no existe”.
Este exceso no significa “la muerte del hombre” proclamada por FOUCAULT que lleva a su consecuencia lógica la
“muerte de Dios” anunciada por N IETZSCHE (y predicada por teólogos protestantes de mediados de este siglo): ataca el
endiosamiento del hombre. Así un exceso se opone a otro exceso. Cabe insistir en una actitud realista. El hombre no es
un absoluto: está limitado en el espacio y en el tiempo; su cuerpo es vulnerable y su espíritu es capaz de penetrar la
realidad pero trabajosamente y de decidir su destino con posibilidades de fracasar.
Sin embargo la persona humana es “lo más perfecto de toda la naturaleza” como asienta Santo Tomás; es “un
horizonte entre lo espiritual y lo material”. PASCAL había dado una definición : “es una caña pensante”. Ubicado “entre
dos infinitos” es frágil pero poderoso, capaz de trascender el mundo con su entendimiento y su libertad. Y la revelación
bíblica lo hace “imagen de Dios” con un alma espiritual que lo hace “un poco inferior a los ángeles”.
Ante un nuevo siglo y en el umbral del tercer milenio, la única base firme para arriesgar pronósticos de un futuro
inexistente pero que será hechura humana, no puede ser otra que el hombre mismo. Una concepción realista de su
naturaleza permitirá aventar ilusiones y caer en utopías como las de los pensadores renacentistas.
III
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El siglo que se acaba, el XX, comenzó con una viva esperanza de futuro. La cultura de principios de siglo estaba
impregnada de positivismo. Esta filosofía antimetafísica halló un sólido apoyo en la ciencia. La exposición mundial de
París, del año 1900 mostró con orgullo los asombrosos avances científicos del siglo XIX que prometían una vida mejor,
enormemente más cómoda, mas fácil, más placentera. De hecho las comunicaciones se hicieron mucho más rápidas, la
salud más protegida, el trabajo más productivo. Hoy gozamos de las aplicaciones de estos descubrimientos e inventos.
Un positivista convencido, RENÁN, que habla sido católico y hasta ingresado al Seminario de París, tras su
conversión a las doctrinas progresistas de COMTE, hizo en 1844 un pronóstico de este siglo nuestro: gracias a los
avances de la ciencia, ya no habrían enfermedades, no habrían delitos, no habrían cárceles, ni guerras ni religiones. Le
falló la profecía: aunque la ciencia siguió progresando, también aumentaron los delitos, las cárceles, las guerras (dos
espantosas guerras mundiales); surgieron nuevas y terribles enfermedades, se conculcaron los derechos humanos,
surgieron y se apagaron tres totalitarismos que dejaron secuelas, pululan innumerables sectas religiosas.
No está de más recordar otro profeta, MARX, que anunciaba que el primer país comunista sería el más
industrializado. los Estados Unidos y el último, si es que llegaba a serlo, Rusia, que aun estaba en 1a edad media. Ya
Comte había proclamado que “el individuo no existe” pero en un sentido distinto del de FOUCAULT: la ciencia habría
abajado las pretensiones de grandeza que tuvieron los hombres. Pero la astrofísica actual admite el “principio antrópico
“: cada paso en la evolución a el cosmos significa el éxito de una posibilidad absolutamente mínima frente a miles de
posibilidades negativas,
Del “big bang” originario, habría seguido u dispersión de partículas que al atraerse habrían formado átomos y luego
determinados elementos luego de modo inesperado se originarían estrellas y galaxias. Nuestro Sol se formó en los
brazos de la Vía Láctea y alrededor suyo los planetas a determinadas distancia. Y era totalmente improbable que la
Tierra estuviera exactamente a la distancia necesaria del Sol y con las circunstancias que hicieron posible la vida. Y
pese a miles de inconvenientes, la evolución llegó hasta el hombre.
Una serie de hechos, cada uno muy improbable, se realizó y se concatenó con otros formando una cadena asombrosa
para los mismos cosmólogos, muchos no creyentes o aun ateos que no hallan otra explicación que el suponer, de modo
no muy científico, que “la naturaleza” ha obrado así para que haya una mente, la humana, que la contemple. Esta teoría
vuelve a reubicar al hombre en la cima de la realidad física de la que otros científicos lo habían desalojado.
Es el hombre el que va a construir el mundo futuro. La orientación que tenga esta hechura dependerá de las ideas
que prevalezcan y por ello de la actitud de los responsables de la difusión de ellas
Y estos son, ante todo, los profesores universitarios. Por ello el tener una concepción realista de la naturaleza
humana y sostenerla cada vez que se presente la ocasión es un deber insoslayable. Hoy a los periodistas se los llama
“hacedores de opinión” y lo son en el pequeño marco de las explicaciones de hechos cotidianos. Pero las ideas más
fundamentales son las que salen de los claustros universitarios.
No son los profesores los que tienen el poder social o político. Sin embargo pueden y deben influir en los que
detentan las decisiones, en forma directa, lo que no es fácil, sea en orma indirecta, “creando” no ya opinión sino certeza,
no sólo en sus alumnos sino en sus colegas. Para lo cual es imprescindible el diálogo. Para quienes actúan solamente en
universidades católicas el diálogo con docentes de otra religión o de ninguna les parece algo imposible. No es así. Hay,
sin duda, gente intratable, como también la hay entre los católicos. Pero si se tiene un trato amigable y se comienza
conversando sobre temas de la especialidad de cada uno, se llegará fácilmente a un diálogo en el que partiendo de una
concepción realista del hombre se puede llagar a discutir cuestiones religiosas.
El diálogo ante todo debe comenzar entre nosotros, en cada Facultad y en cada Universidad. Hay que hacerlo con
espíritu de solidaridad y de colaboración. Hay docentes celosos de sus ideas, de sus trabajos, de la bibliografía que
manejan; tienen miedo de que otros se las apropien. Ciertamente esta no es una actitud cristiana. Hay otros que tratan de
imponer a cualquier costo sus ideas o que no soportan que otros los corrijan; evidentemente mas que una falta de
humildad es una posición de soberbia.
Parecería que en temas religiosos no podría haber dificultad en el diálogo o entre católicos. Pero no es así. No solo
laicos sino también sacerdotes se creen con derecho de oponer sus opiniones a las enseñanzas del magisterio
eclesiástico. Se ponen así en igualdad con los obispos y aun con el Papa. Y no sólo en materia opinable sino en
cuestiones que hacen al dogma.
El Concilio Vaticano II ha insistido en algo bien conocido: son tres las fuentes, de nuestra fe: la Escritura, la
Tradición y el Magisterio eclesiástico. El católico que no admita estas tres fuentes o minimice alguna de ellas no actúa
como católico. No faltan quienes, so pretexto de ecumenismo, admiten la fórmula luterana, “sola Scriptura”. Y a la
Escritura la interpretan con criterios puramente humanos, olvidando que se trata de la palabra de Dios
El Concilio Vaticano II ha recordado las palabras de Cristo a los Apóstoles: “El que a vosotros escucha, a MÍ me
escucha y el que a vosotros desprecia, a Mí me desprecia”. ningún católico puede erigirse en juez de sus propios
pastores; sería un acto de soberbia más propia de un adolescente rebelde.
IV
El mundo en que vivimos y el que está por venir, muestra claros signos de amplía apertura intersectorial,
internacional, interreligiosa. Es una de las manifestaciones de un hecho cultural señalado por el Papa PÍO XII que lo
llamó “planetización” y que es la “globalización” de la que generalmente sólo se tiene en cuenta su faz económica pero
que es mucho más amplia.
En la edad moderna., las naciones se han, organizado en sociedades políticas con estructuras estatales celosas de su
soberanía. En ellas para preservar su unidad se fomentó el cultivo de su lengua, de sus tradiciones, de sus sentimientos y
de sus resentimientos colectivos. No se logró unidad racial: es sorprendente el caso de la Hungría actual con un 93% de
raza magyar. La defensa de lo propio muchas veces se convirtió en desconfianza de lo extranjero.
Pero el notable desarrollo de las comunicaciones, desde el buque a vapor y el ferrocarril, hasta los aviones; desde el
telégrafo y el teléfono hasta la radio y la televisión fue borrando fronteras culturales primero y comerciales después.
Usos y costumbres se difundieron. Ante ese avance homogenizador lo propio de cada país se convirtió en folklores. El
crecimiento demográfico hizo imprescindible el intercambio: los países no se bastan a sí mismos y una economía
cerrada lleva al fracaso. El aumento en el consumo obliga a la importación y exportación, no sólo de bienes sino de
capitales.
Un caso curioso es el uso de la corbata como adorno. El pañuelo que se ponía al cuello se transformó en un
elemento elegante e inútil por obra de los soldados croatas de NAPOLEÓN; de Francia pasó al mundo y hoy no se
concibe una reunión importante en la que los hombres se presenten sin corbata. Actualmente los jerarcas comunistas de
China han dejado la chaqueta “Mao” y usan elegantes trajes ingleses y corbatas francesas. Como hemos visto en
noticieros televisivos, les gusta asistir a conciertos de “rock”.
El mundo se unifica; a la Unión Mundial de Correos siguió la Organización Internacional del Trabajo, la UNESCO,
la Organización Mundial de la Salud, la Unión Europea, el Parlamento Europeo, el euro, el Mercosur, el Napta, la
Unión Africana, la del Sudeste Asiático. También los encuentros religiosos ecuménicos. El diálogo se hace necesario
sobre todo a los profesionales católicos que tienen oportunidades de entablar relación con colegas de otros países o de
otras religiones (o de ninguna). Porque a todos el Señor ha dicho: “El que me confesare delante de los hombres yo lo
confesaré delante de mi Padre”.
¿Cómo encarar este dialogo? No podemos soslayar el hecho que en otras épocas el encuentro con otras mentalidades
fue infructuoso por varios motivos: El primero era de una actitud que – aun exagerando - podría hoy calificarse de
soberbia: nosotros poseemos la verdad y ustedes están en el error. A esto siguió una ruptura del diálogo que se ha
reconstituidos con un enfoque contrario: nosotros pedimos perdón por nuestros errores y admitimos las críticas que nos
hacen que trataremos de corregir. En ambos casos se incurre en una misma falla: la falta de objetividad.
El dialogo oficial, a nivel doctrinal, lo maneja la Santa Sede. Pero nos toca a todos un diálogo fraterno con todos los
que están alejados de la Iglesia o pertenecen a otras confesiones o a ninguna. Para todos estos casos queda firme el
principio del ecumenismo: “subrayar gozosamente todos lo que nos une sin dejar de señalar lo que nos separa”. Nadie
podría, desde el campo católico, desconocer la autoridad del Magisterio o dejar de la lado la tradición secular de la
Iglesia.
En este dialogo se debe, ante todo, tener en cuenta con quien se dialoga. Si en otras épocas era común entre nosotros
una actitud triunfalista, también hay quienes en otras confesiones actualmente la tienen. Y aun otros que se sienten a
gusto acumulando objeciones o quejas contra los católicos.
Se debe evitar una actitud “ conformista” que quiera a toda costa mostrar que las posiciones distantes de los
principios católicos en realidad están de acuerdo o son similares a los de la Iglesia, aun cuando hayan documentos
oficiales que contradigan esta aceptación.
Todos esto supone que se está bien informado sobre la doctrina católica que no depende la buena o mala voluntad de
las personas, sino de un magisterio eclesiástico que transmite las enseñanzas de Jesucristo y las aplica a las necesidades
de cada época contando con la asistencia del Espíritu Santo.
Por fin, el diálogo debe ser hecho con humildad y firmeza, teniendo el apoyo que da la oración.
Gustavo Eloy Ponferrada
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