PASAJEROS DE INDIAS NO ES FACIL IR A INDIAS Una maraña de normas reglamentaba el pasaje a Indias en el siglo XV también en los siguientes. Desde 1518 se expidieron cédulas y órdenes para establecer un estricto control de viajeros. Se necesitaba un permiso de la Casa de Contratación para poder embarcar. No era fácil obtenerlo, aunque a veces una oportuna dádiva facilitaba los trámites. Por empezar, no podían pasar a América los extranjeros, los moros, los judíos ni los gitanos. Se prohibía viajar a las mujeres solteras y, en cuanto a los religiosos, se les exigía autorización de sus superiores y no se daba permiso a los frailes que no tuvieran colegas de orden instalados ya en Indias. Pero supongamos que nuestro pasajero ya está en Sevilla y ha conseguido su permiso. Ahora tiene que escoger la nao en que va a viajar y contratar su traslado con el capitán y el maestre. Para ello deberá tomar noticias sobre el estado de cada navío, la aptitud de su tripulación y, desde luego, el puerto de destino. Sevilla es la “puerta de las Indias”, y en ella se amontonan marinos, astrónomos, pilotos, aventureros, mercaderes, financistas, funcionarios reales y una variada gama de personajes. Sevilla es, pues, un puerto atareadísimo, un archivo creciente de conocimientos geográficos, una escuela de tecnología y una aduana implacable para los que vienen y van. Porque el viajero, además de pagar su viaje, deberá pagar un impuesto llamado avería que se destina a mejorar las condiciones de seguridad de los galeones y prevenir los ataques de piratas y corsarios. Finalmente, en Sevilla el pasajero deberá adquirir los elementos indispensables para su periplo, porque bueno es saber que su contrato con el capitán sólo le autoriza a ser transportado y recibir agua: todo el resto —lo que va a comer, su cama y demás comodidades— debe ser provisto por el interesado. Pero, ¿qué comerá el viajero? Alimentos secos y que no se echen a perder: garbanzos, lentejas, arroz, carne salada y aceite para freír y vino para evitar beber agua, que en esas naves se hace intomable en pocos días. Tal vez pescado seco, jamón, pasas, algunos dulces y quizás higos y otras frutas mientras duren. Por supuesto, todo este aprovisionamiento requiere ollas, sartenes y vasijas de diversa clase. De todos modos, a los pocos días los alimentos hartaban por su repetición o se llenaban de moho o se arratonaban con la visita de los roedores que infestaban las naves y además producían una sed permanente, que la escasa agua administrada —dos litros por persona al día— no contribuía a aliviar. EL ACOMODO DE UNA PERSONA Además de sus provisiones, el pasajero debía llevar un colchoncito —en realidad, dos paños cosidos rellenos con un poco de lana— y alguna frazada para abrigarse. Y por supuesto su equipaje. El viajero debía, pues, arreglárselas como podía: nada estaba hecho para su comodidad porque, recordemos, los viajeros eran un suplemento ya que la misión de las naos no era transportar gente sino mercaderías, armas o provisiones para los establecimientos españoles en el nuevo continente. Hasta que, finalmente, en algún momento, todo se pone en movimiento. Los marineros trepan a los palos, izan las velas, gritan y repiten: ¡La nao echa a andar! ¡Allá están las Indias! Y allí va el fraile misionero con su vocación evangélica, el aventurero que sueña con oro y gloria, el funcionario a ejercer nuevo poder, el comerciante y su ansiedad de vender 1 en diez lo que ha comprado en uno... El Nuevo mundo espera a todos con sus espejismos maravillosos... ¿POR DÓNDE? Sea como fuere y sean quienes sean los viajeros, la nao ya está bogando por el Atlántico. ¿Por dónde? ¿Qué rumbo sigue? Para dirigirse a Indias las naves del siglo XV y también las de los dos siglos siguientes, siguen el rumbo fijado por Colón. Ni más ni menos. Pues el genio de Colón consistió, precisamente, en haber encontrado en su primer viaje la ruta óptima para dirigirse a las Indias, apenas corregida en su segundo viaje. El itinerario era el siguiente: desde Sevilla —o Cádiz o Sanlúcar— se iba en dirección sudoeste, bordeando la costa de África luego de lo cual se llegaba a la isla Gomera, en las Canarias. Esta primera etapa podría durar siete u ocho días. En Gomera se reponía el agua, la gente descansaba un poco y todo se preparaba para el gran salto. Luego se partía de nuevo, ahora recto hacia el oeste y con viento a favor y si ayudaba Dios, en 25 o 30 días, se llegaba a alguna de las islas de las Indias Occidentales, desde donde se tomaba rumbo hacia el destino definitivo: Cartagena, La Habana, Veracruz, Santo Domingo, etc. Dicho así parecía muy sencillo, pero en muchas ocasiones el rumbo se desviaba y la nao aparecía en los lugares más impensados. Es que los instrumentos de navegación con los que contaba el piloto eran toscos e imprecisos. Desde luego existía la brújula, que se colocaba en el centro del buque y cuya mágica indicación no siempre era cierta porque las agujas solían perder su virtud magnética. En realidad, sobre el conjunto de instrumentos tecnológicos de la época estaba el instinto y la experiencia de los marinos, que olían la proximidad de la tierra. “LA MAR ES PARA LOS PECES...” En fin, instalémonos con nuestra imaginación al lado del pasajero que va a las Indias. Por de pronto, hay que tomar conciencia de una circunstancia: el pasajero carece de un lugar fijo para establecerse. El único que dispone de una cámara es el capitán. Los 20 o 30 pasajeros que puede llevar una nao, además de los 60 tripulantes, deben acomodarse donde pueden. Cuando el tiempo es apacible, están en cubierta bajo el toldo que se coloca entre el castillo de proa y el palo mayor. Allí tienen sombra, al menos. Pero cuando sopla el viento o hay tormenta, el toldo se recoge y entonces cada uno se las arregla como puede. Arriba es exponerse al viento, el frío y el agua que sale por las bordas y encharca la cubierta; abajo, es el mareo. El mareo es una amarga constante en todas las crónicas de pasajeros de Indias. El mareo enfermaba de entrada a casi todos, en cuanto se salía a mar abierto. Los vómitos se convertían en fuente de un olor insoportable a lo que se sumaban olores de la sentina (cloaca, depósito), donde el agua de mar que entraba en los intersticios de las maderas se iba pudriendo. Pero supongamos que todo anda bien y el “mal de mar” se supera o casi no existe. ¿Qué hace el viajero durante la larga y monótona navegación? En cualquier buque moderno hay algún lugar donde los pasajeros pueden sentarse, leer o caminar. Nada semejante existía en las naos del siglo XV, donde todo el espacio estaba ocupado por los elementos propios de la navegación: rollos de cuerdas, velas, toneles, petates de los marineros, animales para consumir y el sagrado fogón para cocinar. El agua era un problema permanente. Todos se quejan de las escasas raciones que provee la nave. Por otra parte, los alimentos sufrían los ataques de un enemigo implacable y destructivo: los ratones. No había nao que se salvara de estar habitada por los roedores, y a los pocos días las provisiones mostraban los rastros de sus dientes. 2 Se peleaba permanentemente contra los ratones pero la lucha era inútil: terminaban siempre corno dueños y señores de la nao. Aunque ocurrió algunas veces que los ratones salvaban a los tripulantes y pasajeros, pues alguna nao que se desvió de la ruta permaneció demasiado tiempo sobre el mar no tuvo más remedio que comerlos... La otra plaga asociada a la navegación era la constituida por piojos, chinches y pulgas. En las naos, la presencia de estos insectos y también de las cucarachas era escandalosamente abundante. Las luchas contra estas alimañas habrían de llevar, seguramente, una buena proporción del tiempo de los viajeros. Pero de todas maneras el aburrimiento se hacía sentir enseguida. Sin un lugar donde estar, pisoteados por la tripulación en sus maniobras, calcinados del calor en la cubierta, a oscuras y en medio de un olor repugnante bajo ella, ¿dónde estar, qué hacer en los interminables días de navegación? Tres cosas pueden hacerse en la nao —solían decir los experimentados. Una era hablar. La otra era jugar, y todos los relatos de la época abundan en detalles de los juegos de barajas y dados que entretenían a la gente... y solía despojarla de sus monedas. Finalmente, también se podía leer. Sin duda era la comida el centro de la actividad en los días de navegación, cuando no había inconvenientes y la vida era monótona. Sobresaltada algunas veces. Incómoda y sucia, siempre. Sin duda, tal como el mismo Salazar decía, “la tierra para los hombres, el mar para los peces”. DE OTRAS NO MENORES INCOMODIDADES Hay otras molestias e incomodidades a las que no se refieren los memoriales de la época sino de manera ocasional y distraída en la medida en que se tomaban como algo natural. Hoy, en cambio, nos parecen insoportables. Evidentemente, esos pasajeros eran gente dura, recia y sin melindres (caprichos), y ni se les ocurría quejarse. Por ejemplo, el alquitrán de la cubierta, que se derretía con los solazos del trópico y hacía de esas tablas una superficie pegajosa y maloliente. La higiene personal, casi desconocida, ponía en el rostro y en las manos una capa de roña y sal que solo desaparecía cuando se llegaba a tierra. Y otro tanto para hacer sus necesidades. Pero no todo eran estas gabelas (cargas). Se sabe que a veces se improvisaban pequeñas representaciones teatrales, parodias de corridas de toros o de riñas de gallo. Y las funciones religiosas también ocupaban algún tiempo: cuando viajaban sacerdotes se cantaban oficios y cuando no, el propio contramaestre reunía a la tripulación una o dos veces a la semana para rogar por el buen éxito del viaje. Y así iban pasando los días. Si aparecía en el horizonte una vela, todos temblaban: podían ser piratas o corsarios y entonces el viaje podía terminar horriblemente. Si había signos de tormenta, nuevos miedos. Ambos eventos eran bastante comunes y en el siglo XV, en que España estuvo en largas guerras con los franceses, fueron los corsarios de esta nacionalidad los que más daño hicieron a las naos españolas. En cuanto a las tempestades, pese a que muchas hacían naufragar a las naos, las noticias sobre pérdidas de navíos debidas a borrascas indican que el porcentaje fue relativamente reducido. ¡TIERRA! Por fin, la nao llega a su destino. En los días anteriores la impaciencia crece entre los viajeros. Todo lo que antes era cotidiano se convierte en insoportable. Se ansía llegar. Los marineros viejos intuyen la cercanía de las Islas Antillas y los pilotos se dignan adelantar fechas y lugares de arribo. “En cuatro días más, en tres días, mañana…” Hasta que por fin se oye en la cofa el grito que Colón escuchó el 12 de octubre de 1492 y que sigue siendo el mejor recibido por tripulantes y pasajeros durante tres siglos de viajes entre España y América: - “¡Tierra!”. 3 Generalmente es alguna de las Islas Antillas. Su belleza y verdor extasía a los viajeros, pero, a menos que se venga muy mal, no se desembarca allí y a todos contenta la sola vista de sus playas. Ahora hay apuro para arribar a puerto. Pero ya se navega en aguas conocidas y los viajeros empiezan a acicalarse: se recortan barbas, se peinan cabellos, se muda la ropa; hay quienes se echan encima algún perfume para sacarse el olor del viaje. Arreglan cuentas los jugadores y se rezan oraciones de acción de gracias: si hay curas en el pasaje, el Te Deum es de rigor. Todos se sienten ahora expertos marinos y se prestarán a dar consejos y volcar sus experiencias a los que quedan en España. Y cuando llegan, por fin, cuando ponen pie en tierra y salen del movimiento de la nao, cuando gustan las frutas que en obsequio les traen los españoles que los reciben en cualquiera de los puertos americanos, cuando ven las plantas exóticas y descubren a los indígenas, cuando sienten, en fin, que están realmente en el Nuevo Mundo para cuyo descubrimiento y frecuentación han hecho tantos sacrificios y corrido tantos riesgos, cuando ponen su planta en la tierra americana, tal vez no se den cuenta de lo principal y más importante que les está ocurriendo. Que es, ni más ni menos, lo siguiente: están empezando a ser indianos. Felipe Calderón (hijo) Nota Publicada en Todo es Historia Nº 209 4