“Vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo” (Mt 2,2) Homilía de la Epifanía del Señor Catedral de Mar del Plata, 6 de enero de 2012 Celebramos hoy la Epifanía del Señor, palabra de origen griego que significa “manifestación”. Bajo la guía de una estrella, Cristo se manifestó a los gentiles. ¿Quiénes son estos magos y de dónde provienen? El texto del Evangelio de San Mateo habla de ellos sobriamente: “unos magos de Oriente” (Mt 2,1). No se determina el número ni se afirma su condición real. Se trata de sabios acostumbrados a observar detenidamente el cielo y el movimiento de los astros. La noche estrellada ha ejercido siempre una fascinación o encanto a la mirada de los hombres acostumbrados más que nosotros a vivir en contacto inmediato con la naturaleza. Es un fenómeno que se repite en diversas culturas. En su búsqueda a tientas del sentido de la vida, hombres de diversos pueblos han intentado vincular nuestro destino y los acontecimientos de la historia con los movimientos de las estrellas y las figuras que forman los astros. Es claro que estos magos, que podemos llamar astrónomos o astrólogos, no pertenecían a las fronteras geográficas ni espirituales de Israel. Son por tanto paganos y tienen creencias distintas. Pero Dios se vale de estas características para conducirlos hasta su Hijo nacido como hombre en Belén, e iniciar así su manifestación a todos los hombres, desbordando los estrechos límites geográficos de Israel. Han visto una llamativa estrella y en ella han interpretado la aparición de un gran rey, lo cual les basta para emprender un largo viaje. El lugar de origen queda en la vaguedad. Podemos pensar en las regiones al este del Jordán y del mar Muerto, o Persia, Babilonia o Arabia. Dios se ha valido de la ciencia y la búsqueda de los magos para atraerlos hacia Cristo, sin que ellos se dieran cuenta con claridad. Si comparamos el relato de San Mateo con el de San Lucas, concluimos que Dios, aunque privilegia a los pobres, se manifiesta no sólo a ellos, representados por los pastores, sino también a los ricos y sabios, representados por los magos. Estos hombres de ciencia esotérica eran, en efecto, gente de fortuna y estaban acostumbrados al fasto. Dejándose guiar por la estrella, los magos llegan hasta Jerusalén y producen consternación con la ingenuidad de su pregunta: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo” (Mt 2,2). Se entera el rey Herodes y cunde el rumor en Jerusalén. De este rey Herodes, llamado el Grande, sabemos que era extranjero, de origen idumeo y, como tal, sentido por la población como ilegítimo. Por razones tácticas reconstruyó para los judíos el templo de Jerusalén. Fuentes históricas seguras afirman que fue un sanguinario, y que llegó a matar incluso a varios de sus hijos cuando, al verlos ya adolescentes le hacían pensar que podían convertirse en sus rivales. Sabemos también que vivía controlando atentamente lo que se decía de él, para lo cual era capaz de disfrazarse de sencillo hombre de pueblo, a fin de enterarse de los rumores que sobre su persona se escuchaban en el mercado. Así lo atestiguan los historiadores Flavio Josefo y Macrobio. Este hombre finge ahora piedad. Ha oído hablar del nacimiento del “rey de los judíos” y una fuerte pasión se agita enseguida en su interior, aunque logra disimularla. ¿Se tratará del Mesías esperado? Su enfermizo apego al poder lo lleva a recibir esta noticia con alarma y recelo. Si este frágil niño es reconocido como rey, se convierte en su rival. Interroga entonces a los sumos sacerdotes y a los escribas acerca del lugar en que debía nacer el Mesías, y la respuesta es inmediata: en Belén de Judea, conforme a la profecía de Miqueas (cf 5,1). Belén era un pequeño pueblo, a 8 kilómetros al sur de Jerusalén. Hacia allí encaminará a los magos, luego de averiguar la fecha en que se les apareció la estrella. Ante ellos oculta su macabro proyecto detrás de un interés hipócrita por ir a adorarlo. La estrella volvió a brillar para los magos, llenándolos de alegría y llegados a Belén, encontraron al niño con su madre. Se postraron, abrieron sus cofres y le presentaron sus dones de oro, incienso y mirra. La tradición de los Padres de la Iglesia verá en el oro el reconocimiento de su condición de rey, en el incienso su divinidad, y en la mirra su condición humana, como anuncio de su sepultura. El proyecto sanguinario de Herodes se verá frustrado por la intervención divina. Los magos son avisados en sueños de regresar por otro camino. Y José, nuevamente alertado por el Ángel del Señor, partirá hacia Egipto para poner a salvo al niño. En este relato evangélico que la Iglesia nos presenta el día de la Epifanía, se contiene una riqueza de enseñanzas doctrinales y espirituales que tratamos de recoger en la medida de nuestra capacidad. La narración nos habla de dos reyes muy distintos: el rey Herodes, y aquel que los magos llaman “rey de los judíos”. El primero es cruel y sanguinario, vive en un palacio y está enfermo de ambición de poder político. El segundo, es un frágil niño que vive en la pobreza y deberá huir de él. Su realeza no se muestra en el fasto ni sigue el modelo de los soberanos de este mundo. Existen dos proyectos contrapuestos: el de los magos, que vienen a adorar, y el de Herodes que busca exterminar. El primero coincide con el plan de Dios y termina triunfando. A través de los torcidos y trágicos caminos de los hombres, la providencia divina encamina todas las cosas para un bien cuya comprensión, en lo inmediato, nos supera. Lo mismo que en la Navidad, aquí también oímos hablar de luz. Cristo se manifiesta como luz para su pueblo y para todas las naciones. En él vemos cumplida la perspectiva grandiosa que presentaba el profeta Isaías en la primera lectura que hemos escuchado: “¡Levántate, resplandece, porque llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti!” (Is 60,1). Ante la densa oscuridad que cubre a las naciones, se anuncia que la gloria del Señor brillará sobre Jerusalén y a su luz caminarán los pueblos. En la noche humana se anuncia una aurora universal. Los pueblos y las riquezas de las naciones confluirán allí. En los magos venidos de oriente, la Iglesia contempla las primicias de las naciones paganas a quienes Cristo, que es luz, se manifiesta. De este modo los pueblos gentiles son invitados a formar parte del nuevo pueblo de Dios. Por eso, esta solemnidad es por excelencia, para la Iglesia, una fiesta de hondo sentido misionero. 2 Fascinados por la luz de una estrella, los magos se encontraron con el mayor de los astros, con el Sol de la salvación. Se trata de hombres animados de buena voluntad, que buscan la verdad, como a tientas, y se dejan guiar por ella. En la naturaleza buscan los rastros de Dios. Estos vestigios resultan insuficientes. Su conocimiento es imperfecto pero tienen la humildad de preguntar. Los escribas dan las respuestas válidas que se encuentran en las Escrituras, pero están a distancia de la verdad. Los magos se ponen en camino, bajo la guía de la observación de la estrella y la instrucción de la Palabra divina revelada. Los doctores de la Ley y los sumos sacerdotes tenían un conocimiento más exacto, pero ni se movieron ni se dejaron conmover por la noticia. Son hombres de estudio y de ciencia, y sabemos cuán importante es su aporte. Pero si este saber se queda en mera curiosidad intelectual y no conduce al encuentro vivo y personal con la Verdad que está en Dios y se ha hecho visible en Cristo, de poco nos sirve. Sólo los humildes se predisponen para descubrir a Dios. Queridos hermanos, nosotros somos los miembros del nuevo Pueblo de Dios, que proviene de los gentiles, aquellos en quienes se cumple lo anunciado por San Pablo: “Este misterio consiste en que también los paganos participan de una misma herencia, son miembros de un mismo Cuerpo y beneficiarios de la misma promesa en Cristo Jesús, por medio del Evangelio” (Ef 3,6). Hoy somos la multitud entrevista por Isaías, la Jerusalén feliz, y nos cobijamos en la casa común llamados por Dios. Pero en esta casa hay aún mucho lugar. Disponemos de una luz que no es nuestra, sino regalada por Cristo “luz de las naciones” (Is 42,6). La solemnidad de Epifanía nos invita a convertirnos en instrumentos de esa luz. Nuestro mundo está padeciendo el “eclipse de Dios”, que lleva al eclipse de la verdad y del mismo hombre. Ojalá hoy nos renovemos en nuestro deseo de ayudar a otros a entrar en la Iglesia, que es la casa común abierta a todos donde Cristo sigue revelándose: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida” (Jn 8,12). + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3