universidad y excelencia verdadera[1]

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UNIVERSIDAD Y EXCELENCIA VERDADERA1
Andrés de la Oliva Santos
Catedrático de Derecho Procesal. Universidad Complutense.
Es muy frecuente en nuestros días la invocación de la excelencia con los
más diversos propósitos. Pero cuando los profesores HERRERO PEREZAGUA,
LÓPEZ SÁNCHEZ y GARCIMARTÍN me hicieron el grandísimo honor de
invitarme a tomar ahora la palabra, no fue ese casi abrumador tópico de la
excelencia lo que me movió a elegir la Universidad y la excelencia
verdadera como tema de este breve discurso. La causa de elegirlo fueron
dos recuerdos, dos fuertes sentimientos y sensaciones, dos intensas
experiencias personales.
Surgió, por un lado, la valoración, siempre viva en mí, de la persona a la
que ahora rendimos homenaje, Ángel BONET NAVARRO. Todos nosotros
asociamos inmediatamente la excelencia a la persona, la vida y el trabajo
de Ángel BONET: persona en verdad excelente; en verdad excelente
universitario (investigador y profesor) y, en verdad, excelente abogado y
jurista en las diversas facetas que ha cultivado. En lo que acabo de decir no
hay la más mínima exageración panegírica, por más que la ocasión de los
homenajes sea propicia a la hipérbole encomiástica. Desde su
genuinamente excelente tesis doctoral sobre la confesión en el proceso
civil, que me hizo cambiar de criterio sobre el valor de esa prueba (y, lo
que es más importante, cambió también el criterio del maestro CARRERAS
LLANSANA) hasta nuestros días, Ángel BONET NAVARRO no ha escrito una
sola obra, grande o pequeña, que no se caracterice por su solidez y su claro
interés real, siempre servidos por una prosa de impecable limpieza y buen
estilo. No hay nada banal ni superfluo o prescindible (como ahora se dice)
en ninguna de sus publicaciones. Aunque otras intervenciones versarán
sobre la trayectoria del Prof. BONET NAVARRO y su labor como maestro,
esta breve referencia mía era, más que pertinente, necesaria para este
discurso.
Por otro lado, a la hora de elegir el tema de estas palabras, también
reapareció con la máxima viveza en mi interior un recuerdo personal: el de
mi paso por esta Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza.
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Palabras pronunciadas en Zaragoza el día 2 de octubre de 2015, en el curso del
homenaje al Prof. Dr. D. Ángel BONET NAVARRO con motivo de su jubilación.
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Inesperadamente, pues había llegado aquí con ánimo de permanecer mucho
tiempo, fui Catedrático de Derecho Procesal de esta Facultad sólo un curso
académico entero, el de 1979-1980: sólo un curso, pero como ningún otro.
Resumiré ese recuerdo antes de explicarlo: nunca ni en ninguna parte como
aquí, en esta Facultad, he visto y sentido más real y viva la idea de
excelencia ligada al trabajo universitario. Lo digo como es, sin merma de
mi cariño a la Universidad Complutense, mi Universidad desde hace tantos
años, ni del afecto y profunda gratitud que debo a la Universidad de
Navarra, donde me formé como alumno, doctorando y aprendiz de
profesor.
Aquí en Zaragoza encontré una Facultad, en la que, sin presumir de ello y
ni siquiera mencionarlo, se podía palpar que la inmensa mayoría de los
profesores procuraban la excelencia al enseñar e investigar y, lo que era
más llamativo, que la inmensa mayoría de los alumnos se enorgullecía de
esa excelencia y aceptaba de buen grado los rigores que para ellos suponía.
No puedo dejar de recordar cuántos profesores acudíamos a la Facultad en
sábados, domingos y días de vacaciones, abriendo con nuestras llaves el
acceso a la zona de biblioteca y despachos. No puedo olvidar tampoco que
los alumnos llamados “libres” (no asistentes a clase) me pidieron sesiones
vespertinas para responder a sus preguntas y dudas, pero expresamente
desearon ser valorados con el mismo rasero con que valorase a quienes
podían asistir a clase, a los alumnos denominados “oficiales”. No olvido el
número y calidad de los alumnos, que, cuando las notas ya estaban dadas y
era sabido que yo me trasladaba a otra Universidad, se apuntaron y
participaron en un seminario sobre Justicia y derechos fundamentales que,
sin apenas financiación, celebramos en Sos del Rey Católico. Y algo más:
me parece estar viendo aún dos pequeñas pintadas en los muros exteriores
de esta casa. De los dos graffiti, ambos con buen humor, el primero decía:
“En Barcelona ya habrías llegado” y el segundo, a modo de réplica,
precisaba: “En Lérida ya serías Notario”. Apreciados estos mensajes en
conjunto con los demás indicios, quedaba probado que, más que protesta o
queja, esos dos textos expresaban orgullo: el orgullo de pertenecer, aun con
sufrimiento, a una comunidad universitaria seria, rigurosa, excelente.
La palabra “excelencia” proviene del similar término latino “excellentia”,
estrechísimamente emparentada con el adjetivo “excellens”, también
participio de presente del verbo “excello, excellere”, de muy rico
contenido: elevarse, levantarse, erguirse, sobresalir, aventajar. No hay duda
de que, a la postre, excelencia significa superioridad y elevación,
especialmente en un sentido cualitativo. Lo excelente vendría a ser, si no lo
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óptimo stricto sensu, al menos aquello que se aproxima mucho y está muy
cerca del máximo grado de bondad. Es muy frecuente leer que la referencia
a la etimología latina conduce al griego κελο (kelo), lo oculto, de donde,
dicen, derivarían la palabra española “celda” y la alemana “Keller”, sótano.
Otros afirman, en cambio, que la palabra “excelencia” no procede de la raíz
proto-indoeuropea kel-1 (cubrir, ocultar), sino de la raíz kel-6 (prominente,
cumbre). No voy a entrar en un debate difícil y de inciertos fundamentos y
dudosas conclusiones, en terreno en el que soy lego absoluto. En todo caso,
el matiz diferencial consistiría en salir, sobresalir o superar a partir de lo
oculto o, más bien, sobresalir de lo que está debajo. Y de ambas
posibilidades surgen reflexiones muy pertinentes para este breve discurso.
Sea del debate etimológico lo que fuere, siempre nos encontraríamos con
que la excelencia es término y concepto íntimamente ligado a la idea clave
de la Universidad.
Me refiero, claro es, a esa idea de la Universidad que es clásica o perenne,
porque, como no hace mucho he recordado, la encontramos tanto en el
nacimiento histórico de las Universidades, en el medievo, como en el
núcleo de la concepción de HUMBOLDT sobre la Universidad moderna. Me
refiero a la Universidad que sigue siendo necesaria y así lo sabemos y
sentimos los que participamos en este acto. En esa Universidad se persigue
un saber superior, se busca con independencia y desinterés la verdad,
muchas veces a partir de lo que está oculto y precisa concienzudo
escrutinio y, siempre, la situación de la Universidad es institucionalmente
de superioridad y elevación cualitativa.
No me propongo ahora transmitirles unas reflexiones exhaustivas o muy
amplias sobre la Universidad y la excelencia, lo que conduciría a un largo
ensayo, aquí inapropiado. He querido acotar estas palabras al referirme, en
su título, a la “excelencia verdadera”. Porque sin llegar a la diatriba, no
quiero ocultar mi propósito de defender un poco de imposturas,
concretamente de falsas excelencias, la vida social y, más específicamente,
la vida universitaria, la Universidad. Vivimos un tiempo en que el popular
refrán “dime de qué presumes y te diré de qué careces” se presenta
demasiadas veces aplicable como cabal muestra de una grandísima y
certera sabiduría. Defender la excelencia verdadera es obligado en el
homenaje a Ángel BONET, que encarna la autenticidad de esa excelencia. Y
es necesario también porque si la Universidad se trufa demasiado de
imposturas, de excesivos engaños y falsedades, la misma Universidad
acaba dejando de existir como verdadera, acaba siendo una falsa
Universidad.
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Quiero, sin embargo, que mis palabras transiten ahora por un camino
positivo, sin detenerme en tantos factores, bien conocidos de todos ustedes,
que nos pueden desviar hacia la falsa excelencia. Tratemos, pues, de la
excelencia verdadera y de cómo se alcanza, y no tanto de los métodos para
poder presumir de esa excelencia “trending topic” de nuestros días o de
“técnicas” para fabricar curricula hinchados de méritos inexistentes o
dudosos, por no hablar de deméritos que se disfrazan de pequeñas proezas.
Me atrevo a proponer, como primera y fundamental idea, ésta: la verdadera
excelencia no ha de buscarse. Lo que hay que procurar es el trabajo bien
hecho. La excelencia será quizás el resultado de distintos empeños, pero
nunca debe ser el objeto directo del esfuerzo, la meta que primordialmente
se persigue. Pienso que esta idea-regla vale para cualquier ámbito de la
vida, pero, desde luego, ha de seguirse a rajatabla en la Universidad,
porque la autenticidad de esta institución y el cumplimiento de su más alta
misión social imponen al genuino universitario evitar cualquier inicial
desorientación o desviación: lo que ha de buscar es la adquisición
desinteresada del saber y su más fiel transmisión, mientras que el empeño
por la propia excelencia, la avidez de la autocomplacencia y del particular
honor y prestigio, no es sólo que resulten ser elementos éticamente
peligrosos, sino que son factores que comprometen la calidad del trabajo
científico. La interrelación entre las exigencias éticas y las intelectuales ha
sido objeto de numerosos textos clásicos, algunos tan irrebatibles como
imperecederos. No hace falta ahora traer ninguno a colación. Nos basta
saber, como sabemos todos, por experiencias y ejemplos, que ni la
investigación ni la docencia serán en verdad superiores, tendentes a una
genuina excelencia, si, de alguna manera (¡y hay tantas posibles!), nos
vendemos o nos alquilamos, nos autocensuramos o nos callamos. Evitar
esos males, que no son simplemente internos en cada uno, sino graves
fallos del mismo trabajo, requiere virtudes naturales, definidas y aceptadas
universalmente desde hace muchos siglos desde las más diversas
convicciones religiosas. Al reconocerlo y proclamarlo así no se incurre en
moralina ni en sermón confesional.
Sentado que nuestro motor no ha de ser el deseo de la propia excelencia (y
de su reconocimiento por los demás), sino el amor al trabajo por su valor
intrínseco y como servicio de la máxima calidad de que seamos capaces,
permítanme dedicar unos pocos minutos a un viejo consejo, que se remonta
a la alta edad media. Casualmente, en el mes de agosto pasado volvieron
parcialmente a mi memoria unas viejas palabras, que había escuchado hace
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muchos años al maestro Alvaro D’ORS y, tras ese recuerdo parcial, pude
reconstruir el mensaje entero.
En el siglo XII, justo cuando nacían las Universidades, vivió, trabajó y
escribió un BERNARDO DE CHARTRES, filósofo neoplatónico, canciller de la
Catedral de Chartres, al que se debe una frase redonda, que en siglos
posteriores se atribuyó a otros personajes (a Isaac NEWTON, por ejemplo),
cuando, en realidad, ya JUAN DE SALISBURY, en su obra Metalogicon, de
1159, citaba con toda claridad a Bernardo. BERNARDO DE CHARTRES decía
que “somos como enanos a hombros de gigantes. Podemos ver más, y más
lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra vista ni por la altura de
nuestro cuerpo, sino porque alcanzamos lo alto levantados por la altura
gigantesca”.2
Es interesante esta imagen de los gigantes sobre los que todos de alguna
manera nos alzamos a veces y así logramos ver más y mejor. La imagen
nos estimula a considerar la estatura real de cada uno, la estatura y el papel
de los maestros y de los compañeros y podemos también diferenciar
netamente el diligente esfuerzo por subir cuidadosamente a esos hombros,
con afectuosa gratitud al gigante que nos lo permite, del ejercicio brusco de
la escalada que pisotea desconsideradamente cabezas ajenas en un
precipitado ascenso impulsado por la vanidad y la ambición. Hay una
excelencia, una elevación, un sobresalir, que nos prestan los diferentes
gigantes que encontramos a nuestro paso o que están un tiempo a nuestro
lado, y es justo y sano que seamos bien conscientes de lo que en realidad ha
estado o está ocurriendo, bien conscientes de nuestra entidad, sin creernos
gigantes nosotros mismos.
Pero son otras palabras de BERNARDO DE CHARTRES las que me parecen de
mayor interés aún que las anteriores y las que quiero recordar y glosar
ahora. También nos las transmite (y las comenta) JUAN DE SALISBURY.
Decía así Bernardo, el estudioso carnotense: “Mens humilis, studium
quaerendi, vita quieta, scrutinium tacitum, paupertas, terra aliena. Haec
reserare solent multis obscura legendo.”
“Dicebat Bernardus Carnotensis nos esse quasi nanos, gigantium humeris insidentes,
ut possimus plura eis et remotiora videre, non utique proprii visus acumine, aut
eminentia corporis, sed quia in altum subvenimur et extollimur magnitudine gigantea.”
(Metalogicus, IV)
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Son seis condiciones, interrelacionadas, del buen trabajo intelectual,
científico, universitario: Mens humilis: mente humilde, humildad de
pensamiento; studium quaerendi: esfuerzo en la investigación, afán de
búsqueda; vita quieta: vida tranquila, sosiego vital; scrutinium tacitum:
silencioso trabajo de discernimiento; paupertas: pobreza; terra aliena:
foraneidad, vivir en una tierra distinta de la propia. Y nuestro filósofo y
erudito culminaba la enunciación con esta sentencia de fuerte hipérbaton
latino: “Haec reserare solent multis obscura legendo”: “Estas cosas (haec),
con la lectura (legendo), suelen hacer entender a muchos (reserare solent
multis) las cosas oscuras (obscura)”, las cosas de difícil intelección.
Parecen condiciones de desigual importancia, éstas que, si atendemos al
significado literal y principal del verbo reserare, abren lo cerrado, la
cerradura, y franquean la puerta de lo oscuro, es decir, de las cosas difíciles
de entender, del saber o conocimiento que sólo se alcanza con un esfuerzo
arduo, de la excelencia que, como antes dije, algo parece tener que ver
etimológicamente con extraer luz y certeza de lo oculto. Estamos, pues,
ante condiciones de la excelencia en el quehacer universitario.
La paupertas y la terra aliena diríanse dos anacronismos hoy desechables,
aunque comprensibles en el Medievo cuando nacen las Universidades en
un clima en buena medida monacal y con un espíritu de dedicación al saber
superior que entrañaba un alto componente ascético. No diré que sean, esas
dos últimas condiciones, que hoy nos hacen sonreír, de pareja importancia
a las otras cuatro, pero distan mucho de ser desdeñables en su más
profundo significado.
La pobreza no es deseable para nada ni para nadie, pero la adhesión a un
estilo de vida austero y la ausencia, no ya de avaricia, sino de intensas
pretensiones de enriquecimiento económico, siguen siendo una buena y
sólida base para el trabajo científico y para la docencia en la Universidad.
Y la dedicación a esa Universidad que queremos y defendemos siempre
requerirá, en las antípodas de la molicie, un alto grado de lucha, que eso es
la ascesis. En cuanto a encontrarse en terra aliena, además de un sentido
metafórico que apuntaría a preservarse de influencias territoriales que
pudiesen amenazar el desinterés y la independencia, ¿cómo olvidar o
desdeñar las ventajas de un cierto peregrinaje, que ha sido tradicional y de
gran relevancia, por ejemplo, en la Universidad alemana, con su
Hausverbot o prohibición del caserismo? Esta misma tierra aragonesa, en
principio terra aliena para mí y enseguida hogar de cordial acogida,
¡cuánto bueno me aportó!... como a tantos centenares o millares de
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profesores universitarios les ha beneficiado en su cultura y experiencia el
paso por Universidades distintas de su Universidad originaria. Que hoy
resulte tan difícil lo que se ha dado en llamar movilidad, ¿acaso es
positivo? Y ¿acaso no son formativas las estancias in terra aliena cuando
son posibles? (quede claro que no pueden todos por igual y hay muchos
que con total justificación no pueden).
Certeras y hermosamente dichas me parecen estas otras tres condiciones:
“studium quaerendi, vita quieta, scrutinium tacitum”. El término latino
studium no significa primeramente la actividad intelectual del “estudio”,
sino afán, interés cuidadoso. Así que el studium quaerendi es el afán por
buscar, la inclinación a hacerse preguntas o, en otras palabras, el interés
interior por la investigación. Por su parte, una vida tranquila, la vita quieta,
es atmósfera deseable para nuestro trabajo, tanto más deseable o necesaria
en estos tiempos de aceleración, de constantes apremios inmediatos, de
peligro de un activismo de escasa fertilidad y muy propicio a lo superficial.
El sosiego vital casi vacuna contra la precipitación y la chapuza:
“Despacito y buena letra:/el hacer las cosas bien/importa más que el
hacerlas”, nos recuerda Antonio MACHADO en sus Proverbios y Cantares.
Me parece que la mención del scrutinium tacitum muestra especialmente la
finura y agudeza de espíritu de BERNARDO DE CHARTRES al identificar y
describir las condiciones o cualidades de la tarea universitaria bien hecha,
la que con razón puede calificarse de excelente. La Real Academia
Española acierta al expresar el primer sentido del término “escrutinio”:
“examen y averiguación exacta y diligente que se hace de algo para formar
juicio de ello”. Un tal examen diligente es casi redundante con el studium
quaerendi, con el serio interés investigador. Probablemente nuestro guía de
Chartres quiso enfatizar la importancia de la investigación y, a la vez,
cualificarla con un rasgo del mayor interés: tacitum, que significa, no
“tácito” por oposición a “explícito” o “expreso”, sino callado, silencioso.
La investigación en verdad excelente se lleva a cabo sin alharacas, sin
ruido, sin propaganda, sin marketing dirigido a la autosatisfacción y a la
fabricación de prestigio artificial. No magnificamos lo que estamos
haciendo mientras estamos en ello y no pregonamos los resultados cuando
aún no se han alcanzado de modo seguro. Quien quiere hacer su trabajo con
el mayor cuidado y perfección sin duda saborea el silencio y se nutre
también con él. Como mínimo, el ruido distrae el escrutinio, perturba el
afán investigador, el studium quaerendi. En cambio, el silencio, que no es
el secreto, armoniza perfectamente con el sosiego vital, la vita quieta y,
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sobre todo, es coherente manifestación de que uno no busca ser, o ser
considerado, excelente, sino hacer bien el trabajo, hacer un trabajo bueno y
útil para los demás, para todos. El silencio es coherente con no creernos
gigantes cuando no lo somos o, cuando, al menos, no nos ocupa ni
preocupa serlo o parecerlo.
Íntimamente emparentado con el silencio está lo primero que dice
BERNARDO DE CHARTRES, que he dejado para el final: mens humilis,
humildad intelectual o, mejor, mente humilde, algo que no se añade, sino
que responde a lo más nuclear de nuestro ser. Sobre la humildad, con tanta
abundancia de elocuentes textos a lo largo de más de dos milenios, he
elegido escuchar lo que el perro Berganza dice al perro Cipión en El
Coloquio de los Perros, la singular obra de CERVANTES que suele
considerarse comprendida entre sus Novelas Ejemplares: “digo que ya tú
sabes que la humildad es la basa y fundamento de todas virtudes, y que sin
ella no hay alguna que lo sea.” Y continúa Berganza con este maravilloso
texto: “Ella allana inconvenientes, vence dificultades, y es un medio que
siempre a gloriosos fines nos conduce; de los enemigos hace amigos,
templa la cólera de los airados y menoscaba la arrogancia de los
soberbios; es madre de la modestia y hermana de la templanza; en fin, con
ella no pueden atravesar triunfo que les sea de provecho los vicios, porque
en su blandura y mansedumbre se embotan y despuntan las flechas de los
pecados.”
Resumiré: sin humildad no hay, no puede haber, lúcida conciencia de lo
que se ignora, elemental conocimiento de las propias limitaciones, plena
apertura metodológica y de búsqueda de fuentes de saber, rectificación de
los errores que sin duda cometemos, cordial y fructífera colaboración con
otros. Y sin todo eso no hay, no puede haber un serio aprendizaje. Por
tanto, no habrá descubrimientos, firme avance en el saber y útil transmisión
de lo descubierto. No habrá excelencia verdadera, ni personal ni
institucional.
Mucho más cabría decir, pero estas palabras deben terminar ya. Espero que
les hayan sido útiles, al menos como a mí me ha ayudado pensarlas y
escribirlas. Pero, sobre todo, espero también que cuanto he dicho, de propia
o ajena cosecha, lo hayan sentido plenamente adecuado a la figura y la obra
de nuestro querido Ángel BONET NAVARRO. En este acto, él había de callar,
fiel a su sencillez y discreción de siempre. Yo, con pleno y admirado
respeto a esas cualidades, he pretendido que mis palabras encarnaran la
realidad de este maestro, amigo y compañero, para que él nuevamente nos
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enseñase con su cálida cordialidad y su amable cercanía una lección de
verdadera excelencia, que nos ayude a cada uno y ayude a la Universidad.
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