Dos semanas en Irán (II): Persépolis y la ilusión del... universal

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Dos semanas en Irán (II): Persépolis y la ilusión del imperio
universal
Miguel Urbano Rodrigues :: 26/07/2006
Las ruinas majestuosas de Persépolis hicieron que me volviera, en cabalgata mental,
hasta la Casa Blanca donde un hombre investido de un poder inmenso, mucho menos
inteligente que el monarca Aquemenida, retoma en un mundo que se agigantó el sueño persa
del Estado Universal
La aspiración de ver aquel lugar nació en los bancos del liceo cuando estudié las guerras entre
Grecia y Persia y supe que una noche Alejandro, el Rey de Macedonia, incendió los palacios que yo
veía en un libro de arte. "Un día iré hasta Persépolis"- decidí entonces. Satisfice el deseo en Mayo,
transcurridos casi 70 años. El sol del llano iraní quemaba la tierra resecada y las columnas blancas
del Apadana. Inicialmente esas columnas eran negras, más es suficiente pasar la mano por ellas para
que el mármol recupere el color primitivo. La imaginación no consigue, sin embargo, recrear el gran
palacio tal como lo veían los embajadores extranjeros al ser recibidos por Darío, el rey de reyes. Dos
mil quinientos años nos separan de la Persia de los Aquemenidas en su máximo esplendor. Las
ciudades de nuestro tiempo y la organización de la vida son profundamente diferentes. Pero el
hombre cambió menos en su actitud frente al poder de lo que seria deseable. En Persépolis, como en
la Pasargada de Ciro, en aquella mañana, cuando la imaginación intentó el viaje por los siglos en un
esfuerzo para comprender la ambición de Darío y el sentido de sus actos, mi meditación sobre la
Historia termino en el presente. Las ruinas majestuosas de Persépolis hicieron que me volviera, en
cabalgata mental, hasta la Casa Blanca donde un hombre investido de un poder inmenso, mucho
menos inteligente que el monarca Aquemenida, retoma en un mundo que se agigantó el sueño persa
del Estado Universal. En la plataforma sobre la cual fuera edificado el conjunto arquitectónico, el
calor era abrasador. No había nubes en el cielo, pero el azul pálido presentaba una tonalidad ceniza
que hería la mirada cuando esta se perdía en las montañas. Poco allí se ajustaba a lo esperado. Todo
me apareció como si fuera redescubierto. En la Apadana, en la Sala de las Naciones, en los Palacios
de Darío y Xerxes, en la de las Cien Columnas, al identificar marcas del incendio que destruyo
Persépolis, surgió en mí la pregunta repetida por incontables generaciones: ¿Por que quemó
Alejandro, un príncipe culto, aquellos palacios, más grandiosos que todo lo que él conocía en Grecia?
Los anales, redactados durante la conquista de Persia, no esclarecen la cuestión. Son múltiples las
versiones de los historiadores griegos. ¿Venganza por el saquéo de Atenas por Xerxes? ¿Descontrol
emocional al final de una orgía? Nunca obtendrá respuesta la pregunta. La única certeza es de que
en el mundo antiguo no se hizo algo comparable a Persépolis. Además, pueblo alguno volvió a erguir
columnas tan altas como las de Apadana, que sustentaban a 20 metros del suelo techos de madera
trabajada. Las descripciones de los escritores griegos expresan su espanto ante la riqueza ofuscante
de las puertas de bronce, del oro en la base de las columnas y de los cascos y cuernos de los toros.
El lujo de las vestimentas bordadas de oro, la profusión de piedras preciosas, las tapicerías, las
pinturas murales, el ceremonial, todo allí deslumbraba a los embajadores admitidos a presencia del
monarca que se presentaba como el señor de treinta naciones diferentes. EN EL TUMULO DE
DARIO El sol desciende mucho en el horizonte cuando, caminando por una vereda de tierra batida,
avisté la ladera de Naqsh-i-Rustam. El calor aún quemaba los pulmones. Fue el prolongamiento del
choque recibido en Persépolis, a escasos kilómetros de distancia. Es un lugar inimaginable. Los
antiguos emperadores persas eran sepultados entre el cielo y la tierra. La gran necrópolis de los
Aquemenidas nació de un desafió a la imaginación. En un acantilado de 64 metros de altura, casi
vertical, se abren, excavados en la roca, los túmulos de Darío I, Xerxes, Artaxerxes I y Darío II. El
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tono de la piedra es de un ocre dorado, nada común. El sepulcro de Darío atrae al visitante. Es una
obra de arte extrañísima, con tres registros sobrepuestos. En el relieve superior aparece, esculpido,
Ahura Mazda, el dios supremo del zoroastrismo, en lucha permanente del bien contra el mal. Abajo
surge Darío en su trono, frente a un altar de fuego. El rey es transportado por representantes de los
pueblos vasallos. El relieve del medio tiene cuatro columnas con la puerta de la cámara mortuoria en
medio. Reproduce el palacio real. Darío pretendió en primer lugar transmitir el mensaje del poder.
En diferentes inscripciones rupestres aparece la afirmación personal sin limites: "Yo soy Darío, el
gran Rey, el Rey de Reyes, el Rey del país de todas la razas, Rey sobre esta gran tierra que se
extiende muy lejos, el hijo de Hystapes, un Aquemenida, un persa, un ario de origen ario". La
reivindicación del arianismo, era, además, contradictoria. Darío no olvidaba que los Persas y los
Medos formaban la columna vertebral del poder aquemenida. Pero el Imperio era un estado
multinacional, amalgama de pueblos con culturas y religiones diferentes que gozaban de amplia
autonomía. Y su arianismo nada tenia de común con el enaltecido por Hitler. Una política racista
habría destruido una estructura estatal frágil como la de la Persia aquemenida. En la época de
Xerxes, el imperio, transcontinental, iba del Danubio al Indo, de Asia Central a las cataratas del Nilo,
reuniendo territorios con aproximadamente 5 millones de kilómetros cuadrados. Contemplando las
ruinas de los monumentos grandiosos de esa civilización me agitaban sentimientos contradictorios.
Una sensación de irrealidad me perturbaba. ¿Cómo fue posible que en aquellas soledades, entre
montañas donde la nieve nunca desaparece y desiertos incompatibles con cualquier forma de vida,
un pueblo de origen tribal, venido del Cáucaso, movilizado por un rey de ambición planetaria,
hubiese sido el instrumento de la primera tentativa de Estado Universal? En Naqsh-i-Rustam recordé
que Darío había vivido lo suficiente para comprender que su proyecto de Estado Mundial era mucho
más difícil de concretar de lo que él imaginara. La derrota en Grecia habrá sido una advertencia
sobre los límites de su poder. Más el hijo, Xerxes, retomó el sueño y el resultado fue un nuevo y
definitivo fracaso. Transcurridos apenas 130 años, un príncipe extranjero, venido de un pequeño y
pobre país europeo, Macedonia, llego e hizo de lo imposible realidad: conquisto el Imperio del Rey
de Reyes. Pero el desafío de Alejandro duro aún menos que el de los Aquemenidas: se deshizo
cuando él murió a los 32 años. El mundo habitado surgía entonces a los sabios de la época como muy
pequeño, lo que ayuda a comprender las ambiciones de aquellos que pretendían gobernarlo. Para los
contemporáneos de los persas y los griegos finalizaba el Norte en las aguas del Caspio y el sur en las
florestas impenetrables de la India; para occidente continuaba por África hasta las cataratas del
Nilo, pero las tierras del desierto libio eran casi despobladas; lejísimo, para oriente, estaba China.
LOS SASANIDAS Bishapur, en las tierras calientes del Sudoeste iraní, me aparece como conjunto
de ruinas de difícil identificación. La solidez de las murallas impresiona, pero de aquella vasta área
donde antes había casas y templo, poco queda. Las apariencias engañan. Allí existió una extraña
ciudad. Fue construida no por persas, si no por legionarios romanos a mediados del siglo III de
nuestra era. Roma iniciaba su lenta decadencia cuando un gran ejército, bajo el comando del
emperador Valeriano, fue derrotado en su primer choque con una potencia que iría a tornarse
hegemónica en la región: la Persia Sasanida. El acontecimiento conmovió al mundo antiguo. Cerca
de 40.000 legionarios y el emperador se rindieron y fueron conducidos al lugar cuyas ruinas yo
contemplaba. En el descampado, como prisioneros, construirán una ciudad que recibió el nombre de
Shapur, el vencedor de Roma. ¿Porque fui hasta allí en mi caminata por las tierras de Irán? Tal vez
para sentir, más en la atmósfera que en las piedras, el fenómeno del primero de los muchos
renacimientos persas. El pueblo de Ciro y Darío, después de la conquista de Alejandro, estuvo
adormecido en un sueño letárgico, con sus elites helenizadas. Y, de repente, 550 años después de la
destrucción de Persépolis, una dinastía, los Sasánidas, orgullosa de sus orígenes, reconstruyo un
Imperio que promueve el renacimiento persa. Durante cuatro siglos se impone militarmente,
primero a Roma y después a Bizancio. Europa continúa desconociendo lo que debe a la Persia
Sasánida. La arrogancia eurocéntrica no apaga, sin embargo, la historia. El arte islámico, después
del inicio del Califado Abassida, fue decisivamente influenciado por la herencia persa. En múltiples
campos la contribución de la cultura sasánida para el desarrollo de la civilización árabe no es desde
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luego inferior a la greco-romana. La caballería pesada, así como el feudalismo, tienen raíces iraníes.
Y fue igualmente persa la primera reforma agraria de la historia, implantada por la revolución
mazdaquista que estableció una modalidad de comunismo primitivo, reprimida con ferocidad. Los
sasánidas también dejaron grabados en bellos relieves rupestres su concepción del poder. Me
impresionaron los que vi cerca de Bishapur. No hay muchos ejemplos de que un dios haya cumplido
como Ahura Mazda una función tan importante en la marcha de un pueblo. Al fundirse
prácticamente con él, asumiendo origen divino, los monarcas sasánidas imprimieron al Estado un
carácter teocrático que los diferenció de los Aquemenidas. Los relieves sasánidas sobrevivieron a
incontables invasiones y guerras. Esculpidos en la piedra para expresar una ambición de poder
eterno, documentan hoy la brevedad de los grandes imperios y la irracionalidad de ciertas
ambiciones humanas. El esbozo del estado Universal de Darío duro dos siglos. El Imperio Sasánida
fue vencido y destruido en cuatro años por un pueblo de nómadas, venido de las arenas del desierto
árabe. Era difícil, al visitar las ruinas de las grandes civilizaciones persas de la antigüedad, no
pensar en la actual crisis de civilización que la humanidad enfrenta. Medite allí sobre la arrogancia
imperial de los EEUU y la estrategia de dominación planetaria de Bush, un pequeño hombre de
mucho poder, cultura nula y escasa inteligencia. Recordé las amenazas que dirige a Irán,
presentándose como representante de la civilización y de la cultura, el que es un moderno bárbaro.
Va a durar poco el imperio de los EEUU. Tendrá el desenlace de cuantos lo precedieron. Serpa, Julio
de 2006 Traducción: Pável Blanco Cabrera La Haine
Artículo anterior: Dos semanas en Irán (I): Un pueblo pacífico y civilizado en un país de
cultura milenaria
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