La calidad de las relaciones

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INSTITUTO HIJAS DE MARÍA AUXILIADORA
Fundado por san Juan Bosco
y santa María Dominica Mazzarello
N. 887
Signos creíbles del amor de Dios
en las relaciones cotidianas
El tema del CG XXII nos lleva de nuevo al núcleo central de nuestra identidad descrita en las
Constituciones, especialmente en los artículos 1, 8, 18, 63: ser signo y expresión del amor
preventivo de Dios, viviendo, en la escuela de María, el amor de predilección por los
jóvenes.
Para testimoniar este amor, todo en nuestra vida debe dirigirse, queridas hermanas, a Aquel
que nos ha amado primero y nos llama a transmitir el mismo amor a los otros.
El documento En preparación al CG XXII señala el camino de santidad que se desprende de
esta convicción y define la espiritualidad de lo cotidiano como una continua tensión hacia el
amor (cfr. p.8).
La experiencia del amor preventivo de Dios libera el corazón de los miedos, lo abre a la
acogida y pide una respuesta de amor a Él y a las personas con las cuales Él nos convoca
para confiarnos la misión de evangelizar educando.
La calidad de las relaciones en la vida cotidiana es el signo que Jesús nos dejó para
reconocer a sus seguidores, el lenguaje que las personas comprendemos, el don de ayuda
recíproca que la vida comunitaria nos ofrece para crecer en la capacidad de amar.
La calidad de las relaciones
La calidad de las relaciones constituye un verdadero reto en el mundo de hoy donde
prevalecen criterios de eficiencia, rivalidad, competición; un mundo lleno de divergencias,
desgarros, miedos, intolerancias. La vida de cada día muestra también la soledad, la
discriminación, la exclusión que sufren personas y comunidades y, al mismo tiempo,
manifiesta una gran necesidad de auténticas relaciones que construyen la convivencia
humana.
Los medios de comunicación, si bien han multiplicado las oportunidades de relación,
reducido las distancias, abreviado los tiempos y enriquecido las formas de comunicarse, no
parece que hayan contribuido a mejorar la calidad de las relaciones entre personas y
pueblos.
El malestar observado en la sociedad de la que formamos parte afecta también a nuestras
comunidades. Los seminarios de espiritualidad de comunión han evidenciado que a veces
nos contentamos con relaciones funcionales y no empleamos todas nuestras energías en
formar una familia donde podamos crecer juntas en mutuo acompañamiento. La sociedad
impone con frecuencia unos ritmos de vida y una complejidad de exigencias que absorben
muchos recursos. Con realismo constatamos, en algunos casos, la tendencia a ceder a los
criterios dominantes de la cultura: individualismo, culto a la competencia profesional y al
éxito personal o institucional. Nos falta tiempo para preocuparnos unas por otras, para
compartir la Palabra, para un diálogo sereno y lleno de confianza, para el discernimiento
comunitario. La vida de relación puede peligrar ante formas de egocentrismo que impiden
gozar de los dones y de los éxitos de las demás, y verse perjudicada por manifestaciones de
inmadurez afectiva o de rigidez frente a lo nuevo.
Se pide a todas una mejor calidad de las relaciones, una vida comunitaria más rica de calor
humano y más centrada en la misión. La experiencia confirma que esto es posible. He
podido constatarlo con alegría al visitar muchas inspectorías, donde he encontrado
comunidades que viven el compromiso de relativizar los problemas, superar divergencias de
puntos de vista o de culturas, armonizar las diferencias intergeneracionales en vistas a un
proyecto común.
Son comunidades que en la experiencia de cada día realizan la tarea confiada
especialmente a las personas consagradas: “fomentar la espiritualidad de comunión primero
en la propia comunidad y, después, en la comunidad eclesial e incluso más allá de sus
límites... En estos años las comunidades de los consagrados y consagradas se entienden
cada vez más como lugares de comunión, donde las relaciones aparecen menos formales y
donde se facilitan la acogida y la mutua comprensión. Se redescubre también el valor divino
y humano de estar juntos gratuitamente como discípulos y discípulas en torno a Cristo
Maestro, en amistad, compartiendo también momentos de distensión y de recreo”. (Partir de
Cristo n. 28-29)
También Benedicto XVI destaca el valor de testimonio evangélico de esta forma de vida:
“Comprometiéndoos en la formación de comunidades fraternas, demostráis que, gracias al
Evangelio, también las relaciones humanas pueden cambiar; que el amor no es una utopía,
antes al contrario, es el secreto para construir un mundo más fraterno”. (10-12-2005)
La palabra del Papa es una llamada implícita a superar las situaciones que bloquean y
ofuscan la radicalidad evangélica, la comunión entre nosotras y con los laicos, la solidaridad
con los más pobres. En la realidad compleja en que vivimos, Dios nos llama a expresar con
sencillez y audacia quiénes somos; a dar razón de nuestro vivir juntas, de las opciones que
hacemos; a creer que la presencia de Jesús nos construye como comunidad y que el
Espíritu hace eficaz la misión.
La misión, de hecho, “presupone que las comunidades estén unidas, es decir, tengan un
solo corazón y un alma sola (cfr. Hch. 4,32) y estén dispuestas a testimoniar el amor y la
alegría que el Espíritu Santo infunde en el corazón de los fieles” (Jornada mundial de la
Juventud 2007). La calidad de las relaciones expresa el amor preventivo de Dios, el
seguimiento honesto y gozoso de Jesús, la fidelidad al Espíritu de amor y contribuye a
asegurar aquel atractivo que hace de la vida consagrada un signo creíble y eficaz.
La comunidad, taller de relaciones
Como personas, todas tenemos necesidad de comunidad. De centrarnos en un proyecto
común, abrirnos al diálogo y a la capacidad de escucha; de formar comunidades donde
sentirnos en casa, donde poder ofrecer de manera creativa la propia aportación y acoger
con agradecimiento la de las demás.
En algunas inspectorías se advierte la disminución de las fuerzas disponibles para la misión.
Pero hemos de reconocer que muchos recursos están bloqueados o dispersos. Todas
somos responsables de ayudarnos a liberar la riqueza humana de cada hermana y orientarla
hacia la tarea que Dios nos confía. La primera misión que Él espera de nosotras es que
seamos signo de comunión en la diversidad.
Esta misión requiere un camino de madurez humana que ayude a cada hermana a
desarrollar una sana autonomía y una apertura valiente a la confrontación.
Exige cuidar la calidad de la vida personal y comunitaria con la oración, el trabajo y el
descanso, valorando los momentos adecuados para reponer fuerzas espirituales y físicas;
requiere vivir un camino de recíproca sumisión en la fe.
El compromiso de ser signo del amor preventivo de Dios se expresa en comunidad como
amor que se cuida de las demás, como alegría de estar y trabajar juntas. “Cada comunidad
constituye el banco de pruebas de la autenticidad y fecundidad de unas relaciones
evangélicas, allí donde se trata de “hacer con libertad todo lo que requiere la caridad”. (cfr.
En preparación, 14)
En las comunidades-taller se vive la espiritualidad salesiana, se recuerda a muchas
hermanas que se pusieron en camino antes que nosotras y nos indican caminos auténticos
de santidad, independientemente de las tareas que desarrollaron. Se valora el don del
perdón recíproco que capacita para nuevas relaciones según el Espíritu y es signo de
acogida del perdón del Padre en nuestra vida.
Las presencias más fecundas también pastoralmente son aquellas en que se valoran la
reciprocidad y la diversidad no sólo personales, sino generacionales y culturales. En la
gestión positiva de los recursos y de las diferencias se actualiza la universalidad del
carisma.
Para ayudarnos en el ejercicio cotidiano de las relaciones y en clima de preparación al CG
XXII, sugiero cultivar algunas actitudes relacionadas entre sí, propuestas por el padre José
M. Arnaiz: profundidad, autenticidad, transparencia (cfr. Vida Religiosa, Cuaderno n. 3,
2007).
La profundidad se cultiva con el silencio, la escucha, la reflexión, el discernimiento. El
silencio hace posible escuchar el propio corazón, caminar con coherencia. Caminar en
profundidad es garantía no sólo de la escucha de sí y del encuentro con Dios, sino también
de la capacidad de estar presentes activamente en el mundo tecnológico, acelerado, en el
que vivimos. Desde lo profundo emerge lo que es auténtico.
La autenticidad ayuda a ir a la fuente donde el agua surge fresca y vivificante. En la fuente
sabemos realmente quiénes somos y qué buscamos, cuál es el motivo por el que estamos
juntas. La fuente nos lleva a la sencillez y originalidad de nosotras mismas, al centro de
nuestra vida. La angustia y la tristeza llegan de pronto sólo cuando perdemos el centro,
cuando la vida real que llevamos nos aleja de aquello que estamos llamadas a ser en
profundidad.
La transparencia va unida a la profundidad. En una realidad impregnada de superficialidad y
banalidad hay que saber discernir y cultivar aquello que genera vida. Allí donde la cultura
considera la vulgaridad como algo normal, debemos preguntarnos si tal vez en nuestra vida
no nos adaptamos a este modelo de normalidad.
Si vivimos en profundidad, podemos invitar a otros a ser profundos y nuestra invitación
convence porque es transparente. Llegamos en profundidad a los demás sólo a partir de
nuestra transparencia y profundidad, porque la única comunicación posible es la que va de
la vida a la vida. Cuando damos prioridad al ser sobre el hacer, a la realidad sobre la
apariencia, desde lo íntimo de nosotras mismas brotan creatividad y audacia que suscitan
interés y admiración.
En el espíritu de familia
Hay una modalidad genuinamente salesiana de vivir las relaciones en comunidad: es la que
se realiza en el espíritu de familia. Todas lo necesitamos. Un creciente analfabetismo de los
sentimientos que parece caracterizar a la sociedad, lo hace aún más valioso y actual.
También en tiempos de D. Bosco y de María Dominica existía el drama de la soledad
afectiva. Muchos chicos vivían abandonados, sin familia y sin amor. Nuestros Fundadores
respondieron a su demanda inconsciente de afecto y de atención creando un ambiente en el
que todos, al saberse amados, se sentían de casa. El espíritu de familia constituía el clima
adecuado para un aprendizaje de las relaciones donde se les valoraba a la vez en el
descubrimiento de los recursos de cada uno y cada una, en la implicación, en el testimonio
de un amor que, mientras hacía crecer en humanidad, alimentaba el deseo de responder a
la llamada de Dios y de comprometerse por los demás. En aquel ambiente – relata don
Caviglia - don Bosco daba mucha libertad a las personas, era la libertad de la familia que se
compenetraba con la libertad de Dios.
El secreto de este espíritu consistía en imaginar que cada uno y cada una era un poco mejor
de lo que era en realidad. De hecho, toda persona obra, actúa, incluso existe en proporción
de aquello de que la cree capaz quien la ama... El clima de los orígenes creaba un ambiente
oxigenado en el que se respiraba confianza profunda, libertad, acompañamiento recíproco.
En Mornese y en Nizza, donde María Dominica y las primeras colaboradoras
experimentaron la salesianidad en femenino, todo era sencillez, confianza, alegría
comunicativa. Se prestaba atención a la vida que crecía, se recibía y se daba amor, se vivía
la espiritualidad del día a día, de la puntada de aguja como acto de amor de Dios.
En Valdocco, como en Mornese, no faltaban dificultades. En la Carta de Roma de 1884, don
Bosco advertía que se había debilitado el espíritu de los primeros tiempos, es decir, el amor
como servicio a la vida y al crecimiento auténtico de cada joven.
Un amor que no es percibido por los muchachos – a pesar del sacrificio, la dedicación, la
profesionalidad de sus educadores - hace dudar de su autenticidad.
En cada comunidad el ser y el sentirse familia exige el paso del yo al nosotros, de mi
proyecto al proyecto común, de mis intereses a los de las demás, del simple querer a querer
el bien. Este tipo de familia está siempre en construcción. Deja de existir cuando alguna de
nosotras dice basta, cerrando el espacio a la esperanza.
Uno de los aspectos típicos del espíritu de familia es el coloquio personal. Don Bosco lo
consideraba la llave que abre los corazones. Dando confianza a la persona se le comunica
que es digna de confianza y de amor porque Dios la ama y confía en ella. Se la dispone a
abrir el corazón, a manifestarse a su vez con confianza.
Nuestras Constituciones hablan del coloquio especialmente en el artículo 34 y el Proyecto
Formativo lo propone de nuevo como forma específica del acompañamiento personal. Hoy
se constata decididamente esta necesidad dada la funcionalidad de las relaciones.
Para que sea fecundo, el coloquio debe tener las connotaciones de un encuentro en
profundidad, de un anuncio de vida que supera las meras expectativas humanas, va más
allá de la idea que nos hemos hecho de la persona con la que entramos en diálogo. Esta
experiencia se inserta en el tejido de la existencia, donde los gestos de cada día alimentan
la capacidad de recíproca acogida, de amor y disponibilidad entre las personas.
El auténtico coloquio se desarrolla en clima de escucha cordial y exige una capacidad de
implicación que lleva a las personas a revelar algo de sí mismas, de su experiencia de
gracia y de fragilidad. Pero nunca en un solo sentido: es un compartir la vida, respetando las
tareas y los roles propios de cada una.
La conciencia de que la vida del Instituto depende de la vida de las personas mucho más
que de la organización y de las estructuras ayuda a cuidar la maduración vocacional de
cada hermana, a reafirmarnos mutuamente en la fe; permite discernir los anuncios de
novedad de los que somos destinatarias y a la vez portadoras. También en las dificultades,
si osamos abrirnos superando bloqueos y recelos, el coloquio personal garantiza apoyo y
compañía, da esperanza, ayuda a reencontrar la mirada evangélica sobre personas y
situaciones.
Cuando nuestras comunidades proponen de nuevo con creatividad el modelo carismático
mornesino, el clima humano-espiritual que se respira las configura como auténticas casas
del amor de Dios, donde es posible experimentar la belleza de sentirse amadas y a la vez
amar.
Las comunidades educativas están implicadas en esta red de amor. Así, al realizar juntas
nuestra misión, llevamos la alegre noticia del amor de Dios a nuestros contemporáneos.
Todas las iglesias para todo el mundo es el título del mensaje de Benedicto XVI para la
Jornada misionera mundial 2007.
El aliento de la misionariedad en nuestras comunidades se alimenta en la escuela del amor
recibido y dado; un amor que se ensancha en círculos concéntricos hasta abarcar el mundo
entero porque el amor no tiene límites. Cuando es auténtico, se convierte en signo creíble
que todos pueden leer.
Roma, 24 septiembre 2007
Afma. Madre
S. Antonia Colombo
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