SOBRE LA INVESTIGACIÓN EN EDUCACIÓN

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SOBRE LA INVESTIGACIÓN EN EDUCACIÓN
Guillermo Bustamante Z.
Universidad Pedagógica Nacional
Busca por el agrado de buscar, no por el de
encontrar...
Jorge Luis Borges
Yo no busco, encuentro.
Pablo Picasso
0. Introducción
En lo que sigue, se toma posición sobre cada una de las inquietudes que, en
relación con la investigación en el campo educativo, se enumeran a
continuación1:
1. Si en su proceso histórico las palabras ganan una normalización de sus
regímenes de interpretación, entonces no son ventanas hacia la realidad y, en
consecuencia, podríamos preguntarnos por la aparición de la palabra
“investigación” en el campo educativo y no proceder a referirnos a ese asunto
como si fuera algo natural, algo inherente a una especificidad ahistórica de la
educación (una “esencia”);
2. Si hay diversos modelos educativos, y si esas diferencias implican que los
asuntos que entran en juego en la educación signifiquen en cada uno de ellos
de manera particular y distinta, tendremos tantas “investigación” como
modelos en juego;
3. Si la actividad investigativa y el ámbito educativo promueven cada uno cierto
tipo de sujetos, y si educación e investigación son parcialmente diferentes,
sería importante preguntar por las condiciones de producción de la
subjetividad;
4. Si las implicaciones de la investigación afectan algunas especificidades de la
educación, entonces ésta podría verse en la necesidad de neutralizar ciertos
efectos de aquélla, aunque “haya que” hablar de investigación, por otras
razones; y
5. Si los “problemas” en educación no son detectados por una mirada del
investigador, sino que son producidos por una perspectiva, no habría
“objetividad” y sería posible interrogar cómo ciertos mecanismos hacen caber
la experiencia y la investigación educativa dentro de parámetros como
“solución”, “impacto”, “mejoramiento”, etc.
1
No se puede afirmar que estas inquietudes materialicen perspectivas complementarias o
excluyentes; una discusión sobre ellas necesariamente las reformulará, precisando los límites
borrosos e introduciendo dudas sobre aquellos límites que ya parecen establecidos.
1. Normalización de la palabra
En toda época, las maneras de hablar y sus terminologías concomitantes
parecen “naturales”; es decir, sus usuarios las consideran “transparentes”, como
dice Sercovich (1977:34), quien piensa justamente que transparente es aquel
discurso que oculta sus propias condiciones de producción, aquel que se presenta
como una ventana abierta para entrar en contacto directo con la realidad; no
obstante, todo enunciado está indefectiblemente ligado a las condiciones
efectivas de su producción, que están históricamente determinadas (cf. Pêcheux,
1975), y, por lo tanto, está estructuralmente imposibilitado de ser esa ventana.
Incluso las lenguas presentan entre sí lo que se llama anisomorfismo semántico,
fenómeno por el cual, por ejemplo, algunos indígenas colombianos describen
cuatro colores en el arco iris, mientras nosotros describimos siete; la
imposibilidad de formular esto como un efecto del uso del lenguaje llevó a los
antropólogos de mediados de siglo a decir que nuestros indígenas ¡tenían
problemas de la vista! Es algo análogo a la ceguera de la que se acusan
mutuamente las teorías rivales.
Así, en determinado momento aparece en el ámbito educativo el asunto de la
investigación, y comienza a hablarse de ella como de una actividad que siempre
debe formar parte del perfil del docente. No nos esforzamos por interrogar las
razones de su aparición, ni las razones por las cuales ese perfil no siempre se ha
considerado ligado a ella2. Hasta puede que terminemos pensando que fue algo
faltante en el pasado o, incluso, que su ausencia explica las fallas de antaño que
hoy felizmente hemos superado, dado que sí tenemos la palabra “investigación”
circulando.
Es por eso que la palabra no puede faltar en el discurso de los que tienen que
hablar de educación. Por ejemplo, la Ley 115 de 1994 desde el artículo 4 dice
que el Estado, para mejorar la educación, velará por la investigación educativa,
entre una serie de factores; el artículo 73 dice que el gobierno estimulará e
incentivará la investigación; el artículo 157 establece que la base de la JUNE para
informar al gobierno nacional sobre el servicio educativo son investigaciones
estadísticas. Así mismo, la Ley 30 de 1992, en su artículo 4 dice que la educación
superior se desarrollará en un marco de libertad de investigación; y el artículo 6
enuncia, como uno de los objetivos de la educación superior, la capacitación para
la investigación. Por su parte, el Consejo Nacional de Acreditación ubica, entre
otros principios rectores de la acreditación previa de los programas de formación
de docentes, el fomento de la investigación y la promoción de la capacidad para
investigar...
En un pasado reciente, ya la investigación era considerada como ingrediente
sine qua non, tanto de la formación de los licenciados, como de la capacitación
de los docentes en ejercicio. Por lo tanto, estas normas vienen a reformular,
2
Esta sola razón bastaría para suponer que toda discusión sobre investigación en educación que no
se proponga tal esclarecimiento es fútil, pues ya nos revela presos de una condición que —se
supone— queremos evitar, en la medida en que la investigación estaría, al menos, dando cuenta
de las condiciones de posibilidad de hablar de cierta manera y de sus efectos en nuestras
acciones.
precisar o repetir esto que ya se había promovido al lenguaje del ámbito
educativo, fuera o no por efecto de otras normas 3 . Los currículos de las
licenciaturas ya tenían —y, si no, ahora están “más obligados” a tener— una
línea de formación al rededor de este tópico (tradicionalmente conformado por
asignaturas como “metodología de investigación”) y, en muchos casos, el grado
ha estado supeditado a la elaboración de un trabajo en el que la investigación está
involucrada de alguna manera y con alguna intensidad. Esto se explicita mucho
más a nivel de postgrado, donde se establecen tres “niveles” de relación con la
investigación, según se trate de especialización, maestría o doctorado.
Así mismo, la capacitación de docentes en ejercicio, de una época para acá, ha
comenzado a mencionar la necesidad de que los docentes hagan investigación y
no solamente que les digan, mediante los tradicionales cursos magistrales, lo que
deben hacer, tal como había sido en una gran proporción la capacitación oficial,
conocida —no sin alguna razón— como “feria del crédito”. Tal vez por eso la
Ley 115 estableció que la capacitación debe estar avalada por una universidad, ya
que, por carambola, las condiciones sobre investigación que rigen a las
licenciaturas (cf. Decreto 272 de 1998) terminarán influyendo la capacitación.
Aun sin tener en cuenta el aspecto diacrónico de los efectos de sentido que
mencionábamos antes, sabemos que en todos los campos teóricos los términos
pueden tener varias acepciones, de acuerdo con las tendencias que los definen; y
pueden además ser polivalentes en campos como el educativo, que no se
restringen a lo teórico, sino que están constituidos también por otro tipo de
discursividades (claro que cuando los términos de una discusión teórica pasan a
la norma, comienza a regir otra lógica...). De ahí que sea pertinente llamar la
atención sobre la existencia de dos niveles igualmente importantes: el del
“hablar” en ese campo y el del “hacer”4. En educación podemos inferir que la
mención a la investigación puede formar parte de un contexto, ya invadido con
palabras como “proyecto”, “autonomía”, “calidad”, “innovación”, “eficiencia”,
etc., que cambian al vaivén de los procesos socio-políticos. Por provenir de ese
espacio, pensamos que los efectos de esta terminología sobre el proceso
educativo, que los tiene, no necesariamente se relacionan de manera literal con
los enunciados que la hacen existir, de la misma manera que las palabras literales
de un saludo no son las que constituyen el sentido pleno de ese acto
comunicativo.
De ahí que no se trate simplemente de decir cómo concebir la investigación en
el ámbito educativo, en general, independientemente del contexto y de la historia
(lo que, con mucha inexactitud, parecería más próximo a una inquietud
epistemológica). Como si bastara con que alguien enuncie unas verdades en
relación con la investigación para que quien escucha quede capacitado para llevar
a cabo unas acciones de política educativa en cualquier nivel (desde una
3
La ley 80 de 1980, por ejemplo, hablaba de docencia, investigación y extensión como los tres
elementos que debían regir la vida del profesor universitario.
4
Cf. Charaudeau, 1986. Cada decir constituye un hacer comunicativo y cada hacer comunicativo
puede tener un decir. Las formas respectivas no tienen por qué coincidir —es más, en algunos
casos no deben coincidir—. En consecuencia, no se plantea la proverbial oposición: “del diecho al
hecho, hay mucho trecho”.
reestructuración curricular hasta una norma), para diseñar un programa de
capacitación o, incluso, para ser investigador. Y no es que la respuesta, que
efectivamente se da (allí están las normas, los manuales y los profesores), no
tenga efectos reales; claro que los tiene, pero la especificidad del terreno en el
que la respuesta “sirve” no es forzosamente investigativa. De ahí que un profesor
de “metodología de la investigación” puede perfectamente nunca haber hecho
una investigación. De ahí también que el contexto del hacer comunicativo en el
que el decir sobre investigación es necesario puede tener que ver sencillamente
con el hecho de que un funcionario educativo es mal visto si, al hablar de ciertos
asuntos de la educación en determinados contextos, no se refiere a la
investigación; basta con que cambie el escenario (por ejemplo, que pase de la
declaración pública a la entrevista con el Ministro de Hacienda) para que los
términos cambien.
Entonces, el asunto no sería algo tan sencillo como formular la mejor manera
de concebir la investigación en educación. La prueba está en que, en primer
lugar, pese a que ya muchos han hecho tales formulaciones (desde su punto de
vista), el resto de los mortales no hemos sabido obedecer 5; y, en segundo lugar,
todos los programas vigentes han sabido convencer a las autoridades que tienen
respaldo investigativo y, sin embargo, cuanta Misión se elige en el país y cuanto
funcionario educativo lo requiere, habla de los bajos niveles en investigación.
Esto, por supuesto, no elimina la necesidad de enfrentar los problemas
educativos, ni de responder si frente a ellos se puede hacer algo con la
investigación; pero parece ser más acertado responder desde un contexto más
complejo y, en consecuencia, sin certeza de una respuesta positiva, pero con la
aspiración de explicitar las distancias entre los ámbitos del decir y el hacer
comunicativo, a propósito de este asunto.
2. La investigación, según cada modelo educativo
Primero que todo, habría que demostrar que existen modelos educativos, pues
no es tan evidente: por ejemplo, Basil Bernstein piensa que no. Lo cual también
presupone explicitar lo que se entiende por “modelo”. Todo esto no hace más que
llevarnos a la idea de que tal descripción se hará, necesariamente, desde una
perspectiva interpretativa. Además, en consecuencia con lo dicho más atrás, es
necesario plantear que los diversos modelos educativos (si los hay) no están “en
la realidad” para ser observados y descritos; solamente una perspectiva
interpretativa es capaz de “captar” ciertas formas que otra no percibe, o que
percibe de manera distinta o parcialmente; aunque más preciso sería decir que
una perspectiva interpretativa promueve sus objetos a la existencia (cf.
Watzlawick y Krieg, 1995). Entonces, en este aparte se habla de cinco modelos,
5
Lo que se asemeja a la situación de que cada religión ha expuesto las razones por las cuales su
dios es el único y el verdadero y, no obstante, hay personas que o son incrédulas o creen en otros
dioses. Incluso algunos grupos llegan a decir que la oposición a ser escuchados es una muestra
de su verdad.
obtenidos a partir de una aplicación de la teoría Lógico-semántica de Luis Ángel
Baena (1976, 1989)6.
Educación natural
Un primer modelo concibe la educación como natural, es decir, como un
evento que le ocurre al sujeto sólo por el hecho de ser un individuo de la especie
homo sapiens. O sea que el sujeto es el objeto de un proceso natural. En este
caso, la investigación puede aparecer como un estado de maduración del sujeto,
como una etapa de su desarrollo natural y, en consecuencia, la idea misma de
formar en investigación parecería absurda, pues si alguien va a ser investigador,
es algo que viene desde su nacimiento. Cuando se piensa así, se suelen contar
anécdotas como la de que Mozart a los 4 años ya había compuesto una obra, que
a los 8 años Borges ya había escrito un ensayo sobre mitología; entonces,
también parece necesario justificar a un investigador mediante relatos de hechos
sorprendentes de su infancia, lo que nos indicaría que, desde ese momento, ya se
veía venir el investigador innato, algo irrepetible: “A los 6 años, ya Piaget había
estudiado un pájaro albino que veía por su ventana”. Y entonces hay que
aprender a detectar estos casos desde muy temprana edad, para no ir a hacer
cosas contraproducentes y dejar que se desarrolle plenamente lo que ya viene
predestinado.
Educación auto-agenciada
Un segundo modelo concibe la educación como auto-agenciada, es decir,
como un evento que el sujeto desencadena sobre sí mismo. Aquí también es
fundamental un concepto de desarrollo, aunque no sea natural, en el que la
diferencia de edades materializa diferencias cognitivas y, por lo tanto, justifica el
propósito de acortar el proceso de aquel que queremos educar: si bien se
desarrolla solo, debe enfrentar unos obstáculos que, por ser objetivos, pueden
sistematizarse y, por lo tanto, ordenarse y perfeccionarse; ¿para qué esperar a que
el sujeto encuentre los obstáculos si ya sabemos lo que va a encontrar? Quien
concibe la educación de esta manera, entonces, piensa que para formar a alguien
en investigación es necesario dejarlo hacer frente a ciertas situaciones que, por
madurez y/o por conocimiento, “sabe” que son experiencias necesarias para el
otro y por eso, deliberadamente, se las pone en el camino (el medio que el otro
encuentra ya no es “natural” sino que está seleccionado). Es el caso de la idea
que reza: “a investigar se aprende investigando”, o cierta idea de auxiliar que se
convertirá en investigador gracias a estar al lado de los que saben7.
6
Me propongo continuar esta aplicación, cuyos primeros resultados están en un artículo publicado
(Bustamante, 1997). Para ello, se ha presentado a la Universidad Pedagógica Nacional, en
diciembre de 1998, un proyecto titulado: «Análisis lógico-semántico de descripciones hechas por
los actores educativos sobre la educación».
7
“Hemos consultado con [...] investigadores que en diversos lugares del mundo han venido
trabajando al lado de maestros expertos, para aprender de ellos las prácticas más efectivas de su
profesión” (MEN, 1996:11).
Educación hetero-agenciada
Un tercer modelo concibe la educación como hetero-agenciada, es decir, como
un evento desencadenado sobre el sujeto que aprende, por parte de otra persona
(por ejemplo, el profesor). Se trata de llevar a cabo una serie de acciones que
tienen efectos sobre el aprendiz, sin necesidad de que éste se dé cuenta o de que
lo desee (incluso a veces contra su deseo); de ahí que una idea aproximada al
aprendizaje sea la de hábito, entendido como conjunto de comportamientos
agrupable bajo cierta denominación: hábitos de aseo, hábito de lectura, etc.
Entonces, la investigación puede aparecer como uno de los hábitos con los que
puede resultar alguien si le dieron una instrucción adecuada. De tal manera,
quien concibe así la educación piensa que para formar a alguien en investigación
es necesario que se acostumbre a hacer determinadas cosas, que mecanice ciertos
procedimientos. Lo que se denomina “asistente de investigación” es un buen
ejemplo de investigador bajo este modelo: una persona que está habituada a
proceder de determinada manera (y que se la puede habituar con facilidad a otra
manera), que no se hace preguntas, y que por ello se la puede poner a hacer
cualquier cosa en el ámbito donde se desenvuelve.
Educación hetero-otorgada
Un cuarto modelo concibe la educación como hetero-otorgada, es decir, como
un evento desencadenado, ya no sobre el sujeto, sino sobre el saber, de una
manera particular: otro lo entrega al sujeto que aprende. Esto ya sugiere al menos
otros dos eventos: el de construcción de ese objeto entregado8, y el de desarrollo
del aprendiz, independientemente del saber, como sujeto capaz de recibir.
Entonces, la investigación aparece como el resultado de que alguien haya puesto
a la persona a tono con cierta “gramática” de las disciplinas específicas (cf.
ICFES, 1996). De tal manera, quien concibe así la educación, piensa que para
formar a alguien en investigación, es necesario ponerlo en el camino que el
instructor ya conoce y sabe que es el correcto (así el mismo sujeto sea el que pide
la instrucción, el modelo es el mismo). Bajo este modelo, un investigador es
aquel que no sólo lleva a cabo satisfactoriamente lo que le enseñaron, sino que
también inventa, pero desde el punto de vista de las implicaciones que la
gramática de su disciplina conlleva por sí misma; por eso no es extraño que los
investigadores bajo este modelo no piensen otros ámbitos de la vida social (y, en
consecuencia, opinen acerca de ellos no siempre con suficiencia), ni se
consideren responsables de las implicaciones de su trabajo (y, en consecuencia,
hablen de “ética” en un sentido moral también restringido).
Educación co-agenciada
8
No basta con decir que fue, a su vez, entregado por otros, pues esto no explica la existencia
misma de los saberes “transmitidos”.
Un quinto modelo concibe la educación como co-agenciada, es decir, como la
articulación entre la acción que realiza el maestro sobre el saber (enseñar) y la
acción que realiza el alumno (aprender) sobre el saber. La investigación puede
aparecer aquí como un conjunto de acciones horizontales, sin jerarquías y,
entonces, se dicen cosas como “yo enseño, pero al mismo tiempo aprendo de mi
estudiante; y él aprende, pero al mismo tiempo me enseña”. De tal manera, quien
concibe la educación así, piensa que para formar a alguien en investigación lo
importante es la negociación. No obstante, esto alberga cierta contradicción, pues
la horizontalidad se ve afectada por el hecho de pretender el beneficio del otro, lo
que implica que el capacitador no va a cambiar, por ejemplo, su propósito de que
el otro se forme; en cuyo caso, el aprendiz no es un igual, pues o bien escoge el
camino de quien se presenta como su igual o, si no, se queda en su propio saber,
el cual es considerado como obstáculo, error, pre-concepto, etc. La relación
comunicativa, además, se pone como vehículo para que uno de los dos, el
aprendiz, explicite y supere sus errores. La posición frente al saber es vertical,
pues se habla de ceder ante el mejor argumento (o sea que hay parámetro por
fuera del acto comunicativo), así frente a la comunicación se publicite como
horizontal.
Pensamos que la aproximación a la educación se hace necesariamente desde lo
que hemos llamado un modelo (de los que aquí se describen 5, sin pensar que
están todos ni que no se puedan subdividir en un análisis más minucioso). Éstos
son como máquinas interpretativas: todo lo que entra a su sistema es entendido
de manera particular. Por ejemplo, el castigo corporal al estudiante no puede ser
entendido de una sola manera, ni juzgado universalmente como un acto
condenable; parece ser connatural a una educación heteroagenciada (que toma al
aprendiz como objeto), mientras que sería criticable en una educación coagenciada (que reconoce al aprendiz como interlocutor). Así, por el hecho de
concebir las cosas de manera distinta, los modelos educativos no pueden
entender la investigación de la misma forma. De tal manera, los “formadores” de
investigadores indefectiblemente manejan algún modelo educativo; así, a la hora
de tratar de introducir la investigación en la formación de licenciados o en la
cualificación de profesores en ejercicio, es inevitable arrastrar la posición frente a
todos los elementos del proceso educativo: aprendizaje, enseñanza,
conocimiento, sujeto, contexto, etc.
En conclusión, el llamado a la investigación —fundamental en el contexto de
cierta “retórica” sobre educación— no significa literalmente en el contexto de la
formación. No se puede hablar, en general, de “investigación en educación”, ni
pretender afectar positivamente la educación inyectándole “investigación”, que
después de proferida entra en la máquina interpretativa de cada modelo.
Además, los modelos también serían como máquinas de producción de
efectos; como las acciones que despliegan no son las mismas, es de esperarse que
los resultados sean distintos. Entonces, las evidentes diferencias entre la
formación dispensada por dos instituciones no constituye un “perfil”
institucional, una especie de pátina que se adhiere a la persona en proporción
directa a su “sentido de pertenencia”. Más bien, las instituciones formadoras de
docentes y las instituciones capacitadoras de docentes en ejercicio producen
sujetos distintos para el ámbito educativo, es decir, no solamente con
competencias distintas para enseñar las ecuaciones de segundo grado, sino, por
ejemplo, para pensar la realidad nacional, etc. Por supuesto que habría que
conjugar todas las variables susceptibles de ser portadoras de modelos, pues
perfectamente éstos pueden diferir entre docente, estudiante e institución.
3. Sujeto de la investigación y sujeto a capacitar en investigación
Hay muchas maneras de concebir los sujetos. No obstante, se tomarán algunos
aspectos de entre las diversas maneras de concebir el sujeto que supuestamente
se va a capacitar en investigación: que es un sujeto equivocado, que accede a
conocimientos preexistentes, que aplica un método.
Estos aspectos se contrastarán con algunas maneras como se concibe el sujeto
que la investigación presupone, para mostrar que ambos son sujetos distintos, en
tanto son efecto de procesos distintos, de especificidades al menos parcialmente
excluyentes. Esto hace que los esfuerzos por “formar en investigación” que no se
preguntan por las condiciones de producción de los sujetos, pueden encontrar —
mejor sería decir producir— un impase permanente que obliga, entre otras, a
estarse preguntando si la definición anterior de investigación estaba equivocada,
si los expertos consultados ya pasaron de moda, si la metodología desarrollada
para capacitar no fue adecuada y hay que cambiar de estrategia, si tenemos
destino esquivo. No auguramos un final para estas dudas cuya matriz de
respuestas es autoconstruída.
El sujeto, sinónimo de error
El sujeto a capacitar en investigación en el proceso educativo puede
concebirse como alguien a quien hay que mostrarle lo equivocadas que son
algunas nociones (es la idea de investigar contra el error cultural, contra los
paradigmas, contra los obstáculos epistemológicos), o lo equivocadas que son
sobre todo sus ideas (se investiga contra el error personal, contra los obstáculos
epistémicos).
Desde otra perspectiva, en cambio, puede verse la actitud investigativa no en
relación con la erradicación de ideas equivocadas, mediante una lógica
argumentativa que demostraría, por superioridad de lógica, la contundencia del
argumento disciplinar; o mediante la realidad misma que mostraría la
inferioridad del argumento mediante la evidencia de la realidad, materializada en
el experimento, en la estadística, etc. Por el contrario, los sujetos no tienen por
mundo de sentido una serie de algoritmos matemáticos, sino —como dice Zuleta
(1986)— “ideologías encarnadas en conductas y en sentimientos”. Esto quiere
decir que la actitud investigativa, en primera instancia, puede verse como algo
definido, en relación con el hecho de que las ideologías sean refractarias a la
experiencia, en el sentido en que no importa lo que pase, indefectiblemente habrá
una manera de interpretar que reafirme nuestras creencias. La supuesta
“evidencia” de la realidad, que aparece en muchas ideas de investigación como
criterio de demostración, no explica por qué los seres humanos, pese a tener, por
ejemplo, al reino vegetal y sus procesos bioquímicos supuestamente al frente, les
han asignado a las plantas poderes mágicos e, incluso, la categoría de dioses 9. Y,
en segunda instancia, esto quiere decir que la actitud investigativa puede verse
como algo definido en relación con el hecho de que no se trata sencillamente de
enunciados, sino principalmente de acciones que no necesariamente son
racionalizadas ni conscientes y que, en consecuencia, no son refutables con
argumentos; y que se relacionan directamente con las reacciones emotivas del
sujeto, es decir, que su valoración y su ética se explican en una sola subjetividad
y son intransferibles.
El conocimiento, externo al sujeto
El sujeto a capacitar en investigación puede concebirse como alguien que
debe: por un lado, acceder a conocimientos que ya existen en los libros, en las
instituciones, en los grupos de investigación, y que son transmitidos o inoculados
por personas que ya los poseen (como vimos en el punto 2.); y, por otro lado,
encontrar conocimientos que no existen.
En cambio, el ser humano es algo opuesto a ese sujeto-vacío o parcialmente
vacío: tiene muchas ideas sobre lo que lo afecta directamente, como dice Zuleta
(1986), o sea, frente a todo, pues estamos considerando que los objetos son
promovidos a la existencia por perspectivas sociales y, entonces, todo nos afecta
de alguna manera, o sino, no lo hacemos existir; en consecuencia, nunca somos
tábula rasa, siempre estamos cerrando lo conocido como totalidad. En lugar del
estereotipo según el cual el escritor siente angustia ante la hoja en blanco;
estamos asumiendo que para los sujetos el mundo está permanentemente lleno.
Ya desde Platón se caracteriza la ignorancia no como una carencia de
conocimientos, sino como una llenura. De tal manera, la investigación no
consistiría en “informarse”, como un sujeto vacío y neutro frente al asunto
investigado, sino en “aprender a pensar un objeto” (Zuleta, 1986), pues no es
cierto que estemos dispuestos a investigar cualquier cosa; más bien estamos
dispuestos a perpetuar todo el complejo sistema de ideas que constituyen una
forma de representarnos y de sobrevivir en la interacción con los demás.
La investigación: aplicar un método
En nuestro medio, el sujeto a capacitar en investigación se concibe como
alguien que debe llegar a ser, como investigador, un sujeto que aplica un método
que garantiza resultados fiables.
La actitud investigativa, en cambio, tiene relación con lo que dice Foucault:
«¿Qué valdría el encarnizamiento del saber si sólo hubiera de asegurar la
adquisición de conocimientos y no, en cierto modo y hasta donde se puede, el
9
Como el caso de la Siguaraya, en Cuba, y de la Ceiba (Iroko), en Puerto Rico.
extravío del que conoce?» (cf. Foucault, 1986). Según esta idea, no es posible
separar método, sujeto y objeto, pues,
-
-
de un lado, el objeto no precede al punto de vista, sino que es el punto de
vista el que crea al objeto (Saussure, 1989); de esto hacen parte no sólo la
aparición de los objetos de la ciencia (mediante la abducción que dio origen a
la idea de unas órbitas elípticas para los planetas, Kepler procedió como en la
ciencia ficción), sino también experiencias de la vida cotidiana como la
infancia (a la cual Philippe Ariès le encuentra una época precisa de
nacimiento), u objetos materiales como el polietileno (que no resulta de la
producción “natural” de elementos), etc. Y,
de otro lado, si bien la metodología está presente durante toda investigación,
no constituye necesariamente un punto de partida que permita prever qué va a
ocurrir. Desde la perspectiva que entiende el método como la negación del
sujeto (según la cual, donde hay ciencia, hubo método científico, mientras
que donde hubo error, hubo sujeto), hay que esforzarse por reducir el monto
de incertidumbre que siempre persiste; pero, paradójicamente, éste parece ser
parte aquello que causa la investigación; en cuyo caso habría que considerar
la incertidumbre como inherente a nuestra relación con el mundo.
Lo que está en juego en esta reflexión, entonces, son las formas de producción
de la subjetividad (tanto en el sentido de la actitud investigativa, como en el del
sujeto efectivamente existente y que supuestamente se lo va a hacer
investigador). Si la producción de la subjetividad no se tiene en cuenta, puede
pensarse que alguien sabe más que otro de algún tema (lo que lo autorizaría a
enseñar), cuando en realidad nadie pueda ser acusado de ignorar algo en relación
con lo cual no ha organizado su vida (Lacan, 1981). Desde la idea de un sujeto a
capacitar, se desarrolla cierta forma de relación con la investigación que podría
contribuir a constituir sujetos que no se hacen preguntas; en otras palabras, la
llamada capacitación en investigación puede producir sujetos que se oponen a la
actitud investigativa.
En esta dirección, la idea de “investigar para cambiar” (o para mejorar la
calidad, o cualquier otra por el estilo) puede ser uno de los tantos estereotipos
que reinan en el ámbito educativo. Cuando el mantenimiento de la relación con el
objeto permite mantener incólume al sujeto, no hay necesidad de investigar,
aunque se diga que se quiere; por eso generalmente a esa declaración se le
agrega: “no sé”, “explíqueme qué debo hacer”, “es que yo nunca he hecho
investigación”, etc. No estamos lo suficiente y sinceramente aburridos con lo que
pasa, como para tener que investigar. Digo “sinceramente”, porque es usual que
nos quejemos de la situación, que hablemos de transformación, pero que con
nuestros actos perpetuemos aquello que supuestamente estamos denunciando:
«Si queremos preguntar “¿por qué persisten ciertas relaciones sociales que
causan problemas?”, sería más atinado plantear la pregunta así: “¿cuáles son las
fuerzas contextuales que prefiguran acciones que reproducen esos contextos?”
[...] Y en vez de preguntarnos “¿cómo es posible?”, nos preguntemos “¿cómo se
produjo?” y “¿cómo continúa reproduciéndose en las prácticas de los
individuos?”» (Pearce, 1994).
Como por los intersticios de la palabra brota aún lo que queremos callar,
también cuando hablamos sobre investigación y capacitación, no podemos evitar
decir quiénes somos, aunque hablar de eso se haya erigido justamente para no
saberlo. A la inquietud sobre la medida en que cada uno está en juego en su
posición sobre investigación, hemos respondido evasivamente: “alguien necesita
lo que nosotros sabemos”, “estoy comprometido con el futuro educativo”,
“tenemos que dar los conocimientos básicos requeridos para investigar”, “hay
que ceder ante el mejor argumento”, etc.
Para respuestas como éstas, de un lado, el asunto no involucra tendencias
personales (la producción de la subjetividad), sino una discusión que nos
trascendería individual, espacial y temporalmente: libros y artículos que están en
determinado sitio; generaciones anteriores que se han referido al asunto y que
han legado un acervo; discusiones simultáneas en muchos lugares, etc. Y, de otro
lado, para respuestas como éstas el sujeto se formaría en gran medida por los
contenidos que recibe del dispositivo educativo, de donde la subjetividad no iría
más allá de la razón y de la lógica.
4. ¿Quién ronda a la escuela?
Parece consenso la suposición de que la escuela se encarga de aproximar el
saber académico (por ejemplo sobre investigación) y el saber extraescolar,
irremediablemente separados por especificidades excluyentes. Esta suposición
maneja una serie de presupuestos problemáticos: que los saberes son delimitables
de esa manera; que el saber es un lugar; que el saber académico es mejor que el
saber extraescolar; que el saber escolar es académico; y que el discurso
pedagógico puede interpelar-a/ser-interpelado-por el saber académico y el saber
extraescolar.
Detengámonos en este último presupuesto. Si el discurso pedagógico tiene
acceso al saber académico, sus portadores, los maestros, estaríamos constituidos
por la especificidad de ese saber, es decir, seríamos investigadores. De lo
contrario, ¿qué nos diferenciaría del saber extraescolar? Esto, que de nuevo
separa irremediablemente ambos tipos de saber, no obstante se desmiente desde
tres ángulos distintos (no necesariamente solidarios): a) según algunos estudios
etnográficos en educación (Rueda y otros, 1994), la mayoría de los maestros no
sólo no investiga, sino que ni siquiera lee; b) las acciones oficiales de
capacitación presuponen un déficit investigativo en el maestro; y c) las medidas
internacionales sobre educación plantean que la inversión en capacitación es agua
en canastilla (en la medida en que encuentran que el rendimiento de los niños en
las pruebas masivas es independiente del número de cursos de capacitación de
sus maestros). Por eso no es extraño que la investigación sólo aparezca
recientemente como parte de aquello que supuestamente define al maestro; es
decir, el discurso pedagógico no aparece como puente entre el saber y el sentido
común por razones epistemológicas, sino que ciertos intereses sociales se
materializan en perfiles de maestro: el maestro ha sido ejemplo a imitar,
aplicador del diseño instruccional y, recientemente, investigador.
De otro lado, si el discurso pedagógico puede interpelar al saber extraescolar,
los portadores de ese discurso, los maestros, estaríamos compuestos por la
especificidad del saber extraescolar, pues las palabras interpelan sólo en la
medida en que de alguna manera interpretan la historia desde la que el otro
escucha. Pero, entonces, ¿qué nos hace diferentes de ese saber para poder
establecer el puente con el saber académico?, ¿qué privilegio tenemos para estar
constituidos de dos tipos de discurso cuyas especificidades se plantean como
contrarias? Nuestro papel parece, en consecuencia, una simulación: unos
ignorantes haciéndose los ilustrados, o unos ilustrados haciéndose los ignorantes;
lo que sorprende es, por un lado, cómo esa simulación puede engañar a los
“reales ignorantes”, cuando el estado de ignorancia es una difícil competencia
que no se improvisa; y, por otro lado, cómo esa simulación puede engañar a los
“reales investigadores”, cuando para llegar a ese estado de gracia hay que pasar
un camino con muchos puestos de vigilancia. Esta paradoja no puede partir más
que de una doble falsificación: no somos ni una cosa ni otra; la relación entre los
discursos no es la que presupone la mediación del discurso pedagógico.
Cuando alguien está en un rol social al que se le asigna la posesión de cierto
nivel de conocimiento, se espera de él que lo “entregue”; y cuando alguien está
en un rol social al que no se le asigna posesión de un cierto nivel de
conocimiento, se espera de él que lo pida. Es decir, como profesores no sólo no
cuestionamos la suposición de saber que el aprendiz hace de nosotros, sino que
aceptamos ese papel... y el dispositivo de esta impostura es el discurso
pedagógico.
Entonces, en lugar de ser la investigación un asunto de saber en contra del nosaber (o de conocimiento en contra del desconocimiento), el efecto de esa
tendencia social hegemónica es el de una relación entre saber asignado
socialmente y aceptación de esos roles (o sea, en la educación está en juego el
poder). Esta relación se perpetúa aún cuando cambiemos de contenidos, de
cantidad de información, de formas de acceso a ella, de tipos de acción, y, por
consiguiente, puede hacer muy difícil —no imposible— transformar algo.
5. La investigación educativa, ¿detecta “problemas”?
El problema
Es muy común la posición según la cual los investigadores educativos llegan a
—o están en— el espacio escolar y proceden a detectar problemas para estudiar,
para proponer soluciones (o hacerlas efectivas). Tal posición presupone una
percepción de los procesos educativos, de manera tal que no se considera la
perspectiva desde la cual se hace la supuesta detección de los problemas, pues es
el punto desde el que se hace la observación, el único posible. Es como decir que
el observador no requiere detenerse a pensar en la anatomía del ojo para ver, con
lo cual los resultados de la observación no pueden ser sino “objetivos”.
De tal manera, hablamos, entre otros, de a) “solución” a los problemas, b)
“impacto” de los programas y c) “mejoramiento” de la educación. Pero no nos
quedamos allí: tenemos los mecanismos para hacer que la experiencia educativa
en general quepa dentro de estos parámetros (y, entonces, ella se transforma en
“prueba” de nuestra verdad):
a. Establecemos relaciones en las que demandamos u ofrecemos las soluciones,
y el mismo panorama ahora se revela como el nuevo estado de las cosas; o
cuando la situación, problemática a todas luces, no se “soluciona”, entonces
aparece el argumento (novedoso en relación con la forma como fue articulado
el primer propósito de cambio) según el cual hay contextos y/o personas que
lo impiden; este argumento no interroga la idea misma de solución, por eso
sólo sirve de soporte a las condiciones que permiten continuar hablando de
“soluciones”.
b. También establecemos relaciones en las que esperamos u ofrecemos un
impacto de la iniciativa que se trate: política educativa, investigación,
innovación, reforma, etc. Hablamos, entonces de indicadores; juzgamos los
procesos en la medida en que puedan producir esos indicadores; asignamos
los recursos o los peleamos poniéndolos en relación con ello, etc. Así, las
iniciativas sirven o no sirven sólo si, a los ojos de quien juzga, muestran una
“transformación”. El efecto de la propia transformación de la educación (la
que ocurre independientemente de nuestros buenos propósitos) puede usarse a
favor, para mostrar, con la evidencia empírica, que las cosas impactaron,
cuando perfectamente puede ser algo fortuito.
c. Por último (en relación con los tres aspectos que fueron listados, puede haber
otros), establecemos unas relaciones en las que resulta evidente que las cosas
no funcionan como deberían y que tienen que mejorar. No se explica si
propósitos anteriores, como los actuales nuestros, causaron la situación que se
busca mejorar y, en consecuencia, si otros propósitos pueden transformarla.
No hay problema en que “mejorar” quiera decir cosas distintas para cada
persona; de todas maneras, se espera del otro (por ejemplo del MEN, del
ICFES, del CNA), que haga algo grandioso, algo de grandes proporciones,
que cambie todo.
Lo que aparece como primero, tal vez como único, es el problema; las causas
estarían subordinadas a los propósitos:
I
Problema
“Solución”
“Impacto”
(“Transformación”)
“Mejoramiento”
(“deber-ser”)
Las acciones de los sujetos
No obstante, podemos pensar que la detección del “problema” resulta de un
proceso que la antecede; el problema no sería lo primero que tenemos al frente
(lo concreto no sería lo evidente).
A la columna del problema, entonces, le precede otra: la de las acciones del
sujeto. La perspectiva que pretendemos problematizar sólo tiene en cuenta la
acción del sujeto en el sentido de la solución, el impacto o el mejoramiento. Pero,
¿acaso ese sujeto no actuaba antes en el ámbito que supuestamente va a
modificar? Si las acciones que ahora se propone pueden transformar algo, ¿por
qué las otras acciones que indefectiblemente hacía no podían realizar la
transformación? o, mejor, ¿qué efecto estaban produciendo? Vemos que es difícil
ponerse en esta posición; es decir, una posición en la que quepa preguntarse:
¿qué hago yo para que las cosas sean como son? y ¿qué función cumplen los
buenos propósitos?
Pensamos que la posibilidad de que alguien detecte un problema, merece dos
aclaraciones: en primer lugar, los efectos de las acciones de este alguien (que
puede ser el docente, el investigador, el innovador, etc.) que después contempla
como problema exterior a él: ¿acaso no contribuye a que exista aquello que llama
problema?; y, en segundo lugar, ¿qué concepciones tiene sobre el proceso
educativo (sobre el proceso humano, en general, más bien) para que un golpe de
mirada parezca detectar un problema?
El problema, cuando es percibido como primero, materializa, entonces, un
efecto de lo que estamos describiendo: hay algo que hace que los sujetos se
perciban como espectadores. Desde esa posición, lo hemos visto, se ve el asunto
como un balance de contabilidad: debe y haber, el sujeto sabe qué hay (con la
mirada) y sabe qué falta (el deber-ser). Consensos y acuerdos se pueden aquí
soñar, pues toda la heterogeneidad intersubjetiva está depuesta en nombre de un
ideal.
Tener en cuenta la acción del sujeto permite detectar que en el ámbito
educativo están en juego los intereses y que las diversas acciones están
encaminadas a apuntalar, de manera expresa o no, dichos intereses. Este nivel de
análisis es el que constituye nuestra complicidad con el funcionamiento de los
dispositivos.
Esto lo visualizamos a continuación; el problema ha dejado de ser la primera
columna y se ha convertido en la segunda. Aparecen la categoría producto, que
explican las ideas de “solución”, “impacto”, “mejoramiento”, etc., como
productos de la posición subjetiva y de los intereses, no como iniciativas
originales y autónomas; y la categoría sujeto, que explica la actitud de espectador
con la que se reconoce el investigador, como efecto de la complicidad:
I
Acciones de los sujetos
Producto
Posición subjetiva
Intereses
Sujeto
Cómplice
II
Problema
“Solución”
“Impacto”
(“Transformación”)
“Mejoramiento”
(“Deber-ser”)
Consenso
Espectador
No obstante, con la introducción de la columna acciones de los sujetos,
aparecerían las posiciones y los intereses exclusivamente como figuraciones
individuales e, incluso, egoístas. Es necesario, en consecuencia, pensar que el
nivel de las acciones del sujeto determina el nivel de problema, pero, a su vez,
está determinado por el de las fuerzas contextuales (cf. Pearce, 1994), que
aparecería como primera columna.
La fuerza contextual
El sentido de las acciones no es enteramente subjetivo, ni los intereses pueden
calificarse sencillamente de egoístas. Si hay unas fuerzas contextuales que
determinan la existencia de las acciones específicas, entonces es necesario mirar
hacia aquello que hace posible el mirar mismo. Es cuando la estructura del ojo
nos preocupa: puede que su admirable anatomía no sea más que una de las
formas posibles de ver. Y, en efecto, hay infinidad de sistemas perceptivos
visuales cuyas características difieren inmensamente y, en consecuencia, arrojan
diversas imágenes del mundo.
Desde esta perspectiva, estaríamos diciendo que cualquier acción (como lo es
la interpretativa) está incluída en paradigmas sociales; paradigmas que
constituyen el tejido social mismo y que producen unas formas de mirar; formas
que tienen la suficiente tensión entre ellas como para que aquello que las
sobredetermina sea susceptible de ser sentido. Estamos presos de una manera de
mirar, eso es ineludible, pero, ¿en ello no radicaría también una posibilidad de
transformación?
Hay una estructura social que distribuye de forma específica el trabajo, la
propiedad, la responsabilidad, la oportunidad, etc. Este efecto colectivo es una
condición de posibilidad del mirar, y produce formas de mirar, entre las cuales
situamos una forma de complicidad que nos hace pensar que somos espectadores
de un caos en el que poco tenemos que ver (ángeles caídos en una marranera).
De todas maneras, uno se pregunta: ¿cómo haríamos para ver el paradigma en
el que estamos? ¿Acaso eso no presupone ya estar ubicados, al menos
parcialmente, en otro paradigma? Pensamos que la investigación sería una de las
prácticas que pone en juego esta tensión, acaso esta imposibilidad.
Aparece, entonces, otra categoría: la apariencia. En la tercera columna lo que
aparece son las “cosas”, producidas por la segunda columna, pero aparentemente
objetivas; en la segunda columna lo que aparecen son los sujetos, producidos por
la primera columna, pero aparentemente libres; y en la primera columna lo que
aparecen son las palabras, el mundo de significación como efecto del tejido
social, que es una unidad de cosas, sujetos y palabras, cuya materialidad no sería
aquella con la que es nombrada en cada caso.
Así lo visualizamos:
I
Fuerza contextual
II
Acciones de los sujetos
Producto
Paradigmas
Tejido social
Posición subjetiva
Intereses
Sujeto
¿Investigador?
Cómplice
Materialidad
Palabras
Sujetos
III
Problema
“Solución”
“Impacto”
“Mejoramiento”
“Transformación”
“Consenso”
Espectador
Cosas
Pero, a su vez, ¿cómo es producida esta columna?, ¿ella es apariencia de qué?
Proponemos que es la sobredeterminación entre los tres niveles la que la
produce.
Una conclusión sería que el objeto de investigación no existe en bruto; lo que
un investigador tiene delante de sí son ideas a través de las cuales ve el objeto de
ciertas maneras, o gracias a las cuales no lo puede ver. Si esto es así, investigar
no es mirar algo, sino mirarse, mirar la mirada. «Es necesario que transforme
algo en mi manera de sentir y de pensar para acceder a conocer algo» (Zuleta,
1986). No es, entonces, que a algunos les falten unos prerrequisitos para
investigar; en cambio, el asunto tiene mucho que ver con qué tanto le conviene a
uno —y a la sociedad en la que está inserto— remover sus ideas sobre ciertas
cosas.
Así, un informe de investigación no sería contarle a otros lo que se vio, de la
manera más clara, ojalá vertida a través de un formato oficial; por el contrario, el
éxito de un informe de investigación, consiste —según Barthes 10 — en «la
naturaleza reflexiva de su enunciación».
10 Citado por Navarro, Rodrigo. «Escritura e investigación». En: Revista La Palabra N°4-5. Tunja,
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