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AVENTURAS DE SHEILA JÓLMEZ Y EL DOCTO JUANCHO. CASO REFRESCO
-¡Sheila, Juancho, corran…! ¡Ahí vuelve el teniente!
Sheila abandonó el piano y Juancho su rompecabezas, y bajaron a la calle, saltándose
los escalones de dos en dos.
Cuando llegaron, el montón de curiosos que permanecía frente a la refresquera se abría
para dar paso a los dos hombres uniformados y al perro que acababan de salir de un
blanquinegro patrullero de la PNR.
-¿En qué quedaron? -preguntó el vecinito que les había avisado-. ¿El culpable es Pata'e
Plomo o Nadita?
Sheila, larguirucha y un poco narizona, se sacó la chambelona de la boca y dijo:
-Nadita.
Juancho, regordete y rubio, con los pulgares metidos en la faja del short, aseguró:
-Pata'e Plomo.
-O sea que estamos en las mismas -resumió Vecinito; así conocido porque a su padre
todo el mundo lo llama por el apellido, que no es otro (¡elemental, querido lector!) que
Vecino.
-No, no estamos en las mismas -precisó el docto Juancho-. Yo he explicado mi
deducción, mientras que mi dilecta colega se niega a exponer los intersticios de su
razonamiento.
¿Te diste cuenta de porqué a Juancho le dicen "el docto"? Como él solo hablan los
libros.
-Mi querido Juancho -replicó Sheila con la chambelona en alto-, yo sí he dicho en que
baso mi conclusión. Pero como no di detalles, tú no te has percatado.
A veces, también Sheila habla como una novela.
-¡Pues explica, explica! -la animó Vecinito-. Pero sin palabras finas.
Antes de que oigas la explicación que dio Sheila Jólmez, voy a contarte como ella y el
docto Juancho se vieron involucrados en este caso.
4 horas antes
Como de costumbre, aquel lunes de agosto Vecino había sido el primero en llegar a la
refresquera, de la que es administrador. Desde el inicio de las vacaciones, su hijo lo
acompañaba y también ese día, apenas llegar, llamó a sus compañeritos de escuela
Sheila y Juancho, que vivían en el edificio de al lado.
Para los tres amigos, la refresquera era un formidable terreno de juegos. No solo porque
allí siempre hallaban algo dulce y frío con que aliviar los calorazos del verano, sino
porque en el patio había un barracón donde se alineaban las oxidadas máquinas del
tiempo remoto en que los refrescos eran preparados allí mismo, con frutas verdaderas,
en lugar de venir, en forma de concentrado o de sirope, de la empresa consolidada de
servicios gastronómicos.
Los tres niños jugaban a los escondidos o a la guerra de las galaxias, mientras Vecino
comprobaba que había agua, que los tambuches estaban limpios o que recibiría a tiempo
los concentrados y el hielo con que abastecer a la población a partir de las nueve.
Los lunes, Vecino tenía menos trabajo. La refresquera estaba cerrada desde el domingo
a mediodía y no abría hasta que la fábrica de hielo, bien entrada la mañana, entregaba
sus "piedras" de hielo.
Pero el lunes de este cuento, a Vecino le esperaba una desagradable sorpresa: la puerta
de su oficina estaba espatillada, la cerradura arrancada y la "caja fuerte" vacía.
-¡Concho! -exclamó Vecino-. ¡La caja fue-fuerte...!
-¿Ladrones? -preguntaron Sheila, Juancho y Vecinito, acercándose.
-¡No toquen nada! Voy a avisar a la policía.
Como el teléfono de la refresquera estaba en la oficina y no quería borrar huellas,
Vecino corrió a la "shopping" de la esquina para hacer la llamada.
Sheila Jólmez y el docto Juancho se miraron.
-Es nuestra oportunidad -dijo ella.
-¡Investiguemos! -respondió él.
-Pero no pueden entrar en la oficina -les recordó Vecinito.
-¡Ni que hiciera falta para saber que rompieron la cerradura sólo para disimular! contestó Sheila.
-¿Cómo lo sabes? -se admiró Vecinito.
-Porque la rompieron después de abierta. Fíjate en el marco de la puerta: el hueco donde
se hunde el cerrojo está enterito.
La oficina quedaba en el pasillo que iba hasta el patio, entre el almacén y el área de
despacho. No tenía otras aberturas que la puerta y un ventanuco alto y estrecho, sin
barrotes.
-Pasaron por la ventana -concluyó el docto Juancho.
-Tiene que ser -confirmó Vecinito-. Hay una sola llave y papá la tiene siempre encima,
junto con la llave de la casa. Nunca le presta su llavero a nadie, ni siquiera a mi mamá.
-La única entrada de la refresquera es el portón que da a la calle -comentó Juancho-.
¿Estaba bien cerrado cuando llegaste esta mañana con tu papá?
Vecinito afirmó con la cabeza
-Entonces, ¿cómo entraron los ladrones?
-Elemental, querido Juancho -contestó Sheila Jólmez-: el ladrón es uno de los
empleados de la refresquera. Todos tienen llave del portón.
Entonces oyeron un ruido procedente del área de despacho. ¿Habrían llegado los
empleados?
No, porque en lugar de la alta y corpulenta humanidad de Pata'e Plomo, la menuda
estampa de Nadita o la renqueante silueta de Maria Emilia, apareció Vecino. Resoplaba
como si acabara de correr los cien metros planos en nueve segundos y ocho décimas.
-Se llevaron la recaudación del sábado y el domingo -comentó el hombre, preocupado-.
Normalmente solo tendría que estar el dinero del domingo, pero el sábado se me hizo
tarde para ir al banco... ¡Nos levantaron más de cinco mil pesos!
Juancho y Vecinito soltaron un silbidito de admiración.
Pero Sheila no le prestó atención a la cifra. Acababa de notar que había un charco en el
suelo, delante de la oficina. Sin embargo, en todo el fin de semana no había llovido.
Su aguda mirada también le permitió advertir que en el polvoriento piso de la oficinita
no se veía ninguna huella de humedad: ni delante del buró, ni entre las desfondadas
butacas ni junto al armario atestado de papeles amarillos y libracos de política y
economía que nunca habían sido leídos. Tampoco se apreciaba nada de particular ante la
caja "fue-fuerte", como la llamaba Vecino no por nerviosismo ni porque fuera gago,
sino porque "fuerte" ya no lo era desde hacía años.
Cuando llegaron los policías, la primera pregunta que le hicieron fue porqué dejaba el
dinero en una caja fuerte que no podía resistir a un ladrón medianamente equipado.
El pobre Vecino solo pudo balbucear una tontería:
-Le tenía más confianza a la cerradura de la oficina que a la caja fu… Y como siempre
me llevo la recaudación al banco, no iban a robar precisamente el único día que…
-Ya ve usted que sí -le interrumpió el teniente Lestrada, y sentenció sin
contemplaciones-. Sea cual sea la habilidad del delincuente, la mayoría de los delitos
serían imposibles sin un descuido por parte de la víctima.
Después de esto, el teniente pidió que salieran de la refresquera, mientras el técnico y él
inspeccionaban “el escenario del crimen”.
2 horas después
Sheila Jólmez, el docto Juancho y Vecinito estaban en la primera fila de curiosos. A
través del portón podían ver el pasillo, donde se activaban los policías, y el área de
despacho, donde permanecía el personal de la refresquera.
-¿Por qué te quedaste callada?- preguntó Juancho, con un tonito de superioridad-.
Explica en qué apoyas tu convicción de que la culpable es Nadita?
Sheila acabó de arrancar su gastada chambelona del palito y se la tragó. Solo entonces
dijo:
-Estamos de acuerdo en que el ladrón entró por el ventanuco.
-Estamos. Por eso dejamos a María Emilia fuera de sospecha; con sus años y
reumatismos no está como para andar trepando paredes y rompiendo puertas.
-Y sin embargo, nada te impide imaginar a Pata'e Plomo metiéndose por esa ventanita
alta y estrecha?
-Bueno… -titubeó el otro-. Haciendo un poco de esfuerzo…
-Un "mucho de esfuerzo", dirás. Tendría que poder apoyarse en la pared de enfrente
para hacer pasar su barrigota por ese hueco.
-¡Pues no creo que le resultara más fácil a Nadita! -porfió el docto-. El ventanuco está
demasiado alto para ella.
-Le bastaría con encaramarse en algo. Así, pasar por la ventana sería coser y cantar.
-Seguimos en las mismas -advirtió Vecinito-. En la refresquera no hay nada en qué
subirse.
En efecto, ni en el área de despacho ni en el pasillo ni en el barracón había nada que
Nadita hubiera podido llevar delante de la oficinita para treparse y alcanzar el
ventanuco.
-Ahora no -contestó Sheila imperturbable-, pero anoche sí había.
-¿Qué? -preguntaron a la vez Juancho y Vecinito.
Sheila apuntó con el brazo. Pero antes de que pudiera hablar, uno de los policías salió
de la oficina, remolcado por el pastor alemán, que corrió hacia Nadita, ladrándole
ferozmente.
El policía tuvo que tirar duro de la correa para que el perro no saltara sobre la empleada,
quien no tardó en confesar que ella era la ladrona y que había roto la cerradura para que
las sospechas cayeran sobre Pata’e Plomo u otro cualquiera.
La turba de curiosos se agitó. Algunos se pusieron a insultar a Nadita y los policías les
gritaron que se callaran y que se apartaran de la refresquera. Los tres amigos se
refugiaron en la entrada del edificio.
Una vez en sitio seguro y tranquilo, Vecinito rogó:
-¿Por fin vas a decirnos en qué se subió Nadita?
Sheila desenvolvió una nueva chambelona y respondió como si fuera lo más evidente
del mundo:
-En una piedra de hielo, chico.
Sus dos amigos pusieron esa cara de bobo que le sale a uno cuando lo despiertan antes
de tiempo.
-¿No recuerdas, Juancho, que ayer la gente protestaba porque el refresco de frutabomba
no estaba frío? Es porque Nadita estaba reservando la piedra de hielo que quedaba; la
necesitaba como escalera.
-Recapitulemos –propuso el docto Juancho-. Nadita volvió después del cierre, entró con
su llave, arrastró el bloque de hielo hasta debajo del ventanuco y luego de entrar en la
oficina lo dejó ahí para que se derritiera con el calorazo que hizo ayer. De esta manera
desapareció, por sí solo, el instrumento del delito.
-Solo quedó un charquito -añadió Vecinito.
-Y no había traza de mojado dentro de la oficinita- prosiguió el docto- porque la piedra
de hielo estaba acabada de sacar de la nevera y no llegó a humedecer las suelas de los
zapatos de Nadita.
-Elemental, mi querido Juancho- contestó Sheila Jólmez, y le dio una intensa chupada a
su nueva chambelona.
(Santa Clara, 1996)
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