Ensimismada en sus divagaciones levantó la mirada hacia el cielo

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EL TIEMPO HUYE PORQUE ES COBARDE
Ensimismada en sus divagaciones levantó la mirada hacia el cielo cambiante, tan pronto
estaba despejado, como grisáceo y deprimente. Justo en ese momento, en el que dirigió
su mirada al firmamento, la estela blanca de un avión surgía de una nube y volvía a
desaparecer en la masa algodonosa. Esto le hizo cambiar la línea de sus pensamientos,
le hizo reflexionar en cuánto había cambiado su vida en los últimos meses; en que
nunca había pensado ser quien era en ese momento. Por fuera era la misma, en
apariencia apenas había cambiado. Y recordó aquella entrevista de radio, el origen de
todo. Y volvió a verlo todo de nuevo con tal nitidez que era como estar soñando
despierta.
La puerta de la cafetería se abrió violentamente y entró ella como siempre, apresurada,
“lo siento Ramón, he vuelto a dormirme”. El patrón la miró con resignación “no pasa
nada, aún no ha venido nadie. Enciende la cafetera y abre la caja”. Como cada mañana
hizo lo que su jefe le pidió, se ajustó a la cintura el delantal negro que acogía la libreta y
el bolígrafo de tinta verde, una de las pocas manías que tenía en el trabajo, tinta verde.
Mientras hacía esto repasaba el comentario que había estudiado la noche anterior sobre
un lienzo de Goya; adoraba ese cuadro y los datos los retenía con facilidad, pero las
presentaciones como la de aquella tarde no eran compatibles con sus nervios. A la vez
que ella hacía todo esto, el patrón acababa de bajar las sillas de las mesas y adecentar el
café para la llegada de los primeros clientes; aunque lo cierto era que cada vez eran
menos, a pesar de estar enfrente de la estación de autobuses, y de los ingenios y
ocurrencias de la joven estudiante de Bellas Artes que tenía empleada a media jornada.
Ella era la única que aportaba ideas para el negocio; su hermano y socio se limitaba a la
cocina, y el otro camarero, que les ayudaba por las tardes únicamente, sabía tratar con
los clientes, pero no tenía visión empresarial. Suya había sido la idea de tener la pizarra
en varios idiomas y de reducir el precio del café a aquel que lo pidiera con una cortesía
cada vez más escasa.
Una vez estuvo todo hecho y el pequeño café preparado para la llegada de clientes,
Marta se acomodó en la barra y sacó la libreta. Se resistía a usarla a no ser que el pedido
fuera extremadamente difícil de memorizar, era un reto de memoria que se había
impuesto, nunca le había gustado que un camarero no fuera capaz de recordar quién le
había pedido un café. Su jefe a veces incluso le regañaba por usar la libreta para sus
dibujos, pero tampoco insistía a la vista de su notable eficiencia. Abrió la libreta y tras
haber estado unos segundos observando el panorama en el exterior: gente entrando y
saliendo de la estación, la mayoría con equipaje, muchos con presura, besos de
despedida y emotivos abrazos ante un esperado reencuentro, algún que otro despistado
con una sonrisa nerviosa y un ramos de flores en la mano, los taxistas esperando en la
puerta donde pasaban horas y horas a la busca de un cliente, y un largo etcétera que no
se podía percibir a no ser que prestaras un poco de atención. Con la libreta en una
página en blanco ante ella y tras asegurarse de que seguía sin tener clientes, comenzó a
esbozar el cuadro de su comentario; con cada trazo explicaba un detalle y cuando ya
casi había acabado el repaso mental y había obtenido un dibujo digno de ser enmarcado,
el sonido de la puerta la sobresaltó. Al alzar la mirada descubrió que era uno de los
taxistas, de los pocos clientes fijos del local. Ofreció una de sus espléndidas sonrisas
como era habitual en ella y sirvió el café solo sin azúcar, como siempre. “¿Va a haber
suerte hoy?” “Eso espero, a ver si las vacaciones ayudan un poco, y el partido, aunque
ya sabes que el que suele viajar en autobús evita coger el taxi.” “A ver cómo se da
entonces, ¿te apunto el café?” “No, mejor te lo pago”.
Y con una más de estas triviales y habituales conversaciones finalizó el repaso mental.
A la hora de siempre se despidió de Ramón y entró en esa misma estación que antes
observaba a coger el metro. Su estado de nervios aumentaba por momentos y ya no
sabía qué hacer.
Llegaba justa a la presentación, demasiado tal vez, y sin darse cuenta al salir del vagón
de metro se le cayó la libreta del café que llevaba en el bolso. Por fortuna otro viajero
que iba despreocupado, observando a sus compañeros de viaje, se percató y al darse
cuenta de lo apresurada que iba, abandonó tras ella el vagón dos paradas antes de lo que
había planeado con la intención de devolvérsela. Cuando la recogió del suelo no pudo
resistir a la tentación de ojearla y quedó maravillado al ver los dibujos “Esta es la suerte
que yo necesitaba” murmuró en un susurro, aún agachado en el andén.
Marta se giró sobresaltada cuando vio a aquel extraño que le sonreía y le daba su libreta.
No se le ocurrió otra cosa que comprobar si seguía en el bolso. Seguía sin reaccionar
cuando el extraño la sacó de su ensimismamiento “de nada”, le dijo, manteniendo la
sonrisa. “Perdona, gracias, es que no sé cómo se me ha podido caer. Discúlpame pero
llevo un poco de prisa” “Vas a la facultad, ¿no es cierto?” Marta asintió con la cabeza,
aún algo desconcertada. “¿Te importa que te acompañe? Yo también tengo que ir, y me
parece que vamos a la misma clase” Marta estaba atónita, ahora sí que no sabía qué
responder, no lo había visto nunca y no sabía cómo decirlo. No hizo falta, fue él el que
continuó: “lo sé no voy demasiado a clase, la verdad.” Y de esta forma llegaron ambos
caminando sin hablar hasta la clase. Una vez a allí, su amiga Paula estaba esperándola
impaciente. Se deshizo, como pudo, del extraño que tomó asiento en la última fila del
aula, y se reunió con ella. “¿Qué tal lo llevas?” “Bien, pero estoy un poco nerviosa, ya
me conoces. Me acaba de pasar algo rarísimo…” No le dejó acabar “Luego me lo
cuentas, te va a tocar ya. Eres la primera en exponer. Ha venido la amiga de mi tía, la
del programa de radio, y si le gusta tu exposición te llevará de invitada. Me ha dicho
que cuando acabes vendrá a saludarte. Te va a salir genial” Y tras toda esta información
de golpe apareció la profesora y comenzó la exposición. Con la única ayuda de la
imagen del cuadro, Marta comenzó su exposición sin nervios, tras el extraño desarrollo
de los acontecimientos desde que se montó en el tren. Nunca antes había expuesto con
tal seguridad y fluidez, era como si estuviera apoyada en la barra con su libreta delante.
Una vez hubo acabado, la profesora continuaba mirándola aún enfrascada en la historia
que ya conocía. Paula su mejor amiga y estudiante de derecho sonreía como de
costumbre cuando se sentó a su lado “ya está hecho, me ha dicho que tenía que
marcharse, le he dejado tu número y te llamará.” “Muchas gracias”, susurró
infinitamente agradecida. Mientras el resto de los alumnos exponían le contó lo que
acababa de pasarle, cómo el chico de los tatuajes y la dilatación en la oreja la había
acompañado. Lo buscó con la mirada y debía de haber abandonado la clase. “Marta, es
imposible que haya venido a clase y no lo hayas visto nunca” Ya lo sé, no he sabido qué
decir.
Cuando pudieron abandonar el aula lo volvió a ver. Estaba liando un cigarrillo sentado
en un banco. En cuanto las vio saludó con un ligero cabeceo, siempre sonriendo. Acabó
de liar el cigarro pasando la lengua sobre el papel, un gesto que parecía acostumbrado a
hacer. Y mientras buscaba el mechero en el pantalón aún sin moverse del banco y
consciente de que ambas chicas lo observaban, dijo “no me has dicho cómo te llamas”
Esta vez Marta sí que reaccionó y consciente de que si no se acercaba la gente iba a
empezar a mirarlos, se aproximó a él seguida de Paula. “Antes dime la verdad, ¿no has
estudiado nunca Arte, verdad?” “No, y ya me ha parecido raro antes que te lo tragaras,
nunca lo he estudiado, me gusta más crearlo” “¿A qué clase de arte de refieres?” “A
este” respondió señalando el colorido tatuaje que cubría su manga. Las chicas se
miraron sin llegar a comprender la situación que estaban viviendo. “Sí, soy tatuador, y
si he querido acompañarte antes ha sido porque he visto tus dibujos y eres la persona
que necesito. Trabajo en la tienda de un amigo, está en Montera, supongo que sabes
dónde te digo. Algunos clientes son muy exigentes y creo que tú podrías ayudarme, con
un sueldo, por supuesto.” “¿Lo dices en serio?” “Completamente, y la verdad, de esto,
con tus dibujos, se puede vivir bien. Acompañadme a la tienda si podéis ahora y te
enseño lo que harías exactamente. Por cierto, soy Carlos”; “Yo Marta, y ella es Paula. Si
lo que me dices es verdad, encantada de acompañarte, pero hay un problema, no tengo
ni idea de hacer tatuajes”.Se levantó ya con el cigarro a medio consumir y las incitó a ir
con él a la parada del metro. “por eso no hay problema, es como usar un pincel, en
quince días habrás aprendido.”
La tienda no estaba exactamente en la calle Montera, estaba a un par de calles aunque
seguía siendo el corazón del centro de Madrid. Era cierto que clientes no parecían faltar
y los encargos que les enseñó no era cualquiera capaz de dibujarlos con esa precisión;
incluso vieron cómo una chica, que no tenía aún los 18 años se tatuaba el nombre de su
novio que la acompañaba en el brazo.
Marta no podía creerse su suerte y de hecho le encargaron que dibujara en papel un
rostro que habían encargado para acabar de comprobar su talento. La única condición
que puso fue la de hacer solo aquellos tatuajes que ella considerara, los que fueran arte
de verdad, al menos para ella, no estaba dispuesta a hacer nombres o rosas en el tobillo.
Carlos no puso ninguna objeción.
La semana siguiente la llamaron de la radio, habló de Goya y de su nuevo trabajo, de
modo que comenzó a ser conocida por sus tatuajes. En la radio les gustó su resolución
con el micrófono y su habilidad de ocultar su nerviosismo, y cada cierto tiempo
colaboraba como invitada.
En todo esto pensaba apenas tres meses más tarde, sentada en la barra del café, esta vez
sin delantal, acomodada en el taburete. Momentos antes observaba a Ramón en su
tertulia con los taxistas, la gente pasando, hasta que había visto la estela del avión. Un
avión en el que volaba Paula en dirección a la República Checa donde se reuniría poco
más tarde con Marta, su amiga tatuadora, colaboradora de radio, estudiante de arte y por
culpa de la crisis ya había dejado de disfrutar de la estación de autobuses.
Antes de marcharse, Marta cogió la libreta ya casi sin páginas en blanco, arrancó la hoja
en la que había hecho la copia del Goya, la Fragua de Vulcano. Y escribió “El tiempo
huye porque es cobarde” frase que había leído en una de sus lecturas habituales, aunque
no podía recordar a quién pertenecía. Y dejó el dibujo junto al plato de café.
Se marchó pensando en la sonrisa de Ramón al descubrir el dibujo en tinta verde, y que
esa frase sería su primer tatuaje; dejaría de ser la tatuadora sin tatuajes y de ese modo la
tendría siempre presente.
Señora Macho.
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