Veinte años sin la URSS

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Veinte años sin la URSS
Higinio Polo :: 12/01/2012
La desaparición de la Unión Soviética es una de las tres cuestiones clave que explican nuestra
realidad en el siglo XXI.
Las otras dos son el fortalecimiento chino y el inicio de la decadencia norteamericana. La disolución
de la URSS se precipitó en el clima de crisis y enfrentamientos que se apoderaron de la vida
soviética en los últimos años del gobierno de Gorbachov, quien aunque encabezó un inaplazable
proceso de renovación (en su inicio, reclamando el retorno al leninismo), impulsó una desastrosa
gestión de gobierno y una torpe acción política que agravó la crisis y facilitó la acción de los
opositores al sistema socialista. Las disputas entre Yeltsin y Gorbachov, el premeditado y precipitado
desmantelamiento de las estructuras soviéticas y de la organización del Partido Comunista fueron
acompañadas de reivindicaciones nacionalistas, que se iniciaron en Armenia y se extendieron como
una mancha de aceite por otras repúblicas de la Unión, mientras la crisis económica se agravaba, los
abastecimientos escaseaban y los lazos económicos entre las diferentes partes de la Unión
empezaban a resentirse. Los problemas a los que se enfrentaba Gorbachov eran muchos, y su
gestión los empeoró: la aspiración a una mayor libertad, frente al autoritarismo soviético, y un
explosivo cóctel de malas cosechas, inflación desbocada, caída de la producción industrial,
desabastecimiento de alimentos y medicinas, escasez de materias primas, una reforma monetaria
impulsada por el incompetente Valentín Pávlov en enero de 1991, junto con las ambiciones
personales de muchos dirigentes políticos, además de los desajustes de la economía socialista y del
encaje de la nueva economía privada, aumentaron el malestar de la población. En mayo de 1990,
Yeltsin se había convertido en presidente del parlamento (Sóviet supremo) de la Federación Rusa
anunciando el propósito de declarar la soberanía de la república rusa, contribuyendo así al aumento
de la tensión y de las presiones rupturistas que ya enarbolaban los dirigentes de las repúblicas
bálticas. Poco después, en junio de 1990, el congreso de diputados ruso aprobó una “declaración de
soberanía”, que proclamaba la supremacía de las leyes rusas sobre las soviéticas. Era un torpedo en
la línea de flotación del gran buque soviético. Sorprendentemente, la declaración fue aprobada por
907 diputados a favor y sólo 13 votaron en contra. El 16 de junio, el parlamento ruso, a propuesta de
Yeltsin, anuló la función dirigente del Partido Comunista. Egor Ligachov, uno de los dirigentes
contrarios a Yeltsin y a la deriva de Gorbachov, declaraba que el proceso que se estaba siguiendo
era muy peligroso y llevaba al “desmoronamiento de la URSS”. Eran palabras proféticas. Yeltsin, ya
liquidada la Unión, convirtió en 1992 esa fecha en fiesta nacional rusa, mientras que, con justicia,
los comunistas la consideran hoy un “día negro” para el país. Las tensiones nacionalistas jugaron un
importante papel en la destrucción de la URSS; a veces, con oscuras operaciones que la
historiografía aún no ha abordado con rigor. Un ejemplo puede bastar: el 13 de enero de 1991 hubo
una matanza ante la torre de la televisión en Vilna, la capital lituana. Trece civiles y un militar del
KGB resultaron muertos, y la prensa internacional tildó lo ocurrido de “brutal represión soviética”,
como titularon muchos periódicos. El presidente norteamericano, George Bush, criticó la actuación
de Moscú, y Francia y Alemania, así como la OTAN, pronunciaron duras palabras de condena: el
mundo quedó horrorizado por la violencia extrema del gobierno soviético, enfrentado al gobierno
nacionalista lituano que controlaba en ese momento el Sajudis, dirigido por Vytautas Landsbergis.
Siete días después, el 20 de enero, una masiva manifestación en Moscú exigía la dimisión de
Gorbachov, mientras Yeltsin le acusaba de incitar los odios nacionalistas, acusación a todas luces
falsa. Una oleada de protestas contra Gorbachov y el PCUS, y en solidaridad con los gobiernos
nacionalistas del Báltico, sacudió muchas ciudades de la Unión Soviética. Sin embargo, ahora
sabemos que, por ejemplo, Audrius Butkevičius, miembro del Sajudis y responsable de seguridad en
el gobierno nacionalista lituano, y después ministro de Defensa, se ha pavoneado ante la prensa de
su papel en la preparación de esos acontecimientos, forzados con el objetivo de desprestigiar al
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Ejército soviético y al KGB: ha llegado a reconocer que sabía que se producirían víctimas ese día
ante la torre de la televisión, y sabemos también ahora que los muertos fueron alcanzados por
francotiradores apostados en los tejados de los edificios y que no recibieron disparos desde una
trayectoria horizontal, como correspondería si hubieran sido atacados por las tropas soviéticas que
estaban ante la entrada de la torre de televisión. Butkevičius reconoció años después de los hechos
que miembros del DPT (Departamento de Protección del Territorio, el embrión del ejército creado
por el gobierno nacionalista) apostados en la torre de la televisión, dispararon a la calle. No se trata
de desarrollar una teoría conspiratoria de la caída de la URSS, pero las provocaciones y los planes
desestabilizadores existieron. También las tensiones nacionalistas, por lo que esas provocaciones
actuaron sobre un terreno abonado, excitando la pasión y los enfrentamientos. En marzo de 1991
tuvo lugar el referéndum sobre la conservación de la URSS, en ese clima de pasiones nacionalistas.
Los gobiernos de seis repúblicas se negaron a organizar la consulta (las tres bálticas, que ya habían
declarado su independencia, aunque no era efectiva; y Armenia, Georgia y Moldavia), pese a lo cual
el ochenta por ciento de los votantes soviéticos participaron, y los resultados dieron unos
porcentajes del 76’4 de partidarios de la conservación y del 21’4 que votaron negativamente, cifras
que incluyen las repúblicas donde el referéndum no se convocó. El aplastante resultado favorable al
mantenimiento de la URSS fue ignorado por las fuerzas que trabajaban por la ruptura: por los
nacionalistas y por los “reformadores”, que ya controlaban buena parte de las estructuras de poder,
como las instituciones rusas. Yeltsin, como presidente del parlamento ruso, desarrollaba un doble
juego: no se oponía públicamente al mantenimiento de la Unión, pero conspiraba activamente con
otras repúblicas para destruirla. De hecho, una de las razones, si no la más importante, de la
convocatoria del referéndum de marzo de 1991 fue el intento del gobierno central de Gorbachov de
limitar la voracidad de los círculos de poder de algunas repúblicas y, sobre todo, de frenar la alocada
carrera de Yeltsin hacia el fortalecimiento de su propio poder, para lo que necesitaba la destrucción
del poder central representado por Gorbachov y el gobierno soviético. Sin olvidar que, en el clima de
confusión y descontento, la demagogia de Yeltsin consiguió muchos seguidores. Así, antes del
intento de golpe de Estado del verano de 1991, Yeltsin reconoció en julio la independencia de
Lituania, en una clara provocación al gobierno soviético que Gorbachov fue incapaz de responder.
Los dirigentes de las repúblicas querían consolidar su poder, sin tener que dar cuentas al centro
federal, y para eso necesitaban la ruptura de la Unión Soviética. Un sector de los partidarios del
mantenimiento de la URSS facilitó con su torpeza el avance de las posiciones de la tácita coalición
entre nacionalistas y “reformadores” liberales, que recibían, además, el apoyo de los partidarios del
sector de economía privada que prosperó bajo Gorbachov, e incluso del mundo de la delincuencia,
que olfateaba la posibilidad de conseguir magníficos negocios, por no hablar de los dirigentes del
PCUS, como Alexander Yakovlev, que trabajaban activamente para destruir el partido. La víspera del
día fijado para la firma del nuevo tratado de la Unión, los golpistas irrumpieron con un denominado
Comité estatal para la situación de emergencia en la URSS. El comité contaba con el vicepresidente
Guennadi Yanáev, el primer ministro Pávlov; el ministro de Defensa, Yázov; el presidente del KGB,
Kriuchkov, el ministro del Interior, Boris Pugo, y otros dirigentes, como Baklánov, y Tiziakov. El
fracaso del golpe de agosto de 1991, impulsado por sectores del PCUS contrarios a la política de
Gorbachov, sirvió de detonante para la contrarrevolución y alentó a las fuerzas que propugnaban,
sin formularlo todavía, la disolución de la URSS. La improvisación de los golpistas, pese a contar con
el responsable del KGB y del ministro de Defensa, llegó al extremo de anunciar el golpe ¡antes de
poner en movimiento las tropas que supuestamente les apoyaban!; ni siquiera cerraron los
aeropuertos ni tomaron los medios de comunicación, ni detuvieron a Yeltsin y otros dirigentes
reformistas, y la prensa internacional pudo moverse a su antojo. Los servicios secretos
norteamericanos confirmaron la increíble improvisación del golpe, y la ausencia de importantes
movimientos de tropas que pudiesen apoyarlo. De hecho, la desaforada torpeza de los golpistas se
convirtió en la principal baza de los sectores anticomunistas que acabaron con la URSS: aunque
pretendiesen lo contrario, su acción, como la de Gorbachov, facilitó el camino a los partidarios de la
restauración capitalista. Tras el fracaso del golpe, Yeltsin volvió a adelantarse: el 24 de agosto
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reconocía la independencia de Estonia y Letonia. Y no fue sólo Yeltsin quien inició los pasos para la
prohibición del comunismo: también Gorbachov, incapaz de hacer frente a las presiones de la
derecha. El 24 de agosto de 1991, Gorbachov anunciaba su dimisión como secretario general del
PCUS, la disolución del comité central del partido, y la prohibición de la actividad de las células
comunistas en el ejército, en el KGB, en el ministerio del interior, así como la confiscación de todas
sus propiedades. El PCUS quedaba sin organización ni recursos. No había frenos para la revancha
anticomunista. Yeltsin ya había prohibido todos los periódicos y publicaciones comunistas. La
debilidad de Gorbachov era ya evidente, hasta el punto de que Yeltsin, presidente de la república
rusa, era capaz de imponer ministros de su confianza al propio presidente soviético en los
ministerios de Defensa e Interior, claves en la crítica situación del momento. Yeltsin ya había
prohibido al PCUS en Rusia e incautado sus archivos (de hecho, esos archivos eran los centrales del
partido comunista), y otras repúblicas lo imitaron (Moldavia, Estonia, Letonia y Lituania se
apresuraron a prohibir el partido comunista y pedir a Estados Unidos apoyo para su independencia),
mientras el “reformista” alcalde de Moscú incautaba y sellaba los edificios comunistas en la capital.
Por su parte, Kravchuk anunciaba el 24 de agosto su abandono de sus cargos en el PCUS y en el
Partido Comunista de Ucrania. Yeltsin, que contaba con un importante apoyo social, se abstenía
cuidadosamente de revelar su propósito de restaurar el capitalismo. La desenfrenada carrera hacia
el desastre siguió durante los meses finales de 1991. El referéndum celebrado en Ucrania el 1 de
diciembre de 1991, contaba con el control del aparato de Kravchuk, el hasta hacía unos meses
secretario comunista de la república, reconvertido en nacionalista, adalid de la independencia
ucraniana. Tras el resultado, al día siguiente, Kravchuk anunció su negativa a firmar el Tratado de la
Unión con el resto de repúblicas soviéticas. Kravchuk era el prototipo del perfecto oportunista,
presto a adoptar cualquier ideología para conservar su papel: en agosto de 1991, con el intento de
golpe contra Gorbachov, no dejó clara su posición, ni apoyó a Yeltsin ni a Gorbachov, pero tras el
fracaso adoptó una posición nacionalista, abandonó el partido comunista, y se lanzó a reclamar la
independencia de Ucrania. Era un profesional del poder, que intuyó los acontecimientos, y, si había
sido elegido presidente del parlamento ucraniano en 1990 por los diputados comunistas, tras el
fracaso del golpe, abandonó las filas comunistas. Así, todo se precipitaba. Si unos meses antes, el 17
de marzo de 1991, la población ucraniana había respaldado mayoritariamente la conservación de la
URSS (un 83 % votó a favor, y apenas un 16 % en contra) la masiva campaña del poder controlado
por Kravchuk consiguió el milagro de que, ocho meses después, la población ucraniana respaldase la
declaración de independencia del parlamento por un 90 %, con una participación del 84 %. Yeltsin
anunció, como pretexto, que si Ucrania no firmaba el nuevo tratado de la Unión, tampoco lo haría
Rusia: era la voladura descontrolada de la URSS. Detrás, había un activo trabajo occidental: dos días
después del referéndum ucraniano del día 1 de diciembre, Kravchuk hablaba con Bush sobre el
reconocimiento norteamericano de la independencia: aunque Washington mantenía la cautela oficial
para no enturbiar las relaciones con Moscú, su diplomacia y sus servicios secretos trabajaban
esforzadamente apoyando a las fuerzas rupturistas. También Hungría y Polonia, convertidos ya en
países satélites de Washington, reconocieron a Ucrania. Yeltsin hizo lo propio, lanzado ya a la
destrucción de la URSS. De inmediato, se puso en marcha el plan para disolver la Unión Soviética,
en una operación protagonizada por Yeltsin, Kravchuk y el bielorruso Shushkévich el 8 de diciembre
de 1991, que se reunieron en la residencia de Viskulí, en la reserva natural de Belovézhskaya
Puscha, de Bielorrusia, donde proclamaron la disolución de la URSS y se apresuraron a informar a
George Bush para obtener su aprobación. Faltan muchos aspectos por investigar de esa operación,
aunque los protagonistas que viven, como Shushkévich, insisten en que no estaba preparada de
antemano la disolución de la URSS y que fue decidida sobre la marcha. El presidente bielorruso fue
el encargado de informar del acuerdo a un Gorbachov impotente y superado por los
acontecimientos, que sabía que iba a celebrarse la reunión de Viskulí, y le hizo partícipe, además, de
que a George Bush le había gustado la decisión. La rápida sucesión de acontecimientos, con la firma
en Alma-Ata, el 21 de diciembre, por parte de once repúblicas soviéticas del acta de creación de la
CEI y la dimisión de Gorbachov cuatro días después, con la simbólica retirada de la bandera roja
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soviética del Kremlin, marcaron el final de la Unión Soviética. En una disparatada carrera de
reclamaciones nacionalistas, muchas fuerzas políticas que habían crecido al amparo de la
perestroika reclamaban soberanía e independencia, argumentando que su república iniciaría un
nuevo camino de prosperidad y progreso, sin las supuestas hipotecas que comportaba la pertenencia
a la Unión Soviética. Desde el Cáucaso hasta las repúblicas bálticas, pasando por Ucrania,
Bielorrusia y Moldavia, con la excepción de las repúblicas centroasiáticas, la mayoría de los
protagonistas del momento se apresuraron a romper los lazos soviéticos… para apoderarse del
poder en sus repúblicas. Una alianza tácita entre sectores nacionalistas y liberales (que
supuestamente iban a alumbrar la libertad y la prosperidad), viejos disidentes, altos funcionarios del
Estado y directores de fábricas y combinados industriales, oportunistas del PCUS, dirigentes
comunistas reconvertidos a toda prisa para mantener su estatus (Yeltsin ya lo había hecho, y le
siguieron Yakovlev, Kravchuk, Shushkévich, Nazarbáyev, Aliev, Shevardnadze, Karimov, etc),
sectores comunistas desorientados, y ambiciosos jefes militares dispuestos a todo, incluso a
traicionar sus juramentos, para mantenerse en el escalafón o para dirigir los ejércitos de cada
república, confluyeron en el esfuerzo de demolición de la URSS. Con todo el poder en sus manos, y
con el partido comunista desarticulado y prohibido, Yeltsin y los dirigentes de las repúblicas se
lanzaron al cobro del botín, a la privatización salvaje, al robo de la propiedad pública. No hubo
freno. Después, para aplastar la resistencia por la deriva capitalista, llegaría el golpe de Estado de
Yeltsin en 1993, inaugurando la vía militar al capitalismo, la sangrienta matanza en las calles de
Moscú, el bombardeo del Parlamento (algo inaudito en la Europa posterior a 1945, que horrorizó al
mundo pero que fue apoyado por los gobiernos de Washington, París, Berlín y Londres), y,
finalmente, la manipulación y el robo de las elecciones de 1996 en Rusia, que fueron ganadas por el
candidato del Partido Comunista, Guennadi Ziuganov. La destrucción de la URSS convirtió a
millones de personas en pobres, destruyó la industria soviética, desarticuló por completo la compleja
red científica del país, arrasó la sanidad y la educación públicas, y llevó al estallido de guerras
civiles en distintas repúblicas, muchas de las cuales cayeron en manos de sátrapas y dictadores. Es
cierto que existía una evidente insatisfacción entre una parte importante de la población soviética,
que hundía sus raíces en los años de la represión stalinista y que se agudizó por el obsesivo control
de la población, y, aún más, por la desorganización progresiva y la falta de alimentos y suministros
que caracterizó los últimos años bajo Gorbachov, pero la disolución empeoró todos los males. Esa
parte de la población estaba predispuesta a creer incluso las mentiras que recorrían la URSS,
recogidas a veces de los medios de comunicación occidentales. En los análisis y en la historiografía
que se ha ido construyendo en estos veinte años, ha sido un lugar común interrogarse sobre las
razones de la falta de respuesta del pueblo soviético ante la disolución de la URSS. Veinte años
después, la visión de conjunto es más clara: la agudización de la crisis paralizó buena parte de las
energías del país, las disputas nacionalistas situaron el debate en las supuestas ventajas de la
disolución de la Unión (¡todas las repúblicas, incluso la rusa, o, al menos sus dirigentes,
proclamaban que el resto se aprovechaba de sus recursos, fuesen los que fuesen, agrícolas o
mineros, industriales o de servicios, y que la separación supondría la superación de la crisis y el
inicio de una nueva prosperidad!), y la ambición política de muchos dirigentes (nuevos o viejos)
pasaba por la creación de nuevos centros de poder, nuevas repúblicas. Además, nadie podía
organizar la resistencia porque los principales dirigentes del Estado encabezaban la operación de
desmantelamiento, por activa, como Yeltsin, o por pasiva, como Gorbachov, y el partido comunista
había sido prohibido y sus organizaciones desmanteladas. El PCUS se había confundido durante
años con la estructura del Estado, y esa condición le daba fuerza, pero también debilidad: cuando
fue prohibido, sus millones de militantes quedaron huérfanos, sin iniciativa, muchos de ellos
expectantes e impotentes ante los rápidos cambios que se sucedían. En el pasado, esos dirigentes
oportunistas (como Yeltsin, Aliev, Nazarbáyev, presidente de Kazajastán desde la desaparición de la
URSS, cuya dictadura acaba de prohibir la actividad del nuevo Partido Comunista Kazajo) tenían que
actuar en un marco de partido único en la URSS y bajo unas leyes y una constitución que les
forzaban a desarrollar una política favorable a los intereses populares. El colapso de la Unión mostró
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su verdadero carácter, convirtiéndose en los protagonistas del saqueo de la propiedad pública, y
configurando regímenes represivos, dictatoriales y populistas… que recibieron la inmediata
comprensión de los países capitalistas occidentales. En una siniestra ironía, los dirigentes que
protagonizaron el mayor robo de la historia eran presentados por la prensa rusa y occidental como
“progresistas” y “renovadores”, mientras que quienes pretendían salvar la URSS y mantener las
conquistas sociales de la población eran presentados como “conservadores” e “inmovilistas”. Esos
progresistas se lanzarían después a una desenfrenada rapiña de la propiedad pública, robando a
manos llenas, porque los “libertadores” y “progresistas” iban a pilotar la mayor estafa de la historia
y una matanza de dimensiones aterradoras, no sólo por el bombardeo del Parlamento, sino porque
esa operación de ingeniería social, la privatización salvaje, ha causado la muerte de millones de
personas. Un aspecto secundario para el asunto que nos ocupa, pero relevante por sus implicaciones
para el futuro, es la cuestión de quién ganó con la desaparición de la URSS. Desde luego, no lo hizo
la población soviética, que, veinte años después, sigue por debajo de los niveles de vida que había
alcanzado con la URSS. Tres ejemplos bastarán: Rusia tenía ciento cincuenta millones de habitantes,
y ahora apenas tiene ciento cuarenta y dos; Lituania, que contaba en 1991 con tres millones
setecientos mil habitantes, apenas alcanza ahora los dos millones y medio. Ucrania, que alcanzaba
los cincuenta millones, hoy apenas tiene cuarenta y cinco. Además de los millones de muertos, la
esperanza de vida ha retrocedido en todas las repúblicas. La desaparición de la URSS fue una
catástrofe para la población, que cayó en manos de delincuentes, de sátrapas, de ladrones, muchos
de ellos reconvertidos ahora en “respetables empresarios y políticos”. Estados Unidos se apresuró a
cantar victoria, y todo parecía indicar que había sido así: su principal oponente ideológico y
estratégico había dejado de existir. Pero, si Washington ganó entonces, su desastrosa gestión de un
mundo unipolar dio inicio a su propia crisis: su decadencia, aunque relativa, es un hecho, y su
repliegue militar en el mundo se acentuará, pese a los deseos de sus gobernantes. Veinte años
después, la Unión Soviética sigue presente en la memoria de los ciudadanos, tanto entre los
veteranos como entre las nuevas generaciones. Olga Onóiko, una joven escritora de veintiséis años
que ha ganado el prestigioso premio Debut, afirmaba (con una ingenuidad que también revela la
conciencia de una gran pérdida) hace unos meses: “la Unión Soviética se aparece en mi mente como
un país grande y hermoso, un país soleado y festivo, el país de ensueño de mi infancia, con un claro
cielo azul y banderas rojas ondeando”. Por su parte, Irina Antónova, una excepcional mujer de
ochenta y nueve años, directora en ejercicio del célebre Museo Pushkin de Moscú, añadía: “La época
de Stalin fue un momento duro para la cultura y para el país. Pero también he visto cómo mucho
después se perdió un gran país de una manera involuntaria e innecesaria. […] A veces me digo que
sólo quiero irme al otro mundo después de haber vuelto a ver el brote verde de algo nuevo, algo
realmente nuevo. Un Picasso que transforme esta realidad desde el arte, desde la belleza y la
emoción humana. Pero la cultura de masas ha devorado todo. Ha bajado nuestro nivel. Aunque
pasará. Es sólo una mala época. Y sobreviviremos a ella”. El Viejo Topo
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