La Jornada Semanal, domingo 8 de febrero de 2004 núm. 466 urbes de papel Stavros Stavridis Atenas: el acto de habitar y la alteridad al vez hoy, más que nunca, si quisiéramos describir los rasgos sociales característicos del habitante de una gran ciudad como Atenas, bastaría con representar en un diagrama los recorridos que éste realiza de manera cotidiana o de manera excepcional en la ciudad. Sin duda, el lugar donde uno vive es indicativo de identidad social. Pero los lugares a los que va, a dónde necesita ir, a dónde puede ir y el cómo puede ir, acaso nos muestra algo más: señala los límites de la propia identidad mientras ésta se ejerce, es decir, mientras sucede, mientras se forma y se reproduce en el espacio y en el tiempo del acto del habitar. En teoría, la ciudad aparece en el mapa como un conjunto de recorridos potenciales. Sin embargo, en realidad algunos de estos recorridos se efectúan de manera sistemática, otros de manera esporádica y otros como si no existieran. Los extranjeros, que llegan a la ciudad siempre buscando algo, no descubrirán en el mapa de la ciudad la representación de un terreno inexplorado sino, por el contrario, tendrán que esforzarse por localizar puntos de referencia, lugares-destino así como sitios de peligro o riesgo. En otras palabras, se esforzarán por encontrar en el mapa de la ciudad sugerencias y advertencias. Desde luego, en el imaginario moderno del habitar en la metrópoli, el vagabundeo continúa siendo la imagen de la libertad absoluta y los descubrimientos que le siguen supuestamente trazan el perfil de una individualidad metropolitana. Es evidente que esta construcción imaginaria alimenta la postura del turista que se enfrenta a la ciudad. Se piensa que su relación con el paisaje urbano es una relación sin límites porque se trata de una relación que no está regida por la utilidad. Sin embargo, la práctica del turismo está perfectamente resguardada del imprevisible azar que presupone el acto de vagar. Los turistas que siguen itinerarios previamente definidos a menudo se mueven entre "paseos por monumentos" y visitas programadas. La potencial indefinición del vagabundeo en realidad no sólo conlleva el aspecto positivo del descubrimiento individual sino también el aspecto negativo de la pérdida personal. Quien se pierde en la ciudad no lo hace por voluntad propia. La pesadilla del turista es el errante, el "vagabundo". Aquél cuyo comportamiento no figura en las clasificaciones de la exótica y notable peculiaridad local que imponen las guías turísticas; aquél que representa una alteridad en potencia indefinible, con intenciones y órbitas imprecisas en el espacio y en el tiempo urbano. Si el turista representa la imaginaria encarnación de una libertad universal de la movilidad, el vagabundo, o el que parece un vagabundo, representa la localizada pesadilla de un vagabundeo igualmente universal y forzado. Supuestamente, la metrópolis moderna es un paisaje urbano en continuo movimiento pues hoy, en la era de la globalización, habitar significa, sobre todo, moverse. Los lugares de residencia pierden su carácter de sede y se transforman en estaciones que pertenecen a redes de recorridos. Sin embargo, para algunos moverse constituye una elección mientras que para otros es una obligación; para algunos es una perspectiva y para otros una condena. Es decir, para algunos el movimiento va acompañado de conquistas (ya sea como trofeos obtenidos en forma de viajes o como éxitos empresariales), mientras que para otros va acompañado de pérdidas (desarraigo para los refugiados o, para los emigrantes, privación forzada de sus familiares). Así, algunos se encuentran en esta ciudad y no en otra parte sólo porque aprovechan las oportunidades de un mercado globalizado, y otros, en cambio, porque ese mismo mercado directa o indirectamente los ha obligado a abandonar sus respectivos países. Y si los primeros pueden comportarse como turistas, cazadores y consumidores de impresiones incluso en la ciudad donde tienen su residencia fija, los segundos serán exiliados en todas las ciudades, es decir "vagabundos" en potencia. Si el vagabundeo es forzoso, la búsqueda de un territorio fijo bajo los pies constituye un mínimo instinto de supervivencia. Al contrario de las falsas literaturas que hablan de un nomadismo generalizado, los modernos "sin techo" no son nómadas. El nomadismo presupone una relación con el lugar y el tiempo que se viven de manera colectiva a través de una tradición que se ha formado a lo largo de siglos de un errar colectivo. Los emigrantes y los refugiados anhelan el centro de su vida que se vieron forzados a abandonar. Y con frecuencia hacen todo lo posible para reconstruir ese centro en enclaves secretos dentro del cuerpo de la ciudad que los rechaza. Conciben sus guaridas, sus propios puntos de referencia en los cuales se reproduce su lejano país o, para ser más exactos, se ejerce en ausencia. Estos enclaves de "inmovilidad" en un mundo que los impulsa hacia el movimiento continuo, les confiere el sentimiento de un hogar colectivo a pesar de que, finalmente, simbolizan las consecuencias de su destino común. Quienes los perciben como "extranjeros" consideran clandestina su presencia en la ciudad. El imaginario del libre vagabundeo no incluye a esos "vagabundos". Todo lo contrario, se delimita ante la imagen que ellos representan. "Un mundo sin vagabundos es la utopía de la sociedad de los turistas", nos dice Z. Bauman. Y, en efecto, estos seres clandestinos se transforman de manera ficticia, con la colaboración de los medios de comunicación, en vagabundos. Si el turista es la idealización del habitante de la denominada "Aldea Global", el vagabundo es la representación desvalorizada del refugiado-emigrante moderno. Pero en Atenas los emigrantes ya no son invisibles. Ya no viven clandestinamente y nada más en los peculiares ghettos de los sótanos, intentando construir sus propios y humildes lugares de reunión. Los emigrantes están en el espacio público, no sólo porque residen en él o porque buscan trabajo, sino porque tienen una particular vida común en las plazas, en los cafés, en los parques. Y su presencia en el espacio público imperceptiblemente transforma la ciudad misma. Su ingeniosa adaptación siempre fue "un arte de los débiles". Y entre las destrezas comunes que desarrolla, este arte no sólo incluye su capacidad para disfrazarse, ésa que los hace invisibles ante los ojos de los habitantes locales. La ingeniosa adaptación a veces conduce a los emigrantes a elaborar sus propias prácticas de habitar el espacio público, donde un pequeño asador al aire libre o un banco en un parque pueden volverse lugares de encuentro. En el mes de agosto, por ejemplo, cuando casi todos los que pueden hacerlo, se marchan de Atenas, los emigrantes desarrollan inesperadas prácticas de apropiación de los espacios públicos. Los niños corretean de nuevo en algunos barrios, a veces se puede ver a los adultos sentados en la escasa hierba de un parque municipal jugando a las cartas, los jóvenes pasean por sus lugares favoritos al aire libre reproduciendo así el conocido "paseo dominical" de la Grecia rural. Reivindicando de facto su presencia en el espacio público, los emigrantes redefinen su relación con el "aquí". No nada más se escapan hacia un ideal "allá" soportando discretamente lo provisional de su residencia en el eufemístico "país de acogida". Elaboran un modo de vida que los convierte en sujetos del habitar; en otras palabras, ejercen el espacio de la ciudad a su manera. Si el habitar tiene carácter de realización, si no sucede en el espacio sino que más bien hace que el espacio exista como una construcción-suceso social, entonces el habitar de los emigrantes literalmente crea una parte del espacio de la Atenas moderna. Y resulta determinante esa forma de habitar que no adapta simplemente las prácticas de cualquier comunidad de extranjeros a la regla de las fronteras. Un lugar de reunión invisible y vertido sobre sí mismo confirma las fronteras que distinguen a los "nativos" de los "extranjeros". La defensa de una identidad establecida, aunque sea temporal y provisional, mediante la clara demarcación de los límites que la aíslan de su entorno es, finalmente, una manera de que las comunidades de emigrantes se encierren en los ghettos donde otros los han confinado. Al reivindicar, sin embargo, una presencia en el espacio público, y al desarrollar sus propias redes vitales en la ciudad, las cuales se entrecruzan con las de otros grupos sociales o culturales, las comunidades crean en realidad la perspectiva de una ciudad, no de las fronteras, sino de los umbrales, es decir, una ciudad de lugares de encuentro. Atenas, en su pasado más reciente, se vio forzada a acoger a una ola masiva de desterrados, después de la llamada Catástrofe de Asia Menor.* Aunque el Estado procuró instalarlos sobre todo en las afueras de la ciudad, con frecuencia la población trató a los refugiados con desconfianza, si no con hostilidad. ¿Podemos imaginar hoy a Atenas sin la enorme fecundidad que trajo a su cultura la presencia de esos desterrados? ¿Podemos imaginar a Atenas sin la influencia constructiva que ejercieron en su cuerpo las costumbres de los refugiados? En el barrio de Kesarianí, por ejemplo, el carácter social de los refugiados inyectó vida a los singulares espacios públicos comunitarios situados al interior de bloques de viviendas todas idénticas. Pero incluso en los bloques que se construyeron después, la memoria colectiva de los refugiados transformó esos edificios austeros y parcos en, precisamente, espacio; en condensadores de la vida comunitaria en las viviendas de refugiados en diversos barrios de Atenas. Adicionalmente, la ingeniosa inventiva de la adaptación con frecuencia generó que se interviniera en el caparazón de los edificios con el propósito de combinar los objetivos individuales y colectivos. Los refugiados, que generalmente vivían en espacios extremadamente reducidos, "arbitrariamente" crearon el vocabulario de todo un lenguaje de añadidos, prolongaciones y remodelaciones del espacio interior y exterior. Desde luego, todo esto no sólo surgió de la memoria y la costumbre, tampoco lo nutrió exclusivamente la necesidad; lo creó el sueño y lo hicieron realidad las pequeñas y grandes luchas, colectivas e individuales. ¿Acaso tendríamos que contemplar la posibilidad de que la gran urbe que es la Atenas actual se encuentra en una potencial encrucijada pues, de manera indirecta y subterránea, se está trasformando en una ciudad multicultural? ¿No deberíamos tener esperanza en la influencia modeladora de aquellos a quienes la globalización arrojó provisionalmente a los barrios de esta ciudad? ¿Y no será necesario imaginar una ciudad donde las exclusiones serán abolidas sólo cuando, debido a la mezcla de prácticas heterogéneas de habitar, nazcan lugares de encuentro, es decir, umbrales, entre comunidades, entre sitios frecuentados, entre lo público y lo privado y también entre el "aquí" y el "allá" del lugar de origen? Tal vez así también se revele la dimensión crítica que contiene el habitar. Habitar no sólo constituye una condición de adaptación al ambiente de la ciudad donde el espacio aparece como receptor regulador de la vida social. El espacio, en efecto, se configura para regular. La ciudad es, sobre todo, un sistema de distinciones espaciales y temporales que reproduce distinciones sociales. Y de esta manera el espacio-tiempo de los recorridos señala la intervención reguladora de la ciudad en las "órbitas" de cada persona. Pero el espacio se realiza durante la vida social. Se forma a partir de la vida social, se construye con materia y significados sociales de manera simultánea y paralela. Directa o indirectamente, el acto de habitar al final genera espacio. De la misma forma en que habitar en una población tradicional de las islas Cicladas como lugar de veraneo realiza un espacio diferente al que ocupaban sus habitantes hace unos años, los kurdos perseguidos que vivieron provisionalmente en tiendas de campaña en la plaza Koumoundoúro, o los emigrantes albaneses que frecuentan los pequeños parques o plazas de Atenas, realizan otro espacio público, diferente. Habitar, en este sentido, es hacer la crítica de la ciudad. Habitar constituye la realización corpórea de una crítica del espacio. Y la crisis del habitar que prácticamente es inherente a la fisonomía de una gran urbe como Atenas, siempre puede trasformarse en un habitar crítico. Entre la figura del turista que sin compromisos se apropia de la imagen ideal del habitante de la ciudad y el emigrante "vagabundo" cuya figura es el demonio en las peores pesadillas del primero, puede destacarse otra figura como modelo de una nueva cultura pública: la figura de un habitante de los umbrales, de los pasajes, de los lugares donde las órbitas se cruzan y los recorridos se encuentran. En esta forma de habitar, alteridad e identidad no son polos irreconciliables sino, por el contrario, condición necesaria para una civilización donde caben muchas culturas, una cultura donde el movimiento ya no constituye ni una condena ni un sueño de superioridad, sino sólo condición para el encuentro. * La Catástrofe de Asia Menor ocurrió tras el fracaso de la famosa campaña de Asia Menor (1919-1922) dirigida por Venizélos Eleutério (1864-1935), político liberal y principal arquitecto del Estado griego moderno, que tenía como propósito la liberación de las regiones griegas de Anatolia y con lo cual, de haber tenido éxito, Grecia habría adquirido territorio en dos continentes con litorales en cinco mares: Mar Negro, Jónico, Egeo, Mediterráneo y Mar de Creta. La campaña terminó con la derrota de Grecia a manos del el ejército de Mustafá Kemal Ataturk, lo cual generó el terrible éxodo hacia la Grecia continental de más de un millón y medio de refugiados griegos. Esmirna, donde nació Seferis, fue una de las principales ciudades devastadas. Traducción de Kriton Iliópoulos y Francisco Torres Córdova Stavros Stavridis, Atenas; arquitecto, catedrático y ensayista, en 2003 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo en Grecia.