Acercamiento a la “Oración a Finlay”

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REDVET - Revista electrónica de Veterinaria - ISSN 1695-7504
Acercamiento a la “Oración a Finlay”
Dr. José Antonio Quintana de la Cruz
Médico Veterinario
Para encomiar la vida y la obra del gran científico cubano Carlos Juan
Finlay en ocasión del 121 Aniversario de su nacimiento, la Academia de
Ciencias de Cuba escogió al veterinario pinareño Ildefonso Pérez
Vigueras. La oración laudatoria fue leída en sesión solemne el día 3 de
Diciembre de 1954.
¿Por qué la Academia seleccionó al Doctor Pérez Vigueras para realizar
tan difícil tarea? En la Cuba de los años 50 abundaba, en los científicos e
intelectuales, el virtuosismo oratorio y la erudición. El panegirista, como
para responder a la pregunta que el futuro le haría, dijo en el exordio de
su oración y tratando inútilmente de ser modesto, “Al ocupar esta noche
la tribuna de la Academia para pronunciar la oración a Finlay, me
embarga un sentimiento de impotencia al comprender que mi humilde
persona carece de los atributos señalados para que su palabra pudiera
elevarse a la altura que requieren las circunstancias”. Antes había dicho,
en la misma introducción, que para enaltecer a Finlay, a su gloria y a su
sabiduría, era necesario poseer el verbo grandilocuente de los más
famosos oradores; los conocimientos atesorados por los más notables
sabios de la medicina y un conocimiento cabal de los trabajos realizados
por tan ilustre investigador. No obstante estas rigurosas exigencias, fue
escogido para elogiar al eminente sabio.
¿Qué méritos del Doctor Pérez Vigueras favorecieron su elección como
orador de aquella noche? Acabamos de oír una semblanza suya.
Repitamos, sin temor a redundancias imposibles cuando se trata de
honrar a quien lo merece, algunos hechos sobresalientes de su vida.
El encomiasta digno de encomio de aquel 3 de Diciembre de 1954 dedicó
a enseñar, en Cuba y en Colombia, 40 años de su productiva vida. Las
cátedras en que se desempeñó como erudito docente las obtuvo por
oposición en todos los casos. Nada le fue regalado ni fácil. Debió probar
siempre que era merecedor de lo que se le otorgaba. Al final de su
ejercicio docente, le fue concedido el título de Profesor Emérito de las
Universidades en que laboró.
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En el campo de la investigación científica, en el que entró armado de
gran intuición, capacidad de observación e incansable perseverancia,
descubrió ocho especies de cestodos, dieciocho de nemátodos y
veintinueve de tremátodos. También una de ixódidos y dos de culícidos,
a una de las cuales dio el nombre de Finlay. Además identificó en Cuba
muchas especies ya descubiertas en otros lugares.
¿Con qué recursos, aparte de su inteligencia y voluntad, contó este sabio
para realizar su quehacer científico? Ayuda oficial, ninguna. Todo fue
hecho a costa de su modesta economía personal y de su rica capacidad
de sacrificio. Fue Pasteur el que dijo que “… la fortuna solo favorece con
el premio del invento nuevo a los espíritus de antemano preparados para
descubrir tras pacientes estudios logrados con el esfuerzo más
perseverante”.
Un hombre como este, estaba, sin dudas, calificado moral y
científicamente para elogiar a Finlay, y parece que quienes decidieron
nombrarlo para hacer el panegírico de Don Carlos Juan, lo hicieron
pensando como José de la Luz y Caballero que “solo el talento conoce al
talento”.
Dediquemos, antes de proseguir en el análisis de lo que es esencial en la
Oración a Finlay, unas palabras acerca del valor formal de esta
disertación laudatoria.
No es este un discurso de elevada retórica. No es perfecto. NI siquiera se
apega a la estructura clásica usada en los tiempos en que fue
pronunciado. No es grandilocuente y sonoro como los de Castelar y
Martí. No tiene nada de los largos períodos de Rodo, llenos de símiles
esteticistas, o de la musical elocuencia de José Manuel Cortina o del
lirismo suavemente agresivo de García Agüero. Es escaso de imágenes y
de metáforas. Toma, del estilo de los oradores parlamentarios de la
República, la consabida declaración de impotencia en el exordio. Solo
Juan Gualberto Gómez evitó este lugar común que en Pérez Vigueras
tiene un sabor de sinceridad. Hay, en la descripción del Aedes Aegypti,
no obstante la llaneza del texto, emoción poética y un gusto confeso por
la armonía plástica del insecto. Es sabroso leer esta descripción donde
compara al mosquito con una lira.
Después de leer y releer la Oración a Finlay uno llega a la conclusión que
no hacían falta las imágenes, símiles y metáforas, ni los bordados
arabescos retóricos de los artífices de la palabra. Al final uno se da
cuenta que la belleza que echó de menos está en el lenguaje claro,
preciso y austero que usó Pérez Vigueras para expresar su asombro,
admiración y respeto por Finlay. De esa oración se desprende un aroma
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de humilde sapiencia y un encantado reconocimiento amoroso de un
sabio por la grandeza y modestia del otro. La elegante belleza de la
Oración a Finlay no puede ser entendida en términos lógicos sino sentida
en el corazón. Es un elogio de corazón a corazón.
Pérez Vigueras, con pocas palabras demostró lo que fue esencial y
trascendente en la vida y obra de Finlay. Éste, desde 1881 sostenía que
cualquier teoría sobre la transmisión de la fiebre amarilla, basada en el
contagio, era insostenible. Sus oponentes creían que Finlay había
extraviado el camino científico. El Doctor Carlos Juan, perdóneseme que
lo trate con este cariño familiar, perseveró con sabia terquedad. Debió
saber, como alguien dijo después, que “los que se pierden son los que
encuentran los nuevos caminos”.
Tras estudios minuciosos de la especie de mosquito más sospechosa de
ser la transmisora de la enfermedad, FInlay seleccionó el Culex
mosquito. Había observado su anatomía, sus hábitos e interacciones con
el medio, y como, según Whitehead, “saber observar es saber
seleccionar”, escogió a esta especie como candidata de agente
transmisor.
Pero debía probarlo. Aunque en 1878, Manson había descubierto la
transmisión del agente de la filariosis humana por un mosquito, el Culex
fatigans, la comunidad científica de la época se oponía con toda su
autoridad acumulada a la teoría de Finlay. Pero este no se arredró.
Inspiró fuerte e hizo lo que Claude Bernard ha dicho que deben hacer los
grandes convencidos: “Los grandes hombres no respetan la autoridad de
sus predecesores, y por esto consiguen corregir errores y aportar nuevas
ideas”.
Diseñó su experimento y lo puso en marcha. Había pensado y observado
bastante. Ahora debía actuar. Tenía que probar lo que intuía. Probárselo
a sí mismo y al mundo. Se proveyó de las autorizaciones necesarias y
reunió veinte personas voluntarias no aclimatadas en Cuba. Infectó los
mosquitos de la especie Culex mosquito. Los escogió en estado de
ayuno. Hambrientos. Los hizo picar a enfermos de fiebre amarilla en su
forma típica, y tiempo después los hizo picar a los veinte voluntarios
sanos y supuestamente receptibles. Los hechos le dieron la razón. La
experiencia fue favorable a su teoría. Pérez Vigueras subraya que no se
dejó arrastrar por el entusiasmo. Debía enriquecer su casuística.
Pensaba, con Descartes, que “es necesario atenerse a la evidencia”. En
varios años de incesante investigación, reunió 104 inoculaciones que
constituyeron una evidencia – probatoria inobjetable. Había descubierto
que el agente causante de la fiebre amarilla era transmitido del enfermo
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portador al individuo sano por intermedio del Culex mosquito, al que
conocemos hoy como Aedes Aegypti.
Pérez Vigueras termina su oración con una mezcla de tristeza y alegría.
Sufre las burlas y desconocimiento de que fue objeto Finlay durante
muchos años. Hay ira y amargura en sus palabras cuando relata la
injusticia de que fueron objeto los voluntarios que a riesgo de sus vidas
participaron en los experimentos cuyos resultados refutaba la comunidad
científica graciosamente. Subraya que uno de aquellos voluntarios fue el
propio Finlay.
Se alegra cuando dice: “Al finalizar su brillante carrera y su modesta
existencia, le fue hecha plena justicia, su verdad se abrió paso a través
del mundo científico y sus detractores abrumados por el peso de la
evidencia, se doblegaron ante el aforismo latino: Dura lex sed lex”
REDVET: 2012, Vol. 13 Nº 06B
Ref. 011ATM01_REDVET / Publicado: 01.06.2012
Esta palabras fueron pronunciadas en las Jornadas Científicas por el 120 Aniversario del Sabio de
la Medicina Veterinaria Cubana Dr. Ildefonso Pérez Vigueras, celebrado en Pinar del Río, Cuba, del
9 al 11 de Febrero del 2012 y está disponible en
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