Talara: Al encuentro de los cuatro elementos

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Talara: Al encuentro de los cuatro elementos
En pocos espacios se conjugan mejor los cuatro elementos que en la playa. Y si se trata del litoral
piurano, mejor aún. Talara es una muestra de cómo agua, tierra, aire y fuego, bajo las formas simples de
mar, arena, brisa y rayos solares, se equilibran y complementan para hacernos sentir, a nosotros, simples
mortales, toda la energía que la naturaleza está dispuesta a compartir, si sabemos cuidarla. Y es la
temporada de verano la que nos da un excelente pretexto para disfrutar plenamente de esa experiencia.
Máncora es el nombre que emerge raudo en nuestra mente cuando hablamos de Talara. Pero la provincia
petrolera es mucho más que la jurisdicción donde se ubica el balneario de moda en el Perú. Para
entenderlo hay que conocerla con calma, liberarnos de tentaciones de juerga inmediata y empezar a
caminar sin prisa y con los sentidos abiertos.
Giremos la rueda y veamos hacia donde apunta la flecha. Dirección Sur. Se nos ocurre Las Capullanas, a
quince minutos de la ciudad. Hay que solicitar bien las indicaciones antes de partir, porque podemos
confundirnos entre los mil y un vericuetos trazados en medio del desértico paisaje por las empresas
petroleras, no aptos para distraídos.
Mientras avanzamos, agucemos el oído. Un sonido monótono se ha posicionado ya en nuestra memoria
antes de que nos percatemos concientemente de él. Un golpe repetitivo, suave, siseante, corta el aire, va y
viene, una y otra vez, cronométricamente. Pronto asumiremos la materialización de ese sonido como parte
del panorama. Son los “lukis”, llamados así por la marca “Lufkin” tatuada en los brazos de esas
estructuras metálicas que sube y bajan marcando el ritmo de la rutina de extraer el petróleo del subsuelo.
Tanto pensar en los balancines nos distrajo del camino formal para llegar a Las Capullanas, del lado de
las cuevas de formas mitológicas o eróticas, según quiera verse. Hemos aterrizado por la parte alta, y al
ver la media luna y el brazo extendido hacia el mar formado por los cerros truncos, no podemos evitar la
evocación de Paracas.
Avanzamos un poco y nos sentimos un poco como pisando un escenario lunar. El viento y el mar han ido
cincelando formas redondeadas de bordes suaves en la roca. A contraluz, una iguana gigante permanece
impávida (como toda iguana) sobre nosotros, cubriéndonos con su sombra. Frente a nuestros ojos, una
manta raya de proporciones considerables atisba al mar, aún indecisa de regresar a él. El aire, camuflado
de brisa, nos sacude de esas visiones y al echar un nuevo vistazo a la zona del ingreso a las cuevas,
verificamos que la marea creciente nos dejará atrapados en ellas. Será para la próxima.
Cambio de rumbo. Esta vez con dirección norte. A estas horas el fuego ya habrá impuesto su huella:
suponiendo que se ha partido temprano por la mañana, la piel debe presentar los primeros indicios de lo
que será un estupendo bronceado o una lastimosa insolación (dependiendo del uso de protectores solares,
aceites bronceadores, pigmentación natural, entre otros factores). No habría sido mala idea si hubiéramos
llevado entre nuestros accesorios uno de esos preciosos sombreros de ala ancha, tejidos con paja toquilla,
por las hábiles artesanas de Pedregal o Narihualá.
En Lobitos
Nueva parada. Estamos a la altura del kilómetro 1147 de la Panamericana Norte, en zona militar. Pero
también en un paraje estupendo, tranquilo, y cuyo poblado tiene un aire casi fantasmal. Atisbar por las
casitas de madera construidas sobre altos pilares, observar el sol colarse por los retazos de vitrales
existentes en la abandonada iglesia, es sumergirse por un rato en las épocas de esplendor de Lobitos,
impregnadas del olor del petróleo.
Tenemos un gran trecho para recorrer en el litoral lobiteño, siempre y cuando no haya “altos mandos”
presentes en la base, que cortan alas a cualquier intento de exploración en áreas restringidas como el de
“Piscina”. Aquel día fue uno de esos: hubo que resignarse a contemplar de lejos esa zona de la playa, con
sus formaciones rocosas curiosas y que se adivinaban como el punto más atractivo de Lobitos, tal vez por
la barrera de lo prohibido.
Pero basta de quejas. La parte restante, bastante amplia, nada tiene de despreciable. Al contrario. Amplias
orillas para caminar, respirar, reflexionar, deshojar margaritas, hacer balance de los “primeros cien días”
del 2007, o simplemente andar, con la mente en blanco, sintiendo la fuerza de la tierra.
Al otro extremo de las instalaciones militares, las rocosidades también suaves, forman cómodos tableros
para sentarse a contemplar las transparencias del mar. Un poco más adentro si se tornan erizadas, como
lanzas siempre dispuestas a marcarles en la piel cada maniobra errada a los tablistas que pululan en el
lugar. Lobitos es un buen “point” según los expertos, con una calidad comparable a la de Cabo Blanco,
aunque con diferentes características.
Cercanas a Lobitos encontraremos también Las Tres Cruces, Malacas, Amarillos. Un sin fin de playas
que componen juntas una porción de costa talareña. Todas uniformizadas por aguas y arenas limpias,
apenas separadas por paredes de piedra o salientes de la tierra.
Desde casi cualquiera de ellas podemos avizorar otro de los emblemas de la provincia. Si en el suelo son
los “lukis” en el océano son las plataformas petroleras. Grandes moles de hierros enclavadas en el mar,
silenciosas, invadidas por incontables aves y ociosos lobos de mar.
La Ruta Hemingway
Otro de los memorables circuitos de las playas talareñas es el que nos conduce, siempre de cara al mar,
desde Los Órganos, por El Ñuro, Quebrada Verde, hasta Cabo Blanco. La joven pareja que promociona
esta ruta y que integra el equipo de ecoturismo Pacífico Adventures ha bautizado la ha bautizado como la
Ruta Hemingway. La razón es que el punto culminante del recorrido es Cabo Blanco, y hasta este
pequeño pueblo del norte peruano llegaba el recio escritor, junto a artistas, directores de cine y
millonarios de todo el mundo, para ejercer una de sus grandes pasiones: la pesca de altura.
Se han propagado diversas versiones que afirman que en Cabo Blanco Hemingway se inspiró para su
novela El Viejo y el Mar. Pero lo cierto es que el norteamericano llegó hasta allí algunos años después de
haber concluido su novela. Podríamos sí, aventurar la idea de que en las aguas de Cabo Blanco tal vez
Hemingway halló la cristalización de una de sus elucubraciones literarias: un merlín de fabulosas
proporciones.
Y finalmente, no importa hacia donde apunte la brújula, o la playa en la que recalemos. En todas ellas, ese
poderoso elemento en permanente movimiento, de murmullos constantes, de rugidos sordos, nos seduce
sin remedio. Nos atrae, sea para envolvernos suavemente entre sus ondas, sea para sacudirnos con fiereza
hasta hacernos perder el equilibrio. Y al final de la batalla, nos retiraremos exhaustos, no sin antes
lanzarle una mezcla de imprecación y reverencia: ahhhhh mar!!!!!!!! Y triunfante, bañará nuestros pies
aunque le demos la espalda, sabiendo que siempre habrá un regreso.
Publicado por Claudia Lu en 07:03 PM 3 comentarios
Etiquetas: capullanas, lobitos, mancora, norte peru, playas piura, talara, ñuro
sábado 18 de agosto de 2007
En busca de la sonrisa del delfín
Lindas playas, sol –casi- eterno, buenas olas, excelente comida. Cualidades nada
desdeñables y famosas de la provincia de Talara. Sin embargo, al adentrarnos más
allá de lo evidente, comprobamos que el encanto no acaba en la cresta de la ola.
Un paseo en bote por el mar de Los Órganos nos aproximó a una rama del turismo
poco conocida en nuestro medio, pero no exenta de aventura: el ecoturismo de
observación.
Nos cogieron desprevenidos. Acabábamos de dejar el muelle del distrito Los
Órganos* a bordo de un pequeño bote, y todavía estábamos acomodándonos en la
lancha que nos llevaría en su búsqueda, cuando ellos nos salieron al paso.
Aparecieron como una alucinación, escurriéndose entre las embarcaciones, en una
mezcla de loca carrera y armoniosa coreografía. Fue así como decenas de delfines
locales nos dieron la bienvenida a sus aguas.
El día anterior, en Lobitos*, un tablista nos había dado buenos indicios. Había
tenido un encuentro cercano, durante su incursión en Piscina*. Al escucharlo,
mentalmente deseé tener la misma suerte, en mi primer intento por encontrarme
cara a cara con uno de esos animalitos de perenne sonrisa, casi tan enigmática
como la de la Mona Lisa.
Golpe de suerte, buena estrella, telepatía. La explicación poco importa. El asunto es
que, esa mañana, salí en su búsqueda cámara al hombro. Y pese a la imposibilidad
de anunciarles mi visita, estuvieron puntuales en la cita. Cerca de treinta delfines
mulares o “nariz de botella” estaban allí, libres, frente a mis ojos, sin pantalla de
por medio, escapados de mis sueños, casi al alcance de la mano, y dispuestos a dar
un espectáculo inolvidable.
Su nombre científico es Tursiops truncatus, explica Sebastián Silva, biólogo marino
y guía de la excursión. Él y Belén Alcorta, especialista en ecoturismo, apoyados por
“Veloz” -el conductor de la lancha en la que nos desplazamos- integran Pacifico
Adventures, organización ecoturística de reciente creación, dedicada a promover la
visita a zonas naturales en esta parte del norte peruano, con la finalidad de
transmitir su pasión por el entorno y la necesidad de conservarlo.
Repuestos de la sorpresa inicial, fuimos tras la manada gris. Adultos y crías se
deslizaban muy próximos a la orilla. Luego de rebasar el cerro El Encanto*, y a
medida que iban quedando en claro sus reglas, la distancia se acortaba. Un primer
intento de detenernos no tuvo el efecto esperado, así que “Veloz” entendió que
había que avanzar con cautela, para no espantarlos.
Poco a poco pude contemplar con mayor nitidez esa expresión amigable con la que
los ha dotado la naturaleza. Habíamos logrado ganarnos su confianza, porque
estaban ahora allí, deslizándose a los lados del bote, veloces y escurridizos. Pude
observar también su piel gris, tersa e impermeable, las muescas en sus aletas, sus
ojos redondos y brillantes; escucharlos “hablar” entre ellos y también dirigiéndose a
nosotros con chasquidos indescifrables.
Era difícil centrar el objetivo de la cámara en un punto específico, porque el grupo
entero parecía disfrutar la sesión fotográfica que protagonizaba: uno aparecía y
desaparecía al lado mío, otro desplegaba su talento de acróbata con piruetas
impresionantes, mientras sus compañeros saltaban en forma sincronizada unos tras
otros.
No hay mejor manera de aprender a amar algo que conociéndolo. Ver a los delfines
tan cerca, en su hábitat, realizando acrobacias por instinto y sin la intermediación
de entrenamiento humano, es una experiencia que difícilmente puede explicarse
con palabras.
Y es entonces que despierta el interés por ir más allá de la vista momentánea. En el
tiempo que Sebastián lleva estudiando la zona, ha podido identificar dos tipos:
grupos visitantes de Delphinus delphis o delfín común, que pasan en gran número
en su tránsito por el océano; el otro tipo es el grupo que esa mañana nos
acompañaba, delfines mulares, que se desplazan y se desenvuelven en un área de
hogar posiblemente situada entre El Bravo (Punta Sal) y Cabo Blanquillo, explica.
“La gente no es muy conciente de la necesidad de conservación” comentan los
guías. Sebastián hace hincapié en que el exceso de redes, los desperdicios
arrojados al mar, y la pesca incidental, entre otras actividades humanas realizadas
sin consideración de los impactos en el ambiente, merman las poblaciones de
delfines y otras especies. Y mientras sigan siendo vistos como estorbo, o alimento
ocasional, y no como parte de un atractivo turístico que debe ser aprovechado y
protegido, la situación no cambiará.
Cansada de disparar de un punto a otro, dejo la cámara a un lado y me dedico a
disfrutar el espectáculo sin filtros ni atenuantes. Hoy, al cerrar los ojos y verlos
brincar alborotados, estoy convencida de que –no obstante ser irreproducibles- no
hay mejores imágenes que las almacenadas en la propia memoria.
La amistosa carrera entre el grupo de cetáceos y humanos se prolongó hasta El
Ñuro*, punto en que se decidió variar el rumbo de la lancha para no agotarlos, y
dejarlos seguir su camino sin distracciones.
La percepción –hasta ahora imborrable- de su disposición a comunicarse con
nosotros no radica sólo en la visión de su sonrisa. Lo expresaron sus ojos grandes,
curiosos, intentando ver de cerca a quienes ocupábamos la lancha. Lo dijeron
también, en ese idioma que, lamentablemente, todavía es para los humanos una
suerte de lengua indescifrable.
*REFERENCIAS
-Los Órganos: Panamericana Norte Km. 1150
-El Encanto: Cerro cuya forma, semejante a un órgano de tubos (visto del lado del
mar) le da nombre al distrito.
-El Ñuro: caleta ubicada a aproximadamente seis kilómetros del muelle de Los
Órganos, hacia el sur.
-Lobitos: Panamericana Norte Km.1104
-Piscina: Playa adyacente a la playa principal de Lobitos, recibe ese nombre porque
las formaciones rocosas semejan una piscina.
-El acceso a algunos sectores de Lobitos como Piscina, es restringido, por tratarse
de una zona militar.
-Vichayito, balneario contiguo a Las Pocitas de Máncora.
Ecoturismo de observación: potencial no explorado
El avistamiento de delfines no es raro a lo largo de la costa peruana, así como
tampoco lo es el de las ballenas jorobadas, que ya pueden verse, en esta época del
año, con un poco de suerte o de paciencia, desde los muelles de Talara y Paita. El
Perú tiene más de treinta especies de cetáceos, entre delfines y ballenas.
La observación de especies marino costeras es una importante fuente de ingresos
en otras zonas del planeta; paquetes turísticos completos, dirigidos a personas de
todas las edades, para disfrutar del placer de apreciarlas en su entorno natural.
Sin embargo, en el Perú, pese a ser una país privilegiado por su diversidad
biológica, son contadas e incipientes las iniciativas destinadas a explotar, en forma
responsable y con espíritu conservacionista, esta rama del turismo denominada
ecoturismo de observación.
Talara no escapa a esta situación. En dos horas, durante el recorrido realizado por
la franja marina situada frente a Los Órganos, pudimos entrever una muestra de
esa fuente de recursos, dormida en nuestra costa.
Luego de dejar a los delfines continuar su ruta, enrumbamos hacia la plataforma
plataforma petrolera cercana. Al llegar hasta ese punto, desde el bote pudimos
observar el sueño despreocupado de un lobo marino (Arctocephalus australis anota
el biólogo).
En el mismo lugar, en la punta de la estructura, entre decenas de aves, Belén dirige
la atención hacia el brillante color de las extremidades inferiores del piquero
patiazul (Sula Neuboxi) una de las aves más populares de las Islas Galápagos, y
cuya zona de circulación se extiende también al extremo norte del Perú.
Y mientras nos concentrábamos en el azul del piquero, fugaces sombras sobre
nosotros, nos alertaron del paso de una bandada de las estilizadas tijeretas, aves
que responden al nombre científico de Fregata magnificens.
Ya casi al final del paseo, frente a Vichayito, la lancha se detuvo. Nos sumergimos
por un rato, para seguir observando. Ante nuestros ojos se desplegó un abanico de
diminutos y coloridos peces que envidiaría cualquier acuario; muy cerca, entre las
rocas, un pulpo no logra escapar de la mirada de los intrusos; una vez satisfecha
nuestra curiosidad, el pequeño molusco es devuelto a su hábitat. La ballena
jorobada, avistada unos días antes desde el muelle, esta vez se dejó extrañar.
Motivo más que suficiente para emprender la siguiente excursión.
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