¿Es posible una exposición orgánica de la fe

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Reseña
La Revista Catequética viene publicando hace un tiempo varios artículos sobre la necesidad
de un nuevo paradigma para la catequesis. En este caso se presenta la traducción de las
presentaciones que de los talleres de trabajo se hicieron en el famoso Coloquio tenido en
Paris en febrero de 2003 acerca de “Un nuevo paradigma para la catequesis”. Estos dos
textos corresponden a la presentación del cuarto taller, acerca de la exposición orgánica de
la fe.
Se trata de una presentación -absolutamente polémica- del profesor Paul-André Giguère,
precedida de un esquema-resumen de la presentación realizada por el profesor HenriJerôme Gagey con la que aquel polemiza. Dos textos que entran en diálogo y reflexionan
invitándonos a hacer lo mismo.
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1. ¿ES POSIBLE UNA EXPOSICIÓN ORGÁNICA DE LA FE?
Por Henri-Jerôme Gagey, Decano de la Facultad de Teología del IPC, Paris.
(Esquema-resumen)
UNA LLAMADA AL ORDEN "DOGMÁTICO"
Carácter orgánico de la fe
Según el DGC (130,144) hay un aspecto de enseñanza en el objeto de la catequesis, no sólo una
“adhesión” vital a Dios.
No se trata sólo de una fe-confianza (espiritualismo, moralismo...), so pena de diluir la confesión de
fe en esos “vagos” valores modernos.
La “jerarquía de verdades” no significa que unas sean más importantes y otras más “superfluas” sino
que hay una “organicidad” de la fe, una lógica interna.
El elemento existencial de la fe
¿Es eso una vuelta al dogmatismo del Vaticano I?
El DGC subraya la experiencia de Dios: hay unidad entre la fides qua (con la que se cree) y la fides
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quae (lo que se cree).
En la catequesis del s. XX se ha afirmado tanto la fides qua (la actitud) que no se sabía qué hacer con
la fides quae (los contenidos)
Una fe dogmatizada
Schleichmacher defendía el fondo existencial de la fe, en detrimento del contenido. Quizás era
oportuno en un contexto de fuerte cientificismo.
Pero el cristianismo no es sólo una defensa de la naturaleza espiritual del ser humano. Tiene algo
más que decir.
¿La catequesis es una “mayéutica”?
Ese es un riesgo de la renovación de la catequesis.
La fe cristiana responde perfectamente a las ansias inscritas en el corazón humano. Pero la revelación
no puede ser sólo una toma de conciencia de lo que ya el ser humano lleva dentro de sí (sería algo
parecido a la “reminiscencia” de Platón).
Una concepción “mayéutica” de la catequesis pudo ser liberadora en un contexto fuertemente
doctrinal. Pero ya no estamos en el tiempo en el que la fe tenía, sociológicamente, una autoridad
irrecusable. Hoy, creer supone una opción personal que hay seguir haciendo permanentemente.
Esto significa que «la fe debe ser objeto de una propuesta resuelta, dirigida a personas cuya
familiaridad con el misterio no puede darse por supuesto».
Desde aquí, la catequesis tradicional queda cuestionada.
Hoy, el reto es cómo proponer la fe a personas no iniciadas. La catequesis tiene que hacerse cargo de
la “primera evangelización” aunque no sea ése propiamente su cometido.
¿Cómo responder a este reto? Dos respuestas: una “pastoral de acogida” y una “pastoral de la
atestación”.
ENTRE UNA PASTORAL DE LA ACOGIDA Y UNA PASTORAL DE LA
ATESTACIÓN
Una “pastoral de la acogida”
En el ser humano hay una orientación fundamental hacia Dios, consciente o no, aceptada o
rechazada. Es un tema ampliamnte tratado por la teología del s. XX (s.t. Rahner).
Consecuencia: Valor del diálogo para evidenciar esta experiencia (como Pablo en Atenas, Hech 17).
Tras ese primer momento dialogal, vendría un segundo momento de presentación explícita del
contenido del Evangelio.
Si hacemos eso hoy en día, nos irá tal vez bien en la primera parte, pero no en la segunda: la
experiencia religiosa no aboca directamente en Jesús de Nazaret.
Éste es el límite de esta “pastoral de la acogida”, que es lo que le pasó a Pablo en el areópago de
Atenas.
Una “pastoral de la atestación”
Una actitud completamente diferente es la de los “nuevos movimientos espirituales” de finales del s.
XX, similares a los movimientos radicales protestantes. « Si la fe es posible lo es en virtud del poder de
la Palabra de Dios que crea, ella misma, en el receptor, las condiciones de su acogida »
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K. Barth, U. Von Balthasar: la belleza íntima de la verdad y el poder superior de la locura del amor
divino. No es necesario crear unas “condiciones previas” para acoger la Palabra de Dios.
¿Cómo, pues, exponerla? ¿Cuál puede ser su “verificación” para que sea acogida “de buena fe”?
Cruzar acogida de la vida y atestación del misterio
Para lograrlo, hay que partir de la naturaleza histórica de la Revelación. La fe tiene por objeto
acontecimientos históricos que se reactualizan. La fe no es una “gnosis”.
Hay una unidad interna entre la fides qua y la fides quae. No puede hacerse una exposición
“objetivada” de las verdades de fe.
¿Cómo, entonces, puede hacerse una exposición viva de las verdades de fe? (sin respuesta)
LA “IMPOSIBLE” EXPOSICIÓN OBJETIVA DE LA VIDA DE JESÚS
Límites de los estudios sobre la vida de Jesús
Los evangelios nos llevan a una relación con la figura de Jesús que no puede ser neutra. Siempre
ponen en cuestión a quienes se acercan a su figura. De ahí las diferentes interpretaciones de los
estudiosos de los evangelios, a veces contradictorias.
La catequesis no puede prescindir de la “acogida de la vida”. Los “preámbulos de la fe” son
necesarios como punto de contacto. Para ello hay que acudir al A.T. para ver a Jesús como el
cumplimiento de las figuras presentes en la tradición judía. La verdad de Jesús no es objeto de un
“saber” sino de un compromiso de libertad. Dicho de otro modo: un relato de Jesús no puede
ser más que “dogmático”.
Tomar postura sobre Jesús
Es lo que provocaba Jesús, solicitando una respuesta “dogmática”: “¿Quién decís que soy yo?”, “¿Eres
tú el que ha de venir?”...
La figura de Jesús lleva consigo un proceso: confesarlo como “el Señor” o rechazarle. Al historiador
no le toca pronunciarse “objetivamente” a favor o en contra de Jesús. La verdad de Jesús no está en
el orden de los “saberes”. Sólo el ángel de la tumba vacía revela la verdad.
El catequista es, a su vez, ese “ángel”. Pero no es un simple “repetidor” de verdades. Es mediador
entre el Evangelio y la situación de los oyentes. El catequista no presenta a Jesús como “mayéutica”
sino como afirmación a verificar siempre de nuevo. No se trata de transmitir un “saber histórico” de
Jesús sino una verdad que se verifica cuando “dos o tres estén reunidos en su nombre”: el marco
litúrgico de la Palabra.
La afirmación de la realidad de los hechos de la salvación
La fe no lo es de una “cosmovisión” sino de unos acontecimientos ocurridos en la historia y que se
reproducen en el creyente. Los evangelios no son mera ficción: la salvación sería sólo poesía...
Conclusión
«Una buena exposición orgánica de la fe no puede dejar de desarrollarse según esta lógica de una
verdad en proceso atestiguada por los evangelios que constituyen, junto con las cartas de los
apóstoles, las primeras exposiciones orgánicas de la fe»
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2. ¿QUÉ ORGANICIDAD?
Por Paul-André Giguère,
profesor titular del Instituto de pastoral
del Colegio dominico (Montréal, Québec).
A partir de la situación histórica, cultural y eclesial de Québec y también de la convicción de que « la
catequesis de adultos... debe ser considerada como la forma principal de catequesis, a la que todas
las demás, siempre ciertamente necesarias, de alguna manera se ordenan (DGC 59) es como
proponemos esta reflexión crítica acerca de la cuarta hipótesis o cuarta dimensión del supuesto nuevo
paradigma de la catequesis. “Supuesto” no es peyorativo. Es cuestión de saber hasta dónde se va. En
efecto, ¿acaso no están todos convencidos de la importancia de la organicidad de la fe? A nadie se le
ocurre iniciar a la fe de un modo desordenado o atomizado. Entonces, ¿qué tiene de suficientemente
diferente esta cuarta hipótesis para que contribuya a dar validez a un nuevo paradigma de la
catequesis?
Como catequista de adultos, y ante todo como adulto creyente, desde hace tiempo experimento un
real malestar ante afirmaciones como de la que se hace eco el profesor Gagey:
««El misterio de la fe se nos presenta como una realidad orgánica, articulada en función de una
coherencia interna tal que si faltan determinados elementos, no se mantiene el conjunto. De lo que se
trata aquí no es únicamente, pues, de la necesidad de mantenerlo todo, sino de mantenerlo todo
según su lógica interna: “non omnia sed totum”, como lo recordaba Juan Pablo II»1.
Confieso que esto me hace temblar como ciudadano, como creyente y como catequista.
Observemos esta cuestión siguiendo un triple desplazamiento:
1. Un desplazamiento pedagógico, que nos invita a colocarnos del lado del sujeto.
2. Un desplazamiento político, que nos invita también a colocarnos del lado del sujeto.
3. Un desplazamiento teológico, que nos invita a colocarnos del lado de la paradoja que
constituye el corazón de la fe cristiana.
Hay que precisar que aquí nos atenemos a los tiempos (en plural) de la catequesis en sentido
estricto2. Podemos observar, en muchos textos recientes, un deslizamiento que corre el riesgo de
llamar «catequesis» a todo lo que compete a la tarea misionera y a la actividad pastoral. Ciertamente
nuestros contemporáneos no están familiarizados ni tienen relación con los elementos fundamentales
del cristianismo. Pero eso no es razón para que « la catequesis deba hacerse cargo de la primera
evangelización de la que es tradicionalmente distinta según el Directorio general para la Catequesis»
(p.5). La comunidad no debe descargar en los catequistas su responsabilidad para buscar formas
nuevas, inéditas y eficaces de primer anuncio. La cantera de la catequesis ya es suficientemente
pesada y compleja.
La catequesis, además, desempeña un importante papel en la segunda y tercera etapa del proceso de
evangelización. En la tercera etapa, que es el tiempo más largo de la vida cristiana, no hay duda de
que la maduración de la fe implica momentos catequéticos; pero, a propósito de esto, debemos
preguntarnos si de verdad la catequesis, en cada etapa y sea la que sea la edad, la situación... debe
servir para exponer lo que constituye la coherencia del misterio cristiano, a saber, la revelación del
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Dios trinitario, y no de un modo lineal sino sistemático. ¿Por qué?
1. Desplazar la problemática del lado de los sujetos (pista pedagógica)
Hay una cosa que llama la atención cuando se habla de propuesta de la fe, de transmisión de la fe o
de catequesis: el discurso habitual y las representaciones subyacentes hacen muy poco caso de los
hombres, mujeres y niños a los que se dirige. Cuando se habla de transmisión, de propuesta o de
adaptación, ¿quién es el sujeto del verbo «transmitir», del verbo «proponer», del verbo «adaptar»?
Seguro que la institución eclesial y los catequistas, que se preguntan sobre lo que van a decir y el
modo de decirlo. La catequesis es asunto de los catequistas. En último término, se acepta, con el
Directorio, decir que es asunto de la comunidad. En cuanto a las personas a las que se dirigen, se
interesan sobre todo por la «adaptación»: saben, evidentemente, que deben ajustar la estrategia
catequética según se dirija a adultos, a adolescentes, a niños o a personas salidas de familias
cristianas o totalmente al margen del universo cristiano. Todo el capítulo II de la cuarta parte del
DGC insiste en esta convicción tras un breve primer capítulo titulado, como por casualidad, La
adaptación a los destinatarios.
Las personas «evangelizadas» o «catequizadas» quedan reducidas al estatuto de objeto, de
destinatarios, de «audiencia», como se dice en la radio o de «público» en las editoriales. En último
término, clientes. «Pacientes». Pacientes cuyo bien y curación desea la Iglesia y para quienes tiene,
en el Evangelio y la Tradición, el remedio del vacío de sentido en una humanidad abandonada a sí
misma. Y así, del mismo modo que se nos enajena del cuerpo y de la salud en el sistema médico y
farmacéutico, los niños y los adultos a los que se quiere catequizar son también enajenados casi por
principio en el acto catequético. Ya no son sujetos ni actores sino que se reducen a los papeles en los
que se les quiere dejar, papeles que deberán representar según una escenografía elaborada por otras
personas.
Sin embargo, nuestros contemporáneos, y esto les toca incluso a los niños, se resisten a este
proyecto reductor. Toda persona se implica en un trabajo de construcción y de mantenimiento de su
coherencia interna cuando llega el momento de dar a su vida una dirección y una fecundidad. Cada
uno lo hace a su manera, a partir de su historia y sus posibilidades y nadie quiere que sea otro quien
lo haga en su lugar. Está claro también que este trabajo interior se realiza con -pero también a veces
contra- su medio. Se podría decir, en el terreno religioso: con -pero también a veces contra- la Iglesia.
Con ello estamos tocando una dimensión clave de la modernidad: la historicidad del sujeto humano.
Con grados variables de conciencia nos representamos a nosotros mismos como inscritos en un
devenir único y circunstanciado. «Yo soy yo y mi circunstancia», escribía el filósofo Ortega y Gasset.
Estamos situados en el centro de una tensión entre ser hechos y hacernos como sujetos. Además,
gracias a estudios como los de Jean Piaget, ya antiguos, de Fritz Oser o James Fowler, sabemos mejor
cómo nuestro devenir se realiza mediante una sucesión de etapas o estadios de desarrollo y cómo, en
el eje central mismo de cada uno de esos estadios, cada uno está llamado a un laborioso trabajo de
reconfiguración de su universo interior. A nosotros, herederos de la modernidad, el presente se nos
aparece como la encrucijada de dos historicidades: la nuestra, irreductible y singular, y la de nuestras
comunidades de pertenencia (familia, clase social y a veces la Iglesia). En definitiva, hemos
redescubierto la importancia del relato y su poder para hacer aparecer y estructurar en nosotros una
identidad narrativa (siempre en movimiento).
Pero, qué difícil le es a la Iglesia aceptar esta condición histórica de sus miembros, sin hablar ya de la
suya propia... Tan difícil le resulta abandonar el mundo platónico de las ideas y las verdades eternas...
De un modo tal vez demasiado optimista ha podido escribirse que « no sin resistencias (la Iglesia) ha
tenido que renunciar al dogmatismo intemporal al que se había prestado desde los primeros tiempos
de su confrontación con la cultura moderna para acceder a la plena conciencia de su historicidad» 3.
De hecho esta aceptación de la historicidad está todavía lejos de estar realmente integrada. Todavía,
en mi opinión, es algo más padecido que asumido, como lo muestra la formulación de la cuarta
hipótesis que creo no tiene en cuenta ni la primacía del sujeto ni el abismo existente entre la
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institución y la vivencia (4), ni una nueva relación con la verdad cuyo estatuto ha sido transformado
por la modernidad y la post-modernidad.
Volvamos, pues, a aquellos y aquellas que, a falta de algo mejor, llamaremos los catequizados. La
forma pasiva expresa muy bien el estatuto al que se les ha reducido: objetos de nuestra solicitud
pastoral. El punto de vista de la «propuesta» que vive la Iglesia de Francia desde la carta de 1996 y
que se constituye el meollo de la primera hipótesis, se presenta en este relación con una cierta
ambigüedad. En el lenguaje ordinario, el substantivo «propuesta» o «proposición» se encuentra
normalmente en fórmulas comunes como «una propuesta de negocios», «una proposición
deshonesta», «una proposición que no puedes rechazar», o «lo tomas o lo dejas». Y esto, cuando se
trata del Evangelio, nos resulta incómodo y nos deja indecisos.
La lógica de la propuesta corre el riesgo de ser para nosotros una trampa. Suscita preguntas como
¿qué vamos a proponer y cómo lo haremos? Este tipo de preguntas, ¿no nos sitúan en el centro del
paradigma de la sociedad de consumo?: proponemos un producto espiritual. Creemos que quienes lo
adquieran sacarán de él amplios beneficios en términos de pertenencia, de sentido de la vida, de
humanización y de plenitud espiritual. Desde este punto de vista, tanto por respeto hacia nuestro
producto como por respeto a la inteligencia de la gente, vamos a cuidar no sólo el contenido sino su
presentación. De este modo, en concreto, pastores y catequetas buscarán que, sin ser lineal, la
presentación sea «orgánica». Sin duda será conveniente añadir en la etiqueta, como en Ikea: móntelo
usted mismo. Pero los catequistas verán, siempre y cuando las consignas sean tan claras, cómo la fe
así ensamblada por todos estos pequeños aficionados al bricolaje espiritual del domingo será
verdaderamente la fe de la Iglesia tal como sus representantes la conciben.
¿Hay alguna salida para esta dificultad en el encuentro con la cultura moderna? Sí que lo hay y creo
que pasa por un cambio de mentalidad, un cambio de punto de vista. Se trata de mirar la cuestión no
a partir de la Iglesia confrontada a su misión, sino más bien a partir del sujeto creyente y de su
vocación, un sujeto creyente al que se le reconoce en su unicidad, es decir, en su historicidad.
Vayamos más lejos. No basta reconocer a la persona como sujeto creyente: se trata de capacitarle
para llegar a ser verdaderamente sujeto de su fe. Yo propongo como tarea de la catequesis
capacitar, de una manera progresiva, a cada niño, joven o adulto que lo desee para
elaborar la organicidad de su fe con ayuda de la Biblia y de los demás materiales de la
tradición eclesial. Esto sí que sería verdaderamente un nuevo paradigma de la catequesis.
Creo que si la catequesis, en todas las edades de la vida, educara así a los sujetos en la organicidad
de su fe, cumpliría plenamente su estatuto de acto de tradición puesto que, siguiendo una feliz
fórmula de M. Gagey, «se puede definir la tradición cristiana como la tradición de una relación crítica
con la tradición»5.
Relación crítica con la tradición, relación crítica también con la verdad. Lo mismo que en pedagogía se
pone hoy el interés en los procesos de construcción del saber en la mente de los niños y de los
adultos6, de la misma manera no faltan filósofos que afirmen que la verdad, lejos de preexistir al
modo de ideas platónicas y estar ya definida para siempre por quienes nos han precedido, la verdad
se elabora. Nos acercamos aquí a la mentalidad científica para quien toda certeza es sólo provisional
y, como enseña Karl Popper, una teoría es verdadera hasta que se haya demostrado su inadecuación.
De esta manera, un enfoque de la catequesis concebida a partir del sujeto en diálogo con la tradición,
podría contribuir a evitar uno de los malentendidos más perniciosos que ha gravado la relación del
hombre moderno con la tradición cristiana: el de todo o nada. Esta organicidad cerrada, ¿no ha
conducido a más de una conciencia moderna a la increencia, como lo decía ya el Vicario saboyano de
Jean-Jacques Rousseau hace ya dos siglos?
«Lo que aumentaba mi confusión era que, habiendo nacido en una Iglesia que decide de todo, que
no permite ninguna duda, rechazar un solo punto me hacía rechazar todo lo demás y, ante la
imposibilidad de admitir tantas decisiones absurdas, me apartaba de las que no lo eran. Al decirme:
“Cree todo”, se me impedía creer en nada y yo ya no sabía dónde detenerme»7.
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2. Desplazar la problemática del lado del sujeto (pista política)
Dos siglos y medio más tarde creo que el Vicario saboyano daría el mismo suspiro leyendo la
exposición del profesor Gagey: «El misterio de la fe se nos presenta como una realidad orgánica,
articulada en función de una coherencia interna tal que si faltan determinados elementos, no se
mantiene el conjunto»
Pero esta «coherencia interna», ¿no es un constructo, una construcción? Realmente sabemos que no
existe en sí misma, objetivamente. Y sabemos que no hay solamente una en las tradición cristiana e
incluso en la tradición católica. El mismo profesor Gagey, un poco después, recuerda cómo el Nuevo
Testamento supone, con los cuatro evangelios -y nosotros podríamos añadir: con el pensamiento
paulino-, varias presentaciones orgánicas de la fe cristiana en sus orígenes.
¿Quién establece esas relaciones que decimos «orgánicas» entre las dimensiones de la fe?
Tal como están estructuradas, ¿a los intereses de quién están sirviendo? Esta organicidad descansa
en un cierto número de opciones. ¿En nombre de qué se hacen esas opciones? ¿Por qué? ¿Qué dejan
en la sombra? ¿Por qué? ¿Con qué consecuencias? Y, sobre todo, tal vez, ¿puede identificarse o
reducirse la fe a la construcción orgánica y articulada de sus elementos?
Esta es la segunda razón por la que sería importante desplazar la problemática en dirección del
sujeto. Hay aquí una importante virtualidad política. Proponer que la catequesis sea un lugar en el que
los creyentes aprendan a realizar una elaboración personal de la organiciad de su fe es hacer una
propuesta política. Confesemos que a la mayoría de los responsables de la Iglesia, tanto sea la
corporación de teólogos como el colegio episcopal, no les gusta que los cristianos ordinarios jueguen
con los materiales de la tradición. Les disgusta considerablemente verles crear articulaciones nuevas,
originales, que implican opciones diferentes a las opciones oficialmente canonizadas. Se vio
claramente en la trágica historia de la teología de la liberación. Nadie puede negar que esta
presentación de la fe era orgánica. Pero esa organicidad visiblemente molestaba.
De la misma manera los responsables de la Iglesia ven a los «pequeños relatos», torpes e
incompletos pero cálidos y vibrantes de vida y de contemporaneidad, como concurrentes
amenazadores de los grandes relatos canónicos, oficialmente reconocidos pero más distantes, fríos
por el paso del tiempo e impersonalizados por el hecho de habérselos apropiado todo el mundo8.
Digamos las cosas más crudamente: a los responsables de la Iglesia, como todos sabemos, les cuesta
confiar en la obra del Espíritu en los bautizados. Prefieren crear ellos mismos síntesis orgánicas que
pueden controlar, proponerlas a la adhesión y verificar su adopción.
En realidad, en vez de estudiar las condiciones para una presentación orgánica de la fe en la
catequesis, ¿por qué no estudiar más bien las condiciones para que la catequesis estimule, haga
posible y apoye la emergencia de una fe orgánica cuyos artífices serían los creyentes? Entonces,
seguro que unos articularán su fe en torno a Cristo mientras que otros lo harán en torno a Dios
trinitario. Una síntesis encontrará su coherencia en la lógica implícita del año litúrgico mientras que
otra partirá, más bien, de la humanización del mundo. Un proyecto de catequesis como éste
contribuiría a la elaboración personal y comunitaria de la organicidad ya presente en su universo
interior de creyentes. Pero no tendrían que callarla o mantenerla en secreto, como ahora, sobre todo
cuando saben que se apartan de la organicidad oficialmente válida.
Ya dije que aquí se trataba de una cuestión política. Pero es también una cuestión teológica,
eclesiológica, que no podemos estudiar aquí. Sin embargo, desde la teología es desde donde yo
quisiera articular una tercera dificultad en relación con la presentación orgánica del mensaje cristiano,
aunque no sea, poresta vez, desde el ángulo de la eclesiología.
3. Una presentación orgánica ¿puede dar cuesta de las paradojas inscritas en el corazón
de la fe cristiana (pista teológica)?
Las presentaciones orgánicas de la fe cristiana tienden a darle a ésta una apariencia de saber y, por
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tanto, a soslayar el escándalo de la cruz. Una vez suavizada y maquillada, ya tenemos, pues, la fe al
abrigo de las incoherencias y audacias de los textos bíblicos, al abrigo de las contradicciones y
paradojas al igual que de la fragmentación y la simple yuxtaposición de los enunciados y de la
práctica. Estructurada de esta manera, ya tenemos a la fe razonable, presentable y vendible.
Tras estas insistentes afirmaciones sobre la organicidad de la presentación de la fe, ¿no puede
estarse revelando una tentativa para mantener intacta nuestra imagen de lo que es la eficacia
catequética? ¿No es una ilusión? No faltan observadores, de una y otra parte del Atlántico, que
señalan una correlación entre las reformas del Vaticano II y la vertiginosa desafección respecto de la
Iglesia. Tengo la profunda intuición de que la crisis de la fe cristiana, al menos en Québec, se debe en
gran medida precisamente al hecho de que desde hace cuarenta años la catequesis y las homilías se
han hecho, no a partir de valores, principios o dogmas sino a partir del Evangelio y de la figura de
Jesucristo. No podríamos rehuir, entonces, el misterio de resistencia y opacidad que atraviesa el
cuarto evangelio: cuando la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la reciben. Nuestros
contemporáneos saben perfectamente que la propuesta que se les hace es a la vez iluminación del
pecado del mundo y llamada a una conversión. Y, lo mismo que en el siglo primero, la mayoría de
ellos se echa atrás.
Hace falta tiempo para comprender que cuanto más nos adentramos en la verdad del Evangelio más
duelo tenemos que hacer por nuestra imagen de cristiandad que quisiera que lo normal fuese creer en
Dios y/o en Jesucristo. Que la fe es la condición normal del ser humano puesto en presencia de esta
revelación o, como se dice ahora, de esta propuesta. Esta imaginación es tenaz. Encuentro una
ilustración de ello en estas líneas del profesor Gagey sacadas de La nueva situación pastoral:
«Todos conocemos esas gentes que dicen no creer en Dios cuando, en un ámbito y clima adecuado
de confianza, hemos caminado mucho tiempo con ellos, hemos ido acogiendo su vida a lo largo de
tantos momentos de intimidad. Hagámonos esta pregunta: ¿dónde se sitúa el meollo de su rechazo de
la fe? ¿A qué es a lo que dicen “no” cuando, al cabo de ese caminar, dicen que no llegan a la fe?
¿Qué sentido tiene ese “no”? Mi hipótesis es la siguiente: rechazar la fe es...»10.
¿Y si lo correcto fuese lo contrario? ¿Si lo normal fuese ser simplemente humano, o mejor humanista,
y uno se sorprendiese de encontrarse creyendo? ¿Por que, puesto que la fe del evangelio implica y
exige incluso una aceptación, un consentimiento, una respuesta, una opción, la increencia va a
significar un rechazo? Qué bueno sería, y qué diferente sería la atmósfera si pudiésemos recuperar el
asombro de ser creyente, de caminar como si viésemos lo invisible, de estar habitados por la
convicción, a falta de certeza, de que no estamos solos, que nos recibimos de un amor absolutamente
primero... Qué bueno sería saborear una vez más el gozo de la gracia...
La insistencia con que se postula una presentación orgánica del misterio cristiano, ¿no corre el riesgo
de estar ocultando el mordiente del evangelio que se presenta como fermento subversivo de todos los
saberes instituidos? «Ni en este monte ni en Jerusalén, sino en espíritu y en verdad», dice Jesús,
negándose a entrar en la lógica de las construcciones teológicas y religiosas de los Samaritanos y las
de los Judíos, igualmente orgánicas. Por el contrario, los sigue subvirtiendo cuando habla del mayor
mandamiento, del prójimo, sacrificio y el diezmo frente a la misericordia.... Cómo, pues, presentar de
una manera orgánica, sin quitarle mordiente, una fe en la que « se trata más de misericordia que de
sacrificios, de últimos que son primeros, de los más pequeños que son los mayores, de un Maestro
que es servidor, de enemigos que son objetos de amor, de personas cuyo estilo de vida se aparta
seriamente de los preceptos religiosos que pasan ante los practicantes más fieles....La fe cristiana
presenta inseparablemente un Galileo que viene de Dios y que no es más que un humilde artesano de
Nazaret, un salvador herido que cura con sus heridas, un resucitado ejecutado en una cruz que da
vida con su muerte, un Señor que es reconocido com o tal porque se ha abajado a la condición de
esclavo»11.
Esta inquietud me atenaza cada vez que oigo hablar, con demasiada insistencia y convicción, de una
presentación orgánica del misterio cristiano. ¿Qué hay detrás de esta insistencia? ¿No se corre el
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riesgo de quedar afectado el corazón mismo de la fe, a saber lo que Pablo llamaba la locura de la
Cruz, escándalo para los judíos y locura para los Griegos (1 Cor 1,17-2,5)? ¿este escándalo y esta
locura no se resisten a una presentación orgánica?
Una pista para la práctica de la catequesis
Y comprendo el discurso sobre la propuesta orgánica de la fe en la catequesis, admiro su lógica y, a
pesar de ello, me da miedo. Lo recibo como un atentado potencial contra la dignidad de las personas,
contra la acción creadora del Espíritu y la verdad del Evangelio. Sin embargo, estoy convencido de que
la madurez de la fe no puede darse si esta fe no está estructurada de una manera orgánica. Pero, a
mi entender, la organicidad del misterio cristiano no pertenece a la estrategia de los teólogos, de los
pastores y los catequetas, sino que es el objetivo de su acción.
En otras palabras, la catequesis, en las diferentes edades de la vida, debe enseñar a los creyentes a
unificar su fe de una manera orgánica. El horizonte al que se abre el acto catequético es el de
capacitar a las personas a vivir su fe como hijos e hijas de Dios, a la luz de Jesús, en una experiencia
espiritual de sinergia con el Espíritu. El acto catequético, en todas las etapas de la vida, pretende
ayudar a profundizar en la comunión con Dios y vivir de ella. Es una comunión en la que creyentes y
no creyentes realizan un trabajo que trata de poner en relación su existencia cambiante, en la que
Dios está presente, y los materiales de una tradición creyente que les es radicalmente anterior y en la
que Dios igualmente hace signos. Él está presente, estemos seguros, en el mismo corazón de este
trabajo de correlación.
Yo, en el fondo, abogo por una organicidad de la fides qua. Lo que propongo es que la catequesis
capacite a los creyentes para vivir su fe de una manera orgánica, aportando lo que ningún catequeta
puede aportar: su vida. Su experiencia, es decir su «vivencia» transformada mediante la reflexión y la
oración, ritual o no, en la que se realiza la correlación con una tradición interpretativa. El fruto de este
trabajo del creyente es una organicidad, una articulación fe-vida, una coherencia de la vida
constantemente rehecha al hilo de las estaciones de la vida. ¿No es esto de lo que habla el Directorio
cuando, con una fórmula absolutamente audaz, liga la autenticidad y la eficacia de la catequesis de
adultos a «la atención a los destinatarios en cuanto adultos, como hombres y mujeres, teniendo en
cuenta por tanto sus problemas y experiencias, sus capacidades espirituales y culturales, con pleno
respeto a las diferencias» (174)?
El resultado de este trabajo interior pertenece a quienes lo realizan. Podrá sorprender a quienes están
acostumbrados a las construcciones teológicas clásicas tanto como lo puede hacer la pintura
contemporánea, estallido de color puro y de formas libres, o la música contemporánea que libera,
modula y transforma los sonidos. Implicar a los catequistas en este trabajo y apoyarlos es la manera
más justa de atender a la demanda del Directorio: «el destinatario ha de tener la posibilidad de
manifestarse activa, consciente y corresponsablemente y no como simple receptor silencioso y pasivo »
(167).
Concedo sin embargo con convicción que hay dos situaciones en las que el sujeto creyente necesita
trabajar de manera especial esta organicidad: la adolescencia y el catecumenado. La primera es el
momento en que nace el pensamiento crítico. Es también, normalmente, el momento en que se
accede al pensamiento formal de Piaget y al estadio de la fe sintético-convencional de Fowler, que yo
he llamado de pertenencia comunitaria. Hasta ese momento sólo se podía amueblar el imaginario
religioso y hacer vivir experiencias. En la adolescencia, ese bagaje se pone en cuestión. Surgen los
interrogantes y las objeciones y su intensidad y exigencia revelan una irrefrenable sed de conocer lo
que es verdadero, justo, válido, razonable. En esta etapa lo importante es poner ante los adolescentes
una presentación global y coherente, o mejor tal vez, en el contexto cultural actual, presentarles
diferentes coherencias cristianas. Es importante apoyar el nacimiento de su pensamiento crítico,
propiciar sus debates en confrontación con toda verdad absolutizada, es decir, si relación con otras
verdades diferentes. Ahí es donde se construye la organicidad de la fides qua, gracias a una
exposición de la fides quae percibida en una o varias formas de organicidad.
La otra situación privilegiada es la del catecumenado. En esta etapa iniciática que conduce al
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bautismo no se trata tanto de acumular conocimientos religiosos como de estructurar la fe personal en
diálogo con la fe de la comunidad. Aquí también las catequesis iniciáticas denen exponer a los
catecúmenos a (y con) una coherencia rigurosa.
Aunque estas dos situaciones se desmarcan de la exigencia de organicidad, sin embargo, en todas las
etapas y situaciones es donde la catequesis debe enseñar a las personas a recibir la tradición de la fe,
y de una manera especial los textos bíblicos, como materiales, y enseñarles a armonizarlos.
Teóricamente llegarán a síntesis diferentes. No harán los mismos ensamblajes. No llegarán a las
misma coherencias ni ligarán las cosas de la misma manera. Lo importante es que la catequesis sea
un espacio de diálogo y de comunión en el que las síntesis necesariamente provisionales de cada uno
o de cada grupo sean compartidas, comparadas, influenciándose mutuamente en un diálogo abierto.
Un espacio en el que entren en diálogo también, ciertamente, con las síntesis que llegan de quienes
nos precedieron en la fe y algunas de las cuales -estoy pensando en los diversos símbolos o
profesiones de fe- se han convertido en referencias obligadas.
En este punto la responsabilidad de los catequistas se une a la de los obispos, que es la de presidir la
unidad en la comunidad, la unidad en la diversidad. Retomando una expresión del Catecismo que
mantiene también el Directorio, se trata de velar el hecho de que «el “creo” y el “creemos” se implican
mutuamente» (DGC 83). Se trata de velar especialmente para que ninguna síntesis orgánica se quede
en ella misma y se fije, ni que desacredite a las demás con la pretensión de ser la única verdadera.
Ninguna. Ni siquiera las que vienen de arriba.
Hemos dicho lo que en el teatro realizan y para lo que sirven los decorados: elaborar una arquitectura
de lo imaginario. Quisiera que los catequistas fueran quienes ayudaran a los hombres y a las mujeres
que responden a la llamada de Jesucristo al discipulado a elaborar su arquitectura de la fe. No una
arquitectura idéntica, pero sí ciertamente inspirada y alimentada por la de los demás y, en primer
lugar, por las que nos legaron los y las creyentes que nos han precedido.
De esta manera, retomando la feliz fórmula de André Fossion, no aprenderán a « creer como» y sino
que sabrán «creer con».
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