entre ordenamiento territorial y reforma urbana

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EL PROCESO DE CONSTRUCCIÓN DEL SISTEMA URBANÍSTICO
COLOMBIANO: ENTRE ORDENAMIENTO TERRITORIAL Y REFORMA
URBANA
María Mercedes Maldonado Copello
Presentación en el Seminario "El marco jurídico
para la construcción de ciudad. Normativa urbana y
de la vivienda", Montevideo 4-5 de agosto de 2000
ISU, LILP
Introducción
Este artículo contiene los elementos principales del proceso de formulación en
Colombia de la ley de reforma urbana (1989), luego complementada por una ley de
desarrollo territorial (1997) y en el medio de las dos la expedición de una Constitución
Política que contiene transformadores elementos en el régimen jurídico de la propiedad.
Las leyes mencionadas combinan instrumentos de planeación física con instrumentos de
intervención en el mercado de la tierra y mecanismos para enfrentar la urbanización
ilegal. Recoge de manera general los argumentos, las resistencias, los avances y
retrocesos del largo camino para convertir en materiales jurídicos la reivindicación
política del derecho a la ciudad.
Luego señala las principales transformaciones de la Constitución Política de 1991 y su
interpretación por la jurisprudencia constitucional, y los elementos constitutivos del
sistema urbanístico colombiano, a partir de la revisión de la ley 388 de 1997, explicando
a grandes rasgos su sistema de planeación y sus instrumentos de gestión del suelo.
1. El largo camino recorrido por la reforma urbana
La discusión sobre la necesidad de contar con una ley de reforma urbana se inició a
principios de la década de 1960. En ese momento, las preocupaciones y reivindicaciones
en referidos a los temas urbanos giraban principalmente en torno a los siguientes temas:
la protección de los arrendatarios, la necesidad de obligar a las administraciones
municipales, o por lo menos aquellas de las ciudades de mayor talla, a expedir planos
reguladores y la búsqueda de instrumentos de intervención en el mercado de la tierra.
El debate estuvo alimentado desde distintos espacios. De un lado los urbanistas que
buscaban un simple mejoramiento de los instrumentos de planeamiento, del otro por los
intereses de los agentes de una actividad económica cada vez más importante como era
la inmobiliaria y la construcción y, además, por un contexto de reivindicación social en
torno a la premisa del derecho a la ciudad.
El proceso no fue nada fácil. Alrededor de doce proyectos de ley fueron presentados
para discusión en el Congreso Nacional por parte de diversas fuerzas políticas,
proyectos que reiteradamente fueron negados, debido a la férrea oposición de los
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sectores más conservadores de la sociedad representados en el Congreso que defendían
los intereses de los propietarios de tierra. Incluso, los gremios de la construcción se
opusieron durante un largo periodo a este tipo de iniciativas. Sólo uno, aprobado en
1978, el más tímido de todos los discutidos durante casi veinte años, logró convertirse
en ley, pero fue declarado inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia casi en su
totalidad.
Los sucesivos proyectos conservaron rasgos en común: en primer lugar siempre fue
claro su propósito de resolver los problemas de la ciudad mediante el control público de
la tierra y la reglamentación de los centros urbanos y los aspectos concretos de
regulación apuntaban a alcanzar el ingreso al desarrollo urbano de tierras ociosos o en
otras palabras, instrumentos para luchar contra la retención de los terrenos así como la
formulación de una política de vivienda, la financiación pública de las inversiones
urbanas y la recuperación de plusvalías. Los proyectos coincidían en otorgar al Estado
un papel protagónico en la solución de la crisis de la vivienda a favor de los sectores
más pobres de la población y en la necesidad de enfrentar los problemas de desigualdad
y pobreza generados por los mecanismos existentes de apropiación de la tierra.
En 1986 la propuesta de reforma urbana fue retomada por un gobierno liberal y
finalmente, luego de dos años de difícil debate, logró convertirse en la ley 9ª de 1989,
conocida como de reforma urbana. El problema central que fue utilizado como
justificación de la ley por el gobierno nacional fue el de las desigualdades generadas por
el desarrollo urbano que se traducía en una vida caótica y degradante de la mayoría de
los colombianos en viviendas de mala calidad localizadas en la periferia, el empleo de
varias horas al día para transportarse a los lugares de trabajos, el impacto sobre las
tierras de valor ambiental, problemas que se identificaban como resultado de las formas
de propiedad de la tierra, de la apropiación privada de las rentas o plusvalías urbanas y
de las prácticas especulativas. Se trataba de garantizar el derecho a la ciudad para todos
los ciudadanos, de superar la informalidad urbana y de buscar un reparto más equitativo
de la plusvalía urbana, buscando hacer efectivo el principio constitucional de la función
social de la propiedad, en un marco de mayor eficiencia en los procesos de desarrollo
urbano a partir del desarrollo concertado o impuesto de las tierras inutilizadas.
Las soluciones propuestas, además de una política integral de desarrollo regional y
urbano, vivienda y servicios públicos, inscrita en un enfoque de planeación del
desarrollo económico y social, se basaban en la reforma del uso y tenencia de la tierra
urbana y su régimen tributario; la incorporación de tierras al desarrollo urbano para
adelantar proyectos de vivienda social, la búsqueda de mecanismos que facilitaran la
adquisición pública de tierras y la reserva de suelo bien localizados a través de bancos
municipales de tierra.
La ley de reforma urbana contemplaba entonces la formulación de Planes Municipales
de Desarrollo, de planes viales, de servicios públicos y de programas de inversión,
acompañados de reglamentos de usos del suelo y de cesiones obligatorias gratuitas, de
una parte. De la otra, un conjunto de instrumentos, tomados de referencias
internacionales de diversa naturaleza, que no lograron aportar un sistema de
intervención lo suficientemente coherente: (1) el reajuste de tierras japonés (2) el
derecho de preferencia y los bancos de tierra franceses (3) la transferencia de derechos
de construcción norteamericana (4) el impuesto de plusvalías (5) la declaratoria de
desarrollo prioritario y la extinción del dominio, además del instrumento básico del
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urbanismo, que es la expropiación, que en el caso colombiano tenía la particularidad de
ser un proceso judicial.
El impuesto de plusvalías, denominado en la ley 9ª de 1989 contribución del desarrollo
municipal, al parecer estuvo inspirado en la Constitución Alemana de 1919 (de
Weimar), pero es al mismo tiempo una elaboración surgida en el contexto colombiano,
donde existe una temprana y sólida tradición de aplicación de la contribución de
valorización o contribución de mejoras. Desde la década de 1920 este instrumento,
basado en el principio de recuperación de los incrementos en los precios del suelo
derivados de la inversión estatal en obras públicas ha permitido financiar buena parte de
los sistemas viales de las ciudades grandes e intermedias del país, determinando unas
zonas de influencia o beneficiarias de la respectiva obra, para recuperar mediante pagos
de los propietarios de los predios aplicados de manera diferencia de acuerdo con
estratificación socio-económica, el 100% del costo de la obra más un 30% por costos de
administración del gravamen.
Como se ha señalado, la adopción de mecanismos de recuperación de las plusvalías
derivados de la adopción de la normativa urbanística, para lograr una distribución más
justa de la renta de la tierra fue una preocupación permanente del trámite de la ley de
reforma urbana.
Es importante resaltar otros dos instrumentos de la ley 9ª de 1989, hoy modificados pero
que eran muy fuertes en relación con el tratamiento del derecho de propiedad. Uno, la
extinción del dominio (sin lugar a retribución alguna al propietario) cuando un terreno
declarado como de construcción prioritaria no era desarrollado en los tiempos definidos
por el Plan. Otro, la expropiación sin indemnización en el caso de los propietarios de
tierra que promovieran o simplemente toleraran, sin adelantar todas las acciones
policivas y judiciales del caso, el desarrollo de ocupaciones informales o ilegales.
La extinción del dominio fue quizás el instrumento de la ley 9ª de 1989 que mayor
oposición generó entre los gremios inmobiliarios y de la construcción y obviamente fue
demandada por inconstitucional. Pero, al mismo tiempo su declaratoria de
constitucionalidad fue el primer mensaje de que un derecho urbanístico de profundo
contenido social se estaba consolidando en Colombia y que, además, el régimen de la
propiedad podía ser radicalmente modificado por legislaciones como la urbanística y la
ambiental. Incluso, cuando esta figura intentó ser aplicada en Cali, la cuarta ciudad más
grande del país caracterizada por una fuerte concentración de la propiedad de la tierra
urbana, ante el temor de que el dominio fuera extinguido, los propietarios de tierra se
asociaron con constructores, aportando sus terrenos en lugar de venderlos, lo que
permitió una oferta importante de tierras para interés social. Esta circunstancia motivó
también el comienzo del cambio de mentalidad de los gremios inmobiliarios ante este
tipo de regulaciones. Finalmente en la ley 388 de 1997, que se examinará a
continuación, la extinción del dominio fue sustituida por la venta forzosa en pública
subasta de los terrenos no desarrollados en un periodo que va entre tres y cinco años.
La expropiación sin indemnización en el caso de la urbanización ilegal fue declarada
inconstitucional hace un año, de manera que hoy en día por lo menos habría que pagar
el precio rural de los terrenos.
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La ley 9ª de 1989 tuvo una mínima aplicación, de una parte un gobierno neoliberal
sucedió a aquel que había impulsado su expedición, aunque al mismo tiempo fue
adoptada una nueva Constitución que reforzó aún más las transformaciones en términos
de derechos y en el régimen de la propiedad, lo que generó una necesidad de reforma de
la ley y, pero, ante todo, las resistencias en el nivel local al cambio en los principios y
las prácticas urbanísticas fueron la principal explicación de la escasa aplicación.
Es interesante rescatar también algunos de los debates que surgieron en relación con la
ley 9ª de 1989. Para algunos urbanistas fue una especie de acta de defunción de la
planeación urbanística, que suponían había tenido un "inicio brillante" décadas atrás y
que ahora quedaba subordinada a la planeación económica y social, perdiendo identidad
como práctica específica al interior de la planeación del desarrollo. El resultado, según
ellos, sería la "… pérdida del conocimiento y las herramientas desarrolladas en los años
1960 y la confusión conceptual y técnica sobre los contenidos del plan y la planeación".
Además, se hizo el debate recurrente del cuestionamiento global a la planeación
urbanística, que hace referencia a los límites del plan urbano y de la intervención estatal
y aboga por la flexibilización, la preferencia del proyecto sobre el plan, el gusto por la
planeación estratégica tergiversando las dificultades de una planeación que se señala
como normativa o puntillista, cuando no voluntarista. Este tipo de argumentos, que se
podrían identificar como los que señalan "la crisis de la planeación" han servido en
Colombia y en muchos otros países para promover y legitimar la continuidad de unas
prácticas de transformación o conservación de los espacios urbanos basadas en la
laxitud de las reglamentaciones, en simples estatutos o códigos urbanísticos que asignan
los aprovechamientos urbanísticos sin ninguna contraprestación a cargo del propietario,
que posibilitan la negociación puntual de los derechos de urbanizar y de construir, en el
escaso compromiso con la generación de espacios y equipamientos colectivos y, sobre
todo con la posibilidad de orientación global de la ciudad con el fin de asegurar
objetivos sociales y ambientales.
2. La Constitución de 1991
En 1991 fue reformada de manera integral la Constitución Política Colombiana, por
primera vez desde 1886. Ha sido un lugar común destacar en dicha Constitución una
importante expansión en la consagración de derechos y en mecanismos para hacerlos
efectivos, como la acción de tutela (o derecho de amparo). No obstante, consideramos
que hay un elemento aún más importante que es la introducción de la noción de
derechos - deberes, ligados al principio de la solidaridad, y de derechos colectivos,
justamente en el campo urbanístico y ambiental.
Se puede afirmar que ha surgido un régimen constitucional de la propiedad que ha
superado claramente la tradición civilista, que además de los elementos indicados, ha
replanteado la noción de función social de la propiedad y la redefinición del contenido
de este derecho.
La fórmula la función social de la propiedad (específicamente se contempla en
Colombia que la propiedad es una función social) está incorporada en la Constitución
desde 1936. De acuerdo con Fernando Hinestrosa, un reconocido civilista, mientras la
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Constitución de 1886 se inscribía en el paraíso de los civilistas: derechos adquiridos,
justo título, expectativas, situaciones jurídicas concretas o en proceso de consolidación,
los constituyentes de 1936 buscaban "… sentar el principio de que no es posible o
admisible o lícito el ejercicio arbitrario, incontrolado, egoísta de ningún derecho,
comenzando por el de dominio, y eso se logró".
Pero la Constitución de 1991 fue aún más allá: primero no solo amplió el principio de
que la propiedad es una función social que implica obligaciones sino que estableció que
además le es inherente una función ecológica, y señaló que en caso de expropiación la
indemnización se fijará teniendo consultando los intereses de la comunidad y del
afectado.
Además, estableció como un derecho colectivo, la participación de las entidades
públicas en la plusvalía que genere su acción urbanística y asignó el Estado la
regulación de la utilización del suelo urbano en defensa del interés común.
De manera esquemática los avances del régimen constitucional de la propiedad
(disposiciones y jurisprudencia constitucionales) se pueden resumir así:

La propiedad no es un derecho fundamental, lo que se ha expresado en la
sistemática negativa de la Corte Constitucional a aceptar demandas de tutela del
derecho de propiedad, porque este mecanismo se dirige exclusivamente a
proteger derechos fundamentales. Sólo se aceptan cuando el ejercicio de la
propiedad está en directa y clara conexión con otros derechos fundamentales

Aún más allá se puede afirmar que en nuestro país la propiedad ni siquiera es un
derecho, ya que constitucionalmente está definida como una función social y
ecológica. Numerosos juristas colombianos y la Corte Constitucional han
reafirmado claramente este principio. Lo que la propiedad garantiza es la
función social de la propiedad

En el mismo sentido, los límites a la propiedad no se conciben como un factor
externo, sino como elemento esencial o sustancial de la misma. Lo que garantiza
el ordenamiento jurídico es el nivel mínimo de disfrute que otorgue un valor de
cambio o de uso al bien

Se considera superada la concepción civilista de la propiedad, que estaría
reducida a una mera referencia histórica

Con la expedición de la Constitución de 1991, el concepto de propiedad ha
asumido nuevos elementos que le han dado una nueva connotación y un perfil de
profunda trascendencia social.

La propiedad privada ha sido reconocida no solo como un derecho sino como un
deber que implica obligaciones, y en esa medida el ordenamiento jurídico
garantiza no solo su núcleo esencial, sino su función social y ecológica, que
permite conciliar los derechos del propietario con las necesidades de la
colectividad, debidamente fundamentadas. También debe ser entendida como
deber, teniendo en cuenta que su función social, como elemento constitutivo y
no externo a la misma, compromete a los propietarios con el deber de
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solidaridad plasmado en la Constitución. La configuración legal de la propiedad,
entonces, puede apuntar indistintamente a la supresión de ciertas facultades, a su
ejercicio condicionado o, en ciertos casos, al obligado ejercicio de algunas
obligaciones

Por último, una sentencia de constitucionalidad ha reformado el Código Civil,
eliminando la fórmula que remite al abusus, es decir la posibilidad de disponer
aún arbitrariamente del bien del cual se es titular, restringiendo el derecho al uso
y disfrute, dentro de los límites establecidos por la ley.
3. La ley 388 de 1997 o ley de desarrollo territorial
Esta ley fue expedida como una reforma a la ley 9ª de 1989. En su elaboración se afirma
una preocupación clara por el tema del ordenamiento o planeación territorial, que
traduce una reivindicación del papel de la planificación física, articulada al tema de
gestión del suelo o intervención en el mercado de la tierra.
La ley de Desarrollo Territorial se estructura en torno a los siguientes elementos: la
formulación de planes que van concretando objetivos, directrices y mecanismos de
distribución de las cargas y beneficios urbanísticos, hasta llegar a confundirse con el
otro elemento, que es un abanico de instrumentos de gestión del suelo que básicamente
continúan siendo los mismos de la ley de reforma urbana (formas de reparcelación o
reajuste de tierras, declaratoria de desarrollo prioritario sujeta a ventas forzosas en
pública subasta, reglas explícitas para la distribución de cargas de la urbanización entre
los propietarios de tierra, diversos mecanismos de recuperación de plusvalías).
La articulación entre unos y otros está dada por los principios que estructuran la ley, que
son las decisiones de carácter político que sirven de sustento y determinante para las
prácticas urbanísticas. Además de los principios constitucionales y basada en ellos la ley
añade los de función pública del urbanismo y distribución equitativa de las cargas y
beneficios.
La ley colombiana de Desarrollo Territorial prevé la inclusión en un solo documento de
los dos tipos básicos de documentos de urbanismo: los planes de estructura, esquemas o
planes directores y los planes de ocupación del suelo o plan urbanístico propiamente
dicho (local plan).
El componente general del Plan de Ordenamiento Territorial estará constituido por los
objetivos, estrategias y contenidos estructurales de largo plazo, tales como:
"...identificación y localización de las acciones sobre el territorio que posibiliten
organizarlo y adecuarlo para el aprovechamiento de sus ventajas comparativas y su
mayor competitividad...", "definición de las acciones territoriales estratégicas necesarias
para garantizar la consecución de los objetivos de desarrollo económico y social del
municipio o distrito", "adopción de las políticas de largo plazo para la ocupación,
aprovechamiento y manejo del suelo y del conjunto de los recursos naturales",
"estructura urbano-rural e intraurbana que se busca alcanzar a largo plazo, con la
correspondiente identificación de la naturaleza de las infraestructuras, redes de
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comunicación y servicios, así como otros elementos o equipamientos estructurantes de
gran escala...".
El componente urbano del Plan de Ordenamiento Territorial (POT) "...es un instrumento
para la administración del desarrollo y la ocupación del espacio físico clasificado como
suelo urbano y suelo de expansión urbana que integra políticas de mediano y de corto
plazos, procedimientos e instrumentos de gestión y normas urbanísticas". El
componente rural "...es un instrumento para garantizar la adecuada interacción entre los
asentamientos rurales y la cabecera municipal, la conveniente utilización del suelo rural
y las actuaciones públicas tendientes al suministro de infraestructuras y equipamientos
básicos para el servicio de los pobladores rurales"
El POT será desarrollado a través de:
- El Programa de Ejecución, que define - con carácter obligatorio - las
actuaciones sobre el territorio previstas en el Plan de Ordenamiento durante el
periodo correspondiente a una administración municipal y señala, entre otros, las
prioridades y la programación de actividades. Aunque, en principio, este
documento responde a la necesidad de adecuar el ejercicio de la planeación a los
programas de gobierno, también cumple el papel de concretar la temporalidad
del POT, de definir sus fases. No sólo porque sirve para programar para un
periodo de tres años la inversión pública de acuerdo con los lineamientos y las
prioridades del plan, sino para programar, a través de la figura del desarrollo
prioritario, los terrenos que serán intervenidos (a través de la urbanización, el
redesarrollo, la construcción) en cada periodo y los programas que se
desarrollarán.

El Plan Parcial, que cumple con dos objetivos: uno, ser una herramienta de
planeación que desarrolla el POT, a través de la cual se define la manera cómo
se llevarán a la práctica sus objetivos y sus políticas y se concreta la normativa
urbanística y, dos, ser instrumento de gestión, toda vez que determina las reglas
de juego para gestionar una determinada porción de terreno que constituye una
Unidad de Actuación Urbanística, en términos de la definición final de los
aprovechamientos del suelo, que servirán de base para la generación de suelo
para fines colectivos, el cálculo de plusvalías y de compensaciones, y, en
general, la distribución de cargas y de beneficios tanto a la escala global del
territorio del POT como de la propia unidad de actuación.

Se llega finalmente al proyecto urbanístico propiamente dicho, que es el proceso
más conocido de desarrollo de una porción o la totalidad de los terrenos que
constituyen una unidad de actuación, en el que se combinan diseño
arquitectónico y provisión de los terrenos con infraestructuras y equipamientos.
Esta cadena va mostrando la imbricación entre objetivos de planeación e instrumentos
de gestión y aclarando las interdependencias entre unos y otros.
Retomando el análisis desde la perspectiva jurídica, del contenido de la ley 388 se
derivan otros principios en lo que respecta al régimen de la propiedad :
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1) La función pública del urbanismo, otorga a las administraciones
públicas claras posibilidades de actuación y orientación de los procesos
urbanísticos
2) Un nuevo significado de la noción de función social de la propiedad
El trámite de expedición de la ley 388 de 1997 evidenció que la retención
de los terrenos considerada uno de los problemas centrales cuando se
diseñan políticas de suelo, no era necesariamente la dificultad más fuerte
que había que enfrentar, sino, antes bien, la velocidad de incorporación
de la tierra para usos urbanos en procesos formales e informales (tanto de
bajos como de altos ingresos).
A partir de la expedición de la ley 388 de 1997 en las prácticas urbanas, que son
básicamente procesos de subdivisión, transformación ocupación, habitación y
conservación de territorios estos principios de traducen en importantes premisas:
1. La primera, un nuevo significado del principio de la función social de la
propiedad. Durante algún tiempo la interpretación de esta fórmula se tradujo en
dos alternativas:
Una, la prerrogativa de expropiación que tienen las entidades públicas o,
Dos, en la supuesta imposición al propietario de explotar adecuadamente
su tierra o de incorporarla al mercado, para contrarrestar la idea de una
propiedad inmóvil, traducida en la retención o el acaparamiento, que se
caracterizaba como una forma de propiedad feudal, representación, por
lo demás heredada del orden colonial.
En efecto, dado que la conquista hispana fue antes que todo una empresa
privada, se basó en la adjudicación realizada por la Corona (e incluso por
los mismos conquistadores) de extensiones de tierras e indios para ser
explotadas económicamente, con el fin de obtener rentas, disposición
que, por lo demás, logró ser eludida en muchos casos. A este mismo
objetivo apuntaba la primera ley de tierras adoptada en 1936 para las
zonas rurales, al adoptar la figura de la extinción del dominio para las
tierras que no fueran explotadas durante diez años (luego extendido a 15)
y será también una de las figuras principales de la primera ley de reforma
urbana expedida en 1989.
Esta concepción ha sido reconsiderada y superada, al comprender que la
especulación con la tierra no se reduce a su retención, de manera que
puede hoy afirmarse que la función social equivale al conjunto de
limitaciones y obligaciones que pueden ser impuestas a la propiedad en
nombre de los intereses colectivos (de urbanizar o construir en los
tiempos fijados por el Plan de Ordenamiento, de abstenerse de hacerlo,
de conservación, de traslado gratuito a la colectividad de la tierra
correspondiente a las cesiones obligatorias necesarias para los usos de
interés común, de imposibilidad de lotear o subdividir sin licencia, de
transferencia a los municipios de hasta un 50% de los incrementos de
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precio de los terrenos derivados de decisiones urbanísticas como el
cambio de calificación del suelo).
La función ecológica de la propiedad que como todas las normas
jurídicas es tan solo un material para ser traducido, apropiado y dotado
de significado en el juego de los distintos intereses y en el terreno de las
prácticas de construcción de ciudad abre a la institución de la propiedad
hacia contenidos aún más innovadores. Desafortunadamente en el trámite
en la Constituyente no fue posible incorporar finalmente la noción de
patrimonio que habría permitido avanzar definitivamente en la
superación de la concepción de la propiedad como una relación
excluyente y ausente de responsabilidades. No obstante, la noción de
función ecológica, unida a la consagración del derecho al medio
ambiente como colectivo y al deber de protección de las riquezas
culturales y naturales de la Nación se aproxima a la figura del
patrimonio.
Más que la posibilidad de imponer limitaciones a la propiedad remite a la
búsqueda de nuevas prácticas de relación con la tierra y la naturaleza no
necesariamente atravesada por la explotación o el lucro ilimitados, la
inscribe en la reivindicación ecologista dirigida a repensar el modelo de
desarrollo y las prácticas productivistas y consumistas. Tal como lo
plantea la discusión recogida en la primera parte de esta presentación a
rescatar el uso y el disfrute, separado del abuso, no solo vinculado al
interés común sino reencontrando la propiedad conservación
aparentemente sofocada por la propiedad transformación o especulación.
2) El derecho de urbanizar y de construir no está incorporado per se en el derecho de
propiedad sino que es un derecho que se adquiere en la medida en que se asuman las
cargas que a favor de la colectividad determine el Plan. Más que simples limitaciones a
la propiedad es una redefinición profunda de su contenido lo que se ha producido en
nuestro país, que lleva incluso al reencuentro con las visiones no modernas de las
relaciones con la tierra e incluso a rescatar aquellos supuestos errores cometidos en la
expedición de la Declaración de derechos del hombre. Esta transformación se traduce en
el rompimiento con la visión unitaria y absoluta, que como dice la Corte Constitucional
hoy aparece como un simple referente histórico de un pasado superado y el
reconocimiento de la existencia simultánea de una diversidad de derechos que
relativizan totalmente la propiedad.
3) Al separar el derecho de urbanizar y el de construir del de propiedad se puede hacer
efectivo el carácter de derecho-deber y se puede afirmar el principio de solidaridad y se
posibilita la aplicación de mecanismos de recuperación de las plusvalías para la
colectividad.
El avalúo comercial (el valor por el que se transaría un bien en el mercado) es
simplemente un punto de partida, del cual se deben despojar todos aquellos derechos
que no son del propietario sino de la colectividad, así se llega no solo a un precio justo
sino, en el caso colombiano a un precio que consulte no solo los intereses del
propietario sino los de la comunidad, como dispone la Constitución Política.
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La recuperación de plusvalías en Colombia es antes que todo un derecho colectivo
ejercido por las entidades públicas, más que un impuesto o un simple tributo. Por tal
razón existen todos los sustentos políticos y jurídicos posibles para aplicar cualquier
tipo de mecanismos tendientes a su recuperación. A pesar de que la ley restringió la
recuperación pública de plusvalías a un 50% los inmobiliarios continúan ejerciendo una
férrea oposición a compartir con la colectividad el 50% de los incrementos de los
precios derivados de decisiones o inversiones públicas. Es la resistencia a aceptar que
existe un precio a pagar por la solidaridad.
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