Granos de pimienta - Irina

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Granos de pimienta
Por Irina
Granos de pimienta
La trayectoria de un rayo de sol incidió sobre la cajita de madera protegida entre sus manos. Kimete
elevó los ojos al cielo para buscar el origen del haz luminoso, sintió un certero fogonazo de luz y
centenares de esquirlas de colores se derramaron desde su retina. Con cuidado, abrió la caja rellena
con olorosos granos de pimienta negra y aspiró su aroma murmurando una antigua plegaria, prueba
de su resistencia. Como si fueran a arrebatársela, sujetó con fuerza la caja donde había escrito un
mensaje escueto, escondido entre los granos de pimienta, tan solo dos palabras. En ellas había
concentrado la esperanza de saldar una deuda de gratitud que debía ser satisfecha muy pronto. El
mensaje atravesaría territorio musulmán, viajaría a través de caminos escarpados y aldeas de
pastores, con la misión de alcanzar las montañas dónde resistían los últimos cristianos, los últimos
cruzados. El mensaje iba dirigido a uno de ellos, al único que había mostrado piedad, al único cuerdo
en aquella tierra de riscos indómitos y crepúsculos acerados.
La caída del sol culminó un atardecer más, el sugerente olor de los granos de pimienta se coló
por sus fosas nasales y le obligó a abrir la boca para aspirar aire limpio. Un picor ácido y voluptuoso
se extendió por el velo del paladar al estimular su lengua, esforzada por retener en su memoria
gustativa los recuerdos que la pimienta había despertado. El consiguiente estornudo se presentó
como una fuerte sacudida y provocó el regreso de la memoria a otro lugar, a otro momento. Una
realidad oscura, fría, asfixiante. El aroma de aquellos inocentes granos le arrastró a la casa donde
había permanecido encerrada durante quince años. Quince años de su vida en los que ignoró que
estaba condenada por una deuda de sangre.
1479. Principado de Dukagjini. (Albania)
Somos como la tierra donde hemos nacido: pobres, aislados y sometidos. Bonita frase, si de
verdad la creyera. A veces me quedo mirando los magníficos farallones acerados, guardianes del
Maja Jezercë, ellos son los culpables de haber convertido estas tierras en un territorio inhóspito y
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hostil, donde unas pocas familias cristianas sobrevivimos a la miseria y a las consecuencias de la
invasión de las tropas del sultán, casi como apestados. Las cuevas y agujeros donde encontramos
refugio nos protegen de los invasores y nos proporcionan la ventaja de lo imprevisto, aprovechada
por nuestros clanes a lo largo de la historia, pero también esconden episodios oscuros, relatos de odio
y de venganza. Los estrechos senderos, tan poco transitados, cubiertos de nieve y piedras son el
único acceso a las cumbres, impracticables casi la totalidad del invierno. ¡Maldito sea el invierno!
Modela nuestro carácter y condiciona nuestra existencia. Quizá tuvieran razón los que decidieron
marcharse en dirección al Reino de Nápoles, debí unirme a ellos. El miedo al exterior, la sospecha
incesante, la falta de justicia y de futuro han disgregado a los antiguos clanes, sometidos a continuos
hostigamientos. Hace demasiado frío para pensar siquiera en sobrevivir a la noche y esperar el
amanecer ¡Maldito amanecer! ¡Ah!, ayer nada era tan liberador como una maldición para descargar
el estómago, nada tan placentero como maldecir y esquivar el manotazo de Sokol, mi padre. Pero él
ya no está aquí, ahora estoy solo, yo, Ramiz, el hijo del buhonero, condenado por el Código de las
montañas. ¡Maldito Código de las montañas! Los viejos deberían entender que hasta Nuestro Señor
tuvo la debilidad de maldecir. Si no fuera por la deuda de gratitud de mi padre hacia los Dola, nada
de lo ocurrido tendría sentido. Nada tiene sentido si no es digno de recordar, pero recordar se hace
difícil cuando se ha perdido la dignidad.
Aquella mañana guiaba la vieja carreta a través del desfiladero que ascendía más allá de Pukë.
Resultaba difícil desobedecer a Sokol Taneke pero me pudo más la curiosidad por conocer al hijo del
asesino. Había crecido escuchando los comentarios en voz baja de los vecinos, nadie hablaba
abiertamente de lo ocurrido hacía diez y seis años, cuando las vidas de dos familias quedaron
marcadas para siempre. Todos tenían especial cuidado en evitar la conversación delante de mí, al fin
y al cabo mi padre era uno de los implicados. Hasta que un día me enteré de su historia, contada en
primera persona. La aldea donde vivíamos estaba lo suficientemente alejada de las escaramuzas de
los turcos como para permitirnos llevar una vida ordenada, pero a ninguno en el pueblo se le
escapaba el olor a derrota que flotaba mansamente sobre los riscos las montañas. La invasión se
hacía inevitable, demasiados años conteniendo el avance de las tropas del sultán. Muchos se habían
rendido a la evidencia. Los antiguos clanes estaban sometidos, dispersos en los refugios del norte,
huérfanos del espíritu de Lezhë e incapaces de reunir sus fuerzas en una nueva cruzada.
La ronca voz de mi padre se escuchaba con claridad mientras relataba sus recuerdos entre sorbos
de raki, sentado a la puerta de la casa del cestero, un hombre amable y parco en palabras. Mi padre
frecuentaba su casa, cosa extraña, pues nunca le conocí relación con vecinos. El cestero era un
hombre inalterable, de mirada turbadora. Nadie en el pueblo estaba dispuesto a remover la historia de
la familia Dola, todos acataban la sentencia del kanun. Los clanes estaban suficientemente sometidos
como pensar siquiera en rectificar la justicia del Código de las montañas y mi padre necesitaba
desahogarse. Nunca antes había reparado en las arrugas de los ojos de Sokol, aquella noche me
pareció que amenazaban con tragárselos. El frío y el sol habían cuarteado la piel de sus mejillas
abriendo surcos terrosos donde antaño emergían pecas anaranjadas. Las pobladas cejas de púas canas
enmarcaban un gesto de cansancio y hastío, próximo al que deja la derrota. Le vi entrelazar los
dedos, aferrándose con fuerza al vaso de raki, mientras buscaba un lugar donde descansar la mirada.
No fueron malos tiempos los de los príncipes, le oí decir después de saborear largamente la oscura
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bebida ante la mirada atenta del cestero, éramos jóvenes. Erjup, Ismal y yo nos criamos juntos en
esos riscos. Todo el mundo en Pukë nos conocía, sobre todo a Ismal, la familia Katanen era una de
las aliadas del príncipe Dukagjini. Los Dola eran también respetados, la belleza de sus cestos
trenzados conseguía encargos hasta en Durres. Yo era el único que sobraba, el hijo del buhonero, un
joven cristiano que no tenía donde caerse muerto, pero los dos me apreciaban. Los años al servicio
del ejército del príncipe Kastriof nos hicieron inseparables, hasta que el padre de Ismal falleció. El
clan Katanen necesitaba un nuevo líder y su primogénito debía regresar a Pukë. El sultán había
firmado con los príncipes cristianos una suerte de vasallaje, permitía administrar nuestras tierras y
mantener el culto al Santísimo a cambio de sumisión. Aquel año fue el último que el sultán reclamó
una leva de jóvenes montañeros cristianos. Ismal se había convertido en el jefe del clan, Erjup tenía
dispensa por ser hijo único y yo, Sokol, el hijo del buhonero caído en la cruzada contra el invasor,
carecía de escapatoria. Entonces, el padre de Erjup, «besha, mikpritja, honor y hospitalidad le sean
concedidos para siempre», decidió entonces hacerme pasar por el hijo póstumo de un vecino, un
pobre retrasado al que habían mantenido recluido en una cabaña de pastores.
Los ojos de mi padre se clavaron en el cielo al pronunciar la fórmula de respeto, luego,
permaneció en silencio unos breves instantes y después continuó. Gracias a él esquivé la leva,
gracias a él sigo siendo cristiano, gracias a él evité engrosar las filas del ejército del sultán. Ahora,
pasados los años, creo que he pagado mi deuda con creces. Mi padre se llevó el vaso de raki a los
labios y vació su contenido de un solo trago, rellenó el vaso de nuevo y se lo bebió con la
emergencia de quien apaga un fuego desatado. En el silencio del atardecer, la voz de mi padre
sonaba como una letanía en el confesionario, apresurada y violenta. Como prueba de amistad,
continuó, el príncipe Kastriof envió a una de sus sobrinas a la familia Katanen, un presente de honor.
La muchacha debía desposar a Ismal. Erjup ya estaba casado con Leonora, una chica dulce, con un
velo de tristeza colgado de las pestañas. Erjup envidió a Ismal e intentó forzar a su prometida. Ismal
lo sorprendió y Erjup lo mató. Aquello supuso el fin de la vida que habíamos conocido, dijo tras un
profundo suspiro. La familia Katanen no tardó en hacer cumplir el Código de las montañas. Más
poderoso que cualquier otra ley, la ley del Kanun se aplicaba entonces con rigor religioso, sonrió.
Según el Código de las montañas la vida de Erjup había perdido su valor, ya no le pertenecía.
Asustado, acudí al mediador para intentar salvarle la vida, al fin y al cabo éramos amigos y yo
mantenía una enorme deuda de gratitud hacia su padre. El mediador era por entonces el anciano
Vasili y la verdad es que el hombre negoció una salida digna para Erjup. El Código establecía una
sentencia clara para las deudas de sangre, los varones de la familia Dola debían permanecer
encerrados en su casa de por vida. Como Erjup era hijo único, la aplicación de la ley se extendía a
sus futuros hijos. Los varones pasaban a ser propiedad de los Katanen y las mujeres… Mi padre
elevó nuevamente los ojos al cielo y se persignó, cerró los ojos y bebió un largo sorbo de raki. Las
hijas de los Dola estarían condenadas a continuar la estirpe de los Katanen, solo podrían ser liberadas
de esta obligación, si el cabeza de familia conseguía enviarlas más allá de estas montañas. Mi padre
se levantó de pronto, como movido por un retortijón y golpeó con fuerza el muro de la casa. ¡Maldito
Erjup!, le escuché decir entre dientes. Si los Dola incumplen el castigo, dijo ya con voz más
templada, cualquier miembro del clan Katanen está autorizado a ejercer su derecho de acabar con sus
vidas. No conozco un lugar en estos riscos que escape a la influencia del clan Katanen, nadie escapa
a su poder.
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El cestero se revolvió incómodo y apuró el vaso de raki sin apartar los ojos de mi padre. No sé
cómo, sentí que había descubierto mi presencia, pero si sabía que yo estaba escuchando, no dijo
nada, se limitó a reclinar la espalda contra la pared de la casa. El padre de Erjup solo aguantó un año
de encierro, continuó relatando mi padre, lo mató la vergüenza y el egoísmo de su hijo. Y el miedo,
el viejo sabía que su hijo no podría escapar de aquella casa, ni él ni su mujer, ni sus futuros nietos.
Durante aquel año, yo me ocupé de todo, les procuraba comida, conseguía medicinas y acompañaba
a Leonora a la iglesia, una de las pocas salidas que les era permitida a las mujeres. Cuando murió el
viejo de la familia Dola, el padre de Erjup, la casa pasó a las manos de los Katanen y Erjup y su
mujer fueron recluidos en una miserable choza para el ganado en lo alto de la montaña. Yo he sido
su único vínculo con el exterior durante quince años y creo que ya he pagado mi deuda, pero… Mi
padre no pudo continuar la frase, el cestero se levantó y avanzó hasta mi escondite. Junto a la pared
tras la cual me había parapetado, escupió y orinó largamente para luego regresar junto a mi padre,
una advertencia que yo no supe interpretar. El cestero palmeó la espalda de Sokol y rellenó de nuevo
los vasos de raki. El aroma de las ciruelas despertó en mi boca la necesidad de probar aquel líquido
oscuro. He pagado mi deuda, dijo en voz baja Sokol, el hijo de Erjup cumple quince años, los
Katanen se ocuparán de él en el mismo momento en que fallezca Erjup y te aseguro que va a ser muy
pronto. El viejo ya no es capaz de levantarse de la cama, los accesos de tos lo doblan hasta dejarlo
sin aliento. Respecto a su hijo…, no sé cuánto tiempo más podré mantener el secreto.
Mi padre se rascó la cabeza con desgana, entonces el cestero se levantó, cogió una piedra y
apuntó a mi cabeza. El chichón me escoció durante días, casi tanto como la curiosidad de conocer al
hijo del asesino, encerrado entre cuatro paredes durante tantos años. Mi presencia allí era muy
inoportuna, como pude saber tiempo después. El secreto que mi padre había protegido decidió
compartirlo con un vecino, pero no conmigo. La conversación continuó hasta bien entrada la
madrugada. Sokol regresó a casa vencido por el raki. La curiosidad fue el motivo principal que me
llevó a cargar la carreta de mi padre la mañana siguiente. Con ojos de manso carnero me ofrecí a
liberarlo de la carga de tener que a acudir solo a la casa donde permanecía encerrada la familia Dola.
Sokol no se resistió, incluso creí distinguir en sus pequeños ojos un brillo de alivio cuando azuzó la
grupa del viejo caballo y se quedó mirando cómo partía. Yo solo quería acompañarlo pero él había
decidido no regresar nunca más a la cabaña de los Dola.
Montado en la carreta, recuerdo las manos ateridas por el frio, pese a llevarlas enguantadas con el
pelo del conejo. La pendiente se hacía cada vez más abrupta a medida que ascendía. En el último
recodo del camino distinguí con claridad el pino tronchado por el rayo, estaba cerca. El árbol debía
tener los mismos años que yo, los mismos años percibiendo el miedo al turco en los ojos de los
ancianos, un miedo que nos ha mantenido en continua alerta. No había hombre en Pukë, Mirdita o
Pulaki que no deseara unirse a las fuerzas de resistencia lideradas por el príncipe Gjergj Kastriof,
incluso diez años después de su muerte, la fuerza de su espíritu mantenía en alto nuestras espadas. El
aliento de Skënderbeg animaba las oraciones de la resistencia cristiana frente al musulmán. Después
todo cambió, la caída de Krujë era a la vez esperada y temida y Shkodër no resistió el asedio.
Durante el tiempo que tardé en recorrer el último tramo del camino, los otomanos culminaron el
sitio, rompieron el pacto de vasallaje y sometieron la ciudad, símbolo de nuestra resistencia. ¿Qué
nos quedaba?, solo esperar la clemencia de los turcos, rezar al Señor valedor de nuestra fe y nuestras
costumbres, implorar la gracia del sultán, o a su voluntad de enviar a los jóvenes a engrosar las filas
de su ejército. Los viejos recordaban con nostalgia el Juramento de Lezhë, el juramento de honor,
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antiguas palabras hoy carentes de sentido. Las proclamas y llamadas a la unión de los clanes habían
mantenido en pie nuestra cruzada. Durante años, los príncipes rechazaron al turco bajo una misma
bandera alentados por la fuerza de nuestro líder, Skënderbeg, pero tras su muerte nuestras fuerzas se
debilitaron y dieron paso al miedo. Y allí estaba yo, recorriendo un peligroso camino oculto en la
frondosidad del bosque, ajeno a la agonía de la resistencia cristiana, movido por la curiosidad de
comprobar las consecuencias de la aplicación del Código de las montañas y domado por la flexible
vara de mi padre. La obediencia se entiende mejor cuando escuece en el lomo.
Los rastros azules del amanecer hicieron rebotar el sonido del traqueteo de la vieja carreta de
Sokol, las ruedas de madera crujieron al encajarse en los surcos del camino, apretado de terruños
sólidos como piedras. Doy gracias a Dios porque el viejo caballo conocía el camino de memoria, no
en vano lo había recorrido durante quince años. Al acercarme a la vieja cabaña de pastores sentí en la
barriga una mezcla de curiosidad y desasosiego, un torrente de preguntas sin respuesta sorteadas
desde la niñez acerca del juramento de mi padre. Siempre le vi marchar antes del alba, el carro lleno
de provisiones, la cabeza cubierta con su gorro de piel de conejo y arropado hasta las orejas por la
manta de lana tejida por mi madre antes de abandonarnos. Una vez cada tres lunas, sin fallar durante
quince años, ajeno a las historias, comentarios y rumores vomitados de boca en boca, parapetados
entre dientes, ocultos en el hueco de la mano. La terrible historia de la familia Dola continuó
escondida en oscuros pensamientos. Imaginarla me producía siempre un incontenible escalofrío en el
cogote. Los antiguos ideales no habían sido derrotados, mantenían vivo el reservado Código de las
montañas, repleto de símbolos ancestrales. Una ley muda, ciega y sorda vigente para los pocos
cristianos que resistimos.
La crin áspera y espesa del caballo me reconfortó al acercarme a la cabaña. ¡Odio el maldito
silencio! Preferí dejar el carro frente a la puerta de entrada para descargar las provisiones con mayor
facilidad, pensaba que el ruido alertaría a los habitantes de la casa. El peso del saco de legumbres lo
venció contra la puerta pero esta no se abrió, nadie salió a recibirme. Con el corazón desbocado
rodeé el viejo muro de piedra hasta alcanzar la única ventana. El interior de la casa permanecía en
penumbra, hasta mi nariz llegó el tenue olor de la lavanda, dispuesta en manojos puestos a secar
sobre el sucio murete de la pared. A través de la ventana distinguí a duras penas el interior de la
claustrofóbica cabaña de pastores, donde una pequeña estancia hacía las veces de dormitorio y
cocina. En poco espacio se apilaban dos camastros, un fregadero, un viejo fogón y dos sillas. Es
curioso, en el silencio del bosque me resultaron familiares sus sonidos: el viento azuzando las ramas
de los abetos cuando serpentea entre afiladas hojas de crujientes ecos, pequeños ratones nocturnos
royendo incesantemente en busca de alimento o el ronco deslizar de la nieve por las laderas,
anunciando el comienzo del deshielo. El mismo silencio, monstruoso y ensordecedor silencio, tan
denso como el que se respira en las noches sin luna. Me arrepentí de haber llegado hasta la cabaña,
ya no parecía tan importante conocer el secreto de mi padre.
Un fuerte golpe de tos proveniente del interior de la casa captó mi atención, la figura de una
persona se acercó a uno de los camastros donde yacía un hombre viejo, un nuevo acceso de tos
rompió el silencio de manera brusca. La otra persona se acercó a la cama, supuse en aquel momento
que era el hijo de Erjup quien cuidaba del anciano. No pude escuchar los insultos, adivinados en la
postura sumisa de la persona que permanecía de espaldas a la ventana, pero pude ver cómo rellenaba
un vaso y se lo ofrecía. El contenido debió derramarse sobre la cama y el viejo Erjup, descargó la
mano con fuerza contra la cara de su hijo. Lo inesperado del manotazo le hizo perder el equilibrio y
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cayó hacia atrás golpeándose la cabeza contra el fregadero. El viejo agarró la botella de raki,
apuntalada en los pliegues del cobertor y apuró el contenido hasta caer inconsciente sobre la
almohada. El chico se arrastró hasta su camastro, desorientado por el golpe, palpando el suelo hasta
encontrar un apoyo. Lo que pasó entonces aún me resulta confuso. La silueta del muchacho se acercó
hasta la ventana, seguramente en busca de la palangana que descansaba encima de la silla. A medida
que su figura se hacía visible para mí, un escalofrió de terror se apoderó de todo mi cuerpo. No era
un hombre el que avanzaba hacia la ventana, era una mujer. Sabía por los comentarios de las mujeres
en la fuente del pueblo que la esposa de Erjup había muerto hacía años. Bajo el pañuelo anudado a la
barbilla pude distinguir unos enormes y profundos ojos grises, me miraban aterrados. Las piernas me
fallaron, sentí un golpe certero en mitad del estómago causado por el pánico. Retrocedí hasta la
carreta trastabillando los pies hasta casi perder el equilibrio. Nunca antes había sacudido con tanto
ímpetu las riendas del caballo. Huí, salí de allí a toda prisa, ése día ensayé una nueva palabra para
definirme: cobardía. En el tiempo que tarda una gota de sudor en atravesar la frente, deslizarse por la
nariz y alcanzar la comisura de la boca, comprendí la amargura en los ojos de mi padre, la necesidad
de guardar el secreto, el significado de lo que acababa de descubrir. Erjup había tenido una hija, no
un varón. Los Katanen ansiaban cobrar la venganza en la vida del heredero de los Dola, pero no
esperaban a una mujer. ¿Por qué Erjup había decidido mantenerla en la cabaña si hubiera sido más
fácil liberarla cuando era una niña? Cualquier familiar lejano se habría hecho cargo de ella, habrían
intentado cruzar las montañas para ofrecerle una nueva vida. Me apenó pensar en el escaso valor de
la vida de una mujer. Dos preguntas sin respuesta se fueron abriendo paso mientras la carreta
descendía por el desfiladero, ¿sería capaz Erjup de haber mantenido en la casa a su hija para
entregarla a los Katanen y convertirla en una suerte de infiel?, o peor aún ¿la mantenía con él para
que le cuidara, sin importarle su destino, como a una esclava? El terror en los ojos grises de la chica
había atravesado la ventana y me había hecho comprender la respuesta, ella no me temía a mí, a un
extraño, temía a su padre.
Los cascos del caballo rechinaron ladera abajo, no di tregua hasta llegar al segundo arroyo. Una
vez superado me vi obligado a detener la marcha, un grupo de cruzados se encontraban descansando
en la otra orilla. Tenían los rostros cansados y sus monturas estaban cubiertas del polvo de los
caminos. Me dieron el alto, necesitaban provisiones. Compartí con ellos parte de las tortas de trigo y
del queso que debía haber entregado a la familia Dola. Mientras masticaban con prisa me informaron
de la caída de Shkodër. Ya era oficial, el ejército otomano había conseguido vencer el único reducto
de resistencia a la entrada de los musulmanes. Los antiguos ideales de Skënderbeg habían sucumbido
a la superioridad el ejército musulmán. Los hombres del sultán se dispersaban ahora en busca de los
últimos cruzados, soldados cristianos afines al espíritu de Lezhë, hombres en busca de un refugio en
las montañas, en espera de los movimientos del sultán. Huían para salvar sus vidas. Por ellos supe
que los turcos habían alcanzado mi aldea y sin esperar, me puse en camino con un fatal
presentimiento. Junto al bosque de abetos entre los que jugaba cuando era un niño escondí la carreta
de mi padre. Lo primero que llamó mi atención fue el silencio de las cabras, sus balidos se
escuchaban por todo el valle. Habían saqueado el poblado, las únicas mujeres con fuerzas para
contarlo estaban reunidas junto a la fuente, por ellas supe de la resistencia de los hombres, del robo
de las cabras y del caos sembrado por los soldados del sultán. Me quedé en la plaza hasta el
atardecer, no sé por qué permanecí con ellas tanto tiempo, seguramente para retrasar el momento de
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encontrarme con mi padre. No sabía cómo reaccionaría a mi ausencia, ni cómo se tomaría mi
precipitada huida de la cabaña sin cumplir su promesa.
Justo antes del anochecer llegué a casa. Sokol esperaba en la puerta con un contenido gesto de
angustia en la comisura de los labios, las manos entrelazadas y la mirada perdida en algún lugar del
horizonte. No recuerdo bien mis palabras, las excusas ni las disculpas que repetí, solo recuerdo el
rostro amable de Sokol, su mano temblorosa acercándome la caja con los granos de pimienta, cuyas
propiedades medicinales eran de sobra conocidas en el valle. Debería haberla entregado con urgencia
para que Erjup pudiera contener la oclusión de sus bronquios enfermos. Vuelve y llévales la caja, me
dijo. Recuerdo mis gritos al evidenciar su tranquilidad, le increpé por haberme mentido sobre el hijo
de Erjup. Me obligaron a guardar el secreto, respondió, nadie podía conocer que el hijo de Erjup era
en realidad una niña. Leonora, su madre, me suplicó para que la hiciera pasar por mi hija, llegó a
ofrecerme su cuerpo para que intentara cruzar las montañas con ella, lo que fuese, con tal de que la
familia Katanen no se la llevara, y cuando Leonora falleció, Erjup decidió mantenerla en la cabaña.
Necesita una mujer para cuidarlo porque está enfermo. Siempre supe que estaba mal, debí contárselo
a los Katanen, pero el futuro de la niña con los Katanen hubiera sido mucho peor. ¿Te imaginas lo
que habría sufrido para aplacar los deseos de venganza por la muerte de Ismal?, me preguntó sin
dejar de mirarme a los ojos. ¡Cobarde!, grité sin saber lo que decía. La invasión de los musulmanes y
la ruina del pueblo no me parecieron tan importantes en ese momento como la traición de mi padre,
hasta que la sangre envolvió su vieja camisa, entonces me di cuenta de que estaba herido. Intentó
cubrir con las manos la profunda herida de la espada, le habían atravesado el costado. Me quedé
junto a él hasta que me dejó, incapaz de expresar con palabras el dolor ciego que sentía. La sensación
de soledad era tan profunda como la propia muerte.
Pronto las noticias del desastre recorrieron las montañas, los clanes se habían dispersado,
permanecían ocultos o combatiendo en pequeños grupos, resistiendo una invasión inevitable.
Esquivando los caminos transitados, me propuse regresar a la cabaña de Erjup e intentar liberar a la
muchacha, pensando en reparar parte del daño ocasionado por mi padre con su silencio. Llevaba en
el bolsillo interior del abrigo la caja con los granos de pimienta y una terrible duda golpeaba mi
cabeza, ¿cuántos conocían el secreto de la familia Dola?
Esta vez, la puerta se abrió al escuchar la llegada de la carreta. La figura de la chica se perfiló,
recortada contra el quicio de la puerta. Mientras avanzaba escuché de nuevo los golpes de tos
provenientes del interior y extendí la mano en la que guardaba la caja de madera con los granos de
pimienta. Me llamo Kimete, me dijo con un brillo especial en los ojos, a juego con el color gris del
pañuelo que sujetaba una gruesa trenza de pelo castaño. Mi nombre es Ramiz, contesté a la
interrogación de su rostro, soy el hijo de Sokol. Sin moverme del sitio descargué con urgente
torpeza la historia contada por boca de mi padre entre tragos de raki, sin ocultar ni un solo detalle,
mientras los ojos de Kimete se oscurecían y sus labios, melifluamente perfilados, contenían las
lágrimas que nacían a raudales de sus ingenuos ojos. Deposité con cuidado la caja de madera entre
sus manos, frías y ásperas y ella me besó en los labios, en mi nariz quedó el rastro de su
transpiración con un sutil olor a ciruelas. Ya no lo necesita, me dijo, no pasará del mediodía. Insistí y
obligué a sus dedos a sostenerla. Dentro he escrito el nombre de una tía mía, vive al otro lado del río
Shkumbini, deberías marcharte de aquí, ella te ayudará, le dije sin convicción mientras veía como la
puerta de la cabaña se cerraba tras ella. El fugaz destello de dolor que vi en sus ojos turbó mi ánimo.
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Algo terrible estaba a punto de suceder. Intenté empujar la puerta, pero la había atrancado por dentro,
entonces me acordé de la ventana. Asomado por una de las esquinas, distinguí con claridad la frágil
figura de Kimete junto al camastro donde descansaba Erjup. Un golpe de tos provocó el vómito del
viejo, escupió sobre una bacina ante la mirada impasible de su hija. Ella acercó una botella de raki,
Erjup dio un pequeño trago y la tos regresó con más fuerza en medio de violentas convulsiones.
Kimete debió decir algo que no pude oír, pero vi el rostro trastornado del viejo, después, sostuvo
entre las manos un almohadón, lo mulló con cuidado y lo acercó al rostro desencajado de su padre;
«besha, mikpritja, honor y hospitalidad te sean concedidos para siempre», gritó la fórmula de respeto
mientras dejaba caer el peso de su cuerpo sobre el almohadón que cubría la cara de su padre.
Kimete no retrocedió, no se movió durante los largos minutos en que Erjup pataleó bajo ella,
luchando por conseguir llenar los pulmones. Todo sucedió muy rápido, o muy lento, ya no lo
recuerdo, la crueldad de la acción de Kimete me dejó un regusto amargo en la boca. ¿Era realmente
cruel o solo buscaba justicia? Cuando el viejo dejó de patalear, Kimete recogió con cuidado las pocas
pertenencias que tenía y las metió en un saco de arpillera. Aterrado, vi cómo se acercaba al hogar y
con un palo removía las brasas, cogió un puñado de pajas secas y las esparció sobre ellas. Al
momento, un delgado hilo de humo blanco ascendió hasta el techo de la cabaña y pronto la luz
anaranjada de las llamas iluminó su rostro. Cada puñado de paja que cogía del suelo, lo acercaba al
fuego y lo esparcía por la estancia. El fuego se extendió mansamente, con la misma lentitud con la
que se retrasa una despedida. Esperó de pie junto a la puerta a que yo llegara y me besó de nuevo en
los labios, esta vez sin el velo de dolor en los ojos. Se marchó por el camino pedregoso y antes de
alcanzar el primer recodo, una violenta espiral de fuego salió por la ventana de la casa. Iluminó los
prados, las piedras y los barrancos, los desfiladeros y los bosques. El fuego consumió la cabaña
mientras Kimete descendía en paralelo al camino, ahogada de libertad. Aquella fue la última vez que
la vi.
El regreso se me hizo angustioso, el humo podía divisarse desde cualquier punto del valle. El
corazón me pesaba ante la certeza de ser el único conocedor del secreto de los Dola. Me había
jugado el tipo para ayudar a una mujer a la que no conocía sin sopesar las consecuencias, ¿y si
alguien más sabía de la existencia de Kimete? Desenganché la carreta y la oculté entre unos arbustos
junto a la linde del camino. A lomos del viejo caballo descendí hasta el primer arroyo. Pronto los
cascos de unos caballos atrajeron mi atención. El fajín rojo de los jinetes revelaba que pertenecían al
clan de los Katanen, los cruzados continuaron por el camino sin detenerse, tal vez huían para
ocultarse de los otomanos. Confiado, rellené el pellejo en el arroyo y bebí largamente, seguramente
el fuego habría acabado con la cabaña, no encontrarían ni rastro de Erjup. Los darían por muertos, a
él y a su hijo. Puedes estar tranquilo, me decía a mí mismo para serenarme. Apenas tuve tiempo de
descansar y menos de pensar en un plan de huida. Sin Sokol, la vida en la aldea carecía de sentido, la
muerte de mi padre parecía motivo suficiente para intentar una nueva vida lejos de las malditas
montañas. Cuando estaba decidido a intentar alcanzar las tierras del sur, el filo de un cuchillo sobre
mi cuello cortó en seco mis expectativas. Los hermanos de Ismal se presentaron frente a mí, con sus
imponentes monturas y sus fajines rojos, mientras uno de sus hombres me ataba las manos a la
espalda. Dinos quién ha prendido fuego a la cabaña de la montaña, me exigieron. ¡Era de locos!, los
turcos invadían nuestro territorio y los malditos Katanen solo pensaban en la venganza. Decidí contar
la verdad a medias, les dije que había entregado las provisiones, como mi padre me había indicado y
desde entonces, nada sabía de ellos. ¿Pudiste ver a su hijo?, preguntó el más alto. Me limité a dejar
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los sacos en la puerta, respondí con todo el convencimiento que fui capaz de reunir. ¿Dónde está la
muchacha? La pregunta llegó acompañada de un puñetazo certero sobre mi nariz. Ahora, cuando lo
pienso, estoy seguro de que mis ojos me delataron, todos pudieron ver reflejada en ellos la sorpresa.
Aquellos hombres conocían el secreto de los Dola. Las risas de los Katanen resonaron en la espesura
del bosque. Un nuevo puñetazo descargó sobre mi pómulo izquierdo, aumentando si cabe el
desconcierto que sentía. No podía pensar, era tanta la sorpresa. Incapaz de adivinar quien había
delatado a Kimete, apareció ante mí la triste figura del cestero. El hombre me observaba con una
especie de sonrisa forzada, la cara llena de moratones y la ropa desgarrada. Mi padre había resuelto
compartir sus remordimientos con él y él había decidido delatarlo. Yo no era el único sabedor del
secreto.
Aún ahora me cuesta recordar. No consigo encontrar un significado para las palabras que
siguieron a la paliza. Entre golpe y golpe, recuerdo una voz profunda y espesa, hablaba de un juicio
de honor. Pero no sé por quién, ni bajo qué autoridad he sido juzgado. No sé cuantos días he
permanecido sin sentido, tirado entre estas pajas, cubierto con mis propios orines y con una terrible
sed que pega mi lengua al paladar. A ciegas, apuro un cuenco con agua, medio volcado junto a una
viga de madera consumida por el fuego y me doy cuenta de que estoy atado a una larga cadena
apuntalada en la pared. El pánico me impide reaccionar, reconozco los restos quemados de la vieja
cabaña de pastores, la prisión de la familia Dola, soy incapaz de forzar la cadena que me mantiene
atado a los restos del muro. No tengo escapatoria. El olor del orín se mezcla con el de la carne
quemada de Erjup en su camastro. La noche despliega su oscuridad sobre mí, el frío me envuelve.
Me duelen demasiado los golpes como para intentar mantenerme en pie, mejor mañana.
Las ruedas de la vieja carreta traquetean por entre los escombros y las piedras. La luz del alba me
permite distinguir la figura de un hombre al acercarse. Arrastra la pierna derecha y lleva sobre su
espalda un saco. Aunque tiene el rostro desfigurado puedo reconocerlo, el cestero avanza entre los
escombros y se apoya en los restos del muro donde permanezco encadenado. Lentamente introduce
la mano en el saco y va dejando algunas cosas en el suelo, una de ellas es un queso, el fuerte aroma
me llena la boca de saliva. ¡Ayúdame!, le pido pero no responde. Se limita a sentarse en el suelo
mientras abre una botella de raki. El cestero da un largo trago de la botella y me la ofrece. El olor de
las ciruelas me transporta muy cerca de mi padre. Bebo. Sácame de aquí, suplico. No puedo, me
responde, ahora los Katanen han decidido que debes ser tú el que pague la deuda de tú padre. Tú y
yo somos los únicos que conocíamos el secreto, al menos tú pudiste ver a la muchacha, se lamenta.
Vendré todas las semanas. Sus palabras me dejan sin habla, ¡maldito loco! ¡Cuánto tiempo
sobreviviré aquí, atado! Entre lágrimas le veo meter la mano de nuevo en el saco. Con cuidado
deposita en mis manos una pequeña caja de madera con un intenso aroma a pimienta negra. Abro la
caja y el olor atraviesa mi nariz hasta quemarme los ojos. En el dorso de la hoja de abedul en la que
yo había escrito el nombre de mi tía, la que debía ayudar a Kimete cuando cruzara el rio Shkumbini,
había escritas dos palabras: “Estoy viva”.
VIII CONCURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
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Granos de pimienta
VIII CONCURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
Por Irina
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