“Los Faquires” – Una Historia Trágica

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“Los Faquires” – Una Historia Trágica
Han pasado ya años. Los clamores cesaron por completo y sólo perduran vagos recuerdos.
Es el momento de contar una historia trágica. Una historia que motivó los más variados
comentarios, alentados por un sensacionalismo sin límites.
Estamos en Septiembre de 1956. El montañismo palentino conoce una gran renovación. En
dos años se han escalado muchas veces las mayores cumbres palentinas. Ha sido alcanzada
la de Curavacas por primera vez en invierno. Se ha hecho la 2ª de la Pared Nordeste del
mismo pico.
Cuando regreso de Zaragoza hay una afición incontenible en jóvenes nuevos. Jesús
Redondo: al leer esto, muchos te recordarán. Tu vida fue un problema, pero nadie te negará
tu generosidad. Nadie puede rebatir tu entrega a los demás. No comías para que lo hicieran
los compañeros. Tus sacrificios eran heroicos, tus descansos mínimos en beneficio de los
otros. En el peor sitio, en el más sacrificado, tu espíritu te llevó a la muerte ¡bendito seas!
Como estrella de los nuevos montañeros estaba Luis Ángel Puertas, Bravo, y sobresaliente
para su edad, con posibilidades espirituales intensas y un magnífico cuerpo a punto de
transformarse en un atleta. No era un vulgar "escala piedras", porque sabía encontrar el
gusto por la aventura.
Luego había otros... Paulino, Ausín, Marino, Rufino, etc. Algunos han perdurado y son dignos
de encomio. Otros se los llevó el viento. Pero en aquel entonces, habían comenzado a sentir
dentro de sí el gusto por las noches en la montaña, por las marchas duras y los atrayentes
abismos.
También a mi me alcanzaba el entusiasmo.
Había convivido con montañeros aragoneses gratas jornadas. Venía de los Pirineos y Riglos y
me había extasiado con las hazañas de Bescós, Rabadá, Cintero, Cantero y otros
sobresalientes escaladores de Riglos.
Mi primera acción fue proponer una "correría" a los Picos de Europa. Se necesitaba un poco
de dinero y tiempo y de ambas cosas sólo pudo disponer Luis Ángel. Emprendimos el viaje
con cuatrocientas pesetas en el bolsillo y de veinticinco a treinta kilos a la espalda.
Fue espléndido, escalamos Peña Santa de Castilla y el Naranjo de Bulnes por vías difíciles y
la aventura de vuelta sin dinero ni víveres fue extraordinaria.
Aquello encendió los ánimos de todo el grupo. Para entrenarnos habíamos escalado en los
cortados del Cristo del Otero, en la arcilla. A nuestra vuelta se inauguró un curso de escalada
en aquellos lugares. Tuvimos que inventar una competición para que el encargado nos dejara
hacerlo. Nos poníamos rojos de tierra bajo la mirada atónita de los trabajadores de la
Cerámica. Sucios de polvo, pero con la sonrisa en los labios, usábamos los más variados
recursos para superar los cortados, con la ventaja de clavar en cualquier parte.
Por la fiesta del Pilar, hacíamos una primera travesía de Curavacas, Peña Prieta y Espigüete.
Dieciséis participantes, un éxito completo. En aquella travesía surgió la idea. Si la pared NE
era la más difícil ascensión de nuestras montañas, la mayor proeza sería escalarla en
invierno. Y nos dedicamos a pensar en ello.
Había que prepararse concienzudamente, mantener en secreto nuestro proyecto. Jesús y
Luis Ángel estaban entusiasmados. Preparamos una travesía invernal de Peña Labra a
Valdecebollas. Después de un accidentado viaje con una "rubia" borracha. ¿Te acuerdas
Primi?, el dos de enero dormíamos en un pajar de la Venta del Horquero. En esta ocasión se
había unido Felicísimo Cisneros. Nieve reciente y la temperatura muy baja. La escalada de
Peña Labra por el Callejo. Esta fue heladora. A mediodía estábamos en la cumbre. ¡Allí
comenzaba la verdadera travesía! Los esquís que habían sido un tormento en la subida nos
iban a servir de mucho.
Al salir de la cumbre, Luis Ángel partió un esquí. ¡Adiós proyecto! En esas condiciones no
llegaríamos a San Felices a la hora acordada. Sólo quedaba una solución. Llegar a
Camasobres, donde había dormido el resto de la expedición. Me adelanté y en continuos
descensos, con una nieve en malísimas condiciones, pude alcanzarles en Areños. La paliza
fue terrible y mis compañeros no lo pasaron mejor.
A mediados de enero me acompañaron Jesús y Luis Ángel a la montaña. La falta de tiempo
tampoco nos dejó hacer gran cosa.
Y pasaron los meses de invierno sin alcanzar nuestros propósitos. Los sueños, las cábalas,
los optimismos seguían. Pero la falta de dinero, de tiempo sobre todo, aplazaban nuestros
proyectos.
Ahora contábamos con Paulino de la Torre, un muchacho de 17 años, de impresionante
estampa física, pero de espíritu menos decidido. Tenía potencia en abundancia, le faltaba
agilidad y audacia que adquiría con un duro entrenamiento. Era más bien callado y muy
noble.
Formamos una hucha común y adoptamos el nombre de Cordada de los Faquires, por las
muchas abstinencias a que nos habíamos sometido en nuestras andanzas por las montañas.
En el mes de marzo ya teníamos un proyecto de pasar diez o quince días en los Picos de
Europa.
A últimos de marzo la noticia. Redondo y Paulino se presentarían el 31 para atacar en los
días siguientes la pared NE de Curavacas. La idea no me llenaba del todo. El invierno había
pasado oficialmente. Aunque escalásemos la pared con las máximas dificultades, no
podríamos presentarnos como vencedores invernales. Sin embargo ellos estaban en marcha.
Las comunicaciones con Polentinos eran malas y llegarían a las siete de la tarde.
Inmediatamente nos pusimos en marcha.
Cuando pasamos la Horcada 1.625 m., estaba oscureciendo. Por Pineda adelante no veíamos
más que lo que nuestros pies pisaban. A las once de la noche estábamos enfrentados a un
problema. Había que dormir en uno de los chozos del Hospital y para ello teníamos que
atravesar el Carrión. No hay puentes, pero sí un peñasco en el Estrecho, por donde se puede
pasar. Una hora más de retraso. Nos quitamos los pantalones y el calzado y entramos en el
río. Fueron diez minutos angustiosos con el agua de nieve hasta los muslos cogidos de las
manos para evitar cualquier paso en falso. En la otra orilla nos frotamos hasta agotarnos.
Luego la Providencia, que no nos abandonaba, nos condujo hasta el chozo cimero del
Hospital.
La mañana fue poco alegre. Llovía y las nubes ocultaban la montaña. Repasamos el material
y me puse de peor humor. En la noche aciaga había perdido uno de los crampones y una
medalla muy querida, recuerdo de una ascensión al Aneto.
Con la pérdida del primero y el tiempo en tales condiciones les convencí de la inutilidad de
atacar la pared. La nieve reblandecida y chorreante, el hielo podrido, niebla en la montaña...
Pero teníamos que hacer algo y ascendimos por otra ruta. Por el Callejo del Rebeco y la
Brecha Muerta pasamos a la ruta norte o Vía del Notario, en recuerdo del gran aficionado, D.
Luis García Guinea que fue notario de Cervera. Cerca de la cumbre nevaba y nuestros
cuerpos chorreantes daban lástima.
El viento era fortísimo en la salida de la Llana al Callejo Grande, por donde emprendimos la
bajada. Éramos derribados y pasamos momentos angustiosos con las ropas convertidas en
corazas y tiritando de frío bajo aquel huracán. A gatas, con los piolets clavados hasta la
empuñadura, conseguimos bajar un centenar de metros y ponernos al resguardo.
Al oscurecer entrábamos de nuevo en el chozo, calados de pies a cabeza. Hicimos un poco de
fuego y desnudos nos metimos en los sacos.
A la mañana siguiente, la pared estaba estupenda. Había helado y una ligera escarcha
recubría los últimos metros. El tiempo tendía claramente a mejorar, pero ellos no podían
retrasar la vuelta hasta el día siguiente. Subí al Hoyo Muerto para hacer unas fotografías y
volvimos a Polentinos. Un detalle me impresionó. Su falta de sentido de orientación. En
Santa Marina querían ir por el camino del puerto del Aruz.
En Polentinos terminó la fatiga para mí, pero ellos aún caminaron a Cervera. Días después
recibía una carta. Escribía Jesús Redondo: espero que no habrás desistido de realizar la
"pared" que teníamos proyectada y que podamos hacerlo con mejor tiempo que el que
tuvimos estos días?... También Luis Ángel escribía, mostrando cierto júbilo por no haber
conseguido nuestro objetivo. "Ya sé que estarás diciendo. El caso es que subimos. Sí, sí,
pero por la puerta falsa. Con esto os daréis cuenta de que sin mí no podéis ir a ninguna
parte".
Yo les contesté en términos de dejar el proyecto para el próximo invierno. Volver a hacer
"Pared" en verano y obtener acopio de datos. A Luis Ángel: que efectivamente no habíamos
alcanzado nuestro objetivo, pero habíamos hecho una bonita escalada con mal tiempo y
salido indemnes. Además renunciar a tiempo era algo importante en la montaña.
La Semana Santa estaba encima e hice mi maleta para las vacaciones. El viernes 12 de abril,
recién llegado a Palencia, me entrevisté con ellos, cerca de los Cuatro Cantones. Fue la
última vez que les vi con vida. Habían decidido volver a la montaña. Yo rehusé. Tenía novia y
necesitaba respirar por unos días el aire de la ciudad. Les informé del mal tiempo que estaba
haciendo. Una primavera pésima. Aquella mañana, cuando salí de Polentinos, neviscaba y el
cierzo cubría las montañas. Les repetí mi idea de volver a escalar la pared en verano. Me
hicieron una promesa de no ir a ella sin contar conmigo. Ellos convinieron en repetir el
intento de travesía de Peña Labra, que había fracasado por la rotura del esquí y yo me quedé
tranquilo.
Al día siguiente salían en el coche de la tarde con destino a Cervera. Lo que ocurrió hasta su
muerte es un relato basado en informaciones recogidas y en el conocimiento que tenía de
ellos y de la montaña.
En Cervera pidieron una máquina fotográfica en la tienda de Piedad Isla, fotógrafa y donde
habíamos estado en alguna ocasión hablando de fotografías y de montañas.
Al día siguiente era feria en Cervera, las comunicaciones abundaban, y la gente también.
Subieron a la Pernía camino de Peña Labra. ¿Hasta dónde llegaron? ¿Subieron a la cumbre?
¿Qué ocurrió, para que el lunes pasaran por San Salvador, camino del valle del Carrión? En
una hoja de papel, con letra de Redondo aparecieron dos itinerarios: 1º Domingo, viaje;
lunes, Peña Labra hasta Venta; martes, Hoyo Muerto; miércoles, ascensión y descenso a
Polentinos; jueves, Palencia; y 2º itinerario: domingo, viaje a Cardaño; lunes, ascensión a
Espigüete; martes, chozo, ascensión y descenso a Triollo; jueves, Palencia.
Como se ve la idea fija era la pared NE. Por eso al ver que no podían llevar a cabo lo previsto
el lunes volvieron a la empresa que consideraban les había de dar el espaldarazo definitivo
como montañeros. Habían perdido un día con sus titubeos, pero aún tenían tiempo hasta el
jueves, en que Paulino tenía que participar en una procesión, como gastador que era de la
Escuela de Aprendices de la Fábrica de Armas. Aquella tarde comieron en la Abadía y por la
noche acampaban de nuevo en el Chozo Cimero del Hospital.
El Martes Santo, 16 de abril, atacaron. El día no debía ser excesivamente malo. Una calma
engañosa, antes de la tempestad. Los días de nieve, aún los invernales, no excluyen ratos e
incluso horas, en que las cumbres aparecen radiantes, el cielo de un intenso azul. Pero ¡ay!,
con la misma rapidez la ventisca y la niebla vuelve a engullirlas y donde antes reinaba la
alegría parece imposible toda vida.
Ascendieron la Pedrera Pindia y entraron por una cornisa lateral.
Enfrente tenían la entrada de la verdadera Pared Nordeste.
Un canalizo que en invierno es una cascada de hielo brillante y siniestra. Sobre ella habíamos
comentado lo bastante para no ignorarla. Y comenzaron a derivar hacia la izquierda
buscando instintivamente los escalones más fáciles que conducen a la cresta SE y el Callejo
Grande. Por la tarde la tempestad se había desencadenado. Una nevada que cubrió la Pernía
con veinte centímetros. Imaginad lo que sería mil metros más arriba. Los copos horizontales
por el viento creando una verdadera asfixia, las ropas flexibles y húmedas se truecan
corazas de hielo, el frío roba vitalidad. Y ellos no conocían la montaña en su aspecto más
bello pero más letal.
Habían llegado a un punto sin salida. Una plataforma muy inclinada en forma de ángulo
agudo. Para seguir tenían que hacer una verdadera escalada en roca. Estaban debajo de los
contrafuertes del Colmillo. A su izquierda, flanqueando un espolón rocoso, por una cornisa
ascendente tenían la salvación en el Callejo Grande. Cincuenta metros más abajo, a la
derecha habían dejado una canal para poder salir mucho más arriba a la derecha del
Colmillo, también al Callejo Grande. Desconocían el lugar y su instinto de orientación no
estaba agudizado. La pared NE es muy grande y una vez dentro sólo son reconocibles ciertos
puntos claves. Finalmente la tempestad les impedía ver nada.
¿Cómo afrontar este cúmulo de dificultades? La única forma hubiera sido vivaqueando. ¿Lo
hubieran resistido? Yo creo que sí, aún a costa de salir con congeladuras. Su material no era
bueno, pero en abril los grados bajo cero no son excesivos.
Decidieron seguir. Se habían atado con un cordino de 8 mm. Es decir, una cuerda auxiliar.
Siendo de cáñamo, la nieve lo dejaría casi inservible, rígido, sin posibilidades de seguridad.
Al ver lo que tenían delante, decidieron asegurarse con la cuerda de 12 mm.
¿Cómo es posible que los tres se desencordaran a la vez sin molestarse en deshacer los
anillos y asegurarse antes a la roca o en la nieve con los piolets? Incomprensiblemente no
adoptaron ninguna medida de seguridad. Mi versión, según las investigaciones que hice con
"Pichi" en el lugar donde cayeron es la siguiente: despojados de la cuerda auxiliar, Luis Ángel
se acurrucó en el ángulo, Jesús Redondo por debajo de él y Paulino en el borde. Este habría
ido el último hasta entonces y por su corpulencia estaría menos afectado por el frío. Hizo el
anillo y se encordó. Cuando todo parecía que marchaba bien, perdió el equilibrio o bien cedió
la nieve bajo sus pies y saltó al espacio. Jesús que estaría asegurando intenta retenerle.
¡Válgame Dios! Paulino con ochenta kilos de peso contra cincuenta y tantos de Redondo. El
desenlace fue fatal y ambos rodaron por la pendiente de más de cincuenta grados, rebotando
en los escalones rocosos, yendo a entrar en la canal izquierda del Escudo, a cuyo final fueron
los cuerpos rotos y sin vida.
¿Qué puede hacer un chico de diez y seis años en esta situación? En unos segundos ve
desaparecer a sus dos compañeros entre la cortina de niebla y nieve. Ni siquiera los ecos
llegarían a sus oídos. Una especie de magia trágica les había arrebatado de su lado. El terror
se apoderó de él. Su salvación era vivaquear y esperar a que mejorase el tiempo. Para ello
se necesitaba una formidable resistencia y un intenso deseo de sobrevivir. Yo creo que
minutos después empezó a moverse. Dobló el espolón rocoso. Unos pasos más allá y hubiera
alcanzado la cornisa ascendente hacia el Callejo Grande. Pero en medio de la tormenta no
podía ver cuán cerca estaba de su salvación. sin energías, aterrorizado, con sus voces
perdidas entre la tormenta, cayó y su último salto de doscientos metros en el vacío, le hizo
aterrizar al pie de la Pared.
La nieve siguió poniendo un sudario blanquísimo sobre los cuerpos.
En Palencia, yo recibía las fotografías de la última jornada en Curavacas. Mientras las
repasaba y ponía en un álbum, pensaba en los expedicionarios. El miércoles salí al coche de
Cervera para recibirles. El jueves comencé a preocuparme. El viernes me puse en contacto
con Mario Herreros, destacado montañero y compañero de muchas ascensiones, y que
últimamente se había separado un tanto del grupo activo. Sus palabras fueron
tranquilizantes. Pensaba que aprovecharían la semana. Yo también pensé que no sólo Peña
Labra había entrado en sus cálculos.
Cuando el lunes 22 de abril no llegaron ya no dudamos más. Había que hacer algo. Mi novia
nos llevó a conversar con su tío, Pepe Díez, en su tienda de la Calle Mayor. Allí estaba el
Arquitecto Luis Carlón. Casualmente pasaba Víctor Fragoso del Toro y Pepe le llamó.
Expusimos nuestras inquietudes. El Gobernador prestó su apoyo y a mediodía estaba
organizada la expedición. Mario y yo salimos hacia Cervera como exploradores. Nos llevaba
el Delegado de Sindicatos a quien acompañaba Quiroga. Detrás saldría otra expedición más
numerosa en un Land Rover. En la reunión apresurada, presidida por Juan Ramírez, como
Delegado de Juventudes, se había decidido el plan a seguir.
Llegamos a Cervera en una desenfrenada carrera que sentó mal a mi estómago. Allí
adquirimos las primeras noticias en la tienda de fotografía. Subimos a Polentinos para
recoger mi equipo e inquirir noticias. Era la ruta más conocida por ellos. No sabían nada mis
patrones. Aliviados les supusimos en Peña Labra. Mas en San Salvador se disiparon las
dudas. Habían vuelto hacia Lebanza y en la Abadía confirmaron esta noticia. comieron allí el
Lunes Santo y se fueron a Pineda. No cabía duda acerca de donde se encontraban.
La pared Nordeste era su tumba.
Eran las siete de la tarde cuando cambiábamos de ropas. El tiempo era malo nublado a partir
de los 1.600 mts. Mientras los otros regresaban a Palencia y ponían en movimiento a la
segunda expedición, cruzábamos las montañas en pos de los desaparecidos. El camino me
era muy conocido, pero no me animaba el deseo de aventura y de conquista de otras veces.
Al pasar Santa Marina por un rústico puente, la niebla rozaba nuestras cabezas.
Íbamos a pernoctar en el Chozo de Majahonda. En la campera donde se encuentra la
oscuridad era total. Una calma extraña crispaba los nervios. Cogí de la mano a mi
compañero y me concentré un momento. Una vez fijada en la mente la dirección, tomando
como referencia el sonido del agua, emprendí la marcha en línea recta. La pradera es llana y
sin relieve. No teníamos brújula y solo el instinto nos impediría pasar la noche a la
intemperie. La calma, la niebla y la oscuridad embotaban los sentidos. Sólo sabía que si
empezábamos a subir mucho habríamos perdido la partida. Todo parecía inútil, minutos y
minutos andando. ¡Imposible! dijo Mario. Pero no, ¡a cuatro metros aparecía un manchón
más oscuro! Nos miramos y una exclamación de ambos nos hizo detenernos. De nuestras
cejas y pestañas de nuestros cabellos húmedos salían llamitas azules. Los hierros fosforecían
en la oscuridad. ¡Electricidad! Nuestra reacción fue rápida. Abandonamos los piolets y
entramos en el chozo. Una noche triste. Nos acostamos sin comer nada. Los truenos y los
rayos fueron nuestra compañía.
A la mañana siguiente, el alba nos sorprendía camino del Estrecho.
Habíamos dejado un breve mensaje. El día era feo y tristón. Curavacas descubría a
intervalos la pared NE. Nieblas bajas se arrastraban por el valle. Yo sabía donde buscar y en
el Chozo Cimero del Hospital se desvanecieron las últimas esperanzas. Una botella a la
entrada.
Dentro, los sacos de dormir, el hornillo, las prendas de repuesto. Todo abandonado y frío.
Con los corazones contraídos remontamos las pendientes para subir al Hoyo Muerto.
Ascendimos la Pedrera Pindia y encontramos las huellas. Entraban por una cornisa lateral a
la Pared Noreste.
No teníamos ánimo para seguirlas. Descendimos la Pedrera, oímos voces. Era el equipo de
socorro. Habían leído nuestro mensaje y venían acompañados de un guía de Vidrieros. Allí
estaban Pepe Díez, pues Carlón se había quedado en el valle con otro y una caballería,
Miguel Ruíz Ausín, Felicísimo Cisneros, Benito Iglesias, Marino Ampudia y Rufino Antolín.
Contaban las fatigas que habían pasado para llegar con el Land Rover al Chozo de
Majahonda.
Al oír las nuestras se apesadumbraron. La niebla estaba levantando y Pepe, que llevaba
prismáticos, oteaba los faldeos de la Pared. Allí hay una figura extraña ¡exclamó! Parece un
oso, decía, mientras los binoculares pasaban de mano en mano. Era algo que la distancia
convertía en un punto. Y subimos con el corazón en un puño. Fue una carrera desenfrenada.
Los menos entrenados se quedaron atrás. Al final corríamos por la empinada ladera. No
cabía duda, era una persona y a veinticinco metros ya habíamos adivinado que era Luis
Ángel. Mirando a la montaña, con un brazo protegiendo la cabeza y sin bota en uno de los
pies. La visión nos hizo caer de rodillas en sollozos contenidos. Había perdido varios amigos
en la montaña, pero la distancia es un poderoso muro. Alrededor aparecieron varias cosas.
La máquina intacta, envuelta en plástico. La bota que faltaba con el crampón puesto. Un
trozo de piolet... Nos declaramos impotentes para envolverle en las lonas que traíamos y
Pepe con el abnegado Benito hicieron la tarea. Llovía cuando le deslizamos por la nieve en
dirección al Chozo.
Un pequeño rastreo por la zona para localizar a los otros dos fue infructuoso. Diluviaba y
granizaba cuando entramos en el Chozo. Nos secamos y en un claro llegaron Carlón y el
espolique con la caballería. Luis Ángel emprendió el regreso a lomos del animal y Carlón se
comprometió a llevarle hasta Palencia.
Aquella noche dormíamos en Majahonda. El chozo nuevo se convirtió en el campamento
base. Otra noche triste. Con las ropas mojadas, afectados profundamente por la desgracia,
cenamos unas desoladas truchas, que destrozamos al revolverlas con un poco de jamón. Al
día siguiente amaneció lloviendo y con las nieblas al nivel del valle. Unos guardias de San
Salvador aparecieron a caballo y compartieron su comida con nosotros.
Mario, Felicísimo y yo hicimos una exploración de un chozo, al otro lado del río. Nueva
mojadura. Desde lo alto vimos acercarse una larga fila de gente, descendiendo por el
sendero que une Majahonda con el Chozo de Serapio. Descendimos con rapidez y yo cruce el
río vestido, con Cisneros a cuestas. Si estábamos empapados de pies a cabeza ¿para qué
descalzarnos? En la expedición venía Quiroga y Carlos Serrano para hacerse cargo de los
equipos de base. El Padre Andrés Fernández, dominico, y Pedro Higueras compañero de
montaña y un equipo de socorro de Madrid formado por Peña, Enrique, Germán, Cámara y
Cándido. Traían otro Land Rover y un Unimog, cuyo chofer Isidoro, se haría célebre por su
habilidad en manejarlo. También venían más guardias civiles y vecinos de los pueblos de la
comarca. Unos con ganas de ayudar, otros para curiosear de cerca la tragedia. Aquella noche
nos hacinamos treinta o cuarenta personas en los chozos.
Con material y comida abundante emprendimos al día siguiente la exploración. Los
montañeros nos dividimos en grupos. Nosotros, los palentinos, subíamos al pico del Hospital
para otear la cornisa donde suponíamos que se encontraban los otros dos. Los de Madrid
fueron a ver el lugar donde apareció Luis Ángel. Peña y Enrique rodearon una roca y al final
del canalizo vieron una cuerda.
Sus voces nos congregaron a todos. Allí debían estar los cuerpos. Era el cono del alud y la
nieve se mezclaba con el hielo. Había que excavar fuerte. Al cabo de una frenética tarea
aparecieron unas piernas. Era Paulino y dejamos el resto de la tarea a los madrileños e
Higueras. Treinta metros más abajo montamos guardia para que no se acercaran los
curiosos.
¡Oh!¡Asombro! Al final de la cuerda solo estaba Paulino. Horriblemente destrozado. Después
de retirarle, subimos de nuevo. ¿Cuánto excavamos? Mucho, pero no encontramos nada.
Habíamos empleado otro día. Empapados como siempre llegamos al Chozo. Había mucha
más gente y fue un suplicio aguantar sus preguntas indiscretas. Se comían las provisiones,
ocupaban los lugares secos. No había duda, se había excitado la morbosidad de la gente.
La Guardia Civil ordenó la retirada de las personas que no eran necesarias. Las noticias
llegadas de fuera nos desconcertaban. Corrían los más variados bulos por la capital. Un
periódico publicaba fantásticas historias. Un equipo de Santander había hecho una rápida
exploración del Callejo Grande. El primer día de la búsqueda habían ido a detener a los
desaparecidos a un tren procedente de Reinosa. Las comunicaciones con la civilización eran
difíciles, mas...
Continuamos con nuestro trabajo. Cuando no llovía nevaba. El resultado era el mismo,
calados. El viernes nuevo asalto a la montaña. Cuatrocientos metros de desnivel al Hoyo
Muerto. Con crampones hasta la cornisa de entrada. Estaban los ánimos demasiado
deprimidos para entrar por ella. Otra vez abajo. Otros tres formamos cordada con Peña y
escalamos el "couloir" izquierdo del Escudo por donde había bajado Paulino.
El final estaba obstruido por el hielo. Retrocedimos, clavamos por varios sitios. Nada.
Existían discusiones sobre si habrían llegado a la cumbre. Era absurdo, de haberlo hecho no
hubieran seguido semejante ruta de bajada. Para disipar las dudas el sábado ascendía en
compañía de Peña y de Germán. Pasamos el collado del Hospital y subimos por el Callejo
Grande. Caían copos grandísimos. La calma era tal, que no se apagaba una cerilla. En la
cumbre, la última ascensión registrada era la nuestra del 31 de Marzo.
Al volver al Hoyo Muerto, encontramos a otros montañeros de Madrid, encabezados por Félix
Méndez, actual presidente de la Federación de Montañismo. Al llegar al chozo, la noticia. El
Gobernador ordenaba suspender la búsqueda hasta que el tiempo mejorase. Aquella tarde
abandonábamos Pineda en medio de una nevada.
En las primeras horas del domingo entrábamos en Palencia. Allí tomamos también contacto
con la realidad. En la montaña estábamos demasiado ocupados en pensar. El suceso había
acaparado la atención de todos los palentinos. Tenía repercusión nacional. El hecho de no
haber encontrado a Redondo excitaba las imaginaciones. Las fotografías que yo hiciera en
multitud de ocasiones y que había repartido entre diversos compañeros de ascensiones,
aparecían por todas partes. Todo el mundo quería presumir con recuerdos. El material que
con tanto esfuerzo habíamos reunido, incluso lo que dejaron en el chozo, había
desaparecido. Mi cabeza me daba vueltas. Me atenazaba la responsabilidad de la idea, el no
haberles acompañado. Me indignaban las absurdas historias. ¿Por qué se fijaban en
nosotros? Si hubieran triunfado, habría pasado desapercibido su esfuerzo. Nadie se lo habría
tomado en serio.
Los "terribles relatos" de un periodista rayaban en lo absurdo. Las cordadas subían y bajaban
de la cumbre como carrusel de feria para depositar tarjetas. Las cuerdas eran de ciento
cincuenta metros. Los pies de las fotografías eran un muestrario extraño. Cualquier
montaña, aunque fuera redonda se hacia pasar por Curavacas.
Por fin, el 18 de mayo, volvíamos a la montaña. El tiempo, sin ser extraordinario había
mejorado. En Triollo esperaban montañeros de Burgos. Allí estaba el incomparable Cebrián o
el duro Arasti con José María Pérez, José Luis García y José Luis Yañez.
De Madrid salía otro equipo. Ya nada podría detenernos.
Salvamos de un tirón los ochocientos metros que separan Vidrieros del Collado del Hospital.
Bajamos al Hoyo Muerto. Allí estábamos todos los palentinos con la adición de Jesús
Camarillas y la baja de Cisneros, Marino y Pedro Higueras. Por el valle iban los vehículos y
gente de refuerzo. En el lugar donde encontramos a Luis Ángel deliberamos. Había que
comer un poco y luego separarse en grupos.
Cebrián subió por la canal izquierda del Escudo. En cuanto a mí, fui a echar una ojeada al
final del "Couloir" donde había aparecido Paulino.
Gran parte de la nieve se había marchado y quince metros más arriba estaba Jesús Redondo.
Acudieron todos. Hubo que hacer complicadas maniobras de cuerda para sacarle a lugar más
propicio.
Los burgaleses asumieron la tarea de envolverle y depositarle en la nieve.
Por ella le deslizamos hasta el final del Hoyo Muerto. De allí al Chozo hubo que cogerle a
brazo en una costosa bajada por los brezos.
La niebla volvía a enseñorearse de la montaña y nuevamente nos vimos envueltos entre sus
húmedos cendales. Parecía poner el punto fatal al capítulo más denso del montañismo
palentino.
El veinticinco de agosto de ese mismo año pasamos tres días colocando una cruz en el lugar
donde aparecieron. Como no había motivos de interés para los periodistas, allí estuvimos los
de siempre, los auténticos. Uno de esos días, Luis Cebrián, "Pichi" para los amigos y yo,
recorrimos la ruta de caída y fuimos paso a paso reconstruyendo el accidente. En el último
punto alcanzado por ellos estaba el cordino auxiliar tal como se lo habían quitado y algún
otro material.
Al tercer día se celebró una misa en el Hoyo Muerto y ascendieron hasta allí los que de
verdad sentían su muerte. Más de los que yo había pensado en las horas amargas.
Texto extraído del libro "Montañas Palentinas" de Alejandro Díez Riol. Editado por Alejandro
Díez Riol y Ediciones Cálamo en el año 2000.
Fotografías tomadas durante el rodaje de la Película "los Faquires" en Febrero y Marzo del
2005 por Diego, Villegas, Gerardo, Carlos, Alberto y de la "fototeca" de Maika y Vidal.
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