Teseo y el laberinto, o por qué los héroes están obligados a pasar

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Teseo y el laberinto, o por qué los héroes están obligados a
pasar por tubos estrechos
José Manuel Pedrosa
Universidad de Alcalá
¡Que estrecha es la puerta y qué
angosta la senda que lleva a la vida, y
cuán pocos los que dan con ella! (San Mateo
VII:14)
¿Y
cómo
así?
¿Por
caminos
tan
angostos? (Albert Camus, El mito de Sísifo)
Bueno, la política es eso, abrirse
camino entre cadáveres (Mario Vargas Llosa,
La fiesta del chivo)
En un artículo que publiqué hace ya algún tiempo, intenté
formular
─partiendo
de
diversas
teorías
culturales
y
antropológicas
desarrolladas
por
otros
pensadores─
los
requisitos que, en mi opinión, debe cumplir un personaje
histórico y, más aún, un personaje de ficción, bien sea
completamente inventado, bien sea desarrollado a partir de la
evocación idealizada de alguno histórico, para que le sea
reconocida la condición de héroe en el seno de una comunidad.
De forma muy resumida, recordaré aquí que el héroe debe ser
capaz de pasar de una situación de limitación o de carencia de
bienes ─utilizo términos de autores como George M. Foster o
Vladimir Propp─ a otra de plena satisfacción o de no limitación
final de bienes. Que, tras ello, debe ser capaz ─de acuerdo con
la teoría del don que formularon autores que van desde Mauss
hasta Derrida─ de renunciar a todo o a parte de esos bienes y
de donarlos altruistamente a otras personas y/o a la comunidad
en general. Para captar los dones que entregará a la comunidad,
el héroe debe ser capaz, en tercer lugar ─y aquí entran en
juego ideas que desarrollaron pensadores como Lévi-Strauss,
Bajtin o Victor Turner─ de penetrar y de atravesar, o de hacer
que algo penetre y atraviese, espacios tan estrechos (túneles,
laberintos, puentes, escaleras, puertas o umbrales peligrosos,
rocas que chocan, bocas de cuevas, mandíbulas de animales,
vaginas dentadas), o bien espacios tan anchos y extensos (el
aire por el que vuela, el agua por el que navega, el desierto o
el bosque por los que transita) como no puede ser capaz de
atravesar (al menos en el sentido de entrada y de salida) el
común de los seres humanos. El cuarto requisito que, en mi
opinión, debe figurar obligatoriamente en el currículum
simbólico del héroe ─y aquí retomamos teorías de Bajtin y de
Lévi-Strauss─ es el de que debe tener el cuerpo cerrado, es
decir, caracterizarse por su continencia oral y por su
continencia genital: los héroes han de pronunciar pocas
palabras, o palabras muy medidas, justas y adecuadas por la
boca; deben saber mantener silencio y guardar los secretos;
ingresar en sus cuerpos poco alimento, al menos mientras dura
la gesta heroica ─cuando ésta termine, el banquete final
aliviará el cierre del cuerpo superior─; y, además, han de ser
castos y sexualmente contenidos, al menos mientras dure la
gesta heroica: cuando ésta culmine, el matrimonio les liberará
de esa situación de cierre del cuerpo inferior1.
El desarrollo de todas y cada una de estas propuestas de
explicación y de interpretación de lo heroico obligaría a
llenar las páginas de uno o de varios gruesos volúmenes. Me
limitaré aquí, por tanto, a desarrollar una sola de tales
ideas, la de que el héroe debe ser capaz de atravesar ─esto es,
de entrar y de salir─ por espacios estrechos, en forma de tubo,
que acabarían aplastando, encerrando, deglutiendo, a quienes,
sin ser héroes, se atreviesen a hacer el movimiento de entrada
en ellos.
Antes de adentrarnos en la revisión de nuevos ejemplos,
puede ser útil recuperar aquí algún argumento más expuesto en
el artículo al que me acabo de referir: "Estos dos modos
críticos de desplazamiento (por lo que es mas estrecho y por lo
que es más ancho, y en sentido de entrada y de salida) se
asocian al héroe en una enorme cantidad de mitos, de epopeyas,
de cuentos y de relatos de todo el mundo, y le dan una
dimensión (de héroe penetrador) que contribuye sustancialmente
a definir y a singularizar sus capacidades sobre las del resto
de las personas comunes. Muchos deportes modernos, cuyos
protagonistas, los deportistas de élite, son los herederos
actuales más reconocibles de los héroes de antaño, explotan
este tipo de simbolismo: el de penetrar o hacer penetrar el
propio cuerpo o un objeto impulsado por el propio cuerpo a
través de un lugar estrecho, guardado o difícil de atravesar (o
de atravesar en primer lugar al menos): la meta de llegada, la
portería de fútbol, la cesta de baloncesto, el hoyo de golf,
etc. Los seguidores del deporte actual también premian con la
atribución de carisma heroico a quienes son capaces de
atravesar los lugares más anchos y extensos concebibles: el
aire en los vuelos en globo o en otros artefactos precarios, el
mar en el surf o en naves precarias, el desierto o el bosque en
determinados rallies y pruebas motociclistas, etc.".
Avancé también, en aquel artículo, que "esos espacios
estrechos, guardados, amenazantes, peligrosos, que suelen tener
forma de tubo o de entrada de tubo muestran, en muchos casos,
una dinámica que podríamos llamar gemelar, es decir, que
aplasta entre paredes o fuerzas gemelas, que devora, mata o
impide la salida de quienes pasan a su través (excluido el
héroe,
claro).
Suele
tratarse
de
túneles,
pasadizos,
desfiladeros, laberintos, puentes, escaleras, caminos estrechos
Los presupuestos teóricos de estos cuatro modelos de
interpretación de lo heroico, sustentados sobre ejemplos
tomados de la literatura y de la cultura de todos los tiempos,
están desarrollados en José Manuel Pedrosa, "La lógica de lo
heroico: mito, épica, cuento, cine, deporte... (modelos
narratológicos y teorías de la cultura)", Los mitos, los héroes
(Urueña: Centro Etnográfico de Castilla y León, 2003) pp. 3763.
1
(si son encrucijadas, es decir, caminos multiplicados, aún
mejor), puertas que se cierran o umbrales peligrosos, rocas que
chocan, bocas de cuevas, columnas abatibles, mandíbulas, pinzas
o cuernos de animales, vaginas dentadas, o (si nos trasladamos
al terreno de la épica deportiva moderna) porterías de futbol,
cestas de baloncesto, hoyos de golf, líneas de meta de
atletismo, caminos montañosos poco practicables, cuevas para
practicar la espeleología, o hasta itinerarios de parchís o del
juego de la oca, etc. etc. etc.".
Recordé en mi artículo anterior a muchos personajes que
habían ingresado en el olimpo de los héroes después de
atravesar espacios de ese tipo: a Gilgamesh tras pasar los
desfiladeros de las siete montañas o el túnel del infierno; a
Moisés y luego a Josué separando las aguas para que pasasen por
ellas sus pueblos; a Prometeo, cuyo nombre parece proceder del
sánscrito Pramantha, "el taladro para hacer fuego", "el
barreno", "el perforador", franqueando para robar el fuego las
puertas de la morada de los dioses guardadas, según Platón, por
"centinelas espantosos"; a Jasón, Odiseo y Orestes cruzando
entre las Simplégades o rocas que chocaban para aplastar a los
barcos; a Jasón desafiando las mandíbulas aplastantes del gran
reptil que guardaba el Vellocino de Oro; a Odiseo haciendo
entrar al célebre caballo y al ejército griego a través de los
muros hasta entonces inexpugnables de Troya; a Teseo entrando
y, sobre todo, ¡saliendo vivo! del Laberinto; a Edipo matando
involuntariamente a su padre porque le cerraba el paso en una
encrucijada de caminos; a Eneas, Dante, Don Quijote (en su
descenso a la Cueva de Montesinos) o Borges (en El Aleph)
atravesando
estrechos
pasadizos
o
temibles
puertas
que
conducían al más allá; a Alí Babá entrando (¡y saliendo!) de la
cueva de los ladrones; a Sigfrido atravesando las murallas y
las corazas de Brunilda; a Roldán, vencido y muerto ante el
desfiladero de Roncesvalles, pero responsable de la gran proeza
de hacer pasar por el tubo estrecho el grueso del ejército
francés; al célebre Barón de Munchausen y su divertido viaje
tras salir disparado por el tubo de un cañón; a Alicia en el
País de las Maravillas impulsada al más alla a través de una
madriguera que "era un largo túnel que, de improviso, torcía su
curso y descendía de forma tan inesperada, que Alicia, sin
tiempo para pensar en detener su caída, se precipitó por lo que
parecían las paredes de un pozo muy profundo"; a Peter Pan
atravesando y haciendo atravesar a sus amigos infantiles las
ventanas que conducen a su fantástico país; a los protagonistas
de las sagas literarias y cinematográficas de El señor de los
anillos, La guerra de las galaxias, Indiana Jones, Harry Potter
y tantas más, ocupados siempre en atravesar toda suerte de
peligrosísimos puentes, pasadizos, desfiladeros, bocas de
cuevas, etc. etc. etc.
Muchos más héroes de esta especie podríamos sumar a aquel
elenco, desde Jonás o Pinocho, tragados y salidos de la
ballena, o Perceval-Parsifal, cuyo nombre significa "el que
pasa por los valles", hasta el mago Houdini, cuya fama se
cimentó sobre su capacidad para escapar de los recintos más
opresivos, sin olvidar los héroes ─e incluso también los
antihéroes─ que encuentran la muerte ─a veces gloriosa y a
veces no─ justamente en el espacio crítico del tubo estrecho,
como Sansón, que murió aplastando a sus enemigos tras derribar
las dos columnas del templo, o los (anti)héroes de las
películas de Alfred Hitchcock, como los personajes de Psicosis
o de 39 escalones, cuyos terroríficos destinos se cumplen sobre
el estrecho espacio de tortuosas escaleras.
En este artículo rehuiré, en cualquier caso, el comentario
de episodios literarios y artísticos tan obvios y tan célebres,
e intentaré centrarme sobre ejemplos menos conocidos o de
textura simbólica menos visible a simple vista, representativos
de casuísticas y de repertorios culturales heterogéneos y
variados, y en cuyos marcos narrativos podamos hallar muestras
diversas y pluriformes de esta ─al parecer implacable─ lógica
espacial que ha elevado la representación del espacio estrecho,
crítico, amenazante, a la categoría no sólo de tópico
ineludible de la caracterización simbólica del héroe, sino
también en idea clave en el sistema de representaciones
imaginarias del ser humano, sobre todo en las relacionadas con
el miedo y la angustia de quienes, por no ser o por no
sentirnos héroes, asociamos este tipo de espacios a la muerte y
a los muertos.
Comenzaremos nuestro recorrido por el repertorio de las
leyendas orales, y en concreto por una del pueblo de
Villamanrique (Ciudad Real), que nos va a mostrar cómo los
espacios estrechos se asocian tradicionalmente al mundo liminar
de los fantasmas y del más allá:
Entre las poblaciones de Villamanrique y Torre de
Juan Abad se encuentra un estrecho denominado Estrecho de
las torres. Cuenta la leyenda que el día de San Juan, 24
de junio, alrededor de la medianoche, se puede ver la
figura de la encantada. La encantada es una enamorada que
se lamenta por la ausencia del amado. Se trata de un alma
en pena2.
A continuación reproduzco dos leyendas recogidas en zonas
fronterizas entre Aragón y Cataluña que vuelven a mostrar la
asociación de los pasos estrechos con el mundo de los fantasmas
y de los muertos:
El paso maldito se encuentra subiendo al Coronco. Era
un lugar que hacía de muy mal pasar y que propició más de
un accidente, tanto de personas como de animales. De ahí
el nombre de paso maldito.
El Jueves Santo toda la población asistía a la misa,
ya que todos creían que si este día no iban a la iglesia
les saldrían las brujas a su encuentro, precisamente en el
paso maldito3.
Cuenta la tradición que allí, en aquel agujero,
vivían unas mujeres, especie de brujas, que la gente las
conocía con el nombre de las "encantadas". Se dice que
La informante María Jesús Tauste Manzano, de 21 años,
originaria de Villamanrique, Ciudad Real, fue entrevistada el 8
de abril de 2003 por José Manuel Pedrosa en Alcalá de Henares
(Madrid).
2
Joan Bellmunt, Tradiciones de la Alta Ribagorça y del
valle del Boí (Lleida: Milenio, 2001) p. 152.
3
cuando la negra noche lo envolvía todo, era cuando ellas
salían de lo más hondo de la cueva, para poder satisfacer
sus necesidades, lavar la ropa o coger frutas y
hortalizas.
La ropa la lavaban en la fuente de Escorts y, todo
aquél que hubiese osado mirarlas o haberlas visto mientras
hacían
esta
faena
habría
quedado,
automáticamente,
hechizado. La leyenda iba más lejos cuando aseguraba que
los hechizados desaparecían, hasta las entrañas de la
tierra, por el agujero de los hechizados (encantats), que
se encuentra en las rocas que hay encima de caa Viola.
Termina la tradición avisando que este agujero es tan
profundo que se supone que llega al mismo infierno4.
La siguiente es una leyenda sobre o trasno, una especie de
duende silvestre que, según la tradición gallega, se aparecía
justamente en los caminos estrechos, impidiendo el paso:
Era unha vez un señor que, pola noite, cando ía para
a casa sempre se encontraba cun carneiro que se lle
atrancaba no camiño e non lle deixaba pasar tendo que ir
dar un rodeo. Canso de ter que ir da-lo rodeo foi onda o
cura da parroquia quen lle deu uns cordeis benditos para
lle petar con eles na cabeza ó carneiro.
Ó dia seguinte, cando ía para a súa casa coma sempre,
aparecéuselle o carneiro no camiño. O señor fixo o que lle
mandara o cura e o carneiro converteuse nun home, que fora
maldito5.
Una leyenda urbana recogida en Leganés (Madrid) vuelve a
expresar la angustia mortal que se asocia al tránsito por
lugares estrechos:
Si a las doce de la noche te encierras en el
servicio, apagas las luces, te sientas enfrente del espejo
(si tienes, claro), dices el abecedario al revés, se te
aparecerán mil puertas, y si no eliges la correcta, dicen
que te mueres6.
Para cerrar este apartado dedicado a las leyendas
tradicionales, reproduciré la argentina Leyenda del río Hondo,
que muestra cómo los héroes ─en este caso un héroe religioso
indudablemente moldeado sobre la figura de Moisés─ exhiben la
milagrosa capacidad de pasar por los lugares estrechos:
Leyenda de San Francisco Solano. Cuenta esta leyenda
que volviendo San Francisco Solano de Tucumán con una
4
Bellmunt, Tradiciones p. 115.
Alumnos do Real Seminario Santa Catalina de Mondoñedo, A
Carón do Lume, ed. A. I. Rodriguez Vázquez (Lugo: Citania,
1999) p. 53.
5
José Manuel Pedrosa y Sebastián Moratalla, La ciudad oral.
Literatura tradicional urbana del sur de Madrid. Teoría,
método, textos (Madrid: Comunidad de Madrid, 2002) p. 185.
6
tropa de carretas en las que se transportaba madera para
iglesia que se levantaba en Santiago, se detuvo en el paso
del río Dulce por hallarse extraordinariamente crecido.
Mientras sus compañeros de marcha descansaban, él oraba.
De pronto, ante la sorpresa general, ordenó partir. Él
marchó delante montado en una mula, y en el instante de
llegar al río, las aguas se apartaron dejándole pasar.
"Ahí tiene el río hondo", exclamó bromeando, y desde
entonces quedó a esa parte delrío Dulce tal nombre, como
la población que en sus márgenes se halla situada7.
La literatura oral podría seguir ofreciendo ejemplos
inagotables de leyendas y de cuentos modelados sobre este tipo
de esquemas simbólicos. Pero considero preferible que nos
centremos ahora sobre otras obras literarias, no tradicionales
ni anónimas, en cuyos tejidos narrativos podremos desentrañar
tópicos parecidos. Todos los textos que he seleccionado son
"modernos" en tanto que han sido creados desde el romanticismo
hasta hoy, en épocas en que la escritura ha desarrollado un
alto grado de conciencia individual, impregnándose de un cada
vez más sofisticado exhibicionismo "de autor", y ganando
autonomía
con
respecto
a
la
tradición
patrimonial
─especialmente a la tradición oral─, que en muchas ocasiones ha
sido vista como freno o límite a la libre expresión del estilo
del escritor individual. Todos estos textos ─y muchos más que
podríamos aducir─ nos van a confirmar que las pretensiones de
independencia estilística de los autores modernos no han
bastado para borrar su deuda con el fondo viejísimo y
tradicional de imágenes y de símbolos, comunes a muchas
culturas, en el que siempre ha mantenido un lugar relevante el
del tubo estrecho asociado al peligro, a la angustia vital y a
la muerte.
El
autor
quizás
más
importante
de
la
vanguardia
novelística del siglo XIX fue el francés Gustave Flaubert. En
su revolucionaria Madame Bovary recurrió varias veces, en
contextos y con matices siempre cambiantes pero al fin y al
cabo reconocibles, a la imagen del sendero estrecho que
conducirá a la infeliz protagonista a la muerte fatal:
Las otras existencias, por monótonas que fueran,
tenían al menos la oportunidad de un acontecimiento. Una
aventura ocasionaba a veces peripecias hasta el infinito y
cambiaba el decorado. Pero para ella nada ocurría. ¡Dios
lo había querido! El porvenir era un corredor todo negro,
y que tenía al fondo su puerta bien cerrada8.
Pasado el corral de la granja había un cuerpo de
edificio que debía de ser el palacio. Ella entró como si
las paredes, al acercarse ella, se hubieran separado por
sí solas. Una gran escalera recta subía hacia el
Félix Coluccio, Diccionario Folklórico Argentino (Buenos
Aires: Plus Ultra, 1981) pp. 406-407.
7
Gustave Flaubert, Madame Bovary, ed. G. Palacios, (Madrid:
Cátedra, reed. 2002) p. 147.
8
corredor9.
Emma salió. Las paredes temblaban, el techo la
aplastaba, y volvió a pasar por la larga avenida
tropezando en los montones de hojas caídas que dispersaba
el viento. Por fin, llegó al foso delante de la verja; se
rompió las uñas queriendo abrir deprisa. Después, cien
pasos más adelante, sin aliento, a punto de caer, se paró.
Y entonces, volviendo la vista, percibió otra vez el
impasible castillo, con el parque, los jardines, los tres
patios y todas las ventanas de la fachada. Se quedó
estupefacta, y sin más conciencia de sí misma que el
latido de sus arterias; le parecía oír como una
ensordecedora música que se le escapaba y llenaba los
campos. El suelo se hundía bajo sus pies, y los surcos le
parecieron inmensas olas oscuras que se estrellaban10.
La escena de la muerte de la gitana protagonista, a manos
de su celoso amante, en la también celebérrima novela Carmen,
de Prosper Merimée, tiene por escenario una tenebrosa "garganta
solitaria" cuya elección no debió ser, sin duda, casual:
─Así que ─le dije, después de haber caminado un
trecho─, ¡Carmen mía! Quieres seguirme, ¿no es eso?
─Te sigo a la muerte, sí, pero no viviré más contigo.
Estábamos en una garganta solitaria; detuve el
caballo.
─¿Aquí es? ─dijo, y se apeó de un salto. Se quitó la
mantilla, la echó a los pies, y permaneció inmóvil,
mirándome fijamente, con el puño en la cadera.
─Quieres matarme, lo veo claro ─dijo─, está escrito,
pero no me harás ceder11.
Otra célebre novela francesa del siglo XIX es Tartarín de
Tarascón,
de
Alphonse
Daudet.
Dentro
de
ella,
las
representaciones ─ya sean sobre el tranquilo escenario de
Tarancón o sobre el exótico urbanismo argelino─ de los pasos
estrechos y de los peligros que en ellos acechan al grotesco
protagonista, el pretendidamente heroico Tartarín, adquieren
hilarantes matices cómicos:
Soberbio y tranquilo, Tartarín de Tarascón se
sumergía en la noche, taconeando acompasadamente y sacando
chispas al empedrado con la contera de hierro de su
bastón... Tanto al caminar por los bulevares como por las
calles o callejas, procuraba ir siempre por el centro de
la calzada, excelente medida de precaución que permite ver
venir el peligro y, sobre todo, evitar lo que cae a veces
desde las ventanas a las calles de Tarascón durante la
noche. Pero, al verle tan prudente, no vayáis a creer que
9
10
Flaubert, Madame Bovary, p. 247.
Flaubert, Madame Bovary, p. 394.
Prosper Merimée, Carmen, ed. L. López Jiménez y L.-E.
López Esteve (Madrid: Cátedra, reed. 1997) p. 179.
11
Tartarín tuviese miedo, ni mucho menos... ¡No! Sólo tomaba
algunas precauciones.
La mejor prueba de que Tartarín no tenía miedo era
que, en lugar de ir al Casino por la avenida, se iba por
la ciudad; es decir, por lo más largo, por lo más negro,
por una red de lóbregas callejuelas estrechas, al final de
las cuales se veía brillar siniestramente el Ródano. El
pobre esperaba siempre que, al volver uno de estos recodos
peligrosos, ellos se abalanzarían desde la sombra,
atacándole por la espalda. Pero, ¡ay!, por una burla del
destino, jamás, jamás de los jamases le cupo a Tartarín de
Tarascón la suerte de tener un mal encuentro. Ni siquiera
un perro, ni un borracho. ¡Nada!12
Desgraciadamente, aquel diablo de puente ha sido
arrastrado tan a menudo por los vendavales, es tan largo,
tan endeble, y el Ródano es tan ancho en este paraje, que,
¡a fe mía!, ya comprenderéis... Tartarín de Taracón
prefería la tierra firme13.
Un lugar auténticamente peligroso esta ciudad alta.
Callejones sombríos y angostos, que suben a pico entre dos
filas de casas misteriosas cuyos tejados se unen formando
un tunel. Puertas bajas, ventanas muy pequeñas, mudas,
tristes, enrejadas. Y luego, a derecha e izquierda, una
serie de tenduchos muy sombríos, donde feroces teurs, con
cabeza de forajidos ─ojos en blanco y dientes relucientes─
fuman largas pipas y hablan en voz baja, como si
concertaran golpes perversos14.
En diversos pasajes de La muerte de Ivan Ilich, una de sus
novelas más profundas y conmovedoras, el gran novelista ruso
León Tolstoi identificó el dolor de la enfermedad y la angustia
de la muerte con el paso a través del tópico espacio angosto:
Hasta eso de las tres de la mañana su estado fue de
torturante estupor. Le parecía que a él y su dolor los
metían a la fuerza en un saco estrecho, negro y profundo,
pero por mucho que empujaban no podían hacerlos llegar
hasta el fondo. Y esta circunstancia, terrible ya en sí,
iba
acompañada
de
padecimiento
físico.
Él
estaba
espantado, quería meterse más dentro en el saco y se
esforzaba por hacerlo, al par que ayudaba a que lo
metieran. Y he aquí que de pronto desgarró el saco, cayó y
volvió en sí15.
Alphonse Daudet, Tartarín de Tarascón, trad. F. Ortiz
Chaparro (Madrid: Alianza, reed. 2000) p. 22.
12
13
Daudet, Tartarín de Tarascón, p. 24.
14
Daudet, Tartarín de Tarascón, p. 75.
León Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich, en La muerte de
Ivan Ilich. Hadyi Murad, ed. J. López Morillas (Madrid:
Alianza, reed. 2001) pp. 13-88, p. 75.
15
Esos tres días, durante los cuales el tiempo no
existía para él, estuvo resistiendo en ese saco negro
hacia el interior del cual le empujaba una fuerza
invisible e irresistible. Resistía como resiste un
condenado a muerte en manos del verdugo, sabiendo que no
puede salvarse; y con cada minuto que pasaba sentía que, a
despecho de todos sus esfuerzos, se acercaba cada vez más
a lo que tanto le aterraba. Tenía la sensación de que su
tormento se debía a que le empujaban hacia ese agujero
negro y, aún más, a que no podía entrar sin esfuerzo en
él. La causa de no poder entrar de ese modo era el
convencimiento de que su vida había sido buena. Esa
justificación de su vida le retenía, no le dejaba pasar
adelante, y era el mayor tormento de todos.
De pronto sintió que algo le golpeaba en el pecho y
el costado, haciéndole aún más difícil respirar, fue
cayendo por el agujero y allá, en el fondo, había una luz.
Lo que le ocurría era lo que suele ocurrir en un vagón de
ferrocarril cuando piensa uno que va hacia atrás y en
realidad va hacia delante, y de pronto se da cuenta de la
verdadera dirección16.
Y de pronto vio claro que lo que le había estado
sujetando y no le soltaba le dejaba escapar sin más por
ambos lados, por diez lados, por todos los lados. Les
tenía lástima a todos, era menester hacer algo para no
hacerles daño17.
En otra novela de Tolstoi, Hadyi Murad, que tiene por
escenario la sangrienta guerra entre rusos y chechenos que dura
ya varios siglos, el paso por los espacios angostos tiene una
dimensión menos psicológica: tales lugares se identifican con
los estrechos y desfiladeros del país que tan bien conocían los
guerrilleros chechenos y desde los que hostigaban continuamente
al ejército regular ruso. El propio Hadyi Murad, caudillo de
los rebeldes y perfecto conocedor de aquellos peligrosos
lugares, relataba así sus habilidades para salir con vida de
los mismos escenarios que para otros suponían la muerte:
Menos yo, no hay otro chechén que pueda pasar. Otro
prometería ir, pero no haría nada18.
Cuando llegamos cerca de Moksoh la vereda se hizo muy
angosta y a la derecha había un barranco de unos
trescientos pies de profundidad. Yo me escurrí a la
derecha del soldado, al borde del precipicio. El soldado
quiso detenerme pero yo salté al abismo arrastrándole
conmigo. El soldado murió, pero, como puedes ver, yo quedé
vivo. Tenía rotas las costillas, la cabeza, los brazos,
16
Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich, p. 86.
17
Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich, p. 88.
León Tolstoi, Hadyi Murad, en La muerte de Ivan Ilich.
Hadyi Murad, ed. J. López Morillas (Madrid: Alianza, reed.
2001) pp. 89-258, p. 102.
18
las piernas, en fin, el cuerpo entero19.
Uno de los episodios más emocionantes del célebre Libro de
la selva del inglés Rudyard Kipling es aquel en que el joven y
astuto Mowgli logra librarse para siempre de las asechanzas de
su incansable perseguidor, el tigre Shere Khan, atrayéndolo
hacia un estrecho desfiladero por el que hace pasar la manada
de búfalos desbocados que aplasta al terrible predador:
Oyó Shere Khan el ruido atronador de las pezuñas,
levantóse y caminó con pesadez torrentera abajo, mirando a
ambos costados en busca de huida; pero los lados del cauce
parecían cortados a pico, y tuvo que quedarse allí
sintiendo el abotargamiento producido por la comida y la
bebida, deseando entonces cualquier cosa menos tener que
batirse. El rebaño pasó chapoteando por la laguna que él
acababa de abandonar, mugiendo hasta hacer retumbar todo
el estrecho recinto... La embestida arrastró ambos rebaños
hacia la llanura, dando cornadas, coces y bufidos. Esperó
Mowgli el momento oportuno, y, apeándose de Rama, comenzó
a repartir golpes a diestro y siniestro con el palo que
llevaba... Ajela y el Hermano Gris corrieron de un lado a
otro mordiéndoles las patas a los búfalos, y aunque el
rebaño se volvió en redondo, con intención de embestir de
nuevo, barranco arriba, Mowgli logró hacerle dar la vuelta
a Rama, y los demás lo siguieron hacia los pantanos.
No hacía falta que pisotearan más a Shere Khan.
Estaba muerto, y los milanos iban acudiendo ya para
devorarlo20.
En su poema El héroe, el gran poeta indio Rabindranaz
Tagore ofreció una versión sumamente lírica de lo que para él
era la perfecta gesta épica: la que da la salvación a alguien
mientras las fuerzas del mal atacan en un sendero "estrecho y
retorcido":
Figúrate tú, madre, que andamos de viaje y que
estamos atravesando un peligroso país desconocido. Tú vas
sentada en tu palanquín y yo troto al lado tuyo en un
caballo colorado. El sol se pone, va anocheciendo. Ante
nosotros se tiende solitario y gris el desierto de
Yoradigui. Todo alrededor es desolado y seco. Tú piensas
asustada: "Hijo, no sé adónde hemos venido a parar". Y yo
te digo: "No tengas tú miedo, madre".
El sendero es estrecho y retorcido, y los abrojos
desgarran los pies. Los ganados han vuelto ya de los
anchos llanos a sus establos de las aldeas. Cada vez son
más oscuros y vagos la tierra y el cielo, y ya no vemos
por dónde vamos. De pronto, tú me llamas y me dices
bajito: "¿Qué luz será aquella que hay allí junto a la
orilla, hijo?".
Un alarido horrible salta en lo oscuro y unas sombras
19
Tolstoi, Hadyi Murad, p. 172.
Rudyard Kipling, El libro de las tierras vírgenes, trad.
R. D. Perés (Madrid: Alianza, reed. 2002) p. 109.
20
arrolladoras se nos vienen encima. Tú te acurrucas en tu
palanquín y repites rezando los nombres de los dioses. Los
esclavos que te llevan se esconden temblando de terror
tras los espinos. Yo te grito: "¡Madre, no tengas cuidado,
que estoy yo aquí!".
Los asesinos están más cerca cada vez, hirsutos los
cabellos, armados con largas lanzas. Yo les grito: "¡Alto
ahí, villanos! ¡Un paso más y sois muertos!". Se oye otro
terrible grito, y los bandidos se abalanzan sobre
nosotros. Tú, convulsa, me cojes la mano y me dices: "Hijo
de mi vida, por amor de Dios, huye de aquí". Yo te
contesto: "¡Madre, mírame tú! ¡Ya verás!".
Entonces meto espuelas a mi caballo, que salta
furioso. Chocan sonantes mi espada y mi escudo. El combate
es tan espantoso que si tú lo pudieras ver desde tu
palanquín te helarías de espanto, madre. Unos huyen, otros
caen hechos pedazos...21.
En su inmortal novela Orlando, la británica Virginia Woolf
relacionó en varias ocasiones la gesta heroica con la capacidad
para atravesar espacios estrechos en condiciones extremas:
Montaba bien y era capaz de manejar seis caballos al
galope sobre el Puente de Londres22.
Los más interesantes de estos episodios del Orlando son,
en cualquier caso, aquellos en que el paso de un tiempo y de
una dimensión a otros, claves en el tejido narrativo de la
novela, se asocian a la metáfora del tránsito por el espacio
estrecho:
Al pensar esas cosas, el túnel infinitamente largo en
que ella había estado viajando por centenares de años se
ensanchó; penetró la luz; sus pensamirntos se templaron
misteriosamente como si un afinador le hubiera puesto la
llave en el espinazo y hubiera estirado mucho sus
nervios23.
No permitió que esos espectáculos penetraran su
conciencia ni un milésimo de pulgada, al cruzar la
estrecha tabla del presente, para no caer en las furiosas
aguas de abajo24.
Se sentó al final de la galería, con los perros
echados alrededor, en el duro sillón de la Reina Isabel.
La galería se prolongaba hasta un punto donde ya casi no
Rabindranaz Tagore, El héroe, en La luna nueva (poemas de
niños), en La luna nueva. El jardinero. Ofrenda lírica, trads.
Z. y J. R. Jiménez (Madrid: Alianza, 2000) pp. 34-35.
21
Virginia Woolf, Orlando, trad. J. L. Borges (Barcelona:
Edhasa, reed. 2002) p. 141.
22
23
Woolf, Orlando, p. 218.
24
Woolf, Orlando, p. 219.
había luz. Era como un túnel metido en el pasado. Sus ojos
le escrutaron y vio personas que charlaban y se reían: los
grandes hombres que ella había conocido ─Dryden, Swift,
Pope─; y hombres de estado conversando; y amantes
demorándose en los asientos de las ventanas25.
Bàrnabo de las montañas, la primera novela del gran
narrador italiano Dino Buzzati, está protagonizada por un
guardabosques que tiene el deber de defender las montañas que
rodean un valle de una partida de bandidos. El épico
enfrentamiento entre los dos contendientes tiene su culminación
en la grandiosa escena final, cuando el guardabosques, tras
penosísima espera, aguarda que los ladrones caminen por un
estrecho desfiladero en el que, con su arma, podrá abatirlos a
todos:
Cerca del pequeño desfiladero, en lo alto de la
garganta de la Polveriera, hay un delgado saliente adosado
a la pared. Exactamente a la altura del mismo pasa una
repisa, por donde llegarán los enemigos. La repisa es
estrecha y cubierta de guijos; para pasar por ella hay que
tener cuidado.
Bàrnabo se ha situado en la cima, escondido entre
algunos peñascos; él solo ha venido a enfrentarse a los
enemigos. Totalmente oculto a la vista, domina de cerca la
repisa, podrá cortarles el paso...
Su escopeta está dirigida a la repisa. Por allá
pasarán los bandidos y él podrá matarlos26.
Cuando, en efecto, los ladrones se pongan a tiro, Bàrnabo
vacilará, pero no por miedo ni por nerviosismo, sino por
compasión hacia sus enemigos. Su dedo no apretará el gatillo, y
los bandidos nunca sabrán que aquella angosta garganta estuvo a
punto de ser su tumba para siempre.
Los desfiladeros estrechos como espacios ideales para
vencer a los enemigos asoman en muchas otras obras literarias.
Esteban Montejo, el centenario ex-esclavo cubano que relató a
Miguel Barnet los recuerdos que con el tiempo se convertirían
en su biografía novelada, Cimarrón, evocó así uno de los lances
militares de la guerra de la Independencia cubana:
Perdió casi toda su tropa. Hizo resistencia grande,
pero salió mal. La culpa fue de una cañada que había allí;
los caballos se atascaron, se formó un fanguero inmenso27.
Y Luis Sepúlveda, el gran escritor chileno que, en Un
viejo que leía novelas de amor, describió el secular
enfrentamiento entre indios selváticos e invasores blancos,
situó en un "paso estrecho" otro escenario de violencia y de
25
Woolf, Orlando, p. 233.
Dino Buzzati, Bàrnabo
Littera, 2003) pp. 137-138.
26
27
173.
de
las
montañas
(Barcelona:
Miguel Barnet, Cimarrón (Madrid: Siruela, 2002) p.
muerte:
Era un grupo integrado por cinco aventureros,
quienes, para ganar una vía de corriente, habían volado
con dinamita el dique de contención donde desovaban los
peces.
Todo ocurrió muy rápido. Los blancos, nerviosos ante
la llegada de más shuar, dispararon alcanzando a dos
indígenas y emprendieron la fuga en su embarcación.
Él supo que los blancos estaban perdidos. Los shuar
tomaron un atajo, los esperaron en un paso estrecho y
desde
ahí
fueron
presas
fáciles
para
los
dardos
envenenados. Uno de ellos, sin embargo, consiguió saltar,
nadó hasta la orilla opuesta y se perdió en la espesura28.
Tras asomarnos a todos estos ejemplos narrativos, es hora
ya de preguntarnos si nuestro tópico podrá ser también
documentado en obras del género poético, donde el dinamismo de
lo narrativo y las gradaciones de lo épico suelen quedar
diluidas en la serena quietud de la lírica. La respuesta es,
sin duda, afirmativa. El padre del romanticismo alemán,
Friedrich Schiller, desarrolló en su célebre balada de Las
grullas de Íbico, inspirada en un viejo cuento conocido desde
la antigüedad, la historia de un desdichado viajero muerto, en
un "estrecho sendero", por dos despiadados ladrones que al
final tendrán que pagar su crimen:
Und munter fördert er die Schritte
Und sieht sich in des Waldes Mitte.
Da sperren, auf gedrangem Steg,
Zwei Mörder plötzlich seinen Weg...
Apresura, contento, su marcha y se ve ya en mitad del
bosque. Y he aquí que en el estrecho sendero dos asesinos
le cortan súbitamente el paso. Tiene que prepararse a la
lucha, pero pronto desfallece su mano...29.
Otro de los poetas más renovadores del siglo XIX, el
francés Arthur Rimbaud, recurrió varias veces, a lo largo de su
obra, a la imagen del sendero estrecho como metáfora del paso
por la vida y del avance hacia la muerte:
Soy el caminante de la ancha carretera entre los
bosques enanos; el rumor de las esclusas cubre mis pasos.
Por largo tiempo veo la melancólica lejía de oro del
Luis Sepúlveda, Un viejo que leía
(Barcelona: Tusquets, reed. 2001) p. 54.
28
novelas
de
amor
Friedrich Schiller, Die Kraniche des Ibykus-Las grullas
de Ibico Baladas, trad. J. M. Pabón (Barcelona: Editorial
Ibérica P. Pugés, 1944) pp. 28-43, p. 31. Véase, sobre este
argumento y su tradición, José Manuel Pedrosa, "Las grullas de
Ibicus (AT 960A): de la tradición clásica a la literatura
contemporánea", Tipología de las formas narrativas breves
románicas (III) (Zaragoza-Granada: Universidad de ZaragozaUniversidad de Granada, 2003) pp. 351-392.
29
poniente...
Los senderos son ásperos. Los montículos se cubren de
retamas. El aire está inmóvil. ¡Qué lejos los pájaros y
las fuentes! Tiene que ser el fin del mundo, si
avanzamos30.
Por su parte, Thomas S. Eliot, el máximo renovador de la
poesía anglosajona del siglo XX, recurrió también en sus versos
a metáforas similares:
He seguido todos los senderos hasta el final;
y siempre he hallado un mismo laberinto
invariable intolerable inacabable31.
En España, Rafael Alberti, un clásico
inmortalizó versos como los siguientes:
del
siglo
XX,
No quiero pasar de noche,
sin luna, el desfiladero.
No quiero.
Que no lo quiero pasar,
porque no veo lo hondo,
lo hondo que va el pinar32.
Por su parte, el joven poeta español-argentino Andrés
Neuman ha dedicado todo un libro, el que lleva el más que
revelador título de El tobogán, a desarrollar este tipo de
imágenes, asociadas en su caso al paso fatal de la edad
infantil a la adulta. Los siguientes versos son del poema
Buenos Aires al vuelo:
Comienza acaso todo en la tercera planta del pasado,
la quinta puerta al fondo del olvido.
Ábrela, ciérrala: hay viento suficiente
para escaparte, y tiempo para entender al fin...33
En el poema que lleva el mismo título que el libro, vuelve
a jugar Neuman con las mismas imágenes:
Es algo diferente:
un vislumbre borroso, una antesala
del tobogán, más breve
siempre de lo que el niño desearía
y más veloz de lo que el hombre espera.
Arthur Rimbaud, Poesías completas, eds. G. Celaya, V.
Vitier, A. Núñez y D. Conte (Madrid: Visor, 1997) p. 355.
30
T. S. Eliot, Inventos de la liebre de marzo. Poemas 19091917, ed. D. López García (Madrid: Visor, 1901) p. 147.
31
Rafael Alberti, Marinero en tierra. La amante. El alba
del alhelí, ed. R. Marrast (Madrid: Castalia, 1972) p. 156.
32
33
Andrés Neuman, El tobogán (Madrid: Hiperión, 2002) p. 15.
.............
subo la escalerilla de un tobogán naranja
para ir al encuentro del hombre que me espera,
familiar, con los brazos abiertos34.
El poeta argentino Hugo Mújica ha utilizado
imágenes parecidas en los siguientes hermosos versos:
también
Una grieta
parte el blanco muro, abre
un recuerdo anterior a todo olvido:
a lo jamás
y a lo de cada instante.
Un tajo es siempre huella en la vida
en la vida,
en esa huella de un tajo35.
Vamos a culminar ya nuestra búsqueda y exploración de
tantos pasos angostos diseminados por tantas épocas y lugares
con otra obra que se halla a mitad de camino entre la historia
y su reflejo artístico, entre la realidad y el arte, entre la
plasmación textual y la figurativa. En plena Guerra Civil
española, el cirujano y fotógrafo canadiense Norman Bethune fue
testigo de una terrible matanza de civiles que tuvo lugar en
una carretera de salida de la bombardeada ciudad de Málaga.
Aprovechando lo estrecho del paso y la aglomeración de personas
indefensas, los bombardeos fascistas, por mar y aire,
provocaron una terrible mortandad de la que el canadiense dejó
dramática constancia en sus fotografías y en sus memorias:
Imagínense a 150.000 hombres, mujeres y niños
disponiéndose a marcharse en búsqueda de seguridad hacia
una ciudad situada a más de 100 millas a pie. Hay una
única carretera que pueden tomar. No hay ninguna otra
manera de escapar. Esta carretera, limítrofe por un lado
con las altas montañas de Sierra Nevada y por el otro con
el mar, está construida sobre la ladera de unos
acantilados y sube y baja a más de 500 pies por encima del
nivel del mar. La ciudad que deben alcanzar es Almería, y
está a más de 200 kilómetros más allá. Un joven fuerte y
sano puede caminar a pie unos 40 o 50 kilómetros diarios.
El viaje a que estas mujeres, ancianos y niños debían
enfrentarse les llevará a cinco días y cinco noches de
camino, al menos. No encontrarán alimentos en los pueblos,
ni trenes, ni autobuses para transportarlos. Ellos debían
caminar, y a medida que iban andando se tambaleaban y
tropezaban, con los pies llenos de rajas y de heridas de
ir por el pedernal y el ardiente asfalto de la carreta;
los fascistas los bombardeaban desde el aire y les
disparaban desde los barcos de guerra...
34
Neuman, El tobogán, p. 58.
Hugo Mújica, En el blanco muro, ABC Cultural, 13 de
octubre de 2001, p. 23.
35
Por entonces habían pasado al lado de tantas mujeres
y niños afligidos que pensamos que lo mejor era volver y
comenzar a poner a salvo los peores casos. Era difícil
elegir cuáles llevarse, nuestro coche era asediado por una
multitud de madres frenéticas y padres que con los brazos
extendidos sujetaban hacia nosotros sus hijos, tenían los
ojos y la cara hinchada y congestionada tras cuatro días
bajo el sol y el polvo. "Llévense a éste"; "miren este
niño"; "éste está herido". Los niños envueltos de brazos y
piernas con harapos ensangrentados, sin zapatos, con los
pies hinchados aumentados dos veces su tamaño, lloraban
desconsoladamente
de
dolor,
hambre
y
agotamiento.
Doscientos kilómetros de miseria. Imagínense cuatro días y
cuatro noches escondiéndose de día entre las colinas, ya
que los bárbaros fascistas los perseguían con aviones;
caminaban de noche agrupados en un sólido torrente
hombres, mujeres, niños, mulos, burros, cabras, gritando
los nombres de sus familiares desparecidos, perdidos entre
la multitud36.
EL PAIS, "El solidario Norman Bethune: una exposición
fotográfica en Málaga muestra el trabajo del brillante cirujano
canadiense y su gran labor en la Guerra Civil", El País, 26 de
abril de 2004, p. 37.
36
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