JUCIO POR JURADOS Fabricio Guariglia Normas constitucionales Art. 24.- El Congreso promoverá la reforma de la actual legislación en todos sus ramos, y el establecimiento del juicio por jurados. Art. 118.- Todos los juicios criminales ordinarios, que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de Diputados se terminarán por jurados, luego que se establezca en la República esta institución. La actuación de estos juicios se hará en la misma provincia donde se hubiere cometido el delito; pero cuando éste se cometa fuera de los límites de la Nación, contra el Derecho de Gentes, el Congreso determinará por una ley especial el lugar en que haya de seguirse el juicio. Art. 75.[…] 12. Dictar los códigos Civil, Comercial, Penal, de Minería, y del Trabajo y Seguridad Social, en cuerpos unificados o separados, sin que tales códigos alteren las jurisdicciones locales, correspondiendo su aplicación a los tribunales federales o provinciales, según que las cosas o las personas cayeren bajo sus respectivas jurisdicciones; y especialmente leyes generales para toda la Nación sobre naturalización y nacionalidad, con sujeción al principio de nacionalidad natural y por opción en beneficio de la argentina; así como sobre bancarrotas, sobre falsificación de la moneda corriente y documentos públicos del Estado, y las que requiera el establecimiento del juicio por jurados. Discusión El juicio por jurados en la Constitución Nacional Se ha escrito que la Constitución de 1853-1860, pese a la devoción que ha generado y su status como símbolo de unión nacional, es un mito argentino que no hemos logrado realizar del todo, afirmación que rige particularmente para el procedimiento penal federal argentino (Maier, 1996). La prolongadísima omisión legislativa de cumplir con el mandato constitucional de implementar el juicio por jurados (JPJ) para los casos criminales a nivel nacional es un ejemplo claro de ello. Si bien no es éste, seguramente, el único ámbito en el que los principios y reglas adoptados por el constituyente argentino –tanto el originario como el derivado- han sido manoseados, desvirtuados o directamente ignorados por el proceso de implementación legislativa y la actuación judicial posterior, sí provee, a mi modo de ver, uno de los ejemplos más claros de divorcio entre principio 1 constitucional y realidad jurídica práctica. El modo en el cual los poderes constituidos argentinos han (mal)tratado una regla que el constituyente de 1853-1860 consideró de una importancia tal que reclamaba tres menciones explícitas en el texto constitucional (en los capítulos de declaraciones, derechos y garantías, organización judicial –el viejo artículo 102, hoy 118- y atribuciones del congreso –antiguo Art. 67 inc. 11, hoy 75 inc. 12-) da cuenta, en forma cabal, de nuestro grado de degradación institucional, que encuentra en este ámbito específico su máxima expresión en la peregrina teoría de que el mandato constitucional de adoptar el JPJ se encontraba derogado por desuetudo - una forma de premiar la desidia, anomia e incompetencia de las autoridades argentinas otorgándole la fuerza de una decisión normativa capaz de producir efectos jurídicos de profunda trascendencia: nada menos que la derogación de preceptos constitucionales. En algunos casos, los argumentos esgrimidos rozan el ridículo: el autor de estas líneas escuchó en una conferencia a un jurista argentino (conocido) afirmar que el juicio por jurados de la Constitución era, en un curioso caso de autorreferencia negativa, inconstitucional, por desplazar la figura del juez profesional en la resolución del caso penal, afirmación que muestra, por un lado, hasta dónde llega el rechazo del JPJ y, por el otro, una especie de “vale todo” en el uso de la argumentación constitucional en este ámbito. La reafirmación del JPJ en la reforma constitucional de 1994, que mantuvo la referencia tripartita al instituto en el texto constitucional, debería haber bastado para dar por tierra con la ya de por sí insostenible teoría de la desuetudo por omisión legislativa. Sin embargo, dicha reafirmación, que sin duda debería haber sido percibida como un mensaje significativo del constituyente, no llegó a darle al JPJ el impulso necesario para trasladarse del plano normativo abstracto a la realidad práctica de la administración de justicia penal. Y la verdad es que en términos generales daría la impresión de que nadie tiene demasiado entusiasmo por el juicio por jurados. Desde los sectores más conservadores, se rechaza una temida popularización de la administración de justicia sobre la base de reparos aparentemente técnicos, tales como la falta de formación jurídica de los jurados, los supuestos mayores peligros de influencias indebidas, etc. (argumentos que, en verdad, sólo son sostenibles a partir de un acto de fe sobre la idoneidad, imparcialidad e independencia de los jueces profesionales). Desde el progresismo, se teme una inflación punitiva y la licuación de las garantías procesales si se abre, o, al menos, si se abre por completo, las puertas de las salas de audiencia a los juecesciudadanos (ver entrevista a Raúl Zaffaroni en Página/12, 12 de Noviembre de 2006). El resultado de esta convergencia de temores y recelos ha sido la inacción legislativa, escudada en recursos argumentativos tales como el supuesto carácter programático – por oposición a imperativo – de las cláusulas constitucionales referidas al JPJ, conforme al cual quedaría al exclusivo arbitrio del legislador el decidir cuándo y en qué condiciones se implemente el JPJ (Sagües, 1981). Hoy, el deseo del constituyente argentino de instaurar el juicio por jurados a nivel nacional continúa frustrado. Cuando se amenaza con desempolvar y/o remozar algún proyecto olvidado o desarrollar uno nuevo, nadie parece tomarse el asunto demasiado en serio, ya sea porque los motivos políticos subyacentes a la iniciativa impregnan 2 negativamente la iniciativa misma (por ejemplo, al momento de escribir estas líneas los medios informan sobre una iniciativa del ejecutivo para implementar el JPJ en pleno conflicto de este poder con el poder judicial), porque el JPJ es usado como mera “fuga hacia delante” para responder a críticas sobre la ineficiencia de la administración de justicia penal, porque se considera que el sistema implica recursos organizativos y financieros excesivos, o por cualquier otra razón esgrimible. Como se ha señalado, “[u]no de los síntomas de la tendencia a la ajuricidad y de la dificultad para constituir en la Argentina una práctica constitucional continua, que constituya el marco estructural que otorga eficacia a las decisiones democráticas, es la ligereza con que ha sido tomada esta prescripción [la que impone el JPJ] de la Constitución nacional” (Nino, 1992). Esa ligereza también se manifiesta en los intentos de utilización política del JPJ como ariete contra la “corporación judicial”, ignorando que aún en el modelo más puro de JPJ, el juez profesional conserva un rol central, controlando el desarrollo del debate, la admisión de prueba y el trámite de las excepciones y fijando los parámetros para la decisión del jurado, además de ser el encargado de la determinación de la prueba. Por otro lado, el veredicto del jurado es siempre recurrible ante un tribunal formado únicamente por jueces técnicos. O sea: justicia técnica y jurado popular no son términos necesariamente antitéticos. Antes bien, el JPJ requiere para su adecuada implementación la existencia de una justicia técnica capacitada y eficiente. Y también se manifiesta esa ligereza en la simplificación agraviante del JPJ como una picadora de carne o como la consagración de una justicia iletrada, ignorando el contenido democratizador del JPJ (por oposición al “juicio por abogados”) y su propia función garantizadora como “juicio de los pares” (ver, para una defensa del JPJ en el modelo angloamericano, The Daily Telegraph del 17 de Octubre de 2002, artículo de Joshua Rozenberg, “Defending the right to a jury trial”). ¿Qué implica un juicio por jurados? La ausencia de JPJ en el sistema nacional de enjuiciamiento penal no sólo nos ha privado de la participación popular en la administración de justicia –y de la consolidación de un modelo elitista y contra-constitucional en su lugar-, sino que también ha conducido, como señala Maier (1996), a la formación de una cultura procesal burocrática, escriturista, lenta, ineficiente y a menudo violatoria de los derechos de los ciudadanos. El juicio por jurados soñado por el constituyente abrevaba en el modelo adversarial del common law, desarrollado en Inglaterra y receptado posteriormente en Estados Unidos (Hendler, 2005). Un modelo adversarial, por definición, se encuentra en las antípodas del modelo inquisitivo que rigió a nivel nacional por más de cien años, pero también del modelo “mixto” que se implementó a partir de la tibia reforma de 1992. Un juicio por jurados auténticamente “adversarial” implica el total predominio de la oralidad sobre la escritura, la concentración de toda la prueba en la etapa de debate, la imposibilidad de incorporar a mansalva prueba “de oídas” y/o actas de la investigación en reemplazo de testimonio oral en la sala de audiencias. Implica que la presentación de la prueba en juicio le corresponde a las partes (acusador y acusado), actuando frente a un árbitro imparcial, que debe inhibirse de tomar medidas que puedan afectar su apariencia de imparcialidad, como por 3 ejemplo, indagar sobre los hechos en forma previa al comienzo del juicio (cosa que el CPP de 1992 permite al tribunal de juicio mediante la así llamada instrucción suplementaria). Presupone que cada parte, acusador y acusado, han preparado su caso, apoyados, de ser necesario, en órdenes judiciales que habiliten el camino para la adquisición de prueba, cuando ello resulte indispensable, y rechaza la noción de un juez inquisidor y autosuficiente que concentra las facultades de investigación y plasma el resultado de sus actos en un expediente escrito, pleno de formalidades. En este sentido, es importante subrayar que un JPJ en el que la prueba es “leída” por el acusador y quienes representen al acusado al jurado, en vez de que éste vea y escuche la prueba producida en la audiencia (sistema que, aunque sorprenda al lector, ha existido en algunos países de la región), es una perversión del modelo, que allí sí pierde toda función garantizadora al sustituir el análisis crítico de la prueba por parte del jurado por la capacidad persuasiva de la argumentación de cada parte, por un lado, y la manera en la cual la prueba ha sido reflejada en el expediente o legajo, por el otro. Si un juicio ante un tribunal mixto, compuesto por jueces legos (“escabinos”) y jueces técnicos es adecuado a los efectos de cumplir con el mandato constitucional, es una cuestión debatible. Por lo pronto, todo modelo que implique la anulación efectiva del contenido democratizador del JPJ, ya sea colocando en minoría al escabino en un tribunal colegiado con jueces profesionales, o estableciendo un sistema que derive en el sojuzgamiento del escabino por parte del juez profesional (sobre esto, ver Eser, 2005) no daría cumplimiento cabal al mandato constitucional. Cualquier intento en este sentido debería acentuar la función de contrapeso de los escabinos, promover un diálogo igualitario con los jueces profesionales en el ámbito decisorio y articular mecanismos que impidan una influencia excesiva en los escabinos por parte del juez profesional. ¿Qué nos falta para un juicio por jurados? Todo, o prácticamente todo. Además de esa ley jamás sancionada por el Congreso, hay una serie de pasos necesarios para implementar adecuadamente un JPJ pleno de sentido: crear una auténtica cultura acusatoria; por contraposición, desmontar la estructura burocrática de la administración de justicia penal; convertir el ministerio público, actualmente una mera superposición de compartimentos estancos, en un servicio de persecución penal dinámico; abandonar esa cultura extendida de llevar adelante la investigación y persecución penales a través de los medios de comunicación, práctica no sólo completamente ineficiente desde la perspectiva de la eficiencia estatal en la encuesta penal, sino además inadmisible por el peligro de prejuzgamiento a través de los medios que acarrea (peligro tradicionalmente vinculado al JPJ, pero que también debería preocupar en el caso de jueces profesionales; ver Guariglia, 1997); y promover el surgimiento de una generación de abogados que, en vez de temerle al juicio y promover su dilación como estrategia defensiva, se animen a argumentar, refutar prueba contraria y presentar la propia ante un tribual integrado por ciudadanos comunes. Todas estas cosas son, en verdad, males endémicos de nuestra administración de justicia penal. Implementar el JPJ no sólo nos permitiría cumplir con la Constitución, sino 4 también promover las transformaciones esenciales para devolver algo de calidad institucional y, con suerte, de credibilidad a nuestra alicaída justicia penal. Pero por sobre todas las cosas, para implementar el JPJ hace falta que de una vez buena vez nos lo tomemos en serio. Bibliografía Eser, Albin, La Participación de Legos en la Administración de Justicia Alemana, en Estudios Sobre Justicia Penal. Homenaje al Profesor Julio Maier, Buenos Aires, 2005. Hendler, Edmundo, El Significado garantizador del Juicio por Jurados, en Estudios Sobre Justicia Penal. Homenaje al Profesor Julio Maier, Buenos Aires, 2005. Guariglia, Fabricio, Publicidad Periodística del Hecho y Principio de Imparcialidad, en Libertad de Prensa y Derecho Penal, Buenos Aires, 1997. Maier, Julio BJ, Derecho Procesal Penal. Tomo I. Fundamentos, Buenos Aires, 1996. Nino, Carlos, Fundamentos de Derecho Constitucional, Buenos Aires, 1992. Sagüés, Néstor Pedro, El Juicio Penal Oral y el Juicio por Jurados en la Constitución Nacional. El Derecho T. 92, pp. 905 y ss (1981). 5