4. MADUREZ HUMANA Y CRECIMIENTO ESPIRITUAL La calidad de nuestra vida religiosa se cifra en el crecimiento en la vida del Espíritu. Hemos de llegar a ser hombres profundamente espirituales. Pero el crecimiento espiritual implica necesariamente la madurez humana, en realidad madurez humana y crecimiento espiritual son interdependientes y están mutuamente implicados. La calidad de nuestra vida religiosa se concentra en el crecimiento espiritual, y éste implica necesariamente la madurez humana. Cristo ha venido a salvar al hombre total. Para Dios, el crecimiento humano es crecimiento integral. Es pues, importante la integración y armonización entre crecimiento humano y crecimiento espiritual. MADUREZ HUMANA Madurez humana es la resultante del equilibrio entre las fuerzas constructivas de la personalidad y la realización del yo ideal. Dicho concepto además de aludir a una unidad de vida, presenta un carácter eminentemente dinámico; se trata de una maduración. Hay que intentar descubrir las cualidades, inclinaciones y dimensiones propias del ser, e intentar también llegar a un gran dominio de sí mismo para poder desarrollar toda la fuerza interior y alcanzar armonía vital. En el fondo, lo importante es llegar a ser un hombre capaz de tender a una vida de auténtica autonomía y de relaciones positivas; y al mismo tiempo, en nuestro caso como religiosos, llegar a una integración real de los elementos de la vida consagrada que configuran nuestra personalidad (oración, relaciones, vida comunitaria, castidad, obediencia...). En efecto, se considera maduro al hombre que realiza su vocación de hombre; que llega a una capacidad suficiente de obrar libremente; que integra y desarrolla sus capacidades humanas; que consigue el control de sus emociones y sentimientos; que vive abierto a los demás con una actitud de servicio y donación; que orienta su comportamiento desde la autonomía de su conciencia personal. El hombre llega a la profundidad de su ser al descubrir las dos dimensiones de su ser: la dimensión interior y la dimensión dialógica. Desde esta doble perspectiva, el hombre maduro presenta las siguientes características: a) Es capaz de autoconciencia, es decir, es capaz de entrar dentro de sí mismo y conocerse mediante una reflexión continua. Tiene el valor de mirarse dentro, de calar en la profundidad de sí mismo, de descubrir sus dotes, sus inclinaciones y sus defectos, sin dejarse deprimir. Tiene la fuerza de plantearse los grandes problemas y los grandes interrogantes del sentido de la vida. Tiene el valor de tomar en serio la vida, tomarse en serio a sí mismo, a los otros ya Dios. b) Es capaz de autodominio: el hombre maduro se posee a sí mismo. Posee su libertad interior por la que puede hacer de sí lo que quiere en orden a alcanzar el crecimiento. Se orienta, además, al dominio de sí mismo, a la realización de la libertad interior. Combate la prepotencia de los instintos, de los condicionamientos emotivos, de todo tipo de ataduras a personas, tradiciones, estructuras, costumbres o normas. c) El hombre maduro emplea este autodominio para desarrollar y armonizar todas sus dotes: inteligencia, voluntad, afectividad, etc., y para relacionarse y dialogar válidamente con las cosas, la sociedad, el ser humano, Dios. Si la madurez se realiza históricamente, en el proceso de maduración, como religiosos no partimos de ideas abstractas o criterios objetivos impersonales, sino de lo que realmente somos y de lo que estamos llamados a ser; por ello subrayaremos algunos rasgos que nos parecen más importantes en el proceso de madurez humana que hemos de realizar en el contexto de la vida religiosa: Aceptación de sí mismo y de la realidad. El camino de la madurez comienza por la aceptación de uno mismo y del otro. No hay madurez sin aceptación. Y aceptar no es sinónimo de resignación. Aceptar significa acoger unos datos con objetividad y realismo. La aceptación de la realidad íntima es un presupuesto de nuestra armonía psíquica, es una premisa esencial para el proceso de maduración personal a todos los niveles. Cuando no se logra la aceptación, el fácil la desilusión, el desencanto, la depresión y una serie de conflictos que repercuten necesariamente en los niveles afectivos (inseguridad, susceptibilidad). Cuesta mucho aceptarse, es más fácil huir. Y se huye de muchas maneras (búsqueda de éxito, activismo, el estudio, etc.). Las personas que no acaban de aceptarse a sí mismas son, sin duda, las primeras víctimas de conflictos y tensiones. Identidad personal y proyecto de vida. No se puede madurar sin un proceso de identidad personal. Se trata de llegar a ser lo que deberíamos ser. Se trata de llegar a un centro personal y aprender a obrar desde este centro. Se trata de tomar actitudes ante la existencia, opciones y decisiones para lograr ser uno mismo. No se madura si no se toma la vida entre las propias manos. Hemos de conocernos y conocer nuestro propio mundo interno; conocer y asumir como nuestros, los propios sentimientos, emociones y afectos. Si una parte de mi experiencia, de mis necesidades y de mis sentimientos está fuera de mi conocimiento, tengo una visión deformada de mí mismo y entonces tenderé también a deformar la visión de la realidad exterior. Pero, al mismo tiempo que se conoce y se construye la propia identidad, es importante también saber qué es lo que se quiere, es decir, es importante llegar a un proyecto coherente de vida. La verdad del hombre se expresa en el proyecto de realización. El hombre ni lo hereda ni lo aprende de los demás. Lo elabora a través de sus opciones y decisiones partiendo de su ser concreto; y lo expresa con coherencia y libertad en la propia vida. Y, así, al hombre maduro se le conoce, entre otras cosas, porque se muestra tal cual es, sin tener que ocultar lo que siente, piensa o quiere. Libertad y creatividad. El hombre maduro es un hombre libre y creativo. La tarea de realización y desarrollo de la persona implica siempre la apertura y la libertad, la conciencia y la responsabilidad, la creatividad y el compromiso. La libertad no es sólo un modo de ser persona, sino también la expresión y manifestación de su madurez. El quehacer de la libertad implica precisamente hacer un proyecto de si mismo, elegir, participar en la construcción de la propia existencia, asumir la responsabilidad de esta tarea, vivir con autenticidad, es decir, de acuerdo con las aspiraciones más profundas y en fidelidad con la vocación del propio ser. Y la grandeza moral del hombre está en obrar libre y personalmente, en construir la propia realización humana con responsabilidad y creatividad. La madurez humana se mide por la libertad, por la capacidad de elección, opción y decisión autónoma. También por la capacidad de proyectar y construir, lo que implica flexibilidad y ductilidad, capacidad de adaptación, superación tanto de la rigidez como de la instalación. Capacidad de dar y recibir La persona madura manifiesta una actitud altruista, que le hace darse a los otros, aceptar cuanto se le ofrece y gozar de ello de una manera serena y constructiva. Esta capacidad se expresa en el amor y la afectividad. El corazón del hombre no puede quedar privado del riego afectivo. Tiene que amar y sentirse amado. La persona madura sabe recibir y sabe darse. Es decir, es capaz de renunciar a sus cosas, capaz de ayudar, de compartir, de poner a disposición su tiempo, su trabajo, sus instrumentos, su propia persona. Es capaz de superar la actitud egocéntrica y centrarse en los otros con auténticas actitudes de disponibilidad, oblatividad y servicio, que se manifiesta en las relaciones interpersonales. El proceso de madurez humana precisa, también relaciones humanas personalizadoras, auténticas. La persona inmadura no llega a abrirse y a darse a los otros, ni a acoger a las personas. Se siente amenazada por temores y prejuicios y, aún sintiendo la necesidad de auténticas relaciones interpersonales, es incapaz de aceptarlas; mantiene en el fondo, una actitud profundamente egocéntrica. Aquí vale la pena mencionar dos peligros: el formalismo en las relaciones, por una parte, el miedo a la amistad y al sexo; y, por otra parte, todo tipo de relaciones incontroladas y expresiones no coherentes con la propia opción de fondo. Capacidad de autocontrol. De suyo, los instintos y tendencias humanos miran al desarrollo y crecimiento del hombre. Sin, embargo, pueden también desviarse de su orientación y función natural. es necesario, pues, el control de la energía y de los impulsos que brotan de los instintos para poder construir el propio proyecto de vida de una manera coherente. No hablamos de control sino autocontrol. Nos referimos, pues, a una determinación personal que orienta el comportamiento en la dirección de la propia identidad y proyecto. Sin una capacidad de disciplina interna y externa, nadie llega a alcanzar la madurez humana. Pero es siempre control y disciplina asumidos y aceptados, no impuestos de una manera mecánica y determinista. CRECIMIENTO ESPIRITUAL Por el seguimiento a Cristo progresamos en la fraternidad con Cristo, nos abrimos cada vez más al Padre y llegamos a ser hermanos en el servicio de los demás. No hay aspecto de la existencia humana que escape al seguimiento de Cristo. Es un camino que abarca todas las dimensiones de nuestra vida. No es algo sectorial, sino total. Se trata de toda la existencia humana, personal y comunitaria, que se pone en marcha. Es un estilo de vida que da unidad profunda a nuestro orar, pensar y actuar. Según San Pablo, se trata de un proceso de maduración en todo, en Aquel que es la plenitud: Cristo (Cf. Ef 4,15-16). El crecimiento espiritual es la unificación progresiva en la personalidad moral del creyente, esto es, apunta a la vivencia y profundización de la opción fundamental. La opción fundamental por Dios consiste en orientar la existencia hacia Cristo y hacer de Él, el centro de referencia de toda la vida y toda la actividad. El crecimiento espiritual, es, pues, una atracción divina, un ponerse en camino para vertebrar la propia existencia desde Dios. El protagonista principal es el Espíritu Santo que nos hace crecer y, bajo su acción, Cristo crece en nosotros. Por eso, lo esencial en nuestro crecimiento espiritual es formar un hombre que llegue a tener, como algo connatural, un hábito de escucha al espíritu y un hábito de discernimiento de sus mociones para ponerlas en práctica como indicadores de la voluntad de Dios. La escucha y el discernimiento en el espíritu nos hacen capaces de reconocer la llamada de Dios en la íntimo de nuestro ser, de orientar nuestra vida desde la fe y el amor, al mismo tiempo, nos capacitan para una mejor adaptación a la realidad. En efecto, el crecimiento conlleva una mayor coherencia interior que unifica, armoniza, libera a la persona y la ayuda a una inserción de calidad en la realidad. Vivir la experiencia de Dios. La vida religiosa es fundamentalmente consagración y opción por Cristo. Por ello, lo más genuino de nuestra vida y el centro de nuestro crecimiento espiritual es, cabalmente, la vivencia y experiencia de Dios. Se trata de vivir en Dios y contemplar desde Dios todas las cosas: el mundo, los hombres, las actividades cotidianas. La experiencia de Dios es vivir en la intimidad de Dios en la concretes de la propia vida. Es orientar la vida hacia El y desde El; es comprometerse por El y obrar en El y con El. Como salesianos avivamos la dimensión divina de la actividad que significa mantener la actividad que se realiza en un nivel sobrenatural, emprender el trabajo con la conciencia viva de la dimensión divina; porque en realidad se trata de un trabajomisión recibido de Dios que se realiza en Él y por Él. Por ello el religioso es el hombre de Dios. Esto comporta una opción y una relación singular que, necesariamente tienen que llevar a vivir en amistad con Él. Ser enviado por Dios implica una referencia fundamental al Padre; implica comprender la propia condición "mediadora" entre Dios y los jóvenes; implica aceptar, ante todo personalmente, el contenido de la misión: el plan de salvación de Dios. Sólo quien acepta la salvación de Dios, puede ser portador del Evangelio de la Salvación. Seguimiento de Jesús. Nuestra opción fundamental es el seguimiento de Jesús. Esta opción supone una toma de postura tal ante la vida, que afecta a toda la persona con sus actitudes y su escala de valores. Por ello, la actualización del seguimiento de Jesús constituye la dimensión más fundamental y original de crecimiento espiritual. Jesús toma la iniciativa yen un acto gratuito dice: "SÍGUEME". Su llamada tiene un carácter absoluto e incondicionado. El auténtico llamado se convierte en discípulo por la obediencia. Opta por Cristo y comienza a ser de los suyos. El seguimiento de Jesús no es un programa de vida, no es un fin, no es un ideal al que tender es, más bien, vinculación y adhesión a la persona de Jesús, y seguir a Cristo es pro-seguir su obra, per-seguir su causa y con-seguir su plenitud. Las constituciones, expresión y guía de nuestra espiritualidad. Somos llamados a seguir a Jesús desde la perspectiva del propio carisma. Las constituciones son la institucionalización del carisma originario y expresan el proyecto evangélico heredado por Don Bosco que, en cuanto religiosos, hemos de vivir. Hemos de vivir las constituciones como libro básico de nuestra espiritualidad y contemplar en ellas toda la riqueza de nuestra tradición espiritual. La fidelidad a las constituciones señala el camino de nuestro crecimiento espiritual, porque las constituciones marcan el pacto de nuestra alianza con Dios y son guía segura hacia la santidad. En nuestra vida espiritual, las constituciones, están llamadas a desempeñar una función de guía vocacional, de unidad carismática, de confrontación evangélica, criterio perenne de la renovación de nuestra vida consagrada. Frente a ellas tenemos la ineludible exigencia espiritual de practicarlas y experimentarlas en la fe, a través del estudio, la oración y la vida. Se trata de un proceso de interiorización que implica como actitudes connaturales: estudio y conocimiento, sintonía cordial, adhesión y vinculación. Estas actitudes desembocan en la práctica; no simplemente en una "observancia legal", sino en una vivencia gozosa y actual del carisma religioso. Esfuerzo ascético. Finalmente, el crecimiento espiritual exige e implica, necesariamente, el esfuerzo ascético. Porque no hay vida espiritual sin ascesis, no hay seguimiento ni radicalidad evangélica sin la Cruz (Mc 8,34). La vivencia de la consagración exige un ejercicio de ascesis. Su ausencia constituye, muchas veces, la dificultad más grande de nuestra recuperación espiritual. Nuestra ascesis se cifra especialmente en los sacrificios que conlleva la jornada diaria con su actividad incansable y su entrega generosa. La ascesis es inseparable del trabajo y templanza, un binomio que acompaña y traduce en la práctica la energía de la gracia de unidad. La ascesis es necesaria para vivir la obediencia, para ofrecer a Dios nuestra voluntad; para practicar la pobreza y asumir un estilo de vida sencillo y austero; para conservar y crecer en la castidad. Y es necesaria para vivir la comunión fraterna y combatir cuanto en uno mismo existe de egoísta y anticomunitario. Sin ascesis no hay vida interior; no hay profundidad de vida espiritual; no hay compromiso de santidad. Dice Guardini: "Hemos de aprender a considerar el ascetismo como elemento necesario de toda vida bien vivida". PARA HACER SÍNTESIS: 1. ¿Qué relación guarda madurez humana y crecimiento espiritual? 2. ¿Que es la madurez humana y quién es una persona madura? 3. ¿Cómo lograr madurar? ¿Cuáles son esos rasgos que son importantes en el proceso de madurez humana en nuestra vida religiosa? Explícalos brevemente. 4. ¿Qué se entiende por crecimiento espiritual? 5. ¿Qué se entiende por hacer experiencia de Dios y en base a qué se realiza en nuestra vida religiosa? ¿Qué función juega la ascesis? PARA REFLEXIONAR: 1. ¿Te has preguntado acerca de tu madurez humana? ¿A qué conclusión has llegado? 2. Respecto a las tres características del hombre maduro, ¿en cuál crees que tendrías que trabajar con mayor ahínco? 3. ¿Cómo es tu experiencia de Dios? ¿Cómo la alimentas? ¿Qué podrías hacer para cualificarla? 4. Haz tu oración personal por escrito en torno al contenido estudiado y reflexionado.